CAPÍTULO 10

Tres días después, Rosamund y Patrick partieron de Edimburgo rumbo a Friarsgate. Por invitación de la reina, lord Cambridge pasaría un tiempo en Stirling y luego se uniría con ellos.

– Le he dicho a Margarita que no tengo ninguna noticia de la corte de su hermano Enrique, pero insiste en que me quede un par de semanas. Tal vez vaya primero al sur para cerrar lo antes posible el trato con tu tío Henry.

– Serás un vecino mucho más agradable.

– Ten piedad de tu pobre tío. Es muy triste que haya caído tan bajo. Es un hombre aniquilado. Su esposa lo destruyó. Todos los hijos bastardos de Mavis se apellidan Bolton, pero del único que puede asegurar que es el padre es del joven Henry. Aunque el adulterio de su esposa era un secreto a voces, tu tío siempre fue demasiado orgulloso como para reconocerlo en público. Además, -agregó jocoso-te repito, todos esos muchachos terminarán con la soga al cuello.

– Encuentras diversión donde no la hay. Escríbeme y avísame antes de regresar. Tendrás que vivir en Friarsgate mientras transforman Otterly en un sitio habitable para un ser humano.

– Lo tiraré abajo y construiré una nueva casa.

– ¿La decorarás como tus residencias de Londres y Greenwich? -preguntó, conociendo la respuesta.

– ¡Por supuesto! Sabes que detesto los cambios. Me llevaré a los sirvientes para que no haraganeen. Todos estos meses los he mantenido en Londres y no han hecho nada. ¡Es ultrajante!

– ¡Te adoro, Tom! -exclamó Rosamund y besó sus dos mejillas.

– Me alegra que todavía ocupe un lugar en tu corazón, querida niña. Que tengan un buen viaje. Te escribiré.

– Quiero que me cuentes todas tus aventuras.

– Mis aventuras son un aburrimiento en comparación con las tuyas ¡Pensar que cuando te conocí eras una tímida ratita de campo!

Haciendo un saludo con las manos, se despidió de Rosamund y Patrick.

– Te quiere mucho.

– Y yo a él. Es como un hermano mayor. Desde que nos conocimos siempre fue muy cariñoso y protector conmigo.

Salieron de Edimburgo en dirección al sudoeste. En la zona fronteriza viajaban solo de día porque, aun en tiempos de paz, era un lugar peligroso. La noche los sorprendió en el último lugar donde Rosamund deseaba detenerse: Claven's Carn.

– Preferiría acampar a la intemperie con las ovejas -protestó la muchacha.

– Yo no. Además, recuerda que Logan es ahora un hombre casado.

– Ya verás, Patrick. Logan me mirará con odio y hará comentarios crueles. No deseo herir a su dulce esposa, pero no es tonta y le llamará la atención la actitud de su marido. Los rufianes de sus hermanos y sus respectivas mujeres le dirán que he venido con la intención de seducirlo.

– ¿Hay otro sitio donde podamos descansar?

– No -admitió Rosamund desconsolada.

– Entonces no tenemos otra alternativa.

– Diremos que estamos exhaustos y que necesitamos dormir -propuso la dama de Friarsgate.

– Excelente idea. Desplómate en la silla de montar y finge agotamiento, mi amor. Yo hablaré en tu nombre. Además, tenemos la excusa del embarazo de Annie. Pareceremos una banda de desgraciados.

En Edimburgo, el conde había contratado a un grupo de hombres armados para que los acompañaran a Friarsgate.

– ¡Ey, del castillo! -gritó ante los portones cerrados de Claven's Carn.

– ¿Quién anda ahí?

– Patrick Leslie, conde de Glenkirk, la dama de Friarsgate, dos criados y veinte hombres armados. Necesitamos albergue para pasar la noche. La dama y su doncella, que está encinta, se encuentran al límite de sus fuerzas y no pueden seguir viajando. Solicitamos la hospitalidad de Logan Hepburn y su esposa.

– Esperen allí.

Aguardaron y aguardaron. Los minutos pasaban. El viento comenzaba a soplar y el aire olía a lluvia.

– Él nos dejará en la estacada, estoy segura. Pero su esposa le recordará sus deberes de cortesía hacia los viajeros que piden refugio.

– Parece que lo conoces muy bien.

– No es un hombre complicado. Terminará cediendo a los ruegos de su esposa, pues no querrá mostrarse mezquino ante ella. Pero en su fuero íntimo le encantaría hacernos esperar afuera como a unos pobres pordioseros. Sabe que jamás recurriríamos a él si tuviéramos otra opción.

– Mañana estarás en casa, mi amor -la consoló Patrick.

Empezaba a caer la llovizna y seguían aguardando. Por fin oyeron un chirrido: estaban levantando la pesada reja de hierro. Comenzaron a abrirse los portones de madera con excesiva lentitud, dejando un espacio muy estrecho, de modo que tuvieron que pasar de a uno a la explanada del castillo. Allí fueron recibidos por el amo y su esposa, una linda mujer que parecía muy pronta a parir. Patrick se apeó del caballo y ayudó a Rosamund a descender del suyo. La joven se desplomó en sus brazos, como si no pudiera mantenerse en pie.

– Le agradezco su hospitalidad, Logan Hepburn, y a usted también milady Jean -dijo el conde con galantería-. ¿Hay algún lugar donde la dama pueda reposar? Está extenuada del ajetreado viaje. Nuestra intención era llegar hoy a Friarsgate, pero nos sorprendió la noche.

– ¡Oh, pobre señora! -se compadeció Jeannie. Sus ojos azules se desplazaron de Rosamund a Annie-. Y tú, pequeña, también necesitas descansar. Ordenaré que les preparen ya mismo la cama.

– Me temo que tendré que llevar a la dama en andas -dijo el conde cuando Rosamund se desmoronó al suelo junto a él. Susurrándole al oído, le espetó-: ¡Zorra! Si hay que subir escaleras serás tú quien me cargue.

Rosamund ocultó la risa pegando el rostro al hombro de Patrick, pero la diversión le duró poco.

– Démela a mí, milord, pues hay que subir escaleras y la dama no es tan pesada. -Logan cargó a Rosamund en sus brazos y, adrede, la llevo a los tumbos al interior del castillo. Annie y el resto de la comitiva iban a la zaga.

– ¡Es tan gentil! -Exclamó Jeannie tomando el brazo del conde-. La dejará en la alcoba de huéspedes. Sígueme, muchacha -le dijo a Annie.

Logan subió los escalones de dos en dos hasta llegar a un oscuro corredor del segundo piso. Se cuadró frente a una puerta, la abrió de una patada y entró a la alcoba. Arrojándola a la cama, le espetó:

– ¿Por qué se te ocurrió venir precisamente aquí, Rosamund? ¿Querías torturarme una vez más con tu perfidia?

– ¡Preferiría dormir en el mismo infierno! -replicó la joven con violencia.

– ¡Ah, veo que no estás tan cansada como parecías! ¿Es que no puedes dejar de engañar ni un segundo?

– No me hables así, milord. Solo trataba de evitar una escena entre nosotros, pero fue inútil. Tu esposa es muy buena y me agrada. No quería que supiera de tus engaños, sobre todo ahora que está esperando un niño. ¿Cuándo nacerá la criatura?

– Siempre te amaré, Rosamund. Me vi forzado a casarme cuando todo el mundo se enteró de tu amorío con lord Leslie. Este niño debería ser nuestro.

– ¡Malvado! ¡Lárgate! ¡Vete ya mismo! Ruego a la Santa Virgen que tu esposa nunca sepa lo cruel que eres en verdad.

– Siempre he sido amable con Jeannie. Aunque lo ignora, es una pobre víctima como yo. Es una gatita desvalida que inspira amor y protección. Nadie se atrevería a tratarla con crueldad.

– Entonces, ¿por qué me hablas de esa manera?

– Porque te amo.

– Sólo querías un heredero y cualquier mujer estaba en condiciones de dártelo.

– Es cierto, quiero un heredero. Es el derecho de todo hombre. Pero no era por eso que deseaba desposarte, Rosamund Bolton. Yo te amo.

¿Por qué te cuesta tanto entenderlo?

¡Sal de mi cuarto, Logan Hepburn! Comenzarán a preguntarse por qué tardas tanto. Ahí llega Annie. Entra, jovencita, y métete en la cama Buenas noches, milord.

– ¿Amas realmente a lord Leslie? -preguntó el amo de Claven's Carn.

– Con toda mi alma. Como jamás amé ni amaré a nadie. Logan dio media vuelta y se retiró sin añadir palabra alguna. -Lady Jean dice que nos traerán la cena -informó Annie, sin salir de su asombro.

– ¿Cuánto escuchaste?

– Todo, milady. Estaba delante de la puerta, pero tenía miedo de entrar.

– Olvídate de lo que escuchaste.

– Sí, milady. Lord Leslie dormirá en el salón con Dermid. Lady Jean es muy amable y se preocupó por mi condición. Dice que su hijo nacerá en septiembre.

– Es una mujer muy dulce. Roguemos a Dios que le dé un varón. De lo contrario, Logan no se sentirá satisfecho.

– Yo también quiero un varón.

Al rato apareció una criada y encendió el fuego. Una segunda sirvienta les llevó la cena en una bandeja: dos cazuelas de guiso de cordero, pan, queso y cerveza. Y una tercera colocó una jofaina llena de agua caliente junto a los carbones de la chimenea para que se conservara el calor. La dama del castillo sabía cómo atender a sus huéspedes. Rosamund y Annie dieron cuenta de la cena con buen apetito. Luego se lavaron la cara y las manos, se quitaron los vestidos y se metieron en la cama. Las sábanas eran nuevas y olían a lavanda. Durmieron profundamente hasta el amanecer.


El canto de los pájaros despertó a Rosamund. El día era cálido, soplaba viento del sur y había algo en el aire que le evocaba su hogar. En pocas horas estaría en Friarsgate, con Patrick y su familia. Se vistió y se puso las botas. Necesitaba un baño. Por primera vez tras varias semanas, esa noche tomaría un baño digno.

– Annie -dijo sacudiendo el hombro de la criada-. Despierta. Partiremos pronto y llegaremos a casa por la tarde.

Annie lanzó un gruñido pero, obediente, se levantó.

– Voy a bajar al salón. No te demores -ordenó Rosamund y se apresuró a salir de la alcoba.

En el salón vio a Patrick, que ya se había levantado, corrió hacia él y le dio un beso.

– Te extrañé anoche.

– Logan tardó en bajar de tu alcoba.

– Estuvo agrediéndome, tal como te había advertido.

– Después se emborrachó tanto que sus hermanos tuvieron que meterlo en la cama, pero su esposa ni se inmutó. Estaba muy entretenida hablando conmigo. Creo que se siente sola aquí. Las cuñadas son unas frívolas que lo único que tienen en la cabeza son cintas, encajes y los placeres de la cama.

– Marchémonos lo antes posible. En unas horas estaremos en Friarsgate. No deseo volver a enfrentarme con Logan Hepburn.

– Más tarde me contarás lo que pasó. Deberíamos saludar a la dama del castillo antes de partir. Vamos a comer, amor mío.

Se sentaron a la gran mesa del salón donde había pan recién horneado, avena, miel y una pesada crema que Rosamund añadió en cantidades al cereal caliente. Un sirviente se ocupaba de llenar sus copas de vino. La joven cortó varios trozos de pan, los mojó en la miel y los fue metiendo en la boca de su amado. Patrick le devolvió el favor, y al rato ambos estaban riendo y lamiéndose mutuamente los restos de miel que quedaban en sus bocas.

– No solo te deseo, Rosamund, sino que te necesito -dijo Patrick en tono serio.

– Yo siento lo mismo, amor mío.

Lady Jeannie entró al salón.

– ¡Ah, veo que se han levantado! ¿Durmieron bien? ¿Comieron bien?

– Nos han tratado de maravilla -respondió el conde.

– Eres una excelente anfitriona. Te agradezco la cena de anoche. Era deliciosa y me devolvió las fuerzas, pues estaba muy cansada. Ha sido Una estadía encantadora, milady.

– Me alegro de que hayan elegido venir aquí para descansar del viaje tenía deseos de verte de nuevo, Rosamund.

– Puedes venir a Friarsgate cuantas veces quieras.

– Será imposible. Cuando nazca el niño no podré ir a ninguna parte y ahora no estoy en condiciones de viajar. Pero iré a visitarte algún día, cuando mis hijos -porque los hermanos de Logan dicen que debo llenar la casa de niños-sean grandes. ¿Tú tienes hijas mujeres?

– Tres y perdí un varón.

– Todos creen que, por el tamaño de la panza, tendré un niño.

– Eso sólo lo sabrás cuando nazca. Las niñas también pueden ser grandes.

Jean negó con la cabeza.

– No, es un varón, porque Logan desea un varón. No debo defraudarlo.

– Estoy segura de que nada de lo que hicieras lo defraudaría -replicó Rosamund y agregó mirando a su amado-: Milord, ¿estamos listos para partir?

– ¿Dónde se han metido Annie y Dermid?

– Estamos listos, milord -dijo Dermid, con la soñolienta Annie a su lado-. Ya hemos comido y los caballos están en la explanada del castillo. Muchas gracias, milady -hizo una reverencia a Jean y se retiró del salón con su esposa.

– No dejes de avisarnos cuando nazca la criatura. Le pediré al padre Mata que rece por ti, Jean Hepburn. Dile a Logan que lamento no poder despedirme de él en persona. Anoche no parecía sentirse nada bien, de modo que espero que la causa de ese malestar haya desaparecido. Dile que pregunté por él. -Sonriendo, tomó la mano del conde.

– Se lo diré. Te deseo un buen viaje, lady Rosamund.

Montados en sus cabalgadoras en las puertas de Claven's Carn, Patrick se inclinó hacia Rosamund y le susurró:

– ¡Qué filosas garras tiene, señora! Debe de haberte tratado muy mal anoche para torturarlo con tanta crueldad.

– Volvió a declararme su amor -murmuró Rosamund enojada.

– Eso es imperdonable, más aun ahora que su fiel esposa lleva en su vientre al heredero.

Descendieron la colina de Claven's Carn y tomaron el camino que finalmente los conduciría a Inglaterra.

– Ojalá que Jean Hepburn nunca se entere de que su marido no es sincero con ella, pues sin duda sufrirá mucho. La pobre se empeña tanto en ser una buena esposa.

– ¿Crees que lo ama?

– Lo ignoro. Pero él le debe lealtad, y cuando me declaró su amor en su propia casa y casi frente a su esposa, sentí deseos de abofetearlo. ¡No podía creer lo que estaba escuchando, Patrick! Es un hombre grosero y primitivo, como todos los fronterizos.

– Sin embargo, confieso que siento pena por él.

– ¿Cómo es posible? ¡Estás rematadamente loco!

– Me apena porque sé que en verdad te ama, Rosamund. Siempre creíste que solo le interesaba tener un hijo contigo, lo que puede ser en parte cierto, pero el hombre está profundamente enamorado de ti. El vernos juntos ayer fue una tortura para él. Cuando regresó al salón no dijo una palabra; se limitó a beber hasta casi perder el conocimiento. Sus hermanos tuvieron que cargarlo hasta la alcoba y meterlo en la cama.

– Nunca le prometí que me casaría con él. Le dije con claridad que no. A mí también me da pena Logan, pero jamás le haría a la dulce Jean Logan lo mismo que le hice a mi propia reina. Detesto sentirme culpable, sobre todo cuando los responsables de esas situaciones no manifiestan el menor sentimiento de culpa. Logan se regodea en la autocompasión. No piensa en su esposa. Yo sí. Enrique Tudor se sintió abandonado cuando regresé a Friarsgate. Tampoco pensó en el inmenso dolor que le causaría a Catalina si llegaba a enterarse de que su esposo y su leal amiga habían dormido juntos.

– Es improbable que vuelvas a ver a Logan por un largo tiempo. Tu sola presencia le resulta dolorosa. Creo que respeta a su esposa aunque no la ame. Además, el hombre tiene su orgullo.

– Sí, es muy orgulloso.

Cabalgaron varias horas hasta que el paisaje se tornó familiar. Rosamund reconoció las colinas y se inclinó hacia delante con ansiedad. Sientes Friarsgate -adivinó el conde.

– ¡Claro que sí! Una colina más y veremos mi lago y mis campos. ¡Oh, Dios! No puedo creer que los haya abandonado tanto tiempo. Sin embargo, lo hice, pues mi único deseo era estar contigo, corazón mío Tú amas cada pedazo de tu tierra como yo amo Friarsgate. No veo la hora de conocer Glenkirk.

– Ya lo conocerás -prometió Patrick.

Bajaron una colina y luego comenzaron a subir la última antes de llegar a destino. Se detuvieron en la cima; Rosamund quería absorber todo el paisaje que se desplegaba ante sus ojos: los prados verdes, las ovejas y las vacas pastando plácidamente, los dorados sembradíos, los huertos con sus árboles en flor, la casa de piedra y, más atrás, el lago centelleante bajo el sol de la tarde. Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar. Los pobladores abandonaron sus trabajos y sus granjas y corrieron a saludar a la dama de Friarsgate y a su comitiva. Cuando llegaron, Maybel salió de la casa exultante de alegría, con las niñas a la rastra.

Rosamund saltó del caballo y, arrodillada, abrazó a sus tres hijas.

– ¡Mis adoradas hijitas! -lloraba mientras las cubría de besos. La pequeña Bessie, de cuatro años, gimoteaba, pero Philippa y Banon estaban felices de reencontrarse con su madre.

– No supuse que te irías por tanto tiempo, mamá -dijo Philippa, de ocho años-. El tío Thomas fue una compañía agradable, pero te extrañamos mucho.

Luego posó su mirada en el conde de Glenkirk y enarcó una de sus cejas pelirrojas.

Rosamund se puso de pie.

– Niñas, les presento a Patrick Leslie, conde de Glenkirk-dijo fijando la vista en sus hijas, quienes se inclinaron en una reverencia-. Se quedará con nosotras un tiempo.

– ¿Es dueño de un castillo, milord? -preguntó Philippa con atrevimiento.

– Sí -respondió Patrick mientras contemplaba la versión en miniatura de su amada-. Espero que algún día ustedes y su madre vayan a visitarme.

– ¡Ya era hora de que regresaras! -La regañó Maybel-. Aunque, viendo al apuesto caballero, entiendo por qué te quedaste tanto tiemp0 en Edimburgo. -Cuando miró a Annie, exclamó-: ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Has traído la vergüenza a esta casa!

– Soy una mujer casada y respetable -replicó Annie con orgullo y empujó a Dermid-. Este escocés es mi esposo, Maybel. Milady prometió regalarnos una cabaña.

– ¡Tendrás que ganártela, pequeña! ¿Dónde se casaron?

Annie miró a su señora, quien hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¡En una enorme catedral y ante el mismísimo obispo, Maybel! ¡Ninguna mujer de Friarsgate ha tenido una boda más suntuosa, te lo juro!

La vieja Maybel estaba atónita.

– Luego te contaremos una historia maravillosa -intervino Rosamund-. Hemos cabalgado todo el día y necesitamos comer, beber y, sobre todo, ¡un baño bien caliente! No hemos tomado un baño decente desde hace varias semanas. ¡Mi querido Edmund! -saludó al caballero que acababa de salir de la casa-. Patrick, él es mi tío Edmund. Tío, te presento a Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

El salón estaba fresco y, al mirar a su alrededor, Rosamund suspiró alborozada. Había disfrutado de sus aventuras en San Lorenzo y Edimburgo, pero, ¡Dios!, era maravilloso volver a estar en casa. Se sentó en su silla preferida junto al hogar. Sonrió al ver el fuego encendido. Escuchó a los sirvientes que entraban el equipaje y a Annie que ordenaba con arrogancia dónde debían colocarlo. Una criada a quien no conocía le llevó una bandeja con vino y confituras.

– ¿Cómo te llamas, pequeña? -preguntó Rosamund.

– Lucy, milady. Soy la hermana de Annie -gorjeó la niña con una sonrisa.

– Gracias, Lucy. ¿Te parece que comencemos a contarles la historia? -Sí. Ya todo ha concluido y, además, no creo que llegue a los oídos del rey Enrique -respondió Patrick. Agachándose, levantó a Bessie, que estaba colgada de una de sus piernas, y la sentó en su regazo. La Pequeña se acurrucó en sus brazos, rebosante de alegría. Por un momento, una sombra de tristeza cubrió el rostro del conde, pero luego aspiró y sonrió a la niña.

Piensas en tu hija, ¿verdad? -susurró Rosamund. Sí. Tenía su edad cuando nació el hermano y fue a vivir al castillo e Glenkirk. ¡Vamos, empieza a contar de una buena vez! Rosamund paseó la mirada en torno suyo y vio que Maybel, Edmund, Philippa y Banon estaban ansiosos y expectantes. Sin más dilaciones, contó cómo había conocido al conde a poco de llegar a Edimburgo y cómo se habían enamorado a primera vista. Se refirió brevemente a la estadía anterior de Patrick en San Lorenzo y a su adorada hija, que había sido vendida como esclava sin que jamás volvieran a verla. Luego dijo que el rey Jacobo había encomendado una misión secreta al conde de Glenkirk, por la que este había tenido que regresar a San Lorenzo tras dieciocho años de ausencia. A esa altura del relato el padre Mata, párroco de Friarsgate, ingresó en el salón y tomó asiento en silencio.

– ¡Padre, qué alegría verlo! Estoy contándoles mis aventuras.

– ¿Me perdí algo importante?

La joven le hizo un breve resumen y retomó la narración.

– Jacobo está a favor de la paz -afirmó, y procedió a explicar al atento auditorio que su rey, Enrique Tudor, intentaba forzar a su cuñado a cometer un acto deshonroso: o traicionaba a sus viejos aliados franceses o se convertiría en enemigo del papa Julio.

– Siempre fue un taimado, desde su más tierna infancia -se indignó Maybel-. ¡Pero continúa, querida!

– Jacobo esperaba debilitar la alianza que Inglaterra y el Papa estaban formando en contra de Francia. Si lo lograba, su negativa a integrar la coalición pasaría a ser un tema de menor importancia. La misión secreta de Patrick consistía en convencer a los representantes de Venecia y del emperador Maximiliano de que abandonaran la liga. Jacobo sabía que la misión estaba condenada al fracaso, pero pensaba que, aun así, debía, al menos, tratar de impedir la guerra entre ambas naciones, una guerra que será inevitable si triunfa el plan malévolo de Enrique Tudor. Patrick aceptó con la condición de que yo lo acompañara.

– ¿Cruzaste el mar, mamá? -preguntó Philippa.

– Sí, mi amor. Conocí Francia y San Lorenzo. San Lorenzo es un paraíso, donde el invierno es cálido y soleado. Nunca nieva ni hace frío como aquí. Había flores por todas partes y hasta nadé en el mar.

– ¡Dios se apiade de ti! -exclamó Maybel, haciendo reír a Rosamund.

– Vivíamos en una residencia a la que llaman villa y que daba al mar. Conocí al duque, la máxima autoridad de la comarca, y bailé con él Tengo un retrato mío pintado por un gran artista veneciano que decidió pasar el invierno en San Lorenzo. Cuando llegue el cuadro lo colgad en este mismo salón. Como le dije una vez a Margarita Tudor, ¿por qué los campesinos no podemos darnos el lujo de tener nuestros propios retratos? -manifestó con una sonrisa.

– ¿Qué es de la vida de la reina Margarita? -preguntó Maybel.

– En Navidad el embarazo ya estaba bastante avanzado y finalmente dio a luz en el mes de abril. Es un niño adorable, sano y fuerte, Maybel, y la reina está feliz. Ama a su esposo y ha cumplido con sus deberes hacia Escocia. Tuve que mentirle cuando partí con Patrick a San Lorenzo, pero me perdonó al enterarse de la verdad. Fue por eso que le pedí a Tom que volviera a ocuparse de Friarsgate en mi ausencia. ¿Te contó que le comprará Otterly al tío Henry?

– Sí -intervino el tío Edmund-. Siento pena por mi medio hermano. Su segunda esposa era una sucia ramera. Jamás pensé que vería a Henry Bolton tan humillado y ofendido. Tom le procurará una casa, sustento y cuidados mientras viva. El dinero que reciba por Otterly se lo entregará a un orfebre de Carlisle y no se podrá tocar. Cuando Henry recobre la salud física y mental, hará el testamento. Está irreconocible, Rosamund, flaco como un palo.

– ¿El obeso y dispéptico tío Henry? Me dejas perpleja.

– Esa cara redonda como la luna que solía tener se le ha desinflado por completo. Ahora parece un monje ermitaño -acotó Maybel-, pero cuando te mira con esos ojos desesperados y a la vez faltos de emoción te recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Aun en la más absoluta miseria sigue siendo tan peligroso como siempre. ¡Mujer, ten un poco de compasión!

– Gordo o flaco, es un ser malvado -replicó Maybel con firmeza. Me alegra que lord Tom se haga cargo de Otterly. Dice que se la dejará a Banon.

– Así es -afirmó Rosamund.

– De modo que la misión de lord Leslie fracasó -interrumpió el Padre Mata en voz baja.

– Sí -respondió el conde-. Nos quedamos en San Lorenzo el resto invierno para guardar las apariencias, pues se suponía que éramos dos amantes que deseaban liberarse de sus obligaciones por un tiempo El Io de abril emprendimos el regreso a casa. Nos detuvimos unos días en París, donde comuniqué personalmente al rey Luis que Jacobo se mantendría fiel a la alianza con Francia.

– Es una pena que no hayan tenido éxito, pues la paz es mucho mejor que lo que ha de sobrevenir -dijo el sacerdote.

– ¿Te enteraste de que Logan Hepburn se casó? -preguntó Maybel.

– Sí. Estuve en su boda y anoche nos albergamos en Claven's Carn.

– Nunca entendí por qué lo rechazaste -empezó a decir Edmund en voz baja, pero al ver la mirada fulminante de su sobrina, se calló la boca.

– ¿Dónde está ubicada Glenkirk? -inquirió cortésmente el padre Mata.

– En el noreste de las tierras altas. Soy viudo desde hace muchos años, tengo un hijo y nietos -respondió el conde anticipándose a las preguntas que deseaban hacerle todas las personas que amaban a Rosamund.

– Se hospedará con nosotros durante un tiempo -informó la joven.

– Son amantes -susurró Maybel a su esposo, Edmund-. Jamás pensé que mi niña sería una de esas mujeres.

– Déjala en paz, Maybel. Se la ve feliz y enamorada por primera vez en su vida. ¿Acaso no te das cuenta? ¿No merece un poco de dicha? La conocemos desde el día en que nació y sabemos todo lo que ha sufrido y soportado. Rosamund siempre ha cumplido con sus deberes hacia Friarsgate y tiene todo el derecho del mundo a ser feliz. Ya no es una niña.

– Debería volver a casarse.

– Tal vez lo haga algún día, o tal vez no.

– A ti te agradaba Logan Hepburn como marido.

– A mí sí, pero a Rosamund no.

– ¡Pero él la amaba!

– Cometió el error de no decirle que la profunda pasión que sentía por ella trascendía su deseo de tener un hijo. A Rosamund no le gustó que la tratara como a una hembra fértil, Maybel. Además, me agrada este conde de Glenkirk que nos ha traído.

– ¡Podría ser su padre!

– Sus sentimientos hacia mi sobrina no parecen muy paternales que digamos.

– Jamás se casará con ella. No necesita una esposa -le espetó su consorte, irritada.

– Y Rosamund no necesita un marido.

– Pero no debería imponerles su amante a las niñas.

– Estoy seguro de que serán muy discretos.

– Banon y Bessie son muy pequeñas para comprender, pero Philippa ya tiene ocho años y es muy perspicaz.

– Díselo, entonces -sugirió Edmund amablemente.

– ¡Claro que se lo diré! -replicó Maybel furiosa-. El conde dormirá en la alcoba contigua a la de Rosamund, donde hay una puerta que comunica ambas habitaciones. ¿Qué pensarán las niñas si entran a la alcoba de la madre y encuentran a ese hombre en su cama?

Edmund soltó la risa, pero Maybel seguía indignada.

– ¡Ve y enfréntala de una buena vez, mujer! No estarás contenta hasta decirle todo lo que piensas.

Tras lanzarle una mirada furibunda a su esposo, salió corriendo en busca de Rosamund. Subió las escaleras con paso firme y, al llegar a la alcoba de su ama, abrió la puerta sin golpear. Rosamund, que estaba sola, se dio vuelta, sorprendida.

– ¡Oh, Maybel, estoy tan feliz de haber regresado! -Dijo sonriendo, pero al ver la expresión de la anciana preguntó:

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué tienes esa cara?

– Ese hombre no debería estar aquí. ¡Cómo se te ocurre exhibir a tu amante frente a esas niñas inocentes! ¡Hacerlas cómplices de tu lascivia! ¡Es imperdonable, jovencita! ¿No has pensado en esas pobres criaturas?

Rosamund respiró profundamente.

– Siéntate -dijo señalándole la cama, aunque ella prefirió permanecer de pie-. ¿Sabes qué edad tengo ahora? Veintitrés años, Maybel. He sobrevivido a tres maridos y parido a tres hijas. Durante veinte años solo me he preocupado por el bienestar de Friarsgate y de su gente. Y seguiré haciéndolo, te lo aseguro. Pero lo que no haré es permitir que me critiquen por buscar un poco de felicidad para mí, Maybel. Te amo, querida, eres la madre que me crió luego de que la mía muriera. Sin embargo, eso no te da ningún derecho a censurarme. A nadie le importan mis niñas tanto como a mí, a nadie. Ni Patrick ni yo deseamos "hacerlas cómplices de nuestra lascivia", como dices. Somos amantes, es cierto, desde la noche que nos conocimos en el castillo de Stirling. No podemos explicar nuestros sentimientos, pero ahí están, te gusten o no. Y, para tu tranquilidad, te informo que el conde se casaría conmigo de inmediato si yo aceptara. No me presiona porque sabe que no deseo volver a contraer matrimonio. Te aclaro, además, que es imposible que tengamos hijos pues una enfermedad lo dejó estéril hace varios años. Creo haber satisfecho tu curiosidad, y de ahora en más te pido que no volvamos a discutir el tema.

– ¿Por qué no quieres casarte con él? -insistió Maybel, satisfecha pero inquisitiva.

– Porque jamás abandonaré Friarsgate y él jamás abandonará Glenkirk. Regresará a Escocia en otoño. Tal vez vuelva. Tal vez no nos veamos nunca más. Ninguno de los dos sabe qué pasará; solo sabemos que no estamos destinados a vivir juntos. Eso es todo, Maybel, no diré una palabra más y tú serás buena y cariñosa con Patrick.

– ¡Qué raro! ¡Una mujer que no quiere casarse! Nunca lo comprenderé.

– Lo sé. Eso siempre será un enigma para ti, mi querida Maybel. Perdóname por el susto que te di. Maybel se puse de pie.

– Bien, al menos hemos aclaramos las cosas entre nosotras, niña. Tu conde parece un hombre agradable y sé que lo amas como no has amado a nadie. Volveré al salón y veré si ya está lista la cena. ¿Dónde se ha metido la haragana de Annie?

– Me encargué de que ella y su esposo dispusieran de un cuarto confortable. Quiero que descanse unos días.

– Echarás a perder a esa jovencita -gruñó Maybel-. Después de la cena ordenaré que te preparen el baño.

Dando un firme portazo, abandonó la alcoba de Rosamund.

– Te ama mucho -dijo Patrick atravesando la puerta que conectaba las dos habitaciones.

– ¿Escuchaste toda la conversación? -preguntó acariciando el bello rostro del conde con sus dedos.

– Estaba por venir a visitarte cuando Maybel irrumpió en tu alcoba. Tiene razón, mi amor. No debemos dar un mal ejemplo ante tus hijas. Dicho sea de paso, son realmente encantadoras, sobre todo la más pequeña. Ha logrado conquistar mi corazón.

– Cerraremos con llave las puertas que dan al corredor cada vez que nos retiremos a nuestros aposentos. Nadie nos interrumpirá mientras compartimos el baño esta noche. Poseo una comodísima tina donde caben dos personas. A Owein le gustaba bañarse conmigo.

– Sin duda, era un hombre de buen gusto y discernimiento.

– Ven y acuéstate conmigo -imploró Rosamund.

– Ya casi es hora de cenar. Quedaremos muy mal si no aparecemos, y aun peor si aparecemos con las mejillas arreboladas y las ropas arrugadas -aconsejó el conde.

– Solo vamos a conversar, te lo prometo.

Se tendieron juntos en la cama.

– Tus tierras son hermosas, y muy distintas de las mías. Glenkirk se encuentra en medio de las colinas, aunque también tengo un lindo lago. Solo podemos cultivar lo necesario para nuestro propio sustento. Tus campos, en cambio, son lo bastante pródigos para alimentar a toda la gente y los animales del pueblo. Me encantaría salir a cabalgar contigo mañana.

– Es un lugar privilegiado. ¿Por qué tienes que irte, Patrick? Adam puede manejar perfectamente tus tierras. ¿Es tan imprescindible tu presencia en Glenkirk?

– Antes de que el rey Jacobo me nombrara conde de Glenkirk, yo era el señor de Glenkirk. Me debo a mi gente, soy el amo que vela por su bienestar. Y lo seré mientras viva. Sólo cuando muera aceptarán a mi hijo. Respetan su autoridad durante mi ausencia, pero jamás lo reconocerán como su amo, Rosamund. Comprendo por qué te resistes a dejar Friarsgate: por la misma razón que me impide abandonar Glenkirk. Además, tus hijas son muy pequeñas para arreglárselas solas. Es cierto. Yo me las arreglaba sola a su edad, pero era muy difícil tenía que lidiar con el tío Henry, que deseaba apoderarse de Friarsgate. No pondré a mis hijas en una situación semejante. Si bien Maybel Edmund y mi tío Richard, el párroco de St. Cuthbert, me protegían, era muy duro para ellos y ahora ya son ancianos.

– Siempre desembocamos en el mismo callejón sin salida.

– Lo sé -admitió Rosamund llorando-. ¡Y lo odio!

El conde besó sus lágrimas.

– Agradezcamos esta dicha que se nos ha concedido.

Rosamund asintió, pero la furia empezaba a carcomerla por dentro. Amaba a ese hombre y siempre lo amaría. No quería separarse de él. Nunca.

Durante la cena, el conde se sentó a la derecha de Rosamund y Philippa, a la derecha del conde. A los ocho años, la heredera de Friarsgate tenía derecho a compartir la mesa de los adultos. Banon y Bessie habían comido más temprano y ya estaban en la cama.

– Es usted muy apuesto para ser un anciano -observó Philippa.

– Y tú te pareces a tu madre -replicó el conde conteniendo la risa.

– Maybel dice lo mismo. ¿Se quedará a vivir con nosotros, milord?

– No. Sólo estoy de visita y volveré a Glenkirk en otoño.

– ¿Regresará aquí alguna otra vez? Creo que mamá se pondría muy triste si no volviera.

– Haré todo lo posible, Philippa. Yo también quisiera regresar, pero a veces el deber y el querer no coinciden.

– Siempre pensé que los adultos hacían lo que deseaban.

– Así debería ser, pero no lo es. Los adultos tienen que cumplir con el deber y a menudo eso significa contrariar los propios deseos. Sin embargo, lo más importante es el deber. Recuerda lo que te digo, pues algún día serás la dama de Friarsgate.

– Es un buen consejo, milord. Lo recordaré.

Era una niña seria y circunspecta, muy diferente de su hija a esa edad. Janet, la criatura casi salvaje de las tierras altas que cabalgaba en su poni a toda velocidad y protegía a su hermano menor de cualquiera que lo molestara o intentara hacerle daño. Janet, la hija perdida, estaba tan orgullosa de su herencia como esta niña solemne que ya comprendía lo que era el deber. Patrick había odiado la idea de que se casara con el primogénito del duque, pero el destino terminó deparando a su hija algo mucho más terrible que Rodolfo di San Lorenzo.

El conde de Glenkirk descubrió que Friarsgate se hallaba tan aislada como su propiedad. Las noticias llegaban únicamente a través de los viajeros que, en su mayoría, eran vendedores ambulantes que cruzaban la frontera con Escocia. Así se enteraron de que la construcción de la flota del rey Jacobo avanzaba rápidamente y de que el heredero de la corona gozaba de buena salud y era un niño fuerte y rozagante. Tanto los ingleses como los escoceses estaban fortificando sus guarniciones militares en las fronteras. El rey Jacobo había firmado la renovación del acuerdo con Francia. La guerra había estallado en Europa. España marchaba hacia Navarra y Enrique Tudor, hacia Bayona, aguardando la ayuda de sus aliados para recuperar la corona de Francia. Su flota, decepcionada, patrulló la costa de Bretaña durante el viaje de regreso a Inglaterra.

La primavera fue dejando paso al verano. Un día, Rosamund le pidió al conde que enseñara a nadar a sus hijas como lo había hecho con ella. Chapotearon juntos en el lago, mientras Philippa, Banon y Bessie reían y se arrojaban agua en su esfuerzo por aprender.

– El agua es mucho más fría que en San Lorenzo -observó Rosamund.

– Pero no tanto como en el lago de Glenkirk -aseguró Patrick. -¿Tienes que romper el hielo antes de zambullirte?

– Solo en el mes de mayo. Algún día lo verás con tus propios ojos. -Te advierto que si no regresas a Friarsgate iré a Glenkirk -lo amenazó con una amplia sonrisa-. Este año no, pero el próximo llevaré a las niñas y pasaremos el invierno en tus tierras altas con la condición de que pases el resto del año con nosotras aquí.

– Es una brillante idea, mi amor, pues de ese modo no descuidaremos nuestras obligaciones.

– Se sentaron a orillas del lago mientras vigilaban a las niñas.

– ¡Oh, Patrick! Sería la solución perfecta para nuestros problemas. Así es. Y tal vez más tarde aceptes casarte conmigo y entonces ya no volveremos a separarnos.

Primero debemos saber qué opina tu hijo de mí, querido. No quiero sembrar cizaña entre ustedes dos. Vuelve la próxima primavera, Patrick, y si ninguno ha cambiado de parecer, te acompañaré a Glenkirk con mis hijas a principios del invierno.

– Y nos casaremos.

La muchacha asintió.

– ¡Pero ni una palabra a nadie por ahora! Será un secreto. No habrá boda sin la aprobación de tu hijo. Por favor, deja que me conozca antes de hablar con él.

– De acuerdo, mi paloma, se hará como tú quieras. Soy incapaz de decirte que no.


A principios de septiembre un cochero se presentó a las puertas de Friarsgate para exigir el pago de una inmensa caja que había transportado desde el puerto de Newcastle. Rosamund sacó las monedas de sus arcas, las contó y, antes de entregarlas, dijo:

– ¡Ábrala primero! Quiero asegurarme de que el contenido no se haya dañado.

El cochero y su ayudante se apresuraron a desembalar la pintura del maestro Paolo Loredano y la levantaron para que todos la vieran.

– ¡Oooh! -exclamaron al unísono.

– ¡Es magnífica, pequeña! Jamás vi algo igual -declaró el tío Edmund.

– Habría sido más fácil enviar solamente la tela -comentó Rosamund-, pero sospecho que el maestro no confiaba en nadie más que en sí mismo para enmarcar la pintura. Me pregunto qué habrá pasado con el otro cuadro.

– Creo que nunca lo sabremos, Madonna -replicó Patrick riendo, y procedió a contar a Edmund y Maybel la historia de los dos retratos de Rosamund.

– No es un hombre muy respetable, el pintor ese -afirmó Maybel.

– Puede que tengas razón, pero admite que posee un gran talento. El retrato de Rosamund es una obra maestra.

– ¡Oh, sí! Parece tan vivida y real que uno esperaría que saliera del cuadro, milord.

La cosecha había terminado y Friarsgate se preparaba para el invierno. En la capilla de la propiedad se conmemoró el aniversario de la muerte de sir Owein Meredith. Los días se acortaban ostensiblemente y las noches eran frías.

– Debo partir o tendré que pasar el invierno aquí -dijo el conde una noche mientras estaban en la cama.

– ¡No me dejes! -Suplicó la dama de Friarsgate-. Tengo miedo de que se rompa el hechizo y no volvamos a vernos.

– Entonces, ven conmigo.

– Sabes que es imposible, Patrick. He vivido experiencias maravillosas gracias a ti, mi amor. Prométeme que regresarás en primavera cuando la nieve se haya retirado de las tierras altas. ¡Si al menos te quedaras hasta el día de tu cumpleaños!

– Falta demasiado tiempo para diciembre. Recién estamos en octubre y debería haber partido hace dos semanas.

Rosamund prorrumpió en llanto, como si él le hubiese asestado un fuerte golpe, pero al rato se repuso y, lanzándole una mirada desafiante, le dijo:

– Entonces ámame esta noche, Patrick, como si fuera la última vez.

Lo atrajo hacía sí con ímpetu y le dio un beso ardiente y prolongado. Lo lamió alrededor de la boca y saboreó sus labios con avidez. El conde colocó las manos en el trasero de Rosamund y la apretó contra su cuerpo.

– ¡Te amo con locura! -exclamó ella sollozando.

– Y yo te amo como a nadie en el mundo, pequeña.

Patrick la acarició con ternura, pero el mero roce de sus manos avivaba aun más la pasión de la joven. Le besó uno de los pezones y comenzó a sobarlo frenéticamente, como si quisiera arrancarlo de su Pecho, mientras sus dedos jugueteaban en la entrepierna. De pronto, ella se dio vuelta y se puso encima del conde para agarrar su virilidad e introducirla en su boca. La habilidosa lengua subía y bajaba por la erecta vara, trazaba círculos alrededor de su enrojecida cúspide. Patrick gemía de placer, embriagado y sorprendido de que la joven fuera capaz de brindarle un goce tan intenso. Antes de que Rosamund vaciara su virilidad, volvió a tumbarla de espaldas y, montado sobre ella, penetró Su ardiente y acogedora feminidad. Tomándole la cara con sus vigorosas manos observó cómo la pasión embellecía el rostro de su amada mientras él empujaba lentamente hacia atrás y hacia delante. La joven gimió de placer y él le dio un lento e interminable beso.

– Me haces sentir tan joven, mi dulce campesina. ¿Cuándo y dónde hemos estado juntos antes? Nunca sabré la respuesta, Rosamund, pero ya no me importa pues ahora tendré tu amor para siempre.

El conde comenzó a moverse de una manera cada vez más urgente e impetuosa.

El sabor de su virilidad había sido un afrodisíaco tan estimulante que Rosamund no había querido sacarla de su boca. Pero al mismo tiempo había experimentado una imperiosa necesidad de que Patrick penetrara su íntima cavidad. La deleitaba sentir su rígida y gruesa espada dentro de ella. Con sus hábiles y febriles contoneos, el conde la excitaba hasta límites insoportables, a tal punto que por un momento creyó que jamás se liberaría de tanto ardor. Pero enseguida comenzó a sentir el dulce hormigueo y el vértigo del placer.

– ¡Te amo! -gritó. Los labios de Patrick se fundieron con los de ella, quien finalmente alcanzó el paroxismo de la pasión cuando él la inundó con su torrente amoroso.

La tomó entre sus brazos y acarició con dulzura su cabellera. Rosamund se durmió, pero él permaneció despierto un rato más. ¿Sería la última vez que se verían? No, de ningún modo. Regresaría en primavera y volverían a amarse nuevamente. Su instinto jamás le había fallado, y no había razón para dudar de ellos ahora. No obstante, lamentaba tener que marcharse. El invierno sería interminable sin su adorada Rosamund.


A la mañana siguiente Patrick se despidió de todo el mundo. Bessie, la mascota preferida del conde, lloró al verlo partir. Dermid acompañaría a su amo, pero retornaría en diciembre para asistir al nacimiento de su primer hijo. Edmund y Maybel estaban tristes; Rosamund simulaba fortaleza y Annie gritaba y aullaba hasta que Maybel la amenazó con darle una bofetada.

– ¡Volverá, pedazo de tonta! ¿No los casó el obispo en la catedral y tendrás un hijo de él?

– Ten coraje, mi pequeña -dijo Dermid-. Debo ir a casa y contarle todo a mi madre.

Los dos hombres montaron sus caballos. Parada junto el estribo el conde y con el rostro surcado de lágrimas, Rosamund alzó la vista hacia él y le susurró:

– Recuerda que te amo, Patrick.

Él se inclinó para levantarla y la besó en los labios

– Recuerda que yo también te amo, Rosamund Bolton -replicó, colocándola nuevamente en el suelo.

Todos se dispersaron y retornaron a sus tareas, menos Rosamund, que se quedó mirando hasta que Patrick Leslie, conde de Glenkirk, se convirtió en una tenue aunque visible nube de polvo dorado. Al regresar a su alcoba, se arrojó en la cama que habían compartido y comenzó a llorar desconsoladamente. El perfume del conde persistía en las almohadas. "¡No lo soporto! -Pensó, presa de la desesperación-. No podré vivir sin él estos seis largos meses. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no le pedí al padre Mata que nos casara? ¿Por qué no me fui con él?"-aunque conocía muy bien las respuestas a esas preguntas. El hijo del conde debía aprobar el matrimonio entre su padre viudo y la dama de Friarsgate, y ella no podía abandonar de nuevo a sus hijas. Desde la trágica muerte de su padre había estado alejada de las niñas demasiado tiempo. Rosamund deseó que su primo Tom estuviera a su lado para consolarla. Luego, lanzó un suspiro, se levantó de la cama y se enjugó las lágrimas. Tenía deberes que cumplir, y si no regresaba de inmediato al salón, sus hijas comenzarían a preocuparse. Respirando profundamente salió de su alcoba y bajó las escaleras para encontrarse con su familia, que la aguardaba con ansiedad.

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