CAPÍTULO 05

Mientras cabalgaban por un camino de montaña, se desplegó ante sus ojos la capital del ducado de San Lorenzo.

– Jamás he visto casas de tantos colores -exclamó Rosamund-. Las nuestras son de piedra natural o blanca como la cal.

– La ciudad se llama Arcobaleno, que en lengua italiana significa "arco iris". Como el ducado se encuentra entre Francia e Italia, los pobladores de San Lorenzo hablan ambos idiomas.

– Yo sé algo de francés, aunque lo entiendo mejor de lo que lo hablo. La ignorancia puede ser una ventaja para mí, pues me brindará la oportunidad de aprender muchas cosas.

– Eres muy inteligente, mi amor.

Comenzaron a descender hacia Arcobaleno. Bajo el sol de mediados de febrero, las colinas eran de color verde esmeralda y la tierra de los valles estaba recién arada y sembrada.

– Son plantas gramíneas -le explicó Patrick, y luego señaló hacia el sur, donde se hallaban los viñedos-. El vino de San Lorenzo es excelente.

La ciudad propiamente dicha estaba emplazada en las laderas de las colinas y desembocaba en el mar azul. Todas las casas estaban pintadas de colores distintos a lo largo de las calles adoquinadas, y Rosamund se sorprendió de que el arco iris tuviera tantos matices.

– ¿Qué es eso? -preguntó Rosamund señalando una imponente construcción que se erguía por encima de la ciudad.

– Es el palacio del duque. ¿Alcanzas a ver la villa de mármol rosado frente al mar? Esa es la residencia del embajador de Escocia. Primero iremos allí. Ya se enterarán de mi llegada en la corte, pues, como en todas partes, aquí abundan los espías. Pero, por ahora, quiero ser discreto. Por su seguridad y la de San Lorenzo, el duque no debe involucrarse oficialmente en este asunto.

– ¿El embajador está esperándonos?

– No, será una verdadera sorpresa para él. Pero seremos bien recibidos, pues le traigo una carta del rey.

Pasaron frente al palacio del duque. Guardias vestidos con uniformes celestes y dorados se hallaban apostados frente a los portones abiertos. Rosamund echó un vistazo a los jardines y se sobresaltó al ver a un caballero que conocía. Lo miró fijamente mientras el hombre se apeaba de su caballo.

– ¿Los ingleses tienen un embajador aquí, milord?

– Sí, desde hace muy poco tiempo. ¿Por qué lo preguntas?

– Acabo de ver en los jardines del palacio a un caballero de la corte inglesa.

– ¿Te reconoció? -preguntó el conde preocupado.

– No lo sé, Patrick. Jamás me lo presentaron ni hablé con él, pero lo conozco. Es un primo lejano de los Howard, no es alguien importante.

– Seguramente lo destinaron aquí para complacer a sus parientes poderosos. Tenemos que evitar que se entere de nuestra misión. A Enrique Tudor no le gustará saber que tratamos de debilitar la alianza forjada por el Papa.

Continuaron cabalgando hacia la ciudad y llegaron a la villa rosada. Patrick sintió el paso del tiempo al recordar sus años de embajador. Había pensado que jamás regresaría a ese lugar. Tras ingresar en la explanada por los portones abiertos, unos sirvientes aparecieron y se llevaron los caballos. El mayordomo salió de la residencia para saludar a los visitantes.

Era un hombre ya anciano, y se sorprendió al reconocer al caballero.

– ¡Milord Leslie! ¡Bienvenido a San Lorenzo!

– ¡Pietro! ¡Me alegra tanto que sigas aquí! -Saludó Glenkirk apretando con fuerza la mano del anciano-. ¿Se encuentra tu amo en casa? Vengo a traerle un mensaje del rey.

– ¡Entre, milord! Pase, por favor. Le diré al amo que ustedes están aquí. No esperábamos visitas. -Los condujo a una hermosa estancia colmada de luz que daba a los jardines. -Esperen aquí, milord. Sírvanse vino, imagino que han de tener sed.

Salió tan rápido como le permitían sus fatigadas piernas.

– Era mi mayordomo cuando fui embajador del rey.

– Se nota que le agradas mucho.

– También le agradaba a su hija -replicó con picardía-. Tenía el cabello y los ojos oscuros, y la piel dorada.

– Imagino que ahora será una matrona regordeta y llena de nietos, milord.

– Estás celosa, primor -dijo él complacido.

– ¿Por qué son tan vanidosos los hombres?

– ¡Ay! -Gritó el conde echándose hacia atrás y fingiendo un fuerte dolor en el pecho-. Tus garras están más filosas que nunca, mi dulce Rosamund.

– ¡Qué maravilla! Milady, mire los jardines -comentó Annie eufórica-. Se están abriendo las flores y recién estamos en febrero. ¿Ha visto cómo quema el sol pese a ser invierno?

– El invierno no suele visitar San Lorenzo, Annie -respondió el conde-. Sólo lo hace en raras ocasiones y por muy poco tiempo.

– ¿Quiere decir que siempre es así? -replicó asombrada-. Entonces, nos ha traído al paraíso, milord.

– Alguna vez yo también creí eso.

Se abrió la puerta del salón y entró un caballero con la cabeza cubierta de canas.

– ¡Mi querido conde!

– Lord MacDuff -respondió Patrick-. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? Y si pudieran instalar a la señora y a su doncella en unas habitaciones confortables… Nos alojaremos aquí. Dermid, acompaña a Annie y a lady Rosamund.

– Por supuesto, milord -replicó el embajador-. ¡Pietro!

Al instante reapareció el mayordomo.

– Diga, milord.

– Acompañe a la dama al apartamento para huéspedes y ocúpese de que la señora y el conde reciban la mejor atención. Milord, ven conmigo.

Lord MacDuff y Patrick abandonaron el salón.

– Hablo un poco de inglés, milady-dijo Pietro haciendo una reverencia.

– Yo hablo un poco de francés -replicó Rosamund con una sonrisa.

– Entonces, si las damas desean acompañarme…

Del magnífico salón pasaron a un vestíbulo circular con paredes de mármol y subieron unas amplias escalinatas de mármol. Cuando llegaron al tercer piso, Pietro abrió unas doradas puertas de nogal y las hizo entrar en un espacioso apartamento.

– ¿Hay algo más que pueda hacer por usted, milady?

– Hemos viajado durante muchos días, Pietro. Necesito tomar un baño.

– Enseguida se lo preparo, milady.

– ¿Qué se pondrá luego de que le quite estas ropas hediondas y las haga quemar? -preguntó Annie.

– ¿No queda ninguna blusa o camisa limpias?

– Sí, pero no dejará que la vean en camisa.

– Tienes razón. Después del baño, pediré que me traigan una modista. El conde me prometió un nuevo guardarropa. Y tú también necesitarás prendas nuevas, Annie.

– Es verdad, preciso ropa limpia y un buen baño. No sé cómo lograré quitarme el inmundo olor a caballo de la cabeza.

– Mientras espero el baño, inspeccionemos las habitaciones.

Las dos jóvenes empezaron a dar vueltas y abrir las puertas. El apartamento tenía una sala de estar, dos alcobas contiguas y dos pequeños cuartos con una cama simple, una cómoda y una mesita.

– Hay una alcoba para ti y otra para Dermid. Elijan ahora la que más les guste y coloquen sus pertenencias allí. Dermid, la última vez que el conde estuvo aquí, ¿tú eras su criado?

– No, lo era mi tío. Yo era muy joven entonces. Cuando el rey mandó llamar al conde, mi tío me eligió a mí para acompañarlo pues sólo tiene hijas mujeres. Se sentía muy viejo para hacer un viaje tan largo, y el amo, también. Pero cuando el rey convoca a un hombre leal, este debe aceptar sin dilación y conseguirse un buen criado. Por fortuna, en los últimos años mi tío me estuvo enseñando el oficio para ocupar su lugar. Se sorprenderá cuando se entere de todos los sitios a los que he ido.

– No sé si puedes contarle esas cosas.

– Es verdad, milady. Tal vez no deba decirle nada.

– ¡Oh, señora, mire esto! -Annie abrió las puertas vidriadas de la sala y salió al balcón que se extendía a lo largo de la villa y daba al mar. -¡Es maravilloso!

– Ya lo creo. Jamás vi tanta belleza fuera de Friarsgate.

– Es la primera vez en varias semanas que menciona su hogar, milady. Mi preguntaba si lo habría olvidado.

– No. Friarsgate es mi primer amor y siempre estará en mi corazón, Annie. En algún momento retornaremos a casa, pero esto es apasionante. Jamás imaginé que conocería un lugar como San Lorenzo o pasaría el invierno sin llenarme las manos de sabañones. Algún día sentiré el deseo de regresar a casa, pero no todavía. Hoy no.

Se abrió la puerta del apartamento y comenzó a desfilar un ejército de lacayos encabezados por el solícito Pietro.

– Eh, tú, buen hombre, ayúdame -llamó a Dermid. Entró en la alcoba femenina y movió una clavija oculta en uno de los paneles de madera de nogal. El panel se abrió de golpe y dejó ver una gigantesca tina de roble reforzada con duelas de bronce bruñido. Dermid y Pietro la levantaron y la llevaron a la habitación.

– ¿Dónde desea que la coloquemos, milady?

Rosamund miró alrededor de la alcoba y al ver las puertas que daban a una terraza de mármol, dijo:

– Ponía allí afuera, Pietro.

– ¡Ah! -dijo el mayordomo con una amplia sonrisa, mientras él y Dermid trasladaban la bañera al lugar indicado-. La señora es una romántica.

– Es el sitio perfecto -murmuró Rosamund, devolviéndole la sonrisa.

Una vez colocada la tina en la terraza, había que llenarla, una labor que requería mucha mano de obra. Los lacayos tomaban los baldes, subían muy despacio los peldaños situados a cada lado de la bañera y volcaban el agua en su interior.

– Pietro, ¿podrías enviarme una modista lo antes posible? Tuvimos que salir intempestivamente y hemos cabalgado casi sin parar desde la costa de Francia. Ninguno de nosotros ha traído ropas apropiadas para la corte del duque.

– Enseguida, señora. Mi hija es la mejor modista de Arcobaleno. La haré venir de inmediato.

– ¿Tu hija fue amante de lord Leslie, verdad?

– Exactamente, señora. Pero el conde no la reconocerá, pues ha engordado mucho por los hijos y el trabajo.

– Pídele que venga hacia el final de la tarde.

– Sí, señora, después de la siesta. Le traerá una variedad de finos géneros -aseguró Pietro antes de partir.

– Debo decirle, milady, que su actitud es demasiado atrevida. Puede darme una bofetada, si lo desea, pero no cambiaré mi opinión -protestó Annie.

Rosamund lanzó una carcajada.

– Me encuentro en desventaja aquí, pequeña. Lord Leslie me contó que tuvo una amante cuando lo destinaron a San Lorenzo. Prefiero ahorrarme las sorpresas. Ahora, ayúdame a quitarme la ropa y a zambullirme en esa preciosa tina.

– ¡No va a salir desnuda a la terraza!

– Estamos frente al mar. ¿Quién podría verme? -Se sentó y jaló con fuerza de sus botas. -¡Uf! -Exclamó mientras despegaba unos sucios calcetines de sus pies-. Arrójalos directamente a la basura. Es inútil lavarlos.

Annie asintió y comenzó a desvestir a su señora.

– He guardado una camisa limpia. Puede ponérsela después del baño. -Dermid, trae nuestro equipaje. Dermid le guiñó el ojo antes de partir. -¡Maldito escocés insolente!

– Le gustas, Annie.

– Y a mí también, milady, pero el asunto no pasará a mayores.

– ¿Por qué?

– Porque usted nunca abandonará Friarsgate y yo nunca la abandonaré a usted.

– Estás muy equivocada, mi querida Annie. Si tú lo amas y Dermid te ama, eres libre para desposarlo e ir a vivir con él. No quiero que seas desdichada por mi culpa.

– Por el momento, prefiero no pensar en eso.

– Pero algún día tendrás que hacerlo y te aconsejo que sigas los dictados de tu corazón. Yo lo he hecho, y ya ves cuan feliz estoy.

– ¡Está muy graciosa, milady! -Tomó una manta de la cama y cubrió a Rosamund con ella-. No permitiré que salga desnuda como Dios la trajo al mundo.

– Pero en algún momento tendré que quitármela. -Luego de subir los peldaños arrojó la improvisada túnica y se sumergió lentamente en el agua caliente. -¡Aaaaah! -Suspiró mientras se sentaba en el banquillo de la tina-. ¡Qué placer!

Luego, soltó su larga cabellera y comenzó a lavarla con el jabón de exquisita fragancia que había en la repisa de la bañera. Annie subió los peldaños con un balde y enjuagó la cabeza cubierta de espuma. Tres veces tuvo que enjabonarse y refregarse el cabello para quitarse toda la suciedad del viaje y tres veces vertió Annie el agua sobre la cabeza de la joven.

Luego, la doncella le alcanzó un paño. Rosamund improvisó un gracioso turbante y comenzó a lavarse el resto del cuerpo. Cuando terminó, salió de la tina y le dijo a Annie:

– ¡Entra, niña! Oportunidades como esta no se presentan a menudo.

La doncella no se opuso. Olvidando por completo dónde estaba, se arrancó sus prendas mugrientas, se metió en el agua aún caliente y comenzó a bañarse. Mientras tanto, Rosamund, sentada en un banco de la terraza y envuelta en un lienzo, se peinaba con un cepillo de finísima madera, el único objeto de lujo que había traído de Escocia. El sol y el aire cálido secaron rápidamente su abundante cabellera.

Cuando Annie terminó su baño, Rosamund le tendió un lienzo para secarse.

– ¡Oh, milady, muchas gracias! -Se sorprendió la criada llena de júbilo-. No me preocupa tanto la higiene como a usted, pero después de todos estos viajes, el baño me sentó de maravillas.

– Ahora, Annie, debemos resolver otro problema. ¿Qué piensas vestir? -preguntó Rosamund riendo.

– Solo tengo una camisa, milady. Espero que Pietro pueda conseguirme una falda y una blusa. Cuando regrese Dermid, le pediré que averigüe. -Se envolvió en un lienzo y se sentó junto a su señora.

– Péinate -dijo Rosamund dándole su cepillo.

– Oh, no, milady, no debería usar su cepillo.

– Pero el cabello te quedará enredado.

– Me peinaré con los dedos, como lo hago siempre.

Mientras Annie se secaba el cabello, apareció Dermid con el equipaje. Al ver a las dos jóvenes envueltas en lienzos, se ruborizó.

– Dejaré su equipaje aquí, milady. El resto lo colocaré en las habitaciones.

Arrojó una de las alforjas sobre la cama y salió corriendo.

– Ji, ji. Ahora se acobardó, el muy tonto -bromeó Annie.

– Ponte la camisa. Yo me pondré la mía y luego dormiré una siesta en esa cama que parece tan mullida. Tú deberías hacer lo mismo, jovencita. No tenemos nada que hacer hasta que venga la modista.

– Le pediré a Dermid que llame a ese Pietro. No puedo andar desvestida todo el día -refunfuñó Annie, y luego de ponerse la camisa salió a buscar al mayordomo.

Cuando Patrick entró en la habitación, Rosamund dormía. Así, tendida en la cama y tapada con un lienzo que revelaba más de lo que cubría, la muchacha le resultaba muy tentadora. Paseó la mirada por la alcoba y al ver la tina en la terraza, decidió desvestirse y tomar un baño. Tras meterse en el agua tibia y, por cierto, bastante sucia, lavó bien todas las partes de su cuerpo usando el jabón perfumado que se hallaba en la repisa. Sintió el perfume y sonrió; la fragancia le recordaba épocas pasadas.

Annie regresó a la terraza vestida en camisa y lanzó un chillido al ver al conde sentado en la bañera.

– ¡Oh, milord, disculpe!

– Dame tu paño para secar, jovencita. Veo que ya no lo necesitas. Y sal de aquí, por favor -ordenó el conde amablemente.

– Sí, milord. Pietro vendrá con la modista después de la siesta. ¿Desea que despierte a la señora?

– No, Annie. Dejémosla dormir, debe de estar extenuada. Yo también me recostaré en un rato. ¡Vete ya, mujer! -repitió, mientras la doncella le tendía el paño.

– Sí, milord.

Patrick salió de la tina, se secó el cuerpo y se sentó en el banco de mármol, con el paño atado a la cintura. El sol le quemaba los hombros y una brisa cálida acariciaba su piel. Era una sensación maravillosa, un placer que había olvidado. Al rato, se dio cuenta de que el ajetreado viaje lo había dejado tan exhausto como a Rosamund. Se puso de pie, entró en la alcoba y se acostó a su lado. Ella murmuró algo incomprensible, pero no parecía haberse percatado de la presencia del conde. Patrick cerró los ojos y enseguida se quedó dormido.

Cuando despertó, varias horas más tarde, no vio a Rosamund en la cama, pero escuchó su voz en la sala de estar. Antes de levantarse e ir en busca de su amada, se desperezó y se tomó unos momentos para despejar su mente.

– Por fin te has despertado -lo saludó la joven, sentada a la mesa y comiendo con avidez-. Come algo y luego haremos otra siesta. -Se chupó los dedos para limpiar la grasa del ala de pollo que acababa de devorar. -Quiero disfrutar de los placeres de la vida meridional, mi amor.

Con una sonrisa de oreja a oreja, el conde tomó asiento frente a ella y acercó la cazuela llena de ostras. Fue abriéndolas una por una y tragándoselas enteras.

– Las dejé para ti, pues necesitarás vigor, milord. Tienes razón, el vino de San Lorenzo es exquisito -apuntó, levantando la copa. Luego, tomó la jarra y se sirvió una generosa cantidad de vino. -La modista vendrá más tarde.

– Eso dijo Annie.

– Es la hija de Pietro, una vieja amiga tuya, ¿verdad? El conde se atragantó.

– ¿Celestina? ¡Por Dios!

– Pietro dice que no la reconocerás porque ha engordado mucho a causa de la edad, los hijos y el excesivo trabajo. Estoy ansiosa por conocerla.

– Te portarás bien, señora.

– Oye, Patrick, es todo un acontecimiento que tu amante actual se encuentre con la amante de tu juventud.

– Eres una malvada -opinó el conde, entrecerrando los ojos verdes.

– Claro que lo soy, pero prometo portarme bien. ¿Quieres probar el delicioso carnero asado?

Le sirvió un enorme plato con varias rodajas de carne, alcauciles hervidos en vino, pan fresco y un trozo de queso blando.

– El cocinero del embajador es excelente -señaló.

– Si sigues comiendo así, terminarás como Celestina.

– Pasé dos semanas muerta de hambre. No me dijiste que la comida sería tan escasa, fría e insulsa durante el viaje. Comeré como un buey todos los días y también me bañaré todos los días.

– ¿Fuiste tú quien sugirió instalar la bañera en la terraza frente al mar?

– Me pareció mágico bañarme mirando las colinas, el mar y, allí abajo, la ciudad.

– Entonces no la moveremos de la terraza mientras permanezcamos aquí, mi amor.

– ¿Cómo fue la reunión con lord MacDuff?

– Al principio lo sorprendió nuestra visita, por supuesto, pero luego comprendió los motivos. Tenías razón: el embajador inglés es Richard Howard, un hombrecito que se muestra muy solícito y servil con el duque, cuando no le impone exigencias en nombre de su rey y lo trata con total arrogancia.

– ¿Sabe el duque que estás aquí y los motivos de tu visita?

– Traigo una misiva para el duque Sebastian y MacDuff se la entregará mañana. Creo que aún no han llegado los representantes de Venecia ni del emperador Maximiliano.

– ¿No es peligroso haber venido sin avisarle al duque?

– Antes de nuestro arribo, el duque recibió una carta diciendo que yo regresaría a San Lorenzo en algún momento del invierno, pero que la fecha de mi llegada debía permanecer en secreto. Es lo bastante inteligente para darse cuenta de que algo extraño está ocurriendo, y cooperará mientras le convenga. Sebastian di San Lorenzo es un gran político y un hombre sagaz. Jamás hace nada sin una razón y sin que redunde en su beneficio o en el del ducado. Debemos avanzar sin prisa, a diferencia de tu rey, que quiere todo de inmediato.

– Enrique Tudor es muy ambicioso. Dicen que se parece a su abuelo, el rey Eduardo IV, tanto en el aspecto físico como en la personalidad. Tiene planes grandiosos y sublimes para Inglaterra. Te repito las cosas que he escuchado, pues no opino lo mismo respecto de su carácter. Prácticamente me obligó a acostarme con él, pese a que no me agradaran sus insinuaciones. Es un hombre que sólo piensa en sí mismo y en satisfacer sus deseos. Tal vez eso sea una virtud en un rey, no lo sé.

– Es una virtud si el rey la usa para el bienestar de su reino. ¿Cuánto tiempo fuiste su amante?

– Unos pocos meses. Vivía aterrorizada de que la reina Catalina se enterara de mi traición, pues sentía un gran aprecio por ella. Nos habíamos hecho muy amigas cuando yo era niña y vivía en la corte. Owein y yo la ayudamos en la época en que el rey Enrique VII no se decidía a aceptarla como nuera y la trataba como a un perro. Fue ella quien me invitó a la corte tras la muerte de mi esposo. No sentía ningún deseo de ir, pero no podía rechazar la invitación de una reina.

– O de un rey -señaló Patrick con cierta amargura.

– Estás celoso -replicó sorprendida-. No hay ninguna razón para que lo estés, amado mío.

– Sí, siento celos de todos los hombres que conociste antes de que yo apareciera en tu vida, y de todos los que conocerás después de nuestra separación. Jamás amé a una mujer como te amo a ti. Cuando te alejes de mí, mi vida será desolada y fría. -Tomó la mano de Rosamund y la besó con ternura.

– No hables de nuestra separación ahora, amor mío. Nos queda mucho tiempo por delante. -Le acarició la mejilla con la mano que él había besado. -¿Cuándo te quitarás esa horrible barba, milord? Debe de haber un barbero en Arcobaleno.

– ¿No te agrada la barba?

– ¡No! Entiendo que no pudieras rasurarte durante el viaje, pero ya no hay motivos para que la conserves.

– No necesito un barbero. Se lo pediré a Dermid. ¡Dermid! -Gritó a su sirviente, quien se presentó de inmediato-. Milady desea que me quite la barba, así que pongamos manos a la obra ya mismo. Aprovechemos que estoy recién bañado y bien alimentado. Luego tomaré una siesta.

– ¡Enseguida, milord! Traeré la navaja y una bacía con agua.

– Te esperaré en la cama -susurró Rosamund al conde. Con una sonrisa sugerente, caminó lentamente hacia su alcoba y cerró la puerta.

– Dicen que las mujeres inglesas son frías, pero me parece que no es cierto, milord, si me permite expresar una humilde opinión -afirmó Dermid con una amplia sonrisa.

– Sé que le has echado el ojo a Annie, Dermid. Es una joven respetable y su ama se sentirá muy afligida si la tratas mal.

– ¡Oh, no, milord! Ningún hombre se animaría a tratar mal a Annie. Ella lo derribaría de un puñetazo si lo intentara. Quisiera cortejarla, pues no hay nadie en mi tierra que me guste tanto como Annie. Tiene mucha personalidad y me dará hijos fuertes y sanos. Estaría dispuesto a vivir en Inglaterra, si fuera necesario, milord.

– Si ella te ama, se irá contigo a Glenkirk. Pero deben esperar un tiempo antes de tomar una decisión.

Dermid asintió, salió a buscar los elementos necesarios para rasurar a su amo y volvió rápidamente. Con sumo cuidado fue cortando la barba negra con mechones plateados que había crecido en las últimas semanas. Cuando terminó su tarea, Dermid admitió:

– ¡Ah, cuánto más apuesto luce sin barba, milord! Parece mucho más joven.

Patrick se entristeció al oír el comentario, pues le hizo recordar la diferencia de edad entre él y Rosamund. Se levantó de la mesa, dio las gracias a su sirviente y entró en su alcoba. Tras quitarse el lienzo atado a la cintura, se miró en el espejo de cuerpo entero que había junto al armario. Era delgado y musculoso pese a los años. Conocía a hombres mucho más jóvenes que tenían las carnes fláccidas. El cabello seguía siendo oscuro, aunque asomaban algunas canas aquí y allá. Tenía todos los dientes y ninguno se le estaba pudriendo. Su mirada era vivaz y su deseo por poseer el bello cuerpo de Rosamund aumentaba día a día. Sabía que aún era un amante vigoroso.

Miró a su alrededor en busca de la puerta oculta que conectaba su alcoba con la de Rosamund y, cuando la encontró, la abrió e ingresó en la habitación contigua. Lo primero que vio fue la graciosa curvatura de su espalda. La joven se había quedado dormida de nuevo, y entonces el conde se dio cuenta de que el viaje había sido muy agotador para ella, aunque jamás le había escuchado una queja. Se había quitado el lienzo para secarse y estaba tan desnuda como él. Cuando se acostó a su lado, la cama se hundió y Rosamund se despertó:

– ¿Patrick?

– No, soy el rey de tu corazón.

Rosamund giró; el conde la abrazó y la besó lenta y dulcemente.

– ¡Qué felicidad! Extrañaba tanto el placer de echarnos juntos en la cama.

– ¿Es lo único que extrañabas? -bromeó. Al tocarla y sentir la fragancia que emanaba su hermoso cuerpo, se excitó. Se sorprendió de que el mero contacto y el olor de su piel provocaran una reacción tan rápida.

– Soy tan pícara como tú, milord -replicó Rosamund riendo. Extendió el brazo y comenzó a acariciarle el tallo del amor. -Estoy ardiendo, Patrick. Moriré si no me penetras ahora mismo.

El conde obedeció. La notó caliente, mojada y lista para recibirlo. Apenas comenzó a moverse rítmicamente, sintió cómo los jugos de su amada empapaban su virilidad. Era él quien reía ahora.

– ¡Rosamund, Rosamund! -Gritó cuando brotó su íntimo manantial-. No necesito pedirte disculpas, querida. Ahora que los dos hemos saciado la lujuria, volveremos a empezar, despacio, muy despacio, hasta que llores de placer.

Se apartó de ella, quien le dijo suspirando:

– ¡Cómo echaba de menos nuestros momentos de pasión, Patrick! Perdona mi ansiedad, que no era más fuerte que la tuya. -Se apoyó en uno de los codos y, mirándolo a los ojos, exclamó-: ¡Te amo tanto, milord! Lamento que no podamos tener un hijo juntos.

– Yo también lo lamento. -Tomó su cabeza y la apoyó contra su pecho. -¿Tus hijas son parecidas a ti, Rosamund?

– Philippa y Banon, sí, pero Bessie es parecida al padre. Owein Meredith era un buen padre y tú también lo fuiste, estoy segura.

– Lo intenté. Si amar a los hijos significa ser un buen padre, yo lo he sido, pues los amé con toda mi alma. La desaparición de Janet me rompió el corazón. Pero estando aquí contigo veo las cosas de una manera distinta. Ya no me atormento cuando recuerdo aquella época. Tratamos de recuperarla, Rosamund, pero no pudimos.

– ¿Qué pasó?

– En pocas palabras, fue secuestrada por unos traficantes de esclavos y vendida en el mercado de Candía por una enorme suma de dinero. Ella era joven, virgen y hermosa. Han pasado muchos años, pero mi hijo Adam aún la busca. Está decidido a encontrarla, aunque puede ser que haya muerto hace tiempo. No lo sé. Sólo siento que la he perdido.

– ¡Lo lamento tanto, amor mío! Creo que es mejor saber que un ser querido está muerto que no saber lo que ha sido de él.

– Sabes que te amo, ¿verdad? -replicó el conde cambiando abruptamente de tema.

– Y tú sabes que te amo.

Rosamund comprendió que él no quería continuar hablando de su hija.

– Le diré a Celestina que te haga vestidos dignos de una princesa. No podrás ver al duque hasta que no tengas la ropa apropiada. Estoy tan orgulloso de ti y de tu belleza que quiero exhibirte en todas partes.

– No soy una belleza. Soy agraciada, tal vez, pero no me considero una belleza.

– Si no te conociera, pensaría que lo dices por timidez o coquetería, mi amor. Pero sé que no es así. De todos modos, para mí eres una belleza y lo mismo opinará el duque. Es un pícaro, Rosamund, así que ten mucho cuidado. Tratará de seducirte como lo hace con todas las mujeres hermosas que se cruzan en su camino. Enviudó hace varios años, pero está muy contento en esa situación.

– Como lo estabas tú, mi amor. Ustedes los viudos son muy pillos. Les encanta revolotear entre las damas como un abejorro entre las flores.

– ¡Bzzz, Bzzz! -zumbó el conde pasándole la nariz por el cuello y el hombro-. Soy tu abejorro, mi querida, y haré el amor con mi bella rosa inglesa.

El conde le hizo cosquillas en la oreja con la lengua y Rosamund sintió que un temblor y un escalofrío recorrían su columna vertebral.

– ¿Me picarás, señor abejorro?

– Sí, señora. Hundiré mi enorme aguijón en tu dulce pote de miel. Le lamió el hombro y fue subiendo despacio por el delgado cuello de Rosamund.

– ¡Tienes un sabor delicioso!

Rosamund se extendió por completo; él bajó la cabeza y comenzó a deslizar su carnosa lengua por ese cuerpo que se le ofrecía generosamente. La joven cerró los ojos, se relajó y sintió sobre la piel una cálida humedad, seguida por la fresca respiración del conde. Patrick movía la cabeza muy lentamente, pues deseaba saborear cada centímetro de ese cuerpo. Lamió sus pechos y besó sus pezones erectos. Luego, fue descendiendo por el firme abdomen hasta llegar a la cara interior de los muslos, donde la carne era más tersa y mórbida, y los separó suavemente, sin encontrar resistencia alguna. Abrió su escondite secreto y lo lamió con exquisita delicadeza. -¡Oh, Patrick! -gimió ella.

La juguetona lengua saboreó los jugos perlados que cubrían la carne rosada. Cuando tocó la cresta de su feminidad, comenzó a atizarla con la punta de la lengua. Se sentía embriagado por el ardor del deseo y el fuerte aroma que emanaba la joven.

– ¡No te detengas! -Suplicaba Rosamund-. ¡Oh, Dios! Es maravilloso, amor mío.

– ¡Eres tan lujuriosa! -exclamó, mientras ella abría aun más las piernas. Entonces introdujo la lengua en la cavidad de su sexo y la metió lo más hondo posible, como si la estuviera penetrando con su virilidad. Rosamund gemía y clamaba por más.

Casi inconsciente a causa del placer que él le brindaba, ella quiso hacerle lo mismo. Cuando el conde se incorporó para cubrir el cuerpo de la joven, ella lo tiró hacia delante de modo que él quedara arrodillado a la altura de sus pechos. Luego se acomodó, le tomó la virilidad y se la puso en la boca. Mientras se la succionaba suavemente, oía los gemidos de su amado. Aferrándola con los labios, le lamió la vara del amor, pasó su lengua por la punta y bebió las perlas de sus jugos.

– ¡Basta! -pidió el conde. Se soltó de ese ardiente beso, pues quería entrar en ella de otra manera. Rosamund lo envolvió con sus delgadas piernas y lo ayudó a penetrarla en su cuerpo anhelante e impaciente. El conde casi lloró de placer al sentir cómo lo recibía.

– ¡Oh, sí! -Susurró Rosamund con ferocidad-. ¡Oh, sí! Dios, estoy tan colmada de ti. -El amor y la dulzura que él le brindaba le producían una sensación similar al dolor. Lo aferró con fuerza entre sus brazos, como si no quisiera soltarlo jamás.

Ella lo apretaba. Estaba ardiente. Era una fuente inagotable de gozo. Subían y bajaban, subían y bajaban, al principio despacio y luego, a medida que su deseo iba en aumento, aceleraban el ritmo acompasadamente. El conde rugía de satisfacción y Rosamund gemía suavemente.

Patrick sentía que la cabeza le daba vueltas. Rosamund le arañaba la espalda con sus filosas uñas. La tomó de las muñecas con fuerza, la regañó y le levantó los brazos para que no lo lastimara más.

– ¡Bruja! -gruñó con la boca pegada a la de Rosamund.

– ¡Demonio! -replicó. Luego lanzó un grito, y su cuerpo comenzó a sacudirse con espasmos y temblores. -¡Ooooh, Patrick! -suspiró.

El conde alcanzó el éxtasis en el mismo momento que ella y la inundó con su manantial.

– ¡Rosamund, Rosamund! -exclamó, casi sollozando.

Yacieron inmóviles un rato, hasta que sintieron que la respiración recuperaba el ritmo normal. Entonces el conde tomó la mano de Rosamund y le besó cada uno de los dedos. Exultante, la muchacha cerró los ojos y suspiró. Desde el instante en que sus miradas se cruzaron, sabía que la pasión no duraría para siempre. Pero no quería pensar en el mañana, pues el presente era exultante. No le importaba morir esa misma noche mientras dormía, pues ya había recibido toda la dicha que podía pedir. Levantó la mano del conde que aferraba la suya, la besó y la puso sobre su corazón. Los dos permanecieron en silencio. Las palabras eran innecesarias.

Se quedaron dormidos, pero un golpe en la puerta los despertó.

– ¿Sí?

– El señor Pietro acaba de anunciar que la modista llegará en media hora, milady -anunció Annie.

– Ya vamos. -Dándole un codazo, le dijo al conde-: Tenemos que levantarnos, milord, y eliminar de nuestros cuerpos el olor de la lujuria. El agua de la bañera ya debe estar fría, pero servirá.

Salieron a la terraza y, para asombro de Rosamund, el agua no estaba helada pues el sol la había mantenido bastante tibia. Ella y Patrick se metieron en la tina de roble y tomaron su segundo baño. Al salir, Rosamund notó que tenía mojadas las puntas del cabello porque había olvidado recogérselo. Se secó rápidamente y luego secó a Patrick.

– Yo usaré una camisa, ¿pero qué te pondrás tú? Aunque imagino que la señora Celestina ya habrá visto todo lo que tienes para mostrarle, milord.

– Dermid le pidió a Pietro que me consiguiera un jubón y unas calzas y yo tengo una camisa limpia. Luciré muy respetable cuando me reencuentre con Celestina.

– Entonces ve a vestirte, milord. Causemos al menos una impresión de respetabilidad.

Patrick asintió y regresó a su alcoba. Rosamund buscó la alforja y la encontró en el piso junto a la cama. La abrió y sacó una camisa con ribetes de encaje. Estaba impecable y era de excelente calidad. Se la puso y se sentó en la cama para secarse el cabello y recogérselo en una trenza.

Oyó voces en la sala de estar y luego un golpe en la puerta. Ella y Patrick salieron de sus respectivas alcobas al mismo tiempo. La gruesa mujer de cabellera y ojos oscuros ignoró a Rosamund y pegó un alarido al ver al conde.

– ¡Patrizio! ¡Santa María Bendita! Jamás pensé que volvería a verte. -Lo rodeó con sus robustos brazos y lo estrujó hasta casi sofocarlo.

Patrick tuvo que contenerse para no lanzar una carcajada. Esa mujer era Celestina, la joven seductora y de labios sedosos que había sido su amante dieciocho años atrás. Logró liberarse de sus brazos y, tomándola de los hombros, le estampó un beso en sus labios rojos.

– ¡Celestina! ¡Santa María! Eres tres mujeres en una. ¡Has cambiado un poco, querida!

– Cambié mucho -replicó con una risa sincera-. Por cada gramo de grasa que acumulé en mi cuerpo, añadí un gramo de oro en mi bolsa. Además, he parido seis hijos

– ¿Y a cuántos maridos has enterrado?

– ¿Maridos? -Se rió con ganas-. ¿Quién tiene tiempo para ocuparse de los maridos, Patrizio?

Luego paseó la mirada por la habitación y la clavó en Rosamund.

– ¿Y esta hermosa jovencita es tu última amante? Tendremos que alimentarla bien, pues se la ve famélica. ¿Conoce algún idioma en el que podamos comunicarnos? -preguntó. El conde y ella habían estado hablando en italiano todo el tiempo.

– Francés, Celestina, pero háblale muy despacio y no trates de engañarla. Es dueña de una importante propiedad que ella misma administra, y con mucho éxito, por cierto.

– ¿Es escocesa?

– No, inglesa. Tu padre te habrá explicado que vine a San Lorenzo para visitar en privado a mi viejo amigo el duque. No andarás despertando rumores por ahí, ¿verdad?

– Ahora hay un embajador inglés aquí -dijo, estudiando la reacción del conde.

– Lo sé. Pero ella no es una persona que le interese al embajador, pues no tiene ninguna relación con la corte real. Celestina asintió.

– Señora -dijo en francés acercándose a Rosamund-, le he traído un vestido que le servirá hasta que le confeccione la ropa nueva.

– Gracias -replicó Rosamund-. ¿Puedo verlo?

– ¡María, deprisa! -le gritó a la muchacha que la acompañaba.

Tras abrir el paquete donde estaba envuelto, Celestina lo desplegó y lo mostró, expectante. Era un vestido verde de seda lavada, con escote bajo, mangas largas abullonadas y puños de suntuoso encaje color crudo. La modista y su ayudante lo extendieron sobre una silla.

– El color es perfecto, considerando que no la conocía -se ufanó Celestina.

– Es muy sencillo -replicó el conde.

– Es encantador. Y Celestina hizo muy bien en no perder tiempo y materiales en adornar un vestido sin que antes lo viera el comprador -intervino Rosamund sonriendo a Celestina-. ¿Puedo probármelo?

La modista asintió y sonrió.

– Se nota que, como me dijo el conde, es usted una mujer inteligente y con talento para el comercio, señora. Fue muy atinada su observación acerca del vestido.

– Mis labradoras hilan la lana de las ovejas que yo crío en mis tierras. Mis tejidos son célebres por su excelente calidad.

– ¿Por qué no manda hilar la lana cruda a las tierras bajas? -preguntó Celestina sorprendida.

– ¿Por qué pagar buen dinero a personas extrañas por una tarea que mis campesinas pueden hacer perfectamente? Además, las mantiene ocupadas en los meses de invierno, cuando no se cultivan los campos. Por otra parte, esa forma de trabajo me permite controlar mejor la calidad del producto. ¿Podrías agregar algún adorno en el corpiño? Un discreto bordado con hilos de oro, quizás.

– Desde luego, señora. La ropa se hace siempre a gusto del comprador. Mañana se lo tendré listo. Por favor, pruébeselo para ver qué otras modificaciones hay que hacerle. También le he traído una variedad de géneros para que usted elija.

– Elegiré las telas para mí y para el conde.

Celestina y la asistente la ayudaron a ponerse el vestido. Parloteaban en italiano entre ellas, y su parecido físico mostraba a las claras que eran madre e hija.

– Hay que achicar la cintura, María. Tiene más busto de lo que pensaba. El largo está bien. También habrá que modificar las mangas. La señora tiene una contextura delicada.

– Pero es muy fuerte -murmuró el conde, y Celestina le respondió con una amplia sonrisa.

– ¡Ah, Patrizio! Estás enamorado, mi viejo amigo, y me alegra verte feliz de nuevo. Cuando te fuiste, tenías el corazón hecho pedazos. Pero es obvio que esta dama lo curó.

– No lo dudes.

– ¿Qué dicen, Patrick? No entiendo lo que están farfullando.

– A Celestina le resulta más cómodo hablar en italiano, mi amor. Dice que has logrado curar mi corazón destrozado, y tiene razón.

– Me siento sumamente halagada, dadas las circunstancias…

– Prefiero pasar un año contigo, que toda una vida con cualquier otra mujer del planeta. Ahora, pequeña, elijamos los géneros que vamos a usar.

Como el vestido estaba prendido con alfileres en las partes que había que modificar, Rosamund se lo quitó con sumo cuidado. Celestina chasqueó los dedos y María sacó un atuendo de seda de un azul prodigioso.

– Póngase esto en lugar de la camisa.

– ¿Qué es?

– Los súbditos del sultán turco, que viven del otro lado del mar, lo llaman caftán. Lo usan hasta para pasear por las calles. Me pareció una prenda más apropiada que la camisa para andar dentro de la casa. ¿Le gusta el color? Es el color de la turquesa persa.

– Es adorable. ¡Gracias, Celestina! Me encanta el caftán.

– Ahora veamos los géneros que he traído para usted y Patrizio, señora. ¡María, las muestras!

Era un maravilloso surtido de telas y colores: sedas, brocados, suaves terciopelos, así como ricos tejidos de algodón y lino.

– A Tom le encantaría todo esto. Tiene un gusto tan exquisito. Espero haber aprendido algo de él. Creo que este brocado verdoso me sentará bien.

Celestina asintió.

– Le aconsejo también la seda celeste y el terciopelo rojo que combina con su hermoso cabello. ¿Qué le parece?

– Magnífico, y ese tono de lavanda es adorable.

Patrick observaba la escena con paciencia, y cuando Rosamund se dirigió a él para consultarlo sobre los colores que deseaba usar, dijo:

– Soy un caballero, no me vestiré con tanta extravagancia.

Las dos mujeres se miraron con complicidad, ignoraron su comentario y decidieron elegir ellas mismas los colores apropiados para los atavíos del conde. Cuando finalizaron la selección, Celestina ordenó a su asistente que volviera a guardar todo en su sitio.

– Solo me falta tomar las medidas de Patrizio -dijo la modista con picardía-. Acércate, milord, veamos cuánto has engordado en el curso de estos años. No pareces haber cambiado mucho, pero nunca se sabe.

Sacó la cinta de medir y, hablando para sí en voz baja, comenzó a hacer marcas con una barrita de carbón en un pequeño pedazo de pergamino. Cuando terminó, se puso de pie y guardó sus anotaciones en un bolsillo de la falda.

– Tienes la esbelta figura de siempre. Volveré mañana para probar la ropa, y traeré su vestido, señora. Le haré un bordado fino y sencillo en el corpiño -aseveró y partió rauda.

– Es una dama muy ágil para sus dimensiones.

– Veo que han desaparecido los celos, mi paloma.

– Yo no dije eso, milord. Tocó con sus gruesas manos todas las partes de tu cuerpo, casi rozó tu virilidad al medir el largo de las piernas, y tú parecías disfrutarlo, mi amor.

– Celestina siempre tuvo manos muy hábiles. Pero tú, amor mío, eres hábil en todas partes y te adoro por eso.

– ¿Qué haremos ahora, milord?

– Pediremos a Dermid y Annie que nos dejen preparada la cena y que luego se esfumen para que podamos retozar sin temor a ser molestados.

– ¿Deseas volver a la cama, milord?

– Sí, pequeña -replicó el conde con una sonrisa que iluminó sus ojos-. Tenemos que compensar todas las semanas de abstinencia, y estoy dispuesto a empezar ya mismo.

– Entonces, milord, no necesitaré usar el caftán por un largo rato -respondió, devolviéndole la sonrisa.

– No, querida mía. Pasará mucho tiempo antes de que te lo pongas.

Tomados de la mano, se dirigieron a la alcoba de la joven.

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