Capítulo23

Al día siguiente, cuando el guardia de seguridad se presentó en casa de Bill, Maddy le explicó a este que quería ir a la vivienda que había compartido con Jack y recoger sus cosas. Tenía maletas suficientes y había alquilado una furgoneta para transportarlas. Las dejaría en el apartamento de Lizzie. Eso era todo. Le dejaría a Jack las obras de arte, los recuerdos, todos los objetos que había acumulado en el transcurso de los años. Solo se llevaría su ropa y algunos efectos personales. Parecía una tarea fácil y sencilla. Hasta que llegaron a la casa.

El guardia conducía la furgoneta. Bill se había ofrecido para acompañarlos, pero a Maddy no le pareció bien y le aseguró que no había razón para preocuparse. Calculaba que tardaría pocas horas y sabía que en esos momentos Jack estaría en el trabajo. Pero en cuanto llegó a la puerta y puso la llave en la cerradura, presintió que algo iba mal. La llave encajaba perfectamente, pero no abría. Probó otra vez, preguntándose si habría algún problema con el mecanismo. Luego lo intentó el guardia de seguridad y le dijo que habían cambiado la cerradura. La llave no servía.

Usó el teléfono móvil para llamar a Jack, y la secretaria le pasó la comunicación de inmediato. Por un instante había temido que no quisiera atenderla.

– Estoy en casa. He venido a recoger mis cosas -explicó-, y la llave no abre. Doy por sentado que has cambiado la cerradura. ¿Podemos pasar por la oficina para recoger la llave nueva? Te la devolveré más tarde. -Era un pedido razonable y, aunque le temblaban las manos, lo hizo con voz amable y serena.

– ¿Qué cosas? -preguntó él con aparente perplejidad-. Tú no tienes nada en mi casa.

– Solo quiero recoger mi ropa, Jack. No me llevaré nada más. -También pensaba llevarse la ropa que tenía en Virginia-. Naturalmente, también quiero mis joyas. Eso es todo. Puedes quedarte con el resto.

– Ni la ropa ni las joyas eran tuyas -dijo él con voz glacial-, sino mías. Tú no tienes nada más que lo que sea que lleves puesto, Maddy. Todo lo demás es mío. Yo lo pagué. Me pertenece.

Igual que cuando le decía que ella le pertenecía. Sin embargo, Maddy tenía las joyas y la ropa de siete años en esa casa y no había razón alguna para que no se las llevase. A menos que Jack quisiera vengarse.

– ¿Qué piensas hacer con ellas? -preguntó con serenidad.

– Hace dos días que envié las joyas a una casa de subastas. Y mandé sacar tu ropa de casa el mismo día que me dijiste que te ibas. Di órdenes de que la destruyeran.

– Mientes.

– No. Pensé que no querrías que nadie usara tu ropa, Mad -dijo como si le hubiese hecho un gran favor-. En mi casa ya no hay nada que sea tuyo. -Ni siquiera las joyas representaban una inversión importante para él. No le había regalado ninguna excesivamente cara, solo alguna que otra alhaja bonita, de manera que no sacaría una fortuna de la venta.

– ¿Cómo has podido hacer una cosa así?

Era un cabrón. Maddy seguía ante la puerta de la casa, atónita ante la mezquindad de Jack.

– Te lo dije, Mad. No me joderás. Si quieres marcharte, tendrás que pagar por ello.

– Lo he estado haciendo desde que te conocí, Jack -repuso con calma, aunque estaba temblando. Se sentía como si acabaran de robarle. Su única posesión ahora era la ropa que le había comprado Bill.

– Todavía no has visto nada -advirtió Jack con un tono tan malicioso que ella se asustó.

– Bien -respondió.

Cortó la comunicación y volvió a casa de Bill. Este estaba trabajando y la miró con sorpresa al verla llegar tan pronto.

– ¿Qué ha pasado? ¿Jack ya te había hecho las maletas?

– Podría decirse que sí. Dice que no queda nada mío. Cambió la cerradura, así que no pude entrar. Lo llamé y me dijo que puso las joyas en venta y mandó destruir mi ropa y demás efectos personales.

Era como si un incendio hubiese acabado con todo lo que tenía. No le quedaba nada. Era un acto cruel y mezquino.

– El muy cabrón. Olvídalo, Maddy. Puedes comprar cosas nuevas.

– Supongo que sí. -Pero se sentía agraviada. Y resultaría muy caro comprar un guardarropa nuevo.

A pesar de lo afectada que estaba por lo que le había hecho Jack, pasó un fin de semana agradable con Bill. Trató de prepararse para el inevitable encuentro con Jack el lunes, cuando se reincorporase al programa. Sabía que sería difícil trabajar para él, pero le gustaba su empleo y no quería dejarlo.

– Creo que deberías renunciar -sugirió Bill con sensatez-. Hay muchas cadenas que querrían contratarte.

– Por el momento, preferiría dejar las cosas como están -dijo ella, quizá con menos sensatez.

Bill no discutió. Entre el atentado y el robo de sus pertenencias por parte de quien pronto sería su ex marido, Maddy ya había sufrido suficientes situaciones traumáticas en una semana.

Pero no estaba preparada para lo que sucedió el lunes, cuando se presentó en la cadena. Bill la dejó camino de la editorial, y ella entró en el vestíbulo con su tarjeta de identificación y una valerosa sonrisa en los labios. Cuando iba a pasar por el detector de metales, vio por el rabillo del ojo que el jefe de seguridad la estaba esperando. La llevó aparte y le dijo que no podía subir.

– ¿Por qué no? -preguntó ella, sorprendida. Se preguntó si estarían haciendo un simulacro de incendios o si habrían recibido una amenaza de bomba. Hasta consideró la posibilidad de que la amenaza fuese contra ella.

– No está autorizada a subir -dijo el hombre con brusquedad-. Son órdenes del señor Hunter. Lo siento, señora, pero no puede entrar en el edificio.

No se habían limitado a despedirla. También era persona non grata. Si el guardia le hubiese pegado, no la habría sorprendido más. Le habían dado un portazo en la cara. Se había quedado sin empleo, sin posesiones, sin suerte, y por un instante sintió el pánico que Jack deseaba hacerle sentir. Lo único que necesitaba era un billete de autocar a Knoxville.

Respiró hondo, salió a la calle y se dijo que Jack no podría destruirla, por mucho que lo intentase. Todo era un castigo por haberlo abandonado. Se recordó que no había hecho nada malo. Después de las cosas que había soportado, tenía derecho a la libertad. Pero ¿que pasaría si no encontraba otro trabajo? ¿Y si Bill se cansaba de ella? ¿Y si Jack tenía razón y ella no valía para nada? Sin saber lo que hacía, echó a andar en dirección a la casa de Bill. Llegó allí una hora después, completamente exhausta.

Bill, que ya había regresado, notó que estaba blanca como un papel. En cuanto lo vio, rompió a llorar y le contó lo sucedido.

– Tranquilízate -dijo él con firmeza-, tranquilízate, Maddy. Todo se arreglará. Ya no puede hacerte daño.

– Sí que puede. Acabaré en la calle, tal como decía él. Tendré que volver a Knoxville.

Era una idea absurda, pero le habían sucedido demasiadas desgracias en poco tiempo y estaba asustada. A pesar de que tenía dinero en el banco -había ahorrado parte de su sueldo sin contárselo a Jack- y Bill estaba a su lado, se sentía como una huérfana. Era exactamente lo que Jack había previsto. Sabía muy bien que se sentiría angustiada y aterrorizada, y eso era precisamente lo que deseaba. Ahora estaban en guerra.

– No irás a Knoxville. No irás a ninguna parte, excepto a ver a un abogado. Y no será uno de los que Jack tiene en plantilla.

Una vez que Maddy hubo recuperado la compostura, Bill llamó a un abogado, y fueron a verlo juntos esa misma tarde. Había cosas que no podría conseguir, como que Jack le devolviese la ropa, pero lo obligaría a cumplir con el contrato laboral. Jack tendría que compensarla por lo que había destruido, explicó; de ninguna manera iba a librarse de pagarle una indemnización y daños y perjuicios por echarla de la cadena. Mientras Maddy lo escuchaba atónita, el abogado mencionó la posibilidad de pedir una multa millonaria por incumplimiento de contrato. No estaba indefensa ni era una víctima, como había temido en un principio, Jack pagaría caro por lo que había hecho, y también saldría gravemente perjudicado por la publicidad que generaría el conflicto.

– Eso es lo que hay, señora Hunter. Su marido no podría haber hecho las cosas peor. Puede molestarla. Puede causarle disgustos, pero no saldrá bien parado de esta. Es un blanco fácil y una figura pública. Si no accede a darle una indemnización importante, un jurado lo condenará a pagar daños y perjuicios.

Maddy sonrió como una niña con una muñeca nueva. Cuando salieron del despacho del abogado, miró a Bill con una tímida sonrisa. Con él se sentía más segura que nunca.

– Lamento haber perdido los nervios esta mañana. Estaba asustada. Lo pasé fatal cuando el guardia me dijo que debía abandonar el edificio.

– Es natural -dijo Bill con actitud comprensiva-. Fue algo abominable, y por eso lo hizo. Y no te engañes. Jack aún no ha terminado. Te hará todo el daño que pueda hasta que los tribunales lo pongan en su sitio. Incluso es probable que siga tratando de fastidiarte después. Tienes que estar preparada, Maddy.

– Lo sé -repuso ella, deprimida ante semejante perspectiva. Una cosa era hablar de lo que ocurriría y otra, soportarlo.

Al día siguiente, la guerra continuó. Maddy y Bill estaban desayunando y leyendo tranquilamente el periódico cuando Maddy dio un respingo. Bill alzó la vista.

– ¿Qué ha pasado?

Con lágrimas en los ojos, Maddy le pasó el periódico. En la página doce, una pequeña nota decía que Maddy había tenido que renunciar a su puesto de presentadora porque había sufrido una crisis nerviosa tras pasar catorce horas atrapada entre los escombros del centro comercial.

– Dios mío -dijo, mirando a Bill-. Nadie me contratará si piensan que me he vuelto loca.

– Hijo de puta-dijo Bill.

Leyó detenidamente el artículo y llamó al abogado. Este les devolvió la llamada a mediodía y dijo que podían demandar a Jack por injurias. Era obvio que Jack Hunter estaba dispuesto a arriesgarse y que su principal objetivo era vengarse de Maddy.

La semana siguiente, cuando Maddy regresó al grupo de mujeres maltratadas y contó lo que le estaba pasando, ninguna de sus compañeras se sorprendió. Le habían advertido que la situación empeoraría y que debía prever incluso la posibilidad de que Jack la agrediese físicamente. La coordinadora del grupo describió la conducta típica del sociópata, que coincidía a la perfección con la de Jack. Era un hombre sin moral ni conciencia y, cuando le convenía, tergiversaba las cosas y se ponía en el papel de víctima. Esa noche, cuando Maddy le contó a Bill lo que le habían dicho las mujeres del grupo, él coincidió con ellas.

– Quiero que te cuides mucho cuando me vaya, Maddy. Estaré muy preocupado por ti. Ojalá vinieras conmigo.

Maddy había insistido en que Bill se marchase a Vermont para Navidad, tal como tenía planeado, y se iría pocos días después. Ella se quedaría en la ciudad para ayudar a Lizzie a instalarse en el nuevo apartamento. Y aún tenía intención de vivir con ella. Aunque le gustaba mucho estar con Bill, no quería que se sintiese presionado ni invadido. Además, esperaba noticias del bebé, y lo último que deseaba era alterar la pacífica existencia de Bill. Quería hacer las cosas poco a poco.

– Estaré bien -lo tranquilizó.

Ya no temía que Jack la agrediese físicamente. Estaba demasiado ocupado buscándole problemas que a la larga la perjudicarían más.

El abogado había obligado al periódico a publicar una versión corregida del artículo sobre la supuesta dimisión de Maddy, y pronto se corrió la voz de que había sido despedida por un ex marido despechado. En los dos días siguientes recibió ofertas sumamente tentadoras de tres importantes cadenas de televisión. Pero necesitaba tiempo para pensárselo. Quería hacer las cosas bien y sin prisas. Sin embargo, ahora sabía que no permanecería desempleada por mucho tiempo. Las predicciones de Jack de que volvería a vivir en una caravana o acabaría en la calle no eran más que otra forma de tortura.

El día que Bill se marchó, Maddy fue al apartamento de Lizzie para organizar las cosas que había comprado. Esa noche, cuando llegó la joven, el apartamento se veía alegre, acogedor y perfectamente ordenado. Lizzie estaba encantada con la perspectiva de compartir piso con su madre. Pensaba que las cosas que le había hecho Jack eran espantosas. Y el peor de sus crímenes había sido tratar de evitar que se reencontrase con su hija. La lista de agravios era interminable, y ahora Maddy era más consciente de ellos. Se avergonzaba de haber permitido que la maltratase de esa manera. Sin embargo, ella había estado convencida de que merecía ese trato, y Jack lo sabía. La propia Maddy le había dado todas las armas que necesitaba para lastimarla.

Ella y Lizzie hablaron largo y tendido del tema. Bill llamó por teléfono en cuanto llegó a Vermont. Ya echaba de menos a Maddy.

– ¿Por qué no venís para Navidad? -preguntó, ilusionado.

– No quiero molestar a tus hijos.

– A ellos les encantaría verte, Maddy.

– ¿Qué te parece si vamos el día después de Navidad?

Era una solución razonable, y Lizzie estaba deseando aprender a esquiar. Tanto a Bill como a Lizzie les entusiasmó la idea. Él volvió a llamarla por la noche para decirle cuánto la quería.

– Creo que deberías reconsiderar tu mudanza. No me parece justo que vivas con Lizzie en un apartamento de un solo dormitorio. Además, te echaré de menos.

Maddy había pensado en alquilar un piso propio por la misma razón por la que no había querido ir a Vermont en Navidad. No quería sentirse como una carga. Era muy sensible ante esas cuestiones. Pero Bill parecía ofendido por el hecho de que se hubiese mudado con Lizzie.

– Bueno, teniendo en cuenta el tamaño de mi actual guardarropa, es una decisión que puedo cambiar en cinco minutos -repuso con una risita triste.

– Estupendo. Quiero que vuelvas conmigo en cuanto regrese. Ya es hora, Maddy -añadió con ternura-. Los dos hemos pasado demasiados momentos malos y nos hemos sentido solos durante mucho tiempo. Empecemos una nueva vida juntos.

Maddy no terminaba de entender lo que quería decir, pero le dio vergüenza interrogarlo. Habría tiempo de sobra para discutirlo. Al día siguiente era Nochebuena y todos tenían muchas cosas que hacer; aunque Maddy ya no debía preocuparse por su trabajo, pensaba dedicarle toda su atención a Lizzie.

Salieron a comprar un árbol y lo decoraron juntas. ¡Qué distinto era todo de las tristes fiestas que había pasado con Jack! Él hacía caso omiso de esas fechas y la obligaba a hacer lo mismo. Fue la Navidad más feliz de la vida de Maddy, aunque aún se sentía ligeramente triste por el desagradable final de su matrimonio. Sin embargo, se recordaba regularmente que estaba mucho mejor sin Jack. Cuando la asaltaban recuerdos bonitos, los ahuyentaba con los malos, mucho más numerosos. Por encima de todo, sabía que era afortunada por tener a Bill y a Lizzie en su vida.

A las dos de la tarde del día de Nochebuena recibió la llamada que estaba esperando y que no sabía cuándo iba a llegar. Le habían dicho que podía tardar semanas, o incluso un mes, de manera que la había arrinconado en su mente y estaba decidida a disfrutar del momento con Lizzie.

– Ya está listo, mamá -dijo una voz familiar por teléfono. Era la asistente social que la estaba ayudando con la adopción de Andy-. Aquí hay un niño que quiere pasar la Navidad con su mamá.

– ¿Lo dice en serio? ¿Me lo darán ya? -Miró a Lizzie y comenzó a gesticular como una posesa, pero la joven no le entendió y se limitó a reír.

– Andy es todo suyo. El juez firmó los papeles esta mañana. Pensó que le daría una alegría. No hay nada tan bonito como pasar las fiestas con un nuevo hijo.

– ¿Dónde está Andy?

– Aquí mismo, en mi despacho. Los padres de acogida acaban de dejarlo. Puede recogerlo en cualquier momento de la tarde, pero a mí me gustaría volver a casa temprano para estar con mis hijos.

– Estaré allí dentro de veinte minutos -dijo Maddy. Colgó y le dio la noticia a Lizzie-. ¿Me acompañas? -preguntó, súbitamente nerviosa.

Era una situación desconocida para ella, y aún no había comprado nada para el bebé. No había querido adelantarse a los acontecimientos y había supuesto que le avisarían con mayor antelación.

– Iremos a comprar algunas cosas después de recogerlo -dijo Lizzie con sensatez. Ella había cuidado niños en todas sus casas de acogida y estaba más informada que su madre sobre las necesidades de los bebés.

– Ni siquiera sé qué hay que comprar… Pañales y leche, supongo… Sonajeros… Juguetes… Todo eso, ¿no?

Sintiéndose como si tuviera catorce años, incapaz de soportar su impaciencia, se peinó, se lavó la cara, se puso el abrigo, cogió el bolso y bajó corriendo la escalera con Lizzie.

Tomaron un taxi, y cuando llegaron al despacho de la asistente social, Andy los esperaba vestido con un pijama de toalla azul, un jersey blanco y un gorro. Sus padres de acogida le habían dejado un oso de peluche como regalo de Navidad.

Dormía plácidamente cuando Maddy lo levantó cuidadosamente y miró a Lizzie con lágrimas en los ojos. Todavía se sentía triste y culpable por no haber estado a su lado. Pero Lizzie pareció entender los sentimientos de su madre y le rodeó los hombros con un brazo.

– Tranquila, mamá… Te quiero.

– Yo también te quiero, cariño -dijo Maddy y le dio un beso.

En ese momento, Andy despertó y rompió a llorar. Maddy lo colocó con cuidado sobre su hombro, pero el pequeño miró alrededor, como buscando una cara conocida, y empezó a llorar más fuerte.

– Creo que tiene hambre -dijo Lizzie con mayor seguridad de la que sentía su madre.

La asistente social les entregó una bolsa, un bote de leche y una lista de instrucciones. Luego le dio a Maddy un grueso sobre con los papeles de adopción. Todavía tendría que presentarse en los tribunales una vez más, pero era una mera formalidad. El niño ya tenía madre. Maddy pensaba dejarle el primer nombre -Andy-, pero le cambiaría el apellido por el suyo de soltera: Beaumont. El mismo que utilizaría ella desde ahora. No quería tener nada que ver con Jack Hunter. Incluso si volvía a trabajar como presentadora, sería Madeleine Beaumont. Y el niño ahora se llamaba Andrew William Beaumont. Le pondría el segundo nombre en honor a su padrino. Salió del despacho de la asistente social cargada con su precioso bulto y con una expresión de beatitud en la cara.

En el camino a casa, se detuvieron en una farmacia y en una tienda de artículos infantiles y compraron todo lo que Lizzie y los dependientes consideraron necesario. Llevaban tantos paquetes que en el taxi no quedó prácticamente sitio para ellas, y Maddy entró en el apartamento con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba sonando el teléfono.

– Yo lo cojo, mamá -ofreció Lizzie.

Maddy se resistía a separarse de Andy, aunque solo fuese por un minuto. Si alguna vez se había preguntado si estaba obrando con acierto, ahora sabía que era exactamente lo que necesitaba y quería.

– ¿Dónde os habíais metido? -preguntó Bill, que llamaba desde Vermont. Había pasado la tarde esquiando con su nieto y estaba impaciente por contárselo a Maddy-. ¿Dónde has estado? -repitió.

– Recogiendo a tu ahijado -respondió ella con orgullo.

Lizzie acababa de encender las luces del árbol de Navidad y el apartamento se veía alegre y acogedor. Maddy lamentaba que Bill no estuviera allí, sobre todo ahora que tenía a Andy.

Bill tardó unos instantes en entender lo que le decía, pero cuando lo hizo, sonrió. Podía detectar la alegría de Maddy en su voz.

– Es un bonito regalo de Navidad. ¿Cómo está Andy? -Ya sabía cómo estaba ella.

– ¡Es tan guapo! -Le sonrió a Lizzie, que tenía a su nuevo hermanito en brazos-. No tanto como Lizzie, pero es encantador. Ya lo verás.

– ¿Lo traerás a Vermont? -Supo que era una pregunta tonta en cuanto la hizo. Maddy no tenía alternativa. Además, no se trataba de un recién nacido sino de un niño de dos meses y medio. Cumpliría las diez semanas de vida el día de Navidad.

– Si a ti te parece bien, me encantaría.

– Tráelo. Los niños estarán encantados. Y si voy a ser su padrino, será mejor que empecemos a conocernos.

No dijo nada más, pero volvió a llamarla por la noche y a la mañana siguiente. Maddy y Lizzie fueron a la misa del gallo con Andy, que no se despertó ni una sola vez. Dormido en el elegante moisés que acababan de comprarle, parecía un pequeño príncipe con su nuevo conjunto de jersey y gorro azules, arropado bajo una gruesa manta del mismo color y abrazado al oso de peluche.

Durante la mañana de Navidad, Lizzie y Maddy abrieron los regalos que se habían hecho mutuamente. Había bolsos, guantes, libros, jerséis y perfumes. Pero el mejor regalo de todos era Andy, que las miraba desde su moisés. Cuando Maddy se inclinó para besarlo, el pequeño le sonrió. Fue un momento que ella nunca olvidaría. Un presente por el que siempre se sentiría agradecida. Mientras cogía a Andy en brazos, rezó en silencio una oración a Annie, dándole las gracias por el más increíble de los obsequios.

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