CAPÍTULO 04

El 5 de enero amaneció tormentoso. Fuera del castillo de Stirling la nieve se arremolinaba formando espirales que el viento ensordecedor arrastraba a lo largo de las callejuelas y por encima de las torres del palacio. En los aposentos del conde de Bothwell, el señor de Claven's Carn se vestía para la boda que se celebraría en la capilla real.

– Puedes usar mis aposentos para tener privacidad esta noche -dijo Patrick Hepburn-. Yo dormiré en otro sitio. No podrán marcharse de Stirling hasta que la tormenta haya amainado y se dirija hacia el sur.

– Gracias -respondió Logan, abatido. Su primo se echó a reír.

– Todos los hombres se sienten igual el día de la boda. Mil preguntas inundan su cabeza. ¿Hice lo correcto? ¿La amaré? ¿Mi esposa me dará hijos varones o solamente mujeres? ¿Aceptaré que tenga amantes? ¿Tendré que azotarla de vez en cuando? Sin embargo, y pese a todas esas dudas, nos casamos, Logan. Y te aseguro que tu joven Jeannie será una esposa excelente. Ya está medio enamorada de ti y deseosa de complacerte. Sigue así, jovencito, y tendrás una vida feliz.

– Rosamund asistirá a la boda. ¿Por qué diablos viene a la ceremonia, Patrick? Yo no la invité. ¿Es posible que se haya arrepentido de su apresurada decisión?

– Sácate esas ideas de la cabeza, muchacho. Rosamund vendrá a la boda porque la reina se lo ordenó. Y vendrá con lord Leslie. No está arrepentida en lo más mínimo. ¿Por qué desearía reemplazar a su amado conde por un humilde fronterizo? Jeannie no es ninguna tonta, pero si permites que hoy te gobierne tu dolorido corazón, correrás el riesgo de arruinarlo todo. Olvida a Rosamund y concéntrate en la encantadora jovencita que, en breve, será tu esposa. -Ajustó con esmero el cuello de piel de la casaca de terciopelo de Logan. Era una prenda a rayas forrada con la misma piel y de mangas acampanadas. Debajo de la casaca llevaba calzones de seda con rayas negras, doradas y bermellón, y medias también de seda. Una camisa de lino con volados se dejaba ver bajo del cuello de piel.

– Luces bastante apuesto, primo, si te interesa mi opinión.

– Me siento como el pato de la boda -refunfuñó Logan-. Supongo que ya tenías listo mi atuendo nupcial, Patrick.

– No te equivocas -admitió con una amplia sonrisa.

– También me animo a apostar que tenías planeado todo este asunto.

– Es cierto.

– ¿Qué hubiera pasado si Rosamund aceptaba casarse conmigo? ¿Qué hubieras hecho, en ese caso?

– Vamos, querido. Ya es hora de partir para la capilla -respondió el conde ignorando la pregunta. Lo tomó del brazo y salieron juntos de sus aposentos.

La reina y sus damas de honor tuvieron la gentileza de acudir al cuarto de la novia. Margarita Tudor le había regalado uno de sus vestidos, que fue preciso achicar de inmediato para que se ajustara a la extrema delgadez de la joven. Era un vestido de terciopelo color durazno por debajo del cual asomaba una enagua bordada con grandes flores doradas. El escote era bajo, cuadrado y le resaltaba los pechos. Las largas y ajustadas mangas tenían puños de piel. Una faja bordada envolvía la cintura de la novia.

– ¡Dios mío! -Murmuró Rosamund al oído de la reina-. Te juro que había suficiente tela para dos vestidos. No recordaba que fueras tan rolliza, Meg.

– A Jacobo le gustan las mujeres entradas en carnes -susurró la reina a manera de respuesta-. Por otra parte, esta niña es muy delgada. De todas maneras, flaca o rellena, su marido le pondrá un niño en el vientre. ¿Piensas que Logan es un buen amante?

– Ni idea, Meg. Cuida tu lengua porque la pobre Jeannie podría oírte.

– Entonces, retira lo que dijiste sobre mi silueta.

– Al parecer, la memoria me ha traicionado, señora. La reina sonrió satisfecha.

– Acepto tus disculpas -susurró-. Ahora, prosigamos. Niñas, ¿qué debería lucir nuestra novia en la cabeza?

– ¡Oh, señora! ¿No lo recuerda? Una virgen debe casarse destocada y con el cabello suelto para indicar su virtud. Así lo hizo usted el día de su boda y supongo que lo mismo habrá hecho la señora Rosamund -dijo Tillie, la doncella personal de la reina.

– Es cierto, Tillie.

– ¿Dónde están tus joyas, Jeannie? -preguntó Margarita Tudor.

– No tengo ninguna, señora.

– Entonces toma estas perlas. Es mi regalo de bodas, Jeannie Logan -dijo Rosamund, sacándose el largo collar y coleándoselo a la novia-. Ahora sí. Con las perlas, el vestido parece aún más bello.

– Gracias, lady Rosamund, pero no puedo aceptarlo -exclamó la joven, mientras jugueteaba con el collar de perlas.

– Por supuesto que puedes aceptarlo. Las perlas son tan perfectas como tú. Logan Hepburn es un hombre afortunado. Asegúrate de que se dé cuenta, Jeannie.

– Gracias, milady. Le diré cuan generosa fue usted conmigo -replicó la muchacha ingenuamente.

– Sí, puedes contárselo. Además, dile que les deseo la mayor de las felicidades, Jeannie. Tal vez me permitirás que te reciba cuando vuelva a Friarsgate -dijo, y le sonrió con calidez.

Mientras acompañaban a la novia a la capilla real, Margarita Tudor se acercó a su vieja amiga y le susurró:

– Tienes algo de arpía, Rosamund Bolton. Nunca dejas de sorprenderme.

– No tengo nada en contra de la muchacha, Meg. Mis palabras estaban dirigidas a su arrogante compañero. Ella se las repetirá y él se sentirá herido. Es mi venganza por lo que hizo el día de mi boda con Owein.

En la puerta de la capilla, el conde de Bothwell esperaba a la novia para escoltarla. La dejaron en sus manos y entraron en la iglesia. La reina se dirigió hacia el lugar donde la aguardaba Jacobo Estuardo, pues debían atestiguar los votos matrimoniales. Rosamund se sentó junto a Patrick.

– ¿No estás arrepentida, querida? -le preguntó con delicadeza, estrechando su mano.

– No -le respondió sonriendo.

El conde de Bothwell condujo a la joven hacia el novio, que la esperaba en el altar. El sacerdote balanceó el incensario por encima de los novios mientras las velas del altar oscilaban y afuera la se agitaba tormenta. La misa comenzó. Los ojos de Logan se dirigieron sólo una vez a Rosamund. Ella estaba de pie junto al conde de Glenkirk, a quien miraba con adoración. Logan se estremeció, como si un puño le estrujara el corazón. Luego, sintió la mano que se deslizaba en la suya y contempló el dulce rostro de su novia. Ella le sonrió con timidez y él, conmovido, le devolvió la sonrisa. Pobre muchacha. No era su culpa que él tuviera el corazón destrozado. No. La responsable era esa desvergonzada mujerzuela parada descaradamente junto a su amante. Le hubiera gustado arrancarla de su pecho y entregarle lo que quedara de su corazón a la dulce jovencita que estaba a punto de convertirse en su esposa.

La novia dio el sí en voz baja, pero clara. El novio lo hizo en voz bien alta, casi desafiante. Concluida la ceremonia, la fiesta se realizó en el gran salón del castillo de Stirling, donde toda la corte celebraba la Noche de Epifanía. Las largas vacaciones estaban por terminar y el invierno llegó con toda su crudeza. La corte en pleno brindó por los recién casados y les deseó salud y larga vida. No faltaron las bromas subidas de tono, que, por cierto, hicieron ruborizar a la novia.

Patrick llevó a Rosamund hacia un lugar apartado.

– Debemos partir en dos días -le susurró-. Recuerda que solo puedes llevar lo indispensable, mi amor.

– Lo sé. Pero Annie empacará todas mis cosas como si realmente regresara a Friarsgate. Ojalá que el tiempo aclare.

– Sería mejor que no. Si continúa el mal tiempo, tendremos menos posibilidades de encontrarnos con los ingleses en el mar. Por ahora no cuentan con una verdadera armada, aunque Enrique Tudor quiere imitar al rey Jacobo, que está construyendo una inmensa flota. ¿Estás segura de que quieres venir?

– Completamente. ¿Acaso te arrepientes de nuestro plan, milord?

– No. No puedo imaginar mi vida sin ti, Rosamund.

– Algún día…

El conde selló sus labios con los dedos.

– Pero todavía no. Ella asintió.

– Espero que la reina me crea. Lo mejor será que hable con ella ahora. -Se inclinó hacia él, le dio un fugaz beso en la boca y se levantó de la mesa que había compartido con otros invitados. Al tratar de localizar la mesa principal, los ojos de Rosamund se encontraron con los de la reina. Margarita Tudor le hizo señas para que se acercara y Rosamund obedeció de inmediato.

– Su Alteza, acabo de recibir un mensaje donde se me informa que Philippa, mi hija mayor, está gravemente enferma. Es un milagro que el mensajero haya podido llegar con este temporal. Debo partir para Friarsgate en cuanto amaine la tormenta.

– ¿Vino uno de tus mensajeros? Me gustaría verlo y agradecerle su diligencia.

– No, señora, no era un mensajero mío. En Friarsgate la gente es muy simple y ninguno sabría cómo viajar a Edimburgo y luego a Stirling. Fue un muchacho contratado por mi tío Edmund. Ni siquiera yo lo vi. Cuando llegó, preguntó por mí e inmediatamente lo condujeron hasta Annie. Ella recibió el mensaje y vino a buscarme corriendo a misa.

– ¡Ah! -dijo la reina desilusionada-. ¿Entonces vas a dejarme sola, Rosamund? Deseaba tanto que estuvieras aquí para el nacimiento del niño. Antes de que llegaras te extrañaba mucho y, además, nos divertimos tanto estas últimas semanas.

– Te divertiste a mi costa -dijo la joven con una sonrisa-. Trataré de estar de vuelta cuando nazca el príncipe, Meg. -Rosamund se sintió culpable por mentirle a su vieja amiga, dado que Margarita Tudor siempre había sido muy buena con ella. Pero la reina no debía saber la verdad sobre la misión del conde de Glenkirk en San Lorenzo y tampoco podía abandonar a su amante en ese momento.

– Eres una buena madre, Rosamund. Ve a tu hogar y cuida a tu hija, pero, por favor, regresa tan pronto como puedas.

– Volveremos a hablar antes de que me vaya -respondió Rosamund. Luego le hizo una reverencia y se retiró.

Los festejos continuaron hasta bien entrada la noche. Había comida y bebida en abundancia, música y baile. Un grupo de comediantes actuaba en el salón. Uno de ellos sujetaba a un oso de una cadena y lo hacía bailar al compás de las flautas y los tambores. Otros hacían malabarismos con pelotas brillantes e, incluso, no vacilaban en tomar los pasteles de las mesas y lanzarlos al aire, atrapándolos ante el estupor de los invitados. Una niña ciega cantaba como un ángel acompañándose con un arpa. Por último, los acróbatas daban volteretas y saltaban entre la gente haciendo que los espectadores prorrumpieran en exclamaciones de júbilo. Cuando los artistas abandonaron el salón, llegó el momento de conducir a los novios al tálamo nupcial, situado en los aposentos del conde de Bothwell. Rosamund no quiso presenciar ese rito tan primitivo.

– Es un buen momento para escaparnos -le susurró Patrick con una sonrisa.

Rosamund asintió.

– No puedo imaginar qué pensaría el novio si me viera entre las mujeres que están preparando a su esposa para la noche de bodas. Le regalé a la muchacha mis perlas y eso debe de haberle molestado bastante a Logan.

– ¿Es una venganza por lo del día de tu casamiento, dulzura? -Terció lord Cambridge mientras pasaba a su lado-. Estás aprendiendo a contraatacar, querida. Me siento muy orgulloso de ti.

– No tengo nada contra Jeannie, Tom. De hecho, ella es perfecta para él. Vivirá para satisfacer todos sus deseos y caprichos. Procreará hijos y mantendrá la casa en perfecto orden. Y él ni siquiera le dará las gracias, pues pensará que es lo menos que se merece. Ojalá que las perlas le gusten a la muchacha y que Logan sufra cada vez que ella las luzca.

– ¿Me creerás si te digo que esta mujer fue alguna vez tan mansa y dulce como uno de sus corderos? -le dijo Tom al conde de Glenkirk.

– Me gustan las mujeres con una pizca de sal y pimienta -respondió Patrick, en tono jovial.

– Entonces, ya la encontraste.

– Le anuncié a la reina que debía retornar a Friarsgate porque Philippa está enferma -le contó Rosamund a su primo.

– Ah, entonces nuestra estancia en esta deliciosa corte ha llegado a su fin. Fue demasiado breve, mi pequeña. Debemos volver pronto. Prométeme que lo haremos. Si voy a pasar el invierno cuidando de tus hijas, merezco al menos esa recompensa.

– La tendrás, Tom. Si no fuera por mis niñas, te dejaría aquí para que continuaras con tus indecentes correrías.

– Hay tantas delicias para un caballero discreto como yo. Por cierto, uno debe ser muy, muy discreto. Todavía hay quien se acuerda de los favoritos del padre del rey. Se dice que a los Estuardo les atrae tanto el norte como el sur.

El conde de Glenkirk soltó la carcajada.

– Has sido verdaderamente discreto, Tom. No he oído ningún rumor acerca de tu mala conducta. Incluso muchas damas me han dicho que era una pena que un caballero de tu estirpe no estuviera casado.

– A lo que se refieren esas pérfidas criaturas es a mi fortuna, Patrick. Pero yo prefiero una vida sin responsabilidades, queridos míos. Rosamund y sus hijas son mis herederas. Ella es mi pariente más directo. Somos como hermanos.

– Eres el mejor amigo que tuve en mi vida, querido Tom. Ahora, Patrick y yo nos iremos, pero tú puedes quedarte en la fiesta y disfrutar de la corte hasta que partamos en unos días. -Le tiró un beso mientras abandonaba el salón principal.

Cuando se refugiaron en la alcoba, Rosamund y su amante se desvistieron el uno al otro muy despacio, mientras se preparaban para la cama. Él trataba de enseñarle a disfrutar de la paciencia, pero no era nada fácil para ella. Una y otra vez, Rosamund se preguntaba cómo era posible que se hubiese enamorado tan profunda y desesperadamente de un hombre que menos de un mes atrás era un perfecto extraño. No tenía más respuestas hoy de las que había tenido ayer ni de las que tendría mañana. Solo sabía que debía estar con Patrick, en sus brazos, en su cama, en su corazón.

– ¿Qué pensará tu hijo de nuestra relación? -preguntó Rosamund mientras desanudaba los moños de seda que ajustaban su camisa.

– Estará feliz de saber que encontré de nuevo el amor. Mi nuera, sin embargo, pensará que estoy loco. Ella dirá cosas como: "A su edad, milord" y fruncirá sus finos labios en señal de desaprobación. Anne tiene un corazón duro. No sé si Adam lo sabía antes de casarse, pero él está contento. Parece saber manejarla, aunque ella es muy quejosa. -Le sacó la camisa y la levantó desnuda por encima de las faldas de seda que habían quedado en el suelo.

– Me pregunto si alguna vez los conoceré -comentó mientras le desabrochaba la camisa y se la quitaba-. ¿Se parece a ti? ¿O tiene los rasgos de su madre?

– Es alto y dicen que tiene mis facciones, pero sus ojos son como los de su madre. Agnes tenía los ojos azules más diáfanos que vi en una mujer y Adam los heredó. Creo que eso fue lo que sedujo a su esposa. -Atrajo el cuerpo desnudo de Rosamund hacia su pecho. -Me encanta sentir tus pezones sobre mi piel.

El mero contacto con su cuerpo desnudo la sumió en un vértigo de placer.

– Tú no te pareces en nada a Owein ni a Hugh. -Me alegro -respondió y sus labios rozaron delicadamente los de Rosamund.

La respiración de la joven se agitaba. Podía sentir su vara erecta contra su cuerpo.

– ¿Podrías quitarte esos malditos calzones? -dijo como masticando las palabras. Su mano se movió suavemente a lo largo del rígido bulto.

– Calma, pequeña -la regañó-. ¿No tienes paciencia?

– No cuando estoy contigo, Patrick Leslie. Admito que tu presencia me hace actuar como una desvergonzada.

– Debo enseñarte más, Rosamund. La pasión se saborea y se goza mucho más con lentitud. Tú quieres atragantarte, pero yo no lo permite -La soltó y se quitó la última de sus prendas. Luego, se acercó de nuevo y la hizo girar para que quedara de espaldas y tomó en sus manos los pechos redondos de la joven. Acarició los carnosos globos con ternura, mientras frotaba su virilidad contra su trasero y en la hendidura que separaba las nalgas.

Rosamund suspiró y se apoyó sobre él. El conde tenía razón. Eso era mucho mejor que un apareamiento rápido. Los juegos amorosos la estaban excitando de una manera que jamás había imaginado.

– ¡Oh, Patrick-dijo suavemente-, esto es tan, tan maravilloso, mi amor!

– Y es apenas el comienzo, primor -replicó. Luego puso su rostro frente al suyo y la besó profundamente, con su boca ardiente y anhelante.

Sus lenguas se encontraron, se acariciaron y se entrelazaron. Se lamieron como gatos. Luego, la alzó y la llevó a su cama, la apoyó delicadamente sobre el lecho y se unió a ella. Sus manos enormes acariciaron el torso de Rosamund y ella suspiró. La puso boca abajo y comenzó a masajearle la espalda y los hombros. Sus dedos se detuvieron en su redondeado trasero y en sus muslos. También le masajeó los pies, para aliviar cualquier dolor que pudiese tener en esa zona.

– Es mejor, por supuesto, con una loción o con aceite -le explicó-. En San Lorenzo elaboran los más lujuriosos ungüentos para el cuerpo, Rosamund, y mi plan es que los conozcas todos. Son intensos y sensuales y te producirán placeres inesperados, mi amor.

Luego le murmuró algo al oído, y cuando ella se puso en la posición requerida, con sus nalgas hacia arriba, él la penetró lentamente y empezó a moverse con vigor hasta que Rosamund gimió de placer.

– Así es, pequeña -le susurró-. Disfruta de las delicias que te ofrezco. Hace mucho tiempo que no deseaba a una mujer como te deseo a ti. Ni siquiera poseerte me alcanza.

El conde empujó con más fuerza y más profundamente hasta que la hizo aullar de deseo.

– ¡Oh, Patrick! ¡Por favor, no te detengas! ¡No podría soportarlo! -gimió.

– Hay más, mi amor -le prometió, y luego continuó hasta que no pudo contener más su propia pasión. Los jugos de su amor la inundaron y ella lloró.

– No tolero la idea de separarnos -sollozó Rosamund.

– No pienses en eso, mi amor. Tenemos mucho tiempo por delante, te lo prometo. -Le besó la cara, las mejillas, los labios, mientras ella suspiraba de felicidad. La ventana golpeaba con fuerza debido a la feroz tormenta, pero ellos no se dieron cuenta.

Al día siguiente dejó de nevar y al atardecer el cielo se despejó por completo. Partirían al alba y, para sorpresa de Rosamund, el señor de Claven's Carn y su esposa viajarían con ellos.

– Entonces él se percatará de que yo no volveré a Friarsgate -comentó Rosamund angustiada.

– Ya se lo hice notar al rey, pero respondió que no pudo evitarlo. Que la reina hizo los arreglos del caso y que pensó que era más seguro que viajáramos todos juntos. El rey no osó decir nada más por temor a revelar sus planes. Le dio miedo que Inglaterra se enterara de las intenciones de Escocia. Lo único que puedo hacer es apelar al patriotismo de Logan Hepburn cuando nuestros caminos se bifurquen. Estoy seguro de que le pedirá a Jeannie que no abra la boca.

– Yo seré cariñoso y la divertiré durante el viaje -agregó Tom-. Ella se sentirá nerviosa por la llegada a su nuevo hogar y la ayudaré a disipar sus temores. Mantendré la amistad de Friarsgate con Logan Hepburn pese a tu mala conducta, prima.

Lord Leslie se rió.

– Eres un aliado valioso, Tom, y te lo agradezco.

– No pienses que me conformo con eso, mi querido lord. Todavía estoy bastante ofendido porque debo volver a Friarsgate bajo la nieve, mientras tú te paseas con mi bella prima y mejor amiga en las balsámicas costas de San Lorenzo. Quedo a la espera de una gran recompensa.

– Te retribuiré con lo que tu corazón más desee -respondió Patrick-. Por supuesto, dentro de lo razonable.

– Lo que es razonable para un hombre puede no serlo para otro -terció Tom con malicia-. Para recompensarme por mis favores, debes traerme vinos dulces del Mediterráneo y un poco de whisky de tu propia cosecha.

– Te traeré también aceitunas conservadas en vasijas de piedra con limón y aceite durante un año. Las aceitunas de San Lorenzo se consideran un raro manjar. Me gustaría que probaras las uvas de San Lorenzo. Son las más dulces que he comido en mi vida.

– No digas una palabra más, querido amigo, o me arrepentiré de haber aceptado quedarme en Friarsgate.

– ¡Oh, Tom, no digas eso ni en broma! Mis niñas no estarían seguras sin ti.

– Querida prima, te he dado mi palabra y la cumpliré. Iré a Friarsgate a cuidar a esos tres angelitos que has traído al mundo. No obstante, lamento no poder estar contigo.

– Les puedes enseñar los modales de la corte -bromeó Rosamund.

– Ellas pueden gozar de mi tutela. Especialmente Philippa, quien, cuando está jugando fuera con otros niños y siente el llamado de la naturaleza, no duda en sentarse en cuclillas. Una respetable jovencita debería saber usar una bacinilla.

– Me parece perfecto que le enseñes a orinar como se debe -rió Rosamund.

– Te estás divirtiendo mucho con mi desgracia -refunfuñó-. Bueno, al menos no me quedará el trasero rojo de cabalgar todo el día. Mientras tú galopes en pleno invierno, yo estaré cómodamente instalado en Friarsgate, cuidado y mimado por la buena de Maybel y saboreando su deliciosa comida. A propósito, ¿quieres que le diga algo de tu parte?

– Ya le he escrito una carta, Tom. Ella te hará cientos de preguntas y puedes contestárselas con toda sinceridad. De todos modos, echará la culpa de mi mala conducta a la pobre Meg.

– Sí, Maybel no podrá creer que te comportes de manera tan imprudente, mi querida.

– Ahora debo partir para despedirme de la reina -dijo la joven y dejó a los hombres sentados frente al fuego en el gran salón.

Cuando llegó Rosamund, la reina se sentía bastante bien.

– Nunca me sentí mejor durante un embarazo -comentó Margarita.

– Entonces, se cumplirá la predicción del rey.

– Sus predicciones son siempre acertadas, y eso a veces me asusta. De modo que me abandonas, amiga cruel.

– Esta visita ha sido maravillosa. Prometo que volveré a verte en cuanto pueda.

– No permitirás que la guerra nos separe.

– ¿Qué guerra? -preguntó Rosamund perpleja.

– La que mi marido emprenderá forzado por mi hermano Enrique. Supuestamente nuestro matrimonio consolidaría la paz entre ambos países, pero no es el caso. Y todo por culpa de Enrique, que no deja de presionar a Jacobo. Aunque mi marido sea mucho más inteligente que mi hermano, finalmente Enrique terminará haciéndole la guerra a Escocia y tú y yo estaremos separadas una vez más, Rosamund.

– Si realmente estalla la guerra, no permitiré que dañe una amistad de tantos años, Meg. Sin importar lo que hagan los hombres de este mundo, las mujeres debemos permanecer unidas. Trataré de estar aquí para el bautismo de tu hijo, aunque, tal vez, pueda volver antes.

– ¿Qué será de lord Leslie? -preguntó la reina, sin poder contener la curiosidad.

– Patrick se va conmigo. Según él, no lo necesitan en Glenkirk pues su hijo ya es capaz de administrar por sí solo las tierras. Por otra parte, es más fácil para él venir de visita a Friarsgate que volver a las tierras altas con este mal tiempo.

– Entonces no estarán separados. ¡Qué suerte, me alegro por ustedes! Pese a todas mis bromas, sé que lo amas y que él te ama. Es tan extraño, pero así es. ¡Que Dios los bendiga!

– Gracias, Meg -dijo Rosamund y abrazó con ternura a la reina.


El día amaneció claro y muy frío. Les llevaría dos jornadas llegar a Leith, el puerto más importante de Escocia, situado en el fiordo de Forth. Podían hacer el viaje a Edimburgo en un solo día, pensó Logan, pero tal vez lord Leslie consideraba que la señora Hepburn no iba a soportar semejante trajín.

– Ella es joven y de contextura delicada -opinó el conde-. Me temo que le resultará muy duro.

Pasaron la noche en una pequeña posada cerca de Linlithgow. Las dos mujeres y Annie durmieron en una habitación junto con otra viajera. Y los hombres compartieron el dormitorio con otros varones. Para Rosamund, la situación resultó muy divertida hasta que la novia la tomó de confidente.

– Señora -comenzó a decir Jeannie-, usted es una señora con experiencia y espero no faltarle el respeto, pero necesito que me aconseje de mujer a mujer.

– ¡Dios mío! -pensó Rosamund. Luego respiró hondo y preguntó-: ¿Estás segura de no violar ninguna confidencia? Algunos asuntos íntimos deben quedar dentro del matrimonio.

– No, no creo que vaya a contarle nada indebido. Simplemente quería saber si todos los hombres son tan entusiastas en las lides amorosas. Y con cuánta frecuencia se considera apropiado que el marido le haga el amor a su mujer. -Mientras hablaba, sus pálidas mejillas enrojecían.

– Debes sentirte afortunada por el entusiasmo de tu marido. Quiere decir que disfruta de tu compañía. Puede requerir tus favores siempre que lo desee, a menos que tengas la menstruación o un embarazo avanzado. Los hombres y las mujeres disfrutan de los placeres conyugales de manera distinta. Así lo dispuso Dios.

– Sí, tiene razón. Gracias por su consejo. Mi madre murió cuando yo tenía diez años y entonces me enviaron a un convento. Las monjas desconocen esos asuntos y si los conocen prefieren no hablar del tema.

– ¿Te dio pena dejar el convento?

– No. Pero no tengo hermanas ni amigas, ni mujeres con quienes hablar de estas cosas, y hasta mi noche de bodas era una perfecta ignorante. Por suerte, mi marido fue muy amable y paciente conmigo.

– ¡Qué bien! Los hombres a veces no comprenden la inocencia y pueden ser brutales, pero no lo hacen a propósito. Es su naturaleza.

– ¡Oh, gracias, señora! -dijo Jeannie conmovida-. No sabía qué pensar. ¿Puedo hacerle otra pregunta?

"Dios mío, sálvame de este angelito" -pensó Rosamund.

– Por supuesto -asintió sonriendo.

– ¿Es indecente que goce cuando mi marido y yo hacemos el amor? -preguntó la ingenua recién casada.

– ¿Lo disfrutas?

– Sí, mucho -admitió Jeannie ruborizándose una vez más.

– Es absolutamente decente. De verdad, no tiene nada de malo. -Ahora deberíamos tratar de dormir un poco. Supongo que nos espera un largo viaje.

– ¿Queda lejos Claven's Carn?

– Si el tiempo lo permite, tardarán varios días después de llegar a Edimburgo. Tu casa está en la frontera, más cerca de Inglaterra que de cualquier otro lugar de Escocia.

– Me dijeron que los ingleses son muy violentos, señora. ¿Es cierto? -Los ojos azules de Jeannie brillaban de curiosidad.

– Yo soy inglesa, señora Hepburn. ¿Me encuentras violenta? -preguntó Rosamund burlándose con ternura de la niña.

Jeannie sonrió.

– No, señora.

– Entonces, ve a dormir, jovencita, y no te preocupes tanto. Te has casado con un buen hombre y serás muy feliz en Claven's Carn.


A la mañana siguiente partieron antes del alba y viajaron varias horas hasta llegar a una encrucijada donde había dos carteles. Uno decía "Edimburgo" y el otro "Leith". El conde de Glenkirk se detuvo en el cruce y Tom se le acercó.

– Aquí debemos separarnos, Tom -dijo Patrick en voz baja y llamó con un gesto a Logan-. Hazles compañía a las damas y despídete de tu prima, mientras yo converso con el lord.

– ¡Ve con Dios, Patrick! Espero verte pronto.

Se dieron la mano y lord Cambridge fue al encuentro de Rosamund y Jeannie Hepburn.

– ¿Qué sucede, milord? -preguntó Logan, que no estaba para nada contento de haber compartido el viaje con ese hombre y Rosamund.

– Lo que le voy a decir, Logan Hepburn, no debe salir de aquí. Le digo esto en nombre del rey de Escocia. ¿Me entiende?

El señor de Claven's Carn asintió. Ahora estaba intrigado.

– Comprendo, milord. Tiene mi palabra de que no saldrá de mi boca nada de lo que usted me cuente.

– A la reina le gustan las bromas. Como ignora la verdadera razón Por la cual nos fuimos del palacio, le pareció gracioso obligarnos a emprender el viaje a los cuatro juntos. La reina cree que la hija de Rosamund está enferma y que ella se dirige a Friarsgate a cuidarla, acompañada por mí. También sabe perfectamente qué tipo de relación quería usted entablar con ella y juzgó divertido que usted y su novia viajaran con nosotros. Pero ni la hija de Rosamund está enferma ni vamos a Friarsgate. El rey me ha encomendado una misión diplomática. Durante dieciocho años no he pisado el palacio ni salido de mis tierras en las Tierras Altas. Soy un hombre sin importancia y, por consiguiente, nadie sospechará que el rey me ha llamado a mí para llevar a cabo una empresa de tanta responsabilidad. Nadie más que el soberano y yo sabemos hacia dónde me dirijo y cuál es mi cometido. Ni siquiera se lo puedo contar a usted, Logan Hepburn. Le dije al rey que sólo aceptaba la misión si Rosamund me acompañaba.

– ¿Y si ella se hubiese negado? -preguntó el señor de Claven's Carn. Pese a todo, seguía sintiendo celos del hombre que le había robado a su amada-. Ella adora Friarsgate y detesta estar lejos de su tierra durante mucho tiempo.

– No obstante, aceptó partir conmigo.

– ¿Cómo pueden amarse tanto en tan poco tiempo? -preguntó Logan sin poder evitar su indiscreción.

– No lo sé. Hasta que conocí a Rosamund yo me había limitado a sobrevivir, aunque no era consciente de ello. Desde el momento en que nuestros ojos se encontraron, sólo deseamos estar juntos.

– Ella nunca abandonará Friarsgate.

– Ni yo abandonaré Glenkirk. Pero hasta que llegue la hora de retornar a nuestros deberes, hasta que no lo disponga el destino, no nos separaremos.

– ¿La ama? -le preguntó con una mirada que denotaba angustia.

– Siempre la he amado -fue la extraña respuesta.

– Ella lo ama -reconoció Logan con amargura.

– Sí, lo sé.

– El hecho de que nos separemos aquí significa que se dirigen a Leith.

– En efecto. Embarcamos esta noche.

– Rosamund nunca fue una mujer dada a las aventuras, pero ha cambiado tanto y tan súbitamente que ni siquiera la reconozco. ¿Acaso la ha hechizado, milord?

El conde de Glenkirk se echó a reír.

– No, aunque los dos pensamos lo mismo cuando nos conocimos.

– En efecto, Rosamund me ha dicho que no es una aventurera. Sin embargo, esta noche nos haremos a la mar. Y no se trata de brujería, sino del poder del amor, Logan Hepburn. Ahora bien, Thomas Bolton viajará con ustedes hasta Claven's Carn y Rosamund desearía que los hombres de su clan lo escoltaran hasta Friarsgate. Él lleva una autorización de milady para evitar problemas con el tío Henry, pues en caso de enterarse de su ausencia, el viejo no vacilará en hacer de las suyas. Ella está preocupada por la seguridad de sus hijas. ¿Podría usted hacerle ese favor?

– Jamás dejaría de hacer algo que ella me pidiera.

– Ay, muchacho -respondió el conde sacudiendo la cabeza-. Bothwell le consiguió una dulce esposa. Sea justo con ella y olvídese de mi bella Rosamund. Ella no se habría casado con usted aunque no nos hubiésemos conocido. No está lista para un nuevo matrimonio y me consta que trató de explicárselo, pero usted no quiso escucharla. Usted necesitaba una esposa que le diera herederos. Ahora ya tiene una. Llévesela a Claven's Carn y póngale un hijo en el vientre. Mientras tanto, Rosamund y yo estaremos muy lejos de Escocia.

– ¿Cuándo volverán, milord?

– No lo sé. Pero cuando regresemos, supongo que ya será el padre de un saludable varón, Logan Hepburn. Ahora que ha prometido no divulgar el secreto, sellemos este encuentro con un fuerte apretón de manos y denos su bendición. Si logro lo que el rey desea, es posible que evitemos una guerra.

El señor de Claven's Carn estrechó con fuerza la mano enguantada del conde de Glenkirk.

– ¡Vaya con Dios, milord! Y le reitero, para su tranquilidad, que no diré una sola palabra respecto de su misión. En cuanto a Tom Bolton, llegará a Friarsgate en perfectas condiciones.

Tomó las riendas del caballo y partió para reencontrarse con su esposa y con los hombres del clan que integraban la comitiva.

Rosamund y Tom se despidieron. El inglés tomó la mano de su prima entre las suyas.

– Ten cuidado, querida, y vuelve a casa lo antes posible, sana y salva.

– ¿Tienes la carta para Maybel y Edmund? -le preguntó la joven por tercera vez.

– Sí -respondió Tom y le besó la mano-. Que Dios te acompañe, prima.

Luego, se unió a la comitiva de Logan, a punto de partir rumbo a Edimburgo.

– ¿Estás segura de lo que vas a hacer? -le preguntó Patrick. Ella asintió en silencio

– ¿Tú también estás segura? -Inquirió Rosamund a Annie-. Es ahora o nunca, jovencita.

– Sí, partiré con ustedes ya mismo. Así tendré algo para contarles a mis nietos algún día -acotó con una sonrisa.

– Entonces, vamos -dijo el conde y llamó a su sirviente Dermid More.

El cuarteto, cada uno en su caballo, tomó la ruta de Leith y se dirigió al puerto. El día era muy frío, pero soleado. Llegaron a Leith por la tarde, mientras el sol se ponía a sus espaldas, y se encaminaron hacia la posada La Sirena, situada en la costa.

El lugar era amplio, próspero y bullicioso. Dermid fue el primero en desmontar y entrar en la posada. Regresó al cabo de unos minutos.

– El capitán Daumier nos espera en una habitación privada, milord.

– Allí iremos, entonces. ¿Conoces el camino, Dermid?

– Sí, milord.

El conde se apeó del caballo y ayudó a Rosamund a bajarse del suyo. Dermid hizo lo mismo con Annie.

– Mis nalgas están que arden -dijo la doncella con un suspiro.

Luego entraron en la posada, mientras Dermid los guiaba a la habitación del capitán por un pasillo situado en la parte trasera del edificio, lejos de los cuartos destinados al público. Dermid se detuvo al final del oscuro corredor, golpeó a una puerta, la abrió y se hizo a un lado para que entrara la comitiva.

Un caballero corpulento se levantó de una silla junto al fuego y se acercó a los recién llegados.

– ¿Lord Leslie?

– Sí, el mismo.

El caballero lo saludó con la cabeza y se presentó: -Jean Paul Daumier, capitán de La Petite Reine.

– Según me han informado, nos embarcaremos esta misma noche, capitán. ¿Está todo en orden?

– Por supuesto, milord. El tiempo es bueno y continuará así por unos cuantos días, gracias a le bon Dieu. Tenemos fuertes vientos del noroeste, de modo que el cruce será rápido. Les anticipo que vamos a bordear la costa inglesa durante varios días, pues si se desata una tormenta será preciso recalar en algún puerto. Cruzaremos el canal de La Mancha hasta Calais. Luego, navegaremos hacia Boulogne, y si continúa la bonanza, puedo llevarlos hasta Le Havre, pero no más allá. El tiempo cambiará de un momento a otro y no deseo atravesar el golfo de Vizcaya en esta época del año. Mi barco es un carguero que solo navega por el litoral.

– Comprendo perfectamente. Habiendo cruzado el canal varias 'veces, estoy de acuerdo con su plan, capitán Daumier. Sin embargo, ¿estaremos seguros navegando en esta ocasión cerca de la costa inglesa?

Oui. Aunque los ingleses suelen decir que los franceses son sus enemigos, siempre están contentos de verme, milord. Especialmente los vendedores de vino y sus adinerados clientes -dijo el capitán Daumier ¡con una amplia sonrisa-. Si nos abordaran, tengo suficientes barriles vacíos en el barco para demostrarles la veracidad de mi historia. Y usted es un caballero que huye de su esposa con su joven amour, ¿verdad? -agregó con picardía.

El conde de Glenkirk le devolvió la sonrisa.

– No obstante, espero que nadie nos detenga en el camino.

– Es poco probable. Estos ingleses no son buenos marineros. Aunque, según me han dicho, el rey Enrique desea construir una gran flota; en ese caso llegarán a dominar algún día el arte de la navegación. Por ahora, solo pescan cerca de la costa y, en cuanto sopla el menor viento, corren de vuelta a tierra. Estaremos a salvo.

El conde asintió.

– ¿A qué hora partimos?

– Tienen tiempo de sobra para una buena cena, milord. Pero, luego, debemos embarcarnos. Enviaré a mi grumete para que los venga a buscar -respondió el capitán. Después le hizo una reverencia, tomó su capa y se retiró.

– Estoy famélica -exclamó Rosamund-. Fue una larga y helada cabalgata.

– Dermid, ordena nuestra cena, por favor. Hazlo discretamente y trata de pasar inadvertido, pues alguien podría reconocerte. ¡Y quítate la insignia y el tartán escocés, hombre de Dios!

– Sí, milord -obedeció Dermid y salió deprisa.

– ¿Por qué le diste esas instrucciones?

– Porque Leith es un puerto plagado de espías dispuestos a vender cualquier información que consideren de interés. El tartán del clan Leslie podría despertar sospechas en ciertas personas y, por eso, prefiero que no nos vean ni nos identifiquen.

– ¿También desconfías del dueño? ¿Cómo conseguimos entonces esta habitación privada y cómo la pagaremos?

– El dueño de La Sirena está a sueldo del rey. Recoge información para Jacobo Estuardo. Se le pidió que reservara esta habitación para el capitán Daumier y sus amigos. Le han pagado muy bien por mantener la boca cerrada.

– No tenía idea de que existiera un mundo así.

– ¿Por qué deberías tenerla, mi amor? Tú eres la dama de Friarsgate, una próspera terrateniente de la frontera de Inglaterra. No necesitas estar al tanto de las intrigas políticas, pero pronto aprenderás mucho sobre el tema. Probablemente, nuestra misión sea inútil. No obstante, el rey quiere agotar todos los recursos antes de verse obligado a luchar contra Inglaterra. Ojalá Enrique Tudor fuera tan sensato como Jacobo Estuardo.

– Enrique Tudor es un hombre muy orgulloso y desea ser el soberano más importante de Europa. Cuando toma una decisión, jamás se retracta. Dios está siempre de su lado -ironizó ella, con una sonrisa.

El conde de Glenkirk soltó la carcajada.

– Tienes un ojo muy agudo, querida, y sin duda me serás muy útil.

– No haré nada en contra de Inglaterra. No soy una traidora, Patrick.

– Ya lo sé, primor. No estamos actuando en contra de Inglaterra, pero el rey de Escocia es más viejo, más avezado y más sabio que tu Enrique Tudor. No olvides que la reina de Escocia es hermana del rey de Inglaterra. Pero trataremos de impedir la guerra sin romper la alianza con los franceses, que es lo que tu rey le exige a Jacobo Estuardo. Nuestro soberano es incapaz de comportarse de una manera tan deshonrosa, Rosamund.

– Según Meg, su hermano menor fue siempre un poco prepotente. Y ahora es el rey de Inglaterra -suspiró la joven.

– Como está celoso de las buenas relaciones de Jacobo con Su Santidad, hace lo posible por destruir ese vínculo en beneficio propio.

– Es un hombre que no soporta perder. Ni siquiera tolera desempeñar un papel secundario. ¿En qué consiste exactamente tu misión, Patrick Leslie?

– Te lo diré cuando estemos a bordo de La Petite Reine.

– ¿Acaso no confías en mí? -La respuesta del conde la había asombrado y herido.

Él la tomó en sus brazos.

– Por supuesto que confío en ti. Pero no puedo saber quién está escuchando detrás de la puerta, amor mío. ¿Entiendes?

Sus ojos ambarinos se abrieron de par en par, mas luego comprendió y asintió en silencio.

Al cabo de un momento se abrió la puerta y entraron Dermid y un sirviente trayendo una bandeja. La apoyaron en una mesa y el sirviente se retiró tras echar una rápida ojeada al cuarto. No había allí nada interesante y, tal como le había dicho su patrón, se trataba de dos amantes que huían a tierras lejanas. Nadie daría una buena paga por esa noticia, salvo que fueran personas de importancia. Aunque estaban bien vestidos, su ropa no era extravagante y el caballero no llevaba el tartán ni el escudo escocés, lo que le hubiera permitido identificarlo.

– Ese hombre no se perdió detalle -señaló Annie.

– No hay mucho que ver aquí -la tranquilizó Dermid sonriendo.

Los dos jóvenes sirvieron la comida a sus amos, quienes los invitaron a compartir la mesa. La cena consistía en un trozo de carne asada, un gran pollo relleno con manzanas y pan remojado en leche, un tazón de mejillones cocidos al vino blanco, pan recién horneado untado con mantequilla, un trozo grande de queso y un cántaro de cerveza. Comieron en silencio y, cuando apenas habían terminado de cenar, oyeron unos suaves golpecitos a la puerta: era un jovenzuelo.

Madame et monseigneur, les ruego tengan a bien acompañarme -solicitó el grumete y salió del cuarto, a fin de aguardarlos en el corredor.

Annie le puso a su ama la capa forrada en piel sobre los hombros y le llenó los bolsillos del abrigo con las manzanas y peras que acompañaban la comida. Luego, los cuatro siguieron al marinero y salieron de la posada por la misma puerta trasera por donde habían entrado el día anterior. Al final del muelle los esperaba el buque carguero, una embarcación de un tamaño respetable que parecía estar en buenas condiciones. Subieron a bordo y el jovenzuelo los condujo a través de una puerta hasta la popa del barco.

– Esta es su cabina -les indicó, y se retiró.

Rosamund miró a su alrededor y pensó con angustia que el espacio era muy reducido.

– Todavía puedes retractarte -le recordó el conde. -No, partiré contigo, mi amor.

En la cabina había una amplia litera empotrada en una pared y encima una más pequeña.

– Tú y Annie dormirán aquí -dijo el conde, señalando la litera más grande-. Dermid y yo nos turnaremos para dormir y hacer guardia.

– Hace frío -comentó Rosamund.

– Querida, no tendremos una habitación cálida durante varias semanas -le advirtió-. Nunca es placentero viajar en invierno, pero ya nos las ingeniaremos para que no sea demasiado incómodo. Tú y Annie métanse ya mismo en la cama, porque es el único lugar cálido. Sáquense solamente los zapatos, mi amor

Tras descalzarse, las dos jóvenes subieron a la cama y, para su alegría, encontraron sobre el lecho un edredón bien abrigado.

– Sí, aquí se está mucho mejor -corroboró Rosamund.

– Pueden dormir tranquilas. Dermid y yo velaremos por ustedes.

– Estoy demasiado animada para conciliar el sueño -le contestó Rosamund, pero al poco tiempo tanto ella como Annie roncaban suavemente.

– Descansa, Dermid. Yo me haré cargo del primer turno -le sugirió el conde. El sirviente, sin hacerse rogar, se acostó. Patrick se sentó frente a una pequeña ventana de la popa. Oyó cuando levaron anclas y sintió el movimiento del barco en cuanto comenzó a deslizarse por el fiordo de Forth. Alcanzó a ver el astillero real donde se destacaban los negros mástiles del Great Michael, el orgullo y la alegría del rey. La noche era clara. Mientras se alejaban del puerto, las estrellas empezaron a poblar el cielo que los protegía.

Patrick recordó la última vez que se había embarcado rumbo a San Lorenzo. Su hija Janet no tenía más de diez años y Adam, alrededor de seis. En esa ocasión había viajado en calidad de embajador del rey Jacobo en San Lorenzo. Aunque no quería partir, porque no deseaba abandonar Glenkirk, obedeció el llamado del monarca. Jacobo le había prometido que serían unos pocos años. Cuando volvió a Escocia, había perdido a su hija para siempre. Él, Adam y Mary Mackay, la abuela materna de Janet, regresaron a las tierras altas. Mary murió algunos años después en la misma casa donde había nacido Janet Mary Leslie. ¿Qué había pasado con ella? ¿Estaría aún con vida?

Ahora se hallaba de nuevo en camino a ese encantador ducado del Mediterráneo, viajando esta vez con una mujer más joven de lo que hoy sería su hija. Qué locura, pensó, con una sonrisa. Y qué increíble felicidad, una dicha como nunca había sentido en su vida. En silencio, agradeció al destino que le hubiese regalado a Rosamund. Era asombroso que ella estuviera tan apasionadamente enamorada de él. El viaje que acababan de emprender no era precisamente romántico. Tardarían varios días en llegar a la costa francesa y luego les aguardaba una larga y cansadora cabalgata. Había sido una locura aceptar ese viaje y más aún pedirle a Rosamund que lo acompañara. La misión estaba condenada al fracaso, pero Jacobo Estuardo haría todo lo posible por mantener la paz con Inglaterra.

El clima fue benigno mientras navegaban hacia el sur bordeando la costa inglesa, sin dejar de avistar tierra. Hacía frío y los impetuosos vientos facilitaban la navegación.

Una mañana, cuando Annie y Rosamund paseaban por la cubierta, el capitán Daumier se acercó a ellas y señalando con la mano les dijo:

– La France, madame. Cruzamos el canal de la Mancha al amanecer. Con suerte, y si el tiempo nos acompaña, mañana por la mañana estaremos en Le Havre.

– Qué buena noticia, capitán. ¿Ya lo sabe lord Leslie?

– Sí, señora. Fue él quien me pidió que le diera la buena nueva. Él se encuentra ahora al timón. Vayan a verlo.

Rosamund obedeció y, para su sorpresa, vio a su amante conduciendo el barco. Riendo, ella lo saludó y le aconsejó:

– Asegúrese, milord, de que no estemos regresando a Inglaterra.


A la mañana siguiente, La Petite Reine entró en Le Havre y ancló junto a un sólido muelle de piedra. Rosamund vio con asombro cómo los caballos salían de la bodega del barco y los conducían al embarcadero.

– Me había olvidado de los pobres animales desde que desmonté de mi caballo en la posada La Sirena.

– Por precaución, preferí traer nuestros caballos a comprar unos nuevos. Cuanta menos gente tratemos, menos gente nos recordará. Estos puertos y muchas de sus posadas son nidos de intriga. La compra y venta de información es una industria en auge -explicó el conde de Glenkirk. Luego, agradeció y felicitó al capitán Daumier por la travesía.

– Dé gracias a le bon Dieu, milord -respondió el marino-. Usted bien sabe que esta no es la mejor época para navegar desde Escocia. Tuvimos mucha suerte. Seguramente le bon Dieu bendice su misión, cualquiera que sea. -Luego, le estrechó la mano al conde y se retiró.

Rosamund, Annie y Dermid ya estaban listos para partir cuando el conde montó su caballo.

– Pongámonos en camino lo antes posible. Nos aguarda un largo viaje -dijo lord Leslie.

Los días siguientes cabalgaron desde el amanecer hasta el crepúsculo, circunvalaron París avanzando a través del campo para evitar las rutas principales. Los jinetes parecían cuatro caballeros, pues Rosamund y Annie llevaban ropa de hombre. Cuando Rosamund se trasladaba del palacio real a sus tierras del norte, sus viajes eran mucho más civilizados, porque solían pernoctar en monasterios y conventos. En Francia, por el contrario, se alojaban donde podían y, por deferencia hacia las mujeres, el conde elegía granjas con buenos establos y ofrecía dinero a cambio de hospitalidad. Por lo general, las esposas de los granjeros los convidaban con pan recién horneado, que ellos aceptaban agradecidos. Ocasionalmente, compraban comida en los pueblos situados a lo largo de la ruta.

El tiempo, al principio frío y con lluvias y nevadas, empezó a templarse a medida que descendían hacia el sudeste. De pronto, estalló la primavera y los días soleados se hicieron más frecuentes. Por fin, después de varios días de viaje, el conde anunció:

– Llegaremos a San Lorenzo mañana.

– ¡Lo primero que quiero es un baño! -exclamó Rosamund. Habían pasado la noche en un establo decente y los dueños de la granja los habían invitado a su mesa para que gozaran junto a ellos de una cena caliente.

– No nos presentaremos ante el duque hasta que estemos bañados y vestidos como corresponde -le dijo Patrick a su amada, mientras le acariciaba los hombros con ternura.

– ¿Voy a conocer al duque de San Lorenzo? -Preguntó Rosamund sorprendida por la noticia-. ¡Pero claro! Y lo convenceremos de que somos dos amantes que han huido juntos.

– Tú eres mi adorada compañera, corazón mío. El duque es uno de los caballeros más refinados que he conocido. Tengo muchos deseos de volver a verlo, aunque preferiría no encontrarme con su hijo ni con su nuera.

– ¿El hijo es el joven que iba a casarse con Janet?

– Sí. No me gustó que desposara con tanta premura a esa princesa de Toulouse. Me pregunto si realmente llegó a amar a mi Jan.

– Olvida el pasado, milord. Nada cambiará y la amargura inundara tu corazón. Estás aquí para llevar a cabo una misión en nombre del rey de Escocia. Cumple con tu deber y que los viejos recuerdos no obnubilen tu mente. No has venido aquí para entrevistarte con gente de San Lorenzo, sino para reunirte con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano.

El conde le dio la razón.

– Hablas con sabiduría, mi amor. ¿Cómo es posible que esta muchacha de Cumbria sea tan inteligente?

– Se lo debo a Hugh Cabot, mi segundo esposo, que me enseñó a cuidar de mí misma y de Friarsgate. Y a los años que pasé en la corte del rey Enrique VII, donde solía conversar con su madre, la Venerable Margarita, que era una mujer brillante.

– Y tú, sin duda, aprendiste la lección, Rosamund.

– Ve a dormir, milord. Mañana será un día muy ajetreado. Me encantará dormir de nuevo en una cama, bañarme y vestir hermosas prendas. Estoy cansada de ser un muchacho. -Se inclinó y le dio un rápido beso en los labios. -Buenas noches, mi amado.

– Estoy ansioso por tenerte en mi cama como corresponde -le susurró al oído y luego le mordisqueó la oreja juguetonamente-. Te deseo, Rosamund.

– Yo también. Si el embajador nos proporciona una tina grande, podremos bañarnos juntos -murmuró Rosamund, insinuante.

– Si nos bañamos juntos, ya te imaginas lo que ocurrirá -le dijo, mientras le acariciaba el cuello con la nariz.

– Eso es lo que espero. Ahora, ve a dormir, Patrick. Mañana no te daré descanso.

El conde de Glenkirk se rió y la atrajo hacia sí para abrazarla al tiempo que le acariciaba los senos.

– Ni yo, primor. Mañana, dulce jovencita, tú tampoco podrás descansar.

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