Capítulo 1

La limusina negra redujo la velocidad y se detuvo en una larga hilera de vehículos parecidos. Era una templada noche de principios de junio, y dos marines se acercaron mientras Madeleine Hunter se apeaba elegantemente del coche frente a la entrada este de la Casa Blanca. Una iluminada bandera ondeaba en la brisa estival, y la mujer sonrió a uno de los marines que la saludaban. Alta y delgada, iba enfundada en un vestido de fiesta blanco que caía en primorosos pliegues desde el hombro. Su cabello oscuro estaba recogido en un delicado moño con trenza que le permitía lucir la perfección de su largo cuello y de su único hombro desnudo.

Esta mujer de tez clara y ojos azules se movía con garbo y gracia sobre plateadas sandalias de tacón alto. Sus ojos danzaron cuando sonrió, y dio un paso a un lado mientras un fotógrafo le tomaba una foto. Le hicieron otra en cuanto su marido bajó del coche y se colocó a su lado. Jack Hunter, un hombre fornido de cuarenta y cinco años, había amasado una fortuna como jugador de fútbol, la había invertido inteligentemente y con el tiempo se había dedicado a comprar y vender emisoras de radio y televisión; a los cuarenta, ya era propietario de una de las principales cadenas de televisión por cable. Desde entonces, Jack Hunter había convertido su buena suerte en un gran negocio. Él mismo era un gran negocio.

El fotógrafo les tomó otra instantánea antes de que ambos desaparecieran rápidamente en el interior de la Casa Blanca. Formaban una maravillosa pareja desde hacía siete años. Madeleine tenía treinta y cuatro años, y Jack la había descubierto en Knoxville a los veinticinco. Su acento sureño -igual que el de él- se había desvanecido hacía tiempo. Jack procedía de Dallas, y hablaba con un tono firme y contundente que convencía de inmediato al oyente de que sabía lo que hacía. Sus oscuros ojos perseguían a su presa por todos los rincones de la habitación, y tenía el don de escuchar varias conversaciones a la vez mientras aparentaba una absoluta concentración en las palabras de su interlocutor. Según decían quienes lo conocían bien, a veces atravesaba a la gente con la mirada y otras veces parecía acariciarla. Tenía un aire poderoso, casi hipnótico. Bastaba con verlo -pulcramente vestido con esmoquin y una camisa perfectamente almidonada, su cabello moreno impecablemente peinado- para que uno quisiera conocerlo y entablar amistad con él.

Ese era el efecto que había producido en Madeleine cuando se conocieron en Knoxville, en los tiempos en que ella era casi una adolescente. Madeleine había llegado a Knoxville desde Chattanooga y tenía acento de Tennessee. Había sido recepcionista en una cadena de televisión hasta que una huelga la obligó a dar primero el parte meteorológico y luego las noticias ante las cámaras. Era torpe y tímida, pero tan hermosa que los espectadores se quedaban arrobados mirándola. Tenía aspecto de modelo o de estrella de cine, pero también un aire campechano que hacía que todos la quisieran y una sorprendente habilidad para llegar al meollo de una historia. Y Jack se quedó prendado de ella en cuanto la vio. Sus palabras eran abrasadoras, igual que sus ojos.

– ¿Qué haces aquí, bonita? Supongo que romperle el corazón a todos los jóvenes -le había dicho.

No aparentaba ni un día más de veinte años, aunque era casi cinco años mayor. Jack se había acercado a hablarle después de una emisión.

– No lo creo -respondió ella riendo.

Él estaba negociando para comprar la cadena, y dos meses después lo hizo. De inmediato la contrató como presentadora asistente y la envió a Nueva York para que aprendiera todo lo necesario sobre informativos y luego a maquillarse y peinarse. Cuando volvió a verla, se quedó maravillado ante los resultados. Pocos meses después, Madeleine inició una meteórica carrera hacia la fama.

Fue Jack quien la ayudó a salir de la pesadilla que estaba viviendo entonces, con un marido con quien llevaba casada desde los diecisiete años y que la había maltratado de todas las maneras posibles. La situación no era distinta de la que había visto vivir a sus padres en su infancia en Chattanooga. Bobby Joe había sido su novio del instituto, y llevaban ocho años casados cuando Jack Hunter compró la cadena de televisión por cable en Washington D.C. y le hizo una oferta irresistible. La quería como presentadora para la hora de máxima audiencia y le prometió que, si aceptaba ir con él, le ayudaría a empezar una nueva vida y le permitiría cubrir las mejores noticias.

Fue a buscarla a Knoxville en limusina. Ella lo esperaba en la estación de autocares Greyhound, con una pequeña maleta Samsonite y cara de miedo. Subió al coche sin decir palabra y viajaron juntos hasta Washington. Bobby Joe tardó meses en descubrir dónde estaba, pero para entonces, con la ayuda de Jack, ella había solicitado el divorcio. Un año después estaban casados. Hacía siete años que era la esposa de Jack Hunter; Bobby Joe y sus malos tratos habían quedado atrás, y solo los recordaba como una pesadilla lejana. Ahora era una estrella. Llevaba una vida de cuento de hadas. Era conocida, respetada y admirada en todo el país. Y Jack la trataba como a una princesa. Mientras entraban en la Casa Blanca, con los brazos enlazados, y se ponían en la cola de la recepción, ella parecía tranquila y feliz. Madeleine Hunter no tenía preocupaciones. Estaba casada con un hombre importante y poderoso que la amaba, y ella lo sabía. Sabía que no volvería a ocurrirle nada malo. Jack Hunter no lo permitiría. Ahora estaba a salvo.

El presidente y la primera dama les estrecharon las manos en la Sala Este, y el presidente le dijo a Jack en voz baja que quería hablar en privado con él. Jack asintió y sonrió mientras Madeleine conversaba con la primera dama. Se conocían bien. Maddy la había entrevistado varias veces y los Hunter eran invitados con frecuencia a la Casa Blanca. Y mientras Madeleine entraba en la sala del brazo de su marido, mucha gente sonrió y la saludó con inclinaciones de la cabeza; todos la conocían. Había recorrido un largo camino desde Knoxville. No sabía dónde estaba Bobby Joe, y tampoco le importaba. La vida que había llevado con él ahora parecía irreal. Esta era su realidad: un mundo de poder y personas importantes, entre las cuales destacaba como una estrella rutilante.

Se mezclaron con los demás invitados, y el embajador francés charló afablemente con Madeleine y le presentó a su esposa mientras Jack hacía un aparte con el senador que estaba al frente del Comité de Ética del senado. Quería discutir cierto asunto con él. Madeleine los miró con el rabillo del ojo al tiempo que el embajador brasileño se acercaba acompañado por una atractiva congresista de Mississippi. Como de costumbre, fue una velada interesante.

En el comedor, Madeleine se sentó entre un senador de Illinois y un congresista de California que compitieron por su atención durante la cena. Jack estaba sentado entre la primera dama y Barbara Walters. No volvió a reunirse con su esposa hasta altas horas de la noche, cuando se deslizaron con soltura por la pista de baile.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó él con naturalidad, ojeando a varios personajes importantes mientras bailaban.

Jack rara vez perdía de vista a la gente que lo rodeaba; por lo general, sabía de antemano a quién deseaba ver o conocer, ya fuese por una noticia o por una cuestión de negocios. Pocas veces, si acaso alguna, dejaba escapar una oportunidad y nunca asistía a una fiesta sin planear con anterioridad lo que quería conseguir. Había dedicado unos minutos a hablar tranquilamente con el presidente Armstrong, que lo había invitado a comer a Camp David ese fin de semana para continuar con la conversación. Pero ahora Jack estaba totalmente pendiente de su esposa.

– ¿Qué tal está el senador Smith? ¿Qué te contó?

– Lo de siempre. Hablamos del proyecto de ley impositiva. -Sonrió a su apuesto marido. Ahora era una mujer de mundo, con considerable sofisticación y gran refinamiento. Era, como Jack solía decir, un ser enteramente creado por él. Se atribuía todo el mérito por lo lejos que había llegado Madeleine y por el sorprendente éxito que había logrado en su cadena de televisión, y le gustaba bromear con ella al respecto.

– Suena muy sexy -respondió. Los republicanos estaban furiosos, pero Jack pensaba que esta vez los demócratas ganarían, sobre todo porque contaban con el apoyo incondicional del presidente-. ¿Y el congresista Wooley?

– Es encantador -dijo ella, sonriéndole otra vez, siempre fascinada por su presencia. Había algo en el aspecto, el carisma y el aura de su marido que todavía la impresionaba-. Habló de su perro y de sus nietos. Siempre lo hace. -Le gustaba ese rasgo, igual que el hecho de que el congresista siguiera loco por la mujer con la que se había casado hacía casi sesenta años.

– Es un milagro que sigan eligiéndolo -dijo Jack cuando terminó la música.

– Yo creo que todo el mundo lo quiere.

El buen corazón de la sencilla joven de Chattanooga no la había abandonado, a pesar de su buena suerte. Nunca olvidaba de dónde procedía, y conservaba cierta ingenuidad, a diferencia de su marido, que era un hombre duro y en ocasiones brusco y agresivo. Pero a Madeleine le gustaba hablar con la gente de sus hijos. Ella no tenía ninguno, y Jack tenía dos en la universidad de Texas a quienes rara vez veía, pero que apreciaban a Maddy. Y a pesar del gran éxito de Jack, la madre de esos hijos tenía pocas cosas buenas que decir del padre y de su nueva esposa.

Llevaban quince años divorciados, y la palabra que ella usaba más a menudo para describirlo era «despiadado».

– ¿Te parece que nos vayamos? -preguntó Jack mientras volvía a pasear la vista por el salón y decidía que había hablado con todas las personas que le interesaban y que la fiesta prácticamente había terminado.

El presidente y la primera dama se habían retirado, y los invitados eran libres de marcharse. Jack no veía motivos para permanecer allí. Y Maddy se alegró de volver a casa, pues tenía que estar en el estudio a primera hora de la mañana siguiente.

Se dirigieron discretamente hacia la puerta, donde los esperaba el chófer. Maddy se arrellanó en la limusina, junto a su marido. Había recorrido un largo camino desde la furgoneta Chevrolet de Bobby Joe, las fiestas a que asistían en el bar local y los amigos que vivían en caravanas. A veces aún le costaba creer que dos vidas tan distintas pudieran formar parte de una misma. Esto era muy diferente. Se movía en un mundo de presidentes, reyes y reinas, políticos, príncipes y magnates como su marido.

– ¿De qué hablaste con el presidente? -preguntó, reprimiendo un bostezo.

Estaba tan guapa e impecable como al principio de la velada. Y era más valiosa para su marido de lo que él imaginaba. En lugar de verlo como el hombre que la había inventado, la gente lo veía como el marido de Madeleine Hunter. Pero si él lo sabía, jamás lo admitía ante ella.

– El presidente y yo hemos estado discutiendo un asunto muy interesante -respondió Jack con vaguedad-. Te lo contaré cuando tenga permiso para hacerlo.

– ¿Y cuándo será eso? -preguntó ella con renovado interés. Además de ser su esposa, se había convertido en una hábil reportera que amaba su trabajo, la gente con la que trabajaba y los informativos. Se sentía como si tuviera los dedos en el pulso de la nación.

– Todavía no estoy seguro. Comeré con él el sábado en Camp David.

– Ha de ser importante. -Pero todo lo era. Cualquier cosa relacionada con el presidente era una gran noticia en potencia.

Recorrieron el breve trayecto hasta la calle R conversando sobre la fiesta. Jack le preguntó si había visto a Bill Alexander.

– Solo de lejos. No sabía que hubiera vuelto a Washington.

El embajador había vivido recluido durante los últimos seis meses, desde la muerte de su esposa en Colombia. Había sido una tragedia que Maddy recordaba bien. La mujer había sido secuestrada por terroristas y el embajador Alexander llevó las negociaciones personalmente, al parecer con torpeza. Después de cobrar el rescate, los terroristas se asustaron y mataron a la mujer. Y el embajador dimitió poco después.

– Es un idiota -declaró Jack sin compasión-. No debería haber tratado de solucionar las cosas solo. Cualquiera habría podido predecir lo que pasaría.

– Supongo que él no lo creyó así -respondió Maddy en voz baja, mirando por la ventanilla.

Poco después estaban en casa. Subieron por la escalera y Jack se quitó la corbata.

– Mañana tengo que estar en el despacho temprano -dijo ella mientras Jack se desabotonaba la camisa en el dormitorio.

Madeleine se quitó el vestido y quedó de pie ante él, vestida únicamente con unos panties y las sandalias plateadas de tacón alto. Tenía un cuerpo espectacular, y su marido no lo menospreciaba, como tampoco lo habían menospreciado en su antigua vida, aunque los dos hombres con quienes había estado casada eran totalmente distintos. El primero había sido brutal, cruel y agresivo, indiferente a sus sentimientos o gritos de dolor cuando le hacía daño; el segundo era tierno, sensible y aparentemente respetuoso. Bobby Joe le había roto los dos brazos en uno de sus arrebatos de ira, y en otra ocasión la había empujado por la escalera, fracturándole una pierna. Todo esto había ocurrido inmediatamente después de que Madeleine conociera a Jack, durante un ataque de celos de Bobby. Ella le había jurado que no estaba liada con Jack, cosa que en su momento era verdad. Él era su jefe y mantenían una relación de amistad; el resto llegó después, una vez ella se marchó de Knoxville y se trasladó a Washington para trabajar en la cadena de televisión. Un mes después de su llegada a Washington, Jack y ella se habían hecho amantes, pero entonces el divorcio de Maddy ya estaba en trámite.

– ¿Por qué tienes que ir temprano? -preguntó Jack por encima del hombro mientras desaparecía en el cuarto de baño de mármol negro.

Hacía cinco años que le habían comprado la casa a un diplomático árabe. Abajo había un gimnasio completo, una piscina y hermosas salas que Jack usaba para agasajar a sus amigos. Y los seis cuartos de baño de la casa eran de mármol. La casa tenía cuatro dormitorios; el de ellos, y tres habitaciones de huéspedes.

Ninguna de esas habitaciones se convertiría en un cuarto infantil. Jack le había dejado muy claro desde el principio que no quería hijos. No había disfrutado de los dos que había tenido mientras crecían, y no deseaba más; de hecho, se lo prohibió terminantemente. Y tras una temporada de duelo por los hijos que nunca tendría, Maddy se había hecho ligar las trompas. En cierto sentido era mejor; había tenido media docena de abortos durante sus años con Bobby Joe y ni siquiera sabía si sería capaz de dar a luz a un niño normal. Le pareció más sencillo ceder a los deseos de Jack y no correr riesgos. Él le había dado tanto, y deseaba cosas tan grandes para ella, que Maddy había llegado a entender que los hijos solo serían un obstáculo y una carga para su carrera. Pero todavía había momentos en que lamentaba la irreversibilidad de su decisión. A los treinta y cuatro años, muchas de sus contemporáneas aún seguían teniendo hijos, mientras que ella solo tenía a Jack. Se preguntaba si se arrepentiría aún más cuando fuera vieja y echara de menos nietos. Pero era un pequeño precio a pagar por la vida que compartía con Jack Hunter. ¡Y ese punto era tan importante para Jack! Había insistido mucho en ello.

Volvieron a reunirse en la amplia y cómoda cama, donde Jack la atrajo hacia sí y ella se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro. A menudo pasaban un rato así antes de dormirse, hablando de lo que había sucedido durante el día, de los sitios donde habían estado, las personas que habían visto y las fiestas a las que habían asistido. Ahora, Maddy trató de adivinar lo que se proponía el presidente.

– Te he dicho que te lo contaré en cuanto pueda, así que deja de hacer conjeturas.

– Los secretos me vuelven loca -dijo ella con una risita.

– Tú me vuelves loco -repuso él, haciéndola girar con suavidad y sintiendo la suavidad de su piel bajo el camisón de seda.

Nunca se aburría de ella, ni dentro ni fuera de la cama, y le regocijaba saber que era toda suya, en cuerpo y alma, no solo en la cadena de televisión sino también en el dormitorio. Sobre todo allí, Jack parecía sentir un apetito insaciable por ella, y en ocasiones Madeleine tenía la sensación de que iba a devorarla. Amaba todo lo relacionado con ella, estaba al tanto de lo que hacía y le gustaba saber dónde se encontraba en cada momento del día y qué estaba haciendo. Y tenía mucho que decir al respecto. Pero en lo único que podía pensar ahora era en el cuerpo del que jamás se hartaba, y mientras la besaba y estrechaba con fuerza, ella emitió un suave gemido. Nunca se quejaba de la forma ni de la frecuencia con que él la buscaba. Le gustaba que la deseara tanto y le complacía saber que seguía excitándolo con la misma intensidad que al principio. Todo era muy distinto de lo que había vivido con Bobby Joe, que solo quería usarla y herirla. Lo que excitaba a Jack era la belleza y el poder. Haber «creado» a Maddy lo hacía sentirse poderoso, y «poseerla» en la cama lo volvía prácticamente loco.

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