CAPÍTULO 02

El rey Jacobo observó con detenimiento a su viejo amigo, el conde de Glenkirk.

– ¡Por Dios! ¡Si no te conociera mejor, juraría que estás enamorado! -exclamó.

Patrick esbozó una sonrisa.

– ¿Por qué piensas que no puedo enamorarme, Jacobo? ¿No soy acaso un hombre como cualquier otro?

– Un hombre sí, pero no como cualquier otro. Fuiste mi embajador en San Lorenzo, un puesto importante para un insignificante propietario rural de las tierras altas. Te concedí el título de conde por consideración hacia el duque de San Lorenzo. Me serviste con lealtad y eficacia hasta la tragedia de tu hija Janet. Luego, sin esperar siquiera mi permiso, regresaste a tus tierras con tu familia. Sólo te detuviste en la corte el tiempo necesario para darme el informe, y después desapareciste en tu bastión durante dieciocho años. Y aún estarías allí si no te hubiese mandado llamar. No conozco otro hombre tan leal a mi corona capaz de hacer eso, Patrick. Siempre fuiste mi amigo, incluso desde el comienzo, a diferencia de algunos a quienes debo sonreír, alabar y conceder honores. Tú no disimulas y si das tu palabra, cumples con lo prometido. Puedo confiar en ti.

– Cuando me nombraste embajador en San Lorenzo me dijiste lo mismo -replicó el conde con cierta sequedad-. Y, de pronto, me llamas de nuevo a tu lado, Jacobo. ¿Por qué?

– Primero dime quién es la dama, Patrick -pidió el rey, con la intención de provocarlo.

El conde sonrió.

– Un caballero no acostumbra comportarse como si fuera la mujer de un labriego. No ignoro que tienes un alma buena y paciente, Jacobo.

Te lo diré a su tiempo, pero no ahora.

– ¡Ah, entonces es amor! -El rey lanzó una carcajada-. Te vigilaré de cerca, milord de Glenkirk. -Luego se puso serio. -Patrick, necesito que vuelvas a San Lorenzo.

– Tienes allí un embajador competente.

– Sí, Ian McDuff es competente, pero no es el diplomático que eras tú, Patrick y yo necesito con urgencia uno. Como sabes, el Papa ha formado lo que él denomina la Santa Liga. Desea que los franceses se retiren de los estados del norte de Italia, algo que no puede lograr por sí mismo. De modo que ha declarado una suerte de guerra santa contra ellos, e invita a los demás a unirse a la causa con la promesa de la salvación eterna, entre otras recompensas. Mi pomposo y grandilocuente cuñado, Enrique de Inglaterra, es su más acérrimo defensor. Me han invitado a unirme a ellos, pero no puedo ni quiero. ¡Esta agresión es un disparate, Patrick!

– Y los franceses son nuestros aliados más antiguos. Eres un hombre honorable, Jacobo, y sé que no le darías la espalda a un amigo sin una buena razón. Y en este caso no hay una buena razón, ¿no es cierto?

– Solamente el desmesurado deseo de Enrique Tudor de complacer al Papa a fin de obtener más poder del que Inglaterra tiene ahora -contestó Jacobo Estuardo-. España, desde luego, se ha unido al Papa, al igual que Venecia y el Sacro Imperio Romano, pero antes de que las cosas lleguen más lejos, me gustaría detenerlos. O al menos hacer el intento. Debo hacerlo en secreto y en un lugar que no despierte sospechas, en caso de que se enteren de mis planes. No quiero que los más poderosos estados de la cristiandad se enfrenten en una guerra semejante, cuando lo que deberíamos hacer es emprender una cruzada contra los turcos de Constantinopla. Además, mi cuñado sabe que, a diferencia de él, soy un hombre honorable e incapaz de traicionar a un aliado, aunque ello redunde en mi beneficio. Y también sabe que me es imposible unirme a esta alianza destinada a atacar a los franceses. Procura poner al Santo Padre en mi contra y en contra de Escocia. Te reunirás con los representantes de Venecia y del emperador en San Lorenzo, Patrick. Debes convencerlos de que esta alianza no es sino el plan de Inglaterra para dominarnos a todos. En esos países hay partidos que comparten mi punto de vista. Estoy en contacto con ellos y han decidido enviar delegados de sus respectivos gobiernos a San Lorenzo con el propósito de escucharte. El instinto me dice que es improbable que tengamos éxito, pero es preciso intentarlo, Patrick.

– Habrá guerra con Inglaterra, tarde o temprano -se lamentó el conde lanzando un suspiro.

– Lo sé. Me lo dice mi instinto o mi lang eey, como suelo llamarlo. Sin embargo, debo hacer lo que considero correcto. Lo hago por Escocia.

– Sí, y nunca hemos tenido un rey mejor que tú, Jacobo, el cuarto de los Estuardo. Pero hiciste mal en casarte con una inglesa y no con Margaret Drummond. Los Drummond han dado dos reinas a Escocia, y vaya si eran buenas. Por cierto, no quiero faltarle el respeto a tu pequeña esposa.

– Tienes razón. Nunca debí casarme con Inglaterra y lo evité mientras pude. Pero cuando envenenaron a mi bien amada Margaret y a sus hermanas, se me acabaron las excusas. Muchos deseaban mi matrimonio con la princesa Tudor, pensando que ello implicaría la paz entre las dos naciones. Sin embargo, la paz ha resultado muy frágil. Desde la muerte de mi suegro y el ascenso al trono de su hijo, temo por todos nosotros. Mi cuñado es un hombre decidido y la riqueza atesorada con tanto esmero por su padre lo convierte también en un hombre poderoso.

– Pero Escocia es más próspera y pacífica bajo tu reinado de lo que lo ha sido durante siglos -señaló el conde-. Es lógico que solo deseemos la paz a fin de continuar como hasta ahora.

– Sí, pero Enrique Tudor es un hombre de una ambición desmedida. Está celoso de que me halle en buenos términos con la Santa Sede y procura destruir esa confianza mostrando entusiasmo por la guerra del Papa. ¿Has oído hablar de un asunto concerniente a las joyas de mi esposa?

El conde negó con la cabeza, asombrado.

– Desde luego, acabas de llegar a la corte. La abuela de mi esposa, la Venerable Margarita y su madre, Isabel de York, dividieron sus joyas en partes iguales y se las legaron a mi Meg, a su hermana María y a la mujer de su hermano, la buena reina Catalina. Pero el rey de Inglaterra se niega a enviar la parte que le corresponde a su hermana mayor, valiéndose de toda clase de pretextos para explicar por qué no lo hará. Finalmente, mi esposa le escribió una carta explicando que a ella solo le importaban las joyas porque eran recuerdos de su abuela y su madre y que yo, su marido, suelo regalarle joyas que duplican el valor de ese legado. Me imagino lo mal que lo habrá tomado el arrogante Enrique. Meg me contó que hacía trampa en los juegos infantiles y que gimoteaba o montaba en cólera si no ganaba. Esos mismos rasgos, mi querido amigo, han seguido predominado en su edad adulta.

– ¿Cuándo quieres que parta?

– No hasta que terminen las festividades navideñas. Les resultará más fácil creer que he logrado convencerte de pasar los festejos de Navidad en la corte, en honor de los viejos tiempos. Tú has venido porque hace años que no me presentas tus respetos. El hecho de que tengas amoríos con una dama nos favorece. Luego de terminadas las fiestas, desaparecerás y todos darán por sentado que has vuelto a Glenkirk. En la corte hay espías, Patrick, y de conocer mis planes, no vacilarán en transmitir esta información a Inglaterra, a España o incluso al Papa. Tu misión debe ser secreta y, posiblemente, no tenga éxito. Soy consciente de ello, pero no quiero que las aguas se desborden, al menos no antes de haber intentado detener esta locura. Hace tres años la Santa Sede se alió con Francia para humillar a Venecia. Ahora Francia es la enemiga. ¡Me desespera, Patrick, la partida de ajedrez que juegan mis amigos, los monarcas, y donde nadie realmente gana! ¡Los políticos serán la ruina del mundo!

– Así pues, lo que deseas es que convenza a algunos de los jugadores de la necedad de esta empresa. Pero, ¿a cuales, exactamente?

– A Venecia, que sospecha de todos y posiblemente al Sacro Imperio Romano, que nunca se fía de España. Sea como fuere, España se aliará con el Papa, sobre todo porque la reina inglesa es una española nacida y criada en ese país. Si pudiera debilitar la alianza, dejarían de presionarme para que me una a ellos y traicione mi antigua amistad con los franceses. Al enterarse de esta nueva coalición, los turcos no tendrán más remedio que comenzar las hostilidades, lo que desviará la atención del Papa hacia otras direcciones. Después de todo es el padre de la Iglesia cristiana -ironizó el rey.

– ¿Eso significa que los representantes de Venecia y del emperador estarán en San Lorenzo?

El rey asintió.

– Mi hijo, Adam, ya es un adulto y puede encargarse por un tiempo de nuestras tierras en mi ausencia. Aunque imagino que el viaje no será placentero, pues cruzar el mar en invierno no es tarea sencilla, enero y febrero son los meses más benignos en San Lorenzo, que yo recuerde. Hace mucho que no disfruto de un invierno templado.

– ¿No te arrepentirás de dejar a tu dama? -inquirió el rey.

– ¿Dejarla? No, Jacobo, no pienso dejarla. Mi intención es llevarla conmigo a San Lorenzo. Tienes razón al decir que soy un hombre enamorado, pues es cierto. Adoré a la madre de mi hija. Me casé con la madre de Adam, una muchacha dulce y amable a quien llegué a querer profundamente, porque necesitaba un hijo legítimo y un heredero. Su muerte súbita me destrozó el corazón. No era justo que Agnes muriera al igual que la madre de Janet. La bondad de Agnes no tenía límites. Incluso tuve que prometerle que legitimaría a Janet cuando naciera nuestro hijo. Pero nunca, en toda mi vida, estuve tan enamorado como ahora, nunca. Soy un hombre maduro. Tengo nietos. Y, sin embargo, estoy enamorado. Me siento joven de nuevo, Jacobo.

– ¿Advertirán la ausencia de la dama en la corte? -preguntó el rey a su amigo.

El conde se quedó pensando un largo rato antes de contestar:

– Tal vez. Es amiga de la reina.

– ¿Tiene un marido que podría preocuparse por su ausencia? ¿Pertenece a una familia importante?

– Es viuda y no proviene de la aristocracia. Probablemente dirán que regresó a sus tierras.

– A menos -respondió el rey, adivinando quién era la persona a la que se refería el conde de Glenkirk-que mi esposa quiera que esté aquí en primavera, para el nacimiento de nuestro hijo.

– ¡Ese condenado instinto tuyo, Jacobo! -Exclamó el conde, con una sonrisa no del todo convincente-. ¿O son solo simples conjeturas?

– Te has enamorado de la damita de Friarsgate, Patrick -fue la respuesta del rey.

El conde asintió.

– Nos conocimos hace dos noches.

– ¿Hace dos noches? -exclamó el rey, sorprendido.

– Escúchame bien, Jacobo. Fue la experiencia más extraña que jamás he tenido. Apenas la vi en el salón, sentí que debía conocerla. No era un simple deseo, sino una necesidad súbita, imperiosa, imposible de reprimir. Lord Grey se las ingenió para que su amiga, Elsbeth Hume, nos presentara con las formalidades del caso. Cuando nuestros ojos se encontraron, ambos supimos en ese instante que nos habíamos conocido en otro tiempo y en otro lugar y que estábamos destinados a estar juntos aquí y ahora. No puedo explicarlo con más claridad. Muchos pensarán que estoy loco de remate.

– Pero no yo, pues lo mismo nos ocurrió a Margaret Drummond y a mí. Rosamund Bolton es encantadora, lo admito, aunque también es inglesa. Según tengo entendido, fue la amante de mi cuñado durante un tiempo.

Las palabras del rey intrigaron al conde. Rosamund no le había dicho nada al respecto, pero, pensándolo bien, ¿por qué habría de hacerlo?

– No obstante, Jacobo, no creo que la dama esté políticamente comprometida ni que busque los favores del rey. Tampoco necesita saber por qué voy a San Lorenzo. Le diré que es el lugar ideal para dos amantes que desean estar en paz, lejos de los fisgones y de los rumores de la corte. La capital, Arcobaleno, es un lugar de lo más romántico y Rosamund, que jamás salió de Inglaterra salvo para visitar Escocia, lo encontrará delicioso.

– Su romance con Enrique fue tan discreto que ni mi esposa ni la reina Catalina lo advirtieron. Mi cuñado había tratado de seducirla cuando llegó por primera vez a la corte y era prácticamente una niña, pero se lo impidieron y el rey decidió casarla con sir Owen Meredith. Cuando ella volvió a la corte como una doliente viuda, él aprovechó la ocasión para seducirla y de ese modo resarcirse del fracaso previo. A Enrique VIII no le agrada perder, ya te lo dije.

– Veo que estás muy bien informado.

– Casi nada de lo que hace un rey pasa inadvertido. Siempre hay alguien dispuesto a vender información al comprador apropiado. En este caso, el sirviente de lord Cambridge, el primo de tu dama, pensó que yo podría estar interesado en acostarme con ella. Pero, por el momento, gozo de los favores de una amante perfectamente satisfactoria: Isabel Estuardo, la hija de mi primo, el conde de Buchan. Mi esposa está de nuevo embarazada y no deseo perturbarla porque sé que el niño que dará a luz esta primavera será varón y sobrevivirá, a diferencia de las criaturas diminutas y frágiles que hemos procreado hasta ahora.

– Soy yo quien necesita a Rosamund, no la reina -dijo el conde-. Ninguno de tus súbditos te es tan fiel como yo, lo sabes de sobra, Jacobo. Pero no iré a San Lorenzo sin mi muchacha. Hablaré con Rosamund cuando llegue el momento y ella convencerá a la reina de que debe regresar a su amado Friarsgate, pero que volverá en la primavera cuando dé a luz al niño. ¿Un varón, dijiste? ¿Y cómo puedes estar tan seguro? Ah, me olvidaba de tu maldito instinto.

– Sí, un varón -suspiró el rey-. Desearía vivir lo suficiente para verlo crecer, pero eso no será posible.

El conde no quiso contradecirlo, pues no deseaba enterarse de lo que sabía el rey. Jacobo Estuardo era famoso no solo por su increíble intuición, sino por su capacidad de ponerse en contacto con fuerzas sobrenaturales. Patrick concluyó que si el rey estaba preocupado, entonces su misión debía ser realmente importante.

– Seré un viejo, Jacobo, cuando me toque servir a tu hijo.

El rey soltó la carcajada. Había recuperado el buen humor, como si las palabras del conde le hubieran quitado un peso de encima.

– ¡Ya te acostaste con ella! -dijo. No era una pregunta sino una afirmación.

– Unas horas después de conocernos. ¡Te lo juro, Jacobo, cuando estoy con ella me siento de nuevo un joven de treinta años! Dios sabe cuántas amantes he tenido en mi vida, pero ninguna se apoderó de mi corazón como lo ha hecho esta dama.

– Dicen que tiene un pretendiente.

– Sí, el primo del conde de Bothwell, uno de los Hepburn de Claven's Carn. Me contó que vendría el Día de San Esteban para casarse con ella. Se sentirá de lo más sorprendido cuando descubra que la novia no se ha limitado a esperar su llegada sumisa y ansiosamente.

– ¡Pero San Esteban es hoy! -Exclamó el rey, sin poder contener la risa-. Qué chica tan traviesa, Patrick. ¿Estás seguro de que se quedará contigo?

– Mientras así lo disponga el destino -respondió el conde.

– Ah, entonces no crees que sea para siempre y no te casarás con ella.

– Si me aceptase, lo haría. Pero seré su amante, no su esposo. Para empezar, no quiere casarse de nuevo ni abandonar su amado Friarsgate. Tampoco yo estoy dispuesto a irme para siempre de Glenkirk. Pero un día se lo pediré -dijo, sonriendo con tristeza-, lo que demostrará lo que ambos ya sabemos: que mi amor es auténtico. Por esa razón ha rechazado al de Claven's Carn, porque piensa que a él sólo le interesa tener un heredero. Compadezco al pobre muchacho, pues ¿cómo podría convencerla de lo contrario y hacerle entender que la ama? Si es que la ama…

– Cuando descubra que ha perdido a Rosamund, vendrá a buscarla aquí, a la corte, no me cabe duda. Los Hepburn se caracterizan por su obstinación y no se dan fácilmente por vencidos. Además, cuenta con la ayuda de su primo Bothwell, que no vacilará en interceder por él.

– Rosamund es inglesa y no puedes ordenarle que se case con ese hombre -respondió el conde con voz calma.

– Esa será mi defensa, pero Meg se entrometerá. He descubierto que mi inglesita es una romántica, una cualidad que no deja de sorprenderme en un Tudor. Rosamund tendrá que confiar en mi reina o Meg no cerrará el pico ni descansará hasta no haber encontrado un marido conveniente para su querida amiga. La reina opina que una mujer no puede ser realmente feliz, o al menos sentirse satisfecha, sin un compañero legítimo. Cuando algo la contraría se vuelve peligrosa, Patrick. Y como es suelta de lengua, tu amorío pasará a ser de conocimiento público.

– Quizá sea lo mejor -dijo el conde con aire pensativo-, lo mejor para disuadir a la reina, al conde de Bothwell y a este Hepburn de Claven's Carn. Pero primero debo consultarlo con Rosamund. No es una mujer a quien le guste que la sorprendan en asuntos que son importantes para ella.

– Ah, conque has vuelto a enamorarte. Eres un hombre afortunado, Patrick. Yo no me he sentido así desde la muerte de Margaret Drummond.

– Sí, he vuelto a enamorarme -admitió el conde con una sonrisa.


Los dos hombres, sentados frente a un buen fuego, departían amigablemente en la cámara privada del rey, al tiempo que bebían whisky de unas copas de plata que descansaban en las palmas de sus manos. Conversaron hasta bien entrada la noche, mientras todos los habitantes del castillo de Stirling daban por descontado que el rey estaba con su amante.

– Un navío francés te llevará a Francia. Desde allí, viajarás por tierra hasta San Lorenzo. Cruzar el golfo de Vizcaya en esta época del año es peligroso, y no quiero que corras ningún riesgo. Sin embargo, con una mujer el viaje puede llevar más tiempo de lo previsto -opinó el rey, evaluando la situación.

– Rosamund es una joven de campo, al igual que su doncella. Un coche con todos sus aditamentos llamaría la atención. No. Cabalgaremos. Durante años no ha hecho otra cosa que cumplir con su deber y tiene sed de aventuras. Me lo ha dicho. Si esta no es una aventura…

– ¿Y su vestimenta? ¿Y todos los malditos enseres tan queridos por las mujeres? -lo interrumpió el rey.

– Llevaremos solo lo indispensable y le compraré ropa nueva cuando lleguemos a San Lorenzo.

– Me gustaría ver adonde va a parar la sed de aventuras de tu dama cuando le cuentes todo esto.

– Vendrá, no lo dudes. Aún no ha llegado la hora de separarnos.

– Volveremos a hablar antes de que partas. Ahora ve a tu cama que yo iré a la mía.

Los dos hombres se pusieron de pie, se estrecharon las manos y partieron en direcciones opuestas. Jacobo Estuardo se encaminó al aposento de su actual amante, Isabel, y el conde de Glenkirk, al de Rosamund.

La dama de Friarsgate había decidido instalar al conde en su habitación y no había vacilado en desterrar a Annie al dormitorio destinado a las doncellas. Pero cuando una criada que compartía el lecho de su ama aparecía de pronto en el dormitorio común, se daba indefectiblemente por sentado que su señora tenía un nuevo amante. Rosamund le había advertido a Annie que fuera discreta, sin dejar por ello de escuchar y comunicarle cualquier habladuría que pudiera interesarle.

Cuando el conde entró en la habitación, ella estaba durmiendo de espaldas a la puerta. Se desvistió sin hacer ruido y luego de meterse en la cama, la tomó en sus brazos y la besó en la nuca. Ella emitió un sonido de satisfacción y él le susurró al oído: "¿Estás despierta, mi amor? Tengo noticias". Ahuecó la palma de la mano sobre uno de sus pechos y lo acarició con ternura.

– ¿Qué noticias? -preguntó con voz suave, mientras hundía las caderas en su cuerpo de un modo insinuante.

– Eres una chica mala -bromeó el conde con el único propósito de provocarla.

La lujuria se había apoderado de él con tal celeridad que no pudo menos que preguntarse qué clase de hechizos poseía Rosamund para ponerlo en ese estado, y a semejante edad.

– ¿Porque quiero fornicar?

Rosamund se dio vuelta de modo de quedar frente a él y se quitó el camisón. Sus brazos rodearon el cuello del conde y sus redondos y mórbidos senos se aplastaron contra su pecho.

Patrick la tomó de las nalgas y la atrajo con fuerza hacia sí.

– Porque tu delicioso cuerpecillo y tu voracidad me inflaman como ninguna otra mujer lo ha hecho jamás, Rosamund. Y porque ahora que has despertado mis más frenéticos apetitos tendré que satisfacernos a ambos antes de comunicarte las noticias, bruja malvada.

Su boca se encontró con la de ella en un cálido, imperioso e insistente beso que ella devolvió con ardor.

– ¿Sabes acaso cuánto te quiero, corazón mío? ¿Lo sabes realmente? -dijo Patrick cuando sus bocas se separaron y pudo recuperar el aliento.

– Sí, milord, lo sé. Y no creo que te sorprendas si te digo que mi amor iguala al tuyo. ¡Oh, Patrick, estoy loca por ti! ¿Qué otro sentido tuvo mi vida sino el de conducirme hasta este maravilloso momento? ¿Cómo es posible tal cosa, Dios mío? Amé a Hugh porque era un padre para mí. Amé a Owein porque él amaba Friarsgate. Pero esto es diferente. La locura de la que soy presa no tiene nada que ver con Friarsgate, sino con nosotros. ¡Podría permanecer contigo en este cuarto por toda la eternidad!

El la reclinó suavemente contra las almohadas, la cubrió con su cuerpo y sus dedos se entrelazaron, pues entrelazar los dedos se había vuelto ahora una nueva y dulce costumbre. Se miraron a los ojos mientras él la penetraba y ella emitía un profundo suspiro. Patrick se quedó quieto por un instante, gozándola mientras ella acogía su virilidad con un placer tan intenso que lo conmovió hasta las lágrimas. Luego comenzó a moverse y sólo se detuvo cuando los ojos de ella se cerraron y suspiró una vez más, cuando la última embestida los condujo a una culminación apasionada y perfecta.

– ¡Oh, Patrick, te amo tanto! Tal vez demasiado -admitió, una vez recuperada la conciencia, apoyando la cabeza en el vigoroso pecho del conde.

– Me pregunto si alguna vez podremos amar lo suficiente, pues amar demasiado nos resultará imposible -dijo, mientras acariciaba las trenzas de Rosamund-. Tu cabello es tan suave, amor mío.

– Annie piensa que estoy loca porque lo lavo todas las semanas y dice que de milagro no me he muerto de un resfrío de tanto meter la cabeza bajo el agua.

– ¿Se enfadó cuando la desterraste al dormitorio de la servidumbre?

– Creo que ya se ha acostumbrado y que incluso le gusta estar con las otras doncellas.

– ¿Piensas que le agradaría emprender un viaje, mi amor?

– No tengo la menor idea. ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque he decidido pasar el invierno en un clima cálido y quiero que me acompañes.

– Eso significará cruzar el mar en el peor momento del año -y tras reflexionar unos instantes, exclamó-: No me trates como si fuera una imbécil, Patrick.

– Es por el rey, amorcito. Por ahora es lo único que puedo decirte y sé que comprenderás mi parquedad. Incluso lo poco que te he dicho ha puesto mi destino en tus adorables manos, Rosamund.

– ¿Puedo saber por qué?

– Porque fuiste una vez la amante del rey Enrique -contestó el conde con total franqueza.

– ¿Cómo demonios te enteraste? Solamente Tom y Annie lo saben. Debe de haber sido alguien de la servidumbre, y no de la mía, espero.

– No. Annie no fue o no me hubieses preguntado si le gustaría viajar, pues deseas que me acompañe. De modo que el rey está al tanto del asunto y teme que yo te traicione, ¿no es cierto? Por favor, dime que Meg no lo sabe.

– No. Ni tampoco la reina Catalina.

– Jamás traté de seducir a Enrique, pero él se había empeñado en acostarse conmigo y le importaba muy poco lo que yo pensara al respecto. Accedí a sus caprichos lo más cortésmente que pude, por el bien de mi familia. No hubo un verdadero amor entre nosotros y aunque soy leal a Inglaterra, no creo que todo cuanto hagas al servicio de tu rey, sea lo que fuere, perjudique a mi país. El rey Jacobo es un hombre inteligente y pacífico. Conozco a Enrique Tudor lo bastante para saber que es ambicioso y fatuo. Tiene la mala costumbre de pretender que Dios está siempre de su parte, lo que podría ser divertido, si no fuera tan peligroso. Nunca, bajo ninguna circunstancia, sería capaz de traicionarte, milord.

– Lo sé -sonrió, y luego la besó en la boca-. ¿Vendrás conmigo, Rosamund?

– Iré contigo, Patrick Leslie, pues donde tú estés, estará mi corazón.

– ¿Y qué pasará con Logan Hepburn?

– Logan necesita un hijo y un heredero. Debería haberse casado hace mucho tiempo, pero se encaprichó con una niñita que vio en la feria del ganado cuando tenía dieciséis años. Yo era esa niña, pero ya no lo soy. Ni tampoco deseo casarme porque me consideren capaz de parir buenos terneros, como si fuera una vaca.

– Un hombre espera engendrar hijos en el cuerpo de su mujer.

– Estoy de acuerdo. Pero eso y la estúpida historia de la niña de la feria son los únicos argumentos de que se vale para justificar el deseo de casarse conmigo. Según él, me quiere; pero yo no me siento realmente amada ni tampoco voy a correr el riesgo de casarme para descubrir que lo único que lo atrajo es mi fecundidad. Nunca conocí el amor hasta que llegaste tú, Patrick, y no pienso renunciar a él para contraer un matrimonio respetable. ¡No lo haré!

Podríamos casarnos, tú y yo -insinuó dulcemente el conde.

– Sólo cuando estés dispuesto a abandonar Glenkirk. Y sólo cuando yo esté dispuesta a abandonar Friarsgate -le respondió Rosamund con una sonrisita.

– ¿Cómo puedes conocerme tan bien en tan poco tiempo?

– Lo mismo digo. ¡Oh, Patrick, nada me importa lo que piense la gente! ¡Te amo! No necesito ser tu esposa, ni necesitas concederme el honor de llevar tu nombre para que yo sepa que me amas. Desde el momento en que nuestros ojos se encontraron, supimos que así era. -Luego, cambiando bruscamente de tema, preguntó-: ¿Cuándo partimos?

– Después de la Noche de Epifanía. Pensarán que hemos regresado a nuestros respectivos hogares. Todo el mundo sabe que detesto la vida de la corte. Pero a ti te resultará difícil abandonar a la reina.

– Sí -se preocupó Rosamund, pensativa. Tras reflexionar unos pocos minutos, agregó-: Le diré que Maybel me ha mandado llamar porque una de mis hijas está enferma. Me concederá su permiso, pero se sentirá decepcionada, pues quiere que permanezca a su lado hasta que nazca el bebé. ¡Tiene tanto miedo de no poder darle un hijo varón a su esposo!

– Según el rey, cuyo instinto es conocido por todos, será un niño saludable, aunque teme no vivir lo suficiente para verlo crecer.

– Entonces no necesito sentirme culpable por una inocente mentira.

– ¿Y tu primo, lord Cambridge? Un caballero de lo más divertido que se vale del ingenio para ocultar su astucia, supongo.

– Sí, Tom es muy listo y tendré que decirle la verdad. Es mi mejor amigo y nadie, ni siquiera mis maridos, han sido tan buenos conmigo como Tom Bolton. Francamente, se sentirá muy disgustado si no lo invitamos a San Lorenzo. Sin embargo, necesito que vuelva a Friarsgate y le explique a Maybel y a mis tíos adonde he ido y por qué. Además, es preciso que cuide a las niñas durante mi ausencia. Mi tío Henry no ha perdido las esperanzas de apoderarse de Friarsgate mediante uno de sus hijos. Edmund no podría impedir que Henry se saliera con la suya, pero lord Cambridge sabe cómo manejarlo. Mientras Tom esté allí, no corro el riesgo de regresar a Friarsgate y descubrir que Philippa se ha casado con uno de mis abominables primos. -Rosamund se inclinó para estampar un rápido beso en la boca de su amante. -Me siento culpable de no llevarlo con nosotros. Como compañero de viaje es muy divertido, te lo aseguro.

– No obstante, prefiero que nuestro idilio sea más privado que familiar.

– ¿Qué pasará con Glenkirk en tu ausencia? ¿Se lo dirás a tu hijo?

– Adam es un hombre hecho y derecho, apenas mayor que tú, mi dulce paloma. Es sensato y sabe que algún día heredará Glenkirk, de modo que ya ha asumido ciertas responsabilidades.

Patrick la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza, rozando con sus labios la rojiza coronilla de Rosamund.

– ¿Está casado?

– Sí, aunque jamás entenderé por qué se casó con Anne MacDonald. Se conocieron un verano, en los torneos de tierras altas. Ella era joven, linda, no ignoraba que Adam era el heredero de un conde y supo adularlo. Él cayó en la trampa. Adam se parece mucho a su madre, aunque nunca conoció a mi dulce y vulnerable Agnes. Por suerte, tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros y el sentido común de los Leslie. Pero no se parece a mí. En nada. Nunca lo persiguieron las jóvenes ni fue mujeriego, por eso Anne pudo apoderarse de su corazón con tanta facilidad. Provenía de una buena familia y yo no tenía ninguna razón de peso para impedir la boda. De manera que contrajeron matrimonio. Sólo al cabo del tiempo Adam descubrió que se había casado con un gallo de riña. Sin embargo, ella me tiene miedo y por eso la vida de mi hijo no ha sido intolerable. Aunque parezca extraño, a veces siento pena por Anne y Dios sabe que ha cumplido con su deber. Tengo dos lindos nietos y una nietita que nació el año pasado, una hermosa criatura que en nada se asemeja a la madre. Se llama como su abuela, mi dulce Agnes. Anne se limita a dejarla al cuidado de la nodriza. Espero que mi nuera disfrute de estar a cargo de Glenkirk durante mi estadía en el extranjero -concluyó el conde con una mueca donde se mezclaban la tristeza y el sarcasmo.

– Entonces no tendremos necesidad de preocuparnos por nuestras tierras ni por nuestras familias mientras estemos en San Lorenzo.

Nos hemos ganado el derecho de pasar esta temporada juntos, mi querida -le respondió, rodeándola con sus vigorosos brazos-. Ahora nos conviene dormir. Mañana habrá que empezar a planificar el viaje.

Llevaremos lo indispensable, pues una vez arribados a Francia, tendremos que cabalgar hasta San Lorenzo. Un carruaje con toda su parafernalia podría suscitar el interés de quienes se ganan la vida vendiendo información, pero unos pocos jinetes pasarán inadvertidos. ¿No te atemoriza la idea de cubrir a caballo un trayecto tan largo?

– No. Aunque supongo que si Annie y yo nos vistiéramos con ropas masculinas, nos resultaría más fácil cabalgar y atraeríamos menos la atención.

– Tienes razón, mi dulce muchacha, pero ¿sabes montar a horcajadas, como un hombre?

– Por supuesto que sí. E incluso con faldas, milord. ¿Crees que pareceré un joven guapo en calzas y jubón?

– Sí, tal vez demasiado guapo. Ahora duérmete de una vez, Rosamund. No tardará en amanecer y debes concurrir a misa con la reina.

Ella apoyó la cabeza en su pecho y acunada por el corazón del conde, cuyos latidos sonaban acompasadamente bajo su oído y por su respiración rítmica y tranquila, se quedó dormida.

Cuando se despertó, él no estaba y Annie revoloteaba por la habitación. Miró hacia la ventana y vio que afuera aún estaba oscuro; eso significaba que tenía tiempo de sobra. Luego de bostezar, estiró su entumecido cuerpo con la gracia de un felino.

– Buenos días, Annie.

– Buenos días, milady. El conde ya se ha ido y dice que la verá más tarde. También, me dijo que usted quiere hablarme. ¡Oh, milady, espero no haberlos disgustado otra vez! -el rostro de Annie mostraba todos los signos de la angustia más extrema.

– No, no has disgustado a ninguno de los dos -replicó Rosamund, incorporándose en la cama-. Ahora pon más leña en el fuego y alcánzame la jofaina.

Hizo a un lado las mantas, se sentó en el borde del lecho y, temblando, apoyó los pies en el frío piso de piedra. No era grato abandonar el cálido nido.

Annie le trajo la bacinilla. Rosamund tomó un paño de franela, lo sumergió en la jofaina y se lavó lo mejor que pudo. Extrañaba su baño diario, pero a los sirvientes de Stirling les molestaban incluso sus abluciones semanales y a regañadientes traían el agua para llenar la pequeña tina de roble. Sin embargo, nunca se atrevieron a negarse, pues sabían que la inglesa era una antigua y querida amiga de la reina.

– ¿Qué vestido se pondrá hoy, milady?

– El de terciopelo anaranjado. A Tom le encanta. Aunque me pregunto si los bordados en oro no son demasiado llamativos.

– Es un vestido hermoso, señora. Lo sacaré del baúl y le alisaré las arrugas.

Rosamund volvió a meterse en la cama.

– Annie, como bien sabes, nunca me gustó que los demás tomaran decisiones con respecto a mi vida. Pero esta vez he decidido viajar con el conde y me gustaría que me acompañaras. No es mi intención imponer mi voluntad y puedes optar por lo que mejor te parezca. Eso sí, nadie debe enterarse. En la corte pensarán que hemos regresado a nuestros respectivos hogares. Si prefieres no acompañarme, volverás a Friarsgate con lord Cambridge, sana y salva. Y, por cierto, no albergaré rencor alguno contra ti. Pero fuera cual fuese tu decisión, no puedes repetir nada de lo que acabo de decirte. A nadie. ¿Comprendes, Annie?

La muchacha, más que sorprendida por las palabras de su señora, inspiró una buena bocanada de aire, antes de preguntar:

– ¿No volveremos jamás a Friarsgate, milady?

Sintió que el vestido de terciopelo que sostenía entre las manos pesaba ahora como si fuera de hierro. Rosamund se echó a reír.

– Annie, jamás dejaría a mis hijas y mucho menos con tío Henry rondando por ahí -la reprendió, medio en broma, medio en serio-. Si las abandonase, el muy ladino se las ingeniaría para casarlas a las tres con sus odiosos hijos. Además, adoro Friarsgate. Siempre volveré a casa, Annie, tenlo por seguro.

La doncella asintió lentamente.

– ¿Y cuándo regresaremos?

– No lo sé, pero supongo que en unos pocos meses. Deseamos pasar un tiempo juntos antes de separarnos.

– ¿Y por qué no se casa con el conde? Perdone, señora, no fue mi intención meterme donde no me corresponde, pero la verdad es que no lo comprendo.

– Es muy sencillo: el conde no puede abandonar Glenkirk y yo no puedo abandonar Friarsgate. Si mis hijas fueran más grandes consideraría la posibilidad de unirme a él en sagrado matrimonio, pero son demasiado jóvenes y aún necesitan de mi cuidado.

Annie volvió a asentir, comprendiendo, aunque no del todo, cuanto decía su ama.

– ¿Y adonde iremos?

– Allende el mar.

– ¿Allende el mar? ¡Jamás he pisado un bote, milady!

– Tampoco yo -replicó Rosamund, echándose a reír-. ¡Será toda una aventura!

– ¿Y cuánto durará el viaje por mar? -Unos pocos días, a lo sumo.

– ¿Y volveremos a casa después de todas esas aventuras? Júreme por la Bendita Madre de Dios que así será.

– Te lo juro -replicó Rosamund con la mayor seriedad-. Es probable que regresemos en otoño, o incluso antes.

Annie inspiró profundamente y luego dijo:

– Iré con usted, milady. Pero ¿qué dirán la señora Maybel y el señor Edmund? ¿Y quién les comunicará la noticia? -Lord Cambridge, Annie.

– ¿Y ya lo ha puesto al corriente? -insistió, mientras desenrollaba dos pares de medias.

– Se lo diré hoy, Annie. Recuerda que se trata de un gran secreto. Tendré que mentirle a la reina, me temo, pues no entenderá por qué la abandono ahora. Métete en la cabeza todo cuanto te he dicho y olvídalo. Ya te avisaré yo cuándo corresponde que lo recuerdes. Ahora debo vestirme o llegaré tarde a misa.


Margarita de Escocia le hizo una seña a su amiga para que se sentara a su lado, justo cuando la misa estaba empezando. Era un honor y Rosamund no lo ignoraba. Por un momento se sintió culpable de la decepción que le causaría a la reina. Pero apenas sus ojos se encontraron con los del conde de Glenkirk, que también se hallaba en la capilla real, el sentimiento de culpa se desvaneció por completo. Una vez concluido el servicio, la reina enlazó el brazo de Rosamund y ambas caminaron rumbo al gran salón, donde las esperaba un suculento desayuno.

– ¿Qué son esos rumores que he escuchado acerca de ti y de lord Leslie? -le preguntó la reina.

– No sé a qué rumores se refiere usted, señora -respondió formalmente Rosamund, pues se encontraban en público.

– Se dice que son amantes -contestó Margarita. Luego agregó en voz baja-: ¿Es verdad Rosamund? ¿Te has convertido en su amante? Reconozco que es un hombre apuesto, a pesar de sus años.

– No es tan viejo, Meg -murmuró Rosamund.

Pero el inusitado brillo de sus ojos color ámbar la había delatado.

– ¡Oh, entonces es cierto! Vaya, vaya, nunca imaginé que mi Rosamund fuera una muchacha tan atrevida.

– No era mi intención ofenderla, Su Alteza -se apresuró a responder la dama de Friarsgate.

– ¿Ofenderme? ¡No, en realidad te envidio! Mi abuela solía decir que una mujer se casa la primera vez y quizá la segunda, por complacer a su familia, pero que luego debe buscar su propia felicidad. ¿Lord Leslie te hace feliz, Rosamund? ¡Así lo espero! ¿Has tenido otros amantes?

– No, Meg -murmuró con voz suave-. Nunca.

Era la primera mentira que le decía y sin embargo hasta cierto punto era cierto, pues nunca había amado al hermano de Margarita Tudor, el rey de Inglaterra. Nunca había amado a nadie como a Patrick Leslie.

– Fue bastante repentino, ¿verdad? -comentó la reina como al pasar, aunque era evidente que la estaba sometiendo a una suerte de interrogatorio.

– Nuestros ojos se encontraron y ambos supimos que éramos una sola entidad, un solo ser. No puedo explicarlo con más claridad.

– Hablas como mi marido cuando mira con el buen ojo, el famoso lang eey de los escoceses -dijo sonriendo, al tiempo que posaba la mano en su abultado vientre, en un gesto protector-. No quiero ser un receptáculo vacío como la esposa de mi hermano. Ruega a Dios y a la Santa Virgen María que este niño sea varón y fuerte, Rosamund. Ruega por mí.

– Rezo por ti todos los días, Meg.

El diálogo fue interrumpido por el paje del rey:

– Su Alteza -dijo-, Su Majestad desea desayunar en su compañía. Estoy aquí para escoltarla.

La reina asintió y Rosamund se escabulló discretamente en busca de lord Glenkirk o de lord Cambridge, a quien encontró primero.

– Querida muchacha, has armado un verdadero revuelo en la corte. Se rumorea que lord Leslie es tu amante. ¿Es cierto? Jamás había escuchado en mi vida un cotilleo tan delicioso. La corte escocesa es mucho más divertida que la inglesa, donde imperan la pobre Catalina, tan española ella, y nuestro indigesto rey Enrique. Allí todo es corrección y protocolo, aunque el rey siempre ande a la pesca de alguna damisela y se las ingenie para mantener en secreto sus nuevas conquistas. Lo digo sin ánimo de ofender a nadie, querida prima.

– No me doy por aludida, queridísimo Tom -replicó secamente Rosamund.

– Pero en esta deliciosa corte la gente no es tan condenadamente circunspecta en lo que respecta a sus pasiones, y me parece fantástico. Ahora ven y cuéntame absolutamente todo -se entusiasmó lord Cambridge, enlazando el brazo de Rosamund con el suyo, enfundado en terciopelo.

– Me muero de hambre, Tom. No he comido desde anoche -protestó ella.

– Iremos a casa y mi cocinera te alimentará como corresponde. Además, gozaremos de una confortable privacidad, prima, pues hablo en serio cuando te digo que debes contármelo todo.

– ¡Compraste una casa en Stirling! -exclamó Rosamund.

– No la compré, la alquilé. Un chalecito de lo más encantador. La dueña es una anciana que cocina como un ángel. No estoy dispuesto a dormir en el vestíbulo del rey con esas pobres almas privadas de todo privilegio de la corte. A ti te dieron una cajita donde anidar, pero yo no soy amigo de la reina, primita, sino tu acompañante. Por consiguiente, me las tuve que arreglar solo. Tus regios anfitriones no son mezquinos en lo tocante a la hospitalidad, pero vienen tantos a la corte que es imposible alojarlos decentemente a todos. Ahora, en marcha, mi querida -Y luego agregó en tono de chanza y pellizcándole el brazo-: ¿Quieres que invitemos al conde?

– ¿Necesitaré mi caballo? -preguntó Rosamund, ignorando la provocación.

– No, iremos a pie, queda a unos pocos metros de las puertas del castillo, colina abajo. La anciana solía cocinar para la guardería infantil. Pero tu diminuta reina no juzgó conveniente que el rey albergara a sus hijos ilegítimos en un castillo por el que sentía un cariño especial. Cuando descubrió por primera vez a los pequeños bastardos, armó tal alboroto que el rey no tuvo más remedio que mudar la guardería a un lugar más discreto, fuera de la vista de la reina. El rey deseaba que Alejandro, su hijo mayor, fuese el heredero, y la reina aún teme que lo haga si ella es incapaz de darle un bebé saludable.

– Alejandro Estuardo es el obispo de St. Andrew.

– Sí, y es sorprendentemente apto para la tarea, pese a su juventud. La reina está celosa del profundo amor que los une. Sabe incluso que, aun dándole un heredero saludable, Alejandro será siempre el preferido del rey. Por lo demás, es el primogénito.

– ¿Cómo te las ingenias para enterarte de tantas historias en tan poco tiempo? Ni siquiera hace una semana que estamos aquí -rió Rosamund.

Bajaron por una callejuela adoquinada donde se alineaban pulcras casas de piedra con techos de pizarra negra. Lord Cambridge se detuvo en la tercera y entró en el edificio, al tiempo que llamaba a la dueña:

– Señora MacHugh, he traído a mi prima. Acabamos de salir de misa y estamos hambrientos.

Una mujer alta y delgada emergió de las profundidades de un oscuro corredor.

– ¿Su prima, milord?

– Rosamund Bolton, dama de Friarsgate e íntima amiga de la reina. Ya le he hablado de ella, señora MacHugh.

Tom se sacó la capa y ayudó a Rosamund a quitarse la suya.

– Desde que alquiló mi casa, usted no ha hecho más que parlotear replicó la anciana con sequedad. Luego se dirigió directamente a Rosamund-: ¿Alguna vez para de hablar su primo, milady?

El tono de su voz era cortante, pero sus ojos resplandecían.

– Me temo que casi nunca, señora MacHugh -respondió con una sonrisa y luego fue presa de un involuntario estremecimiento.

La anciana lo advirtió y la invitó a pasar a la sala, donde ardía un buen fuego.

– Es la habitación más confortable de la casa. Les serviré la comida allí -dijo, y volvió a sumergirse en el corredor.

La sala era, en efecto, cálida y acogedora. Rosamund se sentó junto a la chimenea, en una silla tapizada en gobelino. Tom colocó en su mano una copa de vino, aconsejándole que la bebiera para devolver el calor a su esbelto cuerpo.

– Prometo no hablar del tema hasta que la mesa esté servida. No deseo que me interrumpan y supongo que tú no querrás compartir las noticias con el mundo entero.

Ella asintió y comenzó a beber el vino dulce de a pequeños sorbos.

– Te has puesto uno de mis vestidos favoritos. Las nuevas mangas ribeteadas en piel te van de maravillas y armonizan con tu adorable cabello rojizo, prima.

– Es lindo, ¿verdad? Me complace que te gusten las mangas. La marta es una piel magnífica, tanto en textura como en color.

La señora MacHugh entró en la sala con una enorme bandeja que depositó en el aparador.

– Milord, ayúdeme con la mesa, si es tan amable.

La dueña y lord Cambridge levantaron la pesada mesa de roble y la colocaron frente a la chimenea. Rosamund acercó de inmediato la silla. La anfitriona llenó dos platos de peltre con pequeñas albóndigas de avena, una mousse de huevos, jamón y rebanadas de pan tostado. Luego de poner un recipiente de piedra con un buen trozo de manteca, otro con cerezas en conserva y una generosa porción de queso, se retiró de la sala.

Comieron en silencio hasta vaciar los platos y devorar la mitad del queso. El vino era realmente exquisito. Una vez satisfechos, suspiraron al unísono, se rieron y Tom le dijo a su prima que ya era hora de que le contara absolutamente todo.

– Somos amantes… -comenzó Rosamund.

Él se limitó a asentir, sin demostrar sorpresa alguna. Cualquiera que no pensase lo mismo en la corte no era sino un tonto y un simplón.

– Partiremos dentro de poco a San Lorenzo. Te lo contaré todo, pero debes prometerme guardar el secreto, pues muchas vidas dependen de ello. ¿Mantendrás la boca cerrada, primo?

Lord Cambridge hizo un gesto de asentimiento.

– Tú sabes, Rosamund, que si bien amo a Inglaterra no me involucro en política. ¿Me juras que esto no implicará una traición de tu parte… o de la mía, por el mero hecho de escucharte?

– No significa traición alguna, te lo juro.

– Entonces guardaré el secreto; ¿acaso no lo he hecho siempre, querida niña?

– Sí, Tom. Pero esto es diferente. Enrique ha firmado un acuerdo con el Santo Padre en Roma, cuya finalidad es expulsar a los franceses del norte de Italia. Venecia, España y el Sacro Imperio Romano los apoyan y han constituido lo que ellos llaman la Santa Liga. Enrique está presionando al rey Jacobo para que se una a ellos. El rey de Escocia ha mantenido siempre una relación privilegiada con el Papa. Pero Enrique ha puesto en peligro esa relación, insistiendo en que Escocia debe unirse a su causa. Y Patrick me ha contado lo que piensa hacer su rey.

– ¡Ah! -Exclamó lord Cambridge cayendo en la cuenta-. Se trata, desde luego, de la vieja alianza con Francia. El rey Jacobo es un hombre honorable y no tiene motivo alguno para faltar a su palabra.

– Exactamente. Por eso el rey va a mandar a lord Leslie a San Lorenzo, donde una vez sirvió a Escocia como embajador. Allí se reunirá en secreto con los representantes de Venecia y del Imperio y tratará de convencerlos de retirarse de la liga y, de ese modo, debilitar la alianza. Pero para que el plan tenga éxito, lo que es muy improbable, todo debe hacerse de forma encubierta. Cuando lord Leslie desaparezca de la corte, supondrán que ha vuelto a sus tierras. Después de todo, no ha visitado la corte en dieciocho años y nadie lo considera un hombre poderoso o influyente. Me pidió que lo acompañara y acepté, aunque será más difícil explicar mi ausencia, pues fue la reina quien me invitó a Stirling y todos saben que soy su amiga. Tendré que mentirle a Meg. Le diré que acabo de recibir un mensaje donde me comunican que una de mis hijas está muy enferma y que debo regresar a Friarsgate de inmediato, aunque volveré a la corte lo antes posible… que es justamente lo que pienso hacer.

– ¿Quieres que regrese a Friarsgate y hable con Edmund y Richard? ¿Es eso?

– Sí, es eso Tom, pero hay más. Te harás cargo de mis tierras y de mis hijas hasta que vuelva. No permitiré que Henry Bolton robe a mis niñas, lo que supondría despojarme de Friarsgate. Procurará intimidar a Edmund e incluso al párroco Richard, pero no podrá contigo. Tú eres lord Cambridge y él sólo es el plebeyo vulgar Henry Bolton. Sé que te pido demasiado, primo. Pensabas pasar el invierno conmigo, en la corte escocesa, acompañarme a casa y luego regresar a tus posesiones, cerca de Londres.

– Es cierto. Pero lo que más me decepciona es no poder viajar contigo a San Lorenzo. Tengo entendido que es un pequeño ducado bellísimo.

– Le dije a Patrick que si no nos acompañabas, te sentirías defraudado -respondió Rosamund con una sonrisa incómoda. Lord Cambridge soltó la carcajada.

– Y él te contestó que lamentaba enormemente no poder gozar de mi compañía.

– De pronto, y para nuestra mutua sorpresa, nos enamoramos locamente. Es preciso pasar este tiempo juntos antes de separarnos. Perdónanos, Tom.

– ¿No piensas casarte con él, prima? -lord Cambridge la miró perplejo.

– Yo no dejaré Friarsgate y él no dejará Glenkirk. Ambos lo sabemos y agradecemos al destino esta breve felicidad que nos ha concedido. Muy pronto nos reclamarán nuestros deberes. Tom, no comprendo qué nos sucedió ni por qué, pero es la primera vez en la vida que estoy enamorada y que me aman con la misma intensidad con que yo amo. Es la primera vez que no cedo ante la voluntad ajena, sino que hago lo que me place. Y lo que me place es pasar esta breve temporada junto a él. Nada ni nadie podrá impedirlo.

– Guardaré tu secreto y seré tu cómplice. Luego regresaré a Friarsgate y me haré cargo de las niñas. Edmund es quien se ocupa de tus tierras y como compañero es muy entretenido, aunque insista en ganarme al ajedrez. No será exactamente el invierno que había imaginado, pero eres mi bien amada Rosamund y me sacrificaré por ti. ¿Cuándo nos iremos de Stirling?

– No hasta después de la Noche de Epifanía.

– ¿Qué pasará con Logan Hepburn? ¿Qué le diré si me pide explicaciones? ¿Y si se le ocurre venir a la corte antes de tu huida?

– Me ocuparé de eso cuando llegue el momento. Si me busca en Friarsgate, le dirás que me fui con un amante. No permitiré que un salvaje y prepotente fronterizo pretenda intimidarme.

– Está enamorado de ti, prima.

– Quiere un hijo de mí, que es distinto. Y no seré yo la yegua destinada a darle un potrillo. ¡Qué engendre en otra a su condenado heredero!

– La familia puede obligarlo a casarse, querida niña. ¿Qué ocurrirá cuando tú y lord Leslie se separen y decidas que quieres a Logan Hepburn, después de todo? -le preguntó con franqueza.

– En ese caso, le permitiré ser mi amante -respondió alegremente-. Si me ama por mí misma y no por mi fecundidad, se sentirá más que satisfecho.

– ¡Cómo has cambiado desde la muerte de Owein! Antes eras una dulce paloma inocente y ahora te has convertido en una gata testaruda y belicosa. Pese a todo, te amo y te comprendo.

– Entonces eres, probablemente, el único que lo hace. Gracias, Tom, por ser el mejor amigo que jamás he tenido y que jamás tendré -respondió Rosamund con voz tierna y conmovida.

– Lord Leslie no te hará daño, lo sé. Pero temo que te dañes a ti misma. No pierdas el sentido común, Rosamund. Disfruta de tu idilio y mantén firme la cabeza sobre los hombros, te lo suplico.

– Lo haré, querido Tom. Estoy enamorada, pero no soy tonta. Y Patrick, sospecho, me protegerá de mí misma.

– ¿Pero quién, me pregunto, protegerá al conde de Glenkirk? -murmuró lord Cambridge.

Загрузка...