Llegaron a Edimburgo un gélido día de primavera. Era la primera ciudad que conocía Philippa y estaba deslumbrada, al igual que Lucy. Boquiabierta, contempló a un niño que pasó corriendo con una bandeja de bollos en la cabeza. Había mujeres vendiendo flores y hierbas, leche, huevos, crema o manteca que trozaban a gusto de los clientes. Había un hombre que ofrecía vasos de agua por unas monedas, un vendedor de pollos rodeado de jaulas y un pescador empujando una carretilla mientras pregonaba sus mercancías. Philippa Meredith jamás había visto algo semejante y no sabía dónde posar los ojos: todo le llamaba la atención. Rosamund observaba sonriente a su hija, pues le causaba gracia el asombro de la niña.
– ¡Oh, señora, mire! -dijo Lucy, señalando a un grupo de gitanos que hacían acrobacias en la calle con el propósito de recibir o robar algunas monedas.
Dejaron atrás a los gitanos y doblaron en Barley Lane donde se encontraba la posada convenida. Cuando llegaron al patio, los caballerizos los ayudaron a apearse y se hicieron cargo de las cabalgaduras. Tom le pagó a la custodia armada que los había acompañado desde Friarsgate, contando las monedas que le correspondían a cada uno e invitándolos con una ronda de cerveza. Los hombres le agradecieron y abandonaron la posada haciendo sonar las botas sobre el pavimento de piedra. Sin duda, preferían gastar la paga en alguna taberna menos costosa.
Rosamund sintió que el corazón se le desbocaba, como si fuera una virgen a punto de encontrarse con su primer amor. Tanto anhelaba volver a contemplar el bello rostro de Patrick. Apenas ingresaron en El unicornio y la corona, salió a recibirlos el posadero, un hombre alto, delgado y de apariencia distinguida.
– Bienvenidos, milord y miladis -saludó, haciendo una reverencia.
– ¿Ya llegó el conde y su comitiva? -preguntó lord Cambridge.
– Los están esperando, milord. Permítame que los acompañe.
Luego de conducirlos por un estrecho corredor, abrió una puerta y los hizo pasar a una habitación.
– Iré a buscar a lord Leslie de inmediato. El vino está en el aparador. ¿Las damas desean algo especial?
– Por favor, acompañe a mi hija y a mi sirvienta a nuestros aposentos -ordenó Rosamund con voz serena, mientras se arrodillaba para abrazar a Philippa-. Quiero recibir a Patrick a solas, ¿comprendes, palomita?
– Sí, mamá -contestó la niña obedientemente, y se marchó con Lucy y el dueño de la posada.
– Necesito algo de vino. El frío es más intenso cuando cae la tarde, prima. -Tom se encaminó al aparador, tomó una jarra de peltre y se sirvió una copa. Tras beber unos sorbos exclamó-: Vaya, vaya, no está nada mal. ¿Quieres un poco, Rosamund?
– ¿Y recibir a Patrick con aliento a vino? No gracias, querido. Prefiero calentarme a mi manera -replicó, poniéndose de pie y sentándose junto a la chimenea donde ardía un buen fuego.
Aguardaron en silencio unos minutos hasta que se abrió una puerta y entró un caballero que se dirigió de inmediato a la dama de Friarsgate, la tomó de ambas manos y se las besó, al tiempo que decía:
– Soy Adam Leslie y usted es Rosamund, la prometida de mi padre, ¿verdad?
El joven era alto y robusto como su progenitor, pero, a diferencia de Patrick, que tenía el cabello de color caoba oscura y los ojos verdes, su pelo era casi negro y sus ojos azules.
– Mi padre no exageró al describirla, señora, es usted adorable. -Luego se volvió para saludar a Tom-Usted debe de ser lord Cambridge -e hizo una reverencia.
Tom se inclinó a su vez sin decir una palabra, pues prefirió que fuera Rosamund quien formulase la pregunta que lo tenía sobre ascuas.
– ¿Dónde está tu padre, Adam Leslie? ¿Por qué no ha venido a recibirme?
– Está aquí, señora. Usted debe hacerse de coraje, por el bien de él.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha sucedido? -inquirió la joven con voz temblorosa.
Adam se dejó caer en la silla situada frente a Rosamund y comenzó a dar las explicaciones del caso:
– Nunca vi a mi padre tan ansioso por llegar a Edimburgo. Parecía un jovenzuelo. Podríamos haber pernoctado a varios kilómetros de la ciudad, pero era imposible detenerlo. Quería arribar esa misma noche para asegurarse de que lo encontrarían aquí, si por casualidad llegaban hoy temprano en la mañana. No quería causarle ninguna preocupación, señora -explicó, y luego de una breve pausa, continuó-. El posadero nos sirvió una cena excelente y después nos retiramos a nuestras habitaciones. Esta mañana mi padre se despertó quejándose de un fuerte dolor de cabeza. Se incorporó en la cama, lanzó un grito y se desmayó. En este momento el médico lo está atendiendo.
Rosamund se levantó de un salto. Había empalidecido y temblaba como una hoja.
– ¿Dónde está? Es preciso que lo vea. ¡Llévame de inmediato, Adam Leslie!
Adam no opuso ningún reparo y se limitó a tomarla del brazo.
– Por favor, lord Cambridge, ¿tendría usted la bondad de acompañarnos?
Tom asintió. Caminaron por un corredor, subieron una escalera y Adam se detuvo ante la puerta de uno de los apartamentos destinados a los huéspedes distinguidos. La abrió y los hizo pasar. En ese momento, un hombre alto, de piel cetrina y vestido con una larga bata blanca acababa de salir del cuarto contiguo.
– Por fin ha vuelto, milord -exclamó, mirando con curiosidad a Rosamund y a Tom. -¿Esta es la dama?
– Sí, es la prometida de mi padre, señor Achmet-. Luego, se volvió a los Bolton y les explicó-Este médico fue enviado por el rey tan pronto como se enteró de lo ocurrido.
– ¿Cómo está el conde? -preguntó ansiosamente Rosamund. Su Palidez se había acentuado aun más y no podía controlar el temblor que sacudía su cuerpo.
El médico, advirtiendo la angustia de la joven, la condujo hasta una silla que estaba junto al fuego y se sentó a su lado. Después, le tomó la mano y con dedos expertos palpó su muñeca hasta encontrar el pulso.
– Es preciso que se calme, señora, su corazón late demasiado deprisa y eso no es bueno para usted. Milord, ¿sería tan amable de servirle a la dama un poco de vino? Cuando lo haya bebido, señora, hablaremos de la salud del conde.
Adam llenó una copa y se la alcanzó a Rosamund, quien la vació de un trago. Una vez más tranquila, volvió sus ojos ambarinos hacia el médico.
– El conde -explicó-ha sufrido un ataque de apoplejía. Aún esta inconsciente y no podemos evaluar las consecuencias. Es posible que se despierte en perfecto estado. Al parecer, los miembros no sufrieron daño alguno, pues responden a los estímulos. Pero puede despertarse y haber perdido la capacidad de hablar o con la memoria menoscabada total o parcialmente. Lo he visto en muchas ocasiones. O no despertarse en absoluto. Ese es mi diagnóstico, señora.
– ¿Todavía no lo ha sangrado?
– La sangría no es recomendable en este caso en particular, señora. El conde necesitará de todas sus fuerzas para recobrarse.
– ¿Cuándo cree que se despertará?
– No lo sé, señora -fue la honesta respuesta.
– Lo cuidaré yo misma.
– Sería lo más adecuado. En Edimburgo las mujeres que se dedican a estos menesteres no son muy competentes -admitió.
– Tom, envía un mensaje a Friarsgate y dile a Maybel que venga. No podemos quedarnos en la posada. Tú tienes una casa en Edimburgo, ¿no es cierto?
– Pensé que tú y Patrick podrían pasar allí unos días a solas después de la boda, mientras yo llevaba a Philippa a la corte y le mostraba la ciudad, de modo que la hice limpiar y ventilar.
– ¿Cuándo podremos trasladar al conde? -le preguntó Rosamund al médico.
– Luego de recuperar la conciencia.
– Adam -Rosamund se dirigió al hijo de Patrick-, perdóname por dar órdenes sin consultarte. Todavía no soy la esposa de tu padre. ¿Estás de acuerdo con estas medidas?
Adam cruzó la habitación y se arrodilló junto a Rosamund.
– Sé cuánto la ama mi padre y también sé que lo cuidará de la mejor panera posible, señora. -Le tomó la mano pequeña y fría y se la besó con gentileza.
– Gracias. ¿Qué debo hacer, señor Achmet?
– Procurar que esté cómodo y tranquilo. Humedecerle regularmente los labios con agua o con vino. Si es capaz de tragar, entonces dele a beber vino. Vendré dos veces por día a verificar el estado del paciente. Si llegara a producirse una emergencia, me encontrarán en el castillo o en mi casa, en la calle principal. Ahora debo retirarme.
Rosamund se puso de pie y se quitó la capa, que aún llevaba puesta. Luego se encaminó al dormitorio del conde.
Patrick yacía en la cama con los ojos cerrados, respirando acompasadamente. Salvo por la palidez, tenía el mismo aspecto de siempre.
– Oh, mi amor -susurró Rosamund mientras tomaba su mano y la estrechaba entre las suyas. La mano del conde estaba húmeda y sus dedos laxos no respondieron al suave apretón.
– Patrick, ¿puedes oírme? -le suplicó-. Oh, Dios, no me lo quites. Su hijo lo necesita. Glenkirk lo necesita. Líbranos de esta pesadilla, Señor.
El hombre tendido en la cama permanecía quieto y silencioso. Tom acababa de entrar en el dormitorio sin que Rosamund advirtiera su presencia.
– ¿Qué debo hacer con Philippa? ¿Se lo dirás tú o se lo diré yo?
Rosamund alzó la cabeza y lo miró perpleja, el rostro devastado por el sufrimiento.
– Díselo tú, yo no puedo.
– ¿Quieres que vuelva a Friarsgate con Lucy?
– No, pobre niña. Estaba tan esperanzada con este viaje. Además, ya escuchaste al médico. Patrick puede despertarse sin sufrir consecuencias adversas. Si la mando de vuelta, se perderá la boda y no visitará la corte, y es preciso que la lleves allí, Tom. Lo que no me explico -agrego-es cómo se enteró el rey de la enfermedad de Patrick. Se lo preguntaré a Adam.
– Ya me lo ha explicado, prima. El conde y el rey estaban en contacto por correo. Jacobo Estuardo había aceptado que se casaran en la capilla real y estaban haciendo los preparativos correspondientes. Apenas Patrick hubo llegado a Edimburgo, le envió un mensaje al castillo. Esta mañana, cuando el conde cayó enfermo, Adam le pidió ayuda al rey.
– Es un buen hijo -puntualizó Rosamund.
– Tan bueno como su padre.
– Estoy pensando en escribirle yo misma a Maybel. Hoy ya no hay tiempo para despachar un mensaje. Pero debes tratar de que envíen la carta mañana mismo. Nos mudaremos lo antes posible, tan pronto como el médico lo permita. Hablando de él, ¿no te parece un hombre bastante extraño? No es escocés, de eso no cabe duda.
– Es moro, prima. Me lo dijo Adam Leslie. Su familia fue expulsada de España por el rey Fernando y la reina Isabel, y se instaló en Gibraltar. El médico suele visitar la corte del rey Jacobo. También es un buen cirujano. El señor Achmet es famoso por sus conocimientos y por su capacidad para diagnosticar trastornos cerebrales. El rey piensa inaugurar una facultad de medicina en Edimburgo, pues opina que un galeno necesita educarse y que los cirujanos no deberían ser barberos. Espera convencerlo de dar clases a los estudiantes escoceses. Es una suerte tener aquí a un hombre tan brillante.
– ¿Cómo diablos te enteras de tantas cosas en tan poco tiempo?
Tom sonrió con expresión enigmática.
– Tengo ciertas habilidades que desconoces, prima. Ahora hazme el favor de venir a la sala con Adam. Por el momento, el conde está tranquilo y no necesitas quedarte todo el tiempo sentada a su cabecera.
– Sus labios están resecos, Tom. Se los voy a humedecer y luego me reuniré con ustedes, te lo prometo.
Rosamund le pasó a Patrick varias veces un lienzo humedecido por la boca. Él no se movió ni emitió ningún sonido. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas que, al pestañear, rodaron por sus mejillas. Se las secó con impaciencia al tiempo que se inclinaba para besar los fríos labios de lord Leslie. Luego dejó el lienzo junto al cántaro y se encaminó al cuarto contiguo.
– ¡Está tan quieto! Sus labios empezaban a resecarse y se los he humedecido.
Rosamund miró en torno y vio que su primo ya no estaba allí.
– Fue a buscar a su hijita -dijo Adam, advirtiendo su extrañeza.
– Pobre Philippa. Se angustiará cuando sepa que su querido tío Patrick está enfermo. Mis hijas lo adoran.
– Con mi hermana fue un padre maravilloso, aunque ella puso a prueba su paciencia en más de una oportunidad.
– Y nunca la encontraste.
– Pero no he perdido las esperanzas, señora. La buscaré hasta dar con ella y traerla de regreso a Glenkirk.
– Eres un buen hermano, Adam Leslie. Mi hermano murió cuando yo tenía tres años. Y ni siquiera recuerdo a mis padres.
– Mi padre me contó su historia y cómo se conocieron.
– ¿Sabe tu esposa de mi existencia?
Los labios de Adam esbozaron una leve sonrisa.
– ¿Mi padre le ha hablado de Anne?
Rosamund asintió con la cabeza, pero no dijo nada, pues no le parecía correcto repetir todo cuanto el conde le había comentado acerca de la bruja Anne.
Él soltó una breve carcajada.
– Es una muchacha difícil, no lo niego. Pero tengo una hermosa amante que me hace feliz. Sin embargo, Anne mantiene a Glenkirk en perfecto orden y me ha dado tres hijos. ¿Qué más puedo pedir? No. Anne no sabe nada de usted, señora. Mi padre no deseaba pasar el invierno encerrado con ella y soportando sus críticas: ¡un hombre de su edad enamorado de una mujer joven interesada solo en su fortuna y en su título! Y en caso de embarazarla, habría otro niño para compartir la herencia de nuestros hijos. Mi padre, como usted sabe, señora, es un hombre sensato y decidió que mi esposa se enterase después de celebrada la boda.
Rosamund no pudo reprimir la risa ante las palabras del joven.
– Sí, Patrick es un hombre sensato, Adam, y ciertamente querría que me llamaras por mi nombre de pila. ¿Estás de acuerdo?
– Desde luego, Rosamund, será un placer.
Tom le había contado a Philippa la tragedia de lord Leslie, pero no pudo evitar que la niña acudiera a su madre. No paraba de llorar y solamente Rosamund fue capaz de calmarla.
– ¿Te quedarás en Edimburgo conmigo? -Le preguntó a su hija-. Tu compañía será un gran consuelo para mí.
– ¡Oh sí, mamá! Nunca me apartaré de tu lado.
Ella le sonrió con dulzura.
– No, yo cuidaré al conde sola. Pero Tom te llevará a la corte para presentarte al rey y a la reina. Es importante que los conozcas, pues tal vez la reina Margarita te ayude en el futuro. Es mi mejor amiga y Friarsgate necesita tener amigos en ambos lados de la frontera. Eres mi heredera y es tu deber sacar el máximo provecho de esta primera visita a Edimburgo. Yo me sentiré feliz velando a la cabecera de lord Leslie y ayudándolo a recuperar la salud. Cuando esté un poco mejor, nos mudaremos a la casa de tío Tom.
– Quizá podamos mudarnos para mi cumpleaños. -Pienso que sí. Además, he mandado llamar a Maybel. -No se va a sentir muy feliz. Ella detesta viajar, mamá. -Es verdad, pero vendrá, porque sabe que la necesito. -Espero que tío Patrick se cure pronto, mamá. -También yo, mi ángel.
Pero ya habían pasado tres días y Patrick Leslie, conde de Glenkirk, no había recuperado la conciencia. Según el médico, cuanto antes se produjera la crisis, tanto mejor. En ese estado de estupor le resultaba imposible tragar y su cuerpo se estaba deshidratando por falta de líquido. Al promediar el cuarto día, sin embargo, el conde comenzó a moverse a un lado y a otro, presa de un repentino desasosiego. Rosamund le acercó un vaso de agua a los labios, y aunque no abrió los ojos ni dio señales de estar consciente, levantó la cabeza y lo bebió con avidez.
– Vivirá -dictaminó el señor Achmet al enterarse de lo que consideraba una evolución muy favorable.
– Pero no se despierta.
– Lo está intentando, señora. Posiblemente le llevará unos días. Mientras tanto, procure que se sienta cómodo y dele vino aguado. Rosamund siguió al pie de la letra las instrucciones del médico. Con la ayuda de Adam, logró mantener aseado el cuerpo del conde. Le cambiaban diariamente la ropa de cama y dos veces al día -a la mañana y a la noche-le ponían una camisa de lino recién lavada. Rosamund se las ingeniaba para darle de beber vino aguado a intervalos regulares, y dormía a su lado por si despertaba o necesitaba ayuda. Su devoción era encomiable y su paciencia, infinita. Adam no dejó de percibir las cualidades de la mujer a quien su padre había elegido desposar y él mismo comenzó a sentir una profunda admiración por Rosamund.
Al principio, cuando su padre le confesó que se había enamorado, no pudo evitar sentir preocupación, que se agravó al enterarse de que la joven tenía veintitrés años y él acababa de cumplir cincuenta y dos. Ciertamente, la disparidad de edad entre los cónyuges no era algo insólito en la nobleza. Pero el conde ya llevaba veintinueve años de viudez, y aunque tenía un saludable apetito por la carne femenina, jamás había manifestado el menor deseo de volver a casarse. No obstante, el rostro de su padre se iluminaba cuando se refería a su amada y durante el invierno no dejó de escribirle un solo día para hablarle de su soledad. Las cartas se encontraban ahora en un bolso de cuero que su padre había traído consigo con el propósito de compartirlas con la mujer que adoraba. Adam se convenció, finalmente, de que la decisión del conde de Glenkirk de pasar el resto de su vida con Rosamund Bolton era sensata y no el producto de una prematura senilidad. Así pues, le entregó el bolso con las cartas, pero ella, preocupada por la salud de Patrick, las puso a un lado para leerlas en otro momento.
Apenas la vio, Adam supo que su instinto no lo había engañado: ella amaba a su padre tanto como él la amaba. Su preocupación por el conde y sus tiernos cuidados eran auténticos. No se quejó ni una sola vez. Ni una sola vez se mostró irritada por la dilación de la boda. Al parecer, lo único la motivaba era el bienestar de su padre y su eventual recuperación. Ahora, el señor Achmet había permitido que lo trasladasen a la casa de lord Cambridge. Y aunque Patrick todavía no estaba del todo consciente había recobrado la fuerza suficiente para emprender ese corto viaje.
Tom había comprado una casa lejos de la calle principal, con un gran Jardín trasero que ya comenzaba a florecer. El conde, acompañado siempre por Rosamund, fue trasladado en una litera desde el dormitorio de la posada hasta una carreta cubierta por un techo plegadizo. Una vez llegados a la casa de lord Cambridge, la servidumbre se apresuró a llevar la litera escaleras arriba hasta el cuarto donde iba a descansar Patrick. El trayecto no parecía haberlo afectado en absoluto, y aunque Rosamund empezaba a mostrar señales de agotamiento, nadie pudo convencerla de apartarse de su amado. Luego llegó Maybel.
– Como si mi pobre niña no hubiera tenido bastantes problemas en su vida -fue lo primero que dijo apenas franqueó el umbral de la casa-. ¿Dónde está?
Tom soltó la carcajada e incluso Adam no pudo reprimir la risa al oír las palabras de la anciana. Su tía abuela, Mary Mackay, se parecía mucho a Maybel.
– ¿No piensas saludarme, Maybel? -replicó Tom con ánimo de provocarla.
– Buenos días, Tom Bolton. -Luego se dirigió a Adam haciendo una reverencia. -Buenos días, milord. Por su aspecto, supongo que es usted el hijo del conde. Ahora díganme dónde está Rosamund.
– Se encuentra arriba y a ambos nos complace tenerte con nosotros, querida Maybel. Pero antes de verla, te contaremos todo cuanto ha sucedido. ¿Quieres un poco de cerveza?
– Podría ser, si la cerveza es buena -respondió Maybel mientras la conducían a la pequeña sala y la invitaban a tomar asiento-. Por fin una silla que se está quieta. ¡Si vieran cómo se balanceaba ese maldito carromato! Debo confesar, señores míos, que no soy una buena viajera. Y ahora desembuchen, con perdón de la palabra.
Adam le explicó lo que había acontecido y Maybel lo escuchó con atención.
– Todavía no ha abierto los ojos, pero se está despertando. Usted misma podrá comprobarlo. Es capaz de beber. Rosamund lo alimenta como a un niño. Le prepara una bebida con vino, huevos batidos, crema, azúcar y una pizca de cardamomo o de esencia de vainilla, para darle sabor. A él parece gustarle, pues nunca se rehúsa a beberlo. También le da natillas y pan remojado en leche.
– ¿Está recuperando las fuerzas?
– Sí, mejora día a día -fue la esperanzada respuesta.
– ¿El médico lo ha sangrado?
– No. Opina que en el caso de mi padre no es necesario porque podría debilitarlo.
– Nunca conocí a un médico que no sangrara al paciente. ¿Es realmente un buen médico? ¿No han consultado a otros?
– Es el médico del rey -intervino Tom-, y además es moro.
– ¿Qué demonios es eso? -Preguntó Maybel con suspicacia-. Algún extranjero, supongo.
– Sí, viene de España y el rey lo ha invitado a dar conferencias en la facultad de medicina.
– ¿Es judío?
– No, musulmán -replicó Tom alzando apenas la voz y conteniendo la risa-. Un infiel, Maybel.
– Que Dios se apiade de nosotros -imploró la anciana santiguándose-. ¿Están seguros de que no quiere asesinar al conde?
Maybel se sintió consternada cuando los dos hombres se echaron a reír.
– ¡Nooo! -contestaron al unísono.
– El hombre goza de la confianza del rey, Maybel, te lo juro -la tranquilizó Tom.
– Está bien. Si usted lo dice, milord, debo creerle. Ahora llévenme de una vez a ver a mi niña.
Los dos hombres la escoltaron escaleras arriba hasta el dormitorio del conde donde se hallaba sentada Rosamund. Al verla, se incorporó de un salto y sin decir palabra abrazó fuertemente a su vieja nodriza.
– ¡Gracias a Dios que has venido!
– ¡Gracias a Dios y a la Virgen María! Nunca te he visto tan pálida Y tan agotada. ¡Te vas de inmediato a la cama, Rosamund Bolton, sin Protestar! Cuidaré al conde yo misma. De nada le servirás al hombre cuando despierte si sigues hecha una piltrafa como hasta ahora ¿Dónde está Lucy?
– Con Philippa.
– ¿Tienes una criada que pueda ayudarme, milord? -le preguntó a Tom-. No me refiero a esas muchachas veleidosas con cabeza hueca, sino a alguien capaz de obedecer mis instrucciones. -Luego dirigió la mirada hacia Rosamund. -¿Todavía estas aquí, milady?
– Por las noches duermo a su lado, por si se despierta.
– Pues en adelante dormirás en otro cuarto.
– En la habitación contigua -se apresuró a decir Tom antes de que Rosamund protestara-. Contarás con la ayuda de una buena criada, Maybel, te lo prometo.
Luego tomó a su prima del brazo y la condujo fuera del cuarto.
– Y bien, milord, ¿qué piensa de todo esto? -dijo la anciana, mirando a Adam directamente a los ojos.
El joven se limitó a menear la cabeza.
– No lo sé. Esperaba que a esta altura hubiera recuperado todas sus facultades. Según el médico, la mejoría suele ser gradual y opina que mi padre se despertará dentro de poco.
– ¿Y qué piensa usted de la dama de Friarsgate?
– Pienso que ella lo ama con desesperación, Maybel. Ruego a Dios que mi padre se recupere para que puedan casarse y vivir juntos hasta que la muerte los separe.
– Usted es de tan buena madera como su padre, milord. Al principio no me agradaba del todo la elección de Rosamund… la diferencia de edad, el hecho de no poder eludir sus respectivas responsabilidades… usted me entiende. He estado con Rosamund desde su nacimiento. Su dulce madre era una mujer muy frágil. Protegí a la niña lo mejor que pude de quienes intentaban lastimarla. Por fortuna, se casó con dos hombres que la adoraban: Hugh Cabot y Owein Meredith. Pero ella jamás los quiso como a su padre. Nunca, en toda mi larga vida, vi un amor semejante. Y no creo que haya muchas personas capaces de experimentar un sentimiento tan profundo. Verlos juntos era algo… ¿cómo explicarlo?… mágico.
– Mi madre murió al darme a luz. Mi padre, según dicen, le tenía mucho cariño y nunca se volvió a casar. Sin embargo, cuando habla de Rosamund su rostro se ilumina y refleja el más puro amor. Su felicidad es palpable.
Maybel le sonrió con calidez
– Sí, usted es como él. Ahora váyase que yo cuidaré al conde mientras mi ama disfruta de un merecido descanso.
Adam le devolvió la sonrisa y, tras inclinarse en señal de respeto, abandonó el cuarto.
Patrick parecía dormir. Su respiración era tranquila y acompasada. Pero después de haber estado inconsciente durante más de una semana, ¿era posible que se recuperara? Maybel se sentó junto a la cama del conde y lo observó con infinita piedad, meneando la cabeza.
Rosamund se puso el camisón y se metió en la cama con la esperanza de despertarse en unas pocas horas, pero no abrió los ojos hasta el día siguiente. Cuando lo hizo, Lucy estaba en el cuarto preparando el baño. Habían puesto la tina frente a la chimenea y volutas de vapor emergían del agua perfumada.
– ¿Qué hora es? -le preguntó, todavía soñolienta.
– Alrededor del mediodía, milady.
– ¿Cuánto tiempo he dormido?
– Prácticamente un día entero, milady. Maybel me ordenó prepararle el baño y despertarla, milady -Lucy remató la frase con una reverencia.
– ¿Dónde está Philippa?
– Lord Tom la ha llevado al castillo, milady. Opina que ya es tiempo de que conozca a la reina.
Rosamund se levantó de la cama, abrió la puerta que separaba su cuarto del dormitorio del enfermo y entró en la alcoba. Maybel estaba sentada junto al conde, tejiendo.
– ¿Por qué me dejaste dormir tanto? -Le preguntó malhumorada mientras posaba la mano en la frente de Patrick para comprobar si tenía fiebre. -Ahora me toca cuidarlo a mí.
– No. Primero te bañarás, Rosamund Bolton. ¡Uf, apestas! También te lavarás el pelo. Una vez aseada, te pondrás ropas limpias y comerás algo. Luego podrás sentarte junto a tu bien amado.
Por un momento Rosamund contempló la posibilidad de discutir con Maybel, pero se abstuvo sabiendo que perdería. Patrick estaba tranquilo, no tenía fiebre y había logrado sobrevivir un día sin ella. Una hora más no significaría nada.
– Sí, Maybel.
– Me alegra comprobar que aún sabes cómo comportarte ante la auténtica autoridad -la aguijoneó la vieja nodriza, al tiempo que lanzaba una estrepitosa carcajada.
La joven regresó a su cuarto y cerró la puerta tras de sí. Con la ayuda de Lucy se quitó las ropas que había usado durante casi diez días, pensando que jamás en su vida había descuidado tanto su persona. Le sorprendía que Tom no le hubiera dicho nada al respecto, pues tenía un ojo de lince y no se le escapaba detalle en lo tocante a la apariencia física. En ese sentido era un verdadero fastidio y a veces la sacaba de quicio. El agua fragante y tibia distendió sus doloridos músculos y suspiró aliviada.
– Pon a secar las sábanas junto al fuego, Lucy -le ordenó a la doncella, y comenzó a lavar su larga cabellera rojiza con un jabón perfumado.
Lucy le enjuagó y le escurrió el pelo después de cada lavado y, finalmente, lo recogió para que Rosamund pudiera dedicarse de lleno al aseo de su cuerpo. El agua había cobrado un sospechoso color parduzco y la joven no pudo menos de sorprenderse ante la mugre que había acumulado no solo desde su llegada, sino durante el viaje. Por último salió de la tina y Lucy la envolvió en un lienzo.
Se sentó al lado de la chimenea y dejó que la doncella le secara los brazos, las piernas y los hombros. Luego se soltó el cabello y comenzó a cepillárselo con la cabeza vuelta hacia el fuego a fin de apresurar el secado.
Lucy la ayudó a ponerse ropas limpias y Rosamund se sintió avergonzada por su desidia. En caso de haberse despertado Patrick, ¿qué hubiera pensado al verla con ese aspecto tan similar al de esas rameras desaliñadas que pululaban por ciertas calles? Sus dedos alisaron los pliegues de su vestido de terciopelo naranja. Se recogió el cabello, lo cubrió con una toca ribeteada en oro que hacía juego con el atuendo y se ajustó la cintura con una faja.
– La señora Maybel dice que ahora debe comer, milady. Ya he dado instrucciones a la cocina. Solo tengo que tirar del cordón y le traerán el almuerzo. ¿No es un invento maravilloso, milady?
– Lo es. Podríamos instalar uno de esos artilugios en Friarsgate y tal vez no te demorarías tanto tiempo en las cocinas.
– ¡Oh, milady! -se ruborizó Lucy.
Un criado golpeó a la puerta y entró con una bandeja. Luego de alcanzársela a Lucy, sacó la tina que estaba frente a la chimenea, colocó en su lugar una mesa y una silla y salió de la habitación.
Rosamund se sentó y empezó a comer. Su buen apetito no la sorprendía, pues prácticamente no había probado bocado desde su llegada a Edimburgo. El cocinero le había enviado un plato con cuatro suculentos langostinos cocidos al vino blanco, que ella se apresuró a ingerir antes de que se enfriaran. En la bandeja había, además, una gruesa rodaja de carne vacuna, un trozo de pastel de conejo, una pechuga de pollo asada, unas fetas de jamón, un alcaucil y arvejas frescas. Rosamund lo devoró todo. Untó con manteca lo que quedaba de la hogaza de pan y lo comió. Lucy la miraba con los ojos abiertos de par en par, y cuando su ama hubo arrasado con todo cuanto había en la bandeja, fue hasta el aparador a buscar el vino y lo escanció nuevamente en la copa de la dama.
Ella permaneció en silencio durante varios minutos y finalmente se puso de pie.
– Voy a ver al conde -le comunicó a Lucy, y se dirigió al cuarto contiguo.
Maybel levantó la vista del tejido.
– Ah, pero qué bonita te ves, descansada y limpia. El conde ha mostrado signos de desasosiego, aunque, en general, está bien -agregó mientras se incorporaba-. Ahora me toca descansar a mí, ya no soy tan joven como antes, palomita.
Rosamund se limitó a abrazarla con fuerza.
– Muchas gracias, Maybel.
– ¿Por qué? Eres mi ama, niñita. Me necesitaste y vine, eso es todo.
– Pero detestas viajar. ¿Recuerdas cuando fuiste…?
– ¿A Londres? Sí, me acuerdo muy bien -la interrumpió Maybel con una sonrisa-. Mas este viaje no fue tan malo como aquel otro. Además, siempre quise conocer Edimburgo.
Maybel se hizo a un lado y Rosamund se acercó a la cabecera del conde y posó los labios en su frente. No, no tenía fiebre. Después le acarició el cabello y mientras lo hacía, la nariz de Patrick comenzó a moverse como si estuviera olfateando, algo que nunca había hecho antes. De pronto abrió los ojos. Parecía incapaz de fijar la vista, pero sus ojos estaban abiertos. Luego extendió la mano y aferró la muñeca de Rosamund, que lanzó un grito de sorpresa.
– ¡Maybel, llama a lord Leslie! ¡El conde se está despertando!
Maybel salió corriendo del dormitorio en busca de Adam.
– ¡Milord, milord! ¡Su padre se ha despertado! ¡Venga rápido!
Adam, que se encontraba en el recibidor, subió la escalera en tres zancadas y casi se llevó por delante a la anciana cuando se precipitó al lecho donde descansaba su padre.
La vista del conde estaba empezando a centrarse, y al ver a su hijo, exclamó:
– ¡Adam! ¿Qué ha sucedido?
– Estuviste enfermo, padre. Pero ahora te pondrás bien. Rosamund no se ha movido de tu lado durante diez días.
– ¿Rosamund? -preguntó el conde con aire confundido.
– Sí, mi amor, soy yo -replicó Rosamund, a punto de llorar de alegría.
La confusión reflejada en el rostro de Patrick se acentuó aun más. Por último, dijo:
– ¿La conozco, señora?
Rosamund sintió como si una mano helada se hundiera en su pecho y le arrancara el corazón. Incapaz de guardar la compostura, dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas e instintivamente se apartó de la cama, pues la expresión confusa que había asumido el bello rostro de su amado le resultaba intolerable.
– No me conoce -murmuró, sin dirigirse a nadie en especial.
Maybel le aferró la mano con fuerza.
– Según el moro, recuperará gradualmente la memoria, una vez que recobre todas sus facultades. Acaba de despertarse. Lord Adam es su hijo. Y es lógico que reconozca primero a su hijo. Sé valiente, mi niña.
– ¡No soporto que no me recuerde!
– Soportarás lo que debas soportar -dijo Maybel con firmeza-. No puedes huir ahora, mi ángel. Nunca te has comportado como una cobarde. Piensa un poco: el conde sólo ha abierto los ojos. Dale la oportunidad de recuperar sus recuerdos. Los que han forjado entre los dos son tan preciosos que de seguro no podrá olvidarlos.
Rosamund aspiró una profunda bocanada de aire. Luego dijo:
– Debemos llamar al señor Achmet.
– De acuerdo -respondió Adam, acercándose a la joven-. Está cansado y confundido. Ahora dejémoslo descansar. Todo va a estar bien, Rosamund.
El joven la abrazó con el propósito de consolarla, pero al sentir sus fuertes brazos, ella perdió el control y se largó a llorar como si nunca fuera a detenerse.
– Me moriré si no me recuerda -sollozó.
Adam no respondió. No había nada que pudiera decir para confortarla. Recordó las opciones mencionadas por el doctor Achmet: el conde podía morir, recobrar total o parcialmente la memoria, o no recuperarla en absoluto. Él mismo estaba ansioso por saber cuánto recordaba su padre, pero al menos lo había reconocido. Adam no ignoraba cuan devastado se habría sentido si el conde lo hubiera mirado como a un extraño. Comprendía la angustia de Rosamund.
La estrechó fuertemente contra su pecho y le dijo que su padre terminaría por recordar a la mujer amada.
Durante unos segundos, creyó estar otra vez en brazos de Patrick. Suspiró suavemente, pensando que si levantaba la cabeza allí estaría él, sonriéndole y dispuesto a besarla.
– Patrick -murmuró en una suerte de éxtasis.
– ¡Acaba de una buena vez con esos maullidos!
La enérgica voz de Maybel la devolvió de inmediato a la realidad. No estaba en los brazos de Patrick Leslie sino en los de Adam, que estaba datando de consolar a su futura madrastra. Se tragó las lágrimas, pensando que el dolor la había trastornado, y haciendo un titánico esfuerzo pudo, finalmente, dejar de llorar.
– Lo siento, no era mi intención causar semejante alboroto.
Luego se encaminó a la puerta de su dormitorio con paso decidido Antes de cerrarla, se volvió y pidió a Adam:
– Avísame cuando llegue el médico, por favor.
Él asintió sin decir palabra. Lo inquietaba la reacción que había tenido cuando abrazó a Rosamund. De no haber estado Maybel, no hubiera resistido la tentación de alzar su adorable rostro bañado en lágrimas y besarlo.
– Es una reacción natural, milord -adivinó Maybel-. Ningún hombre se negaría a consolar a una mujer que llora de una forma tan lastimera.
– Pero yo quise besarla -respondió Adam con total franqueza.
– ¡Desde luego! Es la cosa más natural del mundo. Una bella mujer angustiada. ¿Qué hombre no hubiera querido besarla para aventar sus penas? -razonó Maybel, palmeándole cariñosamente el brazo.
– ¡Se va a casar con mi padre! -gimió el joven.
– Razón de más para confortarla -lo tranquilizó-. Y ahora, Adam Leslie, mande a buscar al médico y olvídese de este episodio.
Lo empujó fuera del cuarto y volvió a sentarse a la cabecera del conde de Glenkirk, que dormía plácidamente. Ojalá recordara a Rosamund al despertar. ¿Acaso la niña no había tenido ya suficientes desdichas en su vida?
El médico vino y despertó al conde.
– Todavía está débil, pero lo peor ha pasado. El rey se alegrará cuando se entere.
– ¿Y su memoria? -Preguntó Adam-. Por el momento, hay cosas que no recuerda.
– La memoria puede volver… o no -replicó el moro con una expresión inescrutable.
– ¡No se acuerda de mí! -se desesperó Rosamund.
Los negros ojos de Achmet la observaron con simpatía y comprensión mientras hablaba con ella.
– Honestamente, no me cabe en la cabeza que un hombre pueda olvidar a una dama como usted, pero es posible que no la recuerde sin embargo, acaba de despertarse. Dele un poco más de tiempo, señora -Luego se dirigió a Adam-Creo, milord, que limitaré mis visitas esta casa. Una vez por día será suficiente.
Cuando Tom y Philippa volvieron de la corte, la niña estaba exultante por todo lo que había visto.
– La reina dijo que soy igualita a ti, mamá.
Rosamund hizo un esfuerzo por sonreír.
– En efecto, hijita -replicó en un tono que traslucía su desánimo.
– Ahora vete, muñeca, y cuéntale a Lucy tus aventuras -invitó Tom, que había percibido de inmediato el malestar de su prima-. ¿Qué ha sucedido, preciosa? Hasta una muerta tendría un aspecto más vivaz que tú.
– Patrick se ha despertado.
– ¡Esa es una noticia maravillosa!
– No se acuerda de mí.
– Pues esa no es una noticia maravillosa.
– ¿Qué voy a hacer, Tom? ¡No puedo casarme con un hombre que no me conoce!
– Me crucé con el médico en la puerta de calle. ¿Qué dijo al respecto?
– Dice que puede recuperar totalmente la memoria o no. ¡Dios santo! La idea de que me haya olvidado me resulta intolerable. ¡Me moriré, me moriré si lo pierdo!
Tom suspiró, recordando lo que habían dicho Rosamund y Patrick cuando se encontraron por primera vez: su amor duraría para siempre, pero terminarían por separarse. En aquel momento, pensó que su prima estaba exagerando, pero, en realidad, se trataba de una premonición. Con todo, su amor los había llevado a creer que podrían permanecer juntos. Y ahora esto. Era espeluznante, pero nada podía hacer para consolarla.
– La reina quiere verte.
– ¡No puedo verla ahora! -gritó Rosamund.
– No puedes irte de Edimburgo sin darle tus respetos. Ella ha sido paciente contigo por la enfermedad de Patrick, pero el médico le dirá al rey que el conde ha recobrado la conciencia. Y, por consiguiente, la reina esperará que la visites lo antes posible. Es tu deber, mi bella prima. Están encantados con Philippa. La niña se sentó en el suelo del cuarto privado de la reina y jugó con el principito, quien ha empezado a caminar. Hoy cumplió un año, y cuando tu hija se enteró, no vaciló en sacarse la cadenita de oro y ponérsela al príncipe Jacobo. Fue un gesto encantador, muy apreciado por sus majestades. Philippa sabe, por instinto, cómo complacer a los encumbrados y poderosos. Dentro de unos años podremos llevarla a la corte de Enrique Tudor y conseguirle un marido noble. Rosamund lo miró con aire sombrío.
– Patrick no me reconoce -volvió a repetir como una sonámbula.
– Ten paciencia -le aconsejó Tom, sintiendo en carne propia el dolor de su prima-. Sé valiente. Siempre lo has sido, muchacha.
– Pero lo amo, Tom. Nunca quise ni volveré a querer a nadie con la misma intensidad. ¿Qué haré si no me recuerda, si no recuerda nuestro amor?
– Cuando llegue el momento veremos. Es todo cuanto podemos hacer en una situación como ésta.
Rosamund asintió lentamente con la cabeza.
Al principio, Rosamund no tuvo fuerzas para volver a cuidar al conde. Pero Tom y Adam la convencieron: su presencia podía ayudar a Patrick a recobrar la memoria. Sin embargo, no era una tarea fácil, pues él la trataba como a una perfecta desconocida, con cortesía, pero a la vez distante.
– Nos ha dado un buen susto. Me pregunto qué le hizo abrir los ojos, milord. Ya habíamos perdido las esperanzas.
– Un olor a brezo -respondió el conde.
Rosamund recordó que ese día se había bañado y lavado la cabeza con aceites y jabones aromatizados con esa esencia.
– Es su perfume, señora -advirtió él.
– Sí, siempre lo uso -dijo Rosamund, recordando cuánto había amado Patrick ese aroma cuando estuvieron en San Lorenzo.
– Pero esta tarde el olor es particularmente fuerte.
– Porque acabo de bañarme.
– Mi hijo me ha dicho que vamos a casarnos.
– Íbamos a casarnos -lo corrigió Rosamund.
– ¿No quiere desposarse conmigo, señora?
– ¿Cómo puedo casarme con un hombre que ni siquiera sabe quién soy? Si no recobra la memoria, milord, no habrá boda.
– ¿No desea usted ser condesa?-Rosamund se rió con amargura.
– No era mi intención casarme con usted para ser condesa. Y antes de que me lo pregunte, tampoco me interesaba su fortuna. Soy una mujer rica.
– Entonces, ¿por qué íbamos a contraer matrimonio? Tengo un heredero adulto y dos nietos. No necesito otros hijos.
– Usted no puede tener más descendencia, milord. Una fiebre lo dejó estéril hace muchos años -dijo, advirtiendo que había otras cosas que no recordaba de su pasado. Luego agregó -Nos casaríamos porque estábamos enamorados.
– ¿Enamorado a mi edad? -el conde se echó a reír, pero al ver la mirada de intenso dolor en el adorable rostro de la joven, se disculpó-. Perdóneme, señora. Simplemente me parece raro que un hombre de mis años se permita enamorarse de una mujer tan joven y bella. ¿Y usted me correspondía?
– Sí, lo amaba con todo mi corazón. Pasamos el invierno juntos, y a comienzos del verano usted volvió conmigo a Friarsgate. Fue allí donde decidimos casarnos. Viviríamos en Friarsgate durante la primavera, el verano y el principio del otoño, y el resto del año, en Glenkirk. Adam se había desempeñado muy bien en su ausencia y usted pensaba que podía confiarle el manejo de las tierras.
– Le creo, señora, pero no recuerdo nada de lo que me dice.
– ¿No recuerda su visita a San Lorenzo el invierno pasado?
– No. Además, nunca he vuelto ni volvería a San Lorenzo. Fue allí donde perdí a mi querida hija Janet.
– Sin embargo, regresó. El rey necesitaba su ayuda y usted es un súbdito leal. Pasamos un maravilloso invierno y disfrutamos del comienzo de la primavera. Nuestros sirvientes, Dermid y Annie, se casaron allí con nuestra bendición.
– ¿Dermid More se casó? -El conde se mostraba genuinamente sorprendido. -¿Y por qué me envió Jacobo Estuardo de vuelta a San Lorenzo?
– Mi rey Enrique presionaba a su rey para unirse a la Santa Liga, cuyo propósito no era sino atacar a los franceses. Pero Jacobo era un viejo aliado de Francia y, por lo tanto, no podía unirse a la liga sin traicionar al rey Luis. Entonces, lo envió a usted con la esperanza de debilitar la alianza una vez que hubiera hablado con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano.
– ¿Logré mi cometido?
– No. El rey Jacobo no tenía muchas expectativas, pero pensó que era su obligación hacer el intento. De camino a Friarsgate, nos detuvimos en París para garantizarle al rey Luis la fidelidad de Escocia. -Rosamund hizo una pausa. -¿No recuerda nada de esto?
Patrick meneó la cabeza.
– Nada, señora. No puedo creer que haya vuelto a ese lugar.
– En realidad, lo hizo con renuencia. Pero lo hizo. Y fuimos felices en San Lorenzo.
– Lo siento, señora -se disculpó el conde, luego de un largo y embarazoso silencio-. Al parecer, he perdido la memoria.
– ¿Qué es lo último que recuerda? El volvió a menear la cabeza.
– Estaba en Glenkirk, creo… y el año era… 1511.
– Estamos en Edimburgo, en abril de 1513. Patrick la miró estupefacto.
– ¡1513! Entonces he perdido dos años de mi vida… aunque recuerdo perfectamente todo lo demás.
– Me alegra saberlo, milord -dijo la joven tragándose las lágrimas, pues de nada le hubiera valido llorar.
– ¿Cuándo piensa usted que estaré lo bastante recuperado para volver a Glenkirk, señora?
– Eso debe decidirlo el señor Achmet.
– Detesto a estos moros de piel oscura. Uno de ellos traicionó a mi hija. Era un esclavo.
– Es un hombre que goza de la confianza del rey, milord. Jacobo Estuardo lo envió tan pronto como se enteró de su enfermedad. Sus consejos y los cuidados que le prodigó han dado excelentes resultados. -Rosamund se puso de pie. -Ahora le conviene descansar un poco, milord, de modo que lo dejaré tranquilo.
– Me tratan como a un anciano. Supongo, señora, que se sentirá aliviada al librarse de mi persona. ¿Cuándo podré salir de esta bendita cama?
– Se lo preguntaremos al señor Achmet cuando venga -respondió la joven y se retiró de la alcoba.
Una vez en pasillo, exhaló un profundo suspiro. Sus esperanzas se habían desvanecido casi por completo, pues era evidente que él no volvería a recordar los dos años que pasaron juntos. Se sintió más vacía y más sola que nunca. Y las palabras del conde: "Supongo, señora, que se sentirá aliviada al librarse de mi persona", dichas al pasar y en un tono casi frívolo, le habían roto el corazón.
El 29 de abril Philippa Meredith cumplió nueve años. Al conde de Glenkirk se le permitió bajar al salón para estar presente en la cena de cumpleaños. Había caminado varios días en el dormitorio y parecía haber recuperado al menos la fuerza física. La niña se sintió intimidada por el conde, pues la trataba como a una extraña. Aunque le resultaba difícil comprenderlo, se comportó con él de una manera impecable. Con tantas penas y ajetreos, nadie recordó que al día siguiente, el 30 de abril, Rosamund cumpliría veinticuatro años.
Se hicieron planes para el regreso de los Leslie a Glenkirk y de Rosamund y su familia a Friarsgate. Lord Cambridge acompañó a su prima a visitar a la reina. Margarita Tudor ya estaba al tanto de la situación. La recibió con los brazos abiertos y la condujo a sus aposentos privados. No había nada que pudiera decir o hacer para ayudar a su amiga en esas terribles circunstancias. Las dos mujeres se abrazaron.
– Ruego a Dios que nunca sientas un dolor tan lacerante como el mío.
– ¿Es cierto que perdió por completo la memoria? No por completo. Se acuerda de todo, salvo de los dos últimos años según el señor Achmet, tal vez algún día los recuerde. Es mi única esperanza, Meg.
– Rogaré para que así sea y rogaré por ti, querida Rosamund.
Trajeron al príncipe Jacobo y se lo mostraron a la dama de Friarsgate. Era un niñito saludable y pelirrojo, nada parecido a los Tudor. La visita llegó a su fin y Rosamund se despidió de la reina.
– Pronto habrá guerra. Cuídate, querida Rosamund.
– ¿Realmente lo crees? -preguntó la joven.
– Mi hermano no escuchará razones. Ya sabes cuan tozudo es. Con su condenada Santa Liga ha puesto a Escocia entre la espada y la pared -suspiró-. Tú estarás a salvo, pero mantente alerta -dijo, sacándose un anillo del dedo-. Si los escoceses invaden tus tierras, muéstrales el anillo y diles que te lo dio la reina de Escocia. Te librará de cualquier asedio.
A Rosamund se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Gracias, Su Alteza -dijo dirigiéndose formalmente a Margarita Tudor, reina de Escocia.
"Maldita sea -pensó-últimamente no hago más que llorar". Las dos mujeres volvieron a abrazarse y Rosamund, luego de retirarse de los aposentos privados de Su Majestad, abandonó la residencia real.