Al día siguiente hubo un gran trajín en la oficina. Había muchas cosas que leer sobre los enfrentamientos en Irak y las bajas estadounidenses. Durante el fin de semana habían matado a otros cinco marines y derribado un avión, causando la muerte a sus dos jóvenes pilotos. Por mucho que Jack se esforzase por ayudar al presidente a presentar los hechos desde una óptica positiva, no había forma de cambiar la deprimente realidad de que morirían personas de ambos bandos.
Esa noche Maddy trabajó hasta las ocho, cuando terminó el segundo informativo. Luego irían a una cena de gala en casa del embajador de Brasil, y había llevado un vestido de noche para cambiarse en el despacho. Sin embargo, mientras se estaba vistiendo, su marido la llamó por el intercomunicador.
– Estaré lista en cinco minutos.
– Tendrás que ir sola. Acaban de convocarme a una reunión.
Esta vez Maddy sabía cuál era el motivo. Sin duda, el presidente estaba preocupado por la reacción del publico ante las muertes en Irak desde que habían comenzado las hostilidades.
– Supongo que la reunión es en la Casa Blanca.
– Algo así.
– ¿Irás más tarde? -Estaba acostumbrada a asistir a fiestas sola, pero prefería ir con Jack.
– Lo dudo. Tenemos que resolver muchas cosas. Te veré en casa. Si termino temprano iré a la cena, pero ya he llamado para disculparme. Lo siento, Maddy.
– Está bien. Las cosas en Irak no pintan bien, ¿no?
– Todo se arreglará. Tendremos que aceptar lo que ocurre. -Si hacía bien su trabajo, acabaría convenciendo de ello al público, pero Maddy no se dejaba engañar. Y Greg tampoco, a juzgar por lo que habían hablado en el estudio. Sin embargo, no habían hecho ningún comentario personal sobre las noticias durante el informativo. Sus opiniones ya no formaban parte del programa-. Hasta luego.
Maddy terminó de vestirse. Llevaba un vestido rosa claro que le sentaba de maravilla a su piel perlada y su cabello oscuro. Los pendientes de topacio rosado relumbraron mientras se ponía una estola del mismo tono y salía del despacho. Jack le había dejado el coche, pues iría a la Casa Blanca con un vehículo y un chófer de la empresa.
La embajada estaba en Massachusetts Avenue, y en su interior había aproximadamente un centenar de personas. Hablaban en español, portugués y francés, con un precioso fondo musical de samba. El embajador brasileño y su esposa daban fiestas llenas de encanto y estilo, y en Washington todo el mundo los quería. Maddy echó un vistazo alrededor y se alegró de ver a Bill Alexander.
– Hola, Maddy -dijo él con una sonrisa afectuosa, acercándose-. ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Qué tal el fin de semana? -Con lo que sabían el uno del otro, Maddy ya se sentía amiga suya.
– Tranquilo. Fui a Vermont a ver a mis hijos. Mi hijo tiene una casa allí. La reunión del otro día fue interesante, ¿no? Es sorprendente comprobar cuántas personas se han visto afectadas de un modo u otro por la violencia doméstica o por agresiones de otra índole. Lo curioso es que todos parecemos pensar que los demás llevan una vida normal, y no es verdad, ¿no? -Sus ojos eran de un intenso azul, un poco más oscuros que los de ella, su melena de pelo blanco estaba perfectamente peinada y se le veía especialmente apuesto con esmoquin. Medía un metro noventa y ocho, y a su lado Maddy parecía una muñeca.
– Hace tiempo que descubrí eso. -Ni siquiera la primera dama se había librado de la violencia en su infancia-. Solía sentirme culpable por lo que viví en mi juventud, y aún me pasa a veces, pero al menos sé que a muchos otros les ocurre lo mismo. Sin embargo, por una razón misteriosa, uno siempre tiene la impresión de que es culpa suya.
– Supongo que la clave está en comprender que no es así. Al menos en tu caso. Cuando volví a Washington, al principio todos decían o pensaban que yo había matado a Margaret.
Maddy se sorprendió. Alzó la vista y preguntó con delicadeza:
– ¿Por qué iban a pensar algo así?
– Porque yo me siento culpable. Ahora me doy cuenta de que lo que hice fue una estupidez.
– Es posible que el desenlace hubiera sido el mismo de todas maneras. Los terroristas no juegan limpio, Bill. Tú lo sabes.
– Es una verdad difícil de asimilar cuando el precio que se paga es la muerte de un ser querido. No sé si alguna vez lo comprenderé o lo aceptaré.
Era totalmente veraz y sincero con Maddy, y precisamente por eso le caía bien. Además, todo en Bill sugería que era una buena persona.
– Yo no creo que sea posible comprender la violencia -dijo Maddy en voz queda-. Lo que yo tuve que afrontar fue mucho más sencillo, y sin embargo creo que nunca lo entendí del todo. ¿Por qué alguien desea hacer daño a otra persona? ¿Y por qué yo permití que me lo hicieran?
– No tenías opciones, alternativa, salida, nadie que te ayudara y ningún sitio adonde acudir. ¿Alguna de esas respuestas te parece correcta? -preguntó con aire pensativo, y ella asintió. Bill entendía muy bien la situación. Mucho mejor que Jack, o que la mayoría de la gente.
– Creo que lo has descrito a la perfección -respondió con una sonrisa-. ¿Qué piensas de lo que esta pasando en Irak? -preguntó, cambiando de tema.
– Es una vergüenza que hayamos vuelto allí. La situación es irresoluble, y creo que la ciudadanía formulará preguntas difíciles de responder. Sobre todo si empezamos a perder jóvenes al ritmo vertiginoso de este fin de semana. -Maddy estaba de acuerdo con él, a pesar de la convicción de Jack de que podía pintar la situación de manera que la gente respaldara las acciones del presidente. Jack era mucho más optimista que ella-. No me gusta nada lo que estamos haciendo -prosiguió Bill-. Creo que la gente teme que las pérdidas superen los beneficios.
Maddy habría querido decirle que tenía que darle las gracias a Jack, pero no lo hizo. Se alegró de que Bill coincidiera con ella y continuaron charlando durante un rato. Él le pregunto qué planes tenía para el verano.
– De momento, ninguno. Tengo que terminar un reportaje. Además, mi marido detesta hacer planes. Se limita a avisarme cuándo tengo que hacer las maletas; por lo general, el mismo día de la partida.
– Bueno, seguro que eso da interés a tu vida -dijo Bill con una sonrisa mientras se preguntaba cómo se las apañaba Maddy. La mayoría de la gente necesitaba más tiempo. También se preguntó cómo reaccionarían los hijos de la pareja-. ¿Tienes hijos?
Maddy titubeó una fracción de segundo antes de responder.
– No, no tenemos hijos.
A Bill no le sorprendió. Ella era joven, tenía una profesión agotadora y mucho tiempo por delante para formar una familia. Maddy no lo sacó de su error, pues no era propio de una banal charla festiva explicarle que no podía tener hijos, que Jack se había casado con ella con la condición de que se hiciera ligar las trompas.
– A tu edad, tienes mucho tiempo para pensar en hijos. -Sabiendo lo que sabía de ella, no pudo evitar preguntarse si las experiencias traumáticas de su infancia la habían llevado a posponer la maternidad. A él le habría parecido comprensible.
– ¿Y tú qué vas a hacer este verano, Bill? -preguntó ella, cambiando de tema.
– Por lo general, vamos a Martha's Vineyard. Pero creo que este año será complicado. Le he cedido mi casa a mi hija para que pase el verano allí. Tiene tres hijos, y les encanta el lugar. Aunque si quiero ir, siempre puedo ocupar la habitación de huéspedes. -Parecía un buen hombre, y era obvio que estaba muy unido a sus hijos.
Continuaron hablando durante un rato, hasta que se les unió una interesante pareja francesa. Ambos eran diplomáticos y bastante jóvenes. Unos minutos después, el embajador de Argentina se acercó a saludar a Bill, y hablaron en un español fluido. Cuando Maddy descubrió que Bill se sentaría a su lado a la mesa, se disculpó por monopolizar su atención antes de cenar.
– No sabía que nos sentarían juntos.
– Me gustaría decir que he conspirado para conseguirlo -dijo con una risita-, pero la verdad es que no tengo tanta influencia. Supongo que simplemente he tenido suerte.
– Y yo -dijo ella con familiaridad mientras él enlazaba su brazo y la conducía a la mesa.
Fue una velada agradable. Al otro lado de Maddy se sentó el más antiguo senador demócrata por Nebraska, un hombre a quien Maddy no conocía personalmente pero al que siempre había admirado. Y Bill la deleitó con anécdotas de sus épocas contó profesor de Princeton y Harvard. Era obvio que había disfrutado dando clases, y su breve carrera de diplomático también había sido interesante y gratificante hasta su trágico final.
– ¿Y qué piensas hacer ahora? -preguntó Maddy durante los postres. Sabía que estaba escribiendo un libro, y él le había dicho que le faltaba poco para terminarlo.
– Francamente, no estoy seguro, Maddy. Había pensado en volver a las aulas, pero es algo que ya he hecho. Escribir ha sido una experiencia estimulante. Sin embargo, ahora no sé qué dirección tomar. He recibido ofertas de varias instituciones académicas, una de ellas Harvard, naturalmente. Me gustaría pasar una temporada en el oeste, quizá dando clases en Stanford, o quizá vivir un año en Europa. A Margaret y a mí siempre nos gustó Florencia. O puede que vaya a Siena. También me han ofrecido la oportunidad de pasar un año en Oxford, enseñando política exterior estadounidense, pero la idea no me entusiasma mucho, ya que el invierno en Inglaterra es muy crudo. Colombia me convirtió en un consentido, al menos en lo que respecta al clima.
– Tienes un abanico de opciones -dijo ella con admiración, y comprendía por qué todo el mundo deseaba contratarlo. Era inteligente y simpático y estaba abierto a ideas y conceptos novedosos-. ¿Qué me dices de Madrid? He visto que hablas un español perfecto.
– Esa es una posibilidad que ni siquiera he considerado. Tal vez debería aprender a torear. -Ambos rieron de la descabellada idea, y cuando llegó la hora de levantarse de la mesa, Maddy casi lo lamentó. Bill había sido un magnífico acompañante, y al final de la velada se ofreció a llevarla a casa, pero ella le dijo que tenía un chófer esperándola.
– Estoy impaciente por verte en la próxima reunión. Es un grupo ecléctico y muy interesante, ¿no? Aunque a mí no me parece que tenga mucho que aportar. No sé gran cosa del tema, al menos de las agresiones domésticas. Me temo que mi contacto con la violencia es bastante inusual, pero de todas maneras me alegro de que Phyllis me haya invitado a participar.
– Sabe lo que hace. Creo que una vez que nos pongamos en marcha formaremos un buen equipo. Espero que consigamos apoyo de los medios de comunicación. La gente necesita que le abran los ojos en temas como el de los malos tratos a mujeres.
– Tú serías una portavoz perfecta -dijo Bill, y ella volvió a son reírle.
Charlaron unos minutos más, y luego ella se marchó a casa, donde encontró a Jack leyendo en la cama, con aire relajado y sereno.
– Te has perdido una fiesta estupenda -dijo ella. Se quitó los pendientes y los zapatos y se detuvo a darle un beso.
– Cuando terminé, di por sentado que ya habríais acabado de cenar. ¿Has visto a alguien interesante?
– A mucha gente. Y me encontré con Bill Alexander. Es una excelente persona.
– A mí siempre me ha parecido bastante aburrido. -Después de desestimar el tema, miró con admiración a su esposa, que estaba particularmente guapa, incluso sin los zapatos ni los pendientes-. Estás guapísima. Mad. -Era obvio que lo decía con sinceridad, y ella se inclinó para darle otro beso.
– Gracias.
– Ven a la cama. -Sus ojos tenían un brillo familiar que ella reconoció, y unos minutos después, cuando se metió en la cama, Jack se encargó de demostrarle que estaba en lo cierto.
Había ciertas ventajas en el hecho de no tener hijos. No necesitaban preocuparse por nadie más, y cuando no estaban trabajando, podían dedicarse en exclusiva a disfrutar el uno del otro.
Después de hacer el amor, Maddy se acurrucó en brazos de Jack, sintiéndose cómoda y satisfecha.
– ¿Qué tal han ido las cosas en la Casa Blanca? -preguntó con un bostezo.
– Muy bien. Creo que hemos tomado varias decisiones sensatas. O más bien, las tomó el presidente. Yo me limito a decirle lo que pienso, él lo compara con lo que piensan los demás, y decide lo que quiere hacer al respecto. Pero es un tipo listo, y casi siempre escoge la opción más acertada. Está en una posición difícil.
– En mi opinión, el suyo es el peor trabajo del mundo. Yo no lo haría ni por todo el oro del planeta.
– Serías una presidenta fabulosa -bromeó él-. En la Casa Blanca todos serían guapos e irían maravillosamente vestidos, el lugar estaría impecable y la gente se conduciría con amabilidad, respeto y consideración. Todos los miembros de tu gabinete serían sensibleros. El mundo perfecto, Mad. -A pesar de que parecía un cumplido, Maddy lo tomó como un desprecio y no respondió.
Mientras se sumía en el sueño lo olvidó todo, y no volvió a despertar hasta la mañana. Los dos tenían que ir a trabajar temprano.
A las ocho ya estaban en la cadena, donde Maddy y Greg se sentaron a trabajar en un reportaje especial sobre bailarines estadounidenses. Ella había prometido ayudarle, y seguía en el despacho de él a mediodía, cuando ambos notaron una pequeña conmoción en los pasillos.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Greg.
– Mierda. Es posible que las cosas se hayan puesto feas en Irak. Anoche Jack estuvo con el presidente. Seguro que traman algo. -Los dos salieron al pasillo para averiguar de qué hablaba la gente. Maddy fue la primera en pillar a uno de los asistentes de producción-. ¿Ha pasado algo importante?
– Un avión con destino a París estalló en el aire veinte minutos después de salir del aeropuerto JFK. Dicen que la explosión se oyó en todo Long Island. No hay supervivientes.
Era la versión abreviada de lo ocurrido, si bien cuando Greg y Maddy consultaron los cables de noticias, descubrieron que había pocos datos más. Nadie se había responsabilizado de la explosión y, aunque todavía no se conocieran los pormenores del caso, Maddy intuía que había algo turbio.
– Hemos recibido una llamada anónima de alguien que parecía hablar en serio -les informó el productor-. Dicen que los directivos de la compañía aérea sabían que había una amenaza. Puede que lo supiesen ya ayer al mediodía, pero no cancelaron el vuelo.
Greg y Maddy cambiaron una mirada. Aquello era una locura. Nadie podía haber permitido que ocurriera semejante tragedia. Era una compañía estatal.
– ¿Quién es tu fuente? -preguntó Greg con expresión ceñuda.
– Lo ignoro. Pero el que llamó sabía de qué hablaba. Nos dio un montón de datos comprobables. Lo único que sabemos es que la FAA, la Administración Federal de Aviación, recibió una advertencia ayer y que no hizo nada al respecto.
– ¿Quién es el encargado de comprobar la veracidad de esa información? -preguntó Greg con interés.
– Tú, si quieres. Tenemos una lista de personas a quienes llamar. El individuo que telefoneó proporcionó nombres y direcciones.
Greg enarcó una ceja y miró a Maddy.
– Cuenta conmigo -dijo ella, y ambos se dirigieron al despacho del asistente de producción, que era quien tenía la lista-. No puedo creerlo. Cuando hay amenazas de bomba, cancelan los vuelos.
– Puede que sí; o puede que no lo hagan y nosotros no estemos al tanto -murmuró Greg.
Consiguieron la lista, y dos horas después, sentados a ambos lados del escritorio de Maddy, se miraron con incredulidad. Todas las personas consultadas habían confirmado la noticia. Había habido una advertencia, aunque no demasiado específica. La FAA había recibido una llamada diciendo que habría una bomba en algunos de los aviones que saldrían del aeropuerto Kennedy en los tres días siguientes. Eso era lo único que sabían, y en las altas esferas habían tomado la decisión de reforzar las medidas de seguridad pero no cancelar ningún vuelo a menos que hubiese indicios de bomba o recibiesen más información al respecto. Pero no les habían hecho una segunda advertencia.
– Fue una amenaza muy vaga -dijo Maddy en defensa de la FAA-. Quizá pensaron que era falsa.
Pero también habían sospechado que la amenaza procedía de uno de los dos grupos terroristas que habían cometido atrocidades parecidas en el pasado, de manera que tenían razones para creerles.
– Esto es aún más raro de lo que parece -dijo Greg con desconfianza-. Me huele algo sucio. ¿A quién podríamos llamar que tenga algún contacto en la FAA?
Habían agotado todas sus fuentes, pero de repente Maddy tuvo una idea y se levantó de la silla con cara de determinación.
– ¿Qué se te ha ocurrido?
– Puede que nada útil. Volveré en cinco minutos.
Sin decirle nada a Greg, tomó el ascensor privado para ir a ver a su mando. El había estado en la Casa Blanca la noche anterior y, dada la gravedad de la amenaza, era muy probable que hubiese oído algo al respecto.
Jack estaba en una reunión, pero Maddy le pidió a la secretaria que entrase y le preguntase si podía salir un momento. Era importante. Un minuto después, él salió de la sala de juntas con cara de preocupación.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí. Estoy trabajando en la noticia del avión que explotó. Se ha filtrado la información de que hubo un aviso de bomba indeterminado y que pese a ello permitieron que el avión despegase. No cancelaron ningún vuelo. Supongo que no sabían en qué avión pondrían la bomba -explicó con rapidez.
Jack no pareció afectado ni sorprendido.
– Esa cosas pasan de vez en cuando, Mad. No habrían podido hacer gran cosa. Si la amenaza fue vaga, habrán creído que era falsa.
– Pero ahora podemos decir la verdad, al menos si nuestra información es cierta. ¿Oíste algo al respecto anoche? -Lo miró con atención. Había algo en los ojos de Jack que indicaba que la noticia no era una novedad para él.
– No creo -respondió con aire evasivo.
– Esa no es una respuesta, Jack. Es importante. Si recibieron una advertencia, debieron cancelar los vuelos. ¿Quién tomó la decisión?
– No he dicho que supiera nada al respecto. Pero si les dieron un aviso general, ¿qué crees que deberían haber hecho? ¿Cancelar todos los vuelos procedentes de Kennedy durante tres días? Dios, eso equivaldría a paralizar el tráfico aéreo estadounidense. No podían hacer algo semejante.
– ¿Cómo sabías que se trataba de los vuelos «procedentes de Kennedy» y que la amenaza comprendía un período de tres días? Estabas al corriente de todo, ¿no?
Ahora se preguntó si esa era la razón por la cual habían convocado a Jack a la Casa Blanca con tanta premura: para que los aconsejara sobre qué tenían que informar a la opinión pública, si es que decían algo, o quizá sobre que debían o no debían hacer al respecto. Y para que los ayudara a cubrirse las espaldas en caso de que un avión estallara. Aunque no hubiese sido él quien había tomado la decisión, sin duda había influido en ella.
– Maddy, no es posible cancelar todos los vuelos del aeropuerto Kennedy durante tres días. ¿Sabes lo que eso supondría? Con esa lógica, habría habido que impedir también la entrada de aviones, por si la explosión los afectaba. Habría sido una hecatombe para el país y para nuestra economía.
– No puedo creer lo que oigo -dijo ella, súbitamente furiosa-. ¿Tú y vaya a saber quién más decidisteis no advertir a nadie de las amenazas y comportaros como si no ocurriese nada porque hacer lo contrario habría afectado a la economía? ¿Y por temor a alterar los horarios de los vuelos? Dime que esto no ha ocurrido de la manera que sospecho. Dime que no han muerto cuatrocientas doce personas para ahorrar problemas a la industria de la aviación. ¿Es eso lo que sugieres? ¿Que fue una decisión comercial? ¿Quién demonios la tomó?
– Nuestro presidente, tonta. ¿Qué crees? ¿Qué yo tomo decisiones de esa envergadura? Era un asunto importante, pero la amenaza había sido vaga. No podían hacer nada al respecto, aparte de revisar escrupulosamente cada avión antes del despegue. Y si citas mis palabras, Mad, te juro que te mataré.
– Me importa un bledo lo que hagas. Se trata de la vida de personas, de niños y bebés, de seres inocentes que subieron a un avión donde había una bomba porque nadie tuvo cojones para cerrar el aeropuerto Kennedy durante tres días. ¡Maldita sea, Jack! ¡Deberían haberlo cerrado!
– No sabes de qué hablas. No se cierra un importante aeropuerto internacional durante tres días debido a una amenaza de bomba; sería un caos económico.
– Por el amor de Dios, lo han hecho más de una vez a causa de las nevadas, y nuestra economía sigue a flote. ¿Por qué no iban a hacerlo por una amenaza de bomba?
– Porque habrían quedado como idiotas, y habría cundido el pánico entre los viajeros.
– Ah, claro, supongo que cuatrocientas vidas es un precio pequeño a pagar para evitar el pánico. Dios mío, no puedo creerlo. No puedo creer que estuvieras enterado y no hicieses una mierda al respecto.
– ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que fuese al JFK y repartiese panfletos?
– No, idiota, eres propietario de una cadena de televisión. Habrías podido dar la voz de alarma, incluso anónimamente, y obligarlos a cancelar todos los vuelos.
– Entonces me habrían cerrado definitivamente las puertas de la Casa Blanca. ¿Crees que no se habrían enterado de quién había filtrado una noticia semejante? No seas ridícula y no vuelvas a llamarme idiota nunca más. -La agarró del brazo y se lo sacudió con fuerza-. Yo sé lo que hago.
– Tú y tus compañeros de juegos de anoche habéis matado a cuatrocientas doce personas esta mañana. -Prácticamente escupió estas palabras, y su voz tembló. No podía creer que Jack hubiese participado en la decisión-. ¿Por qué no te compras un arma y empiezas a disparar a la gente? Sería más limpio y más honesto. ¿Sabes qué significa esto? Significa que los negocios son más importantes que la gente. Significa que cada vez que una mujer suba a un avión con sus hijos no sabrá si alguien ha avisado que hay una bomba dentro, que por el bien de las grandes transacciones comerciales ella y sus pequeños serán carne de cañón, porque nadie piensa que sean lo bastante importantes para justificar «trastornos económicos».
– Pues en términos generales, no lo son. Tú eres una ingenua. No entiendes nada. A veces es preciso sacrificar a algunas personas por intereses más importantes. -Maddy sintió ganas de vomitar-. Y te advierto una cosa: si comentas una sola palabra de esto, te llevaré personalmente a Knoxville y te dejaré en la puerta de la casa de Bobby Joe. Si hablas, tendrás que responder ante el presidente de Estados Unidos, y espero que te metan en la cárcel por traición. Es un asunto de seguridad nacional, y fue analizado por personas que ocupan los más altos puestos y saben lo que hacen. No estamos hablando de un ama de casa llorica y psicótica ni de un senador gordo y baboso. Si agitas este avispero, te saltarán al cuello el presidente, el FBI, la FAA y todas las instituciones importantes de este país, y yo me sentaré a mirar cómo te hacen picadillo. No vas a meterte en este asunto. No sabes una mierda del tema, y te enterrarán en menos que canta un gallo. Jamás ganarías esta batalla.
Maddy sabía que había algo de verdad en las palabras de Jack: todo el mundo mentiría, sería el mayor encubrimiento desde Watergate, y era poco probable que la gente le creyese. Ella era una pequeña voz en un mar de voces más altas que no se limitarían a taparla; también se encargarían de desacreditarla para siempre. Hasta era posible que la matasen. Pensar en ello la asustaba, pero la idea de defraudar al público, de ocultarle la verdad, la hacía sentirse como una traidora. Tenían derecho a saber que los pasajeros del vuelo 263 habían sido sacrificados en aras de la economía. Y que no significaban nada para las personas que habían tomado la decisión.
– ¿Me has oído? -preguntó Jack con una expresión terrible en los ojos.
Empezaba a asustarla. Si ponía en peligro la cadena, él sería el primero en atacarla, antes de que los otros tuvieran ocasión de hacerlo.
– Te he oído -respondió con frialdad-. Y te odio por ello.
– Me da igual lo que pienses o sientas. Lo único que me importa es lo que hagas, y más te vale que sea lo correcto. De lo contrario, será tu fin. Quedarás fuera de mi vida y de la cadena. ¿Está claro, Mad?
Ella lo miró largamente, dio media vuelta y empezó a bajar la escalera con paso vivo. Cuando llegó a su despacho, estaba pálida y temblaba.
– ¿Qué ha pasado? ¿Jack sabía algo? -preguntó Greg.
Al verla salir, había sospechado adónde iba, y nunca la había visto en un estado como aquel en que se encontraba cuando regresó a la oficina. Estaba mortalmente pálida y parecía enferma, pero permaneció callada durante algunos segundos.
– No, no sabía nada -fue lo único que dijo antes de tomar tres aspirinas con una taza de café.
No le extrañó que diez minutos después el jefe de producción asomara la cabeza y los mirara con seriedad antes de pronunciar su advertencia:
– Tendré que autorizar el guión antes de que salgáis al aire esta noche. Si decís algo que no esté en la copia autorizada, cortaremos la emisión e iremos a publicidad. ¿Entendido?
– Entendido -respondió Greg en voz baja. Al igual que Maddy, supo de inmediato de donde procedía la orden, ignoraba qué habían hablado arriba, pero estaba seguro de que no había sido agradable. Esperó a que el productor se marchase y luego miró a Maddy con expresión inquisitiva-. Supongo que Jack estaba informado -dio con delicadeza-. No tienes que decírmelo si no quieres.
Ella lo miró fijamente y asintió.
– No puedo probarlo. Y no podemos informar al respecto. Todos los involucrados lo negarán.
– Será mejor que esta vez no interfiramos, Mad. Es un asunto peliagudo. Demasiado grande para nosotros, creo. Si las autoridades estaban informadas, puedes estar segura de que se habrán cubierto muy bien las espaldas. Esto es obra de los peces gordos.
Le impresionó el hecho de que Jack Hunter fuese considerado uno de ellos. Hacía tiempo que había oído decir que se había convertido en asesor del presidente. Era obvio que jugaba en las grandes ligas.
– Dijo que me echaría del informativo si tocaba el tema. -Parecía menos conmocionada de lo que Greg habría creído razonable-. Pero eso no me importa. Detesto mentirle al público.
– A veces tenemos que hacerlo -dijo Greg con diplomacia-, aunque a mí tampoco me gusta. Pero los capitostes acabarían con nosotros si ventiláramos este asunto.
– Jack me advirtió que terminaría en la cárcel.
– Se está volviendo un poco tremendista, ¿no? -dijo con una sonrisa irónica, y Maddy no pudo evitar sonreír.
Entonces recordó la forma en que Jack le había sacudido el brazo. Nunca lo había visto tan furioso ni tan asustado. Pero aquel asunto era importante.
Escribieron el guión para el informativo de la tarde, y el productor lo revisó escrupulosamente. Media hora después, les llegó de vuelta con correcciones. La noticia sobre la tragedia aérea se transmitiría de la manera más anodina posible: los jefazos de las plantas superiores querían que las imágenes hablaran por sí solas.
– Ten cuidado, Mad -murmuró Greg cuando estaban sentados ante el escritorio del estudio, esperando a que terminara la cuenta atrás y llegase el momento de salir en antena.
Maddy se limitó a asentir con la cabeza. Greg sabía que era una mujer de principios y una purista. Hubiera sido muy propio de ella dar un salto al vacío y desvelar la verdad, pero esta vez, estaba casi seguro de que no lo haría.
Maddy leyó la noticia del accidente del vuelo 263, y por un instante su voz, estuvo a punto de quebrarse. Con tono triste y respetuoso, habló de los pasajeros y del número de niños que iban a bordo. Las imágenes que mostraron recalcaron la gravedad de la tragedia. Acababan de pasar la última secuencia de una cinta de la explosión filmada por alguien de Long Island cuando Greg observó que Maddy, que debía cerrar la emisión, cruzaba las manos y desviaba la vista del teleprompter. Tras cerciorarse de que no lo estaban enfocando, esbozó con los labios «No, Maddy», pero ella no lo vio. Estaba mirando directamente a la cámara, dirigiéndose a las caras y los corazones del público estadounidense.
– Hoy han circulado muchos rumores sobre el accidente aéreo -comenzó con cautela-, algunos muy inquietantes. -Greg vio que el productor, con cara de horror, se ponía de pie al fondo del plato. Pero no cortaron la emisión-. Se ha dicho que la FAA había recibido con antelación la advertencia de que «cierto» avión misterioso y desconocido saldría de Kennedy con una bomba en su interior en «algún momento» de esta semana. Pero no hay pruebas que respalden este rumor. Por el momento, lo único que sabemos es que se han perdido cuatrocientas doce vidas, y solo podemos suponer que si la FAA hubiera recibido un aviso, habría compartido esa información con el público. -Se estaba acercando a la línea prohibida, pero no la cruzó. Greg la miraba conteniendo el aliento-. Todos los miembros de la WBT queremos presentar nuestras condolencias a las familias, amigos y demás seres queridos de las personas que murieron en el vuelo 263. Es una tragedia inconmensurable. Les ha hablado Maddy Hunter. Buenas noches.
Entonces pasaron a publicidad. Greg estaba pálido, y Maddy empezó a quitarse el micrófono con expresión sombría.
– ¡Mierda, me has dado un susto de muerte! Pensé que ibas a soltarlo. Estuviste a punto, ¿no?
Maddy había planteado un interrogante, pero no había dado la maldita respuesta. Y habría podido hacerlo.
– Dije lo que podía decir. -Lo cual, como ambos sabían, no era mucho.
Mientras Maddy se ponía de pie, ahora fuera de las cámaras, vio al productor y a Jack conversando junto a la puerta. Jack caminó hacia ella con aire decidido.
– Has estado a un tris de cruzar la línea, ¿no, Maddy? Estábamos preparados para cortarte en cualquier momento. -No parecía complacido, pero tampoco furioso. Ella no lo había traicionado, y habría podido hacerlo. Al menos habría podido intentarlo, aunque no le hubieran permitido llegar tan lejos.
– Lo sé -respondió con frialdad, y sus ojos parecieron dos brillantes piedras azules al encontrarse con los de él. Esa tarde había ocurrido algo terrible entre ellos, y Maddy nunca lo olvidaría-. ¿Estás satisfecho? -preguntó en un tono tan gélido como su mirada.
– Has sábado tu culo, no el mío -dijo él en voz baja para que nadie pudiese oírlos. El productor se había alejado, y Greg había vuelto a su despacho-. Eras tú quien estaba en la cuerda floja.
– Hemos engañado al público.
– Al mismo público que se habría enfurecido si hubiesen cancelado todos los vuelos del aeropuerto Kennedy durante tres días.
– Bueno, me alegro de no haberlos cabreado, ¿tú no? Seguro que los pasajeros del vuelo 263 también se alegrarían. Es mejor matar a la gente que hacerla enfadar.
– No tientes tu suerte, Maddy -dijo con tono amenazador, y ella supo que hablaba en serio.
Sin responder, se marchó a su despacho. Cuando llegó, Greg se estaba preparando para irse.
– ¿Te encuentras bien? -murmuró, pues no sabía si Jack estaba cerca.
Pero se había quedado en el estudio, hablando con el productor.
– Pues no -respondió con franqueza-. No sé exactamente cómo me siento; sobre todo triste, creo. Me he vendido, Greg -añadió, esforzándose por contener las lágrimas. Se odiaba por ello.
– No tenías alternativa. Olvídalo. Ese asunto era demasiado grande para ti. ¿Cómo está él? -pregunté, refiriéndose a Jack-. ¿Cabreado? No debería. Le has hecho un favor. De hecho, has sacado a la FAA y a todos los demás del atolladero.
– Creo que asusté a Jack -dijo, sonriendo a través de las lágrimas.
– No sé a él, pero a mí casi me matas del susto. Pensé que tendría que cubrirte la cara con mi chaqueta para hacerte callar antes de que alguien te disparase. Lo habrían hecho, ¿sabes? Habrían dicho que habías sufrido un brote psicótico, que llevabas meses desequilibrada y en tratamiento psiquiátrico, esquizoide, y que habían hecho todo lo posible por ti. Me alegro de que no hayas cometido una estupidez.
Maddy estaba a punto de responder, cuando Jack entró en su despacho.
– Recoge tus cosas; nos vamos.
Ni siquiera se molestó en saludar a Greg. Jack estaba satisfecho con los índices de popularidad de Greg, pero no le caía bien y jamás había tratado de disimular su antipatía. Ahora le hablaba a Maddy como si fuese una criada, alguien a quien podía dar órdenes y sacar del despacho sin explicaciones. Ella no sabía cómo, pero estaba convencida de que a partir de ese momento las cosas cambiarían entre ellos. Ambos se sentían traicionados.
Jack la siguió hasta el ascensor y bajaron en silencio. No le dirigió la palabra hasta que subieron al coche.
– Hoy has estado a punto de destruir tu carrera. Espero que lo sepas.
– Tú y tus amigos habéis matado a cuatrocientas doce personas. No puedo ni imaginar lo que debe sentirse ante algo semejante. En comparación, mi carrera no significa gran cosa.
– Me alegro de que pienses de ese modo. Has jugado con fuego. Se te ordenó que te limitaras a leer el guión aprobado.
– Me pareció que la muerte de más de cuatrocientas personas merecía un pequeño comentario. No puedes poner objeciones a lo que dije.
Callaron otra vez hasta que llegaron a casa; entonces él la miró con desprecio, como para recordarle que era un cero a la izquierda.
– Haz tus maletas, Mad. Nos vamos mañana.
– ¿Adónde?
– A Europa. -Como de costumbre, no la consultó ni le dio más datos.
– Yo no iré -replicó ella con firmeza, decidida a plantarle cara.
– No te he preguntado nada. Me limito a comunicarte lo que vamos a hacer. No saldrás en antena durante dos semanas, y quiero que te tranquilices y recuerdes cuáles son las reglas del juego antes de reincorporarte al programa. Elizabeth Watts te reemplazará. Si lo prefieres, puede hacerlo definitivamente.
Jack no se andaba con miramientos. Elizabeth Watts era la predecesora de Maddy y aún la sustituía durante las vacaciones. Estaba obligada a ello por el contrato, aunque seguía guardándole rencor a Maddy por haberla desbancado.
– En estos momentos me da igual, Jack -respondió Maddy con frialdad-. Si quieres despedirme, adelante, hazlo.
Aunque sus palabras demostraban valor, se estremeció al mirar a su marido. Pese a que él jamás la había agredido físicamente, Maddy siempre le había tenido miedo. El despotismo que exudaba por todos sus poros no estaba dirigido exclusivamente a otros, sino también a ella.
– Si te despido, tendrás que ir a lavar copas. Deberías pensar en eso antes de abrir tu bocaza. Y sí, vendrás conmigo. Iremos al sur de Francia, a París y a Londres. Si no haces las maletas, las haré yo por ti. Te quiero fuera del país. No harás comentarios, ni darás entrevistas de ninguna clase. Oficialmente, estás de vacaciones.
– ¿Ha sido idea del presidente, o tuya?
– Mía. Yo dirijo la cadena. Tú trabajas para mí y estás casada conmigo. Me perteneces -dijo con una vehemencia que estremeció a Maddy.
– No te pertenezco, Jack. Puede que trabaje para ti y que esté casada contigo, pero no eres mi dueño. -Lo dijo con suavidad y firmeza, pero parecía asustada. Desde su más tierna infancia, había detestado los enfrentamientos y los conflictos.
– ¿Harás las maletas tú, o las hago yo? -preguntó Jack.
Maddy titubeó unos instantes interminables, luego cruzó el dormitorio en dirección al vestidor y sacó una maleta. Lo hizo con lágrimas en los ojos, y mientras empacaba trajes de baño, pantalones cortos, camisetas y zapatos, lloraba ya sin disimulos. Solo podía pensar en que las cosas no habían cambiado mucho. Bobby Joe la había empujado por la escalera, pero ese día Jack, prácticamente sin tocarla, no se había quedado atrás. ¿Qué inducía a pensar a ciertos hombres que una era propiedad de ellos? ¿Era culpa de los hombres que elegía, o acaso ella se lo buscaba? No había encontrado aún la respuesta cuando puso en la maleta cuatro vestidos de lino y tres pares de zapatos de tacón alto. Veinte minutos después había terminado, y se metió en la ducha. Jack estaba en su cuarto de baño, preparando sus cosas.
– ¿A qué hora nos marchamos mañana? -preguntó cuando volvieron a encontrarse en el dormitorio.
– Saldremos de aquí a las siete de la mañana. Volaremos a París.
Fue todo lo que consiguió averiguar del viaje, pero eso no le preocupaba. Le importante era que Jack había dejado clara su posición y que ella se había sometido. A pesar de las valientes palabras de Maddy, él le había demostrado que, en efecto, era su dueño.
– Supongo que esa es la ventaja de tener un avión privado -dijo Maddy mientras se acostaba al lado de su marido.
– ¿Cuál? -preguntó él, pensando que se trataba de un comentario intrascendente.
– Al menos sabemos que no habrá una bomba. Es una gran ventaja -dijo y le dio la espalda.
Jack no respondió. Apagó la luz y, por una vez, no la tocó.