CAPÍTULO 06

Sebastián, duque de San Lorenzo, estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años. Era un hombre de fina estampa aunque algo corpulento. El cabello otrora negro azabache, había virado a un gris plateado y sus ojos eran tan oscuros y vivaces como en su juventud. Clavó la mirada en el conde, a quien jamás hubiera imaginado que volvería a ver. Por cierto, no se habían separado en buenos términos.

Janet Leslie era la prometida de su hijo Rodolfo, el heredero. Cuando fue secuestrada por los traficantes de esclavos, el duque hizo lo imposible por recuperarla y la Santa Virgen María fue testigo de sus denodados esfuerzos. Pero también decidió que, aun cuando Janet fuera rescatada, el matrimonio se cancelaría, pues el duque consideraba indigno de su primogénito desposara una joven que, seguramente, había sido vejada. Además, hizo gestiones secretas para casar a su hijo con una de las princesas de la corte de Toulouse. Sin embargo, el conde de Glenkirk supo de inmediato, aun antes de confirmarse que Janet había desaparecido para siempre, que la boda de su hija con Rodolfo di San Lorenzo jamás se llevaría a cabo, que el compromiso formal celebrado unas pocas semanas antes se había anulado y que el duque estaba buscando una nueva novia para su hijo. Como consecuencia, la cordial relación entre el embajador escocés y el duque se deterioró sin remedio. Los dos caballeros se despidieron con las formalidades del caso, convencidos de que jamás se verían nuevamente.

– Aunque tu visita me llena de asombro, Patrick, te doy la bienvenida a San Lorenzo. Veo que los años han sido benévolos contigo.

– Gracias, milord.

– Patrick, mi viejo amigo. ¿Podremos recuperar nuestra amistad? ¿El tiempo no ha mitigado los malos recuerdos?

– Tal vez los tuyos, Sebastian, pero no los míos-. Respondió el conde con voz calma y suave-De todos modos, he regresado a San Lorenzo.

– Acompañado de una hermosa dama, según me han dicho-replicó el duque con una sonrisa pícara-. Siempre tuviste debilidad por el bello sexo. Ahora dime, ¿qué te trae por aquí?

– La dama y yo queríamos escapar del crudo invierno del norte y de los chismosos de la corte del rey Jacobo.

– Eso no es cierto. He recibido una carta de tu rey pidiéndome que te atienda con la mayor deferencia. Si fueras un hombre común y corriente que huye con su amante, aceptaría esa explicación, pero no lo eres, Patrick Leslie.

– Cuanto menos sepas acerca del propósito de mi visita, mejor será para ti y para San Lorenzo. Debo encontrarme aquí con ciertas personas, y es conveniente que esa reunión sea lo más discreta posible.

– El rey me sugirió algo así, pero también me dijo que si no me contentaba con esa explicación, tú sabrías darme una mejor.

Patrick suspiró. No confiaba en Sebastian di San Lorenzo; no después de lo que había pasado. Sin embargo, no tenía alternativa: debía contarle la verdad para ganarse la simpatía y la solidaridad del duque.

– ¿Conoces la Santa Liga?

– Es la política que hace el Papa en nombre de Dios.

El conde de Glenkirk sonrió. El duque no le inspiraba confianza, pero sabía que no era ningún tonto.

– Sí, y ha puesto a mi rey en una difícil situación.

– ¿Por qué? Jacobo Estuardo siempre ha sido uno de los favoritos del Papa. Incluso Julio le obsequió la Rosa Dorada por su devoción y su lealtad a la Santa Iglesia.

– Es verdad, pero Escocia está casada con la hermana de Inglaterra. Ese matrimonio fue concebido por el rey Enrique VII con el fin de fomentar la paz entre ambas naciones. Salvo por las esporádicas escaramuzas en la frontera, el propósito se ha cumplido. La reina Margarita es devota de su marido y leal a Escocia. Pero ahora su hermano ocupa el trono de Inglaterra. Enrique Tudor es joven, ambicioso, envidioso, despótico y tiene delirios de grandeza. Jacobo, en cambio, es un hombre pacífico y ha traído prosperidad a Escocia. Esa prosperidad se debe, fundamentalmente, a la ausencia de guerras y disputas, situación que lo ha convertido en una figura distinguida entre los gobernantes de Europa. Enrique está muy celoso del rey y quiere destruir el poder de Escocia, pues considera que Inglaterra es más importante. No puede tolerar que Escocia tenga mayor preponderancia que él. Encontrará la manera de cumplir su cometido. El primer paso de su plan fue el de alentar al Papa, que antes mantenía buenas relaciones con el rey Luis, para exigir a los franceses que abandonaran sus posesiones en el norte de Italia. Recordarás que el Papa se alió con los franceses en la campaña contra los venecianos en el norte de Italia.

– Los mismos venecianos que ahora integran la Santa Liga -murmuró el duque-. ¡Ah, cuan volubles son los hombres!

– Por supuesto, la piadosa España también forma parte de la Santa Liga, junto con Maximiliano y su Sacro Imperio Romano.

– Pero no Escocia.

– Exactamente. Escocia mantiene una alianza con Francia desde hace muchísimos años. Mi rey es un hombre de honor, y si no encuentra motivos para romper esa coalición, no lo hará. Pero Enrique Tudor no es un hombre honorable y ha pergeñado un plan malévolo para arruinar las buenas relaciones de Jacobo con el papa Julio y la Santa Sede.

– ¿Tu rey estaría dispuesto a mandar tropas para ayudar a Francia?

– Sólo si se viera forzado a hacerlo, si no tuviera más remedio. Sabes muy bien que un gobernante puede evitar ese tipo de situaciones cuando está en juego el bienestar de su país.

– Entonces Escocia se mantendría neutral.

– Así es. Una posición que en cualquier otra circunstancia favorecería al Papa.

– Pero el rey de Inglaterra lo presiona al punto de obligarlo a elegir: o ellos, o nosotros. Ay, Patrick, Enrique Tudor es realmente despiadado e inteligente. ¿Por qué has venido a San Lorenzo?

– El rey Jacobo tiene la esperanza de poder debilitar esa coalición y, de ese modo, desviar la atención respecto de la posición de Escocia. Si el Papa debe tratar de conservar a los aliados que ya ha conseguido, no se preocupará por la posición de Escocia, siempre y cuando, claro está, no resulte abiertamente hostil a la liga. He venido para reunirme con dos caballeros: uno de Venecia y otro de Alemania. Mi rey considera que son los eslabones más débiles de la cadena. España es, sin duda, el más fuerte, ya que la reina de Inglaterra es hija del rey Fernando.

– Es un plan muy audaz, y muy difícil de cumplir, por cierto.

– El rey lo sabe. Pero no está dispuesto a romper nuestra antigua alianza con Francia, y si no lo hace, Inglaterra usará esa negativa como excusa para invadir Escocia. Lo que significa que nosotros tendremos que invadir primero. No te inquietes, será una falsa invasión, pues no tenemos ningún interés en conquistar Inglaterra. El objetivo es distraer la atención de Enrique Tudor y evitar así que consume su perverso plan de dañar las relaciones entre el Papa y Jacobo Estuardo.

El duque de San Lorenzo asentía en actitud pensativa. Luego preguntó:

– ¿Por qué te enviaron a ti, Patrick?

– Por dos razones. Primero, porque fui el primer embajador de Escocia en San Lorenzo. Segundo, desde que regresé a mi hogar, hace dieciocho años, jamás he salido de Glenkirk, de modo que soy casi un desconocido en la corte. Además, no me considerarían el candidato indicado para una misión de tal envergadura, en caso de que alguien supiese los verdaderos motivos por los cuales he venido a San Lorenzo. Y nadie los conoce.

– ¿Ni siquiera la adorable dama que te acompaña?

– Ni siquiera Rosamund -mintió el conde-. Ella es inglesa y es amiga de la reina. No quise ponerla en la disyuntiva entre su amor por mí y su lealtad hacia Margarita Tudor e Inglaterra. Se fue de la corte alegando que una de sus hijas se hallaba enferma. Todos suponen que yo partí con ella, pues no ocultamos nuestra pasión.

– Rosamund. ¡Qué nombre encantador! ¿Cuándo me la presentarás?

– Como viajábamos en secreto y queríamos llegar lo antes posible, solo trajimos lo indispensable. En este momento nos están confeccionando un nuevo vestuario, Sebastian. La ropa que llevo puesta es prestada. Admito que me resulta práctica y decorosa, pero no es la que usaría normalmente en una corte tan elegante y refinada como la tuya.

– Me gustaría no tener que lucir siempre espléndido en esta etapa de mi vida, pero mi nuera insiste en que debemos guardar las apariencias.

– ¿Cómo está tu hijo Rodolfo?

– Gordo y contento. Es padre de diez mujeres y dos varones. Enrico, el primogénito, será el sucesor de su padre. El segundo hijo varón tiene sólo cinco años y será sacerdote, a menos que alguna desgracia le suceda a su hermano. Roberto es el benjamín de la familia. Es una suerte que se lleven tantos años entre ellos. Mi gran preocupación son las diez nietas. ¡San Marone! No sé cómo haré para encontrarles maridos a todas; algunas tendrán que ir al convento. ¿Y tu hijo, Patrick? ¿Se ha casado y te ha dado nietos?

– Sí. Tiene dos hijos y una hija. No eligió una mujer cariñosa.

– Yo tampoco, Patrick. Pero mi esposa era joven y bella, y la deseaba con locura. Supongo que a él le habrá pasado lo mismo.

– Así es -asintió Patrick, lacónico.

– ¿Quieres que se sepa que estás en San Lorenzo? Ahora tenemos un embajador inglés.

– Sí, lo sé. Se llama Richard Howard, creo.

– Supongo que tu embajador te informó acerca de él.

– Rosamund lo vio en la calle cuando llegamos a San Lorenzo y lo reconoció, aunque no recordaba su nombre.

– ¿La dama es miembro de la corte inglesa?

– Pasó parte de su infancia como pupila del rey Enrique VII y se hizo muy amiga de mi reina. Prácticamente crecieron juntas. Desde que se casó, el mismo año en que se celebró la boda entre el rey Jacobo y Margarita, Rosamund no ha salido de sus tierras en el norte de Inglaterra.

– ¿Y el marido?

– Es viuda.

– ¡Ah! Una dama bella y experimentada. Eres muy afortunado, mi querido Patrick.

– Aquí nos comportaremos con discreción, Sebastian, como dos amantes furtivos que han escapado juntos. Dejemos que el embajador inglés se entere de nuestra presencia cuando tenga que enterarse. Si considera que el asunto reviste algún interés para su rey, enviará un informe a Enrique Tudor. Aunque dudo que lo haga, pues, te repito, no soy conocido en las cortes inglesa o escocesa. Ni yo ni Rosamund somos personas importantes. Por eso me eligió el rey Jacobo.

– Todos te recuerdan en San Lorenzo, Patrick.

– Si Howard se entera de que fui embajador de Escocia, le diré que vinimos aquí porque ya conocía la ciudad y me parecía un lugar romántico e ideal para traer a mi amante. ¿Acaso lord Howard prefiere los inviernos ingleses?, le preguntaré. Imagínese, entonces, cómo han de ser los escoceses -respondió con una amplia sonrisa. Contra todas sus expectativas, empezaba a disfrutar de la aventura.

El duque soltó una risa al percibir la alegría de su compañero.

– Advierto que te está gustando el juego, Patrick.

– Creo que sí. Hace tanto tiempo que no tengo diversiones. Siempre he sido esclavo del deber, pero ahora me siento como un niño liberado de sus obligaciones escolares. Recuerdo cómo me deleitaban las caricias del sol invernal en mi espalda y la fragancia de las mimosas en febrero. No había olido su perfume desde mi partida de San Lorenzo.

– ¿Siempre fuiste tan romántico, Patrick, o es que estás enamorado?

– No lo sé. Pero sí, estoy locamente enamorado.

– Ansío conocerla. ¿Te casarás con ella?

– Si me acepta -respondió el conde. No quería que el astuto duque supiera la verdad acerca de su relación con la joven. Además, esa mentirilla podría disuadirlo de seducir a Rosamund, a quien, de todos modos, advertiría sobre el carácter fogoso y fácilmente excitable del duque.

– ¿Quién está haciendo la ropa? ¿Celestina?

– La misma.

– Recuerdo muy bien cómo me la robaste. ¿Sabías que soy el padre de su hija mayor? La entregamos a la Iglesia para expiar nuestros pecados.

– Celestina era una mujer muy generosa -recordó el conde con una sonrisa.

– Lo sigue siendo. Por desgracia, ahora estoy muy viejo para complacerla, pero somos buenos amigos. Me ocuparé de que sus mozas apuren la tarea para que tú y Rosamund puedan asistir a una fiesta que daré dentro de tres días. Será una recepción de bienvenida al artista Paolo Loredano de Venecia, quien pasará el invierno pintando en San Lorenzo. Su visita es un gran honor, y le pediré que haga un retrato mío y de mi familia. Pertenece a la familia de los dux y ha estudiado con Gentile Bellini y también con su hermano Giovanni. Sera un gran evento.

– ¿El embajador inglés está invitado a la reunión?

– Desde luego. Pero no puedes dejar de venir; de lo contrario, despertarás sospechas. Como bien lo sabes, es muy difícil guardar un secreto en San Lorenzo. Lord Howard ya debe de estar enterado de tu visita y, sin duda, sentirá curiosidad. Si tú y lady Rosamund concurren a la fiesta y actúan en público como tiernos amantes, alejarás los temores del embajador.

– No has perdido la afición por la intriga, Sebastian. Sólo te suplico que no reveles el verdadero propósito de mi viaje. Como el ducado se encuentra entre Francia y los estados italianos, sé que no querrás que ninguna de las dos partes te considere desleal.

– Los dieciocho años pasados en las tierras altas de Escocia no han menguado tus notables habilidades para la conspiración, Patrick -bromeó el duque-. En lo que a mí concierne, el motivo de tu visita no es sino lo que parece ser: un hombre mayor que huye con su joven amante.

– ¿Soy tan viejo, Sebastian? -preguntó el conde con tristeza.

– Eres un poco menor que yo. No puedes ser tan viejo si has logrado conquistar a una joven amante. ¿O anda a la caza de tu fortuna?

– No. Ella posee su propia fortuna. Por alguna extraña razón, nos hemos enamorado.

– ¿Tu hijo sabe del romance? ¿Cómo era su nombre? ¿Adam?

– Sólo sabe que estoy cumpliendo una misión por orden del rey. De todos modos, pienso que no le molestaría mi amor por ella. Pero su mujer es muy distinta. Él creyó que la amaba cuando se casó, y la familia era respetable, así que yo no tuve ningún motivo para oponerme a su matrimonio.

– ¿Cuántos matrimonios se contraen por amor? Uno se casa por el dinero, las tierras y el poder. Si además recibe amor, es un hombre afortunado. Mi difunta esposa, Dios se apiade de su alma -dijo el duque persignándose-, no era una mujer apasionada. Pero comprendía y aceptaba su destino. Era una esposa leal y devota, y cumplía con su deber. No podía pedir más de ella, y a cambio le brindé mi respeto y mi lealtad. Encontré el amor en otra parte, aunque me pregunto si era amor o lujuria.

– Por lo general, es lujuria. Pero esta vez es distinto. Soy lo bastante viejo y sabio para conocer la diferencia.

– Entonces te envidio, Patrick Leslie. Ahora bebamos un buen vino y brindemos por los viejos y los nuevos tiempos. -Golpeó las palmas y al instante aparecieron los sirvientes.

Más tarde, mientras caminaba ociosamente por la ciudad rumbo a la embajada, el conde de Glenkirk se detuvo en la plaza del mercado y compró a una florista un enorme y colorido ramo de mimosas. Luego se metió en una callejuela, entró en una joyería y compró un collar de oro filigranado con incrustaciones de cristal de roca verde. Pensó que sería un precioso adorno para el vestido de seda. Era la primera joya que le obsequiaba a Rosamund y esperaba que le gustara. La tarde era cálida y, ansioso por entregar el collar, apuró el paso hasta llegar a la cima de la colina donde se hallaba la embajada escocesa.

Lord MacDuff lo saludó cuando entró en la residencia.

– ¡Has estado en el palacio! Cuéntame cómo ha sido el reencuentro con el duque, ese viejo zorro.

El conde llamó a una de las criadas.

– Lleve esto a lady Rosamund -ordenó, tendiéndole el ramo de mimosas-, y dígale que la veré enseguida.

Sonriente, la mujer hizo una reverencia, tomó el tributo floral y subió las escaleras corriendo.

– No ha cambiado -comentó, mientras tomaba asiento y su anfitrión le servía vino en una pequeña copa de plata.

– ¿Qué le dijiste?

– Lo que tenía que saber. El duque se encuentra en una posición muy delicada, milord, ya que San Lorenzo está situado entre Francia e Italia. Si llega a descubrirse la verdad, dirá que no sabe nada, manifestará su estupor e indignación y protegerá a San Lorenzo a cualquier precio, lo que es su derecho y su obligación. Si lord Howard siente curiosidad por mi visita y te hace preguntas, limítate a responder que vine aquí para estar con mi amante. En todo lo demás, demuestra la más absoluta ignorancia.

– ¿Crees que podremos debilitar la alianza?

– No, y tampoco lo cree el rey, pero piensa que debemos intentarlo. Aun cuando Venecia y el Sacro Imperio Romano insistan en mantenerse fieles a la Santa Liga, tendrán ciertas dudas, que me ocuparé de aumentar. Perderán el entusiasmo y actuarán con más cautela que antes. Eso es lo máximo que podemos hacer, y lo haremos. Enrique Tudor no ha vencido todavía.

– ¿Sabes quiénes son los caballeros que se reunirán contigo?

– No, aunque presumo que uno de ellos es el artista que vendrá de Venecia en un par días y que será agasajado por el duque con una gran recepción. Es miembro de la familia Loredano y goza de cierta fama por haber sido alumno de los hermanos Bellini. Nadie pensará que un artista se dedica a las intrigas políticas. Pero no estoy seguro; tendré que esperar y ver. Sebastian insiste en que Rosamund y yo asistamos a la fiesta. Está impaciente por conocerla, como es lógico, pero sospecho que también quiere seducirla con sus dotes de gran amante.

– En los últimos años sus aventuras no han trascendido públicamente. Como está más gordo y más lento de piernas, se cuida mucho de que no lo descubra un marido o un padre furioso.

– Imagino que su hijo habrá ocupado su puesto.

– ¡En absoluto! -Exclamó, y agregó-: Lord Rodolfo tiene una amante, pero es bastante discreto.

– Siempre pensé que sería igual a su padre, y se lo advertí a Janet en una ocasión. Me enteré de que tiene muchos hijos.

– ¡Sí! ¡Y para colmo, diez mujeres!

– Quiero agradecerte tu hospitalidad, Ian MacDuff. Fuera de su breve visita a la corte de Escocia, Rosamund jamás había salido de Inglaterra y se siente agasajada como una reina.

– Es una joven encantadora. Además, es muy amable y atenta, según Pietro, quien, como recordarás, valora los buenos modales. Los sirvientes están felices de que haya una mujer en la casa y no tener que soportar todo el día a un viejo solterón malhumorado.

– Me gustaría quedarme hasta la primavera.

– ¡Quédate todo el tiempo que desees!

Patrick se despidió del embajador y subió corriendo las escaleras. Cuando entró en su apartamento, vio a Rosamund probándose un vestido. Saludó a Celestina inclinando la cabeza, se sentó y se puso a observar la escena.

– Escuché que irán a la fiesta en honor del veneciano, Patrizio -dijo la modista-. Será un gran evento, pues el duque querrá impresionar al artista Loredano. Dicen que las fiestas en Venecia son algo grandioso. Nuestro duque tendrá que esforzarse si desea asombrar a su huésped.

– ¿Cómo diablos te enteraste de que asistiremos a la recepción del duque? Si hace apenas unos segundos que he regresado del palacio.

Celestina giró sus ojos negros hacia él sin mover la cabeza, un gesto que el conde recordaba muy bien.

– Patrizio, en San Lorenzo las noticias vuelan. Aquí todos saben todo. Por ejemplo, me he enterado también de que el embajador inglés siente curiosidad por conocerte. Le llama la atención que el ex embajador de Escocia haya aparecido sorpresivamente aquí… y ahora.

– Los ingleses siempre sospechan de los escoceses. ¿No es así, mi amor?

– Siempre. Los escoceses no son personas confiables, Celestina. ¿No está demasiado bajo el escote?

– Se usa así, señora.

– En la corte de Escocia se usa más cerrado.

– En la corte de Escocia hace más frío. A las mujeres del sur nos gusta que la brisa acaricie nuestra piel en las cálidas noches de invierno. ¿No es cierto, milord?

– Me parece que el escote está muy bien -aseveró Patrick.

– No opinarás lo mismo cuando el duque me coma los pechos con los ojos.

– Tiene permiso para mirarte. Pero nada más. -Las dos mujeres se echaron a reír.

– Estoy reformando todo el corpiño del vestido de seda verde -dijo Celestina-. Lo adornará con el regalo que Patrick le ha comprado al regresar del palacio.

– ¿Me compraste un regalo? -gritó Rosamund, exaltada-. Digo, además de las flores… que son preciosas, milord. ¿Cómo se llaman? ¿Y dónde está mi regalo?

– Las flores se llaman mimosas y, en cuanto al obsequio, ahora no se si entregártelo o no, pues noto demasiada codicia en tus ojos -bromeó el conde.

– Respeto tu decisión, milord, pero es una lástima que arrojes a la basura una alhaja tan hermosa.

– ¿Por qué estás tan segura de que es una alhaja?

– ¿No lo es? Entonces ya sé: me compraste una villa y como era muy pesada no pudiste traerla contigo.

– Por fin has encontrado la horma de tu zapato, Patrizio. Estoy muy contenta por ti. Listo, he terminado. ¡María!, quítale el vestido a la señora con sumo cuidado pues la tela es muy delicada. Pronto tendrá un vestuario nuevo y hermoso para que pasen el invierno en San Lorenzo.

Hizo una reverencia y abandonó los aposentos del conde.

– ¿Nos quedaremos aquí todo el invierno?

– Es mejor viajar al final de la primavera o a principios del verano, mi amor.

– No pensaba estar tanto tiempo fuera de casa.

– Tu tío Edmund y tu primo Tom se encargarán de la administración de Friarsgate en tu ausencia -la consoló el conde rodeándola con sus brazos.

– No es eso lo que me preocupa, sino mis hijas.

– ¿Acaso no confías en que Maybel sabrá cuidarlas muy bien?

– Es que no me gusta que las niñas pasen tanto tiempo sin su madre. Maybel es de mi absoluta confianza, pues es la mujer que me crió. Al menos el tío Henry no las obligará a casarse como a mí.

– Tú jamás piensas en ti misma sino solo en tus obligaciones, me lo has dicho, y te emprendo porque soy igual a ti. ¿Por qué no aprovechamos estos meses para alejarnos de las responsabilidades, estar juntos y divertirnos un poco?

– ¿Cómo le transmitirás a tu rey la información que recabes?

– Cuando llegue el momento, lord MacDuff enviará a Jacobo un mensaje con su sello diplomático. Y tú y yo nos quedaremos aquí disfrutando del sol, haciendo el amor y bebiendo el vino de San Lorenzo.

– ¡Es una idea maravillosa! -Suspiró Rosamund, levantando la cabeza para recibir el beso de su amado-. Ahora quiero el regalo.

Patrick lanzó una carcajada y sacó de su jubón un estuche forrado en cuero blanco.

– Aquí lo tienes, mi pequeña ramera -bromeó el conde.

Rosamund trataba de contener la emoción. Se quedó mirando el estuche mientras deslizaba sus dedos sobre el suave cuero. Luego, abrió el broche y levantó la tapa. Sus ojos parecían dos grandes esferas de ámbar.

_-¡Oh, Patrick, es precioso! -exclamó. Sacó el collar de oro filigranado de su nido de terciopelo y colocó la caja a un lado-. ¿Qué son estas diminutas piedras verdes? Nunca vi nada parecido.

– Son cristales de roca. El color combina con el vestido de seda que te mostró Celestina la primera vez. También se puede usar con una piedra más grande que va montada en una cinta y que cae en medio de la frente. Quise comprarla, pero no sabía si iba a gustarte.

– Patrick, eres tan bueno conmigo.

– ¿Algún hombre te ha regalado joyas?

– Sí -admitió, bajando la mirada.

– ¿Quién? -preguntó el conde, celoso.

– Mi primo Tom -rió la joven, incapaz de seguir mofándose de su amado-. Es un caballero muy especial que adora las cosas bellas y posee una gran cantidad de magníficas joyas. Cuando estuvimos en Londres me regaló varias alhajas preciosas, pero ninguna tan perfecta como este collar. -Se paró en puntas de pie y lo besó. -¡Gracias, amor mío!

– ¿Entonces quieres que te compre la cinta con la piedra?

– ¿Me acusarás de codiciosa si te digo que sí?

– No. Estarás hermosísima en la fiesta del duque y yo sentiré celos de todos los hombres que admiren tu belleza.

– Oh, Patrick, no debes estar celoso. Te amo como jamás he amado a otro hombre. No conocía el amor hasta que te encontré.

– ¿Nunca sentiste atracción por Logan Hepburn?

– Sí, me atrajo. Es un hombre joven y apuesto, y una buena persona. Pero nunca lo amé.

– No entiendo por qué me prefieres a mí y no a él. ¿Por qué te he conocido ahora, en el otoño de mi vida? ¿Por qué somos tan esclavos del deber, de nuestras familias y nuestras tierras? A veces quisiera escapar de todas las obligaciones. Pero sé que nunca lo haré, y tú tampoco.

– Es cierto. Tarde o temprano, terminaremos cumpliendo con nuestro deber, pero, mientras tanto, gocemos de estar juntos y de San Lorenzo. No vuelvas a hablar de la despedida, Patrick. Llegará en su momento. Pero no todavía.

El conde no dijo nada más. La estrechó con fuerza entre sus brazos y la besó en la cabeza. ¿Cómo era posible que se conocieran tanto en tan poco tiempo? No sabía la respuesta, ni le interesaba. Ella estaba en sus brazos y él la amaba. Eso era lo único que importaba en ese momento. Acarició con sus manos el cabello sedoso de la joven y suspiró, feliz.


Finalmente, llegó el día de la ansiada fiesta. A la tarde, Celestina y María le llevaron el vestido a Rosamund.

– ¡No puede ser el mismo! -gritó mientras contemplaba el suntuoso vestido desplegado sobre la cama. La enagua tenía dibujos de peces saltarines, conchillas y caballos de mar, todos bordados en hilos de oro. El corpiño estaba cosido íntegramente con perlas. Las largas mangas estaban abiertas y enlazadas con cordones de oro, y dejaban ver otras mangas de fino encaje color natural. La falda no tenía ningún adorno, para resaltar aún más la gracia del vestido.

– ¡Es bellísimo, Celestina! ¡No sé cómo agradecértelo!

– Esta noche todos los caballeros la acosarán como abejas, señora. Es un hermoso vestido y Patrizio lo pagará bien caro -rió la modista-. También le he traído zapatos. Annie me prestó una de sus botas para que viera la talla. Espero que no le queden demasiado grandes.

Del enorme bolsillo de su delantal sacó un par de zapatillas de punta cuadrada, forradas con la misma seda del vestido, y se las entregó.

– Son maravillosas, Celestina, gracias. Me has preparado un atuendo perfecto para la fiesta.

– Ahora me marcho. Tengo que comer con mi padre. Cuando esté lista para partir, señora, volveré para controlar que todo esté en orden.

– ¿Piensa que no sé cómo vestirla? -protestó Annie, un poco molesta por la actitud de la modista.

– Es una verdadera artista, Annie, y debes admitir que el vestido es el más hermoso que he tenido.

– Sí. Hasta sir Thomas lo aprobaría, aunque el escote me sigue pareciendo muy bajo.

– Prepárame el baño. Ojalá fuera tan fácil llenar la tina como vaciarla.

En efecto, el llenado era una tarea ardua, pues había que volcar una cantidad interminable de baldes de agua; en cambio, el vaciado era una operación muy simple. En la parte inferior de la tina de roble había un tubo flexible que sobresalía del borde de la terraza y que tenía un corcho en el extremo. Al quitarlo, el agua de la bañera se iba por el tubo y caía sobre las rocas.

Mientras se llenaba la tina, Rosamund comió un plato de huevos revueltos con medio melón dulce, una fruta que probaba por primera vez y que le gustó tanto que pidió que se la sirvieran todos los días. Cuando el baño estuvo listo y perfumado con fragancia de brezo blanco, la favorita de Rosamund, la joven se levantó de la mesa llevándose la copa de vino. Annie le quitó el caftán y Rosamund, completamente desnuda, salió a la terraza, entregó la copa a la criada y se metió en la tina. Cuando su señora se sentó en el banquillo, Annie le devolvió la copa y le recogió el cabello.

– Déjame sola un momento. Luego me lavaré, pero ahora deseo quedarme sentada bajo el sol y contemplar el mar azul.

– Después querrá dormir una siesta, milady. Sacaré el vestido nuevo de la cama y lo guardaré en un sitio seguro.

Rosamund bebió un sorbo de vino y se puso a observar los movimientos del puerto de Arcobaleno. Un espléndido barco avanzaba majestuoso en dirección a la ciudad. Las velas tenían rayas de color oro y púrpura real, y el mascarón de proa era una sirena dorada con los pechos desnudos y trenzas rojas. Rosamund sonrió y pensó que solo una figura muy importante podía viajar a bordo de tan magnífico navío.

– En ese barco viene el artista Paolo Loredano -señaló Patrick al entrar en la terraza.

– Tal vez el barco pertenezca a los dux.

– O al propio maestro Loredano. Es un famoso retratista, como lo fue su primer maestro, Gentile Bellini. El duque pretende que le haga un retrato a él y a su familia, pero Loredano es muy quisquilloso y no acepta cualquier pedido. Ha ofendido a varias personas por esa actitud.

– ¿Qué aspecto tiene el duque?

– Es aun más viejo que yo, querida. De estatura mediana, un poco entrado en carnes por la buena vida. Antes tenía el cabello negro, pero ahora se le ha puesto gris. Será un excelente anfitrión y desplegará todos sus encantos para atraerte. Te advierto que es un hombre muy astuto, despiadado y un gran seductor.

– ¿Debo temerle?

– No. Muéstrate tal como eres y recuerda que es sólo un duque y tú, mi paloma, estás acostumbrada a tratar con reyes.

– Lo recordaré. ¿Quieres compartir el baño conmigo?

– Estaba esperando que me lo preguntaras.

Ella le ofreció un sorbo de vino, que él aceptó gustoso. Rosamund colocó la copa en la repisa, tomó un paño, lo frotó con el jabón y comenzó a lavar a su amado.

– Dicen que antiguamente la dama del castillo y sus doncellas lavaban a los huéspedes importantes, pero no aclaran si la señora debía meterse en la tina con los caballeros -comentó Rosamund. Luego le pasó el paño por la cara con mucha suavidad-. Te está creciendo la barba. Tendrás que pedirle a Dermid que te la corte antes de la fiesta -añadió y le dio un beso en la boca.

Patrick la atrajo hacia sí con fuerza y ella sintió cómo su virilidad anhelante hacía presión sobre sus muslos. Se miraron a los ojos con ardor y se fundieron en un beso. Sus lenguas se enroscaban como dos sierpes en celo. Los senos desnudos de la joven estaban aplastados contra el amplio pecho del conde. Él tomó su rostro con las manos, mientras continuaba besándola y sentía cómo ambos bullían de pasión.

– Deseo penetrarte aquí mismo, Rosamund -exclamó el conde con voz ronca.

Hundió las manos en el agua caliente y, empujando a la joven contra la pared de la tina, la levantó y la empaló con su vara enhiesta.

– ¡Oh, mi amor! -suspiró Rosamund, ardiente.

Loca de placer, cerró los ojos, lo abrazó y dejó caer su cabeza sobre el hombro del conde. Se amaron con pasión hasta que, juntos, estallaron de deseo. Quedaron exhaustos, pero satisfechos.

– Te adoro, Patrick Leslie -le susurró al oído-. Jamás amaré a nadie como a ti.

El conde le lamió la cara, el cuello, los pechos, los hombros, y comenzó a levantarse, con su virilidad aún rígida y dentro de ella.

– Me consumes. ¡No me canso de amarte, Rosamund!

La joven entrelazó sus piernas en las ancas del conde para que él pudiera penetrarla profundamente mientras la alzaba.

– ¡Quiero volar! -suspiró Rosamund lamiéndole la oreja.

Sus cuerpos enroscados se movían a un ritmo cada vez más vertiginoso hasta que, mareados por la excitación, intoxicados por la violencia del deseo, alcanzaron la cima del éxtasis y aullaron de placer.

Sin soltarse, Rosamund dejó caer sus piernas. -Si te suelto me ahogaré, Patrick, pues mis piernas están tan débiles como las de una criatura recién nacida. El conde rió.

– Eres una mujer increíble, amor mío. Jamás conocí ni conoceré a alguien como tú.

– Tenemos que salir de la tina.

– ¿Te gustó nuestro deporte acuático?

– ¡Claro que sí! Fue muy estimulante.

– Otro día te llevaré a un establo y lo haremos encima de una parva de heno, que tiene un olor muy dulce. Y también te atacaré dentro de un armario.

Se decía que cuanto más viejo era un hombre, peor era su desempeño en la cama. Sin embargo, ella había tenido un marido mayor y un joven amante en el rey Enrique, y ninguno de ellos le había hecho el amor con tan infatigable entusiasmo ni le había enseñado tantas formas de pasión como Patrick Leslie, conde de Glenkirk. Finalmente, se desprendió de su cuello y salió de la tina, con el agua chorreándole por su curvilíneo cuerpo. Tomó un lienzo para secarse.

El la observaba atento y satisfecho hasta que Rosamund lo invitó a salir de la tina; de pie y desnuda bajo el sol, comenzó a secarlo.

– Cuidado, señora, o volverá a despertar mis bajos instintos -le advirtió.

– ¡Oh, no! No tengo intenciones de ir a la fiesta, donde por fin conoceré al duque, exudando olor a lujuria, Patrick -lo retó sonriendo.

Te portarás bien, milord, pues no dejaré que me poseas hasta después de la fiesta. Además, tu mente debe estar despejada, pues es posible que esta noche te encuentres con alguno de tus contactos.

– ¿No te molesta que Escocia desbarate los planes de Enrique Tudor?

– Ya te he dicho, Patrick, que evitar una guerra no es una traición a Inglaterra. Tal vez lo sea para Enrique, quien condena todo lo que interfiera en sus planes, pero ningún hombre o mujer razonable lo consideraría una traición. Haz lo que debas. Si los escoceses atraviesan la frontera, la primera casa en peligro será la mía y no la de Enrique Tudor.

– Hablas como la práctica señora de Friarsgate -bromeó el conde y luego miró a su alrededor-. ¿Crees que alguien nos estará mirando?

– Lo dudo. Sólo hay una villa ahí arriba, hacia el este, pero parece deshabitada.

Tomándolo de la mano lo condujo al interior de sus aposentos. -Ve a tu cama y descansa -ordenó.

– Preferiría acostarme en la tuya.

– Sabes muy bien que ninguno de los dos podrá descansar si nos acostamos en mi cama. Celestina trajo unos hermosos ropajes para que uses esta noche. Ve a tu alcoba y fíjate que Dermid no los haya arrugado.

– Eres muy severa -refunfuñó el conde.

Cuando él se retiró, la joven se puso un camisón limpio y se tendió en el lecho. Estaba asombrada por los cambios que se habían producido en su vida en los últimos meses. Había encontrado el verdadero amor. Y, pese a hallarse a miles de kilómetros de Friarsgate, se sentía feliz. Extrañaba a sus hijas, ciertamente, pero le resultaba emocionante y maravilloso ser amada por un hombre como Patrick Leslie. Se amarían por toda la eternidad, aun cuando terminaran separándose y regresando a sus respectivas vidas. Este interludio no era sino una fantasía, un hermoso sueño. Le gustaría que todo fuera distinto, pero era imposible. Ninguno de los dos podía escapar de sus obligaciones ni abandonar sus tierras y sus familias.

No obstante, el presente les pertenecía, y solo pensarían en el mañana cuando ya hubiera pasado.

Al caer la tarde, Annie le llevó una cena liviana. Tras varias horas de sueño, Rosamund sentía la mente fresca y despejada. Esa noche se comportaría como la bella amante de lord Leslie y también estaría atenta a la información que pudiera escuchar. Gracias a la práctica, su francés había mejorado notablemente desde la llegada a San Lorenzo. Recordó cómo Owein, con cariñosa paciencia, le había enseñado francés para que no pareciera una ignorante cuando visitara la corte por primera vez. Todo eso parecía haber ocurrido cientos de años atrás.

Annie la ayudó a vestirse. Le puso una camisa, medias de seda de color crema y el corpiño forrado de perlas, que era aun más escotado de lo que parecía. Los senos de Rosamund sobresalían peligrosamente del reborde de encaje. Los hombros y la parte superior de los brazos estaban desnudos y las mangas abiertas eran casi transparentes. Luego de colocarle varias enaguas de seda, Annie trajo la falda.

– ¿Dónde está el miriñaque?

– Celestina dice que con las enaguas es suficiente. Que así la tela cae con más gracia y resalta la belleza del vestido y de su dueña -repitió Annie como un loro.

Ató las cintas de las enaguas, le puso la falda y la ajustó bien. Luego retrocedió unos pasos para contemplar a su ama.

– ¡Oh, milady, es tan hermoso y elegante! Y un poco atrevido, he de decirle también. Pero Celestina asegura que es la moda de aquí.

– Ella jamás mentiría. Su pasión por el conde se apagó hace mucho tiempo, y sabe que su padre perdería el trabajo si me perjudicara.

Dio varias vueltas para ver cómo se movía el vestido y quedó encantada.

– Ahora ocupémonos del peinado.

– Martina, la hija de Celestina, ha venido para peinarla, milady. Yo me limitaré a observar y aprender.

– Hazla pasar, entonces.

Martina no se parecía físicamente a su madre. Era alta y flaca, pero franca y directa como Celestina. Con pasos ligeros atravesó la alcoba y se colocó detrás de la joven.

– Veo que la señora ya está lista. Primero debo analizar su tipo de cabello -sentenció cepillándole los mechones rojizos-. ¡Ah, es excelente! -y siguió cepillando con vigor-. Tengo entendido que usará una joya en la frente. Hay un peinado que a mí particularmente me gusta mucho y que le sentará de maravilla, señora. Se llama chignon es muy sencillo y acentuará la hermosura de su rostro. Le recojo el cabello así y lo sujeto con unas horquillas. ¡Tú, niña, trae un espejo para que pueda verse!

Encima del chignon colocó una medialuna de delicadas flores de seda, y ajustó la cinta de modo que el óvalo verde pálido quedara en el medio de la frente. Luego, sostuvo un segundo espejo detrás de Rosamund para que pudiera observar el efecto completo.

– ¡Es increíble! Nunca vi algo igual. En Inglaterra nos cubrimos la cabeza con tocas y capuchas. Gracias, Martina. Por favor, enséñale a Annie a hacer este peinado.

– Es muy fácil, señora, y su criada no parece tonta.

– ¿Qué dijo? -preguntó Annie.

– Que estará encantada de enseñarte el peinado, Annie. Debes aprender el idioma de una buena vez -la retó Rosamund amablemente.

Se oyó un golpe en la puerta entreabierta y Dermid asomó la cabeza.

– Mi señor desea saber si milady está lista para partir. El carruaje del embajador está esperándolos afuera.

– ¡Los zapatos, deprisa! ¡Gracias a las dos!

Salió corriendo de la alcoba y entró en la sala de estar donde la aguardaba el conde de Glenkirk.

– ¡Oh, mi Dios! -gritó azorada al verlo.

Vestía unos calzones de terciopelo con rayas doradas y verde oscuras, medias de seda verde, y en una de sus torneadas piernas se había atado un cordón dorado. La casaca de brocado de seda y ribeteada con piel de marta marrón oscuro tenía hombreras y mangas abullonadas. Debajo de la casaca llevaba un jubón con flores bordadas en hilos de oro y mangas abiertas que mostraban una camisa de seda clara. El sombrero era de copa blanda, con el ala rígida y levantada, y estaba engalanado con una pluma blanca de avestruz. Los zapatos eran de fino cuero marrón. De su cuello colgaba una gruesa cadena de oro y sus manos estaban adornadas con anillos. En la cintura portaba una daga cubierta de piedras preciosas.

– ¿Puedo devolverte el cumplido? -dijo el conde deslumbrado por la belleza de Rosamund.

– Sí, milord.

– Debemos marcharnos, señora. Lord MacDuff nos está esperando abajo. Ha llegado la hora de conocer a tu anfitrión.

Tomados del brazo, salieron de sus aposentos y descendieron las escaleras. Abajo estaban lord MacDuff y Celestina que al verlos no dijo una palabra, solo hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

El embajador escocés abrió los ojos de par en par ante la espléndida pareja, dio un paso adelante, tomó la mano de la joven y la besó.

– Señora, me siento orgulloso de tenerla como huésped. Es un honor para mí agasajar a la gran amiga de la reina.

– Lamentablemente, la reina no sabe que estoy aquí. Me temo que, de saberlo, se enfadaría conmigo.

– Entonces, guardaremos el secreto, milady. Pero la reina posee un corazón generoso y, sin duda, querrá ver feliz a su amiga. ¿Partimos?

Afuera los esperaba un carruaje abierto.

Evidentemente, lord MacDuff no conocía muy bien a Margarita. La reina hacía siempre su voluntad y le importaba un rábano lo que ella quisiera. No obstante, se notaba que el hombre era un buen diplomático.

Un lacayo ayudó a la joven a subir al vehículo. Nunca había visto carruajes abiertos, pues en Inglaterra y Escocia carecían de sentido. Pero en San Lorenzo, donde brillaba el sol y las noches eran cálidas, resultaban perfectos.

Descendieron la colina donde se hallaba la residencia del embajador Por una callejuela que conducía a la plaza de la catedral. Cruzaron la plaza y desembocaron en una amplia avenida flanqueada por casonas elegantes. Luego, atravesaron una calle arbolada y comenzaron a subir el monte en cuya cima se encontraba el palacio del duque. Franquearon los grandes portones de hierro y anduvieron por un camino de grava blanca perfectamente rastrillado. A medida que avanzaba el carruaje, salían sirvientes de entre los arbustos y volvían a rastrillar sendero para el siguiente vehículo.


El palacio era de mármol. Se detuvieron delante del pórtico de entrada, sostenido por elegantes columnas de mármol con manchas verdes. Delante del palacio había una gigantesca fuente con una estatua de bronce que representaba a un niño montado en un delfín del que brotaban chorros de agua.

Lacayos de librea azul y oro ayudaron a los invitados a descender del carruaje. Los dos caballeros escoltaron a Rosamund hasta el interior del palacio, donde un mayordomo los recibió obsequiosamente.

Fueron anunciados por un segundo mayordomo, pues el primero volvió a su puesto en el vestíbulo después de dejarlos en la entrada del salón.

– Su excelencia, el embajador de su nobilísima y católica majestad el rey Jacobo de Escocia, lord Ian MacDuff. Lord Patrick Leslie, conde de Glenkirk. Lady Rosamund Bolton -vociferó en un tono monocorde.

Descendieron varios escalones de mármol y, finalmente, ingresaron en un hermoso salón con columnas doradas. Rosamund nunca había visto nada igual. Para empezar, no había chimeneas y un gran ventanal daba a una terraza. En uno de los rincones se hallaba el trono ducal y hacia allí se dirigieron.

Sebastian, duque de San Lorenzo, vio que se acercaban y trató de disimular su asombro. Cuando se enteró de que su viejo amigo lord Leslie viajaba en compañía de una bella mujer, no imaginó que fuera tan joven y apetitosa. No esperaba semejante sorpresa de un señor del norte. Durante su estadía en el ducado como embajador de Escocia, lord Leslie siempre se había comportado con la mayor corrección. Un hombre de su edad no viajaba con una amante tan joven y deliciosa a menos que estuviera profundamente enamorado. Sebastian di San Lorenzo nunca creyó que el conde fuera capaz de enamorarse.

Se levantó del trono, descendió del estrado y estrechó las manos del conde de Glenkirk. Cualquiera que los observara diría que acababan de reencontrarse.

– ¡Patrick! -gritó para que todos lo oyeran-. ¡Bienvenido de nuevo a San Lorenzo! -Giró despacio la cabeza y clavó la mirada en su heredero, Rodolfo, quien de inmediato se puso de pie y saludó al conde con una reverencia. -¿Te acuerdas de mi hijo, verdad?

– Desde luego -contestó lord Leslie devolviendo la reverencia.

– Esta es su esposa, Enrietta María -dijo el duque empujando a su nuera.

– Señora -El conde se inclinó sobre la mano extendida. Tal vez fue bonita alguna vez, pensó, pero después de haber criado a tantos hijos quedó flaca y consumida.

– Le doy mi más calurosa bienvenida, milord -replicó Enrietta con voz suave. Sus cálidos ojos marrones transmitían compasión.

– Muchas gracias -contestó Patrick con una sonrisa. Sin duda,

Enrietta sabía de su tragedia.

– MacDuff -saludó el duque al embajador.

– Señor duque.

– ¿Quién es esta dama? -ronroneó Sebastian, hundiendo sus lascivos ojos negros en el pecho de la joven.

– Permítame presentarle a la dama de Friarsgate, Rosamund Bolton -dijo el embajador.

Rosamund se agachó para saludarlo, ofreciendo al duque una visión privilegiada de sus abundantes encantos.

– Mi querida señora, es un inmenso honor recibir a una flor tan hermosa. -Tomó su mano para besarla y no la soltó.

– El honor es mío, milord -dijo Rosamund en perfecto francés y retirando muy suavemente la mano.

Luego les presentó a su heredero y a la esposa de su heredero y, finalmente, dejó que se mezclaran con los otros invitados.

– ¿Qué le sucedió a su esposa? -preguntó la joven.

– Murió unos cinco años después de la desaparición de mi hija.

– ¿Y el duque no volvió a casarse?

– Ya tenía un heredero, Rudi, que entonces ya era mayor de edad y padre de un hijo y tres hijas. Supongo que no le pareció necesario y, además, siempre le gustó recibir las atenciones de varias damiselas. La duquesa María Teresa era una mujer paciente y de gran corazón. ¿Dónde está el invitado de honor? En ese preciso momento, el segundo mayordomo vociferó:

¡Señoras y señores, el maestro Paolo Loredano de Venecia! Todas las miradas se dirigieron al hombre parado en lo alto de la escalera.

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