Capítulo 2

Como de costumbre, Maddy se levantó a las seis de la mañana y se dirigió en silencio al cuarto de baño. Se duchó y se vistió, sabiendo que la peinarían y maquillarían en la cadena, como hacían cada día. A las siete y media, cuando Jack bajó a la cocina recién peinado y afeitado, vestido con un traje gris oscuro y una almidonada camisa blanca, la encontró con la cara fresca, enfundada en un traje de pantalón azul oscuro, bebiendo café y leyendo el periódico de la mañana.

Cuando lo oyó entrar, alzó la vista y comentó el último escándalo en las altas esferas. La noche anterior habían arrestado a un congresista por contratar a una prostituta en la calle.

– Deberían tener más tino -dijo entregándole el Post y cogiendo el Wall Street Journal. Por lo general leía el New York Times de camino al trabajo y, si tenía tiempo, también el Herald Tribune.

Se marcharon juntos a las ocho, y Jack le preguntó qué noticia la llevaba al despacho tan pronto. A veces ella no iba a trabajar hasta las diez. Casi siempre investigaba durante todo el día y grababa las entrevistas a la hora de comer. No salía en antena hasta las cinco de la tarde, y luego nuevamente a las siete y media. Terminaba a las ocho y, cuando salían de noche, se cambiaba en su despacho de la cadena. Era una jornada larga para ambos, pero la disfrutaban.

– Greg y yo estamos trabajando en una serie de entrevistas a mujeres congresistas. Queremos saber quién hace qué y cuándo. Ya tenemos cinco mujeres apalabradas. Creo que será un buen reportaje.

Greg Morris era su colaborador, un joven reportero negro de Nueva York que presentaba las noticias con ella desde hacía dos años. Se tenían mucho afecto y les gustaba trabajar juntos.

– ¿No crees que podrías hacerlo sola? ¿Para qué necesitas a Greg?

– Le da interés al asunto -respondió Maddy con frialdad-; él representa el punto de vista masculino.

Tenía sus propias ideas sobre el programa, y a menudo diferían de las de su marido, por lo que no siempre deseaba contarle en qué estaba trabajando. No quería que él interfiriera en sus reportajes. A veces resultaba difícil estar casada con el director de la cadena.

– ¿Anoche la primera dama te invitó a participar en la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres? -preguntó Jack con aire despreocupado.

Maddy negó con la cabeza. Había oído rumores sobre la comisión que estaba formando la primera dama, pero esta no le había hablado del tema.

– No, no lo hizo.

– Lo hará -dijo Jack con convicción-. Le dije que te gustaría participar.

– Solo si tengo tiempo. Todo depende del compromiso que me exija.

– Le dije que lo harías -repitió Jack con brusquedad-. Es bueno para tu imagen.

Maddy guardó silencio unos instantes, mientras miraba por la ventanilla. Conducía el chófer que trabajaba para Jack desde hacía años, y ambos confiaban plenamente en él.

– Me gustaría tener la oportunidad de tomar esa decisión sola -dijo en voz baja-. ¿Por qué hablaste en mi nombre?

Cuando Jack se comportaba de aquella manera, la hacía sentirse una niña. Aunque solo tenía once años más que ella, a veces la trataba como si fuese su padre.

– Ya te lo he dicho. Sería bueno para ti. Considéralo una decisión ejecutiva del jefe de la cadena. -Como tantas otras. Maddy detestaba que adoptara esa actitud, y él lo sabía. La sacaba de sus casillas-. Además, acabas de reconocer que te gustaría.

– Si tengo tiempo. Deja que lo decida yo.

Pero ya habían llegado a la cadena, y Charles estaba abriendo la portezuela del coche. No había tiempo para continuar la conversación. Y Jack no tenía aspecto de querer hacerlo. Era obvio que no se movería de su posición. La besó con rapidez y desapareció en su ascensor privado. Después de pasar por el control de seguridad y el detector de metales, Maddy subió a la sala de redacción.

Allí tenía un despacho con paredes de cristal, una secretaria y un asistente de investigación. Greg Morris ocupaba un despacho ligeramente más pequeño, cercano al de ella. La saludó con la mano al verla entrar, y un minuto después apareció con una taza de café.

– Buenos días… ¿o no? -La observó y le pareció detectar algo raro cuando ella lo miró. Aunque era difícil notarlo para quien no la conociera bien, Maddy estaba bullendo por dentro. No le gustaba enfadarse. En su vida anterior, la furia había sido un presagio de peligros, y ella no lo olvidaba.

– Mi marido acaba de tomar una «decisión ejecutiva». -Miró a Greg con manifiesta rabia. Él era como un hermano para ella.

– Vaya. ¿Estoy despedido? -Greg bromeaba. Sus índices de popularidad eran casi tan altos como los de ella, pero con Jack, nadie podía estar seguro de su posición. Era capaz de tomar decisiones súbitas, aparentemente irracionales y no negociables. Pero, que él supiera, Greg le caía bien a Jack.

– No es tan dramático, gracias -se apresuró a tranquilizarlo Maddy-. Le dijo a la primera dama que yo participaría en su Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres sin molestarse en consultarme antes.

– Creí que te gustaban esas cosas -dijo Greg arrellanándose en el sillón situado delante del escritorio mientras ella se sentaba elegantemente en su silla.

– Esa no es la cuestión, Greg. Me gusta que me consulten. Soy una adulta.

– Seguramente pensó que querrías hacerlo. Ya sabes lo tontos que son los hombres. Olvidan pasar por todos los pasos entre la a y la z y dan ciertas cosas por sentadas.

– Sabe cuánto detesto que haga eso. -Pero los dos sabían también que Jack tomaba muchas decisiones por ella. Las cosas habían sido siempre así. Él insistía en que sabía qué era lo mejor para Maddy.

– Lamento ser yo quien te dé la noticia, pero acabamos de enterarnos de otra «decisión ejecutiva» que debió de tomar ayer. Se filtró desde el monte Olimpo poco antes de que tú llegaras. -Greg no parecía complacido. Era un afroamericano apuesto con un estilo de vestir informal, largas piernas y porte elegante. De pequeño había querido ser bailarín, pero había acabado en el mundo del periodismo y amaba su trabajo.

– ¿De qué hablas? -Maddy parecía preocupada.

– Ha eliminado una sección entera del programa. Nuestro comentario político de las siete y media.

– ¿Qué? A la gente le encanta esa sección. Y a nosotros nos gusta hacerla.

– Quiere más noticias fuertes a las siete y media. Han dicho que es una decisión basada en los índices de audiencia. Quieren que probemos esta nueva estrategia.

– ¿Por qué no nos consulto?

– ¿Desde cuándo nos consulta algo, Maddy? Vamos, nena, tú lo conoces mucho mejor que yo. Jack Hunter toma sus decisiones sin consultar a las celebridades que aparecen en la pantalla. No es precisamente una noticia de última hora.

– Mierda -dijo con furia y se sirvió una taza de café-. Muy bonito. Así que desde ahora nada de comentarios, ¿no? Es una reverenda estupidez.

– Yo pensé lo mismo, pero papá sabe lo que hace. Han dicho que si la gente protesta, quizá vuelvan a poner la sección en el informativo de las cinco. Pero por el momento, no harán nada.

– Genial. Dios, al menos podría habérmelo advertido a mí.

– Como hace siempre, ¿no, Pocahontas? Dame un respiro. Afrontémoslo: somos simples mandados.

– Sí, supongo que sí.

Maddy rumió su rabia en silencio durante un minuto y luego se puso a trabajar con Greg, discutiendo a qué mujer congresista de la lista entrevistarían en primer lugar. Eran casi las once cuando terminaron, y Maddy salió a hacer recados y a comer un bocadillo. Regresó a su despacho a la una y reanudó su trabajo con las entrevistas. Permaneció ante su escritorio durante toda la tarde y a las cuatro, cuando entró en la sala de peluquería y maquillaje, se encontró con Greg y charlaron de las noticias de esa tarde. De momento no había ninguna importante.

– ¿Ya le has abierto la cabeza a Jack por lo que hizo con nuestra sección de comentarios? -preguntó él con una sonrisa.

– No, pero lo haré más tarde, cuando lo vea.

Nunca lo veía durante el día, pero casi siempre se marchaban del trabajo juntos. A menos que él tuviera que asistir a alguna reunión, en cuyo caso Maddy se iba a casa sola y lo esperaba allí.

Las noticias de las cinco marcharon bien, y ella y Greg se quedaron conversando, como de costumbre, mientras esperaban el momento de volver a salir en antena. Terminaron a las ocho, y Jack apareció mientras ella salía del plató. Maddy saludó a Greg, se quitó el micrófono, cogió su bolso y salió con Jack. Habían prometido pasar un momento por una fiesta en Georgetown.

– ¿Qué demonios ha pasado con nuestra sección de comentarios? -preguntó mientras viajaban a toda velocidad hacia Georgetown.

– Los sondeos demuestran que la gente se había aburrido de ella.

– Tonterías, Jack, les encantaba.

– Eso no es lo que oímos -repuso él con firmeza, impasible ante el comentario de Maddy.

– ¿Por qué no me lo comentaste esta mañana? -Aún parecía indignada.

– La noticia debía llegarte por los canales apropiados.

– Ni siquiera me consultaste. Habría sido un detalle, ¿sabes? Creo que has tomado una decisión equivocada.

– Ya veremos qué dicen los índices de audiencia.

Ya estaban en la fiesta de Georgetown y se separaron, perdiéndose entre la multitud. Maddy no volvió a ver a Jack hasta dos horas después, cuando él fua a buscarla y le preguntó si quería marcharse. Los dos lo estaban desando; había sido un día muy largo y la noche anterior, debido a la cena en la Casa Blanca, también se habían acostado tarde.

No hablaron mucho en el trayecto a casa, pero Jack le recordó que al día siguiente iría a comer a Camp David con el presidente.

– Te veré en el avión a las dos y media -dijo con aire distraído.

Todos los fines de semana iban a Virginia, donde Jack había comprado una granja un año antes de conocer a Maddy. Él adoraba ese lugar, y ella había acabado por acostumbrarse a él. Tenía una casa laberíntica y cómoda, rodeada por kilómetros de tierra. Había cuadras y algunos purasangre. Pero a pesar del bonito paisaje, Maddy siempre se aburría durante su estancia allí.

– ¿No podríamos quedarnos en la ciudad este fin de semana? -preguntó con esperanza mientras entraban en la casa, después de que Charles los dejase en la puerta.

– No. He invitado al senador McCutchins y a su esposa a pasar el fin de semana con nosotros. -Tampoco se lo había dicho.

– ¿Otro secreto? -preguntó Maddy, irritada. Detestaba que él no la consultase en situaciones semejantes. Lo mínimo que podía hacer era avisarle que tendrían visitas.

– Lo lamento, Maddy, he estado muy ocupado. Esta semana he tenido muchas cosas en la cabeza. Hay problemas en la oficina. -Ella sospechó que estaba preocupado por la reunión en Camp David. Sin embargo, habría podido avisarle que los McCutchins pasarían el fin de semana con ellos. Jack lo admitió con una sonrisa tierna-. Ha sido una falta de consideración por mi parte. Lo siento, pequeña.

Resultaba difícil seguir enfadada con él cuando hablaba de esa manera. Era un hombre encantador, y cuando ella empezaba a enfurecerse con él, descubría que era incapaz de hacerlo.

– Está bien, solo me habría gustado saberlo.

No se molestó en decirle que no soportaba a Paul McCutchins. Jack lo sabía. El senador era un gordinflón prepotente y arrogante, y su esposa le tenía terror. Siempre estaba demasiado nerviosa para decir más de un par de palabras cuando Maddy la veía, y parecía asustada de su propia sombra. Hasta sus hijos se veían nerviosos.

– ¿Llevarán a los niños?

Tenían tres hijos pálidos y lloricas de cuya compañía jamás disfrutaba Maddy, a pesar de lo mucho que le gustaban los niños. Pero no los de los McCutchins.

– Les dije que no lo hicieran -respondió Jack con una sonrisa-. Sé que no los aguantas, y no te culpo. Además, asustan a los caballos.

– Algo es algo -dijo Maddy.

Había sido una semana ajetreada, y estaba cansada. Esa noche se durmió en brazos de Jack, y ni siquiera lo oyó levantarse a la mañana siguiente. Cuando bajó a desayunar, él estaba vestido y leyendo el periódico.

Jack le dio un beso rápido y pocos minutos después se marchó a la Casa Blanca, donde el helicóptero presidencial lo esperaba para llevarlo a Camp David.

– Que te diviertas -dijo ella con una sonrisa mientras se servía una taza de café.

Jack parecía de buen humor. Nada le estimulaba tanto como el poder. Era una adicción.

Esa tarde, cuando se reunió con ella en el aeropuerto, estaba absolutamente radiante. Era obvio que se lo había pasado en grande con Jim Armstrong.

– ¿Y? ¿Resolvisteis todos los problemas de Oriente Medio o planificasteis una pequeña guerra en alguna parte? -preguntó Maddy con una sonrisa pícara.

Le bastó mirarlo al sol de junio para volver a enamorarse de él. Era tan atractivo, tan apuesto…

– Algo parecido -respondió Jack con una sonrisa misteriosa mientras la seguía hacia el avión que había comprado ese mismo invierno. Era un Gulfstream, y estaba encantado con él. Lo usaban todos los fines de semana, además de para los viajes de negocios de Jack.

– ¿Ya puedes contármelo?

Maddy se moría de curiosidad, pero él negó con la cabeza y se rió de ella. Le gustaba provocarla.

– Todavía no, pero lo haré muy pronto.

El avión, tripulado por dos pilotos, despegó veinte minutos después, mientras Jack y Maddy conversaban en los cómodos asientos de la parte trasera. Pusieron rumbo al sur, hacia la casa de campo de Virginia. Para disgusto de Maddy, los McCutchins estaban esperándolos cuando llegaron allí. Habían llegado en coche desde Washington esa mañana.

Paul McCutchins saludó a Jack con una sonora palmada en la espalda y abrazó a Maddy con excesiva confianza, sin que su esposa Janet dijera nada. Los ojos de la mujer se cruzaron fugazmente con los de Madeleine. Era como si temiese que descubriera un oscuro secreto si la mirada se prolongaba un poco más. Había algo en Janet que invariablemente incomodaba a Maddy, aunque no sabia de qué se trataba ni había dedicado mucho tiempo a pensar en ello.

Pero Jack quería hablar con Paul sobre un proyecto de ley que este respaldaba. Estaba relacionado con el control de armas, un tema extremadamente delicado y de eterno interés periodístico.

Los dos hombres se dirigieron a las cuadras prácticamente en cuanto llegaron Jack y Maddy, dejando a esta última con la pesada carga de entretener a Janet. La invitó a entrar y le ofreció limonada fresca y unas galletas hechas por la cocinera de la casa, una italiana maravillosa que llevaba años trabajando para ellos. Jack la había contratado poco antes de casarse con Maddy. La granja parecía más de su marido que de ambos, y él la disfrutaba mucho más que ella. Estaba aislada, lejos de todo, y a Maddy nunca le habían gustado mucho los caballos. Jack, en cambio, la usaba a menudo para recibir relaciones de negocios, como Paul McCutchins.

Mientras se sentaban en el salón, Maddy preguntó por los niños de Janet, y cuando terminaron la limonada sugirió que fuesen a dar un paseo por el jardín. La espera de Jack y Paul se le antojó eterna. Habló de cosas intrascendentes, como el tiempo, la granja y su historia y los nuevos rosales que había plantado el jardinero. Y se quedó de piedra cuando miró a Janet y vio que estaba llorando. No era una mujer atractiva: sobrada en kilos y pálida, tenía un aire de profunda tristeza. Ahora más que nunca: mientras las lágrimas se deslizaban incontrolablemente por sus mejillas, su aspecto era absolutamente patético.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Maddy, incómoda. Era obvio que Janet no se encontraba bien-. ¿Puedo hacer algo por usted?

Janet Cutchins negó con la cabeza y lloró con más ganas.

– Lo siento -fue lo único que atinó a balbucir.

– No se preocupe -dijo Maddy con tono tranquilizador y la acompañó a una silla de jardín para que Janet recuperara la compostura-. ¿Quiere un vaso de agua?

Mientras Maddy eludía su mirada, Janet se sonó la nariz y alzó la vista. Su expresión adquirió un aire apremiante cuando sus ojos se encontraron.

– No sé qué hacer -dijo con una voz frágil que conmovió a Maddy.

– ¿Puedo ayudarla de alguna manera? -Se preguntó si la mujer estaría enferma, o si le pasaría algo a uno de sus hijos, pues parecía deshecha, profundamente infeliz. Maddy no podía imaginar lo que le ocurría.

– Nadie puede hacer nada. -Estaba desesperada, totalmente abatida-. No sé qué hacer -repitió-. Es Paul. Me odia.

– Claro que no -dijo Maddy sintiéndose como una estúpida. De hecho no sabía nada de la situación. ¿Por qué iba a odiarla?

– Lo ha hecho desde hace años. Me atormenta. Se casó conmigo solo porque me quedé embarazada.

– En los tiempos que corren, no seguiría a su lado si no quisiera.

El mayor de sus hijos tenía doce años, y habían tenido otros dos. Sin embargo, Maddy debía admitir que jamás había visto a Paul tratar con cariño a su mujer. Era una de las cosas que no le gustaban de él.

– Desde el punto de vista económico, no podemos permitirnos un divorcio. Y Paul dice que también lo perjudicaría políticamente. -En efecto, cabía esa posibilidad, pero otros políticos habían superado el trance. Maddy se quedó estupefacta con la siguiente declaración de Janet-: Me pega.

Mientras pronunciaba estas palabras, se levantó con nerviosismo la manga de la camisa y le enseñó unos feos cardenales. En el transcurso de los años Maddy había oído varias anécdotas desagradables sobre la arrogancia y el carácter violento del senador, y esto era una confirmación.

– Lo siento mucho, Janet. -No sabía qué decir, pero su corazón estaba con ella. Lo único que quería hacer era abrazarla-. No se quede a su lado -dijo en voz baja-. No permita que le haga daño. Yo estuve casada nueve años con un hombre parecido. -Sabía muy bien lo que era vivir así, aunque había pasado los últimos ocho años tratando de olvidarlo.

– ¿Cómo consiguió escapar? -De repente eran como dos prisioneras de la misma guerra, conspirando en el jardín.

– Me marché -dijo Maddy. Su respuesta la hizo parecer más valiente de lo que había sido en realidad, y ella quería ser sincera con esa mujer-. Estaba aterrorizada. Jack me ayudó.

Pero Janet no tenía un Jack Hunter en su vida. No era joven ni hermosa, no tenía esperanza ni profesión y debería llevarse con ella a tres hijos. La situación era muy diferente.

– Dice que me matará si me voy y me llevo a los niños. Y me ha amenazado con meterme en una institución psiquiátrica si le cuento a alguien lo que pasa. Ya lo hizo una vez, poco después de que naciera mi pequeña. Me sometieron a un tratamiento de electrochoque. -Maddy pensó que deberían habérselo aplicado a él en cierto sitio que seguramente le importaba, pero no se lo dijo a Janet. La sola idea de lo que estaría pasando esa mujer y la visión de sus hematomas la hicieron sentirse muy unida a ella.

– Necesita ayuda. ¿Por qué no se marcha a un lugar seguro? -sugirió Maddy.

– Sé que me encontraría. Y me mataría -añadió Janet entre sollozos.

– Yo la ayudaré. -ofreció Maddy. Debía hacer algo por esa mujer. Se sentía más culpable que nunca porque jamás le había caído bien. Pero ahora necesitaba que le echaran una mano, y como superviviente de la misma tragedia, Maddy tenía la sensación de que le debía su solidaridad-. Buscaré un sitio donde pueda refugiarse con los niños.

– La noticia saldría en los periódicos -respondió Janet, todavía llorando y sintiéndose impotente.

– También saldrá en los periódicos si él la mata -dijo Maddy con firmeza-. Prométame que hará algo. ¿Maltrata también a los niños?

Janet negó con la cabeza, pero Maddy sabía que la situación era más compleja. Aunque no los tocase, estaba trastornándolos y asustándolos, y algún día las niñas se casarían con hombres parecidos a su padre, tal como había hecho Maddy, y el hijo pensaría que era aceptable pegarle a una mujer. Nadie salía indemne de una casa en la que se agredía a la madre. Esa situación había arrojado a Maddy a los brazos de Bobby Joe y la había inducido a creer que él tenía derecho a pegarle.

Justo cuando Maddy tomó la mano de Janet, oyeron a los hombres que se acercaban. Janet retiró rápidamente su mano, y unos segundos después, su expresión se volvió impasible. Cuando los hombres llegaron junto a ellas, fue como si la conversación que acababan de mantener no hubiera tenido lugar.

Esa noche, en la intimidad, Maddy se lo contó todo a Jack.

– Le pega -dijo, todavía afectada por la noticia.

– ¿Paul? -Jack pareció sorprendido-. Lo dudo. Es algo brusco, pero no creo que haga una cosa así. ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijo Janet -respondió Maddy, que ahora era su amiga incondicional. Por fin tenían algo en común.

– Yo no me lo tomaría en serio -repuso Jack en voz baja-. Hace unos años, Paul me contó que su mujer sufría trastornos mentales.

– Vi los cardenales -dijo Maddy, enfadada-. Yo le creo, Jack. He pasado por eso.

– Lo sé. Pero tú no sabes cómo se hizo esos cardenales. Es posible que se haya inventado esa historia para hacerlo quedar mal. Me he enterado de que Paul está liado con otra. Puede que Janet pretenda vengarse difamándolo.

La opinión que Maddy tenía del senador empeoraba por momentos, y no tenía la más mínima duda de que Janet decía la verdad. Solo pensar en ello hacía que detestara a Paul.

– ¿Por qué no le crees? -preguntó Maddy, irritada-. No lo entiendo.

– Conozco a Paul. Es incapaz de hacer algo semejante.

Mientras lo escuchaba, Maddy tuvo ganas de gritar. Discutieron hasta que se fueron a la cama, y ella estaba tan furiosa con Jack que se alegró de que esa noche no hicieran el amor. Se sentía más unida a Janet McCutchins que a su propio marido, como si tuviese más cosas en común con ella que con él. Pero Jack no pareció advertir la magnitud del enfado de su esposa.

Al día siguiente, antes de irse, Maddy le recordó a Janet que se pondría en contacto con ella en cuanto tuviese la información que necesitaba. Pero Janet la miró como si no supiese de qué hablaba. Tenía miedo de que Paul las oyera. Se limitó a asentir con la cabeza y se subió al coche. Unos minutos después se marcharon. Pero esa noche, mientras Maddy y Jack volaban hacia Washington, ella permaneció en silencio, mirando el paisaje por la ventanilla. Solo podía pensar en Bobby Joe y en la desesperación que había sentido durante sus solitarios años en Knoxville. Luego recordó a Janet y los cardenales que le había enseñado. Era como una prisionera que no tenía la fuerza ni el valor necesarios para escapar. En efecto, estaba convencida de que no lo conseguiría. Cuando aterrizaron en Washington, Maddy juró en silencio que haría todo lo posible por ayudarla.

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