Logan Hepburn se quedó mirando la nueva tumba del cementerio familiar. Todavía resonaba en sus oídos la voz de Jeannie suplicándole que no la abandonara. Pero él no pensaba abandonarla, sólo iba a cumplir con sus deberes hacia Escocia.
Siguiendo las instrucciones de Rosamund, el mensajero enviado a Friarsgate por la reina Margarita había pasado por Claven's Carn e informado sobre el inminente estallido de la guerra.
A su vez, el jefe del clan, Patrick Hepburn, conde de Bothwell, había respondido al llamamiento del rey a tomar las armas. Un súbdito leal debía acatar las órdenes reales, sobre todo si, como Logan, estaba emparentado con uno de los mejores amigos y más fieles defensores del soberano.
El señor de Claven's Carn había reunido a sus hermanos Colin e Ian y a veinticinco hombres más. Cuando Jeannie se enteró de que su esposo planeaba ir a la guerra, entró en desesperación y no había manera de calmarla. Como estaba a punto de dar a luz, Logan decidió hacerle compañía unos días más, hasta que se habituara a la idea de su partida. Entretanto, envió a sus hermanos con veinte hombres y designó al mayor, Colin, como capitán en su ausencia.
– Tu propio padre y tus hermanos pelearán por el rey. No me queda otra alternativa que acudir; de lo contrario, me tildarán de traidor y la vergüenza caerá sobre el conde de Bothwell.
– No me enseñaron estas cosas en el convento -lloró Jeannie.
– Hemos tenido la suerte de gozar de un largo período de paz, pero cuando el rey llama a sus súbditos, hay que presentarse sin dilaciones. Inglaterra es nuestro enemigo más acérrimo y más antiguo.
– ¡Pero ellos no nos han atacado! ¿Por qué vamos a invadir suelo inglés? No lo entiendo, ¡explícame por qué tienes que irte ahora!
– Creo que el objetivo de Jacobo no es invadir Inglaterra sino obligar a Enrique Tudor a regresar a su país y poner fin a la guerra contra el rey Luis. Al ver que su reino está amenazado, Enrique abandonará Francia y volverá a su patria para defenderla. Cuando eso suceda, nuestro soberano se retirará de la contienda e iniciará las negociaciones de paz. No correremos ningún peligro, te lo prometo.
– No hay guerras sin víctimas, Logan. Aun cuando el ejército inglés no se aventure tan al norte, sus ciudadanos combatirán contra los escoceses y habrá muchas muertes. Temo por tu vida y por nuestros hijos, que crecerán sin padre.
– Debo partir -dijo con firmeza. No podía perder más tiempo tratando de consolar a su mujer.
– Lo sé. Pero aun así no quiero que me dejes.
– ¡Mis hermanos y mis hombres me llevan una semana de ventaja, Jeannie! Siento vergüenza de no estar con ellos. ¿Te parece una buena lección para el pequeño Johnnie? ¿Quieres que aprenda a ser indiferente en tiempos de guerra?
– ¡No, claro que no!
– Entonces déjame ir, pequeña, o traeré vergüenza sobre mi apellido. Y una mancha de esa índole es muy difícil de borrar.
– ¡Márchate, Logan, márchate antes de que el pánico vuelva a apoderarse de mí! ¡Vete ahora mismo!
– Les prometí a mis hermanos que Maggie y Katie vivirían aquí con sus hijos.
– Sí, por supuesto. Es el sitio más seguro para ellas.
Logan salió del salón sin siquiera darle un beso de despedida, tan ansioso estaba por escapar, alcanzar a Colin e Ian y experimentar el vértigo de una invasión. Luego de reunir a los cinco hombres restantes, emprendieron la partida, sin saber lo que les depararía el futuro.
Jacobo Estuardo había gastado gran parte de su fortuna personal en siete grandes piezas de artillería -llamadas las Siete Hermanas-que pensaba usar para disciplinar a los ingleses y mostrarles su poderío. Enrique Tudor pelearía solo, pues el Papa se había enterado de que el sultán turco estaba planeando una gran campaña contra Europa occidental y había solicitado a Jacobo que mediara entre la Santa Sede y Luis XII de Francia. El pedido llenó de satisfacción al rey de Escocia, pero los ingleses no permitían que los emisarios escoceses pasaran por sus territorios. Aunque aceptaban de buen grado recibir al embajador en Londres, éste no podía ir más allá de la ciudad, con lo que su misión carecía de sentido. Tudor consideraba que la guerra contra Francia era una guerra santa, aun cuando el propio Papa ya no opinaba lo mismo. Enrique VIII sabía lo que era correcto, y además el Sumo Pontífice le había escrito que ya no quería que Jacobo Estuardo actuara como intermediario entre la Santa Sede y Francia. Como carecían de pruebas, Jacobo y sus consejeros dudaban de que esa fuera la voluntad del papa Julio.
Los escoceses no volvieron a tener noticias de él y lo atribuyeron a las maniobras del cardenal inglés, que era ahora su consejero. Inglaterra y Escocia se enfrentarían solas, sin ayuda de otros países. Tras muchos años de servir con devoción a la cristiandad, el Papa había reemplazado a Jacobo Estuardo por un hombre más joven y con ingentes cantidades de oro, que Enrique Tudor usaba para comprar influencias. Los venecianos se estaban preparando para defenderse de un eventual ataque de los turcos. El taimado y mendaz rey Fernando seguía excusándose. Francia estaba en guerra con Inglaterra y Escocia debía arreglárselas por su cuenta.
El conde de Hume fue enviado a allanar el terreno de las fortalezas en la frontera con Northumbria. Y así lo hizo, pero perdió a un tercio de sus hombres a manos de los ingleses por no haber arrancado los arbustos y helechos del campo donde se produjo el combate. Agazapados entre la espesa vegetación, los ingleses emboscaron a los confiados escoceses. Pese a la derrota, todos los hombres de dieciséis a sesenta años acudieron en masa a defender al rey de Escocia. Los clanes, incluso aquellos enemistados entre sí, los artesanos, los mercaderes, los criminales que se habían ofrecido voluntariamente para servir al soberano, los pobres y los ricos, todos marcharon codo con codo junto a su amado rey.
Antes de avanzar hacia Inglaterra, el monarca recibió la visita de una vieja bruja que exigió verlo de inmediato. Como el rey, la mujer tenía el don de la clarividencia.
– No vayas a Inglaterra, Jacobo. ¡No vayas, pues no regresarás! -le advirtió clavándole la mirada y blandiendo su dedo índice.
Jacobo lo sabía, pues lo había visto con su lang eey mucho tiempo antes.
La mujer continuó con sus premoniciones. Aferró la mano real que empuñaba la espada con tanta fuerza que, en un principio, el rey pensó que se la había roto. Le dijo que sus huesos no retornarían a Escocia, que sus herederos desearían con desesperación vivir en una tierra verde y no en Escocia, y que dos anillos de oro se fundirían en uno solo. Esto último no lo entendió, pero agradeció a la hechicera y le dio su bendición. La mujer lo miró fijamente unos segundos y, moviendo la cabeza de un lado a otro, partió. El rey se quedó intrigado. ¿Dos anillos fundidos en uno? A la mañana siguiente, Jacobo IV de Escocia emprendió su última aventura histórica. Era su destino y él lo sabía.
Logan Hepburn, en cambio, no sabía nada de eso mientras se alejaba de Claven's Carn, en el sudoeste de Escocia, para unirse a las fuerzas de Su Majestad. Era un viaje extraño. Las tierras parecían desiertas y cada tanto se encontraba con jóvenes o ancianos que se sumaban a su pequeño grupo, pues todos, sin excepción, se dirigían al mismo lugar. Bajo las lluvias de comienzos de otoño, cabalgaron hacia el sur y, tras cruzar el río Tweed, entraron en Inglaterra. Los estragos que había causado el ejército a su paso eran evidentes. Llegaron a las tierras de Ford Castle, donde la solitaria dama del castillo había ofrecido todo tipo de servicios a Jacobo Estuardo. En recompensa, él había decidido perdonarle la propiedad e incluso se había alojado en la casa unos días. Sin embargo, el rey ordenó incendiar el castillo antes de partir hacia Flodden. Fue allí donde Logan y los hombres que lo acompañaban se encontraron con las fuerzas escocesas, el 9 de septiembre.
La niebla, el humo y el fuego de la batalla cubrían los campos situados al pie de Flodden Edge. Vieron que, en la parte occidental de la colina, habían talado los árboles y construido un fuerte. Parado frente a la fortaleza, Logan observó con horror cómo la batalla llegaba a su ominoso fin. El estandarte del rey Jacobo Estuardo yacía tendido en el barro, señal inequívoca de que su portador había muerto. Recorrió el campo con la mirada, pero no vio flamear la bandera de los Hepburn. Como el terreno era pantanoso, muchos soldados se habían sacado las botas de cuero y habían luchado descalzos para no resbalar en el traicionero lodo. Logan y sus acompañantes comprendieron con dolor que los escoceses habían sufrido una estrepitosa derrota. El hedor de los cadáveres era insoportable. El señor de Claven's Carn puso el cuerno en sus labios y comenzó a soplar. Si algunos de sus hombres permanecían con vida, podrían localizarlo al escuchar ese sonido característico. Esperó unos segundos y volvió a tocar el cuerno dos veces más. Al final, tres miembros de su clan subieron con esfuerzo la colina y se reunieron con Logan Hepburn.
– ¿Hay más sobrevivientes?
Negaron con la cabeza.
– ¿Y mis hermanos?
– Asesinados, milord, junto con el conde de Bothwell. Las fuerzas inglesas también están atacando en el oeste.
– Entonces, iremos al norte y al este -anunció Logan con voz sombría-. Apresúrense muchachos, antes de que los ingleses empiecen a buscar prisioneros vivos. Tomen los caballos y las botas que encuentren.
Abandonaron el campo de batalla cabalgando al galope rumbo a la frontera. Era imperioso que no los atraparan en Inglaterra. Eligieron el momento justo para partir, pues contaban con mayores probabilidades de sobrevivir que quienes habían quedado rezagados. Marcharon sin cesar hasta que una densa oscuridad les impidió ver el camino.
La primera noche acamparon en una estrecha quebrada bajo unas rocas colgantes. Encendieron una pequeña fogata en una especie de cueva y se refugiaron allí. Entre todos tenían dieciocho pasteles de avena, que partidos en mitades daban un total de treinta y seis raciones. Cada uno de los nueve hombres podía comer una ración diaria, de modo que el alimento les alcanzaría para cuatro días. En ese lapso ya habrían llegado a Escocia y podrían pedir una buena comida a los miembros de cualquier clan. Todos, sin excepción, estarían ansiosos por recibirlos y escuchar las noticias que tenían para contar. Aquella noche los hombres que aún tenían whisky en sus cantimploras lo compartieron con sus compañeros y a la mañana siguiente las llenarían con agua.
Sentados alrededor del fuego, los tres miembros del clan Hepburn contaron a su señor cómo había sido la batalla. Alan Hepburn, el herrero de Claven's Carn, levantó su humanidad de dos metros de altura y comenzó el triste relato.
– El rey fue un hombre muy valiente. Estuvo al frente de las tropas todo el tiempo, aunque el conde de Hume también insistía en impartir órdenes -empezó a contar, frunciendo el ceño a medida que recordaba los dolorosos acontecimientos-. En un momento dado, el conde de Bothwell dijo a viva voz que no veía ninguna corona en la cabeza de Hume, de modo que más le valía callarse la boca y dejar al rey comandar su ejército, pues lo hacía mejor que él.
Los hombres que no habían presenciado la escena se rieron para sus adentros, pues conocían muy bien al conde.
– La batalla fue feroz -continuó Alan Hepburn-. Los ingleses estaban al mando del conde de Surrey. El rey Jacobo no quería pelear en el campo sino obligar al enemigo a subir a las colinas. Pero el viejo y astuto comandante inglés nos atacó por el oeste. El rey temía que pasaran la frontera y no quedara nadie para defender las granjas salvo los ancianos, las mujeres y los niños. Ay, ¡qué bueno era nuestro Jacobo! -Exclamó y secó las lágrimas que brotaban de sus ojos grises-. Fue él quien recomendó que nos quitásemos las botas, porque el terreno era muy pantanoso y corríamos menos riesgo de resbalar.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó Logan-. Estábamos muy bien organizados y debimos haber ganado la batalla. No logro entenderlo. ¿Alguno de los condes retiró a sus tropas?
– No. La mitad de los soldados bajaron ordenadamente la colina y al rato la falange se desbandó, milord. Los hombres resbalaban y se hundían en el barro, haciendo que los que venían detrás se tropezaran y cayeran también. El lodo era muy traicionero, y muchos soldados no podían siquiera levantarse. Los ingleses se lanzaron en picada sobre ellos y los masacraron. Entretanto, sus hermanos y el conde de Bothwell se hallaban en medio del campo junto con el joven arzobispo de St. Andrew, quien combatía al lado de su padre, el rey Jacobo. Casi todos los clérigos preferían disparar los cañones que pelear cuerpo a cuerpo, pues les parecía más cristiano.
– ¿Viste caer a mis hermanos?
– Colm, Finn y yo luchábamos cerca de ellos. El conde de Bothwell fue rodeado y sus hermanos corrieron a salvarlo. Los ingleses los asesinaron en el acto y luego mataron al joven arzobispo y al rey. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Jacobo, los hombres quedaron de devastados, milord. Fue entonces cuando oímos el cuerno. Al principio dudábamos de que fuera usted, pero al escucharlo dos veces más, tratamos de salir del campo de batalla y localizarlo.
– Siento vergüenza de no haber estado con ustedes.
– Al contrario, milord, dé gracias a Dios por no haber estado allí pues hemos perdido a nuestro buen rey y a lo mejor de la nobleza de Escocia. Su hijo es muy pequeño, señor, y Claven's Carn lo necesita.
– El nuevo rey no es mucho mayor. ¡Dios proteja a Escocia! ¿Qué pasó con el conde de Angus? ¿También murió asesinado?
– No, milord -contestó Alan entusiasmado-. Jacobo dejó a Archibald "el Temerario" Douglas en Edimburgo a pedido de la reina. Parece que ella y el obispo Elpinstone no se llevan muy bien.
– Fue una decisión acertada-opinó Logan.
Cruzaron la frontera y siguieron cabalgando rumbo a Claven's Carn. Cuando se les acabaron los pasteles de avena, se detuvieron en una granja y pidieron permiso para pasar la noche en el establo cálido y seco. Tanto los hombres como los caballos necesitaban con urgencia comer y descansar.
– ¿Sería tan amable de darnos algo de comer? -preguntó Logan al granjero-. Anoche se nos acabaron las provisiones y hoy no hemos ingerido nada. Traigo noticias de la guerra.
El hombre asintió.
– No tenemos muchos víveres, pero los compartiremos con gusto.
La esposa del granjero le pidió a Alan, el más robusto de la comitiva, que llevara un caldero con guiso de conejo al establo. Ella lo siguió con varias rodajas de pan en el delantal. Los hombres le agradecieron y empezaron a arrancar pedazos de pan para mojarlos en el guiso y a clavar sus cuchillos en los tiernos trozos de carne. Mientras tanto, en la vivienda del granjero, Logan contaba el desastre de Flodden, mientras comía una cazuela del mismo guiso, que, dadas las circunstancias, le pareció un manjar.
– Así que Jacobo ha muerto. ¡Dios se apiade de su bondadosa alma!-exclamó, y tanto él como su esposa se persignaron-. La batalla fue terrible y lamento muchísimo no haber ido. Pero mis hijos son todavía muy pequeños para ocuparse de la granja y mi esposa está encinta otra vez.
– De no haberse quedado, habría sido carne de cañón, señor. Mi esposa también dará a luz y se asustó cuando supo que tenía que partir a la guerra. Envié a mis hermanos, que ahora están muertos, junto con veinte hombres a marchar con el rey. Cuando logré tranquilizar a mi Jeannie, los seguí y al llegar a Flodden vi las secuelas de la batalla. Tres hombres de mi clan sobrevivieron. Me avergüenzo de no haber servido a mi rey, a quien conocía personalmente. El conde de Bothwell era pariente mío y me casé en la capilla real de Stirling.
– Pasó lo que tenía que pasar -sentenció la fatalista esposa del granjero-. No era su destino morir en Flodden.
– ¿Acaso tiene el lang eey? -preguntó Logan.
– A veces veo cosas -murmuró la mujer.
– Nuestro rey lo tenía.
– Lo sé. Mañana también les daré de comer a usted y a sus compañeros, señor de Claven's Carn, y les prepararé pasteles de avena para llevar. Pese a las lluvias, hemos tenido una buena cosecha, así que no me faltará cereal en el invierno.
Logan agradeció a la mujer, salió de la casa y se reunió con sus hombres en el granero. La mayoría dormía a pierna suelta sobre el suave heno y él decidió imitarlos. Por primera vez en mucho tiempo, descansaría en un sitio seco y cálido.
Dos días más tarde llegaron a Claven's Carn, donde Logan se enteró de que Jeannie había muerto en el parto, y que su segundo hijo también había fallecido. Ya los habían enterrado en el cementerio familiar, situado en la ladera de la colina. Las cuñadas de Logan estaban sentadas en el salón y no parecían interesadas en los infaustos acontecimientos de Flodden.
– ¿No desean saber qué les sucedió a sus maridos? -les preguntó Logan.
– Si hubiesen sobrevivido, estarían contigo -dijo Katie, la esposa de Ian. '
– ¿No llorarán por ellos, al menos?
– ¿Acaso volverán si lo hacemos? -contestó Maggie, la esposa de Colin.
Asombrado por la dureza de sus corazones, Logan fue en busca de su vieja niñera, que vivía en Claven's Carn y sabía todo cuanto ocurría en la propiedad. La encontró en su alcoba, tejiendo y canturreando frente al telar.
– ¿Qué sucedió, Flora? -Preguntó sentándose en un banquito junto a ella-. ¿Cómo murieron mi Jeannie y el pequeño?
Flora lo miró con sus ojos avellana transidos de pena.
– Según mis cálculos, el niño nació antes de tiempo. La señora quedó devastada tras tu partida, Logan, y no cesaba de llorar. Estaba convencida de que te matarían y manifestaba sus temores a quien quisiera oírla. Decía que ella se quedaría viuda con dos hijos en Claven's Carn y que sería una presa fácil para todos los malhechores y asaltantes, que no vacilarían en aprovecharse de su soledad y desamparo.
– ¡Maldición! No me di cuenta de lo aterrorizada que estaba.
– Tú tenías que partir, Logan. Jeannie vivió encerrada en un convento toda su vida y tenía miedo hasta de su propia sombra, aunque lo disimulaba en tu presencia. No quería abochornarte. El niño asomó primero las piernas y en su esfuerzo por escapar del vientre materno se enredó con el cordón umbilical y murió estrangulado. Yo podría haberlo salvado con la ayuda de alguna de tus cuñadas, pero se negaron rotundamente. Decían que las culparías si llegaba a ocurrir algo malo y no querían malquistarse contigo, pues debían pensar en el bienestar de sus hijos. Las sirvientas estaban en sus propios hogares, pues los maridos habían partido a la guerra. No había nadie que me ayudara. El niño nació muerto, lo siento mucho. Era bastante grande pese a haber nacido antes de tiempo. Tu esposa se desangró hasta perder la vida. No pude hacer nada, Logan. Bien sabes que hubiera hecho todo lo posible por salvarla.
Logan asintió.
– ¿Quién la enterró?
– Un grupo de ancianos cavaron la tumba. Yo la bañé y le puse la mortaja -respondió Flora con lágrimas en los ojos.
– ¿Qué hicieron Maggie y Katie?
– Son dos malvadas. Ni siquiera acompañaron a tu esposa a su última morada. Ese día llovía y dijeron que no querían mojarse. Pero todos los que estaban en Claven's Carn siguieron el ataúd. La amaban mucho, pese a que era una dama del norte.
Logan se puso de pie, inclinó la cabeza y besó a la anciana en la mejilla.
– Gracias, Flora -fueron sus únicas palabras y se retiró de la pequeña alcoba.
Irrumpiendo en el salón como una tromba, se dirigió a sus cuñadas, que departían animadamente en un sillón.
– ¡Levántense ya mismo y empaquen sus pertenencias! Mañana a primera hora ustedes y sus hijos se irán para siempre de esta casa. ¡No quiero volver a verlas en mi vida!
– Has estado hablando con esa vieja -comentó Maggie-. No le hagas caso, nos odia.
– Cuando les ordené que fueran a vivir a sus propios hogares, me dijeron que Jeannie las odiaba. Mis hermanos murieron por defender nuestras tierras y ni una lágrima derramaron por ellos. Dejaron morir a mi esposa por rehusarse a ayudar a Flora, que podría haber salvado a Jeannie, y tal vez también al niño.
– ¡Fue idea de Maggie! -Se defendió Katie-. Yo quise colaborar, pero ella me convenció de que debíamos darle la espalda por habernos obligado a vivir en esos cuchitriles.
– ¡Mientes! -replicó Logan-. Si hubieses querido ayudarla lo habrías hecho sin importar lo que dijera Maggie. Ahora, escúchenme las dos. Las casas donde residen les pertenecen y me ocuparé de que ustedes y los niños tengan comida y ropa. Enseñaré a los tres niños a usar las armas. Algún día les entregaré la dote y les buscaré esposas. Lo haré en honor de mis hermanos. Eran hombres buenos y no merecen que sus hijos sufran por la perfidia de sus madres. Pero a ustedes dos no quiero volver a verlas. Y si se les ocurriera casarse de nuevo, les aseguro que no vacilaré en expulsarlas de Claven's Carn.
Katie se puso a llorar. Maggie, en cambio, exclamó con descaro:
– ¡No puedo creer que nos hagas esto, Logan! Fuimos buenas esposas con Colin e Ian.
– Por esa razón no les quito a los niños y las arrojo al camino -replicó con voz dura-. ¡Ahora, lárguense!
– ¡Nunca la amaste, Logan, y ella lo sabía!
– Es cierto, pero la quería y la respetaba como esposa y dueña del castillo. Ella sabía que no la amaba, pero a la larga tal vez lo hubiera hecho.
– ¡Jamás querrás a otra mujer que no sea Rosamund Bolton! -exclamó Maggie con una risa áspera. Luego dio media vuelta y se retiró del salón, con la llorosa Katie pisándoles los talones.
Logan se sirvió una gran copa de vino y la bebió de un trago. Al rato salió al exterior y subió la colina donde estaban enterrados su esposa y su hijo. Contemplando el montículo de tierra del que comenzaba a brotar el pasto, dijo:
– Jeannie, lo siento mucho y también te doy las gracias por el pequeño Johnnie. Pasara lo que pasase, sabrá que eras su madre y que lo amabas con toda el alma. También sabrá que fuiste una buena esposa y que yo te respetaba. Pero lamento profundamente no haberte amado.
Se quedó un rato frente a la tumba, mientras el sol se ponía y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Luego, regresó al salón donde los sirvientes, bien adiestrados por su difunta ama, lo esperaban con la cena. Después de comer, se dirigió a la alcoba de su hijo y heredero, que dormía chupándose el pulgar. Pobre criatura, había perdido a su madre, como el pequeño rey había perdido a su padre. ¿Qué pasaría con Escocia en manos de este niño rey, cuyo poderoso tío, Enrique Tudor, recién estaba comenzando a mostrar sus zarpas?
El 21 de octubre de 1513 Jacobo V fue coronado en Stirling por James Beaton, arzobispo de Glasgow. Tenía apenas diecisiete meses de edad y estaba rodeado por lo que quedaba de la nobleza de Escocia, que lloró cuando la gran corona fue colocada en la pelirroja cabecita del niño. Fue una ceremonia triste. En ese momento, la principal preocupación del país era Inglaterra: había que firmar la paz y evitar que Enrique Tudor se inmiscuyera en la educación de su sobrino e intentara influir en su hermana.
La reina Catalina se había dirigido al norte con su propio ejército cuando Surrey venció y mató a Jacobo IV en Flodden. Estaba encinta una vez más, pero, imitando a su madre, la reina Isabel de España, se había preparado muy bien para el combate. Transmitió a Enrique la noticia de la derrota de Jacobo Estuardo e incluso se le ocurrió la morbosa idea de enviarle la túnica ensangrentada que había usado el rey al ser asesinado. Influido por Inglaterra y España, el papa Julio había excomulgado a Jacobo. Su cuerpo, que, por lo tanto, no podía recibir cristiana sepultura, jamás fue encontrado. Los ingleses decían que se había ido al infierno; los escoceses, por el contrario, defendían a su difunto y amado monarca. Jacobo IV, como el rey Arturo, había desaparecido -Rex quondam, Rexque futurus, rey en el pasado y el futuro-, pero regresaría cuando Escocia más lo necesitara. Ese era su consuelo.
En el mes de octubre, Enrique Tudor regresó de sus aventuras en Francia y Catalina se aseguró de que fuera recibido como el héroe que él presumía ser. Ya no era el segundo hijo de la advenediza familia Tudor que había usurpado el trono. Se había convertido en el Gran Enrique. El rey se jactaba de sus triunfos personales, opacados ahora por la victoria de Flodden.
– La victoria es también tuya -repetía la reina, y el conde de Surrey, el verdadero vencedor, asentía-. Escocia ha sido aplastada.
Catalina se cuidaba muy bien de no decir que, si bien Jacobo había muerto, Escocia ya tenía un nuevo rey: Jacobo V, el sobrino de su esposo. Sin embargo, el orgullo de Enrique por sus hazañas militares duró poco, pues en diciembre de ese año su esposa dio a luz a un niño muerto.
– Ojo por ojo -comentó sin piedad Margarita, la reina de Escocia, cuando se enteró de la noticia. Ya no tenía ganas de mostrarse compasiva. Embarazada de su segundo hijo, sentía pena por su difunto esposo y también rabia por ser la única responsable del gobierno de Escocia, del pequeño rey y de la criatura por nacer. En su testamento Jacobo la había nombrado tutora del joven soberano. Margarita Tudor se convirtió en la regente de Escocia con la aprobación del consejo real. Sin embargo, los nobles no confiaban enteramente en ella por ser la hermana del monarca de Inglaterra. No les importaba que siempre hubiera manifestado una lealtad absoluta a su marido y a Escocia. Era mujer e inglesa, y eso bastaba para despertar suspicacias. Los nobles tenían la mira puesta en Francia, donde vivía el duque de Albany, sobrino de Jacobo III y el pariente sanguíneo más cercano del rey. En una época caracterizada por la intriga política, la corrupción y la traición, destacaba como un hombre honesto y de moral intachable.
El consejo de la reina estaba formado por el arzobispo Beaton, que oficiaba de canciller, y los condes de Angus, Huntley y Hume, que se ocupaban de asistir a Margarita. Además, un tribunal de nobles integrado por seis caballeros, tres laicos y tres pertenecientes al clero, debía asesorarla en los asuntos cotidianos de gobierno. La reina no podía tomar ninguna decisión sin antes consultarlos. Margarita no era ninguna cabeza hueca, como creía su marido. Ese era el papel que representaba ante Jacobo para complacerlo. Como descubrieron muy pronto los miembros del consejo, era una mujer testaruda y sumamente perspicaz.
El castillo de Stirling pasó a ser la residencia principal del rey, y lord Borthwick fue designado comandante del castillo, con el título de capitán. Las armas enviadas por Luis XII de Francia a Jacobo IV fueron trasladadas a Stirling y lo convirtieron en una fortaleza inexpugnable. La reina conservaba el tesoro, lo que le permitía acrecentar aun más su poder. Pidió al Parlamento que se reuniera en la primavera. Una vez afianzado del gobierno, el siguiente paso consistía en firmar la paz.
El primer gesto de paz surgió de Inglaterra, cuando la reina Catalina envió a uno de sus sacerdotes favoritos para que consolara a Margarita. Sin embargo, lord Dacre, por instrucciones de Enrique VIII, seguía atacando, incendiando y saqueando las zonas fronterizas. Escocia era un país de viudas y huérfanos. Se emitieron proclamas en nombre del nuevo rey, en las que se prohibía el abuso de mujeres y niños, pero los actos de violencia, los robos y las violaciones no cesaron. Además, no había suficientes hombres para mantener la paz, de modo que las víctimas de esos crímenes eran numerosas, pese a los denodados esfuerzos de la reina Margarita y de sus consejeros por evitar tan penosa situación.
Muchos jóvenes ya convertidos en lores estaban ansiosos por continuar la guerra contra Inglaterra. Sedientos de venganza, les parecía inútil hacer la paz con el viejo enemigo. Necesitaban un fuerte líder militar que enfrentara a lord Dacre y pidieron al rey Luis que enviara al duque de Albany. Pero el monarca francés jamás haría nada que pusiera en peligro la regencia de Margarita. En un intercambio epistolar con la joven viuda de Jacobo, le aseguró que sólo enviaría al duque de Albany si ella así lo requería y que no firmaría la paz con Inglaterra sin su permiso, pues Francia era el más antiguo y fiel aliado de Escocia. Además, le ofreció los servicios de un tal La Bastie, su diplomático de mayor confianza, devolverle las naves que Jacobo IV le había prestado y que aún se hallaban en Francia, y mandar de vuelta al conde de Arran, primo del rey, y a lord Fleming.
Los miembros del consejo se reunieron en Perth en el mes de noviembre. Confirmaron una vez más la vieja coalición con Francia y acordaron solicitar al rey Luis que enviara al duque de Albany para defender a Escocia, pues consideraban que sus actividades no interferirían en absoluto con la regencia. Archibald "el Temerario" Douglas, conde de Angus, que estaba a favor de una alianza con Inglaterra, no asistió a la reunión. Desconsolado por la muerte de sus dos hijos, había regresado a su hogar para dejarse morir.
En Inglaterra, Enrique se sentía por momentos furioso y por momentos preocupado. Como tío del joven rey, se consideraba el guardián natural del niño. Le escribió a su hermana para que impidiera la llegada del duque de Albany. Temía que suplantara a Margarita por el hecho de ser hombre y alentara al pequeño monarca a deshacerse de su tío inglés. Luego, escribió a Luis XII pidiéndole que retrasara la partida del duque de Albany hasta que Inglaterra firmara la paz con su vecino del norte. Margarita tenía muy en claro cuáles eran sus lealtades y jamás permitiría que fueran objeto de disputa o negociación. Su único deber, solía decir, eran sus hijos.
Por su ubicación, tanto Friarsgate como Claven's Carn se habían salvado de los ataques fronterizos. Adam escribió que los Leslie de Glenkirk no habían respondido al citatorio del rey, pero que nadie los había echado de menos debido a la confusión producida tras la muerte del Jacobo IV en el campo de Flodden. Patrick se hallaba en perfecto estado de salud, mas no había recobrado la memoria de los últimos dos años. Rosamund leyó la carta con el rostro impasible. Ya había enterrado su dolor en lo más profundo del corazón y solo permitía que aflorara a la noche, cuando estaba en la cama, sola y en la más absoluta oscuridad. No había recibido noticias sobre el nuevo hijo de Jeannie y supuso que Logan se habría negado rotundamente cuando su esposa le preguntó si la vecina de Friarsgate podía ser madrina del bebé. No se sentía desilusionada. Después de todo, habría sido una situación de lo más extraña, aunque la dulce Jeannie ignorara la relación que su marido había querido forjar con la dama de Friarsgate.
Hacía tiempo que habían recogido la cosecha y comido el ganso de San Martín. A principios de mes, llegó un mensajero de parte de Margarita Tudor. No era una invitación como la que había recibido dos años atrás. En esta oportunidad, la reina le contaba a su vieja amiga cómo había sido la batalla del Flodden donde había muerto su marido, que el pequeño Jacobo era el nuevo soberano, que su próximo hijo nacería en primavera y que, por voluntad del extinto rey, había asumido la regencia de Escocia.
Me agotan todas las tareas que debo hacer, pero los lores que no fueron asesinados en Flodden junto con mi esposo se han mostrado solícitos y comprensivos conmigo. Sobreviviremos. Mi hermano Enrique, la causa de todos mis infortunios, anda pregonando a los cuatro vientos que él debería ser el guardián de mis hijos. Por supuesto, jamás permitiré tal cosa, pero aun cuando considerara esa posibilidad, los fantasmas de todos los reyes Estuardo se levantarían de sus tumbas y me acecharían de por vida con total justicia.
– ¡Ah, cómo le gustaría a Enrique ser el custodio de Escocia! -exclamó Tom al enterarse de las noticias. Y agregó riendo con malevolencia-A falta de un hijo propio, podría hacer de padre del pequeño Jacobo.
Rosamund no pudo evitar reír.
– Te has vuelto más lenguaraz desde que vives en Edimburgo. No te atreverías a decir esas cosas en Londres.
– Al final no respondiste la carta del rey, ¿verdad?
– Edmund la contestó por mí. De todos modos, Enrique Tudor tiene que ocuparse de asuntos más importantes que una viuda de Cumbria que conoció alguna vez. Ahora es uno de los principales actores del escenario mundial, Tom. Sus temores o sospechas respecto de mi relación con el conde de Glenkirk habrán mermado luego de la extraordinaria y terrible victoria de Flodden.
– ¿Qué novedades tienes de Claven's Carn? ¿La dulce Jeannie dio a luz un niño o una niña?
– No tengo la menor idea. No he recibido ninguna noticia, pero, en esta época, es perfectamente comprensible. Además, dudo que Logan me haya aceptado como madrina de la criatura. ¿Qué opinas?
– Tal vez cruce la frontera con algunos de mis hombres para averiguar lo que ocurrió. Estoy intrigado y, digas lo que digas, tú también lo estás.
– Entonces ve y averigua, Tom. El tiempo seguirá agradable por unos días más. Pero evita que el invierno te sorprenda en Claven's Carn. Pese a los esfuerzos de Jeannie, el castillo es de lo más inhóspito.
– Recuerdo cuando decías que jamás tendrías oportunidad de usar tus finos vestidos si vivieras en ese lugar.
– Y lo seguiría diciendo -replicó Rosamund.
Lord Cambridge y seis guardias armados que lo acompañaban desde Otterly partieron de Friarsgate a la mañana siguiente. Pese a ser un día de diciembre, el clima era seco y agradable. Llegaron a Claven's Carn a la tarde; los hombres del clan que custodiaban el pequeño castillo los reconocieron de inmediato y abrieron los portones para que ingresaran. Tom desmontó del caballo y se dirigió directamente al salón, donde solo vio a una joven criada meciendo la cuna junto al fuego. Lord Cambridge se acercó a ver al niño pensando que se trataba del recién nacido, pero, Para su asombro se encontró con el heredero de catorce meses.
– ¿Dónde está tu ama?
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par. Asustada y nerviosa, se levantó de la silla y respondió:
– El ama está muerta, señor.
– ¿Y la criatura? -preguntó, sorprendido y apenado por la noticia
– Enterrada con su mamá.
– Por favor, ve a buscar al amo, pequeña. El niño está dormido y no necesitará de tus servicios por un buen rato.
La joven se retiró deprisa y Tom se quedó reflexionando sobre la información que acababa de recibir. Era una tragedia que Jeannie y el bebé hubiesen muerto, pero al menos, pensó, Logan ya tenía un hijo que lo sucediera. Ahora que era viudo, ¿volvería a cortejar a Rosamund? ¿Y ella lo aceptaría pese al dolor por Patrick? El invierno sería tedioso, pero la primavera y el verano traerían entretenimiento. Una sonrisa iluminó su rostro. El viaje le había procurado material suficiente para provocar a su prima durante varios meses.
– ¡Tom! -exclamó Logan al entrar al salón-. ¿Qué te trae a Claven's Carn? Se supone que ingleses y escoceses hemos vuelto a ser enemigos -acotó con una sonrisa.
– No suelo hacer caso de las decisiones políticas de reyes y reinas, querido, sobre todo cuando en el medio está metida la Iglesia. La niñera acaba de contarme la terrible tragedia. ¿Qué ocurrió?
El bello rostro de Logan se ensombreció.
– Siéntate, Tom. Sé que te gusta mi whisky. Te serviré un trago y te diré lo que le ha pasado a mi pobre esposa.
Tomó del armario una botella con un líquido ambarino, llenó dos copas de peltre, se acercó al huésped y le tendió una de ellas. Luego se sentaron frente al fuego, con la cuna donde dormía Johnnie Logan entre los dos.
– Cuando me convocaron a la guerra, Jeannie reaccionó muy mal y quería que me quedara en casa. Mandé primero a mis hermanos y la mayoría de mis hombres para que se adelantaran mientras yo trataba de calmar a mi esposa. Finalmente logré llegar al campo de batalla, pero el combate casi había concluido y el rey había sido asesinado. Al regresar a Claven's Carn, me enteré de que Jeannie y el niño habían muerto en el parto. Ya los habían enterrado, por supuesto. Luego supe que su padre y sus hermanos habían perdido la vida en la batalla. La madre ingresó al convento donde se educó mi esposa para dedicarse a rezar y a llorar a sus muertos por el resto de su vida. Le envié una carta contándole acerca del fallecimiento de su hija.
Tom manifestaba su compasión asintiendo con la cabeza.
– Fue una tragedia terrible para Escocia, pero recuerda que la paz entre nuestros países nunca ha durado mucho tiempo.
Tras una larga pausa, Logan inquirió:
– ¿Cómo está Rosamund?
Lord Cambridge mantenía un semblante impasible, pero para sus adentros pensaba: "Aja, todavía la ama".
– Sigue de duelo por su tragedia personal, Logan.
– ¿Los Leslie fueron a Flodden?
– No lo sé. Sólo sé que Adam, el hijo de Patrick, no permitió que su padre fuera a la guerra. Sospecho que incluso le ocultó la citación del rey. Adam mismo tomó la sabia decisión de permanecer en Glenkirk. Tal vez envió una tropa, no estoy seguro. Según le escribió a Rosamund, parece que nadie advirtió su ausencia, lo que es harto probable, pues no son gente muy conocida. El primer conde de Glenkirk era solamente el señor de su pueblo antes de convertirse en embajador de Jacobo IV.
– ¿Te agradaba lord Leslie?
– Oh, sí. Era un buen hombre y amaba a Rosamund con toda el alma. Lo que le ocurrió la primavera pasada fue una verdadera tragedia, aunque él no lo sepa, ya que sus recuerdos de los dos últimos años se han borrado para siempre.
– ¿Rosamund tiene el corazón destrozado?
– Sí. Pero los corazones pueden arreglarse, o al menos eso me han dicho.
– Entonces quizá me quede alguna esperanza.
– Quizá. Pero no te apresures, Logan Hepburn. No la abrumes con exigencias en estos momentos. Necesita un hombre fuerte que la respete y reconozca que ella también es una mujer fuerte. Bajo ningún concepto intentes doblegar su voluntad.
– ¿Le informarás sobre la muerte de mi esposa?
Por supuesto. Pero te aconsejo esperar hasta mediados del verano para cortejarla. Ella sentía gran afecto por Jeannie y no tolerará que le faltes el respeto. Y, por el amor de Dios, Logan, ¡no se te ocurra hablar de hijos con ella! Si logras conducirla al altar, los niños vendrán como consecuencia natural del mutuo amor que se profesen. ¿Entendido? Ahora dime qué hay de cenar, querido amigo. ¡Desfallezco de hambre!
Logan lanzó una sincera y estrepitosa carcajada. Había olvidado que Tom era un personaje muy divertido y, de alguna manera, la risa le devolvió el alma al cuerpo. Hacía demasiado tiempo que no se reía.
Un ruido proveniente de la cuna le indicó que su hijo había despertado. Lo alzó con sumo cuidado y se lo mostró a su huésped:
– ¿No es hermoso mi hijito, Tom?
– ¡Claro que sí!
Ansioso por bajar, el niño forcejeaba en los brazos de su padre. Logan lo paró en el piso y el muchachito caminó a los tumbos hacia uno de los mastines que había en el salón, se subió al lomo y aulló de placer. Los dos hombres se desternillaron de risa cuando vieron que el perro giraba su enorme cabeza y, mimoso, le lamía la carita.
– Le regalaré un poni en primavera -alardeó Logan-. Es un niño muy valiente.
– Sí, veo que es muy valiente -acordó Tom, y pensó: "Y veo que tú eres un padre bueno y abnegado, cualidades nada despreciables a los ojos de mi prima".
– ¿Pasarás la noche aquí?
– Sí. ¿Tus hermanos cenarán con nosotros?
– Murieron en el campo de Flodden.
– ¡Oh, has sufrido demasiadas pérdidas, milord! Llorar a tus muertos durante el invierno mitigará las penas, querido amigo, estoy seguro.
Al día siguiente Tom regresó a Friarsgate, impaciente por contarle a Rosamund todo lo que sabía.
La joven estalló en lágrimas cuando se enteró de la muerte de Jeannie y su bebé.
– Y dejó huérfano a su hijito. ¡Ay, primo, estos son tiempos difíciles para todos!
– Es cierto.
Cuando Rosamund se retiró del salón, Edmund preguntó:
– ¿Crees que Logan Hepburn intentará cortejarla?
– Tal vez, pero lo aconsejé que no apareciera por aquí hasta mediados del verano. A ella le agradaba Jeannie.
– Lo sé.
– Debes decirle a Maybel que contenga la lengua.
– Sí. Recordaré a mi bienintencionada esposa que si trata de convencer a Rosamund de que se fije en Logan, lo único que conseguirá será espantar a tu prima. Aunque él mismo la ahuyentará si empieza de nuevo a hablar de los hijos -acotó Edmund riendo con malicia.
– También le prohibí tocar ese tema -replicó Tom, jocoso.
Celebraron la temporada navideña que concluía con la Noche de Epifanía. Tom, como siempre, se mostró muy generoso con las hijas de Rosamund, quien, dadas las circunstancias, se sorprendió de que se las hubiese ingeniado para encontrarles regalos a todas.
– Tal vez viaje a Escocia en primavera -le dijo su primo-y me ocupe del barco que planeamos construir el año pasado.
– No perdimos el tiempo. Los rebaños que compramos el último verano tendrán cría el mes que viene.
– Nunca entenderé por qué las ovejas insisten en parir en febrero, cuando el tiempo es horrible y los lobos acechan por todas partes.
– Nadie ha entendido jamás a las ovejas -replicó Rosamund, riendo-. Es su modo de ser y me temo que nunca cambiarán. Al menos he logrado proteger los rebaños ahora que la nieve está cubriendo las pasturas en las laderas de las colinas.
El invierno se había instalado definitivamente. Tom regresó a Otterly para administrar su propiedad y ocuparse de sus asuntos comerciales. Para la festividad de la Purificación de la Virgen, el 2 de febrero, los días habían empezado a alargarse ostensiblemente. El padre Mata impartía lecciones a las hijas de Rosamund seis mañanas por semana. Las tres niñas se, sentaban a la gran mesa del salón y estudiaban aplicadamente, pues su madre y sus tíos consideraban que la educación era muy importante. Todas sabían leer y escribir. El joven pastor les enseñaba latín, no solo el clerical que se usaba en la misa, sino también el que se hablaba en las naciones civilizadas. Rosamund les daba clases de francés, del mismo modo que el padre de las niñas se lo había enseñado a ella. Sabían contar y hacer las operaciones básicas de aritmética. Rosamund y Edmund instruyeron a Philippa sobre cómo llevar las cuentas de la propiedad, ya que algún día la responsabilidad de Friarsgate recaería en ella.
– Los grandes señores suelen contratar a otras personas para que hagan ese trabajo, pero una dama inteligente tiene que saber administrar su propio dinero. De ese modo, evitará que los demás se equivoquen o incluso la engañen por ser mujer. No es fácil manejar Friarsgate, pero, si quieres conservarlo, tendrás que aprender. ¿Comprendes, mi ángel?
– Sí, mamá, entiendo perfectamente. Y si algún día me caso, ¿no debería ocuparse mi marido de todos esos asuntos?
– Friarsgate te pertenecerá a ti, Philippa, no a tu esposo. Tú eres la heredera y será tuyo hasta que lo legues a tu hijo o hija. Nunca será propiedad de tu esposo. Soy la última de los Bolton de Friarsgate y tú serás la primera Meredith de Friarsgate, pero tu heredero, que espero sea varón, será el próximo lord o lady de la finca. El desgraciado tío Henry nunca lo comprendió; para él, los dueños de Friarsgate deben ser los Bolton, pero nuestros hijos varones han muerto.
– ¿Cómo? ¿Y el hijo del tío Henry, mamá? -preguntó Philippa con aire inocente.
– Sólo podría convertirse en el heredero si tus hermanas y yo desapareciéramos de la tierra. No lo he visto desde que era pequeño. Era un niño odioso que siempre andaba pavoneándose y dando órdenes.
– Dicen que ahora es el jefe de una banda de ladrones.
– Lo sé. ¿Quién te lo dijo?
– Maybel. Asegura que Henry joven es todavía peor que la ramera de su madre.
– Tal vez tenga razón, pero no debería haberte dicho eso, Philippa. Quítate de la cabeza a tu malvado tío y a toda su prole. Jamás se inmiscuirán en tu vida.
– Sí, mamá -replicó la muchacha, obediente.
Rosamund salió a buscar a su vieja niñera.
– Maybel, no hables a mis hijas del joven Henry o las asustarás.
– A esas tres no las asusta nada.
– Porque son pequeñas y están protegidas. No han tenido la misma vida que yo y no quiero que sientan temor por los Bolton.
– Las cuidas demasiado, Rosamund. En vez de llevar a Philippa al palacio de la reina Margarita deberías haberla presentado en la corte de nuestra bondadosa Catalina. Ella fue amiga tuya alguna vez y podría ayudarla si la conociera. Philippa cumplirá diez años en abril y ya es hora de que empieces a buscarle un marido.
– Todavía no. Tal vez cuando tenga doce.
– Los buenos candidatos ya estarán comprometidos si esperas demasiado tiempo -replicó Maybel, molesta por la actitud de su sobrina-. A los diez años ya te habías casado dos veces y a los catorce ibas por el tercer marido.
– Y justamente por esa razón esperaré hasta que Philippa tenga doce. No quiero que se case con un vejestorio. Quiero que se enamore y despose a un muchacho de su edad, y que, en la medida de lo posible, permanezca con él el resto de su vida.
– ¡Pura charlatanería romántica!
– Pues, te guste o no, son mis hijas y tengo todo el derecho de planificar su vida. Y lo haré de la manera más sabia posible.
– Tal vez prefieran forjar sus propios planes.
Con la llegada de la primavera las colinas comenzaron a reverdecer. Bajo el cálido sol, las ovejas guiaban con orgullo a sus nuevas crías por las praderas. Los campos habían sido arados y sembrados. Los árboles de los huertos rebosaban de flores. El 15 de mayo, Banon, la segunda hija de Rosamund, festejó su octavo cumpleaños; Philippa cumplió diez a fines de abril; Bessie, cinco, a fines de mayo. Como en las celebraciones anteriores, Tom acudió a la fiesta y regaló a Bessie un cachorrito terrier. La niña gritó de alegría al abrir la cesta donde lo había colocado su tío, a quien agradeció con un fuerte abrazo. El inquieto perrito saltó de la canasta y correteó por el jardín, celosamente perseguido por la pequeña Bessie. Todos se echaron a reír, cuando, de pronto, fueron sorprendidos por visitas inesperadas, guiadas por un sirviente.
– ¡Cuánta felicidad! -exclamó Henry Bolton. Lo acompañaba un muchacho alto a quien Rosamund reconoció de inmediato. Era su primo Henry.
La dama de Friarsgate se levantó de su asiento.
– ¡Tío Henry, qué sorpresa! Acércate y únete a la fiesta. -Ignoró a su primo a propósito.
– He traído a mi hijo, que en estos momentos vive conmigo.
– Me han contado que se dedica a robar, tío.
– No, no, sobrina. Es un hombre completamente reformado. ¿Verdad, hijo?
– Sí, padre -respondió el joven, con los ojos clavados en Philippa-. ¿Ella es la heredera de Friarsgate, padre?
– Nunca te caracterizaste por la sutileza, primo -intervino Rosamund-. Si tienes la peregrina idea de desposar a mi hija, quítatela ya mismo de la cabeza. Ya se lo advertí a tu padre en diciembre. -Lanzó una mirada feroz a sus parientes.
– Con alguien tendrá que casarse la niña, primita -replicó el joven.
– Quien despose a mi hija ha de reunir dos condiciones fundamentales: primero, ella debe estar enamorada de él, y segundo, el hombre debe pertenecer a la nobleza. Y tú no satisfaces ninguna de esas condiciones. Si el propósito de la visita es pedir la mano de mi hija, me temo que pierden el tiempo.
– ¡Qué falta de hospitalidad!
– Irrumpes en mi casa sin previo aviso, traes a tu hijo que ha pasado los últimos años de su vida robando y causando escándalos, y pretendes casar a mi inocente hija con este rufián, algo que, te lo advertí, es absolutamente imposible. ¿Y ahora te asombras de mi falta de hospitalidad? En toda tu vida no hiciste otra cosa que tratar de arrebatarme mis tierras, pero no lo lograste, y ahora esperas obtenerlas a expensas de mi niña. ¡Jamás! ¡Te lo juro! ¡Márchate de inmediato! ¡Llévate a ese maldito engendro y no vuelvas a pisar mi propiedad!
Rosamund se plantó firme y extendió el brazo señalando la salida. La familia contemplaba la escena en absoluto silencio. Sus hijas nunca la habían visto tan enojada.
– Siempre fuiste una mujer insoportable. ¡Esta tierra es de los Bolton, perra estúpida, y lo seguirá siendo! ¡Te mataré antes de permitir que entregues Friarsgate a un extraño!
Se abalanzó sobre ella hecho una furia, pero Rosamund fue más rápida y dio un paso atrás.
– ¡Vete! -gritó con voz potente.
El rostro de Henry viró del rojo al morado.
– Ojalá hubieses muerto junto con tu hermano y tus padres. Siempre has sido una desgracia para mí, ¡maldita bruja! Todo esto debería ser mío, ¡mío! -Le salía espuma por la boca. Luego pegó un horrible alarido y cayó postrado a los pies de su sobrina.
– Me parece que por fin has aniquilado al viejo demonio -dijo el joven Henry mientras Edmund, arrodillado, tomaba el pulso a su medio hermano.
– Está muerto -informó el tío.
– ¡Me alegro! -replicó Rosamund con vehemencia.
El padre Mata se acercó y le aconsejó amablemente:
– Ten piedad de él, milady.
– Él nunca tuvo piedad de mí. No obstante, le daré en la muerte lo que jamás le daría en vida, padre Mata. Dejaré que lo entierren en Friarsgate.
El sacerdote hizo un gesto de aprobación.
– ¿Su casa es mía ahora? -se interesó el joven Henry.
– No -se apresuró a responder Tom-. La construí para él mientras viviera, pero forma parte de Otterly y Otterly es mío. Sé que tu padre redactó un testamento y que tú eres el único heredero. Ven a verme uno de estos días y averiguaremos qué te ha legado..
El joven asintió. Luego se dirigió a Rosamund y le hizo una reverencia.
– No diré que ha sido un placer volver a verte, prima. Aunque confieso que preferiría mil veces casarme y acostarme contigo que con esa tonta de tu hija. Soy un hombre experimentado ahora, y las mujeres me consideran muy diestro en la cama.
– ¡Lárgate! Me repugnas. Ni siquiera sientes pena por tu padre.
– No, no siento pena por mi padre. Lo detestaba. Siempre lo odié por la crueldad con que trataba a mi madre. Si me hubiera apoderado de Friarsgate, lo habría echado a patadas como tú. Y nunca hubiera permitido que enterraran sus inmundos huesos en esta tierra. -Se inclinó una vez más ante Rosamund. -Tal vez regrese algún día.
– Jamás -respondió con dureza y frialdad.