Cuando Rosamund se despertó, los pájaros estaban cantando en el jardín de Tom y una cálida brisa entraba por las ventanas. Bostezó, se desperezó y alargó la cabeza para mirar a través de la puerta entreabierta. Philippa dormía profundamente. El viaje le había resultado largo y fatigoso, pero la pobre niña no se había quejado en ningún momento. Su madre se asomó a una de las ventanas y aspiró una profunda bocanada de aire, cuyo aroma en nada se parecía al del campo. Había más tráfago en el río del que recordaba. Las dos barcazas amarradas al muelle se balanceaban en la soleada mañana. Consideró que el panorama era espléndido, mientras se dirigía a la puerta del dormitorio de Philippa y la cerraba con suavidad.
– Buenos días, milady -la saludó Lucy, entrando en la habitación con una bandeja.
– Buenos días, Lucy. Philippa duerme como un lirón. Déjala que se despierte sola.
– Sí, milady. Ahora venga y coma. Si no se apura no llegará a tiempo a Westminster.
Rosamund se sentó a la mesa.
– Trataré de no demorarme. ¿Lord Cambridge está levantado?
– Oh, sí, milady Y quiere saber qué vestirá usted, pues él no atina a decidirse y ha armado tal jaleo con respecto a la ropa que su pobre criado está completamente confundido.
– ¿Qué vestido elegiste, Lucy?
– Bueno, milady, considerando las circunstancias, pensé que era mejor aparentar complacencia y elegí un vestido verde Tudor. Es sencillo y de diseño recatado, pues no querrá parecer ostentosa ante la reina.
– ¿Verde Tudor? No recuerdo tener un vestido de ese color.
– Se lo confeccionaron en San Lorenzo, pero yo le hice algunas modificaciones en las mangas y en el escote. Permítame mostrárselo.
La doncella abandonó el dormitorio y regresó de inmediato con el vestido, desplegándolo para que su ama lo viera.
Rosamund jamás lo hubiera reconocido, salvo por el volado de mariposas y flores bordadas en hilos de plata que asomaba por debajo de la falda. Habían desaparecido el escote pronunciado y las abullonadas mangas de seda. La abertura era ahora más recatada y cuadrada, y las mangas, bordadas en plata y ceñidas a las muñecas, estaban cubiertas por otras del mismo brocado del vestido, que remataban en grandes puños.
– ¿Lo hiciste tú? -se asombró Rosamund.
– Sí, milady -replicó Lucy con innegable orgullo.
– Pues eres extraordinariamente hábil con la aguja. Te agradezco el haber convertido un atuendo imposible de usar en Inglaterra en algo tan elegante. Ah, y dile al criado de lord Cambridge que usaré el vestido verde Tudor.
El rostro de Lucy había cobrado el color de la grana, tan complacida estaba por los elogios de Rosamund.
– Iré enseguida, milady, y luego la ayudaré a vestirse.
La dama de Friarsgate se sentó a la mesa del desayuno y devoró todo lo que le había enviado el cocinero: un plato de huevos escalfados en una salsa cremosa aromatizada con nuez moscada, pan fresco, manteca, mermelada y un jarro de cerveza fría. Lucy ya había vuelto a la habitación y estaba seleccionando las enaguas, la camisa, las medias, los zapatos y las joyas. Luego le alcanzó una vasija con agua caliente y un pequeño lienzo para que se lavara la cara y las manos. Rosamund también se restregó los dientes con el mismo lienzo y una mezcla de menta y piedra pómez molida. Estaba orgullosa de su dentadura, pues a diferencia de otras personas, la suya estaba completa y los dientes eran blancos y parejos. Se vistió y dejó su cabeza en manos de Lucy.
La doncella le cepilló el cabello hasta desenredarlo y dejarlo brillante, pensando que era una lástima esconderlo debajo de una toca y un velo, pero esa era la costumbre en la corte. Partió la cabellera al medio, le dio una última cepillada y colocó el tocado de seda francesa ribeteado en perlas de manera de poder mostrar parte de su largo cabello rojizo. El tocado tenía un velo de seda blanco.
– No me gustan las tocas ni los velos -comentó Lucy-. ¡Tiene un cabello tan lindo, milady!
– Es la moda y no hay más remedio que acatarla.
Lucy colocó el miriñaque en el suelo para que su ama se metiera dentro y luego lo subió. Después deslizó las faldas de brocado por la cabeza de la joven, cuidando de no deshacer el tocado. Las faldas cayeron graciosamente sobre el miriñaque y Lucy se apresuró a sujetarlas.
– Luce usted perfecta, milady. Permítame traerle el cofre de las joyas.
Rosamund eligió una pesada cadena de oro con eslabones cuadrados, de la que pendía un crucifijo de oro y perlas. Se colocó también una sarta de perlas en torno al esbelto cuello y varios anillos en los dedos de ambas manos. Ya no era la niña que había venido por primera vez a la corte, sino la dama de Friarsgate, una mujer medianamente rica, dueña de unas tierras nada desdeñables.
– No necesitará llevar capa, milady. El día es agradable y caluroso.
– ¡Qué bella estás, mamá! -Exclamó Philippa, que acababa de entrar en el dormitorio de su madre-. Nunca te vi con un vestido tan lindo. ¿Ya te vas para la corte?
– Iba a despertarte antes de partir. ¡Dormías tan profundamente, mi niña!
– Sí, estaba cansadísima, mamá. No sabía que Londres se hallaba tan lejos de Friarsgate. Edimburgo está mucho más cerca. Rosamund se echó a reír.
– Cuando vine a la corte tenía trece años y pensé que nunca llegaría a destino. Era la primera vez que estaba fuera de Friarsgate. Por suerte mandaron a tu padre para que me escoltara y, la verdad, es que no tuve tiempo de aburrirme, pues él era muy agradable y divertido.
– Papá fue siempre muy divertido. Lo extraño mucho.
Rosamund asintió, pensando cuánto más fácil habría sido su vida si Owein Meredith no hubiese muerto. Aunque, en ese caso, jamás hubiera conocido ni a su primo Tom ni a Patrick Leslie. Había comenzado a percatarse de que todo sucedía por alguna razón.
– Supongo que regresaré al atardecer, Philippa. Aunque la reina desea verme, su día suele ser muy ajetreado y es probable que me reciba al fin de la jornada. Lucy estará contigo y ya conoces a los criados de Tom, que llegaron de Otterly. Quiero que descanses y disfrutes del jardín.
– Sí, mamá.
Rosamund se inclinó y la besó en ambas mejillas. -Mañana espero llevarte a la corte para que conozcas a la reina y, quizás, incluso al rey.
Luego, abandonó la alcoba, bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con Thomas Bolton, que la estaba esperando en el vestíbulo.
– Apresúrate, querida, o llegaremos tarde.
– ¿Iremos en la misma barca o cada uno en la suya?
– Cada uno en la suya, prima. Nunca se sabe quién de los dos querrá regresar primero de la corte -dijo sonriendo maliciosamente mientras la escoltaba hasta el muelle, donde las dos pequeñas embarcaciones cabeceaban bajo el sol matinal.
– Espérame, si llegas primero. Quiero entrar en la corte de tu brazo -suplicó la joven.
– Por supuesto, preciosa -le aseguró, ayudándola a instalarse en la barca.
Rosamund saludó a los remeros, que, después de devolverle el saludo y soltar amarras, maniobraron la embarcación hasta llegar al amplio canal del río rumbo al palacio de Westminster. La barca de Tom navegaba delante de la de Rosamund, de modo que llegó al muelle real a tiempo para ayudar a su prima a descender del transporte. Y como ya conocían el palacio, no necesitaron que nadie les indicara el camino a los aposentos de la reina.
– Su Majestad, la reina, espera a lady Rosamund Bolton -anunció lord Cambridge.
Y antes de partir, besó a su prima en la mejilla y agregó, guiñándole el ojo:
– Me reuniré con mis antiguos compañeros de juego. Puedes buscarme, si de veras deseas encontrarme.
El guardia abrió una de las altas hojas de la puerta para dar paso a la dama de Friarsgate. Como de costumbre, la habitación estaba atestada de jóvenes ocupadas en parlotear. No vio ningún rostro conocido hasta que una de las antiguas doncellas salió, presurosa, a su encuentro.
– Lady Rosamund de Friarsgate, ¿verdad?
– Sí. ¡Qué bueno verla de nuevo, señora Drum! ¿Sería tan amable de decirle a la reina que he venido?
– Sí, milady. Por favor, aguarde aquí, junto a las urracas.
Rosamund no pudo menos que sonreír ante la acertada descripción de las mujeres reunidas en la antecámara de la reina Catalina y se dispuso a esperar. La señora Drum regresó al cabo de unos minutos.
– Su Alteza no puede recibirla ahora, milady, pero le ruega que la espere.
– ¿Aquí, en el palacio?
– No, en la antecámara -aclaró la señora Drum como pidiendo disculpas. Su nerviosa mirada recorrió la habitación-. Ah, allá veo una silla confortable para usted, milady.
Se la alcanzó y abandonó la habitación a toda prisa.
Rosamund se sentó. ¿Qué otro remedio le quedaba, sino esperar? Al cabo de unas horas, la reina y sus damas de honor atravesaron la antecámara rumbo al gran salón, donde se servía la comida principal. Al ver a la reina, Rosamund se puso de pie, pero Catalina de Aragón no se percató de su presencia y siguió viaje. La joven volvió a sentarse. No había sido invitada al refectorio y, por lo tanto, no podía ir. En la antecámara no quedaban ni siquiera las criadas, y la habitación permaneció vacía durante las horas en que Rosamund continuó esperando. A través de las ventanas vio el soleado día convertirse en atardecer y el atardecer, en noche, pero no se movió de la silla. Por último, se abrió la puerta y apareció la señora Drum, quien la miró de lo más sorprendida.
– ¿Todavía está aquí, milady?
– La reina debe de haberse olvidado de mí -le contestó con voz calma.
– Le diré de inmediato que usted aún la está aguardando, milady -anunció la doncella, evidentemente angustiada por la larga espera de Rosamund.
Cuando regresó, su angustia se había centuplicado.
– Lo siento, milady. La reina dice que vuelva mañana.
– Gracias, señora Drum. Comuníquele a la reina que no faltaré a la cita.
Abandonó la antecámara sintiendo que la ira se apoderaba de ella.
¿Por qué Catalina la había tratado con semejante crueldad? Había estado sola casi todo el tiempo. Nadie, salvo la señora Drum, le había dirigido la palabra, y ni siquiera le habían ofrecido un mísero vaso de agua. Bueno, mañana averiguaría la causa de todo eso.
Pero cuando Rosamund regresó al segundo y al tercer día, la trataron con la misma desconsideración.
A la mañana del cuarto día la joven llegó puntualmente a Westminster y la señora Drum la recibió con una sonrisa de aliento.
– Ha dicho que la verá hoy sin falta, milady. -Luego, bajando la voz, agregó-: He estado con ella durante años y nunca la he visto tratar a una vieja amiga de semejante manera.
– Está bien, señora Drum. No siempre es fácil ser una reina.
– La falta de un heredero la perturba muchísimo. ¡Ella es tan devota, tan piadosa!
– Dios obrará el milagro a su debido tiempo.
– Amén -se santiguó la doncella. Después dijo-: Tendrá que esperar un poco, milady, pero hoy la verá, se lo prometo.
Rosamund volvió a sentarse en la silla y se preguntó por qué la reina se comportaba de un modo tan descortés. No era propio de Catalina. Su lealtad a la soberana le había impedido quedarse en su hogar y atender asuntos más urgentes. El viaje había sido largo y difícil. Además, estaba Logan Hepburn, a quien le había dado permiso para cortejarla, pues todos parecían decididos a casarla de nuevo. Pero ¿cómo podría entregarse a otro hombre después de Patrick Leslie? Recordó los días pasados en San Lorenzo y en Friarsgate y se preguntó si alguna vez volvería a vivir algo tan maravilloso. Había sido un sueño perfecto.
A la hora del almuerzo, la reina partió con su séquito al gran salón. Rosamund continuó esperando. Por último, al finalizar la tarde, se abrió la puerta y Catalina de Aragón entró en la antecámara.
– Ven -le ordenó en un tono imperioso, clavándole la mirada.
La joven se puso de pie de un salto y siguió a la reina a sus aposentos privados.
Catalina dio varias vueltas por el cuarto antes de dirigirle la palabra.
– ¿Cómo osaste ignorar mi convocatoria del año pasado? -le preguntó, finalmente, con voz gélida.
– No la ignoré, Su Alteza -protestó Rosamund-. No estaba en Friarsgate cuando llegó su invitación, sino en Edimburgo, adonde había ido a casarme.
– ¿Y te casaste? -Los ojos de la reina la observaron, inescrutables.
– No.
– ¿Por qué no? -La pregunta sonó como un latigazo.
– Cuando llegué, lord Leslie había sufrido un ataque. Lo cuidé durante un mes, pero sólo recuperó parcialmente la memoria. No recordaba lo ocurrido en los dos últimos años. Y no podíamos casarnos en esas circunstancias.
– Tal vez cambió de idea y la enfermedad no fue sino una excusa para no desposarte -comentó la reina con crueldad.
Rosamund no pudo impedir que las lágrimas se deslizaran por sus pálidas mejillas.
– No. Él me amaba locamente. Si lo hubieras conocido, Catalina…
– No te he dado permiso para que uses mi nombre cristiano -la interrumpió la reina.
– Le pido perdón, Su Alteza.
– ¿Era el mismo hombre de quien fuiste la ramera en San Lorenzo?
– Sí -replicó Rosamund sin vacilar. Sabía que le resultaría imposible convencer a Catalina de la veracidad de ese amor. La reina era demasiado devota para entender ese tipo de pasiones.
– ¿No tienes siquiera un poco de vergüenza? Cuando nos conocimos de niñas, jamás pensé que tuvieras el alma de una vulgar ramera, Rosamund Bolton.
La joven aceptó el insulto como si tragara vidrio y guardó silencio.
– ¿Te gustó ser la ramera de mi marido?
– ¿Qué? -Rosamund se tambaleó, dada la gravedad de la acusación. Sin embargo, al margen de cuanto ocurriese, jamás admitiría ante la reina su breve amorío con el rey. Había sido un asunto privado y muy pocas personas estaban al tanto.
– ¿Vas a negar que fuiste la ramera de mi esposo en tu última visita a la corte?
– ¡Sí! -Gritó Rosamund-. ¡Claro que lo voy a negar! ¿Cómo puede Su Alteza acusarme de semejante aberración?
– Lo sé de muy buena fuente -respondió la reina en un tono glacial.
– Quienquiera que se lo haya dicho, mintió -dijo Rosamund indignada. Pero sabía quién se lo había dicho a la reina y juró que la muy perra lo iba a lamentar de por vida.
– ¿Por qué una amiga de la infancia, una compatriota, me mentiría, Rosamund Bolton?
Era difícil contestar a esa pregunta y la joven decidió tomar el toro por las astas y recuperar la amistad de la reina por el bien de Philippa.
– Sé quién le ha contado esta espantosa mentira, Su Alteza. Y debo decir, en su descargo, que esa señora creyó a pie juntillas lo que supuestamente vio, y aunque le juré por la Santa Virgen María que estaba equivocada, dijo que se lo contaría a usted. Le supliqué que no lo hiciese, no solo porque faltaría a la verdad, sino por su propio bien, Su Alteza.
– Inés no me mentiría -respondió la reina con aire dubitativo. Inés era una vieja amiga, pero Rosamund no había vacilado en acudir en su ayuda en el peor momento de su vida-. ¿Por qué me mentiría?
– Porque Inés pensó que yo estaba con el rey esa noche. Pero no era el rey sino Charles Brandon. Tuvimos un breve e inocente romance. Yo partía para Friarsgate al día siguiente y nos encontramos en el pasillo. Nos besamos y eso fue todo. En la oscuridad, Inés de Salinas confundió a Charles Brandon con el rey. Por otra parte, no es la primera vez que los confunden, sobre todo a la distancia. Los dos tienen la misma altura y el mismo porte. Le rogué a Inés que no la perturbase con sus infundadas sospechas, pero se mostró insultante y ahora pretende avergonzarme públicamente con sus perversas calumnias.
– Quisiera creerte, Rosamund.
– Señora, tiene que creerme. Pero incluso si no lo hace, mi conciencia está limpia -juró Rosamund, pensando que un juramento en falso la llevaría derecho al infierno.
– Pensé que no habías acudido a mi llamado por temor a enfrentarte conmigo.
– Regresé de Edimburgo con el corazón destrozado y me dediqué de lleno a mis tierras, y al cuidado y la educación de mis hijas. Rogué Por lord Leslie. Sencillamente, no podía enfrentar al mundo. Luego, los escoceses invadieron Inglaterra y comenzó la guerra. No me atreví a abandonar Friarsgate. Tenía que defenderlo de los saqueos de los intrusos. Pero, gracias a la Virgen, nos mantuvimos a salvo -dijo la joven y se santiguó.
La reina lanzó un suspiro.
– Inés puede ser impetuosa y muy obstinada cuando toma una postura.
– Sí, lo recuerdo -contestó la joven esbozando una breve e irónica sonrisa.
– Me inclino a creerte, Rosamund Bolton.
– Me sentiría enormemente agradecida si lo hiciese, Su Alteza. Si persiste en su enojo, se negará a recibir a Philippa, mi hija mayor, que arde en deseos de conocerla. Ya tiene diez años y dentro de poco habrá que buscarle un marido. Frecuentar la corte le permitirá adquirir algo de lustre.
– ¡Oh! Recuerdo cuando nació Philippa. ¡Ya tiene diez años! Dios, cómo pasa el tiempo. ¿Y a quién se parece, Rosamund?
– A mí, pero me dijeron que tiene el carácter de su bisabuela, una mujer muy práctica y sensata. Como ya le dije, le encantaría conocerla… y quizás a Su Majestad, el rey.
Catalina de Aragón le tendió la mano.
– Besa mi anillo, Rosamund Bolton. Yo te perdono. -Cuando la joven hubo obedecido, la reina la besó en ambas mejillas-. Trae mañana a tu hija. Le diré a Inés que ha cometido un error. Te he tratado muy duramente, Rosamund, y lo lamento.
– Su Alteza es una mujer ocupada y comprendo la demora -murmuró la dama de Friarsgate haciendo una reverencia y preguntándose cómo el cielo no la fulminaba allí mismo por haberle mentido a la buena reina con tamaño descaro. Pero se acordó de la abuela del rey, la Venerable Margarita, y pensó que si bien ella jamás hubiera visto con buenos ojos el amorío con Enrique, habría aprobado su mentira con tal de proteger a Catalina. Si la reina iba a tener un heredero, entonces debía ser feliz con su esposo y con quienes la rodeaban.
– Ve a buscar a tu primo al gran salón. Nos quedaremos solo unos pocos días en Westminster. Londres se ha vuelto muy caluroso y la peste tiende a aparecer en los meses de verano. Nos trasladaremos a Windsor. Al rey le encanta. Y tú nos acompañarás, desde luego.
– Su invitación me honra, querida Alteza, pero recuerde que mi presencia es imprescindible en Friarsgate. Mi tío lo administra y ya está muy viejo, y mis hijas me necesitan. Cuando sus majestades se trasladen a Windsor, espero que se me permita regresar a casa.
– Mientras estés con nosotros, te buscaremos un marido. ¿Estás dispuesta a casarte de nuevo?
– Estoy dispuesta, señora, pero recuerde lo que dijo la Venerable Margarita: una mujer debe casarse la primera vez para complacer a su familia, pero luego ha de seguir los dictados de su corazón. Pues bien, un vecino mío tiene interés en cortejarme. Lo conozco desde la infancia. Cuando enviudé de Hugh Cabot, pidió mi mano, pero yo ya estaba comprometida con Owein Meredith-le explicó Rosamund con voz suave, aunque se abstuvo de decirle que lo último que deseaba en este mundo era un esposo elegido por ella y que el ‘’vecino’’ era un escocés.
– ¡Qué excitante! ¿Y es apuesto?
– Así dicen. A mi juicio, lo más maravilloso son sus ojos azules respondió Rosamund devolviéndole la sonrisa. La reina asintió.
– Es difícil resistirse a un hombre de ojos azules. El rey tiene ojos azules.
– Sí, lo recuerdo -murmuró Rosamund. Y no deseando iniciar una conversación acerca de Enrique Tudor, le hizo una reverencia y le pidió permiso para retirarse.
– Iré a buscar a mi primo.
– Desde luego. No olvides darle mis saludos. Lo he visto anoche, pero no he tenido oportunidad de hablar con él. Un caballero muy agradable y entretenido, por cierto. Oí decir que vendió sus tierras en el sur y que se mudó a Cumbria, para estar cerca de la familia.
– Así es, señora. Será maravilloso tenerlo como vecino. La familia es importante.
La reina hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo una palabra y Rosamund la saludó otra vez con una graciosa reverencia. Al pasar por la antecámara, nuevamente repleta de mujeres que parloteaban, vio a Inés de Salinas y le dedicó una dulce sonrisa, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada ante la expresión de asombro con que la española había recibido su saludo.
Encontró a Tom jugando a los dados con varios cortesanos. Apenas la vio, su primo les dijo algo a sus compañeros, recogió las ganancias y se reunió con ella.
– Te ha visto. ¿Y se puede saber qué excusa te dio por dejarte en remojo cuatro días luego de obligarte a venir a palacio desde Friarsgate?
– Inés -fue todo cuanto contestó Rosamund.
– ¿Qué?
Por un momento la miró perplejo, pero a medida que ella le fue explicando, lord Cambridge lo comprendió todo.
– Hace muchos años, la noche antes de partir a Cumbria, tuve una cita con el rey, ¿recuerdas? Era verano. Inés nos vio besándonos en el pasillo y yo traté de convencerla de que no era el rey sino otro caballero. Por supuesto, no me creyó. Sin embargo, yo pensé que la había persuadido de guardar silencio. Pero no fue así.
– ¿Qué demonios hiciste?
– Lo negué, desde luego. Y lo negaré siempre, Tom. Yo era vulnerable y él, todopoderoso. No podía rechazarlo. Fue un momento de debilidad imperdonable y me avergüenzo de lo ocurrido, aunque en esa época me pareció excitante. Lo negaré siempre. Nunca me permitiría herir deliberadamente a Catalina. Ella es demasiado importante para Inglaterra. Y Enrique jamás lo admitirá, ni siquiera ante su confesor, sospecho. Él piensa que obra por mandato divino -dijo Rosamund, sonriendo con malicia.
– ¿Y la reina te creyó?
– Quiere creerme, pero nunca se convencerá del todo. Es suspicaz por naturaleza e Inés se aprovechó de ese rasgo de su carácter. Pero yo no he sido menos dual y apelé a su deseo de conservar una amistad de la infancia, máxime cuando Owein y yo la socorrimos en sus peores momentos. Es una mujer agradecida y jamás ha olvidado nuestra generosidad.
– Es preciso que te crea a ti y no a Inés.
– Es preciso olvidar el malhadado asunto. Mañana recibirá a Philippa.
– No. Falta un pequeño detalle para que tu mentira sea más aceptable que la verdad de Inés. Confía en mí, prima.
– Me dijeron que la corte se trasladará en breve a Windsor -dijo Rosamund, procurando cambiar de tema-. ¿Lo sabías? ¿Por casualidad te has comprado una casa en Windsor?
– No -rió Tom-. Pero he reservado un piso entero en una de las posadas más elegantes de la ciudad. No pensarás dormir en un almiar, querida niña.
Era un bello atardecer de verano y el gran salón comenzaba a llenarse de cortesanos. Las mujeres a quienes Rosamund había conocido casualmente en la corte durante su última estadía se acercaban y la saludaban como si la reencontrasen por primera vez. Ella se mostró amable, pero irónica. Era obvio que habían levantado oficialmente la censura hacia su persona. Inés de Salinas no se encontraba entre ellas.
De pronto Charles Brandon se aproximó, sonriendo de oreja a oreja.
– Mi querida Rosamund -ronroneó como un gato frente a un pescado-, qué delicioso verte de nuevo en la corte.
Le alzó la mano, se la besó y la tomó del brazo.
– Ven, amorcito, y hablemos de los viejos tiempos -dijo, pero al ver la mirada perpleja de la joven, murmuró en voz baja-: Trate de no parecer tan sorprendida, después de todo he sido su amante.
Rosamund le escudriñó el rostro y su risa resonó lo bastante fuerte como para que la escuchasen las damas que había dejado atrás.
– Por favor, explíquese usted.
– Conviene que los chismosos, tan dispuestos a arruinar la reputación de una dama, no duden de su mentirilla. ¿No es cierto, Rosamund Bolton? -Sus ojos oscuros estudiaron su rostro-. Sí, es usted adorable. Qué pena que insista en recluirse en el norte.
– Sigo sin comprender, milord.
– Hace muchos años, cuando usted abandonó la corte, Walter, el hombre de confianza del rey, me contó lo que había sucedido y me pidió que confirmara su mentira, si me lo preguntaban. Pero nadie me lo preguntó hasta esta noche. Según Walter, nuestra pequeña farsa convencerá a cierta dama.
– Pero ella ni siquiera está aquí.
– Confíe en mi, señora. Se lo están contando en este preciso momento, mientras hablamos. Los lacayos de la dama en cuestión se hallaban cerca de usted ¿verdad?
– Entonces, estoy en deuda con usted, Charles Brandon -replicó Rosamund con voz calma.
– No, soy yo quien está en deuda. Pero ahora creo que la he pagado con creces.
– Ignoro de qué deuda se trata.
– Cuando usted era una niña y vino a la corte bajo la tutela de la Venerable Margarita, los jóvenes organizaron una suerte de tómbola. ¿Lograría seducirla el príncipe Enrique? Algunos apostaron a favor y otros en contra. Aunque el asunto me desagradó desde un principio, me encargué, no obstante, de recolectar las apuestas. Tal vez lo recuerde, milady.
– Lo recuerdo, por cierto. Y coincido en que ahora estamos a mano -Rosamund sonrió-. Recuerdo que sir Owein Meredith insistió en devolver las apuestas a la madre del rey para destinarlas a los pobres. Y Richard Neville se puso furioso.
– Usted amenazó con contárselo al padre de Richard. ¿Lo hizo?
– No, pero años después me negué a venderle caballos de guerra -respondió con una sonrisa traviesa-. Los caballos criados y adiestrados por Owein eran los más preciados del reino.
Charles Brandon se echó a reír.
– Será una mujer de campo, señora, pero no le falta inteligencia. Creo que ya hemos satisfecho la curiosidad de los chismosos, incitados por la pérfida lengua de la señora de Salinas -le besó la mano una vez más, le deseó las buenas noches y aguardó a que ella fuese la primera en alejarse. Después, regresó con sus amigos.
Tom se acercó al instante.
– ¿Qué pasó, prima?
– Como si no lo supieras, Thomas Bolton. Hablaste con Walter, ¿no es cierto?
– Sé que te agrada librar tus propias batallas. Pero había que terminar con este asunto de una vez por todas por el bien de Philippa Y no dudé en aplastar la cabeza de víbora de Inés de Salinas.
Rosamund se inclinó y besó a su primo en la mejilla.
– Tienes razón y te lo agradezco infinitamente. ¿Por qué no regresamos a casa? Quiero contarle a Philippa que mañana conocerá a la reina.
– Primero dale tus respetos a Su Majestad. De seguro ya sabe que la reina te ha perdonado y ha vuelto a concederte su confianza.
Rosamund suspiró.
– De acuerdo, pero ven conmigo. No puedo enfrentarme a solas con él luego de lo que ha pasado en estas pocas horas.
– Observé a Brandon y estuvo magnífico. Un antiguo amante deseoso de reavivar una vieja amistad. Y tú actuaste a la perfección. Sorprendida cuando te abordó, pero negándote a sus requerimientos de un modo encantador. Una maravillosa farsa, querida.
– He participado en varios espectáculos de la corte y sé cómo representar un papel, Tom -le dijo con una sonrisa maliciosa.
Caminaron del brazo hasta llegar al pie del estrado donde se encontraba el trono del rey. Rosamund le hizo una profunda reverencia y Tom le dedicó un elegante floreo.
Enrique Tudor los observó con sus pequeños ojos azules, aun más pequeños por estar ligeramente entrecerrados. Ella estaba más adorable que nunca, y la idea de un nuevo romance se le pasó por la cabeza, pero la desechó de inmediato, recordando que estuvieron a un paso de ser descubiertos. Sólo el rápido ingenio de Rosamund los había salvado. Sin embargo, Inés de Salinas era demasiado obstinada y orgullosa para admitir su equivocación. Tendría que volver a España lo antes posible junto con su marido, el mercader. No podía permitir que angustiaran a Catalina con rumores.
– Bienvenida a la corte, lady Rosamund -saludó el rey.
– Gracias, Su Majestad -respondió. Luego hizo una reverencia y se retiró del estrado con su primo.
El rey volvió la cabeza para hablar con la reina, mientras la dama de Friarsgate y lord Cambridge desaparecían en la multitud. La reina asintió.
– Por mucho que lamente perder a una vieja amiga, querido esposo, tienes razón. Inés se ha vuelto problemática últimamente. Quizá se deba a la vejez.
– ¿Te ocuparás del asunto, Catalina?
– Sí, Enrique. Ah, Rosamund traerá a su heredera a la corte. La niña tiene diez años y quiere conocernos. La he invitado para mañana. ¿La recibirás tú también?
– Ciertamente, Catalina -replicó Enrique Tudor con una sonrisa.
La noche había caído y la luna, brillante como una moneda de plata, iluminaba el Támesis. Philippa ya estaba dormida cuando su madre y su tío llegaron y Rosamund no quiso despertarla. Si se enteraba de que al día siguiente conocería al Gran Enrique y a Catalina la española, no volvería a conciliar el sueño.
La dama de Friarsgate se preparó para acostarse y, tras despedir a Lucy, se sentó en la banqueta junto a la ventana desde donde se divisaban los jardines y el río. Rememorando la jornada, llegó a la conclusión de que prefería lidiar con una hueste de gamberros fronterizos a vivir en medio de las intrigas palaciegas. La vida en Friarsgate resultaba mucho más simple. Todo era tal como parecía. No como la farsa que acababan de montar para proteger a la reina y cuyas consecuencias recaerían en la pobre Inés, que había sido su amiga en otros tiempos.
Sí, Inés sería castigada, lo que no era justo, pero si ella hubiera admitido su amorío con el rey, habría sufrido un castigo mil veces peor. A Inés de Salinas, cuya lealtad a la reina era indiscutible, la sancionarían por un supuesto exceso de imaginación y por no dar el brazo a torcer. No era un gran delito, pero ni el rey ni la reina estaban dispuestos a soportar ese tipo de molestias. Inés había sobrevivido a su utilidad, por decirlo de alguna manera. De haberse sabido que Rosamund Bolton y Enrique Tudor se habían entregado a sus fogosos instintos, la joven no solo hubiera perdido la amistad y el favor de la reina, sino también los del rey. A Enrique no le agradaba hacer gala de sus amantes. La discreción era la clave para tener éxito con el soberano de Inglaterra. Rosamund no había luchado tanto y tan duro por salvaguardar Friarsgate, pese a las desventajas de su sexo, para luego perderlo y perder la amistad del rey, la que, a fin de cuentas, era más valiosa que la de la reina.
"No -se dijo-, no me gusta la corte ni la persona en que me convierto cuando la visito. Todo cuanto hago lo controlan los demás y detesto que gobiernen mi vida. Regresaremos a Friarsgate lo antes posible, sin esperar a que finalice el verano. Una vez que Philippa conozca a sus majestades, ¿hay alguna razón para quedarse?". Sí, la había: aunque Rosamund hubiera hecho las paces con Catalina de Aragón, aún no había aclarado las cosas con Enrique Tudor. El rey no habría convencido a su esposa de invitarla al palacio simplemente por razones sociales. Era harto probable que lord Howard le hubiese hablado de su estadía en San Lorenzo y de su relación con el conde. Esa noche creyó verlo en el gran salón, pero no estaba segura. De todos modos, él no la había visto.
El río estaba en calma, sumergido en esa quietud que se produce entre la bajamar y la pleamar. No había ningún tráfico que perturbara su superficie, pues ya era muy tarde. El agua se asemejaba a una lámina de plata apenas repujada. Del jardín de Tom ascendía el aroma de las rosas y las madreselvas en la delicada brisa. Era una noche propicia para los amantes. Rosamund cerró los ojos, pensó en Patrick y no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Suspiró, resignada, y se las secó con el dorso de la mano. La última vez que recordaba una noche como esa él había estado con ella. Pero jamás volverían a estar juntos. Lo sabía, pese a que su corazón no lo aceptaba. "Sin embargo, es preciso que lo acepte -pensó-. Cuando regrese a casa, Logan Hepburn querrá cortejarme y esta vez debo decirle que sí o rechazarlo definitivamente. No sé si quiero perder para siempre la amistad de Logan, pero tampoco sé si deseo casarme de nuevo". Se incorporó y se encaminó a la cama, sabiendo que permanecería toda la noche en vela a menos que se calmara.
A la mañana siguiente, Philippa salió del dormitorio y subió al lecho donde dormía su madre. -Buenos días, mamá.
Rosamund abrió los ojos y besó a su hija en la mejilla.
– Hoy vamos a la corte, señorita Philippa -dijo, riéndose ante la expresión de suprema felicidad que había aparecido de pronto en el rostro de su hija.
– ¿Hoy? -Chilló en el colmo de la excitación-. ¿Ayer hablaste con la reina? Oh, mamá, ¿por qué no me despertaste anoche al volver a casa?
– Porque te hubieras desvelado, pequeña.
– ¿Qué vestido me pondré? ¿A qué hora debemos presentarnos en la corte? ¿También veré al rey, mamá?
– Llegaremos antes de la comida principal y podrás almorzar en el gran salón. Te pondrás el vestido que más te guste, aunque pienso que el de seda lavanda realzará el color de tu pelo y de tu piel.
– ¡Iré a la corte, Lucy! Usaré el vestido de seda lavanda y ahora necesito bañarme.
– ¿Y usted, señora? -preguntó amablemente la doncella.
– Llevaré el vestido de brocado violeta. Combinará con el atuendo de mi hija.
– Sí, milady -gorjeó Lucy-. Me encargaré del baño ya mismo. Philippa regresó corriendo a su dormitorio y comenzó a hurgar en el pequeño baúl.
– ¡Las joyas, mamá! ¡No tengo joyas! ¿Cómo voy a presentarme ante sus majestades sin una mísera alhaja?
– No te faltan alhajas, mi ángel. Cuando naciste, la madre del rey te envió un broche de esmeraldas y perlas. Lo traje conmigo. Y también la sarta de perlas que prometí regalarte el día que conocieras al rey Enrique y a la reina Catalina.
– ¡Oh, gracias, mamá!
La niña se bañó, se lavó la cabeza y se la secó al aire libre, cepillando la rojiza cabellera junto a la ventana abierta del dormitorio de su madre. Rosamund utilizó la misma agua y, mientras se bañaba, su primo entró en la antecámara para hablar con ella.
– Philippa necesitará adornos.
– Tiene el broche de la Venerable Margarita y le regalé una sarta de perlas. Pero no le vendrían mal algunos anillos. ¿No tendrías algo adecuado para ella, Tom?
Lord Cambridge asintió.
– Se los daré antes de partir. ¿Qué vestirán? Quiero que mis ropas hagan juego con las de ustedes, querida prima. Es una ocasión de lo más importante y debemos lucir impecables.
– Philippa llevará el vestido de seda lavanda y yo el de brocado violeta. ¿Todavía tienes la chaqueta corta color borgoña con la espalda plisada? Te quedaba de maravillas.
– Veo que has aprendido mis lecciones en lo tocante al buen gusto, prima. Es una sugerencia perfecta. Le diré a mi criado que la tenga lista de inmediato.
Tom le arrojó un beso con la punta de los dedos y la dejó terminar sus abluciones. Rosamund se secó sin la asistencia de Lucy, que estaba ocupada con Philippa. Luego se ajustó la ropa interior, pero necesitó de la ayuda de la doncella para colocarse el vestido, una hermosa creación de brocado de seda violeta bordado en plata, con un volado de terciopelo color lila que asomaba por debajo de la falda. El escote, bajo y cuadrado, también estaba bordado en hilos de plata. Las amplias mangas remataban en puños de terciopelo violeta que dejaban ver unos falsos de hilo plisado. La toca de seda francesa violeta ribeteada en perlas, con un velo de seda lila, le permitía mostrar su hermoso cabello. Los zapatos de punta cuadrada estaban forrados en seda púrpura.
Philippa se presentó con el vestido lavanda, que terminaba en un volado de satén. Las mangas, largas y ajustadas, tenían pequeños puños bordados con perlitas. Llevaba en la cintura un cordón dorado con una larga borla y los zapatos armonizaban con el vestido. El cabello suelto no tenía otro adorno que un lazo color lavanda.
Rosamund puso una sarta de perlas alrededor del cuello de su hija y prendió el broche de perlas y esmeraldas en el medio del corpiño.
– Estás muy elegante, mi niña.
Luego, buscó el alhajero, sacó la cadena con el crucifijo de oro y perlas, una segunda sarta de perlas, varios anillos y se los colocó. Ambas estaban listas y se sentían satisfechas de su apariencia.
– Lucy, ponte una toca limpia. Vendrás con nosotros a la corte.-La doncella se quedó boquiabierta.
– Entonces, debo cambiarme el vestido. ¿Tengo tiempo, milady? Rosamund asintió y Lucy salió corriendo.
– Conviene que una dama siempre esté acompañada por su doncella -le explicó a Philippa-. Estos días no he llevado a Lucy a la corte para que te cuidara. Hoy, sin embargo, vendrá con nosotros.
Lucy volvió con un vestido que Rosamund no tardó en reconocer pues se lo había regalado a Annie varios años atrás. De seda azul oscuro tenía un corpiño ajustado y una sola falda. Un volado de hilo plisado rodeaba el escote cuadrado y a la moda. También llevaba un delantal ribeteado en encaje y una cofia haciendo juego. Su apariencia era la de una doncella de la más rancia aristocracia.
– Annie me lo regaló, milady, por si llegaba a necesitarlo. Una nunca sabe.
Las tres mujeres descendieron la escalera y se encaminaron al vestíbulo, donde Tom las esperaba con impaciencia. Luego de darles el visto bueno, dijo:
– Prima, irás con Philippa y Lucy en mi embarcación, pues es más grande y estarán más cómodas. Yo las seguiré en la tuya. ¡Vamos! Llegaremos tarde si no nos apuramos.
Philippa sintió que el estómago se le revolvía, tanta era su excitación cuando se instalaron en la barcaza y comenzaron el viaje río abajo, hacia el palacio de Westminster. Le había encantado contemplar las embarcaciones navegando en el Támesis desde los jardines de Tom, pero deslizarse en una de ellas le resultaba fascinante. Ni ella ni Lucy sabían dónde poner los ojos, entusiasmadas por todas las cosas nuevas que veían.
Rosamund les indicó algunas vistas interesantes, pero esa mañana la marea estaba alta y llegaron rápidamente a Westminster. Un criado las ayudó a subir al muelle de piedra. Lord Cambridge arribó detrás de ellas.
– Philippa, aquí está lo prometido -dijo abriendo la mano y mostrando varios anillos-. Hay uno de perlas, uno de esmeralda, uno de ágata verde y uno de amatista. Póntelos, preciosa. Las damas elegantes de la corte usan muchos anillos.
Con una sonrisa del más puro deleite, Philippa se los colocó y levantó las manos para admirarlos.
– Gracias, tío Tom -dijo y le dio un sonoro beso en la mejilla- ¿Crees que debería usar dos en cada mano?
– No, tres en la mano derecha y en la izquierda solamente la amatista, para que se luzca. El de perlas debes ponerlo entre las dos piedras verdes -le aconsejó.
Entraron en el palacio y se dirigieron al gran salón donde la corte ya estaría reunida para presenciar el desayuno del rey y la reina después de la primera misa matinal. A medida que avanzaban no faltaron los saludos, las reverencias y las inclinaciones de cabeza por parte de muchos cortesanos. La dama de Friarsgate había recuperado la amistad de la reina y la niña que la acompañaba era su heredera. Los padres con hijos varones no dejaban de apreciar a Philippa. La niña tenía una buena contextura física, sus ojos eran vivaces y, según se rumoreaba, no solo heredaría a su madre sino también a su tío, lord Cambridge. Los Bolton no eran una familia particularmente aristocrática, pero pertenecían a la alta burguesía rural, eran muy ricos y gozaban de los favores de Catalina de Aragón.
– ¿Por qué todos me miran, mamá?
– Primero, porque eres mi heredera, y segundo, porque ya tienes edad suficiente para casarte.
– Sé que me desposaré algún día, mamá. Pero me gustaría que mi esposo y yo nos amáramos como lo hicieron ustedes. Me refiero a mi padre. Lo que sentiste por el conde de Glenkirk fue una dádiva del cielo y no creo que yo experimente algo parecido, pero recuerdo cómo te quería y respetaba papá.
– Sí -recordó. Owein Meredith había sido un buen hombre y la había amado tanto como se lo permitía su naturaleza. -No serás la mujer de cualquiera, Philippa. Quien te despose deberá amarte, respetarte y cuidar de ti, y me ocuparé de que así sea. Tú y tus hermanas tendrán maridos excelentes, lo prometo.
Los cortesanos se arremolinaban a la espera de Sus Majestades. Rosamund y sus acompañantes se abrieron paso entre la multitud hasta llegar al refectorio, donde se detuvieron para aguardar la entrada del rey y la reina. Sonaron las trompetas. La gente se apartó, dejando un espacio por donde avanzaban Enrique Tudor y Catalina de Aragón, seguidos por su comitiva, sonriendo y saludando con la cabeza a quienes se encontraban allí.
La reina se detuvo al ver a Rosamund y a su hija.
– ¿Esta es Philippa, verdad? Bienvenida a nuestra corte, mi pequeña -dijo con una sonrisa.
Philippa hizo una profunda reverencia y respondió, casi sin aliento
– Gracias, Su Alteza.
– Enrique, aquí está la dama de Friarsgate y ha venido a presentarnos a su hija.
El rey besó la mano de Rosamund y la saludó:
– Estamos felices de verla nuevamente, señora.
Luego miró a la niña y le sonrió desde su considerable altura.
– Vaya, mi preciosa, eres el vivo retrato de tu madre. De Owein Meredith solo has heredado sus buenos modales. Tu padre era un hombre excelente y un súbdito leal de la Casa de los Tudor. Se sentiría orgulloso de tener una hija tan hermosa, estoy seguro de ello.
– Todos rogamos para que los deseos de Su Majestad se vean satisfechos -replicó la niña con tacto. El rey alzó a Philippa y, una vez que sus rostros estuvieron frente a frente, le dio un beso en la mejilla.
– Gracias, pequeña -dijo y siguió su camino.
Philippa estuvo a punto de desmayarse de la emoción.
– ¡El rey me besó, mamá! ¡El rey me besó en la mejilla! -exclamó, excitadísima.
– El rey puede ser amable, Philippa, y le gustan los niños. Además, tus palabras fueron muy acertadas y él las recordará. Creo que te has ganado las simpatías de nuestro soberano, y eso es muy importante.
– Espera a que Banon y Bessie se enteren de que el rey me besó. Se van a morir de celos. ¡Si ya estaban celosas cuando decidiste traerme a la corte, mamá!
– Claro que se van a morir de celos -intervino Tom-. Todas las niñas sueñan con venir a la corte, Philippa. Pero no se te ocurra presumir cuando regreses a Friarsgate.
– Pero puedo decirles que el rey me besó, ¿verdad, tío Tom?
– Por cierto, palomita -accedió. Luego se dirigió a Rosamund-: Mi amigo lord Cranston tiene un hijo de su segundo matrimonio y es dos años mayor que Philippa. Cranston se encuentra en este momento del otro lado del salón. ¿Quieres que se lo presente?
– Es demasiado joven para casarse, Tom.
– Desde luego que lo es. Pero la familia Cranston es riquísima y el mero hecho de conocerlos no le causará daño alguno. Cuando sea mayor y esté lista para contraer matrimonio, tal vez se enamore del hijo de un pobre y no del hijo de un rico -replicó Tom, decidido a provocar a su prima.
Rosamund se echó a reír, pero luego se puso seria.
– Espero conseguirle un título. Debe de haber algún conde pobre cuyo heredero desee casarse con Philippa, siempre y cuando se amen y sean compatibles.
– Vaya, prima, eres más ambiciosa de lo que pensé, y me agrada comprobarlo. Pero permíteme presentarle a lord Cranston, de todas maneras. Puede sernos útil, nunca se sabe. Y en cuanto a los condes, conozco a uno con un hijo bastante potable.
– ¿Milady? -Un joven paje acababa de detenerse junto a ella.
– ¿Sí? -dijo Rosamund, advirtiendo que llevaba la librea del rey.
– Su Majestad desea verla de inmediato. Permítame escoltarla.
– Yo me encargaré de presentar a Philippa -la tranquilizó Tom-. Mantén la sangre fría, querida. Y tú, mi ángel, ven conmigo. Hoy seré la envidia de todos los hombres aquí presentes.
Philippa soltó una risita y acompañó a Thomas Bolton, mientras Rosamund seguía al muchacho vestido con la librea de los Tudor.