Paolo Loredano, un hombre alto, esbelto, de cabello brillante y rojizo, estaba vestido con un atuendo de lo más elegante y a la moda: calzones de seda a rayas plateadas y púrpuras; medias confeccionadas en una fina malla de plata con una liga de carey adornada con una roseta de oro en una de las piernas; un jubón de satén dorado y lavanda, bordado en ricos tonos violáceos; una chaqueta corta de seda con amplias mangas abullonadas, en cuya trama brillaban hilos de oro y de plata. El sombrero de terciopelo púrpura remataba en una pluma de avestruz. La cadena de oro, que colgaba del cuello y descansaba sobre su pecho, estaba tachonada de resplandecientes gemas preciosas. Los zapatos, de punta redonda, eran de seda púrpura, y en cada uno de los dedos tenía un anillo diferente. En una de las manos sostenía un guante plateado y llevaba en la cintura un espadín de gala con una empuñadura en forma de cruz.
Luego de detenerse un momento en lo alto de la escalera que conducía al salón, comenzó a descender con pequeños pasos remilgados, mientras el duque se acercaba para recibirlo.
– Mi querido maestro, bienvenido a San Lorenzo. Nos complace y nos honra que haya decidido establecer aquí sus cuarteles de invierno.
– Grazie. Cualquier sitio es preferible a Venecia en febrero, mi querido duque. Su pequeño enclave, sin embargo, tiene todo cuanto deseo. Un clima soleado, el mar y una luz abundante y diáfana. En suma, el lugar ideal para un pintor. Y al parecer tiene usted una buena provisión de mujeres bellas y de jóvenes caballeros. Pienso que me sentiré de maravillas en San Lorenzo, mi querido duque. El dux me ha encargado que le transmita sus saludos.
– Espero que esté bien de salud.
– Considerando su edad, está estupendo. Deseamos que continúe reinando por lo menos otros diez años, o incluso más.
– ¡Excelente, excelente! Venga y le presentaré a mi hijo y a algunos de nuestros invitados.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta donde se encontraban su hijo y su nuera e hizo las presentaciones. Uno por uno, los otros huéspedes se fueron acercando para conocer al veneciano.
– Aquí hay otra enamorada de mi ducado. Nos visita todos los inviernos. ¿Me permite presentarle a la baronesa Irina von Kreutzenkampe, de Kreutzenburg?
– Baronesa -dijo el artista, inclinándose para besar la mano rolliza y enjoyada de la bella mujer, mientras sus brillantes ojos negros evaluaban su opulento busto-, Debe posar para mí, baronesa. La pintaré como una reina guerrera y bárbara, como la reina de las amazonas.
Los ojos azules de la baronesa miraron directamente al pintor.
– ¿Cómo tendré que vestirme? -su voz, aunque serena, no dejaba de ser provocativa.
– Pues llevará un yelmo, una lanza, y una discreta túnica. Pero el pecho debe estar al desnudo. Las amazonas siempre llevaban los senos al aire -respondió sonriendo.
La baronesa lanzó una breve y sugestiva carcajada.
– Lo pensaré.
– Sería un magnífico regalo para su esposo.
– Soy viuda, maestro -replicó Irina von Kreutzenkampe, al tiempo que se alejaba.
– Este es lord MacDuff, el embajador del rey Jacobo de Escocia -continuó el duque, lamentando que la conversación previa hubiese terminado-. El conde de Glenkirk, quien fue el primer embajador del rey Jacobo en San Lorenzo, hace muchos años, ha vuelto este invierno con su compañera a fin de escapar del frío. Le presento a lady Rosamund Bolton, de Friarsgate.
El conde se inclinó, pero los ojos del artista lo ignoraron para clavarse en los de Rosamund.
– Quanto é bella, Madonna! -susurró.
– Grazie tante, maestro-respondió Rosamund. Había comenzado a aprender italiano y lo hablaba bastante bien.
– Haré también su retrato. A usted me la imagino como la diosa del amor. No me diga que no -Rosamund se rió con malicia.
– Me está adulando, maestro.
– ¡Pero no me ha dicho que sí!
– Tampoco le he dicho que no -replicó en tono pícaro; luego tomó al conde del brazo y ambos se alejaron.
– Le coqueteaste -comentó lord Leslie, ligeramente molesto por la actitud un tanto atrevida de Rosamund.
– Sí. Pero no le dije que le permitiría pintarme con los pechos desnudos o de cualquier otra manera -contestó ella, echándose a reír.
– Si eso me ayudara a conseguir lo que deseo de Venecia, ¿lo harías?
– ¡Sí, lo haría, Patrick! Es evidente que él quiere seducirme, aunque no sé si lo hará antes o después de haber obtenido los favores de la baronesa.
Los dos lanzaron la carcajada.
– Hablando de la baronesa, es la hija de uno de los allegados del emperador Maximiliano; viene todos los inviernos a San Lorenzo. Según MacDuff, ella es los ojos y oídos del emperador aquí, o sea, una espía. El duque goza de gran popularidad entre los alemanes, cuyos barcos visitan regularmente el puerto de Arcobaleno. ¿Y quién habría de sospechar de una mujer?
– Además, es muy hermosa.
– Si te gustan las mujeres de senos grandes, cabello rubio, ojos celestes y una invitante sonrisa… -contestó el conde con aire travieso.
– Pues esta noche no te ha quitado el ojo de encima. Ahora dime, ¿no la encuentras un poco, cómo decirlo, grandota?
– Las alemanas suelen tener huesos grandes. Según me han dicho, son muy fogosas. ¿Acaso tienes celos, mi amor?
– ¿De la baronesa? No más que tú del veneciano, milord.
Pero antes de que el conde pudiera contestarle, la dama en cuestión se deslizó a su lado.
– Lord Leslie, creo que debemos discutir algunos asuntos lo más pronto posible. ¿Cuándo podemos hablar?
Al mirarla de cerca, Rosamund descubrió que el rostro de la baronesa estaba ligeramente picado de viruela. También advirtió que en ningún momento se había dignado dirigirle la palabra.
– Mi embajador dará una fiesta en unos pocos días y usted está invitada señora. La embajada es un lugar ideal para hablar en privado sin despertar sospechas -respondió el conde.
– Sí, es el sitio más conveniente.
– No veo la hora de volver a encontrarme con usted -murmuró lord Leslie, besando la mano rolliza.
– No sabía que lord MacDuff diera una fiesta -comentó Rosamund.
– Ni tampoco MacDuff. Pero preferiría hablar primero con el veneciano. Escúchame bien: le dirás al artista que estás considerando su propuesta, pero que antes de tomar una decisión desearías ver su estudio. Yo te acompañaré. Si es nuestro hombre, aprovechará la oportunidad para hablarme. Nuestra visita o, para el caso, la visita de la baronesa a la embajada, no despertará suspicacias.
– Si me acompañas, el veneciano se pondrá en guardia y creerá que has venido porque no confías en él y no deseas dejarnos solos. Incluso puede pensar que soy la emisaria del rey Jacobo. Iré sola y tú me recogerás con la excusa de que quieres conocer su estudio y quizás encargarle mi retrato. Cuando llegues, fingiré un mareo o algo parecido y saldré a la calle en busca de aire fresco. Si él es tu contacto, no vacilará en hablarte. Pienso que es lo más sensato.
El conde le sonrió con admiración.
– Tienes un talento innato para la intriga, mi amor. Le hubieras sido muy útil al rey Enrique, de ser su aliada.
– Enrique supone que las mujeres solo sirven para fornicar. Según él carecen de inteligencia. No lo comprendo, pues su abuela, la Venerable Margarita, era inteligentísima. Su padre, Enrique VII, le tenía un gran respeto. En realidad, todos la admiraban, salvo su nieto. Creo que, en el fondo, le tenía miedo.
– Me gusta tu plan, pero lo llevaremos a cabo juntos. El maestro Puede malinterpretar las cosas y pensar que estás interesada en sus galanteos. Ahora vayamos a buscarlo.
Cruzaron el salón y se encaminaron hacia donde estaba Loredano, rodeado por un grupo de mujeres jóvenes. Rosamund estuvo a punto de soltar una carcajada al percibir el embeleso con que contemplaba a cada una de las damas. Un niño a quien se le obsequiara una bandeja con sus golosinas favoritas no mostraría mayor deleite.
Ya estaban a unos pocos metros del veneciano cuando alguien les impidió el paso. Era lord Howard, el embajador inglés.
– ¿Qué está haciendo usted aquí? Me parece extraño que Jacobo Estuardo lo haya enviado de nuevo a San Lorenzo después de tantos años.
Patrick le lanzó una mirada de desprecio.
– Ya no soy un hombre joven, milord, y me resulta difícil soportar los inviernos de las tierras altas. Lo que estoy haciendo aquí no es de su incumbencia, pero aun así se lo diré, pues ustedes, los ingleses, son desconfiados por naturaleza. Esta dama es mi amante, y decidimos abandonar la corte de Stirling para evitar el cotilleo y gozar de nuestra mutua compañía sin interferencias.
– ¿A quién le importa lo que usted haga, milord? -Contestó lord Howard con mordacidad-. Excepto por el breve lapso en que sirvió a su rey como embajador en San Lorenzo, usted no tiene la menor importancia.
– La señora es amiga íntima de la reina, milord. ¿Eso satisface su curiosidad? Ahora apártese de mi camino, si es tan amable. Deseo hablar con el artista para encargarle el retrato de mi dama.
Lord Howard se hizo a un lado sin decir una palabra. La mujer que acompañaba a lord Leslie le era vagamente familiar, aunque no podía ubicarla. ¿Sería una de las damas de honor inglesas de Margarita Tudor? No. Habían regresado todas a Inglaterra varios años atrás. Sin embargo, había visto a la compañera del conde en otra época y en otro lugar. Tendría que pensar en el asunto. Ni por un momento había creído que Patrick estuviese en San Lorenzo para escapar del frío invierno de las tierras altas, si bien era cierto que los inviernos escoceses solían ser insoportables.
Además, ningún barco procedente de Escocia había arribado al puerto de Arcobaleno, al menos no en los últimos tiempos. ¿Cómo se las ingeniaron lord Leslie y su amiga para llegar hasta San Lorenzo? ¿En un barco francés? Desde luego, los escoceses y los franceses mantenían relaciones muy cordiales. Fuera como fuese, lo tendría en cuenta, pues su instinto le decía que algo extraño estaba sucediendo.
– Creo que me ha reconocido -dijo Rosamund cuando dejaron atrás al embajador-. No sabe quién soy, pero sí que me ha visto antes, nunca nos presentaron formalmente, lo que es un punto a mi favor.
– Pero incluso si te reconoció, pensará que eres una bella mujer que ha escapado con su amante. No es nada del otro mundo -la tranquilizó Patrick, mientras se acercaban al veneciano y sus admiradoras-. ¡Maestro! Quiero que pinte el retrato de la dama, pero ella aún se muestra dubitativa. ¿Podemos visitarlo uno de estos días?
– Por supuesto. Tengo por costumbre recibir a las visitas entre las diez de la mañana y la siesta; y luego otra vez por la noche. Avíseme cuándo piensan venir. -Sus negros ojos acariciaron las facciones de Rosamund. -Ah, Madonna, le juro que la inmortalizaré.
Se apoderó de su pequeña mano y la besó largamente, antes de decidirse a soltarla.
– Me está halagando de nuevo, maestro Loredano. Estoy ansiosa por visitar su estudio; en cuanto a mi retrato, aún no he tomado ninguna decisión. ¿Es usted un pintor famoso en Venecia?
Él se rió ante lo que consideraba una deliciosa ingenuidad de su parte.
– Solamente mis amigos, II Giorgone y Tiziano, me superan. Aunque se dice que mis retratos son mejores que los suyos. Si la pinto, su belleza será imperecedera, incluso si envejece y se arruga como una pasa.
– Supongo que usted quiere tranquilizarme. Pero primero deseo ver cómo se las ingenia un artista para pintar un retrato.
– Ven, mi amor -invitó el conde-. El baile está a punto de comenzar. Gracias, maestro Loredano. Le haré saber cuándo lo visitaremos.
Tomó a Rosamund del brazo y se alejaron, perdiéndose entre los invitados del duque que comenzaban a aglomerarse en la pista de baile.
– ¿Tenías necesidad de coquetear con él?
– Desde luego. Si voy a mantenerlo intrigado el tiempo suficiente como para que averigües si representa o no al dux de Venecia, entonces debo flirtear con él. No es un hombre que acepte un rechazo a la ligera. Se sentirá ofendido, milord, pero si le coqueteo, pensará que a la larga terminará por seducirme. Loredano no significa nada para mí. Es Un Petimetre y no lo soporto. He conocido a muchos como él en la corte de Enrique y en la de tu rey Jacobo. No tienes por qué estar celoso, Patrick. Jamás arrojaría por la borda nuestra felicidad por ese veneciano fanfarrón.
Él se detuvo y la condujo hasta un recoveco del salón. Sus manos rodearon tiernamente el rostro de la muchacha.
– No soy un hombre joven y, con el correr del tiempo, nuestra diferencia de edad te resultará una pesada carga. Mis sentimientos no han cambiado desde que te conocí, pero a veces temo perderte demasiado pronto.
Los ojos de Rosamund se llenaron de lágrimas.
– Si mis hijas no fueran unas niñas, abandonaría Friarsgate por ti, y es la primera vez que me atrevo a decir una cosa semejante, porque amo mi tierra con todas las fibras de mi ser.
– Soy demasiado viejo para que se me rompa el corazón.
– No te romperé el corazón, milord.
– Un día volverás a casarte, Rosamund.
– ¿Por qué? Friarsgate ya tiene sus herederas y yo no quiero ni puedo amar a nadie después de haberte conocido, Patrick Leslie.
– Una mujer necesita a un hombre que la proteja y la ame.
– Tú me amas e incluso seguirás amándome cuando nos separemos. El verdadero amor sobrevive al tiempo y la distancia. En cuanto a mí, soy capaz de defender lo que es mío.
Él meneó la cabeza.
– Eres una mujer sorprendente.
– No es la primera vez que me lo dicen -respondió provocativa, y la risa con que él acogió sus palabras fue la prueba de que había logrado aventar los lúgubres pensamientos del conde.
Ahora la música inundaba el salón, de modo que salieron del provisorio escondite para observar el baile, pues Rosamund aún no se sentía dispuesta a unirse a la diversión. Los músicos del duque tocaban muy bien. Los invitados se veían hermosos en sus atuendos coloridos y magníficos. Aunque el diseño de su vestido era mucho más osado de los que solía usar en Inglaterra o Escocia, Rosamund advirtió que su estilo difería notablemente de las vestimentas de las damas allí presentes. Incluso en el verano, el clima de Cumbria no era tan delicioso como el de San Lorenzo a fines de febrero. Nunca había estado en un clima tan cálido, y si bien no hubiera soportado vivir todo un año con tan altas temperaturas, por ahora se encontraba a gusto.
Finalmente se unieron a la danza, girando y entrelazándose con los otros bailarines. En un momento dado, Rosamund se encontró bailando con Rodolfo, el heredero del duque.
– Todavía me odia -le espetó su compañero.
– No puede esperar que lo perdone. Después de todo, fue usted quien entregó a Janet Leslie al moro que la traicionó.
– Pero jamás hubiera previsto semejante traición por parte de esa criatura.
– Tal vez no lo previó usted. Sin embargo, ocurrió y le costó a lord Leslie su amada hija. No puede pretender que lo perdone. Hasta este invierno, el conde jamás había dejado sus tierras. Si no nos hubiéramos conocido en la corte del rey Jacobo, él no estaría aquí.
– ¿Por qué está aquí? -Las palabras de Rosamund despertaron la curiosidad del muchacho.
– Porque quisimos escapar de las murmuraciones de la corte. ¿No es acaso San Lorenzo un lugar maravilloso donde compartir una pasión? -dijo y, con una sonrisa pasó al siguiente compañero, el embajador inglés.
– ¿De dónde nos conocemos, señora? Yo nunca olvido un rostro.
– Jamás nos han presentado hasta esta noche, milord -respondió Rosamund con honestidad, mirándolo directamente a los ojos.
– Pero usted es inglesa, estoy seguro.
– Sí, soy inglesa. ¿Entonces qué está haciendo usted con un conde escocés?
– Vamos, milord, usted seguramente ha evaluado la naturaleza de mi relación con lord Leslie. ¿Quiere que se lo deletree? Soy su amante. No hay nada de siniestro en ello.
– Pero ¿cómo lo conoció?
– ¡Realmente, milord, su curiosidad me resulta de lo más extemporánea y totalmente indecorosa! -protestó Rosamund, mientras tendía la mano a otro bailarín: el duque mismo.
– ¿Se está divirtiendo? -murmuró Sebastian di San Lorenzo, clavando la vista en las turgentes redondeces que emergían del escote del vestido.
– ¡Muchísimo, milord! La corte del rey Jacobo es deliciosa, pero la suya no solo es deliciosa, sino encantadora. Nunca había gozado de un clima tan cálido ni de un aire tan suave.
– Su hermosura, señora, embellece mi corte aun más.
– Usted me halaga, milord.
– Las mujeres bellas merecen ser halagadas.
– Tal vez debería haber venido antes a San Lorenzo -replicó Rosamund con una sonrisa y pasó al siguiente compañero de baile, el conde de Glenkirk.
– Jamás he conocido hombres que parlotearan tanto en una danza -se quejó, risueña.
Cuando la música finalmente cesó, se alejaron de la pista en busca de una copa de helado vino dulce.
– ¿Alabaron tus encantos, mi amor?
– El heredero del duque se siente culpable por lo que le sucedió a tu hija y piensa que lo detestas. Por alguna razón, el asunto lo angustia. El embajador inglés está seguro de haberme conocido. Yo fui honesta y le contesté que eso era imposible, pues acababan de presentarnos. Sin embargo, terminará por recordar dónde me vio, es solo cuestión de tiempo. El duque, por su parte, me miró el busto y tras comérselo con los ojos, me dijo que era bella y digna de ser alabada.
La breve crónica de Rosamund le causó gracia y se rió de buena gana.
– He estado en la corte de Inglaterra y en la de Escocia, pero nunca lo pasé tan bien como en San Lorenzo. ¿Cuál será la razón? ¿El clima soleado, la informalidad de las costumbres? Es como una maravillosa fiesta que uno diera en la propia casa, exenta de todo protocolo.
– La razón es muy simple: estamos enamorados y a los enamorados todo les parece perfecto.
– ¿Es preciso que nos quedemos?
– No. Podemos escabullimos y regresar a la villa.
– En ese caso, déjale el carruaje a MacDuff. Las calles están bien iluminadas y hay luna llena. Volveremos caminando, al fin y al cabo no es tan lejos.
– De acuerdo. Conozco bien las calles de Arcobaleno y son muy seguras -contestó Patrick y, tomándola de la mano, abandonaron discretamente el salón del duque, atravesaron el vestíbulo de mármol y salieron al aire libre.
– Regresaremos a pie -le dijo el conde al cochero del embajador, tras agitar una mano en señal de despedida. El cochero asintió y les sonrió.
Después de cruzar el camino de entrada perfectamente rastrillado y las verjas de hierro del palacio, llegaron, finalmente, a la calle. La noche era cerrada, pero las antorchas alumbraban el camino y, de tanto en tanto, se veía alguna ventana iluminada por el amigable resplandor de una candela. Entraron en la plaza principal de Arcobaleno y Patrick se detuvo a contemplar la imponente catedral que flanqueaba uno de los lados de la plaza.
– ¿Recuerdos? -le preguntó con suavidad Rosamund.
– Sí. Recuerdos -admitió el conde, meneando la cabeza-. Yo no deseaba que se comprometiera ni que se casara tan joven, pues temía que su destino fuera tan desdichado como el de su madre o el de mi esposa. Pero ella se había empecinado en casarse con el hijo de Sebastian. El compromiso se celebró en la catedral. Aún puedo ver a mi hija en lo alto de la escalinata, junto a Rudi, ataviada con un vestido blanco bordado en oro. Formaban una pareja de una belleza deslumbrante y la gente no dejaba de alabarlos.
– ¡Amor mío, corazón mío, lo siento tanto!
– Si al menos supiera lo que le pasó, si al menos supiera que está bien, que está viva. Mi hijo continúa buscándola. Sabemos que fue vendida en un gran mercado de esclavos en Candía a uno de los representantes del sultán otomano. Sebastian envió a uno de sus primos para comprarla de nuevo, pero no aceptaron la oferta. Mientras tanto, el duque había comenzado a acariciar la idea de casar a su hijo con una rica heredera de Toulouse. Dadas las circunstancias, la boda de Janet y Rudi no hubiera podido llevarse a cabo. Todo lo que yo quería era recuperar a mi hija sana y salva. Entiendo que el duque debiera velar por el buen nombre de su familia, pero ni una sola vez su maldito y cobarde vástago salió en defensa de Janet. ¡Ni una sola vez! Creí que los años habían atenuado el dolor, pero ahora, frente a la catedral, veo que sigue intacto.
– El pasado es el pasado y es preciso superarlo por penoso que sea, mi amor. Además, te debes a tu rey. Cumple con la misión que te encomendó y luego nos iremos de San Lorenzo.
– Entonces se acercará la hora de separarnos -la interrumpió el conde, ahogando un gemido.
– Vuelve a casa conmigo, Patrick. Tu hijo es capaz de hacerse cargo de Glenkirk. Te agradará Friarsgate, estoy segura. Las colinas descienden hasta el lago y en las praderas pastan las ovejas y las vacas. Es un lugar pacífico y te sentirás confortado, mi amor. Perdiste a tu adorada hija, pero yo tengo tres niñas que te amarán como a un padre. No tienes por qué dejar Glenkirk para siempre. Puedes volver cuando quieras y quizás algún día te acompañe. Una vez que hayas cumplido con tus deberes para con Escocia, ven a Friarsgate conmigo, Patrick, ven conmigo y sé mi amor.
Habían llegado a la cima de la colina donde estaba situada la embajada. El se detuvo y ella percibió que estaba considerando seriamente sus palabras.
– Podría ir contigo. Pero ¿nos casaremos, Rosamund?
– No. Nuestro amor no depende del matrimonio. Y sospecho que no le haría ninguna gracia ni a tu hijo ni a tu nuera. No es preciso casarnos. Resultaría más sencillo si todos creen que tú me visitas o que yo te visito de vez en cuando.
– Me gustaría acompañarte a Friarsgate -replicó el conde con aire pensativo-. No es necesario que permanezca en Glenkirk todo el tiempo.
– Además, siento que no es el momento propicio para separarnos, Patrick.
– También yo siento lo mismo, Rosamund.
– Pues entonces no hay más que hablar. Vendrás conmigo a Friarsgate después de ver al rey y de entregarle tu informe. -De acuerdo.
Durante los siguientes días se dedicaron a demostrar, pública y privadamente, que eran amantes y nada más. Luego, varias mañanas después de la fiesta del duque, partieron a caballo rumbo a la villa en la que se hospedaba el pintor veneciano. Rosamund dejó al conde y se encaminó a la residencia, donde la recibió un sirviente.
– Dígale al maestro que lady Rosamund Bolton está aquí para visitar su estudio, tal como habíamos convenido.
El sirviente hizo una ligera reverencia y desapareció para volver a aparecer al cabo de unos segundos.
– Si tiene la deferencia de seguirme, la llevaré al estudio del maestro -dijo, inclinándose y conduciéndola hasta una enorme habitación llena de luz donde Paolo Loredano estaba pintando el paisaje que se veía desde la ventana. Vestía calzas y medias oscuras, y cuando se volvió para darle la bienvenida, Rosamund vio que la camisa abierta de lino le dejaba gran parte del pecho al descubierto. No pudo menos que admitir que su apariencia traslucía una potente virilidad.
– ¡Madonna! -la saludó efusivamente, arrojando el pincel para tomarla de las dos manos y besárselas-. ¡Por fin ha llegado!
– Buenos días, maestro -respondió Rosamund liberando las manos del interminable beso del pintor-. De modo que este es el estudio de un artista. Llegó usted hace apenas una semana y ya no cabe aquí ni un alfiler, de tan abarrotado.
– Sé exactamente dónde está cada cosa. Cario, biscotti e vino, subito! -Luego, tomándola de la mano, la condujo a una silla de respaldo alto. -Siéntese, comenzaré a hacer un bosquejo ahora mismo.
Rosamund retiró la mano por segunda vez.
– Pero yo no le he dicho que posaré para usted, maestro. Dígame, ¿la baronesa ya ha estado aquí?-Loredano lanzó una carcajada.
– ¿Está celosa, Madonna?
– Celosa no, maestro. Simplemente siento curiosidad. ¡Usted me romperá el corazón! Lo sé. Soy muy intuitivo -exclamó con aire dramático.
Ahora fue Rosamund quien se echó a reír.
– Creo que usted es un perfecto farsante.
– ¿Ha venido a torturarme?
– He venido a ver su estudio y a averiguar si me sentiré cómoda posando para usted. Tal vez hasta lo disfrute.
– ¿Y qué ha decidido? -inquirió-. Ah, aquí está Cario de nuevo. Deja la bandeja y sal de aquí -ordenó a su sirviente en lengua materna-. ¿Cómo puedo continuar seduciendo a esta dama si estás tú alrededor?
– Sí, maestro -le contestó Cario con una sonrisa forzada y se fue sin más trámite.
– ¿Se puede saber qué le dijo? Estoy aprendiendo su idioma, pero aún me cuesta entenderlo.
– Pues le dije que dejara la bandeja y se fuera de una buena vez. De otro modo, no podré hacerle el amor -replicó Loredano con descaro. Luego la obligó a levantarse de la silla, la tomó en sus brazos y la besó apasionadamente mientras una de sus manos se deslizaba dentro del escote y le acariciaba el busto.
– ¡Maestro! -Gritó Rosamund, y de un tirón lo forzó a retirar la mano del interior del vestido-. ¡Usted es un insolente y un desvergonzado! ¡Si desea que el conde de Glenkirk le encargue mi retrato, compórtese como es debido!
– ¡Debo poseerla! -gimió, abalanzándose sobre ella nuevamente.
Rosamund evitó la embestida y le dio una sonora bofetada.
– ¿Cómo se atreve a comportarse de una manera tan deshonrosa?
– Sus labios son la más dulce de las mieles y su piel es sedosa al tacto. ¿Cómo puede negarme y negarse este placer? Se me considera un amante incomparable. Y su conde no es precisamente un joven -dijo, al tiempo que se frotaba la mejilla.
– No es un joven, pero tampoco un anciano. Y en cuanto a su habilidad en las lides amorosas, es vigoroso, tierno y apasionado. Ahora sírvame un poco de ese exquisito vino de San Lorenzo, maestro. Lo perdonaré siempre y cuando me prometa que no volverá a ocurrir.
– No puedo hacer una promesa semejante. Pero, por ahora, mantendré a raya mis pasiones.
– ¿Todos los artistas son locos? -inquirió ella, mordisqueando una galleta y bebiendo un sorbo de vino.
– Solamente los grandes -le aseguró con una sonrisa triunfal. Rosamund se incorporó y se dirigió al gran lienzo apoyado en el caballete.
– Me gusta el paisaje del puerto que está pintando. Usted lo ha captado perfectamente… hasta puedo sentir el olor del mar.
– Quiero mostrarle algo.
Loredano se encaminó a una mesa, retiró varios bocetos y se los entregó. Ella los fue mirando uno por uno con detenimiento, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la conmoción.
– ¿Qué significa esto?
Paolo Loredano se limitó a sonreír y tomándola de la mano, la condujo a la terraza.
– No me negará que el panorama es maravilloso y que desde aquí se pueden ver muchas cosas. Por ejemplo, la tarde que llegué a Arcobaleno tuve la dicha de observarla mientras se bañaba. Desde entonces la he dibujado varias veces. Tiene usted un cuerpo magnífico, por eso quiero pintarla como la diosa del amor. Sus senos, en particular, son exquisitos.
– Pensé que prefería el busto de la baronesa -le respondió Rosamund.
Los bocetos en carbonilla de su desnudez, aunque magistrales, la encolerizaban. ¿Qué derecho tenía el maldito veneciano a invadir de ese modo su privacidad?
– El busto de la baronesa es excelente para una mujer de su edad, ¡pero el suyo -agregó, besándose la punta de los dedos con entusiasmo-é magnifico!
– A lord Leslie no le gustará, maestro.
Por toda respuesta, el pintor le alcanzó otros bocetos donde aparecía Patrick e incluso ellos dos en actitudes fogosas.
Rosamund sintió que le faltaba el aire y comenzó a jadear. “Es usted un descarado, maestro. ¿Cómo se atreve a franquear los límites que impone la decencia y a inmiscuirse en nuestras vidas? Milord no se sentirá muy feliz por lo que ha hecho, me temo.
– Pero se las arreglará para superar su rencor. Soy el representante e Venecia y él necesita tratar ciertos asuntos conmigo.
– No lo comprendo, maestro -dijo, pensando que Patrick tenía razón en sospechar que el artista hablaba en nombre del dux. No obstante, logró aparentar inocencia.
Con sólo un dedo él le contorneó el rostro desde la frente hasta la mandíbula.
– Tal vez no. Si yo fuera su amante no compartiría ningún secreto con usted, excepto los relativos a nuestro mutuo placer. Pero no quiero angustiarla. Guarde estos bosquejos como recuerdo de su visita a San Lorenzo, o destrúyalos, si la ofenden.
– Destruir su obra sería un sacrilegio, maestro, pues su arte es maravilloso. Sin embargo, procuraré que mis impresionables hijas no los vean.
– ¡Entonces tiene bambine! Sí, su cuerpo posee esa exuberancia que solamente confiere la maternidad, aunque los partos no lo han arruinado. ¿Cuántas?
– Tres.
– ¿Son de lord Leslie?
– No, de mi difunto esposo. ¿Usted tiene hijos, maestro?
– Al menos quince, que yo sepa -respondió como al pasar-. A veces las damas no están seguras de que sean míos, o se enojan conmigo y se niegan a decírmelo, e incluso en algunos casos no quieren que sus maridos se enteren. Tengo diez varones, pero ninguno de ellos ha mostrado el menor talento para la pintura, lo que me apena. Una de mis hijas, sin embargo, podría llegar a ser famosa, si no fuera por su sexo. En Venecia una mujer puede ser tendera, cortesana, monja o esposa, pero nunca artista.
– ¡Qué infortunio!, sobre todo si su hija tiene talento, y evidentemente usted piensa que lo tiene.
En ese momento se oyó un discreto golpe en la puerta del estudio. Era Cario.
– Maestro, un tal lord Leslie está aquí y desea verlo.
– Hazlo pasar.
– Supongo que querrán hablar en privado -dijo Rosamund, recogiendo los bocetos y encaminándose a la puerta-. Los dejaré solos, entonces.
– De manera que lo sabe -exclamó Loredano, con aire divertido.
– No sé nada, maestro. Recuerde que él es escocés y yo soy inglesa.
– Es mejor dejar las cosas tal como están -luego pasó graciosamente delante del artista y le sonrió a Patrick, que acababa de entrar-. Te esperaré abajo, milord. -Patrick cerró la puerta.
– Buenos días, Paolo Loredano. Creo que usted y yo debemos discutir algunos asuntos.
– Siéntese, milord y tome primero un poco de vino -dijo el artista alcanzándole una copa y sentándose luego en una silla, frente al conde-. Ya habrá inferido usted que estoy aquí en nombre de mi primo, el dux. Dejemos de lado los fastidiosos preámbulos y dígame qué quiere Escocia de Venecia.
– De modo que no es usted el tonto que pretende ser.
Paolo Loredano soltó la carcajada.
– No, en absoluto. Pero pasar por cabeza hueca me reporta más ganancias que demostrar cuan sagaz soy realmente.
– Su Santidad, el Papa, ha puesto a mi soberano en una situación difícil.
– El papa Julio siempre ha favorecido a Jacobo Estuardo.
– Sí, pero ahora exige algo que mi rey no puede darle. Como todos saben, Escocia e Inglaterra nunca han estado en buenos términos. El rey Jacobo se casó con una princesa inglesa con el propósito de asegurar la paz entre ambos reinos. La paz contribuyó a la prosperidad de Escocia y, por ende, al bienestar del pueblo. Jacobo Estuardo es un hombre bueno, inteligente y sabe gobernar. Los escoceses lo aman. Además, es un católico ferviente y siempre se ha mostrado fiel a la Santa Madre Iglesia. Pero sobre todo, Jacobo es el más leal y honorable de los hombres. Mientras su suegro gobernó Inglaterra, las cosas anduvieron bien. Ahora es su cuñado, Enrique VIII, quien se sienta en el trono. Enrique es joven e imprudente. Está celoso de Jacobo y desea ser considerado el mayor monarca de toda Europa. Piensa que mi rey, quien durante tanto tiempo gozó de los favores del Papa, no es sino un obstáculo en su camino. El año pasado, el papa Julio II se alió con Francia contra Venecia. Ahora, instigado por el rey Enrique, quiere aliarse con Venecia y otros países contra Francia. Le ha pedido a Jacobo Estuardo que se sume a lo que él llama la Santa Liga.
– Es muy inteligente este rey inglés.
– Es despiadado -contestó el conde de Glenkirk-. Inglaterra sabe que Escocia tiene una vieja alianza con Francia. Mi rey no puede romperla sin una causa justificada, y esa causa no existe. Ante la insistencia de Inglaterra, el Papa no ha vacilado en pedirle a Escocia que se uniera a la Santa Liga contra Francia, lo que nos resulta imposible.
– ¿Y Venecia?
– Mi soberano pretende debilitar la Alianza y me envió aquí para hablar con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano. Francamente, no creo que el plan tenga éxito, pero Jacobo Estuardo desea impedir a toda costa la guerra entre Escocia e Inglaterra, una guerra inevitable si nos negamos a traicionar a los franceses y a unirnos a la liga. El rey Enrique utilizará nuestro rechazo como una excusa para atacar Escocia. Nos declarará traidores a la Cristiandad. Como bien sabe, maestro Loredano, la guerra no beneficia a nadie. Venecia es un gran imperio comercial. ¿No deberían ustedes mirar al este y protegerse de los otomanos? Si permiten que sus tropas se unan a las de la liga, ¿no debilitarán el poder de Venecia?
Paolo Loredano chasqueó la lengua.
– Defiende muy bien a su rey, milord, y su argumento no solo es válido, sino excelente. Sin embargo, el dux está decidido a apoyar al papa Julio en este asunto.
– ¿No podrían permanecer neutrales o alegar que la ciudad corre peligro de ser invadida por los otomanos y prometerle al Papa que respetarán los designios de ambas partes?
– Eso sería lo más sensato, estoy de acuerdo, aunque el dux no opina lo mismo. Piensa que si los otomanos nos atacaran, la liga acudiría en nuestra ayuda. Francamente, no puedo imaginar al rey de Inglaterra, al de España o al emperador, enviando tropas para liberarnos, pero yo no soy el dux. Está viejo y a veces, cuando lo visito, creo que ni siquiera me reconoce. No tengo la menor influencia sobre él. Solo soy su mensajero: escucho y le transmito cuanto escucho. En lo que a su misión respecta, está condenada al fracaso, como usted bien lo sabe. Lo siento, milord.
– El rey Jacobo tampoco lo ignora, pero considera que, como soberano de Escocia, deber hacer lo imposible por evitar la guerra. ¿Podría usted enviar un mensaje a Venecia comunicándole al dux cuanto acabamos de hablar?
– Desde luego. Cuento con suficientes palomas entrenadas para ese propósito. Debo permanecer aquí todo el invierno para no despertar sospechas, lo que no es una tarea desagradable. ¿Piensan quedarse también en Arcobaleno?
– Sí. Los inviernos de San Lorenzo siempre me resultaron muy saludables -el conde hizo una pausa y cambió de tema-. ¿Realmente quiere pintar a Rosamund? En ese caso, le encargaré a usted su retrato.
– Ay, es demasiado bella y está muy enamorada de usted, milord -suspiró el veneciano.
– En otras palabras, intentó seducirla y ella lo rechazó.
– Así es. Y aunque parezca extraño no me sentí ofendido, a diferencia de lo que me ocurre cuando las mujeres se niegan a mis requerimientos. Me dio una bofetada y me regañó, pero no hubo lágrimas ni recriminaciones. Luego continuamos como si nada hubiera ocurrido.
– Rosamund es una mujer práctica, como toda campesina.
– ¿No piensa usted retarme a duelo?
– Si Rosamund no está ofendida, entonces tampoco lo estoy yo, maestro Loredano. Por otra parte, no tengo intención de batirme con un hombre tan joven -concluyó con una sonrisa.
– Comienzo a percatarme de que la vejez tiene ciertas ventajas. Usted puede hablar libremente y hacer cuanto le plazca. Tiene una amante joven y encantadora, por añadidura. Siempre me ha espantado la idea de envejecer, milord, pero gracias a su ejemplo le estoy perdiendo el miedo.
Patrick se puso de pie y su compañero lo imitó. Su estatura superaba la del veneciano en por lo menos quince centímetros.
Acepto sus conclusiones como un cumplido, maestro Loredano. Puede venir mañana a la villa del embajador para empezar el retrato de Rosamund Bolton -el conde se inclinó ligeramente, aunque de un modo cortés-. Tenga usted un buen día.
– Lo mismo digo -replicó el veneciano, acompañando sus palabras con una reverencia más profunda y respetuosa.
Una vez fuera de la villa del artista, el conde de Glenkirk se encontró con Rosamund. Montaron los caballos y emprendieron el regreso a la embajada de Escocia. Hacía cada vez más calor y Patrick sugirió, con un brillo malicioso en los ojos, que quizá deberían sumergirse en la tina y gozar de la tarde juntos. Rosamund se echó a reír.
– No usaremos la tina hasta que no ponga un toldo. Al parecer, nuestra terraza es visible desde el estudio del artista. Nos ha dibujado en la tina y fuera de ella. Tengo los bocetos conmigo. Si queremos preservar nuestra intimidad, es preciso evitar que nos vea.
Patrick no sabía si encolerizarse o soltar la carcajada.
– ¡Vaya descarado! -Dijo y, tras reflexionar unos segundos, le preguntó-: ¿Alguna vez nadaste en el mar?
– Ni en el mar ni en ninguna otra parte. De niña chapoteé en un arroyo de Friarsgate, pero realmente no sé nadar.
– Entonces te enseñaré. Esta tarde iremos a una playa solitaria situada fuera de la ciudad. Allí el mar es tranquilo y cálido.
– ¿Podemos comer al lado del mar?
– Me parece una idea fantástica, mi amor.
Cuando arribaron a la villa de MacDuff, se encontraron en medio de un ir y venir de sirvientes ocupados en los preparativos de la fiesta que se llevaría a cabo esa noche, a la que concurriría la baronesa, tal como Patrick le había prometido. Aunque todavía quedaba mucho por hacer, el cocinero principal aceptó alegremente preparar la canasta para el conde. Luego de poner en ella una hogaza de pan recién horneado, medio pollo frío, un trozo de queso blando, varias fetas de jamón, un gran racimo de uvas verdes y una botella de vino, le ordenó a su ayudante que le alcanzara la canasta a lord Leslie.
Rosamund se había retirado a sus aposentos para ponerse un atuendo menos formal. Había elegido una falda y una blusa de color oscuro. Cuando entró el conde, ella desplegó sobre la mesa los dibujos en carbonilla del artista, donde se la veía dentro de la bañera, saliendo completamente desnuda y envuelta en un lienzo. También había un dibujo del conde tal como su madre lo echó al mundo y otro de los dos en la tina. Rosamund se ruborizó, pues era obvio que en este dibujo en particular estaban haciendo el amor.
– Tiene buen ojo -opinó el conde secamente mientras estudiaba los bocetos.
– Demasiado bueno, para mi gusto -respondió Rosamund, al tiempo que tomaba el último bosquejo y lo daba vuelta, pues había quedado del revés.
– ¡Por Dios! -exclamó.
Patrick soltó una risita maliciosa.
– ¡No es divertido! -dijo encolerizada-. ¡Soy responsable de lo que le ocurra a esa niña!
El dibujo mostraba a Annie y a Dermid en una posición de lo más comprometedora. El criado del conde aplastaba el cuerpo de la doncella contra una pared de la villa y había que ser ciego para no advertir que estaban haciendo el amor. Los brazos de Annie rodeaban el cuello del joven, las piernas se enroscaban en torno a su cadera y la expresión de sus ojos entornados era de supremo éxtasis. Por su parte, Dermid se las había ingeniado para aferrar los pechos de la jovencita.
– ¡Es preciso que se casen de inmediato! -dictaminó Rosamund.
– Estoy de acuerdo. Tu Annie no es tonta y de seguro Dermid le ha prometido desposarla, una vez que les concedamos nuestro permiso. Por el momento, vayamos a la playa y disfrutemos de la tarde en paz.
Abandonaron sus aposentos y partieron en busca de los caballos. La canasta ya estaba atada a la montura del conde, que encabezó la marcha seguido por Rosamund. Las cabalgaduras avanzaron al paso hasta llegar al camino y luego se lanzaron a galope tendido, espoleadas por sus jinetes. En vez de atravesar la ciudad, se desviaron por un atajo y tras seguir el serpenteante sendero, desembocaron finalmente en una Pequeña playa en forma de media luna cubierta de dorada arena. Se apearon de los caballos y los dejaron pastando en una umbría arboleda al pie de la colina por la que acababan de descender. El conde extendió un mantel, puso la canasta en el medio y empezó a quitarse la ropa.
– ¿Se puede saber qué haces? -preguntó Rosamund.
– No podemos nadar vestidos de pies a cabeza. Pero sí en ropa interior. Se empapará, mi tesoro. Y cuando llegue la hora de irnos, tendré que cabalgar con la ropa interior mojada, lo que no es agradable.
– Muy bien -aceptó Rosamund, sacándose la falda y dejándola caer al suelo. Después la dobló cuidadosamente, se quitó los zapatos y los puso a un costado.
– ¡La arena quema! -exclamó, mientras se quitaba la blusa y la colocaba junto a la falda. Por último, le tocó el turno a la camisa. Ahora estaba completamente desnuda.
– ¡Vamos al agua! -Patrick acababa de sacarse la última prenda y, tomándola de la mano, corrió con ella hacia el mar.
– ¡Oh, está helada! -chilló la joven.
– Si te hubieras bañado en los mares de Escocia sabrías realmente lo que es el frío. Zambúllete y comprobarás que el mar está tibio, te lo juro.
– No pienso moverme de aquí -se empecinó ella, tiritando de frío y de nervios.
– Pues no necesitas hacerlo. El agua te llega a la cintura y ya puedo enseñarte a nadar.
Para sorpresa de Rosamund, así lo hizo. Al cabo de un breve lapso estaba chapaleando cerca de la orilla como un cachorro alegre y confiado. Poco a poco él la fue atrayendo hacia una zona más profunda, y cuando ella quiso hacer pie, descubrió que el agua le tapaba la cabeza. Dio una patada y emergió con una expresión de pánico en el rostro.
Él se apresuró a tomarla de la mano y a tranquilizarla.
– El mar está en calma, mi amor. ¿Ves? Yo todavía hago pie. Ahora patalea tal como te he enseñado y vuelve a la orilla.
Los latidos de su corazón se apaciguaron y ya no tuvo miedo. Regresó nadando lentamente y cuando decidió pararse, descubrió que el agua le llegaba a las rodillas. Se volvió hacia el conde con una sonrisa de triunfo.
– Ahora nada hasta donde estoy.
Ella obedeció la orden con valentía. El agua era maravillosa: acariciaba su piel y la sostenía como un amante. Además, el conde siempre estaba a su lado para que no se asustara. Por último, cuando se sintió completamente segura, comenzaron a jugar como dos niños, y Patrick, incapaz de contenerse, abrazó el delicioso y mojado cuerpo de la dama de Friarsgate y la besó con pasión.
– Te adoro. Me has devuelto a la vida luego de tantos años de sufrimiento. ¡Siempre te amaré, Rosamund, siempre!
Después la alzó, regresó a la playa con ella en brazos y la depositó suavemente en la arena, al tiempo que la cubría con su musculoso cuerpo y la penetraba. Al principio se movió lentamente y luego con creciente urgencia, a medida que procuraba satisfacer el ardiente deseo que lo poseía. Sintió que las uñas de ella le arañaban la espalda y que sus dientes se clavaban en la parte carnosa del hombro.
– ¡Sí, sí! -sollozó Rosamund en su oído, aferrándolo con todas sus fuerzas, los senos aplastados por el peso del conde, los pezones hormigueantes de placer.
Cerró los ojos concentrándose en esa virilidad hambrienta y sedienta de ella, y dejó que las húmedas paredes de su femineidad se contrajeran espasmódicamente, rodeándolo y estrujándolo con vigor. Él gimió de gozo y siguió embistiendo hasta que Rosamund alcanzó el propio clímax y luego culminaron juntos en un placer que los arrastró y envolvió en una dulzura que parecía interminable.
– ¡Oh, Patrick! -fue lo único que pudo decir.
Tendidos en la arena, descansaron un rato bajo el cálido sol que doraba sus cuerpos desnudos. Después de lavarse en el mar, se sentaron sobre el mantel que él había tendido. Tenían tanto apetito que la cesta se vació enseguida. Devoraron el pollo, las fetas de jamón, el pan y el queso, se alimentaron uno al otro con las uvas del enorme racimo y bebieron el dulce vino de San Lorenzo. No había una sola nube en el cielo y el sol los acariciaba.
– Dime qué ocurrió con el artista -comenzó Rosamund, quebrando el mágico silencio en el que se habían sumido.
– Tal como Jacobo suponía, Venecia no debilitará la alianza. Les sugerí la posibilidad de permanecer neutrales, pero el dux no quiere tener problemas con el Papa. Con todo, les he dado a los venecianos una imagen de Enrique Tudor mucho más completa que la que ellos tenían, Pues el rey es muy joven y poco conocido en Europa. Les advertí que era un hombre decidido y despiadado. También les recordé la amenaza otomana, de la cual serían las primeras víctimas si el sultán decidiera avanzar hacia Occidente. Venecia apoya al Papa de la boca para afuera, pero aunque se demoren en proporcionarle tropas, finalmente no tendrán más remedio que hacerlo. En una palabra, mi dulce paloma, estamos como al principio.
– Todavía debes hablar con la baronesa, mi amor.
– Pero es harto improbable que el emperador coopere con Escocia. Sin la bendición del Papa, no puede reinar en absoluto. El supuesto imperio no es sino un grupo de estados alemanes, cada uno de ellos gobernado por su propio príncipe, conde o barón y unificados a duras penas por Maximiliano I. Lo intentaré, aunque no tengo la más mínima esperanza.
– ¿Qué piensas del maestro?
– Es mucho más inteligente de lo que había pensado. Además, el hecho de aparecer sólo como un artista, e incluso como un cabeza hueca, no despierta suspicacias y le permite obtener más información y servir mejor al dux. Le he encargado pintar tu retrato.
– ¿Con ropas o sin ellas? -inquirió Rosamund maliciosamente
– Con ropas. El "sin ropas" prefiero guardarlo en mi memoria, amorcito. El artista vendrá mañana y siento curiosidad por ver cómo se comportará en esta ocasión.
– Annie estará conmigo cuando pose para él.
– Así lo espero. Annie y Dermid deben casarse de inmediato. El dibujo de Loredano deja traslucir una pasión tan entusiasta que no me sorprendería si se produjera un desafortunado incidente. Ya sabes a qué me refiero. Se lo dije a Dermid. No me cabe duda de que el muchacho la quiere, pero no pudo controlarse y la sedujo.
– Y yo se lo dije a Annie. Sí, deben casarse lo antes posible -suspiró, tendiéndose otra vez sobre el mantel-. Bésame Patrick, pues aún no he saciado mi hambre de ti.
– Con gusto, señora -replicó el conde, dispuesto a complacerla nuevamente.