En la villa del embajador escocés estallaron sonoras carcajadas cuando el domador hizo bailar a sus perros. Era una noche cálida y agradable. La gran terraza, donde habían instalado la enorme mesa de roble para la cena, estaba iluminada por graciosos faroles que colgaban por todas partes y por candelabros de pie distribuidos alrededor del piso de baldosas rojas. Los invitados habían comido muy bien y ahora se divertían mirando a unos actores ambulantes que cantaban, bailaban y proporcionaban todo tipo de entretenimiento a su auditorio. Sin llamar la atención, el conde abandonó la mesa, seguido, instantes más tarde, por la baronesa von Kreutzenkampe. Con discreción y sigilo, la dama ingresó en el interior de la villa.
– Por aquí, señora -indicó el conde. Guiándose por el sonido de su voz, la baronesa cruzó el salón y salió a un corredor donde la aguardaba lord Leslie-. Venga conmigo, mi querida señora.
La tomó de la mano, la condujo a la biblioteca privada del embajador y le acercó una silla para que se sentara.
– Es usted un hombre muy precavido, milord. Pero debo advertirle que el artista estuvo observándonos todo el tiempo.
– Pierda cuidado, milady. Loredano es el representante del dux de Venecia, así como usted es la emisaria del emperador Maximiliano.
– Gott im himmel! ¡Ese payaso parlanchín!
– Esa es la imagen que le gusta dar en público, pero créame, señora, es un hombre muy inteligente.
– ¿O sea que sus bufonadas son una mera pose? No sabía que al viejo dux le seguía funcionando el cerebro. Dicen que su mente desvaría Gracias por la información, milord. De ahora en más, actuaré con cautela frente al veneciano. ¿Qué pretende de mi emperador?
– Vengo de parte del rey Jacobo de Escocia, baronesa. Mi soberano Teme que la alianza que Maximiliano ha forjado con el rey de Inglaterra lo perjudique.
Irina von Kreutzenkampe se echó a reír con ganas.
– Su soberano ha sido el favorito del papa Julio durante años. ¿Acaso su rey está celoso porque el sumo pontífice hace tratos con Enrique Tudor? Conozco muy poco a Jacobo Estuardo, pero dicen que es un caballero noble y devoto de la Iglesia.
– Es un hombre en extremo honorable, baronesa, y precisamente por ser honorable no puede formar parte de la Santa Liga. Francia ha sido siempre aliada de Escocia y Jacobo jamás traicionará al rey Luis sin un motivo de peso. Enrique lo sabe y se vale de ese conocimiento para sembrar cizaña entre Escocia y la Santa Sede. El rey de Inglaterra es ambicioso y temible. Su emperador no tiene idea de las traiciones de las que es capaz su actual aliado, baronesa.
– ¿Qué desea que haga mi emperador? Maximiliano también es un caballero honorable y está comprometido con la causa del Santo Padre. Además, no le queda otra opción, pues es prácticamente un títere del Papa.
– Sé que el emperador jamás romperá su palabra. Mi rey quiere advertirle a Maximiliano que se cuide del rey de Inglaterra. Es un hombre despiadado que sólo busca su propio beneficio. ¿Acaso cree que Enrique Tudor enviará sus tropas para combatir en el continente? Tal vez lo haga, tal vez no. Lo único que le interesa es contar con el pleno apoyo del Papa, España, Venecia y el emperador cuando decida declararle la guerra a Escocia. Una guerra que, además, en nada favorecería a su imperio, baronesa. Mi país es próspero y pacífico y no desea pelear con nadie.
– ¿Su reina no, es la hermana de Enrique Tudor?
– Así es, pero eso no significa nada para el rey de Inglaterra. Le contaré una historia que tal vez usted ya haya escuchado. Antes de morir, la abuela de la reina Margarita pidió que sus joyas se dividieran en partes iguales entre sus dos nietas y la esposa de su nieto, la reina Catalina. Pero Enrique, contrariando la voluntad de la difunta, se negó a entregarle a Margarita la parte que le correspondía. Finalmente, y muy a su pesar, mi reina le dijo a su hermano menor que podía quedárselas. Fue una forma galante de liquidar el asunto, pues a Margarita no le importaba en lo más mínimo el valor comercial de las gemas, sino el sentimental. Ella sentía adoración por su abuela, cuyo nombre llevaba con amor y orgullo. Ese es el rey Enrique Tudor de Inglaterra.
– Me ha revelado una información de lo más interesante, y le agradezco la gentileza, milord. Sin embargo, debe comunicarle a su rey que el emperador Maximiliano no romperá la coalición que ha formado con el Papa y sus aliados. Lo siento -se lamentó con una sonrisa de resignación.
– El rey Jacobo jamás pediría a un honorable caballero que cometiera un acto de deslealtad. Pero espera que el testimonio que le he ofrecido induzca al emperador a tomar sus recaudos cuando trate con Enrique Tudor.
– Le haré saber al emperador todo cuanto me ha dicho, señor. Deberíamos volver a la terraza con la mayor discreción posible, o empezarán a rumorear sobre nuestra relación. No quisiera disgustar a su amante. Es muy hermosa, pero no es escocesa.
– No, es inglesa -replicó Patrick, divertido. La baronesa no ocultaba su deseo de sonsacarle información-. Rosamund es la mejor amiga de mi reina.
– Ah, entonces se conocieron en la corte del rey Jacobo.
– Exactamente.
– ¿Lord Howard la conoce?
– Según ella, no.
– ¿Y usted le cree?
Si la amante del conde de Glenkirk era amiga íntima de la reina Margarita, seguramente había conocido al embajador en la corte de Inglaterra, razonó la baronesa.
– ¿Por qué no habría de creerle?
– ¡Pero no sea ingenuo, milord!
Patrick comprendió las sospechas de la noble dama y se echó a reír.
– Cuando niña, Rosamund pasó un tiempo en la corte inglesa y se hizo amiga de Margarita Tudor. Pero vive en Cumbria, cerca de la frontera con Escocia, y no tiene ninguna vinculación con la corte de Enrique.
– ¿Tampoco tiene marido? -continuó sondeando.
– Es viuda. Tiene tres hijas y una gran propiedad atestada de ovejas ¿Satisfecha, señora?
La baronesa se ruborizó y las picaduras de viruela se hicieron más evidentes.
– Le ruego me perdone, milord. Mi tarea es obtener la mayor información posible y transmitírsela al emperador. Pero en el afán de cumplir con mi deber, me he portado como una grosera. Le pido disculpas.
– Sería imposible no aceptar sus disculpas, mi querida Irina.
El conde sonrió, espiando su abundante busto. Luego, le tomó la mano y se la besó.
– Es usted muy galante, milord -le dijo la baronesa retirando la mano, al tiempo que pensaba en la manera de seducirlo. No era un hombre joven; sin embargo, a juzgar por el semblante de la muchacha que lo acompañaba, sabía cómo satisfacer a las mujeres.
– Me siento halagado, señora, pero estoy perdidamente enamorado de la dama.
El rubor volvió a encender las mejillas de la baronesa.
– ¿Acaso lee la mente, milord? -dijo enojada consigo misma por haber sido tan transparente.
– No se enfade, mi querida Irina. Realmente me ha halagado usted.
Tras una graciosa reverencia, se alejó de la baronesa. Se sentó junto a Rosamund, se inclinó sobre su hombro y lo besó.
– Está ofendida. ¿Qué le hiciste?
– Ella se me insinuó y yo la rechacé.
– Mal hecho.
– ¿Qué dices? ¿Acaso querías que la sedujera?
– No, pero podías haberle dado algún motivo de esperanza para conservar su amistad, milord. -Hace demasiadas preguntas.
– Sobre mí, supongo. Me he enterado de que es amiga de lord Howard. O al menos eso cree él.
– Que lo siga creyendo. Mira, Rosamund, a esa mujer solo le importan el emperador y su propia posición. Seducir al embajador inglés no le reportará ningún beneficio a Maximiliano ni a ella. Aunque parece una mujer muy fogosa. -Soltó una risa estentórea cuando Rosamund lo fulminó con la mirada. -Fuiste tú quien sugirió que la sedujera -alegó en su defensa.
– ¡Yo no dije semejante cosa!
El conde la calmó prodigándole una tierna y amplia sonrisa.
– El gaitero de MacDuff tocará de un momento a otro, corazón mío.
Loredano dice que mi retrato está quedando espléndido, pero no me lo mostrará hasta que esté terminado -cambió de tema Rosamund.
– ¿Cómo te vistió?
Con una túnica color lavanda. Como ya me había visto desnuda y
Annie estaba conmigo, acepté posar como él quiso. Seré la diosa del amor. El conde no sabía si enojarse o reírse.
– ¿Muestras los senos?
– Sólo el izquierdo.
– ¿Y el derecho no?
– No, no. Sólo el izquierdo. Soy una diosa recatada, milord.
– ¡Qué alivio! ¿Pero qué voy a hacer con el retrato de una diosa con un seno al aire, mi paloma? No podré colgarlo en las paredes del castillo.
– Entonces, ¿para qué le encargaste un retrato mío, querido? -preguntó tomando una copa de vino.
– Quería que tuvieras un recuerdo de estos maravillosos días en San Lorenzo -respondió el conde dulcemente y le besó el hombro.
– De todos modos, el maestro lo está pintando para él y jamás te lo vendería. No obstante, le pedí que te hiciera un retrato para recordarte cuando ya no estemos juntos. No deseo un reflejo de mi propia imagen, Patrick, y tú no puedes colgar ese cuadro en Glenkirk. Por lo que me has contado, tu nuera, lady Anne, nunca aprobaría a la diosa del amor.
– Es cierto, sería un escándalo para la pobre Anne.
– ¿Qué debemos hacer ahora, milord? Supongo que la baronesa te habrá dicho que el emperador no cooperará con el rey Jacobo.
Ahora nos comportaremos como dos tiernos amantes que han huido de sus responsabilidades por un tiempo. Nos quedaremos en San Lorenzo un mes más. Además, el maestro todavía no ha terminado de pintar su diosa del amor. ¿Te molesta seguir alejada de Friarsgate? Sé lo mucho que amas tu hogar.
– Mi hogar eres tú, Patrick. Ya llegará la hora de volver a casa, y antes de eso debo acompañarte a la corte, porque prometí a la reina Margarita regresaría. Es una buena amiga y no deseo desilusionarla. Luego, Pasaremos el verano en Friarsgate para que conozcas a mis hijas y a mi familia. Quedarán encantados contigo, Patrick.
– Y en otoño viajarás a Glenkirk. -Rosamund meneó la cabeza.
– Lo dudo, querido. A tu hijo no le agradará saber que has encontrado el amor. Representaré una amenaza para él y no deseo causar encono entre tú y Adam.
– No estés tan segura.
– Estoy muy segura, Patrick. Si estuviera en el lugar de tu hijo, me molestaría que mi padre trajera a casa a una bella y joven amante, e incluso sentiría celos. Iremos en otro momento, cuando Adam comprenda que no soy una amenaza para él ni para Glenkirk. Te lo prometo. Ahora disfrutemos del sol de San Lorenzo, de sus cálidos días y noches, de los baños de mar y de nuestros retratos.
– Pasaremos las noches haciendo el amor -susurró el conde mirándola con ardor.
– ¡Viviré esperando la caída del sol!
– ¿Hablaste con Annie?
– No, pero hice algo más inteligente. Como el tema es muy delicado, en lugar de enfrentarla y darle un sermón, me pareció mejor que ellos acudieran a nosotros. Antes de la cena dejé el dibujo del maestro encima de la mesa de la sala, donde sabía que Annie lo vería. Supongo que en este momento ella y Dermid estarán fijando la fecha de la boda. No hemos sido un buen ejemplo para nuestros sirvientes, milord.
– Pero somos sus amos y tenemos más privilegios en estas circunstancias.
– Precisamente por ser sus amos, nuestro deber es enseñarles pautas de buena conducta.
– Entonces tendrías que casarte conmigo.
– No volveré a contraer matrimonio, pero tampoco traeré a un bastardo a este mundo, milord. En cambio, Dermid no puede garantizarle a Annie que no la dejará preñada. No me sorprendería que ya haya sembrado su semillita en los secretos jardines de esa tonta muchacha. Cuando Annie vea el dibujo, sabrá que hemos descubierto sus fechorías. Luego acudirán a nosotros y nos pedirán permiso para casarse, estoy segura, y se lo concederemos, Patrick. Es más, seremos los testigos de la boda.
– Posees una inteligencia perversa.
– Manejo a mis sirvientes desde que aprendí a caminar. En estos casos, hay que evitar los retos y las acusaciones, pues solo provocan resentimiento y amargura. Los sirvientes tienen sentimientos también, aunque muchos amos se nieguen a admitirlo. Quiero que Annie y Dermid sigan sirviéndonos con alegría y sin rencor.
– Eres sabia, además de astuta.
Al día siguiente, el conde tuvo que hacer un gran esfuerzo para no desternillarse de risa cuando Dermid, con cara seria y solemne, le solicitó permiso para pedirle a lady Rosamund la mano de Annie.
– ¿Deseas casarte? Es muy bueno que un hombre tenga una esposa. ¿No estás enamorado de ninguna muchacha de Glenkirk? ¿Amas a esta niña inglesa? Tal vez tengas que quedarte en Inglaterra, ¿lo sabes? ¿Lo has conversado con ella?
– Annie dice que irá a donde yo vaya. Si nos quedamos en Friarsgate, lady Rosamund me ofrecerá un puesto entre la servidumbre y tendremos una cabaña propia. Colm, mi hermano menor, estará encantado de servirlo en mi lugar, señor. Pero si usted lo desea, iremos a Glenkirk. Sé que le dará a mi Annie alguna tarea que hacer en la casa.
El conde asintió.
– La recibiría con sumo placer, pero no podrá lidiar con la esposa de mi hijo, Dermid. Es una decisión demasiado importante para tomarla ahora. Una última pregunta, muchacho: ¿qué harás si estalla la guerra entre Escocia e Inglaterra?
– Las guerras las pelean los hombres como yo y las inician los hombres como usted. Dudo que nuestro bondadoso rey Jacobo desee entrar en guerra. Son riesgos que deberemos asumir Annie y yo. Dado que Friarsgate se encuentra tan aislado como Glenkirk, tenemos la esperanza de que no nos afecte el caos de la guerra, milord.
– Muy bien, Dermid, puedes retirarte. Tienes mi permiso para hablar con lady Rosamund.
Gracias, señor -dijo el criado y desapareció.
Por suerte, la pasión entre Annie y Dermid había sacado lo mejor de los jóvenes y habían decidido contraer matrimonio, pensó el conde. Rosamund había contribuido a ello al no enfrentarlos con retos y sermones. ¿Por qué no se habían encontrado antes? ¿Por qué el destino lo había hecho esperar tanto tiempo para sentir un amor sublime que pocos hombres conocían? Patrick tenía una mentalidad demasiado celta para desafiar a los hados. Rosamund Bolton era un regalo que le había sido concedido y se sentía muy afortunado por ello. Era un milagro que esa muchacha tan joven y hermosa no solo le entregara su cuerpo, sino también su alma. Miró por la ventana los jardines del embajador, y vio a Dermid y Rosamund conversando muy seriamente.
Dermid había encontrado a la señora de Friarsgate sentada en un banco de mármol junto al estanque, contemplando el pez dorado que corría como una flecha entre los nenúfares y los jacintos de agua. Notó que la dama había advertido su presencia, y esperó pacientemente. Al cabo de un rato, Rosamund alzó la vista y dijo:
– Dime, Dermid, ¿qué ocurre?
Él hizo una galante reverencia y contestó:
– Con el permiso de mi amo, he venido para pedirle la mano de Annie -se apresuró a decir casi sin respirar.
– ¿Y Annie está de acuerdo? -preguntó Rosamund, seria.
– Solo me responderá cuando usted nos conceda el permiso, milady, pero creo que aceptará.
– Annie siempre ha sido una buena niña, Dermid, y una doncella obediente, aunque en los últimos tiempos no ha prestado atención a mis advertencias. Espero que con tu ayuda recupere la sensatez en el futuro. Si deciden permanecer en Friarsgate, les brindaré un lugar donde vivir. Si, en cambio, prefieren trasladarse a Glenkirk, cuentan con mi bendición. Te doy mi permiso para pedirle matrimonio. Si ella acepta, la boda se celebrará lo antes posible y el conde y yo seremos los testigos. Entregaré a Annie la dote que le corresponde: tres mudas de ropa, un abrigo de invierno, un par de zapatos de cuero, una marmita y una sartén de hierro, dos cuencos de madera con cucharas de peltre, dos jarros de peltre, ropa de cama y cinco monedas de plata. Si resuelven quedarse en Friarsgate, en algún momento les regalaré una cabaña, pero mientras tanto se alojarán en un pequeño cuarto de la casa.
Boquiabierto y estupefacto, Dermid escuchaba cómo Rosamund iba enumerando la dote.
– No sabía que Annie recibiría tantas cosas -dijo con franqueza.
– No soy avara con los servidores que son leales y eficientes. Ahora, ve a buscar a Annie, que ha de estar muy ansiosa. Luego, nos reuniremos con el conde y decidiremos la fecha de la boda.
– ¡Sí, milady!
Dermid hizo una reverencia y salió corriendo de los jardines. Rosamund sonrió al verlo partir tan presuroso. Si la vida fuera tan sencilla… Suspiró y pensó qué difícil era esa palabra: "sí". Luego escuchó pasos en el sendero de grava y, alzando la vista, sonrió a Patrick, que se sentó a su lado en el banco de mármol.
– Vendrán en un rato y los ayudaremos a elegir la fecha de casamiento. La boda se celebrará tan pronto como la Iglesia lo permita. Quiero que disfruten de San Lorenzo sin sentimientos de culpa, como nosotros, milord.
– Eres una romántica empedernida, mi amor -dijo el conde tomando su mano. La puso en sus labios, besó el dorso, luego cada uno de los dedos y finalmente la palma.
– Tienes razón, pues me enamoré de ti a primera vista.
– Y yo de ti. Ay, Rosamund, a veces me duele el corazón con sólo verte, tan inmenso es mi amor por ti.
Rosamund sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos ambarinos, pero logró contenerlas con un rápido parpadeo.
– Por momentos temo despertar de este maravilloso sueño y encontrar a Logan Hepburn aporreando mi puerta y exigiéndome que le dé un hijo varón -dijo mitad riendo, mitad en serio-. Ojalá sea feliz con Jeannie. Su familia le eligió una buena esposa. ¿Todavía piensas en él?
Aunque sabía que no tenía motivos, Patrick estaba celoso.
– En realidad, no.
Por el tono de su voz, el conde se dio cuenta de que Rosamund prefería cambiar de tema, pues no soportaba que él dudara de su lealtad. Antes que alguno de los dos iniciara una nueva conversación, vieron que Annie y Dermid se acercaban sonriendo.
– ¿Ya está decidido?
– ¡Sí, milord! ¡Annie ha aceptado ser mi esposa!
– La boda se celebrará tan pronto como lo permita la Iglesia. Hablaré hoy mismo con el obispo -afirmó Rosamund.
– ¡Oh, gracias, milady! -Gritó Annie-. Dermid me contó todo lo que piensa regalarme. ¡Es usted muy generosa y se lo agradezco infinitamente! -Aferró la mano de su ama y la besó con fervor. -No lo merecemos después de lo mal que nos hemos portado. ¡Pero le juro que fue esa sola vez y no pudimos evitarlo!
– El efecto de realidad que consiguió el maestro es asombroso.
– ¡Es un hombre maligno! -exclamó Annie indignada-. Por cierto, está esperándola en la terraza. Dice que ya debería estar vestida con el disfraz y que su tiempo vale oro. ¡Cómo se atreve!
Rosamund y el conde lanzaron una carcajada.
– Olvidé por completo que hoy vendría Loredano. Annie, tú y Dermid pueden tomarse el día libre para festejar el compromiso. El lord me hará compañía mientras el artista hace su trabajo.
– ¡Gracias, milady! Le diré a ese sinvergüenza que usted irá en un rato.
Annie y Dermid se alejaron corriendo y hablando como loros entre ellos.
– Me encantará ver cómo pinta el veneciano, pero dudo que a él le agrade mi presencia.
– No le va a gustar en lo más mínimo. Siempre está buscando excusas para que Annie nos deje solos. No ceja en su intento de seducirme. Represento todo un desafío para él. Vamos, Patrick, no quiero hacerlo esperar más tiempo. Mientras me pongo la ropa, avísale al maestro que te quedarás a mirar su trabajo.
– Ese tonto jamás te valoraría como yo, Rosamund. Sólo quiere zambullirse en tu deliciosa entrepierna.
– Ya lo sé. Y admito que me gusta provocarlo, pero hoy, milord, seré un ejemplo de decoro.
Volvieron a la villa y la joven corrió a su alcoba para cambiarse de ropa. Annie le había preparado el vestido y, al observarlo con ojos críticos, Rosamund pensó que tal vez al conde no le agradaría que posara con ese chitón, como lo denominaba el artista. Era una túnica de seda muy fina color lavanda, que se sujetaba en el hombro derecho por medio de un broche dorado con forma de corazón y dejaba al descubierto el pecho izquierdo. El vestido caía en graciosos pliegues y un cordón dorado ceñía la cintura. Pero había un detalle que le preocupaba y que no había advertido antes: la tela dejaba traslucir cada línea y cada curva de su cuerpo. Sería lo mismo que posar desnuda, pensó, y entonces comprendió que esa había sido la intención del artista desde el primer momento. La situación le había resultado tan divertida que no se había dado cuenta de lo astuto que era Paolo Loredano.
A esa altura de los acontecimientos, no podía echarse atrás y comportarse como una cándida doncella, pues eso implicaría una derrota. Por nada del mundo iba a permitir que la derrotara ese maldito artista degenerado. Rosamund salió a la terraza, donde el conde de Glenkirk conversaba con Paolo Loredano
– Mi querido maestro, le pido mil disculpas por haberlo hecho esperar -se disculpó con voz arrulladora, y vio cómo Patrick arqueaba las cejas con jovialidad, para tranquilizarla y demostrarle que comprendía toda la situación. También porque estaba fascinado por el aire de inocencia que rodeaba a la joven.
– ¡Amor mío, luces estupenda! Lo felicito por la elección del vestido, maestro. ¿Pero no sería mejor que el cabello le cayera sobre los hombros?
– ¡Sí, sí! -Exclamó Loredano-. Tiene ojo de artista, milord. Tan concentrado estaba en dibujar su deliciosa figura, que no me había fijado en el cabello. Cuando finalice el trabajo de hoy, se lo mostraré, señor; pero usted, Madonna, tiene prohibido verlo hasta que esté definitivamente terminado.
– Como diga, maestro -replicó ella, fastidiada de que volviera a repetirle lo mismo. Luego, se subió a una plataforma colocada en la terraza y apoyó el brazo derecho en una falsa columna, girando ligeramente hacia un lado-. ¿Estoy en la posición correcta, maestro? No la recuerdo muy bien.
– Está perfecta.
Mientras pintaba en silencio, Rosamund y Patrick se lanzaban miradas ardientes que no pasaron inadvertidas a los ojos de Loredano. Era plenamente consciente de que no tenía derecho a sentirse celoso, pero no podía evitarlo, pues deseaba poseer a la subyugante dama inglesa como a ninguna otra mujer del planeta. Con la voluptuosa Von Kreutzenkampe no había tenido ningún inconveniente, pues al tiempo que pintaba su retrato gozaba de sus favores en la cama. Por cierto, la baronesa resultó ser una fiera apasionada en las lides amorosas. No obstante, ansiaba con locura revolcarse con Rosamund Bolton. Desde muy joven había sentido siempre un apetito insaciable. Al cabo de un rato, Rosamund protestó:
– El sol me está calcinando la piel, maestro. -Sin añadir palabra, bajó de la plataforma. -Vuelva mañana, pero le ruego que venga más temprano. Mi piel es muy delicada -declaró y regresó a sus aposentos.
– ¡Es magnífica! -exclamó, olvidando la presencia del conde.
– Si llega a faltarle el respeto y le pone una mano encima, me veré obligado a matarlo. ¿Está claro?
– Me asombra ver tanta pasión en un caballero del norte y de tan avanzada edad.
– También soy muy diestro con la espada gracias, precisamente, a mi avanzada edad. Usted es un hombre de gran talento, Paolo Loredano; no lo desperdicie ni desperdicie su vida por una mujer, fuera quien fuese. Pero sobre todo, olvídese de la mía. Los venecianos son caballeros honorables y, si me da su palabra, la aceptaré de inmediato.
Compungido, el artista negó con la cabeza.
– Ay, milord, no puedo asegurarle nada -suspiró-. Mi miembro no suele obedecer los mandatos de la razón. El conde soltó la risa.
– Yo era como usted en mi juventud. Pero amo a Rosamund como no he amado a ninguna otra mujer. Si usted la ofende, me ofenderá a mí también.
– Lo entiendo, milord, y prometo que trataré de comportarme» pero, le reitero, no puedo garantizarle nada. Además, las damas suelen sentir debilidad por mí y tratan de seducirme. No es mi culpa.
– Pues Rosamund no tratará de seducirlo, se lo aseguro. Si intenta deshonrarla, se vengará de una manera harto desagradable. Ahora, tenga a bien mostrarme lo que ha hecho hasta el momento. -Se acercó al caballete y abrió grandes los ojos-: Es extraordinario, maestro. La piel parece tan vívida que casi la siento en las yemas de mis dedos.
– ¿Qué virtudes tiene usted, milord, para haber conquistado a esa adorable criatura? -preguntó Loredano con franqueza.
– Estoy tan sorprendido de mi buena fortuna como usted. Lo único que puedo decirle es que lo supimos desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron.
– ¿Qué cosa supieron?
– Que estábamos predestinados a amarnos.
– Pero no piensan casarse.
– Dije que estábamos predestinados a amarnos, no a casarnos. Lo supimos desde el primer momento.
Paolo asintió, dando a entender que comprendía la situación.
– ¡Qué trágico! Ser amado por una mujer como Rosamund y saber que algún día tendrá que dejarla. ¿Cómo lo soporta, milord? Yo, sinceramente, no podría.
– Agradecemos cada momento que vivimos juntos. Al fin y al cabo, nada es permanente en la vida, todo es un perpetuo devenir…
– ¡Pero es imposible vivir sin esperanza! -exclamó el artista con dramatismo.
– Se equivoca, maestro. Nosotros sí tenemos esperanza. Esperamos que cada día dichoso que compartimos juntos conduzca a otro día igualmente dichoso. Todo llega a su fin. He ahí una verdad que la mayoría de la gente se niega a admitir. Pero Rosamund y yo la aceptamos. Tal vez nos amemos durante varios años. Tal vez no. Cuando llegue el momento de separarnos, lo haremos con renuencia y aflicción. Sin embargo, nos sentiremos felices por lo que habremos vivido juntos y por los recuerdos que atesoraremos en nuestro corazón dondequiera que nos lleven los caminos que tomemos.
El artista lanzó un fuerte suspiro. Usted es un hombre más valiente y más noble que yo. No podría aceptar el destino con tanto optimismo. Sin embargo, le advierto que Seguiré intentando seducirla. Las mujeres terminan sucumbiendo a mis encantos más temprano que tarde.
– Entonces acabará muy mal, maestro, asesinado por un padre o un marido furioso. ¿Partimos?
Juntos salieron de la terraza, atravesaron la sala de estar, bajaron las escaleras y se detuvieron en el camino de entrada de la villa.
– ¿Cuándo empezará mi retrato?
– Mañana mismo. Primero pintaré a la hermosa dama y luego a usted.
Paolo Loredano montó el caballo que un mozo de cuadra sostenía de las riendas, y emprendió la retirada.
Mientras se encaminaba rumbo a la casa, el conde se encontró con Rosamund.
– ¿Adónde vas? -preguntó, celoso y suspicaz.
– Debemos ir a ver al obispo. Quiero que Annie y Dermid se casen de inmediato -respondió y, dirigiéndose al mozo de cuadra, ordenó-: Traiga nuestros caballos, Giovanni.
Patrick se avergonzó de su desconfianza.
– De acuerdo.
Rosamund lucía espléndida. Llevaba un hermoso vestido de seda verde, bordado con hilos dorados y verdes. Un tenue velo de encaje, que combinaba con los colores del vestido, cubría su graciosa cabellera. ¿Había mujer más bella que Rosamund Bolton?
Montaron los caballos, franquearon los portones de la embajada y descendieron la colina hasta llegar a la plaza principal de Arcobaleno, donde se hallaba la catedral. Las campanas de la vieja iglesia comenzaron a dar las doce. Se apearon de sus caballos e ingresaron en el edificio de piedra en el que el obispo estaba celebrando la misa del mediodía. Se unieron a los feligreses y se arrodillaron a rezar en los cojines de terciopelo destinados a la aristocracia. Un coro de niños cantaba dulcemente y sus voces cristalinas inundaban la silenciosa catedral. El aire olía a mirra e incienso que uno de los sacerdotes esparcía con su incensario. Los altares estaban decorados con altas velas blancas de pura cera de abeja y suntuosos candelabros de oro. Las delicadas llamas titilaban bajo la luz de la tarde que entraba por los grandes vitrales y formaba dibujos multicolores sobre la piedra gris del suelo. Alzando los ojos hacia los altos ventanales de la catedral, Rosamund recordó la primera vez que había visto vitrales y jurado en secreto que algún día pondría vidrios de colores en Friarsgate. Cuando finalizó la misa, la dama y el conde se acercaron al obispo. El anciano era el mismo clérigo que varios años atrás había oficiado la ceremonia de compromiso entre Janet y el hijo de lord Leslie. Patrick lo notó desmejorado y frágil de salud.
– Debería amonestarlos por el comportamiento pecaminoso de usted y la dama, milord, pero no lo haré. ¿En qué puedo ayudarlos?
– Quisiéramos que casara a nuestros criados, señor obispo. Y, si fuera posible, de inmediato.
– ¿Están esperando una criatura?
– Todavía no, que nosotros sepamos, señor obispo, pero más vale apresurarnos. El aire de San Lorenzo es demasiado propicio para el amor.
– De acuerdo, oficiaré la boda. Tráigalos mañana, y si lo desean, también podría casarlos a usted y a la dama.
– Ojalá pudiera -replicó el conde
El obispo miró a Rosamund.
– ¿Acaso se ha escapado de su esposo, hija mía? -le preguntó. -No, soy viuda, señor obispo.
– Entonces habrá otras razones que les impiden contraer matrimonio. Arrodíllense ante mí, hijos míos.
Rosamund y Patrick se arrodillaron y el anciano los bendijo haciendo la señal de la cruz.
Los dos amantes lloraron de emoción. El anciano les prodigó una cálida sonrisa y pidió que se pusieran de pie. Tras darle las gracias, salieron de la catedral, montaron sus caballos y subieron la colina donde se hallaba la embajada escocesa. No dijeron una sola palabra en todo el trayecto.
Mientras subían las escaleras rumbo a sus aposentos, Rosamund anunció:
– Hablaré con Annie. Tenemos que ocuparnos de los preparativos. La niña necesitará un lindo traje de novia. ¡Pietro!
– ¿Señora?
Por favor, haga venir de inmediato a Celestina. Annie y Dermid se casarán mañana y el obispo presidirá la ceremonia en la catedral. Precisa con urgencia un vestido de boda.
¡Enseguida, señora! Pietro se retiró y ordenó a un sirviente que fuera a buscar a su hija a la tienda.
– ¡Annie, Annie! ¿Dónde estás? -preguntó Rosamund al entrar en la sala de estar.
– ¡Acá estoy, milady!
– Mañana es el día de tu boda, Annie de Friarsgate. Los casará el mismísimo obispo.
– ¿En la catedral? -se asombró la criada.
– En la catedral. Celestina te confeccionará un hermoso vestido.
– ¡Oh, milady, qué emoción! Usted es tan bondadosa conmigo y yo he sido tan mala. -Se enjugó las lágrimas con el delantal.
– Admito que no te di un buen ejemplo, pero tú no debiste seguirlo. De todos modos, sé que los dos se aman, pues, de lo contrario, se habrían apartado del camino de la virtud. Sécate las lágrimas, jovencita, tenemos muchas cosas que hacer.
– ¡Ay, milady! ¿Y si Dermid y yo dejáramos de amarnos luego de la boda?
– Es muy improbable que eso ocurra. Toda mujer debe casarse, Annie, o ingresar al convento. Dermid es un buen hombre y le prometió a su amo que te trataría con respeto. Además, se nota que está enamorado de ti y que jamás dejará de amarte. Eres una mujer encantadora y sé que serás una buena esposa.
– Es usted muy entendida en el amor, milady.
– Sí -replicó la dama con una sonrisa-. Soy muy entendida en el amor.
Celestina llegó en estado de arrobamiento, y tras ella apareció María, agobiada por el peso de los vestidos que su madre la había obligado a cargar.
– ¡Una boda! ¡María, pon los vestidos sobre las sillas! Ojalá fueran para usted, signora, y no para su doncella. ¿Está esperando un bambino?
– ¡Dios quiera que no! -exclamó Rosamund, preocupada por la reputación de Annie.
– ¡Entonces es un milagro! En Arcobaleno es imposible guardar un secreto, no hace falta que se lo recuerde, signora. Varios han visto a la apasionada parejita besándose en la plaza por las noches. Y ambas sabemos dónde terminan los besos -señaló, y se echó a reír a mandíbula batiente. Luego se puso seria y le dijo a Annie-: Ven a ver lo que te traje, niña.
– ¡Oh, no, milady, elija usted! -replicó, abrumada por la indecisión. Rosamund observó los tres vestidos desplegados en la mesa y en las sillas de la sala, y dio su veredicto:
– El rosa es muy escotado y el amarillo es demasiado audaz. Como ¿icen en España, hay que ser una mujer muy valiente para casarse de amarillo. No es tu caso, Annie. El azul, en cambio, es encantador y resaltará tu belleza. ¿Te gusta?
– ¡Es hermosísimo, jamás tuve algo parecido! -El vestido de brocado celeste tenía un ceñido corpiño, mangas largas ajustadas y puños bordados con un gracioso motivo que se repetía en la faja de la cintura. Sutiles pliegues de lino rodeaban el escote bajo y cuadrado.
– ¡Pruébatelo, entonces!
Celestina y María ayudaron a la criada a quitarse la ropa y ponerse el nuevo atuendo. Para su asombro, le quedaba perfecto. Annie tocó la falda de seda y una sonrisa beatífica iluminó su rostro.
– No hay que modificar nada -señaló Celestina, aliviada-. Llevarás el cabello suelto con una corona de flores. Serás una hermosa novia, y como las mangas son largas podrás usar el vestido en tu helada Inglaterra.
– ¿Te gusta, Annie?
– ¿Que si me gusta, milady? Nunca imaginé que tendría algo tan hermoso. Solo espero no despertar nunca de este mágico sueño.
– ¡Quítate el vestido -ordenó Celestina con impaciencia-, o lo arruinarás antes de la boda! Veo que estás a punto de llorar y las lágrimas son muy difíciles de limpiar.
Ella y María se apresuraron a quitar el vestido de la delgada figura de Annie.
Por favor, envía la cuenta al conde, que es el amo del novio -dijo Rosamund.
– Me parece muy bien que Patrizio pague por las travesuras de su aviente. Espero que se ocupe de que haya vino suficiente para brindar s novios y augurarles una larga vida y muchos bambini.
– Gracias por tu amabilidad. El conde y yo estamos en deuda contigo una vez más.
– Cuelga el vestido en el armario, jovencita, antes de que se arrugue -instruyó la modista a Annie-. Ciao, signora, veo que su italiano ha progresado bastante. Parece que le sienta bien la vida de San Lorenzo, ¿verdad?
Luego llamó a María, que había guardado las otras prendas, y partió saludando.
– Olvidó preguntarle por el precio del vestido, milady.
– Es un atuendo sencillo, Annie. Celestina va a cobrar lo justo y se ofendería si le regateara el precio. Además, lord Leslie desea que luzcas espléndida para Dermid. Eso sí, no se te ocurra contarle del vestido, pues trae mala suerte. Hoy dormirás conmigo. La abstinencia y la ansiedad harán que tu noche de bodas resulte mucho más excitante.
– Sí, milady -aceptó Annie, sumisa.
– Ahora ve a buscar a Pietro, que lo necesito.
La joven salió corriendo para obedecer la orden de su ama.
Al rato apareció Pietro y, haciendo una reverencia, preguntó:
– ¿En qué puedo servirle, señora?
– Las alcobas de los criados no tienen una cama apropiada para un matrimonio, Pietro. ¿Habrá algún cuarto donde puedan alojarse Annie y Dermid? Sé que los malcrío, pero están muy enamorados.
– Sí, señora, hay un cuarto vacío junto a su apartamento. La residencia casi nunca se llena de huéspedes y por el momento no esperamos visitas. La cama es cómoda e ideal para recién casados. Además, usted podrá recurrir a sus criados cuando lo desee. ¿Le parece bien?
– Me parece muy bien, Pietro. Gracias por ser tan cortés con Annie y Dermid.
– Le diré al ama de llaves que ventile la habitación y la arregle para recibir a los novios. Luego, ellos mismos deberán ocuparse de mantenerla limpia y en orden.
– Annie será una buena ama de llaves -prometió Rosamund.
El mayordomo se inclinó en una reverencia y se retiró.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Patrick al entrar en la sala de estar-. Annie dice que va a dormir contigo esta noche.
– Pienso que es lo mejor. Debemos guardar el decoro, al menos en apariencia, milord. Pietro abrirá el cuarto contiguo a nuestro apartamento para que, a partir de mañana, Annie y Dermid gocen de privacidad en sus ratos libres.
– ¿Y dónde dormiré yo esta noche?
– En tu alcoba, mi amor -replicó Rosamund con una sonrisa-. Le dije a Annie que la ansiedad excita el deseo. Pues bien, ¿por qué no averiguamos cuánto lo excita, milord?
El conde entrecerró sus ojos verdes.
– Eres muy indulgente con los criados y mi paciencia tiene un límite. Son un par de sinvergüenzas que no merecen tu bondad, pero yo, que te adoro, sí la merezco. ¿Han de negárseme mis legítimos derechos por culpa de unos sirvientes lujuriosos?
– Dime, Patrick Leslie, ¿desde cuándo te importan los horarios? Eres un demonio mil veces más lujurioso que tu pobre sirviente, ¿o acaso te agoto demasiado?
– Creo, señora, que su conducta necesita un correctivo -advirtió el conde acercándose a ella.
La dama eludió la embestida poniendo la mesa entre los dos.
– ¿Ah, sí? ¿Se considera lo bastante hombre para aplicarme ese correctivo, milord?
– Por supuesto, señora. Azotaré su pequeño y redondo trasero hasta que admita su injustificable falta -amenazó el conde con los ojos entrecerrados. Luego pegó un salto derribando la mesa.
Rosamund se asustó y lanzó un grito, pero logró escudarse detrás de una silla.
– Es muy lento, milord.
Y usted, señora, es muy confiada. -Dando fuertes zancadas, la hizo retroceder hacia un rincón de la sala, y la acorraló contra la pared. -¿Y ahora, señora, cómo se las ingeniará para escapar del castigo?
Con los ojos desorbitados, Rosamund vio cómo Patrick le arrancaba silla y la arrojaba a un lado. Trató de escabullirse pasando por debajo de su brazo, pero él la atrapó y, sentándose en la misma silla que le había arrebatado, la acostó de un tirón sobre su regazo. Mientras le levantaba cuidadosamente las faldas para desnudar sus pequeñas y redondas posaderas, le espetó en tono amenazante: -Ahora, señora, le azotaré el trasero.
Acto seguido, una pesada mano cayó sobre las nalgas de la joven haciendo bastante ruido.
– ¡Ay! -Gritó Rosamund y, tras un segundo manotazo, preguntó-: ¿Eso es todo lo que le dan sus fuerzas, milord?
Cuando sintió un intenso ardor en la carne, se dio cuenta de que había sido un error burlarse de él.
– Pida perdón por haberse mofado de mí -rugió el verdugo.
– ¿Qué me hará si lo hago? -inquirió Rosamund desde su ignominiosa posición, tendida boca abajo sobre el amplio regazo del conde.
Patrick soltó una carcajada y, deslizando la mano debajo del cuerpo de la joven, buscó sus labios íntimos. Sonrió al sentirlos mojados.
– El castigo ha sido tan eficaz para mí como para ti, amorcito -dijo, y asestó un tercer golpe al desventurado trasero-. ¿Me pedirás perdón ahora?
– ¡Sí! -exclamó Rosamund. Estaba ansiosa por que él la penetrara y sorprendida de que los azotes le hubiesen provocado una pasión tan abrasadora.
Patrick la paró frente a él y, hurgando entre sus prendas, logró liberar su lanza amorosa. Rosamund se sentó encima, dándole la espalda. El conde le desató el corpiño y corrió su cabellera hacia un lado para descubrir su cuello. Colocó sus manos en los pechos y le pellizcó los pezones, al tiempo que le acariciaba las nalgas con sus seminales esferas. Le besó la nuca y luego clavó los dientes en su delicioso cuello. Rosamund cabalgaba sobre él con una habilidad que nunca dejaba de asombrarlo y que lo hacía gemir de placer.
– ¡Bruja! -le susurró al oído, mientras lamía el perfumado lóbulo de la oreja.
– ¡Demonio! -replicó ella, arqueándose para que Patrick la penetrara hasta lo más hondo de su ser. Apretó las nalgas aún enrojecidas por la golpiza contra el cuerpo de su amado. Cuando sintió que todo él estaba dentro de ella, su cabeza empezó a girar y girar. Ningún hombre la había amado tan plenamente como Patrick Leslie. Ningún hombre le había brindado el goce supremo que estaba experimentando.
– ¡Oh, por Dios! -jadeó-. ¡Oh, Patrick! ¡No te detengas, por favor! ¡No te detengas! -Se estremeció de placer, como si fluyera miel hirviendo por sus venas. -¡Aaah, aaah! -Se estremeció una vez más al sentir cómo el tributo de la pasión la inundaba. -¡Aaah, Patrick! -gritó y se desplomó.
– ¡Rosamund, Rosamund! -gimió el conde en su oreja, el aliento cálido y húmedo-. Nunca conocí una mujer como tú. ¡Lo juro! Si muriera dentro de un minuto, estaría contento, amor mío. -Permaneció un rato con los labios pegados a su nuca y saboreando el aroma de la joven. -Te amo con locura y siempre te amaré.
Rosamund suspiró, pero aún no quería abrir los ojos. Se reclinó contra el amplio pecho del conde, con su virilidad aún dentro de ella.
– Yo nunca amaré a nadie como a ti, Patrick.
Se paró sobre sus temblorosas piernas, respiró profundamente, y luego acomodó y alisó sus faldas.
– Debes ponerte presentable, milord, o asustarás a nuestros lascivos sirvientes -dijo riendo al notar que el tamaño de su virilidad aún era bastante considerable-. Estás muy ardiente hoy.
– ¿Disfrutaste de la tunda que te di, amorcito?
– ¡Sí! Fue muy excitante -asintió ruborizada.
– No pude resistir la tentación. Tus burlas atizaban mi deseo.
– Preferiría que no me azotaras tan a menudo, pues tienes una mano muy pesada y todavía me duele el trasero.
Es normal que los amantes jueguen de vez en cuando, pero no es necesario hacerlo todo el tiempo -explicó el conde. Quizá deje que me des palmadas algún otro día.
– Si las circunstancias lo justifican…
Por el momento prometo ser una buena niña, milord.
– Me alegro, aunque debo reconocer que tienes un trasero de lo más apetitoso.
– ¿Más apetitoso que otros que has azotado? -preguntó con candor.
– ¡Muchísimo más, Rosamund!
– ¡Ojalá nunca tuviéramos que regresar a casa! -exclamó ella súbitamente.
Patrick la estrechó entre sus brazos.
– Tendremos que hacerlo en algún momento, mi paloma. Sé que deseas volver a Friarsgate y prometo llevarte y quedarme contigo todo el tiempo que pueda. Pero ahora ponte contenta porque estamos juntos y porque, pasara lo que pasase, siempre nos amaremos, Rosamund. ¡Siempre!