Al despertar, Maddy sintió como si todo el edificio se hubiera desplomado sobre su pecho. Abrió los ojos y los notó doloridos y llenos de arena. No veía nada, pero percibió un extraño olor a polvo y fuego. Tenía calor y una sensación de pesadez en todo el cuerpo. Entonces cayó en la cuenta de que le había caído algo encima. Trató de moverse, y al principio pensó que estaba paralizada. Podía mover los pies, pero algo le inmovilizaba las piernas y la parte superior del cuerpo. Luchó para liberarse y finalmente consiguió apartar los pesos que habían caído sobre ella. Aunque no lo supiera, había tardado más de una hora en sentarse en el pequeño espacio en el que estaba confinada. Lo que sí advirtió era que alrededor reinaba un silencio absoluto. Al cabo de unos instantes comenzó a oír gemidos y gritos de personas que se llamaban unas a otras. Incluso oyó a un bebé en alguna parte. No sabía qué había pasado ni dónde estaba.
En el aparcamiento, lejos de donde estaba atrapada, habían explotado varios automóviles y la fachada de algunos edificios. Había coches de bomberos y gente corriendo y gritando. Personas sangrando por todo el cuerpo corrían hacia el aparcamiento mientras los niños heridos eran conducidos en camillas a las ambulancias. Parecía una película, y la gente que hablaba con la policía y los bomberos decía que todo el edificio se había derrumbado en un instante. De hecho, cuatro locales del centro comercial habían resultado completamente destruidos, y un gran cráter se había abierto junto a la puerta del drugstore en el que estaba Maddy. Allí donde unos instantes antes había un camión, ahora se abría un inmenso agujero. La explosión había sido tan violenta que había roto los cristales de edificios situados a cinco manzanas de distancia. Justo cuando llegaron los equipos de televisión, sacaron al Papá Noel cubierto con una manta. Había muerto instantáneamente, igual que más de la mitad de los niños que estaban esperando para verlo. Era una tragedia tan grande que nadie acababa de creer que hubiera sucedido.
En el interior del local, hecha un ovillo, Maddy intentaba salir de entre los escombros que la mantenían prisionera. Arañaba, empujaba, hacía palanca con su propio cuerpo, pero nada se movía, y de repente descubrió con pánico que le costaba respirar. En ese momento oyó una voz en la oscuridad.
– Socorro… socorro… ¿alguien puede oírme?
La voz sonaba débil, pero era reconfortante saber que había una persona cerca.
– Sí. ¿Dónde está? -Había tanto polvo que Maddy apenas si podía respirar. Pero se giró en la dirección de la voz y aguzó el oído.
– No lo sé, no veo nada -respondió la voz.
Estaban envueltos en una oscuridad absoluta.
– ¿Sabe qué ha pasado?
– Creo que se ha derrumbado el edificio… Yo me golpeé la cabeza… Me parece que estoy sangrando. -Era la voz de una mujer joven.
Poco después, a Maddy le pareció volver a oír el llanto de un bebé, pero no mucho más. Solo algún gemido lejano… un grito… Esperaba oír sirenas -una señal de que acudirían a rescatarlas- pero no fue así. Había demasiado cemento alrededor para que percibiesen el caos del exterior o los estridentes pitidos de los vehículos de salvamento que se dirigían al centro comercial desde todos los puntos de la ciudad. Los servicios de emergencia habían solicitado refuerzos a Virginia y Maryland. De momento nadie sabía nada, excepto que se había producido una terrible explosión y que había numerosos muertos y heridos.
– ¿Ese niño es tu hijo? -preguntó Maddy, al oír otro llanto infantil.
– Sí -respondió la joven con un hilo de voz-. Tiene dos meses. Se llama Andy.
Parecía estar llorando, y Maddy la habría imitado, pero estaba demasiado conmocionada para sentir sus propias emociones.
– ¿Está herido?
– No lo sé… No veo.
Ahora prorrumpió en sollozos, y Maddy cerró los ojos en un esfuerzo por pensar con lucidez. Debía de haber pasado algo terrible para que el edificio se desmoronase, pero no adivinaba qué podía ser.
– ¿Puedes moverte? -preguntó.
Hablar con la joven la ayudaba a mantener la cordura mientras seguía tratando de apartar obstáculos. Algo semejante a una roca se movió un poco, apenas unos centímetros. Estaba en la dirección contraria al sitio de donde procedía la voz.
– No -respondió la mujer-. Hay algo sobre mis brazos y mis piernas… Y no puedo llegar a donde está mi hijo.
– Nos sacarán de aquí, ¿sabes? -dijo Maddy.
En ese preciso momento ambas oyeron voces lejanas, pero no podían saber si se trataba de otras víctimas o del personal de rescate. Mientras se preguntaba qué hacer, Maddy recordó que llevaba el teléfono móvil en el bolso. Si lo encontraba, podría pedir ayuda o conseguir que las localizaran más fácilmente. Era una idea descabellada, pero le proporcionaba algo que hacer, de manera que empezó a buscar a tientas a su alrededor. No encontró nada salvo polvo, piedras e irregulares trozos de cemento. Sin embargo, en el proceso se hizo una idea de la fisonomía del lugar donde estaba. Volvió a intentar mover los muros de su provisional celda y consiguió apartar unas tablas situadas en un extremo, a un palmo de ella, ganando sitio.
– Estoy tratando de llegar a tu lado -le dijo a la joven con intención de darle ánimos. Hubo un largo silencio que la asustó-. ¿Te encuentras bien? ¿Me oyes?
Tras otra larga pausa, volvió a oír la voz de la chica.
– Creo que me había dormido.
– No duermas. Procura permanecer despierta -dijo Maddy con firmeza, tratando de pensar con claridad. Aún estaba conmocionada, y al moverse se dio cuenta de que tenía un fuerte dolor de cabeza-. Háblame… ¿cómo te llamas?
– Anne.
– Hola, Anne. Yo soy Maddy. ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis.
– Yo tengo treinta y cuatro. Soy periodista… de televisión… -Otra vez silencio-. Despierta, Anne… ¿Cómo está Andy?
– No lo sé.
El niño lloraba tan fuerte que Maddy sabía que estaba vivo, pero la voz de la joven sonaba cada vez más débil. Solo Dios sabía si estaba herida de gravedad y si alguien las encontraría.
Mientras Maddy continuaba luchando en el interior de su cueva, fuera seguían llegando coches de bomberos de todos los distritos de la ciudad. Dos tiendas estaban en llamas, cuatro se habían derrumbado, y de las zonas más cercanas al epicentro de la explosión sacaban cuerpos destrozados, algunos irreconocibles. Había manos, pies y cabezas por todas partes. Las personas que podían andar eran trasladadas en coches, mientras que las ambulancias se llevaban a todos los heridos incapaces de moverse por su propio pie. Trataban de despejar la zona para facilitar el trabajo de los equipos de salvamento y los voluntarios. Habían llamado al Centro de Control de Catástrofes y Emergencias Nacionales y estaban organizando equipos de rescate. Entretanto empezaron a llegar las excavadoras, pero no pudieron usarlas, ya que los edificios que aún se mantenían en pie se encontraban en un estado precario y había demasiadas víctimas para usar máquinas que podían agravar el problema.
La zona estaba llena de periodistas y las cadenas de televisión de todo el país habían interrumpido sus emisiones para informar a los espectadores de la mayor catástrofe nacional desde el atentado de Oklahoma en 1995. De momento había un centenar de víctimas, aunque no podían calcular cuántas más encontrarían entre los escombros. Todas las cámaras habían filmado a una niña con un brazo amputado, llorando a gritos mientras el personal sanitario la sacaba de allí. Su identidad era una incógnita; nadie la había reclamado todavía. Y las personas en condiciones semejantes se contaban por docenas. De entre los escombros sacaban heridos, mutilados, muertos y moribundos.
Bill estaba en su estudio, viendo tranquilamente la televisión, cuando emitieron el primer boletín; entonces se incorporó en su silla con expresión de horror. Maddy le había dicho que iría a ese centro comercial después del trabajo. Corrió al teléfono y la llamó a casa, pero no obtuvo respuesta. A continuación marcó el número del teléfono móvil y oyó una grabación anunciando que el usuario se encontraba fuera de cobertura. Continuó viendo las noticias, cada vez más asustado. Estuvo a punto de telefonear a la cadena para preguntar si sabían algo de Maddy, pero no se atrevió. Cabía la posibilidad de que estuviese en el lugar de la catástrofe, cubriendo la noticia, así que decidió esperar a que llamase ella. Sabía que lo haría si tenía tiempo… y si no estaba atrapada bajo los escombros. Lo único que podía hacer era rezar para que no estuviese allí. Y solo podía pensar en el momento en que un grupo de encapuchados con ametralladoras había secuestrado a Margaret.
Jack también estaba al tanto de lo ocurrido. Su móvil sonó instantes después de la explosión, y él miró a su acompañante con expresión de contrariedad. Aquella no era la velada que había planeado. La había preparado meticulosamente, como siempre, y le molestó la interrupción.
– Buscad a Maddy y decidle que vaya allí de inmediato. Ya debe de estar en casa -ordenó.
Había ya dos equipos en el lugar de la explosión y, según dijo el productor, acababan de enviar a un tercero. La bonita rubia que estaba con Jack en el Carlton preguntó qué había pasado.
– Algún gilipollas voló un centro comercial -respondió, encendiendo el televisor.
Ambos se sentaron y se quedaron atónitos ante las imágenes de la pantalla. Era una escena de destrucción y caos. Ninguno de los dos había imaginado la magnitud de la tragedia. Después de unos minutos de silencio, Jack cogió el móvil y llamó a la cadena.
– ¿La habéis localizado? -ladró.
Era una noticia sensacional, pero las escenas que estaban filmando humedecieron incluso los ojos de un hombre curtido como Jack. A su lado, la chica que había conocido la semana anterior lloraba en voz baja. Un bombero acababa de sacar a un bebé muerto y a su madre.
– Lo estamos intentando, Jack -contestó el nervioso productor-. Aún no ha llegado a casa y tiene el móvil apagado.
– Maldita sea. Le he dicho mil veces que no lo apague nunca. Sigue insistiendo. Ya aparecerá.
Entonces lo asaltó una extraña idea, aunque la descartó de inmediato. Maddy había dicho que iba a comprar papel de regalo y otras tonterías, pero detestaba los centros comerciales y solía hacer sus compras en Georgetown. No había motivos para pensar que estaba allí.
– ¿Me oyes, Anne? -La voz de Maddy volvió a atravesar el cemento, pero esta vez le costó más despertar a la joven.
– Sí… te oigo…
En ese momento oyeron otra voz. Esta vez era un hombre y parecía sorprendentemente cerca de Maddy.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó.
Con voz alta y clara, dijo que había apartado unas piedras y una viga y que había recorrido una larga distancia a gatas para llegar a ellas, pero no sabía hacia adónde iba ni dónde estaba.
– Yo me llamo Maddy y cerca de aquí hay una chica llamada Anne… No está a mi lado, pero puedo oírla. Creo que está herida y tiene un bebé.
– ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?
Le dolía la cabeza, pero no tenía sentido contarle eso.
– Estoy bien. ¿Puede apartar las piedras que hay a mi alrededor?
– Lo intentaré; siga hablando.
Maddy esperaba que fuese un hombre corpulento y fuerte. Lo bastante fuerte para mover montañas.
– ¿Cómo se llama?
– Mike. Y no se preocupe, señora. Levanto pesas de hasta doscientos kilos. La sacaré de ahí en un santiamén.
Maddy lo oyó haciendo fuerza, pero Anne había vuelto a callar. El llanto del bebé, por el contrario, se oía más alto que nunca.
– Háblale a tu hijo, Anne. Eso lo tranquilizará.
– Estoy exhausta -murmuró la joven.
Maddy volvió a dirigirse a Mike, que ahora parecía encontrarse más cerca.
– ¿Sabe qué ha pasado?
– No tengo idea. Estaba comprando espuma de afeitar cuando me cayó el techo encima. Pensar que iba a traer a mis hijos… Me alegro de no haberlo hecho. ¿Usted estaba acompañada?
– No; vine sola -respondió Maddy. Continuó escarbando entre los escombros, pero lo único que consiguió fue romperse las uñas y lastimarse los dedos. Las piedras no se movían.
– Trataré de abrirme camino por el otro lado -dijo Mike.
Maddy sintió una oleada de pánico. Ante la sola idea de que esa voz amiga la abandonase, experimentó un insólito sentimiento de desamparo. Pero tenían que buscar ayuda y, si uno de ellos podía salir, los otros también se salvarían.
– De acuerdo -respondió-. Buena suerte. Cuando salga -tomó la precaución de no decir «si sale»- avise que estoy aquí. Soy reportera de televisión. Supongo que el equipo de mi cadena estará fuera.
– Volveré a buscarla -dijo Mike con claridad.
Unos minutos después, su voz se desvaneció. Maddy no oyó ninguna más. Se quedó en la oscuridad, sola con Anne y su hijo. Fantaseaba con encontrar el teléfono móvil, aunque sabía que no le habría servido de mucho. Incluso si conseguía comunicarse, no podría decir dónde estaba. Era imposible identificar el lugar donde estaba atrapada.
Bill continuaba viendo las noticias con una creciente sensación de pánico. Había llamado a Maddy una docena de veces, pero siempre respondía el contestador. Y el teléfono móvil estaba apagado. Finalmente, desesperado, llamó a la cadena.
– ¿Quién habla? -preguntó el productor con brusquedad, sorprendido de que hubiese conseguido comunicarse.
– Soy un amigo de Maddy y estaba preocupado por ella. ¿Está cubriendo la noticia?
Tras un titubeo, el productor decidió decir la verdad:
– No la encontramos. Su móvil está apagado y no ha llegado a su casa. Podría haber ido al lugar de la catástrofe por cuenta propia, pero nadie la ha visto allí. Claro que hay un montón de gente. Ya aparecerá. Siempre lo hace -dijo Rafe Thompson, el productor, intentando tranquilizar a Bill.
– No es propio de Maddy desaparecer de esa manera -señaló Bill.
Rafe no pudo evitar preguntarse cómo sabía eso el hombre del teléfono, aunque parecía preocupado. Mucho más que Jack. Lo único que había dicho Jack era que la encontrasen de una puñetera vez. Y el productor tenía una idea bastante precisa de lo que estaba haciendo Jack cuando lo había llamado, pues había oído una risa femenina de fondo.
– No sé qué decirle. Es probable que llame pronto. Quizá haya ido al cine.
Pero Bill sabía que no era así, y el hecho que no hubiese telefoneado para avisar que se encontraba bien lo angustiaba mucho. Tras la conversación con Rafe, se paseó por el salón durante unos diez minutos, sin apartar la vista del televisor, hasta que no pudo aguantar más. Cogió su abrigo y las llaves del coche y salió a paso vivo de la casa. Ni siquiera sabía si le permitirían acercarse al lugar de la catástrofe, pero tenía que intentar llegar allí. No sabía por qué, pero estaba convencido de que debía ir. Quizá pudiese encontrar a Maddy.
Eran más de las diez cuando se dirigió a toda velocidad al centro comercial, una hora y media después de la explosión que había destruido dos manzanas enteras y, según los últimos cálculos, matado a ciento tres personas y herido a varias docenas. Y esto era solo el comienzo.
Cuando llegó allí, tardó veinte minutos en abrirse paso entre los escombros y los vehículos de emergencia, pero había tantos voluntarios en la zona que nadie le pidió un pase o una identificación. Con lágrimas en los ojos, se detuvo junto a las ruinas de la juguetería y rezó para encontrar a Maddy entre el gentío.
Unos minutos después, alguien le entregó un casco y le pidió que ayudase a retirar escombros. Siguió a los demás al interior del edificio, donde las escenas eran tan aterradoras que rogó que Maddy estuviese en cualquier otro sitio y simplemente se hubiera olvidado de encender su teléfono móvil.
Dentro de su cueva, Maddy pensaba en él mientras empujaba con todas sus fuerzas un bloque de cemento. Para su sorpresa, este se movió. Volvió a intentarlo y logró moverlo unos centímetros más. Conforme avanzaba, la débil voz de Anne parecía más cercana.
– Creo que estoy aproximándome -dijo a Anne-. Sigue hablando para orientarme. Necesito saber dónde estás. No quiero empeorar las cosas… ¿Sientes algo? ¿Hay polvo cayendo sobre ti?
No sabía si estaba cerca de los pies o de la cabeza de la joven, y lo último que deseaba era derribar un bloque de cemento encima de ella o del niño. Sin embargo, hacer hablar a Anne era casi tan difícil como mover las piedras.
Maddy hablaba incluso sola mientras empujaba y escarbaba. Dio un empujón tan fuerte que estuvo a punto de hacerse daño y, sorprendentemente, movió un enorme bloque de cemento, creando un espacio lo bastante grande para introducir el torso en él. Comenzó a reptar por él y casi de inmediato supo que había encontrado a Anne. Su voz sonaba muy cercana, y de repente tocó a Andy. Estaba tendido a pocos centímetros de la mano de su madre, moviéndose libremente. Maddy no podía verlo, pero lo examinó a tientas y lo estrechó contra su cuerpo. El niño dejó escapar un grito de horror. Maddy no sabía si estaba herido, pero volvió a dejarlo en el suelo y continuó reptando hacia Anne. La joven estaba callada cuando la tocó. Ni siquiera sabía si seguía respirando.
– Anne… Anne… -Le acarició la cara y palpó su cuerpo con cautela hasta que creyó entender lo que había ocurrido. Una enorme viga aplastaba el tronco de la chica que, a juzgar por la humedad de su ropa, estaba sangrando. Sobre sus piernas había otra viga. Estaba atrapada, y aunque Maddy trató frenéticamente de liberarla, no lo consiguió. Las vigas eran más pesadas que los bloques de cemento, y no sabía que encima de las vigas había piedras-. Anne… Anne… -continuó llamándola mientras el niño lloriqueaba a su lado.
Finalmente, la joven despertó y habló.
– ¿Dónde estás? -No sabía qué había pasado.
– Aquí, a tu lado. Y Andy está bien. -Lo estaba al menos si se lo comparaba con su madre.
– ¿Nos han encontrado?
Anne empezaba a perder el sentido otra vez, y habida cuenta de las heridas que debía de haber sufrido al caerle encima las vigas, Maddy tenía miedo de sacudirla.
– Todavía no, pero lo harán. Te lo prometo. Aguanta.
Maddy volvió a coger a Andy en brazos y lo estrechó contra su pecho. Luego, con el fin de convencer a la joven de que no se diese por vencida, se tendió a su lado y colocó la carita del niño junto a la de ella, como seguramente habrían hecho al nacer el pequeño. Anne se echó a llorar.
– Voy a morir, ¿no?
No había una respuesta cierta para esa pregunta, y ambas lo sabían. Anne no tenía ya dieciséis años. En unos instantes había alcanzado la madurez, y bien podría haber tenido cien años.
– No lo creo -mintió Maddy-. No puedes. Tienes que ser fuerte por Andy.
– No tiene padre -le confió Anne-. Se desentendió de él. No lo quería.
– Mi hija tampoco tuvo un padre -dijo Maddy, tratando de tranquilizarla.
Por lo menos hablaba. Lizzie tampoco había tenido una madre, pensó Maddy con culpa, pero no habló de ello con Anne.
– ¿Vives con tus padres? -preguntó, empeñada en hacerla hablar.
De repente notó que el niño había dejado de llorar. Le puso un dedo bajo la nariz y comprobó con alivio que respiraba. Estaba dormido.
– Me escapé de casa a los catorce. Soy de Oklahoma. Cuando nació Andy, llamé a mis padres, pero ellos me dijeron que no querían saber nada de ninguno de los dos. Tienen otros nueve hijos, y mamá dice que solo le he dado problemas… Andy y yo vivimos de la Seguridad Social.
Era un drama, pero no tan terrible como el que estaban viviendo en esos momentos. Maddy se preguntó si sobrevivirían o si los encontrarían mucho después de que hubiesen muerto y pasarían a formar parte de una historia siniestra. Pero no iba a permitirlo. El niño y su jovencísima madre tenían derecho a vivir. Salvarlos era su único objetivo.
– Cuando Andy crezca, le contarás lo que pasó aquí. Pensará que eres maravillosa y valiente, y con razón… Estoy orgullosa de ti -dijo conteniendo las lágrimas y pensando en Lizzie.
Se habían encontrado después de diecinueve años, y ahora cabía la posibilidad de que Lizzie volviera a perderla. Pero no debía pensar en esas cosas. Tenía que mantener la mente clara, y mientras hablaba con Anne notó que comenzaba a marearse. Se preguntó cuándo se quedarían sin aire, si comenzarían a jadear o simplemente se sumirían en un sueño, apagándose como velas. Comenzó a tararear en susurros para tranquilizar al bebé y a Anne. Pero la joven se había dormido otra vez, y nada de lo que Maddy hacía servía para despertarla. Cuando la tocó, Anne gimió, de modo que supo que seguía viva. Sin embargo, todo parecía indicar que estaba consumiéndose rápidamente.
En el exterior del edificio, Bill por fin había localizado al equipo de la cadena. Se identificó y descubrió que estaba hablando con el productor que había atendido el teléfono un rato antes. Ahora estaba dirigiendo a los cámaras y reporteros.
– Creo que Maddy está dentro -dijo Bill con aflicción-. Me dijo que iba a venir a comprar papel de regalo.
– Yo tuve el extraño presentimiento de que estaba aquí -confesó Rafe Thompson-, pero me dije que era una locura. Aunque no habría podido cambiar nada. Están haciendo todo lo posible para sacar a la gente que quedó atrapada.
Rafe se preguntó de dónde se conocían Bill y Maddy, hasta que él le dijo que ambos eran miembros de la comisión de la primera dama. Al productor le pareció un buen tipo. Había pasado horas ayudando a los equipos de salvamento. Tenía el abrigo destrozado, la cara sucia y las manos ensangrentadas. Todos estaban nerviosos y agotados. Era más de medianoche y Maddy no había aparecido aún. Rafe había hablado varias veces con Jack, que seguía gritándoles desde el Ritz Carlton. La desaparición de Maddy no lo había conmovido: había dicho que seguramente estaría «tirándose a alguien» y que, cuando la encontrase, la mataría. Rafe y Bill temían que la gente que había puesto la bomba ya lo hubiese hecho. De momento, nadie se había atribuido el atentado.
La cadena no había mencionado la posibilidad de que Maddy estuviese atrapada entre los escombros del centro comercial. No tenía sentido dar esa información hasta que estuvieran seguros de ella. A las cuatro de la mañana, los equipos de salvamento habían hecho grandes progresos. Después de ocho horas de trabajo incansable, poco antes de las cinco, rescataron a un hombre llamado Mike. Parecía sangrar por todas partes, pero tras horas de excavar túneles y mover vigas y bloques de cemento había salvado a cuatro personas. Al salir, contó a los hombres que lo rescataron que había oído a otras dos mujeres pero no había conseguido llegar hasta ellas. Se llamaban Anne y Maddy, y una de ellas estaba con un bebé. Antes de que se lo llevaran en la ambulancia, hizo lo que pudo para orientar al personal de salvamento sobre el paradero de esas mujeres. Rafe lo oyó y fue a contárselo a Bill, mientras los trabajadores volvían a entrar para seguir las vagas instrucciones de Mike.
– Está dentro -dijo con tono sombrío.
– Dios mío… ¿La han encontrado? -Temía preguntar si estaba viva o muerta, y la expresión de Rafe no era tranquilizadora.
– Todavía no. Uno de los hombres que acaban de rescatar dijo que había dos mujeres… una de ellas es Maddy. Ella le contó que era reportera de televisión y le dio el nombre de la cadena.
Los temores de ambos se habían confirmado, pero solo podían esperar. Durante dos horas más, observaron cómo sacaban cadáveres, supervivientes con miembros amputados y niños que deberían ser identificados por unos padres histéricos. A las siete, Bill se echó a llorar. Ya no podía creer que Maddy siguiese viva. Habían pasado casi once horas. Se preguntó si debía llamar a Lizzie, pero no tenía nada que decirle. A esas alturas el país entero estaba al tanto de lo ocurrido. Era la obra de unos locos.
Bill y Rafe estaban sentados sobre unos altavoces cuando entró un equipo de salvamento nuevo y un trabajador de la Cruz Roja les ofreció café. Rafe aceptó, agradecido, pero Bill se sentía incapaz de tragar nada.
Rafe no había hecho más preguntas acerca de la relación de Bill con Maddy, pero en el curso de la noche se había dado cuenta de lo mucho que Bill la quería y se compadeció de él.
– No sufra. Tarde o temprano aparecerá.
Sin embargo, ambos se preguntaban si la encontrarían viva.
Entretanto, Maddy estaba acurrucada, abrazando al niño. Hacía horas que Anne no le hablaba. No sabía si seguía viva, pero todos sus esfuerzos por hacerla hablar habían fracasado. Maddy no tenía idea de qué hora era ni de cuánto tiempo llevaban allí. Finalmente, el niño empezó a llorar otra vez y su madre lo oyó.
– Dile que lo quiero… -murmuró Anne, sobresaltando a Maddy. Su voz sonaba espectral.
– Tienes que aguantar para decírselo tú misma -respondió Maddy, esforzándose por parecer optimista. Pero ya no lo era. Le costaba respirar, y también ella había perdido el sentido varias veces.
– Quiero que lo cuides -dijo Anne. Y tras una pausa añadió-: Te quiero, Maddy. Gracias por acompañarme. Si no te hubiera tenido a mi lado, habría estado mucho más asustada.
Maddy estaba muy asustada a pesar de la compañía de Anne y el niño, pero las lágrimas resbalaron por sus mejillas cuando se inclinó para besar en la mejilla a la joven herida, pensando en Lizzie.
– Yo también te quiero, Annie… Te quiero mucho… Te recuperarás. Saldremos de aquí. Quiero que conozcas a mi hija.
Anne asintió, como si le creyera, y sonrió en la oscuridad. Aunque no podía verla, Maddy intuyó su sonrisa.
– Mi madre solía llamarme Annie cuando aún me quería -dijo la chica con tristeza.
– Estoy segura de que todavía te quiere. Y también querrá a Andy cuando lo conozca.
– No quiero que se quede con ella -dijo la joven con voz firme y clara-. Quiero que tú te hagas cargo de mi niño. Prométeme que lo querrás.
Maddy tuvo que contener el llanto para responder; sabía que no podían permitirse el lujo de desperdiciar aire y energía llorando. Cuando iba a contestar, oyó voces a lo lejos, voces que pronunciaban su nombre.
– ¿Puede oírnos, Maddy? ¿Maddy? ¿Maddy Hunter? ¿Anne? ¿Pueden oírnos?
Habría querido dar gritos de júbilo, pero se limitó a responder en voz bien alta:
– ¡Los oímos! ¡Los oímos! Estamos aquí. -Mientras las voces se aproximaban, se dirigió a la joven-: Ya vienen a rescatarnos, Annie… Aguanta. Dentro de unos minutos, estaremos fuera.
Pero a pesar del ruido, Annie había vuelto a dormirse, y el bebé comenzó a llorar a voz en cuello. Estaba cansado, hambriento y asustado. Igual que Maddy.
Las voces continuaron acercándose hasta que sonaron a escasos centímetros de Maddy. Esta se identificó, describió lo mejor que pudo el agujero donde estaba y la situación de Anne -teniendo cuidado de no asustarla- y añadió que se encontraba bien y que tenía al niño en brazos.
– ¿El pequeño está herido? -preguntó una voz. Querían determinar qué clase de equipo de salvamento necesitaban.
– No lo sé. Me parece que no. Y yo tampoco. -Aunque tenía un gran chichón en la frente y le dolía horrores la cabeza. La madre del niño era otra historia.
A pesar de que ya los habían localizado, tardaron una hora y media en rescatarlos. Tenían que mover la tierra y el cemento muy despacio, pues temían provocar otro derrumbamiento. Maddy soltó un grito de alivio y dolor cuando un potente rayo de luz le dio en los ojos a través de un agujero del tamaño de un plato de postre. No pudo contener las lágrimas y le contó a Annie lo que ocurría, pero no obtuvo respuesta.
Mientras Maddy hablaba con sus salvadores el agujero fue agrandándose. Cinco minutos después, pasó por él al bebé y vio lo sucio que estaba cuando lo alumbraron con una linterna. Tenía sangre seca en la carita debido a un pequeño corte en la mejilla, pero sus ojos estaban muy abiertos, y a Maddy le pareció un niño precioso. Lo besó antes de entregarlo a un hombre con fuertes manos que se lo llevó de inmediato. Pero quedaban otros cuatro para rescatarlas a ella y a Annie. Media hora después, habían abierto un boquete lo bastante grande para que Maddy saliera reptando. Antes de marcharse, tocó la mano de Annie. Estaba callada y dormida, lo que quizá fuese una bendición. Sería difícil sacarla de allí, pero dos de los hombres comenzaron a intentarlo mientras Maddy avanzaba a gatas hacia la abertura del túnel. Una vez allí, la levantaron en brazos y la transportaron a través de un infernal bosque de escombros y retorcidos tubos de acero. Antes de que se diera cuenta, salieron a la luz del sol.
Eran las diez de la mañana, de manera que había pasado catorce horas atrapada entre las ruinas del centro comercial. Trató de averiguar si Andy estaba bien, pero la situación eran tan caótica que nadie la oyó. Aún estaban sacando gente y había cadáveres cubiertos con mantas, personas llorando mientras aguardaban noticias de sus familiares y trabajadores de los equipos de rescate hablando a gritos. De repente, en medio de ese caos, vio a Bill. Estaba casi tan sucio como ella debido a sus esfuerzos por ayudar a la gente. Al ver a Maddy, se echó a llorar y la cogió de los brazos del hombre que la llevaba. Lo único que podía hacer era llorar y abrazarla. No tenía palabras para explicar lo que había sentido, la magnitud de su miedo, su terrible angustia. Tardarían años en contarse mutuamente lo que habían vivido, pero ahora tenían este momento inolvidable de amor y alivio.
– Gracias a Dios -murmuró Bill mientras la entregaba a unos enfermeros.
Maddy parecía milagrosamente intacta y, olvidando a Bill por un instante, aunque todavía cogida firmemente de su mano, se volvió hacia uno de los trabajadores del equipo de salvamento.
– ¿Dónde está Annie? ¿Se encuentra bien?
– Están tratando de sacarla -dijo con tono sombrío. Esa noche había visto demasiadas tragedias, igual que todos los demás. Pero cada superviviente era una victoria. Cada uno de ellos era una bendición por la que todos habían rezado.
– Dígale que la quiero -dijo Maddy con vehemencia.
Y se volvió a mirar a Bill con ojos llenos de amor. Por un aterrador instante se preguntó si lo sucedido era un castigo por haberse enamorado de él. Pero enseguida apartó esa idea como si fuese otra piedra tratando de aplastarla; no se lo permitiría, como no había permitido que las paredes de su pequeña cueva se derrumbaran sobre Annie y Andy. Ahora le pertenecía a Bill. Tenía derecho a su amor. Había sobrevivido por esto. Por él. Y por Lizzie. Cuando la metieron en la ambulancia, Bill subió con ella sin pensarlo dos veces. Mientras se alejaban, vio por la ventanilla trasera que Rafe los miraba, llorando. Se sentía feliz por los dos.