CAPÍTULO 01

– ¿Quién es? -preguntó el primer conde de Glenkirk a su amigo lord Grey.

– ¿A quién te refieres?

– A la mujer que está sentada en un escabel al lado de la reina.

– ¡Ah, sí! -Entendió lord Grey-. La joven de cabello rojizo y vestido verde. Es una amiga de infancia de la reina, la dama de Friarsgate que acaba de llegar de Inglaterra por invitación de Su Majestad. Es encantadora, ¿verdad? Pasó una noche en casa de camino al castillo, pero, por desgracia, yo no estaba allí.

– Me gustaría conocerla.

– ¡Vaya, vaya! -Replicó lord Grey chasqueando la lengua-. No te he visto interesado en una mujer en más de veinte años. Y además, amigo mío, podrías ser su padre -agregó con ironía.

– Afortunadamente no lo soy -contestó el conde con una ligera sonrisa-. ¿Quieres presentármela?

– ¿Cómo podría hacerlo si ni siquiera me la han presentado a mí?

Era plena temporada navideña en la corte del rey Jacobo IV. Los dos amigos estaban en medio del gentío, en el gran salón del castillo de Stirling, construido por Jacobo III, el difunto padre del rey. Había vigas de madera en el techo, enormes ventanales con vitrales que formaban el escudo heráldico y cinco grandes chimeneas. Por encima de la chimenea, situada detrás de la mesa donde se sentaba el rey, colgaba la insignia bordada del castillo. Las paredes estaban pintadas de un amarillo pálido al que denominaban "dorado real".

La corte de Jacobo IV de Escocia era muy cosmopolita y era habitual escuchar a sus huéspedes hablar en seis idiomas, por lo menos. El monarca, un hombre culto, de gustos eclécticos, podía conversar acerca de las más modernas teorías científicas, arquitectura, poesía e historia. Mundano y de gran encanto, no solo era apreciado por los cortesanos sino también por el pueblo.

El conde de Glenkirk volvió a mirar a la joven pelirroja. Andrew Grey estaba en lo cierto: por primera vez en mucho tiempo se sentía atraído por una mujer. Hacía veintiocho años que era viudo y cuando perdió a su esposa Agnes juró que no permitiría nuevamente que una mujer muriera al dar a luz a sus hijos. Por cierto, había disfrutado de su cuota de amantes, quienes, en general, habían servido para satisfacer su lujuria, aunque algunas llegaron a ser sus amigas. Eran plebeyas y no damas pertenecientes a familias respetables, a quienes un caballero debía cortejar o pedir en matrimonio. La amante de su juventud, Meg McKay, había dado a luz a su hija Janet y su esposa, Agnes, le había dado a su único hijo varón. El conde suspiró al recordarlas. Nunca, desde la muerte de ambas, había mirado a otra mujer como a la dama de Friarsgate. Su sola presencia conmovía su corazón inmune a esas tiernas emociones durante largo tiempo. Se preguntó si no se estaría comportando como un tonto.

– ¿De verdad quieres conocerla? Soy amigo de Elsbeth Hume, una de las damas de honor de la reina. Podría hablar con ella.

– Entonces hazlo ahora mismo, si es posible.

– ¡Santo cielo, Patrick! No recuerdo haberte visto tan ansioso por una muchacha en años -comentó lord Grey, riendo entre dientes-. Pues bien, vamos a buscarla.

Se abrieron paso entre el gentío que atestaba el salón hasta que, finalmente, encontraron a la dama. Era una linda joven de cabello negro y ojos pícaros.

Lord Grey se acercó a ella y deslizó el brazo en torno a su cintura.

– Elsbeth, mi querida y adorable muchacha, tengo que pedirte un favor.

Ella se dio vuelta y miró a lord Grey. Sus ojos azules centelleaban.

– ¿De qué clase de favor se trata, milord y cómo piensas recompensarme? -ronroneó, frunciendo los labios color cereza con aire interrogativo.

Lord Grey estampó un rápido beso en la boca que se le ofrecía y replicó:

– Mi amigo, el conde de Glenkirk, desea que le presenten, con todas las formalidades del caso, a la amiga inglesa de la reina, la dama de Friarsgate. ¿Puedes ayudarlo?

Elsbeth Hume se volvió hacia Patrick Leslie y le sonrió.

– Ciertamente, milord. Rosamund Bolton es una dama realmente encantadora. A diferencia de la mayoría de esas inglesas que vienen a nuestra corte, no hay en ella el menor atisbo de pomposidad o soberbia. Y, por lo que veo en su mirada, deduzco que desea conocer a la dama lo antes posible -dijo, sonriéndole con picardía.

– Así es, señora Hume -replicó el conde devolviéndole el gesto.

– Vengan conmigo y se la presentaré. Supongo que sus intenciones son tan honorables como las de cualquier hombre de esta corte. Aunque la dama no es tonta y sabe defenderse. Le advierto, milord, que más de un caballero ha sido víctima de su indignación cuando no se ha comportado con ella como es debido.

Atravesó la sala seguida de lord Grey y del conde de Glenkirk. Al llegar al trono donde se sentaba la reina, Elsbeth le hizo una reverencia y dijo:

– Su Majestad, el conde de Glenkirk quiere ofrecer sus respetos a la dama de Friarsgate. ¿Nos concede su permiso para presentarlos?

Margarita Tudor, reina de Escocia, sonrió a Patrick Leslie y a Andrew Grey.

– Tienen nuestro permiso -dijo, preguntándose quién podría ser el conde-. No nos conocemos, señor conde. Nunca lo vi en la corte.

Patrick se inclinó con un elegante floreo. Tal vez fuera un montañés de las tierras altas, pero recordaba los buenos modales.

– No, Su Alteza.

– ¿Y qué lo ha traído por aquí?

– Un pedido personal de Su Majestad, señora, aunque aún no ha juzgado conveniente comunicarme sus deseos.

"Sea lo que fuere, debe ser muy importante para Jacobo Estuardo, o no lo hubiese mandado llamar" -pensó el conde. El rey sabía que a él no le gustaba la vida de la corte, fuera la suya o la de cualquier otro monarca. Pero se abstuvo de compartir esos pensamientos con la reina Margarita.

– Me deja usted de lo más intrigada -dijo la reina-. Tendré que preguntarle a Jacobo de qué se trata ese misterio, milord. Y, por cierto, tiene nuestro permiso para conocer a mi queridísima amiga, la dama de Friarsgate. Beth, tú harás las presentaciones.

Luego de satisfacer su curiosidad, la reina se desentendió de ellos.

– Lady Rosamund Bolton, Patrick Leslie, conde de Glenkirk, y mi amigo lord Andrew Grey -dijo Elsbeth Hume.

Rosamund extendió la mano para que se la besaran y su mirada se cruzó con la de los caballeros. Lord Grey la tomó, la besó y murmuró: "Lady Bolton". Pero cuando los ojos color ámbar de Rosamund se encontraron con los del conde Glenkirk, un estremecimiento recorrió su cuerpo. ¡Los ojos verdes clavados en los suyos no eran los de un extraño! Lo conocía desde siempre y, sin embargo, era la primera vez que veía a ese hombre. Procuró mantener la compostura, ignorando las perturbadoras imágenes que pasaban velozmente por su cabeza. Y cuando los labios del conde se posaron en el dorso de su mano, Rosamund sintió como si un rayo acabara de fulminarla.

– Señora -dijo él, sosteniendo con la suya la delicada mano de la dama. Su voz era profunda.

– Milord -se las ingenió para responder, pues, de pronto, sintió que no eran dos personas sino un solo ser, una sola entidad. Su voz era suave.

Fue evidente para todos que algo extraordinario acababa de ocurrir. Y aunque ni lord Grey ni Elsbeth Hume lo comprendieran, se retiraron con discreción, dejándolos solos.

Patrick le soltó la mano y le ofreció el brazo.

– Señora, demos un paseo por el salón mientras nos contamos nuestras respectivas historias.

– No hay nada que contar -respondió Rosamund. Una vez roto el extraño silencio que los había envuelto previamente, se sintió mucho mejor.

– Usted es inglesa, pero no del sur, pues la entiendo perfectamente.

Ella sonrió.

– Mi hogar está en Cumbria, milord.

– ¿Y puede saberse cómo una muchacha de Cumbria llegó a ser amiga de Margarita Tudor y una amiga lo suficientemente íntima como para que la invitaran a la corte del rey Jacobo? -preguntó él, acortando el paso para marchar a la par, pues ella, aunque no tan pequeña como la reina, era de baja estatura.

– Cuando murió mi segundo esposo, pasé al cuidado del rey Enrique. No quien ocupa hoy el trono de Inglaterra, sino su padre. Yo tenía entonces trece años.

– ¿Trece años y ya había sobrevivido a dos maridos? ¿Es usted tan peligrosa, señora? -respondió el conde en un tono humorístico que despertó en ella el deseo de provocarlo.

– Tengo veintidós años y ya enterré a tres maridos.

Él lanzó una carcajada.

– Entonces tiene hijos.

– Tres hijas de mi tercer esposo, sir Owein Meredith: Philippa, Banon y Elizabeth, además de un niño que nació muerto. Me casaron por primera vez a los tres años con un primo que murió cuando yo tenía cinco. A los seis me casaron nuevamente con sir Hugh Cabot, un caballero ya entrado en años, elegido por mi tío, quien deseaba apoderarse de Friarsgate. Hugh, sin embargo, me enseñó a ser independiente y, con astucia, logró frustrar los oscuros designios de mi tío colocándome bajo la custodia del rey, en caso de que su muerte ocurriera. Cuando falleció, mi tío se enfureció pues deseaba casarme con su hijo, que tenía apenas cinco años. La madre del rey, la Venerable Margarita, y la actual reina de Escocia, Margarita Tudor, eligieron a mi tercer esposo. Owein era un buen hombre y lo pasamos bien juntos.

– ¿Y cómo murió?

– Owein amaba Friarsgate como si hubiera nacido y crecido allí. Cuando llegaba la época de la cosecha, tenía la peculiar costumbre de subirse a la copa de cada uno de los árboles del huerto para no desperdiciar ninguna fruta. Nadie, que yo sepa, ha hecho nunca algo semejante. Habitualmente se deja que esa fruta se pudra o caiga y se la coman los ciervos u otros animales. Pero él opinaba que eso era un desperdicio. Un día, cayó de la copa de uno de esos árboles y se rompió el cuello. Supongo que una de las ramas debe de haber cedido.

– Yo perdí a mi esposa en el parto, pero mi hijo sobrevivió. Ahora es un hombre hecho y derecho y, además, está casado.

– ¿Es su único hijo?

– Tenía una hija -replicó secamente, y por el tono de voz Rosamund dedujo que no deseaba hablar del tema.

Habían llegado al final del gran salón.

– ¿No le gustaría salir a contemplar el cielo nocturno? -Sugirió el conde-. No hay estrellas más brillantes que las de Stirling en una noche de invierno.

– Nos moriremos de frío -alegó Rosamund, disimulando el apremiante deseo de acompañarlo.

Con un gesto, el conde detuvo a uno de los sirvientes.

– ¿Sí, milord?

– Traiga dos capas bien abrigadas para la dama y para mí -le ordenó.

– De inmediato, milord, espéreme aquí y se las alcanzaré en un minuto.

Permanecieron en silencio hasta que el sirviente reapareció con las prendas requeridas.

El conde de Glenkirk tomó una larga capa de lana color castaño forrada en piel de marta y la colocó sobre los hombros de Rosamund. Insertó uno por uno los brillantes botones de bronce en las presillas, las ajustó y, suavemente, le cubrió la cabeza con la capucha, también forrada en marta. Cada vez que sus ojos se encontraban, Rosamund experimentaba esa increíble sensación de déjà vu. Luego, Patrick se puso su capa, agradeció al sirviente, tomó a Rosamund de la mano y se dirigieron a los jardines de invierno.

Hacía frío, pero el aire estaba en calma. En el cielo nocturno, negro como el ébano, las estrellas centelleaban con reflejos cristalinos, azulados y rojizos. Caminaron en silencio hasta que las luces del castillo se convirtieron en dorados puntitos brillantes y dejaron de escuchar el murmullo de las voces provenientes del salón. De pronto, ambos se detuvieron. El conde le bajó la capucha y tomó entre sus manos el delicado y pequeño rostro de la dama de Friarsgate.

El corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Sus miradas se encontraron y supo que ese momento ya había ocurrido antes. No podía dejar de mirarlo, aunque en ello le fuera la vida, y cuando los labios de él rozaron varias veces los suyos como si estuviera degustándolos, fue ella quien tomó la cara del conde entre sus palmas y la atrajo hacia sí para besarlo con pasión. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando sus bocas se juntaron por primera vez. ¿O no era, realmente, la primera vez?

Cuando lograron separarse, era tal la pasión que los poseía, que el conde dijo:

– Ya no soy un hombre joven, señora.

– Lo sé.

– He vivido media centuria… podría ser su padre.

– Pero no lo es. Usted es mayor que Owein Meredith, pero menor que Hugh Cabot. Además, apenas nos vimos, nos sentimos atraídos, pude leerlo en sus ojos. Y no me pregunté la razón, porque la ignoro.

Extendió la mano y le acarició la mejilla.

– De modo que aquí estamos, señor conde. Y es hora de preguntarnos qué debemos hacer.

– ¿Me creerá si le digo que nunca antes sentí por una mujer lo que siento por usted, señora?

– Mi nombre es Rosamund. Y tampoco yo me he sentido así con ningún hombre, milord.

– Mi nombre es Patrick.

– ¿Acaso nos han embrujado, Patrick?

– ¿Quién haría semejante cosa? -se preguntó el conde en voz alta.

Ella se limitó a menear la cabeza.

– Acabo de llegar a la corte y conozco a muy pocas personas.

– Yo también acabo de llegar. No he estado en Stirling desde que volví de San Lorenzo, hace dieciocho años.

– ¿San Lorenzo? -exclamó Rosamund, perpleja.

– Es un pequeño ducado a orillas del mar Mediterráneo y tuve el honor de ser el primer embajador de Escocia en esa deliciosa comarca. El rey me envió para establecer allí un puerto donde nuestros barcos mercantes pudieran atracar sin peligro alguno y conseguir agua y provisiones. Un puerto amigo, podríamos decir.

– Entonces has viajado por el mundo, Patrick. En cambio yo nunca quise abandonar mi amada Friarsgate. Siempre odié venir a la corte. Pero, de pronto, me siento dispuesta a emprender cualquier aventura.

El corazón del conde se contrajo dolorosamente cuando vio la sonrisa traviesa que iluminaba el rostro de Rosamund. Luego la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza.

– Quiero hacerte el amor -dijo dulcemente, besándola de un modo perentorio, aunque no exento de ternura-. No puedo creer que me esté comportando de una manera tan descarada con alguien que acabo de conocer y, sin embargo, siento que te he conocido desde siempre y tú sientes lo mismo, Rosamund. Cuando nos presentaron te sorprendiste como si me hubieras reconocido. Es inexplicable, pero es así.

Ella asintió.

– No sé qué hacer, Patrick. ¿Deberíamos obedecer a nuestros instintos o concluir que esto es una locura y separarnos? Decídelo por mí, Patrick. Pues aunque siempre enfrenté la vida con valentía, esta vez el miedo me paraliza.

– Entonces, a despecho de cuanto nos aconseje el sentido común, mi bella Rosamund, sigamos nuestros instintos y veamos dónde nos conducen. -La volvió a besar con avidez. -¿Estás lista para el viaje?

– El lema de mi familia es Tracez votre chemin y eso es exactamente lo que haré: trazar mi propio camino -respondió, observando su hermoso rostro. No parecía un hombre de cincuenta años, pese a las delgadas líneas que se dibujaban en el entrecejo y alrededor de los ojos. El mero hecho de mirarlo la excitaba hasta el vértigo.

– De modo que hasta aquí has llegado, querida niña -una voz familiar rompió el hechizo que los envolvía-. ¿Y quién es el caballero que ha osado arrastrarte a una noche tan gélida?

Ella lanzó una carcajada. La voz de su primo la había devuelto a la realidad..

– Éste, conde de Glenkirk, es mi primo Thomas Bolton, lord Cambridge. Vinimos juntos desde Friarsgate y, según dice, la está pasando de maravillas, pues nunca pensó que los escoceses fueran tan civilizados.

Patrick percibió de inmediato cómo era Thomas Bolton y los celos que había sentido ante la llegada de otro hombre se disiparon por completo. Le estrechó la mano, sonriente.

– La vi muy bien protegida antes de invitarla a pasear por los jardines. Pero este cielo nocturno merece ser contemplado, ¿no le parece, lord Cambridge? Y ahora nos conviene regresar a la corte.

Con un gesto de infinita ternura, el conde volvió a cubrir la cabeza de Rosamund con la capucha.

– Así que nos encuentra muy civilizados, ¿eh? -dijo riendo entre dientes.

– Sí. Esta corte es mucho más abierta y menos pretenciosa que la de nuestro rey Enrique VIII. Tal vez sea la reina española quien exige tanta formalidad. Su soberano se rodea, en cambio, de una alegre compañía y las costumbres son aquí más distendidas. Me estoy divirtiendo enormemente y pienso comprar una casa en Edimburgo y otra en Stirling.

– ¿Y su rey no pondrá reparos?

– No. A Enrique Tudor le importo un rábano. Soy apenas un hombre rico cuya fortuna proviene del comercio y su título, de la conciencia culpable de un rey muerto hace mucho tiempo. No me consideran lo bastante importante como para meterse en mis asuntos, salvo por mi parentesco con Rosamund.

– ¡Tom! -exclamó ella con tono admonitorio-. Si alguna vez ayudé a nuestra buena reina en tiempos de necesidad, eso no significa que se me conceda importancia en la corte.

– ¡Pobre Catalina la española! -Respondió lord Cambridge y luego se dirigió al conde-. Imagínese usted a esta santa criatura viuda de un Tudor y pretendida por otro, aunque su padre, Fernando, se negaba a pagar toda la dote. El rey Enrique VII no se caracterizaba por su generosidad y solía comportarse de un modo muy mezquino con Catalina. No vaciló en devolver a sus hogares a casi todas las doncellas de la princesa y las pocas que decidieron quedarse la pasaron mal, vestidas con harapos y casi muertas de hambre, mientras el viejo rey cambiaba a cada momento de parecer con respecto a esa boda. Luego, Rosamund se enteró del asunto. Catalina y la princesa Margaret habían sido sus amigas cuando ella vivía en la corte. Mi pródiga prima consideró que era su deber enviarle regularmente bolsitas con monedas de oro a quien es hoy la reina de Inglaterra. Para ella, las bolsitas constituían un verdadero sacrificio, pero a la pobre princesa apenas si le alcanzaban para mantenerse, a ella y a sus pocas doncellas, un par de semanas. En suma, su bondad se vio recompensada cuando Catalina de España se convirtió en nuestra reina y mi prima goza hoy de su favor, milord.

– La reina cree que está en deuda conmigo, pero no es cierto. Y aunque lo fuera, ya pagó esa deuda -dijo Rosamund, bajando la voz-. Esta noche estás muy locuaz, primo.

– Tu ausencia me preocupaba -le contestó con suavidad.

– ¿Y qué lo llevó a buscarla en la gélida noche? -le preguntó el conde, divertido.

– Escuché decir a una de las damas de la reina que había presentado a mi prima al conde de Glenkirk y que ambos habían abandonado juntos el salón. Tengo derecho a sentirme intrigado y no soy el único. Entiendo, milord, que no ha estado en la corte en muchos años.

– No disfruto de los rumores ni de las intrigas de la corte -replicó el conde, con cierta mordacidad-, pero soy un fiel súbdito de Jacobo Estuardo y estoy a su disposición cada vez que requiere mi presencia.

– ¡Ni una palabra más, Tom! -Lo reprendió Rosamund-. Y antes de que lo preguntes, lord Leslie no sabe aún por qué lo ha convocado el rey.

– Prima, acabas de romperme el corazón. ¿Cómo puedes pensar que soy un vulgar chismoso? -exclamó, llevándose la mano al pecho con aire dramático.

– Nadie podría considerarte jamás un vulgar chismoso, Tom -le respondió con malevolencia.

– Milord, cuando me entere del deseo de Su Majestad, le aseguro que enseguida lo sabrá toda la corte. Admito que yo mismo siento curiosidad, pues el rey no ignora que detesto abandonar Glenkirk, pero tampoco ignora que mi hijo se encargará de nuestras tierras durante mi ausencia.

– ¿Entonces tiene usted una esposa, milord?

– Soy viudo, lord Cambridge. De otro modo no me hubiera acercado a su prima Rosamund. Me complace comprobar que tiene en usted a un galante protector.

– Quiero mucho a Rosamund, milord. Ella y sus hijas son mi única familia. No me gustaría que la lastimaran, usted me entiende.

– Desde luego -asintió el conde con voz calma.

– Queridísimo Tom, no puedo explicarte lo que ha sucedido porque ni siquiera yo lo comprendo, pero siempre hemos confiado el uno en el otro. Debes creerme si te digo que todo cuanto ocurra entre Patrick y yo estará bien. ¿No es así, milord?

Lord Leslie asintió asombrado, pues acababa de darse cuenta de que realmente lo creía.

Si Rosamund no podía explicar cuanto les había sucedido, tampoco él era capaz de hacerlo. Esa noche, en el gran salón del castillo de Stirling, había visto por primera vez a una joven. No obstante, algo dentro de él se negaba a admitir que fuera la primera vez. Y luego, al hablar con ella, sintió que la conocía desde toda la eternidad e instintivamente supo que ella experimentaba lo mismo.

Tom percibió la magia que envolvía a la pareja y se quedó estupefacto. ¿Qué clase de hechicería era esa? Y, sin embargo, no había nada de malo, nada de oscuro en esta pasión que se intensificaba cada vez más. Se despidió de ellos, entró en el castillo y se encaminó al gran salón. Sólo allí, lejos de la atmósfera demasiado densa, ardiente e inquietante que los rodeaba, podría pensar con claridad en lo acontecido.

– ¿Te alojas en el castillo? -preguntó Rosamund, tras la súbita partida de Tom.

– Como huésped de Su Majestad, me han asignado un cuarto para mí solo.

– A mí me dieron una habitación que comparto con Annie, mi doncella.

– Entonces, señora, iremos a mi madriguera, pues no necesito desembarazarme de ningún criado. Si ven a tu Annie pasar la noche en otra parte, habrá murmullos. Por el momento, no deseo que nadie se entere.

– Tampoco yo. Esta magia, o como quieras llamarla, solo nos pertenece a nosotros. De ahora en adelante me comportaré como una perfecta egoísta, algo que no hecho en toda mi vida -respondió Rosamund.

Luego deslizó su mano en la del conde, lo siguió por varios corredores y, finalmente, subieron una escalera.

Él se detuvo ante una puerta de roble, la abrió y entraron en un pequeño cuarto cuyo mobiliario consistía en una cama y una silla. No había chimenea y la única ventana, cerrada con postigos de madera, no tenía cortinas. La habitación estaba helada. El conde dejó la capa en la silla, y tras desabotonar cuidadosamente los alamares que sujetaban la de Rosamund, la depositó sobre la suya.

Cuando encontró la vela, la encendió y cerró la puerta con llave.

– No es un lugar digno de ti, pero al menos nadie nos molestará.

– Bésame -le respondió suavemente Rosamund.

Él suspiró y se inclinó para complacerla. Sus helados labios se calentaron al posarse en los de ella.

Rosamund deslizó los brazos en torno a su cuello y lo atrajo hacia sí. Los redondos y mórbidos senos se aplastaron contra el terciopelo que cubría el pecho del conde. Se besaron ávida e interminablemente, hasta que les dolió la boca. Luego, ella apartó la cabeza al tiempo que decía:

– Supongo, milord, que sabrá desvestirme como una buena doncella.

– Hace años que no despojo a ninguna dama de sus galas, espero no haberlo olvidado -replicó el conde, riendo.

Luego la hizo girar y comenzó a desatar el corpiño mientras le besaba la nuca. De su cuerpo emanaba un fresco aroma a brezo blanco que reconoció de inmediato.

Puso el pequeño y elegante corpiño encima de las capas y desanudó el cordón que sujetaba la falda. Luego la liberó de la enorme cantidad de terciopelo que comenzaba a deslizarse por sus caderas, y recogió la falda del suelo.

– ¡Por todos los santos! ¿Qué es eso que tienes ahí? -le preguntó azorado.

– Se llama miriñaque y se usa para ahuecar las faldas. Está de moda -rió.

– Se ve peligroso. ¿Puedes sacarte la maldita cosa sin mi ayuda?

Rosamund se desembarazó del miriñaque, se quitó las enaguas de franela y las colocó en la silla.

– Siéntate en el borde de la cama y te quitaré las medias.

Rosamund se sentó, observando cómo el conde le sacaba los zapatos de cuero de punta cuadrada y desenrollaba cuidadosamente las medias de lana. Cuando sus pies se sintieron libres, flexionó los dedos hacia arriba y hacia abajo para devolverles el calor.

– Métete bajo las mantas -invitó el conde, y le dio la espalda con el propósito de desvestirse.

Rosamund lo observó a la luz oscilante de la única vela. Había vivido medio siglo y, sin embargo, su cuerpo era duro y vigoroso. Evidentemente, no era un hombre dado a los placeres propios de la ociosidad. Las nalgas se veían firmes y las piernas, musculosas y velludas. Tenía espaldas anchas y una piel suave. Cuando se dio vuelta para meterse en la cama, estaba totalmente desnudo y ella pudo vislumbrar su virilidad. Incluso en reposo, sus dimensiones eran considerables. Se estremeció, anticipando el placer, al tiempo que lascivos pensamientos le arrebolaban las mejillas. ¿Qué estaba haciendo allí, acostada con un extraño?

Él la abrazó y sus dedos desanudaron las cintas que cerraban la camisa de Rosamund. Cuando la delicada tela se abrió, contempló sus senos con deleite, bajó la cabeza y frotó el rostro contra la perfumada piel.

– Yo nunca… -comenzó a musitar la muchacha.

– Lo sé -la interrumpió el conde, sabiendo instintivamente lo que iba a decir-. No alcanzo a comprender lo que nos sucedió esta noche, pero el destino ha dispuesto que estemos juntos. No eres una de esas damas ligeras de la corte, de modo que estoy tan sorprendido como tú. Pero todavía hay tiempo. Si deseas dejarme ahora, no te lo impediré.

– No podría irme aunque quisiera -admitió Rosamund, sacándose la camisa y arrojándola al suelo. Luego agregó, en tono jocoso-: Soy una mujer práctica, Patrick, y no deseo estropear la ropa.

Él la echó hacia atrás para acariciar los redondos y mórbidos senos. Nunca había visto esferas tan terriblemente apetitosas. Su piel era firme y sedosa al tacto. Rosamund suspiró de placer mientras las manos del conde la acariciaban con ternura. Él tomó uno de los pechos y bajó la cabeza, besando una y otra vez la perfumada carne femenina hasta que su boca se apoderó del erguido pezón y comenzó a succionarlo ávidamente.

A Rosamund siempre le había encantado sentir la boca de un hombre en sus pechos y ronroneó de satisfacción. Se preguntó cuánto hacía que no disfrutaba de los favores masculinos y le pareció una eternidad. Sus ojos se posaron en la cabeza del conde, cubierta de una mata oscura, apenas salpicada de hebras de plata. Y tras hundir la mano en su pelo ensortijado, comenzó a deslizaría una y otra vez por el cuero cabelludo, presa de una urgencia creciente.

El conde levantó la cabeza y la miró con ojos vidriosos, a tal punto la pasión se había apoderado de él. Y la volvió a besar como si quisiera devorarla, mientras sus cuerpos se enlazaban y desenlazaban impulsados por la lujuria. La boca de Patrick recorrió el cuello, los hombros, el pecho de Rosamund. Sus labios se unieron y ardieron en un beso interminable. Podía sentir el corazón de ella latiendo a un ritmo salvaje, podía sentir en el ardor del cuello su pulso saltando como un salmón atrapado en la red. Sus labios regresaron a los senos, bajaron luego por el torso de la muchacha y por sus gemidos supo que ella estaba gozando. El aroma a brezo que emanaba del cuerpo de Rosamund, intensificado por el fuego que la poseía, lo mareó e irguió aun más su virilidad. No recordaba haber deseado tanto a una mujer.

– ¡Que Dios nos ampare! -exclamó ella, casi sollozando.

Él no ignoraba el significado de esa invocación, de manera que empezó a juguetear con los rizos de su adorable monte, mientras un dedo exploraba la venusina caverna.

Ella lanzó un suave gemido y se dejó llevar, vacía de pensamientos, hasta que recuperó la conciencia y volvió a preguntarse qué estaba haciendo allí. Mas cuando la mano del conde empezó a acariciar seductora y sabiamente la cara interna de sus muslos, solo pudo concentrarse en el placer que le procuraba y en la necesidad que tenía de él. ¿Pero por qué él? "Porque es el hombre a quien esperabas" -replicó una voz en su interior.

– ¡Oh, sí!-exclamó con un grito de júbilo.

Él la tomó en sus brazos y deslizó la mano por la espalda de la muchacha para aferrar y acariciar sus nalgas.

– No puedo saciarme de ti. Tu piel es como la seda. Tu cuerpo es perfecto.

– Necesito que entres en mí, Patrick.

– Necesito entrar en ti, Rosamund -replicó, cubriéndola con su cuerpo.

Entrelazaron los dedos, la gruesa espada del conde la penetró lentamente, con infinita ternura. Era más larga y más gruesa que la de los dos hombres que había conocido, pero Rosamund, abierta como una flor, la acogió en su amorosa vaina hasta sentir que la llenaba por completo. Sus miradas se encontraron y ella pensó que el alma se le escapaba y se fundía con la del conde. Tuvo miedo.

Al ver el temor impreso en el rostro adorable, Patrick se apresuró a tranquilizarla:

– Todo está bien, amor mío. Ahora somos un solo ser, una sola persona.

Después comenzó a moverse y, al cabo de unos instantes, Rosamund cerró los ojos y se sumió en una pasión arrebatadora en la que ambos procuraban satisfacerse y satisfacer al otro.

El ritmo creado por sus cuerpos la sobrecogió arrastrándola desde la delicia al placer y desde el placer al más puro y ardiente éxtasis. Cuando las estrellas y lunas explotaron tras sus párpados, su voz se elevó en un grito de supremo goce mientras clavaba las uñas en la espalda del hombre. Pero los embates de su virilidad no cesaron y la llevó aun más lejos, hasta que los aullidos de felicidad de Rosamund resonaron una y otra vez en las paredes de piedra del minúsculo cuarto, y hasta que sus propios gritos, mezclados con los de ella, culminaron en un alarido y sus calientes jugos, expulsados en un tremendo chorro, inundaron a la muchacha.

– No tengo palabras -jadeó él.

– Tampoco yo -suspiró Rosamund.

Nunca había hecho el amor con tanta ternura, pasión e intensidad, nunca. Owein jamás la había poseído como Patrick Leslie y, en cuanto a Enrique Tudor, sólo le interesaba el propio placer. Lo ocurrido entre ella y el conde de Glenkirk se asemejaba, más bien, a una obra de arte hecha por los dos. Era algo místico, donde el pasado y el presente confluían, como si hubieran sido amigos, amantes, desde el principio de los tiempos.

– No puedo separarme de ti -murmuró el conde.

– Ni yo, Patrick. Aunque tal vez te decepcione saber que no quiero casarme de nuevo -susurró y contuvo el aliento esperando la respuesta.

– Comprendo tus sentimientos, Rosamund, pero algún día cambiarás de opinión. Sin embargo, yo no lo haré. Tampoco quiero contraer matrimonio. Tengo un hijo mayor que tú, sospecho. Está casado y me ha dado nietos. Y, además, debo cumplir con la misión que el rey ha de encomendarme y por la que estoy en Stirling.

– Entonces, seré tu amante. Nuestro encuentro fue extraño y maravilloso, aunque ninguno de los dos sea capaz de explicarlo. Pero algún día querré volver a Friarsgate y es probable que tú quieras regresar a Glenkirk. Y cuando llegue la hora, ambos lo sabremos y nos separaremos, tal como lo hicimos en otro tiempo y en otro lugar. Mi pobre primo Tom se sentirá escandalizado ante mi conducta, pues no suelo comportarme de esta manera. Y hay algo más que debes saber. Tengo un pretendiente: Logan Hepburn, el señor de Claven's Carn. Tiene la intención de desposarme el Día de San Esteban, aunque le he dicho que no. Vendrá a la corte a buscarme y tratará de imponer su voluntad. Pero, como ya te dije, no pienso volver a casarme.

– ¿Acaso te convertiste en mi amante para frustrar sus propósitos? -se preguntó el conde en voz alta.

Ella se apoyó en un codo y lo miró directamente a los ojos.

– Me convertí en tu amante porque así lo deseaba y porque entre nosotros hay todavía asuntos pendientes que se remontan a otro tiempo y a otro lugar. ¡Lo sabes muy bien, Patrick!

– Sí, muchacha, lo sé. Soy un escocés y entiendo esas cosas -añadió, abrazándola y cubriéndola de besos-. Te amé una vez, Rosamund.

– Y yo a ti -murmuró ella.

– Y te amaré otra vez.

– Yo ya te amo, aunque sea una locura decirlo, Patrick.

– El rey tiene el lang eey, el ojo de ver lejos, como dicen ustedes, los ingleses. Le preguntaré qué opina de esta maravillosa insania que nos aflige, mi amor -rió. Luego se apretó contra ella y ambos se arrebujaron bajo las mantas-. ¿Te quedarás conmigo?

– Sólo un rato, mi amor. La pobre Annie se preguntará dónde me he metido y, sin duda, se preocupará. Ella es una de las criadas de Friarsgate. Y preferiría que nadie se enterara de lo ocurrido. Pronto comenzarán las habladurías y especulaciones acerca del conde de Glenkirk y de la amiga inglesa de la reina.

– Eres muy discreta -bromeó Patrick.

– Mi intención no es ser discreta, sino subirme a los techos de Stirling y gritar a los cuatro vientos que amo y que soy amada. La gente pensará que estoy loca, especialmente si se entera de las extrañas circunstancias de nuestro amor, milord.

– Sí, puedo prever los rumores. Miren al viejo Glenkirk, recién llegado de las tierras altas y ya en amores con una muchacha lo bastante joven como para ser su hija.

– Pero otros dirán: miren al viejo Glenkirk, ese afortunado demonio que en menos que canta un gallo no solo ha conseguido una amante joven y lujuriosa, sino que incluso es capaz de satisfacerla -contraatacó Rosamund.

– Sospecho que a ambos nos tiene sin cuidado la opinión ajena -dijo el conde con una sonrisa.

– Antes me preocupaban las habladurías. Pero ya no. He sobrevivido a tres maridos. Me he pasado la vida entera haciendo lo que se esperaba de mí, pues soy apenas una simple mujer. Sin embargo, he dado a Friarsgate tres pequeñas herederas, me he ocupado de las tierras y continuaré haciéndolo con la ayuda de mi tío Edmund. Ahora deseo vivir para mí misma, aunque sea por un tiempo.

– Háblame de Friarsgate.

– Es un lugar bello y fértil. Desde la casa, situada en lo alto, se divisa un lago. Criamos ovejas, hilamos nuestra propia lana y tejemos nuestras propias telas, muy apreciadas por los merceros de Carlisle y en las tierras bajas de Escocia. También crío vacas y caballos. Y como el valle que rodea la propiedad se halla flanqueado por empinadas colinas, estamos a salvo de quienes viven del otro lado de la frontera. Nadie puede robarnos el ganado porque les resultaría imposible escapar con los animales sin que los atrapáramos de inmediato. Me encanta vivir en Friarsgate. Es el mejor lugar del mundo, Patrick. Y ahora cuéntame de Glenkirk.

– Se encuentra en la zona oriental de las tierras altas, entre dos ríos. Mi castillo es pequeño. Antes que nuestro Jacobo me nombrara embajador en San Lorenzo, yo no era sino el señor de Glenkirk. Pero el rey deseaba honrar al duque de San Lorenzo enviándole un noble, y me dio el título de conde. En Glenkirk criamos ovejas y vacas. Tengo dos hijos: Janet y Adam.

– Pero solamente hablas de tu hijo.

– Los traficantes de esclavos robaron a mi niña durante nuestra estadía en San Lorenzo. Iba a casarse con el heredero del duque y acababa de celebrarse el compromiso matrimonial cuando se la llevaron. Tratamos de recuperarla, pero no pudimos. -El rostro del conde reflejaba un profundo dolor. -Me es imposible seguir hablando de eso, Rosamund. Por favor, compréndeme y no me preguntes más.

Ella se limitó a besarlo con ternura. Durante unos minutos un silencio ominoso reinó en el cuarto. Luego, el conde pareció recobrar la calma y dijo en un tono jovial:

– Háblame de ese Logan Hepburn que te persigue.

– Un hombre de lo más irritante, Patrick. Afirma estar enamorado de mí desde que yo tenía seis años. Según él, me vio con mi tío en el mercado de hacienda, en Drumfie. Se apareció en Friarsgate a pedir mi mano justo antes de casarme con Owein. Le contesté que estaba a punto de contraer matrimonio, ¡y el descarado se presentó en mi boda con sus hermanos y sus instrumentos musicales! Trajeron whisky y salmón. Debería haberlos echado, pero Owein los encontró divertidos. Tras la muerte de mi marido, la reina me pidió que volviera a la corte. Pensó que eso me alegraría, aunque yo detestaba abandonar Friarsgate y ansiaba regresar. Cuando finalmente lo hice, ¡allí estaba Logan Hepburn! Anunció que el Día de San Esteban vendría por mí y que se casaría conmigo.

– Es un muchacho audaz y empecinado -comentó el conde, con aire pensativo.

– No. Es irrespetuoso e insolente -puntualizó Rosamund, presa de una súbita cólera-. Gracias a Dios, la reina me invitó a venir a la corte. De otro modo, hubiera tenido que fortificar mi casa para impedirle la entrada a ese condenado fronterizo. Quiere que le dé un heredero. Pues que se busque otra esposa. ¡No seré yo la yegua de ese maldito semental! -Gritó y se llevó una mano a la boca-. ¡Oh Patrick, qué pasa si…!

– No hay la más remota posibilidad -la tranquilizó lord Leslie-. Antes de regresar de San Lorenzo, contraje una enfermedad. La cara se me hinchó como la vejiga de una oveja, y a veces mi virilidad me dolía y otras, me ardía, pero nunca dejaba de incomodarme. La anciana que me cuidaba me dijo que de ahí en más mi semilla sería estéril. Después tuve varias amantes y ninguna quedó embarazada. Desde mi dolencia, no he tomado precauciones en ese sentido, pero juro que jamás te consideraría un mero vientre donde engendrar mis potrillos -concluyó el conde con una sonrisa.

Ella lanzó una risita y palpó su fláccida masculinidad.

– Y, sin embargo, tienes todos los atributos de un buen semental -replicó, en tanto sus dedos se las ingeniaban para disminuir la flaccidez y acariciar las seminales esferas.

Él cerró los ojos y se abandonó a la deliciosa sensación que le provocaba su osado juego, comentando con malicia:

– Me habían dicho que ustedes, las inglesas, eran criaturas frígidas.

– ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?

Rosamund lo estrujó con tanta fuerza que el conde lanzó un quejido, con el tallo ya medio enhiesto.

– De seguro te lo dijo el rey. Jacobo Estuardo tiene la sangre caliente, al igual que la reina y considerando todos los hijos que engendraron…

– Sí -la interrumpió lord Leslie-, pero ninguno sobrevivió.

– Está vez será diferente. Cuando llegue la primavera, la reina parirá a un saludable heredero, milord. Todos rogamos para que así sea.

– Entonces, también tienes el lang eey, como nuestro buen Jacobo.

La mano del conde se ahuecó para acoger su seno. Apenas comenzó a acariciarlo, el menudo pezón se irguió instantáneamente, como si quisiera darle la bienvenida. Él inclinó su oscura cabeza, lo besó y luego lo lamió un buen rato, entregado a un ocio a medias infantil, a medias lujurioso.

Rosamund suspiró. Cada caricia de su mano, de su boca, le deparaba el placer más increíble. Aunque había amado a Owein, nunca había experimentado con él algo semejante. Ni tampoco con el rey, de quien fue su amante durante un breve lapso, la última vez que ella había estado en la corte. A Enrique Tudor sólo le interesaba una cosa: la propia gratificación. Y, sin embargo, este hombre, Patrick Leslie, conde de Glenkirk, este hombre a quien apenas conocía, le había abierto los ojos a todo cuanto significa el auténtico amor en una noche de pasión.

– Moriré si me dejas -suspiró Rosamund, pensando en voz alta.

Él la besó dulcemente y replicó:

– No te dejaré, mi amor. Pero llegará el día en que tendremos que separarnos, pues tu corazón le pertenece a Friarsgate y el mío, a Glenkirk y ambos somos leales a nuestras tierras y a nuestra gente. Tal vez en el pasado descuidamos nuestras responsabilidades a causa de nuestro amor. Y ahora el destino nos brinda la oportunidad de enmendar aquella equivocación. ¿Me comprendes, Rosamund?

– No.

– Lo que voy a decirte se considera una herejía. No obstante, creo que hemos vivido varias vidas en otras épocas y lugares. Recuerdo que cuando arribé a San Lorenzo tuve la inexplicable sensación de haber estado allí en el pasado. Incluso podía encontrar los sitios donde debía dirigirme sin necesidad de saber la dirección o de recibir instrucciones para localizarlos. Siempre me ha ocurrido lo mismo. Una anciana, miembro de un clan de mis tierras, tiene el lang eey y me dijo que yo ya había vivido antes, como la mayoría de las almas. Y le creo. Cuando nos encontramos, ambos supimos que nos conocíamos desde siempre. Tú no eres una mujer liviana, aunque duermas en mi lecho y yo esté a punto de hacerte el amor por segunda vez. ¿Comprendes ahora, Rosamund?

– En parte sí y en parte no.

– ¿No puedes aceptar esta magia? ¿Acaso prefieres que nos separemos y fingir que nada ha sucedido entre nosotros?

– ¡No! ¿Cómo podría negar este milagro? Lo que acabas de decir me resulta inconcebible. Sin embargo, sigo aquí, en tus brazos y siento que no quiero dejarte nunca y que moriré si me apartas de tu lado.

– No te apartaré de mi lado, Rosamund. Pero, como te dije, llegará el día en que ambos sabremos que es preciso separarnos por el bien de nuestros seres queridos. Por el momento, el cielo nos ha bendecido con este idilio. Disfrutemos del presente y agradezcamos al destino.

– ¿Por qué tardaste tanto tiempo en encontrarme, Patrick?

La gravedad con que había formulado la pregunta lo conmovió profundamente y cuando se inclinó para besarla, sus ojos verdes reflejaban un amor purísimo, libre de toda mácula.

– Guarda silencio, querida, y unámonos una vez más.

Rosamund le tendió los brazos y el conde se sumergió en ellos, penetrándola con su potente virilidad.

Por segunda vez cedieron al frenesí, por segunda vez gritaron, arrastrados por el torrente de una pasión que los dejaba exhaustos de tanto goce.

El ritmo al que se movían les deparaba un placer casi insoportable. Ella arqueó el cuerpo presa de un violento espasmo. Él volvió a recostarla en el lecho con una embestida feroz, al tiempo que hundía y retiraba su espada conduciéndolos de nuevo al paraíso.

– ¡Me muero! -sollozó Rosamund, cuando su deseo volvió a estallar y el poderoso torrente del conde le inundó las entrañas, dejándolos extenuados y jadeantes.

– Eres la mujer más increíble que he conocido -logró decir lord Leslie, una vez recuperado el aliento y apoyando la cabeza en el blanco pecho de Rosamund.

– Y usted es asombroso, mi querido señor de Glenkirk. Dice que ha pasado los cincuenta y, sin embargo, hace el amor como un jovenzuelo -replicó con admiración.

– Solamente los jóvenes se jactan del exceso de virilidad y luego se afanan por convertir el mito en realidad. Un hombre de mi edad conoce sus límites, aunque esta noche, lo confieso, me he superado a mí mismo. Y sospecho que te lo debo a ti, pequeña bruja.

– Ahora descansa, Patrick, pues pronto tendrás que acompañarme a mi cuarto. No tengo la menor idea de dónde estoy -rió ella.

– Estás donde debes estar: en mis brazos. Sí, te ayudaré a encontrar el camino de regreso, pero primero recuperemos las fuerzas, mi amor.

Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos, sintiéndose más segura y más satisfecha que nunca, mientras pensaba: "Tengo veintidós años y acabo de saber lo que significa ser amada. Ojalá todo el mundo pudiera experimentar lo mismo".

Se abrazaron y dormitaron un rato, saboreando el calor que los envolvía. Por último, el conde de Glenkirk se levantó y se vistió, no sin cierta renuencia. Cuando se puso la ropa, tomó de la silla los atavíos de Rosamund y le ordenó vestirse en la cama, pues el aire de la habitación era tan frío que, de no hacerlo así, corría el riesgo de congelarse. Finalmente, le preguntó dónde quedaba su habitación y la condujo a través de los oscuros corredores del castillo. Al llegar a la puerta, se besaron con avidez y desesperación, como si no volvieran a verse jamás. Después, Patrick le dio la espalda, apretó el paso y se perdió en la oscuridad del pasillo.

Rosamund se deslizó de puntillas en el cuarto. Annie, que dormitaba junto a los rescoldos de la chimenea, se despertó sobresaltada cuando oyó entrar a su ama.

– Me alegra no haberte causado ninguna preocupación.

– No. Lord Cambridge me avisó que llegaría tarde, milady.

Annie se levantó de la silla, bostezando y desperezándose. Luego corrió apenas la pesada cortina de terciopelo que cubría la única ventana y espió, con el propósito de calcular la hora.

– Pronto amanecerá. Mejor métase en la cama, milady, si quiere dormir un poco antes de ir a misa.

– Enciende la chimenea y calienta un poco de agua. No puedo meterme en la cama ni presentarme ante la reina hasta que no me lave y me quite este olor a pasión. Mi cuerpo apesta.

Annie la miró escandalizada.

– El conde de Glenkirk es ahora mi amante. Y no se te ocurra divulgarlo entre las otras criadas, incluso si te lo preguntan. ¿Me comprendes, jovencita?

– Sí, milady… pero eso no es propio de una dama tan respetable como usted -exclamó, sin disimular la indignación.

– Soy viuda, Annie. ¿Y acaso no fuiste mi confidente cuando estuve con el rey?

– Eso era distinto. Usted se limitaba a obedecer a nuestro rey Enrique y no había nada de malo en ello, siempre y cuando la buena reina no se enterase.

– No, Annie, no era distinto. Toda mi vida hice lo que me pidieron, lo que se esperaba de mí. Pero ahora viviré a mi manera y haré lo que me plazca. ¿Entiendes?

– ¿Y qué ocurrirá con el señor de Claven's Carn? Él no querrá casarse con una dama que se levanta las faldas con tanta facilidad, milady.

Rosamund le dio una bofetada.

– Abusas de nuestra amistad, Annie. ¿Quieres que te mande de vuelta a tu hogar? Te juro que lo haré. Hay montones de muchachas dispuestas a servirme… y a mantener la boca cerrada. En cuanto a Logan Hepburn, le dije que no deseaba casarme de nuevo. Friarsgate tiene una heredera y dos más, de repuesto. Un día mis hijas contraerán matrimonios que aporten honor y riqueza a nuestra familia. Logan Hepburn necesita un heredero para Claven's Carn y espera que yo se lo dé. Que se busque entonces a una joven dulce y virginal que lo adore y sea una buena esposa. Yo no soy esa mujer. La madre del rey Enrique, la Venerable Margarita, que fue mi tutora, me dijo en una ocasión que una mujer debe casarse la primera, y quizá la segunda vez, por su familia. Pero luego debe seguir los dictados de su corazón. Mi tío Henry Bolton me impuso dos matrimonios. El rey eligió a mi tercer esposo. Ahora la elección corre por mi cuenta y prefiero seguir como hasta ahora, sin ningún marido. ¿Me comprendes, Annie? Ya es tiempo de hacer lo que quiera.

Annie se frotó la mejilla y se limpió la nariz.

– Sí, milady.

– Bien. Entonces, estamos de acuerdo. Seguirás a mi servicio, pero nada de preguntas indiscretas, ¿eh?

– Sí, milady.

– Y ahora cumple con tus obligaciones, niña.

Rosamund se sentó en la cama, mientras Annie atizaba el fuego y ponía a calentar el agua para las abluciones.

¡Vaya noche! Estaba por amanecer, era víspera de Navidad y ella se sentía rebosante de una felicidad que jamás había conocido. Aunque no supiera adonde la conduciría todo aquello, no experimentaba miedo alguno. Tenía veintidós años y por primera vez estaba verdadera y profundamente enamorada. Emprendería el viaje y cuando llegara al fin del camino… bueno, recién entonces se preocuparía. Por ahora estaba decidida a vivir el presente, y el presente era Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

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