Capítulo Ocho

El levantamiento de la cuarentena fue muy celebrado en Deadwood. Los prostíbulos volvieron a abrir sus puertas, aliviando algunas presiones que habían generado mayor agresividad entre los hombres. Noah no fue requerido tan a menudo para acabar con peleas. True Blevins regresó del Valle Spearfish y, al frente de su caravana de bueyes, se dirigió hacia Cheyenne. La familia Dawkins se volvió a reunir, alegre de tener de nuevo a Josh en casa, y más aún por la recuperación de Lettie, aunque, al parecer, le quedarían algunas cicatrices en el rostro de por vida. Sarah se sumergió de lleno en su trabajo de editora, y Calamity Jane volvió a los bares.

El telégrafo trajo la noticia de que Rutherford B. Hayes y William A. Wheeler habían sido elegidos presidente y vicepresidente y difundió el mensaje de que la cuarentena de Deadwood había sido levantada. El tránsito por Deadwood se reanudó y aumentó el número de caravanas de bueyes que llegaban antes de las grandes nevadas, trayendo provisiones para el invierno.

Las mujeres de Deadwood tuvieron especial motivo de alegría, cuando apareció un titular en el Chronicle anunciando los primeros artículos comerciales para ellas: rollos de tela, cintas e incluso zapatos de tallas más adecuadas para ellas. El artículo señalaba que se constataría la progresiva civilización del pueblo a través de las mercancías que irían entrando: en primavera, además de semillas, llegó al pueblo un tonel lleno de bulbos de tulipán que causaron sensación. También se recibió el yeso de Sarah, mucho más de lo que había encargado. Junto al cargamento, llegaron los hermanos Hintson, un par de yeseros con visión de futuro, capaces de preveer que el primer edificio con paredes enyesadas desataría una reacción en cadena y que el negocio prosperaría. También llegó una colección de cuadros enmarcados y tapices tejidos en telar ancho, para adornar esas primeras habitaciones blancas, muebles de fábrica y un paraguas de un color diferente al negro. Era verde amarillento con rayas blancas y conseguía detener a cada mujer que pasaba junto al escaparate de la tienda de Tatum.

Pero de todo el cargamento, el signo más inequívoco de civilización fue la llegada de cuarenta gatos domésticos. Los trajo un especulador de Cheyenne, dentro de unas canastas en una carreta montada sobre ballestas, y en veinticuatro horas vendió toda la carga al exorbitante precio de veinticinco dólares por cabeza.

Aunque Sarah no tuvo la ocasión de anunciar en su diario la llegada al pueblo de los felinos antes de que fueran comprados, sí pudo, no obstante, comprar uno. Era una hembra de pelo blanco y corto con un ojo azul y el otro verde. Desde el momento en que la cogió en brazos se enamoró de ella. Era una criatura tranquila, crecida y muy cariñosa. Cuando Sarah la cogió, entornó los ojos, se acurrucó y le frotó la parte inferior de la barbilla con la cabeza, requiriendo así su atención. Sarah le acarició el cuello y el animal ronroneó.

– Hola, gatita -murmuró-. Eres igualita al viejo Mandamás. -Mandamás era el gato con el que Addie y ella habían crecido; lo llamaban así porque se le trataba como al rey de la casa-. Te gusta que te mimen ¿eh?

Aunque le hubiera encantado quedarse con el animal, Sarah lo llevó a la oficina sólo temporalmente, donde alteró por completo la actividad laboral. Josh y Patrick abandonaron sus tareas y se turnaron para sostener y acariciar al recién llegado, examinando sus ojos y luego soltándolo para que se situara en la habitación. Exploró la base de la imprenta y olisqueó los recipientes de tinta aceitosa. Saltó a la silla de Sarah, se relamió un rato, encogió sus patas y se acurrucó.

– Nos vendría muy bien un cazador de ratones. ¿Qué nombre le pondrá? -Preguntó Josh.

– Ninguno. Se lo regalaré a mi hermana.

– Vaya, ¿en serio?

– Sí. Siempre le gustaron los gatos y he notado que hay otras mascotas en ese lugar. Incluso un loro verde.

– ¡Uau! ¿De verdad? -Los ojos de Josh brillaron de excitación-. ¡Me gustaría tanto verlo!

– Pues no lo vas a hacer, jovencito. Ya te he dicho que te mantengas alejado de ese sitio. Pero, ya conoces a las gatas. Dentro de poco tiempo ésta tendrá una familia y le diré a Addie que nos regale su mejor cría. Además tienes razón, necesitamos un cazador de ratones que evite que se nos coman el papel.

Esa misma tarde, fue a ver a Addie. Hacía un día gris y sombrío y amenazaba con volver a nevar. Sobre las paredes de roca circundantes, nubes enormes parecían silbar y escupir rachas de viento a lo largo del canal, levantando el extremo del abrigo de Sarah y haciéndola estremecerse en tanto se apresuraba con la gata apretujada contra el pecho, dentro del abrigo de lana, sacando su cabecita blanca. En la sesión de noviembre el Concejo Municipal había aprobado la construcción de una cárcel y una iglesia, pero había rechazado la uniformización de las aceras de madera, así que Sarah subía y bajaba, subía y bajaba, caminando al amparo de las paredes de los edificios. Estaba subiendo los escalones al final de un tramo sin acera con la cabeza gacha, cuando sufrió un encontronazo repentino contra un cuerpo que iba en dirección contraria.

– ¡Eh! ¡Cuidado! -Dos manos enguantadas pararon el golpe. Sarah alzó la cabeza y se encontró con un conocido bigote castaño rojizo. Noah llevaba su Stetson marrón nuevo y una chaqueta de piel de oveja que lo hacía parecer el doble de grande.

– Lo siento, marshal. Iba despistada.

Él apartó sus manos y sonrió al ver a la gata.

– ¿Qué lleva ahí? -Acercó un dedo grueso y enguantado a la cabeza del animal, que pareció diminuta en comparación con él.

– Soy una de las afortunadas. Conseguí comprar uno.

– Ya veo. -Intentó acariciar el mentón de la gata, pero ésta se hallaba en un estado de excitación nerviosa notable, tanto por su situación, apretada bajo el abrigo, como por lo súbito del traslado.

– Mire -comentó ella levantándole la cabeza-. Tiene un ojo verde y el otro azul. ¿No es curioso?

Miraron a la criatura unos segundos.

– A veces los gatos con ojos de diferentes colores son sordos -dijo Noah.

– ¿En serio?

– Ajá. Recuerdo que cuando era pequeño, un viejo llamado Sandusky, dueño de una tienda de velas, tenía uno así. Solía darle un buen puntapié cuando el pobre animal no lo oía venir. Siempre tuve ganas de devolverle la patada al viejo Sandusky. Y, ¿adónde vas, gatito? -preguntó al animal.

– Se lo llevo a Addie.

De pie, muy cerca el uno del otro en la acera, por fin se permitieron mirarse a los ojos. Sarah tenía una mano alrededor de la cabeza de la gata para evitar que saltara y el dedo enguantado de Noah seguía en la nariz del animal.

– Es un bonito detalle por su parte. Supongo que le gustaría quedárselo.

– Siempre tuvimos gatos de niñas y creo que Addie añora la compañía de uno. Tiene uno de peluche en su habitación.

Al mirar los ojos grises de Noah Campbell, Sarah se preguntó si aún frecuentaría Rose's y, en particular, si todavía vería a Addie. La posibilidad de que así fuera le provocó una extraña opresión en el pecho. Fue tan repentina que no tuvo tiempo de analizar el motivo.

Volvió a concentrar su atención en la gata.

– Es del mismo color que nuestra vieja mascota, Mandamás.

– Le gustará.

– Ojalá. Espero que lo acepte. Todavía me habla con desgana y de mala manera, y no tiene ningún gesto conciliador hacia mí. Sin embargo, creo que se siente muy sola.

A Noah nunca se le había ocurrido que las prostitutas pudieran sentirse solas. Eran descaradas y atrevidas y vivían enclaustradas, haciéndose compañía las unas a las otras durante el día, hasta que llegaba la noche y, simplemente, cambiaban de compañía. Pero, por supuesto, debían de sentirse solas. Qué ciego era por no haberse dado cuenta de ello hasta entonces. Antes de que pudiera decir nada, ella prosiguió:

– Soy su única hermana y, a pesar de su degradante condición, podríamos ser amigas de nuevo si ella me lo permitiera. Me duele mucho ser rechazada cuando todo lo que deseo es ayudar.

Noah contempló la parte visible del pelo de Sarah, lo poco que asomaba por la bufanda de lana atada alrededor de su cabeza; contempló su frente suave, las largas pestañas y los hermosos ojos azules. Tenía un aspecto tan casto. En contraste, se acordó de Rose tratando de seducirlo, con el pelo sucio y desaliñado, la bata abierta y su aspecto general de abandono. No había vuelto a visitar los burdeles desde entonces, ni siquiera había tenido ganas de hacerlo.

– Tal vez le avergüence que usted la vea allí.

– No actúa como si se sintiera avergonzada, sino con sorna.

– Lo siento, no tengo respuesta para eso. Pero creo que le encantará el gato.

Dos hombres se acercaron. Sarah y Noah se hicieron a un lado para dejarles pasar. Cuando estuvieron solos de nuevo, ella miró a la gata y la acarició.

– ¿Señor Campbell…? -Tenía en la punta de la lengua una pregunta de lo más impertinente. Durante cierto tiempo, había pensado en preguntarle si Addie le había hablado alguna vez de su hogar, si le había dado alguna pista acerca de la razón por la que había huido. Pero finalmente, no pudo hacer acopio del valor suficiente para preguntarle nada sobre lo que podía haber habido entre su hermana y él-. Bueno, nada -dijo-. Supongo que tendré que tratar de entender a Addie por mi cuenta. -Alzó la cabeza y salió de su estado dubitativo-. Veo que el sombrero es de su talla.

Era la primera vez que lo mencionaba desde que se lo había enviado. Noah no lo usaba en la mesa en la pensión, pero sí durante el resto del día. El exquisito paño marrón era casi del mismo color que su pelo castaño rojizo, que se rizaba hacia arriba en las sienes, bajo la cinta. Sarah ya se había familiarizado con esa peculiaridad del pelo del marshal.

– Sí, lo es. Es un sombrero excelente… gracias. -Se sintió tonto por no haber dicho eso un mes atrás, pero un mes atrás no se hablaban.

– Y veo también que su ojo está curado.

– Ah, eso… -Le quitó importancia con un ademán.

– ¿Y el oído? ¿Cómo ha quedado?

Él se llevó una mano a la oreja y gritó:

– ¿Qué?

Se rieron. Al momento, y de pronto, dejaron de hacerlo y se miraron a los ojos algo desconcertados.

– Bueno -dijo Sarah cada vez más incómoda-. Será mejor que me vaya. Empieza a hacer mucho frío aquí fuera.

– Sí… nos veremos esta noche en la cena. -Se llevó una mano al ala del sombrero y echaron a andar en direcciones contrarias.

Unos seis metros más adelante, Noah no pudo resistir el impulso de volverse y mirarla. Se detuvo, giró la cabeza, y la sorprendió haciendo exactamente lo mismo… parada en la acera, observándolo con la gata apretada bajo el mentón.

Se contemplaron fijamente durante algunos segundos, hasta que tomaron conciencia de lo violento de la situación.

Luego, de manera simultánea, se giraron y siguieron su camino.


Sarah no había visto a Addie desde el brote de viruela. Esperaba que aquellas dos semanas hubieran ablandado a su hermana y que esta vez la acogida fuera más cálida. De pie en el pasillo frente a la habitación, Sarah se desabrochó el abrigo, cogió a la gata en una mano y llamó a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Addie.

– Soy Sarah.

Tras unos instantes de silencio, la puerta se entreabrió.

– ¿Qué quieres ahora? -Addie llevaba la misma bata que cuando la viera por última vez, en el tendedero.

– Quería asegurarme de que estabas bien.

– Lo estoy.

– Te he traído algo.

Los ojos de Addie se fijaron en la gata y las duras facciones de su rostro se suavizaron.

– ¿Es para mí? -Abrió más la puerta.

– Un hombre de Cheyenne trajo unos cuantos esta tarde. Conseguí hacerme con uno, y te aseguro que no fue nada fácil. Toma… -Le entregó el animal-. Es para tí.

– Oh… -Addie lo cogió como hipnotizada.

– La he traído metida en mi abrigo, así que debe de estar un poco asustada.

– Oh… mira qué preciosidad -susurró Addie mirando a la gatita, cogiéndola por el vientre con las manos y acercándola a su cuerpo-. Eres igualita al viejo Mandamás.

Se giró y entró con la gata. Sarah la siguió vacilante, quedándose cerca de la puerta abierta. Addie acarició al animal, lo acomodó en su brazo doblado e inclinó el rostro para frotarle la cabeza, hasta que la gata saltó a la cama.

Addie se sentó en el borde del colchón y estiró una mano hacia la gata. Cuando se acercó a ella, la instaló en su falda y comenzó a acariciarle el cuello con las dos manos.

– ¿Has venido desde Cheyenne? Te cuidaremos bien y no dejaremos que ese loro malo se te acerque.

Toda su antipatía se había desvanecido, y hablaba cariñosamente al animal. Observándola, Sarah sintió una gran felicidad. Ver a Addie sin su aire contrariado de otros días le hacía recobrar las esperanzas.

– ¿Cómo se llama? -preguntó sin desviar la atención de la gata.

– Que yo sepa, no tiene nombre.

– Tal vez la llame Mandamás.

– Esperaba que lo hicieras. -Era el primer recuerdo del pasado que Addie se había permitido manifestar. Sarah se adentró en la habitación y se detuvo cerca de las patas de la cama, bastante lejos aún de su hermana. Aunque deseaba sentarse junto a Addie, se resistió a ese impulso y al de echarse en la cama y estar con ella jugando con la gata. Era lo bastante inteligente para darse cuenta de que los sentimientos no podían forzarse; que llevaría tiempo y amor sacar a su hermana de su indiferencia.

– Es una hembra. Espero que me regales alguna de sus crías, si llega a tener.

Por primera vez desde que Sarah le había dado el regalo, Addie la miró.

– ¿Querías a Mandamás para tí, no?

– No. La compré para tí. Pero la llevé a la oficina para enseñársela a los muchachos y Josh se enamoró de ella.

Sus miradas se cruzaron durante unos segundos. La habitación parecía llena de sentimientos tímidos, no muy diferentes a los que preceden a un primer beso… ese momento de inseguridad y esperanza cuando dos personas vacilan antes de dar un salto que puede modificar de manera definitiva su relación sentimental.

– ¿Quién es Josh? -preguntó Addie por fín.

Era la primera muestra de interés por la vida de Sarah. Animada por ello, Sarah se sentó en la otra punta de la cama. Addie no dijo nada.

– Es un chico que trabaja para mí. Sus padres son los dueños de la panadería.

– ¿Y el otro es Pat Bradigan?

– Sí. Es un tipógrafo errante, pero muy bueno.

A Sarah le alegró que Addie no dijera que lo conocía. Lo llamó Pat en vez de Patrick… indicio suficiente para suponer que había sido uno de sus clientes.

– Bebe demasiado y sé que algún día desaparecerá y no volveré a verlo, pero mientras tanto, no sé qué haría sin él.

– Leí tu editorial -dijo Addie.

– ¿Qué te pareció?

– A Rose no le gustó.

– En realidad me importa muy poco su opinión. Me propongo hacer que cierren su negocio y el resto de locales del páramo.

– ¿Qué será de mí, entonces?

– Te librarás de esta vida, espero.

Addie se puso de pie, levantando también a la gata.

– ¿Y si no quisiera?

– Por favor, compréndelo, Addie, hay cosas que como periodista debo decir. Papá me lo enseñó.

– ¡Papá, papá… ojalá dejaras de hablar de él!

Mirando la espalda de Addie, Sarah percibió que la frágil reconciliación se estaba viniendo abajo.

– Creo que será mejor que me vaya para no echar a perder lo poco que hemos adelantado hoy. Cuida bien de Mandamás.

Addie mantuvo un terco silencio. Sarah se dirigió a la puerta.

De pronto, Addie giró sobre sus talones.

– Eh, Sarah.

Sarah se detuvo y miró a su hermana a los ojos.

– Gracias.

Sarah sonrió, levantó una mano a modo de despedida y se marchó.

Fuera, hacía un tiempo horrible. Había empezado a caer aguanieve, lo cual hacía imperceptibles las laderas del cañón y parecía aislarlas del resto del mundo. La luz de algunas lámparas filtrándose por las ventanas resplandecía débilmente y se fragmentaba en las aceras. El ruido en los bares era sólo un rumor. Sarah sintió pena por los animales que quedaban a la intemperie, con carámbanos formándose en sus crines y colas. Se cerró el cuello del abrigo y caminó con paso apresurado y la cabeza gacha. Se sentía emocionalmente confundida y necesitaba hablar con alguien sobre Addie y el marshal. Había sido una tarde excitante. Patrick cerraría la oficina, de modo que no tenía por qué volver allí y tampoco tenía ganas de cenar cara a cara con Noah Campbell. Así que se dirigió a casa de Emma, esperando que la invitaran a cenar.

Encontró a su amiga, como imaginaba, preparando la cena para su familia en la cálida y aromática cocina del piso superior del edificio, que también albergaba la panadería. Lettie abrió la puerta y sonrió al ver que era Sarah.

– Hola, señorita Merritt.

– Hola, Lettie. ¿Cómo estás?

– Mejor. -Pero la joven bajó la cabeza.

Sarah le levantó la barbilla y clavó su mirada en los preciosos ojos castaños de Lettie.

– Eres una chica muy hermosa, Lettie. Nunca lo olvides. La belleza es algo que nace en lo más profundo del alma y se refleja con un brillo inconfundible en los ojos y la sonrisa de las personas. Tú aún tienes ese brillo, créeme. No sé lo que daría por tener tu hermoso rostro.

Lettie se sonrojó… signo de salud, pensó Sarah.

– Vaya, os he interrumpido la partida. Lo siento. Hola, Geneva.

Lettie regresó a la mesa junto a Geneva, donde estaban jugando a las cartas.

Geneva sonrió.

– Hola, Emma. ¿Puedo pasar?

– ¿Qué haces ahí fuera con la noche tan espantosa que hace? -En la cocina, Emma le dio la vuelta a una chuleta, que despidió un siseo y un apetitoso aroma.

– Vengo de visitar a Addie.

– Niñas, guardad las cartas e id a buscar a papá. Decidle que la cena está casi a punto. -Cuando se hubieron ido, Emma preguntó-: ¿Cómo van las cosas con tu hermana?

– Mejor. -Sarah comenzó a desabrocharse el abrigo sin esperar una invitación.

– Bueno, aleluya.

– No hay para tanto, no ha sido más que un primer paso.

– Siéntate. Cuéntame cómo ha sido.

– Le compré un gato.

– ¡Pagaste veinticinco dólares por uno de esos gatos!

– Ha valido la pena, aunque sólo sea para verla sonreír. Es la primera vez que me parece atisbar a la Addie de antes. Dice que lo llamará Mandamás, como el gato que teníamos cuando éramos niñas. Es la primera referencia a nuestra vida en St. Louis que no provoca en ella una reacción amarga o violenta. Y, cuando me iba, me dio las gracias.

– Parece que estás logrando restablecer la comunicación.

– Tal vez… aunque también discutimos sobre el tema de los burdeles. Está tan distante, Emma. Es como si mostrar algún tipo de emoción o sentimiento hacia mí la fuera a degradar. No lo entiendo.

Emma destapó una olla, una nube de vapor se elevó hacia el techo, y pinchó una patata con un tenedor.

– Me temo que no puedo serte de gran ayuda.

– El marshal Campbell dice que tal vez ella sienta vergüenza de que yo la vea en ese lugar.

– ¿Sí? -Volviendo a colocar la tapa, Emma miró a Sarah y enarcó una ceja-. ¿Has estado hablando con el marshal?

– Sí, hace un tiempo que lo hacemos. Esta tarde nos encontramos en la calle.

– ¿Quieres decir que habéis mantenido una conversación civilizada?

– A decir verdad, bastante civilizada.

– Debió de serlo, si tocasteis un tema tan delicado como el de tu hermana. -Emma fue hasta el armario y extrajo de él un mantel con motivos florales.

– ¿Qué opinas de él, Emma? -la interrogó Sarah con aire pensativo.

– Tiene un trabajo difícil. -Emma desplegó el mantel en el aire y lo dejó caer sobre la mesa-. Parece provenir de una familia decente. Es un hombre justo, ya te lo dije. ¿Qué te parece a tí?

– Creo que es muy testarudo… pero hizo un buen trabajo durante la epidemia. Creo me respeta por lo que hago, aunque casi contra su voluntad, y que considera que las mujeres tienen más aptitudes para la profesión de Addie que para la mía.

– Toma… -Emma le entregó una pila de platos-. Pon la mesa, ¿quieres? ¿Ha pasado algo entre vosotros que no me hayas contado?

Sarah puso el mantel y empezó a colocar los platos. Había uno de más, como había esperado.

– En realidad, nada.

– ¿Entonces, a qué viene esa cara pensativa?

– No es nada. Desde que trabajamos juntos en la junta de salud nos hemos reconciliado un poco. Hoy hemos charlado sobre el gato y nos hemos reído.

– ¿Y luego?

– Y luego, cuando nos íbamos cada uno por su camino… oh, nada.

Emma dejó caer los cubiertos sobre la mesa.

– ¿Qué? Vamos, habla.

– Bueno, como te decía, nos estábamos yendo cada uno por su lado y, por algún motivo me giré para mirarlo y él estaba de pie en la acera mirándome.

Con las manos en las caderas, Emma miró a la mujer, algo más joven que ella, que disponía cuidadosamente cuchillos y tenedores sobre la mesa.

– Eso no es nada. Nada más que un hombre interesado por tí.

– Oh, Emma, no seas tonta. Le estoy haciendo la vida imposible desde el primer día que llegué al pueblo.

– No seríais la primera pareja de la historia que empezó odiándose.

– No somos una pareja. En todo caso, somos adversarios.

– No desde la batalla contra la viruela. Acabas de decirlo.

Las miradas de las dos mujeres se encontraron; la de Emma, práctica, la de Sarah, preocupada.

– Estoy muy confundida con respecto a él, Emma. -En ese momento, Josh entró ruidosamente en la cocina.

– Ya estoy aquí, mamá. Ah, hola, Sarah.

– Hola Josh -respondió Sarah, lamentando tener que interrumpir la conversación sobre el marshal Campbell-. ¿Todo en orden por la oficina?

– Sí, todo bien cerrado.

– Sarah se queda a cenar. Lávate las manos -le ordenó su madre- los demás están al caer.

La familia se reunió y ya no hubo tiempo para hablar en privado. Después de la cena, Sarah ayudó con los platos, pero los chicos se quedaron en la cocina hasta las siete, hora en que ella se marchó sin poder hablar más con Emma.

De camino a la pensión, siguió pensando en Noah Campbell. ¿Por qué se había girado para mirarla? Era un hombre antipático, insolente y de moral relajada, que había dejado en claro que a ella le convenía apartarse de su camino. Y Sarah era una mujer de principios morales estrictos, intolerante con ciertas facetas de la personalidad de un hombre. ¿Por qué se había dado la vuelta ella para mirarlo? Desde luego, la adversidad los había forzado a tragarse la aversión mutua durante la lucha contra la viruela. Pero la batalla estaba ganada; las cosas habían vuelto a la normalidad y eso significaba que volvían a ser contrincantes en lo que se refería a la clausura de los burdeles.

El viento todavía silbaba y la aguanieve se había convertido en nieve. El cielo estaba oscuro, excepto por algunas nubes. Sarah pasó por la oficina del periódico y, por simple costumbre, se aseguró de que la puerta principal estuviera cerrada con llave. Lo estaba, de modo que continuó su camino. Cogió una calle lateral y luego el sendero que llevaba, por la ladera del cañón, hasta la pensión de la señora Roundtree. Subía los empinados escalones que acababan en la puerta principal del edificio, cuando una voz la sobresaltó.

– Bueno, ya está aquí.

– Marshal, ¿qué está haciendo aquí fuera?

Se detuvo dos escalones antes de llegar a él y alzó la cabeza. Qué encuentro tan turbador después de haber estado pensando todo el trayecto en él.

– Fumando.

Fumar, sin embargo, estaba permitido en el interior de la casa; El recibidor estaba repleto de ceniceros de pie gigantescos. Además, él nunca había salido fuera a fumar hasta ese día. Sarah tuvo la certera impresión de que el marshal la había estado esperando.

– No ha venido a cenar.

– No. Cené con los Dawkins.

– ¿Cómo está Lettie?

– Cohibida por sus cicatrices.

– Se le pasará.

– Quizás sí, o quizás no. -Ella sabía por experiencia propia que la timidez por las carencias físicas podía no superarse. Por algún motivo, últimamente había estado reflexionando sobre las suyas.

Noah dio una calada y el viento le arrancó el humo de la boca al tiempo que arrojaba la colilla. Observó con mirada grave el cielo, como si el tiempo fuera de interés capital para él.

– Qué noche tan horrible -comentó.

Sarah decidió lanzarse.

– ¿No estaría preocupado por mí, verdad?

– Es mi trabajo preocuparme por los residentes de Deadwood.

– Bueno, ya ve que estoy bien, así que ya puede entrar. -Subió los últimos dos peldaños y estiró la mano hacia la empuñadura de la puerta. Antes de que la abriera, Noah le preguntó:

– ¿Le gustó el gato a su hermana?

– Le encantó. Lo llamará Mandamás.

– Bueno… eso debería alegrarla.

– Sí. -Estaban de pie, muy cerca el uno del otro, en la oscura y ventosa noche, con el sonido de la falda golpeando contra el tobillo de él y finos copos de nieve posándose en el ala del sombrero y deslizándose por la frente de Sarah, que mantenía su abrigo cerrado en la garganta. Él tenía ambas manos en los bolsillos de la chaqueta. Si existía una atracción física entre ellos, ninguno quería reconocerlo.

– Bien, buenas noches señor Campbell -dijo ella por fin.

– Buenas noches, señorita Merritt.

Una vez en la habitación, Sarah encendió una lámpara y un pequeño fuego en su diminuta estufa de hierro. De pie frente a ella, con las palmas de las manos muy cerca del calor del fuego, pensó en el marshal. ¿La habría estado esperando realmente? ¿Tendría razón Emma al decir que estaba interesado en ella? Sin duda no. ¿Entonces por qué se había vuelto para mirarla en la acera? De acuerdo, suponiendo que estuviera interesado, ¿cuales eran sus sentimientos hacia él? Aquella tarde, durante su conversación, se había producido un momento, fugaz eso sí, de regocijo, cuando sus miradas se habían encontrado. Él estaba tan sorprendido como ella, y mientras le cogía los brazos, Sarah había contemplado sus ojos grises con las erizadas pestañas rojizas, y le habían resultado muy atractivos. Su rostro ya no le parecía desagradable. Las pecas se habían desvanecido a lo largo del otoño y el viento había enrojecido sus mejillas. Era curioso, hasta se había acostumbrado al bigote. Y la nariz… bueno, su nariz era escocesa y muy apropiada para un hombre llamado Campbell.

«¿Qué sientes por él, Sarah?»

Durante toda su vida había racionalizado las situaciones en que se encontraba; era muy propio de ella analizar todos los datos con que contaba, antes de admitir cualquier cambio en sus sentimientos. La verdad era que no quería que ese cambio se produjera. Eso sólo la llevaría a una situación embarazosa, ya que él había sido amante de Addie y tal vez todavía lo fuera.

El cuarto se calentó. Sarah se quitó el abrigo y lo colgó. Estaba nerviosa y se paseaba por la habitación pensando en Addie, preguntándose cosas que no tenía derecho a preguntarse, sobre ella y Noah Campbell. Imaginó a Addie con sus manos en el pelo de Noah, el más hermoso que Sarah había visto en un hombre. Sarah nunca había hundido sus dedos en el cabello de un hombre.

Salió de su ensueño y se acercó al espejo para arreglar su propio pelo. Lo peinó con fuerza, se puso el camisón y cogió un pequeño espejo de mano. En él estudió su nariz isabelina, tapando con el dedo índice la punta para imaginarse cómo sería si la tuviera más corta. Examinó sus labios. Demasiado estrechos; ni gruesos ni seductores como los de Addie. Sus ojos… aún se salvaban, eran azules, vividos y chispeantes cuando no necesitaba usar gafas, pero cuando se las ponía se veía fea y sosa.

Suspiró, dejó el espejito en la mesilla de noche y cogió la pluma y el tintero para tratar de escribir un editorial sobre la necesidad de preservar las últimas grandes manadas de bisontes, ahora concentradas en el valle al este de Big Horn. Pero continuamente se distraía y se le secaba la tinta en la pluma en vez de en el papel. No lograba apartar de su mente el pelo de Noah Campbell.


A la mañana siguiente, durante el desayuno, se sintió violentamente consciente de la presencia de él al otro lado de la mesa. A pesar del razonamiento de la noche anterior, la realidad era que ella y Noah se habían estado viendo con una regularidad inquietante durante las últimas semanas; dos comidas diarias y Sarah había advertido cosas en él que una mujer decente no debía notar. Había llegado a reconocer la terca negación de su cabello a permanecer peinado hacia atrás, y los distintos matices de caoba a color nuez moscada que iba adquiriendo a medida que se secaba cada mañana durante el desayuno. También le resultaba familiar la marca de la línea del sombrero, aún cuando no lo llevara puesto y los rizos que se elevaban en las sienes, como plumas de la cola de un pato silvestre.

Había terminado por apreciar el suave aroma a jabón de afeitar que traía consigo a la mesa del desayuno, acompañado del brillo de la piel recién afeitada por encima y debajo del bigote. Conocía todas sus camisas -usaba una limpia cada mañana bajo el chaleco de cuero negro- la de franela roja, que llevaba puesta el primer día; una verde a cuadros con un cuello que necesitaba una vuelta; dos azules, una con un zurcido en el codo derecho, la otra más nueva; una marrón que le quedaba muy mal con su color de cara rojizo; y la blanca que se ponía los domingos.

Conocía sus preferencias en la mesa: café cargado, la comida salada y fuerte, una segunda ración de patatas fritas con los huevos matinales; ni col ni nabos, pero sí cualquier otra verdura; una buena cantidad de salsa, si había, dos tazas adicionales de café durante la comida y un cigarrillo en lugar del postre.

También conocía sus costumbres. Siempre saludaba con la cabeza a los hombres cuando decía buenos días. Pero jamás a ella. Cuando escuchaba con atención, se ponía el dedo índice en el labio superior. Cuando comentaba algo gracioso, a menudo se tiraba del lóbulo derecho. Prefería usar la servilleta y no los puños como algunos de los hombres.

Cuando dejó el comedor después de desayunar esa mañana, Sarah descubrió con consternación que no había memorizado ninguna de las costumbres del resto de pensionistas de la señora Roundtree.

Él también había llegado a saber mucho de ella. Vestía por lo general en tonos marrón -faldas, blusas y abrigos- y se ponía el reloj de bolsillo en el mismo lugar exacto cada mañana, sobre el pecho izquierdo. Llevaba la ropa sucia a la lavandería del pueblo los lunes por la mañana, e iba a por ella los martes por la tarde. Era una persona muy puntual; dejaba su habitación a las siete y media en punto cada mañana, y se sentaba a la mesa para cenar cuando tocaban las seis. Irónicamente, la comida en sí no le atraía y la ingería sólo por necesidad, abandonándola en el plato cuando su mente estaba absorta en algún artículo. Él advertía esa distracción por el silencio que guardaba en la mesa y la forma en que miraba fijamente el azucarero. A veces había que llamarla dos veces para que cayera en la cuenta de que le estaban hablando, aunque a la hora de imprimir, jamás olvidaba un detalle, fuera éste trascendental o no. Era muy sagaz escribiendo sobre temas que habrían parecido banales a la mayoría de la gente, pero que bajo su mano y enfoque expertos, se convertían en artículos brillantes, tanto para los residentes en Deadwood como para el resto del país, más allá de las colinas. El dedo medio de su mano derecha estaba deformado de tanto escribir y la mayor parte del tiempo exhibía una mancha de tinta. Tenía unos ojos azules cautivadores que le obligaban a mirarla dos veces siempre que no llevaba puestas las gafas. No se pintaba los ojos ni los labios y él pensaba que se indignaría si alguna vez llegaba a aparecer maquillada en la mesa. Su peinado casi no variaba, excepto cuando el moño en la nuca estaba algo ladeado, como si se hubiera peinado sin mirarse al espejo. Llevaba las uñas cortas y poseía un único par de zapatos, feos, a su juicio: unos botines de cordones marrones que la acompañaban a través del barro, la nieve y el estiércol de la calle, sobre el que continuaba protestando en cada ejemplar del periódico. Noah sospechaba que si el pueblo tuviera una iglesia, los mismos zapatos aparecerían allí junto con su atuendo dominguero. Y, por encima de todo, era consciente de algo: desde el día de su charla en la acera, ella había dejado de mirarlo a los ojos cuando le hablaba. Ahora clavaba la mirada en la estrella que llevaba en el pecho.

Los trabajos de Sarah Merritt y Noah Campbell los ponían en contacto a menudo. Ella le consultaba acerca de detenciones y del código penal. Cuando él hacía sus rondas, entraba en los negocios al azar, incluída la imprenta.

Siempre que se veían, ella se dirigía a él formalmente como «marshal Campbell» y él hacía lo mismo, llamándola «señorita Merritt».

Si, a medida que transcurrían los días, los encuentros se hacían más frecuentes, ellos lo atribuían a cuestiones prácticas, y a nada más.


Una semana después de la conversación en la acera, Sarah y sus empleados estaban trabajando en la oficina del periódico cuando entró una mujer pequeña y rellenita. Estaba bronceada y su piel tenía el color de una montura vieja. Su pelo era oscuro y unas pocas mechas grises rizadas brotaban del centro mismo de su cabeza. Sus ojos grises eran directos, casi penetrantes. Fue hacia Sarah como una flecha, ignorando por completo a Josh y a Patrick.

– ¡Al fin te conozco! -exclamó con una voz que retumbó en la habitación como un triángulo para llamar a comer.

Sarah se levantó de su escritorio, se quitó los protectores de puños de camisa y los dejó sobre la mesa.

– Soy Sarah Merritt -dijo.

La mujer extendió una mano.

– Soy Carrie, la madre de Noah Campbell.

Sarah notó el parecido de inmediato… los ojos grises, el diminuto botón en la punta de la nariz, los pómulos altos y redondos.

– Hola, señora Campbell. -Le estrechó la mano.

– Noah nos ha hablado mucho de tí. Y también de este lugar. Aunque he preferido venir y echar un vistazo por mi cuenta. Qué tal. -Saludó a Josh y a Patrick con la cabeza, sin callar un solo instante para permitir que Sarah se los presentara-. Por lo que sé, eres una mujercita emprendedora. Noah admira eso.

– ¿De verdad? -Sarah hizo un esfuerzo enorme por disimular su sorpresa.

– Yo le dije: Noah, ¿por qué no la traes a casa algún día?, pero ya sabes cómo son los hijos. Una vez que abandonan el hogar es casi imposible convencerlos de que vuelvan, y mucho menos de que traigan a sus amigos.

¿Amigos? ¿Aquella mujer pensaba que Sarah era amiga de Noah?

– Entonces me dije: de acuerdo, yo misma iré a esa oficina del periódico a saludarla. Mi otro hijo, Arden, seguramente pasará también por aquí en algún momento del día. Kirk… mi marido, tiene cosas mejores que hacer, ya que no venimos muy a menudo al pueblo, pero Arden y yo nos moríamos de curiosidad desde que Noah nos habló de tí la última vez que nos vino a ver.

«¿Lo hizo?» Sarah era consciente de que Patrick estaba escuchando todo mientras manejaba la imprenta y Josh también, mientras entintaba los tipos.

– Tienes que ser muy inteligente para dirigir este periódico como lo haces. Para mí leer es una lucha, por no hablar de escribir, pero Noah nos trajo un ejemplar de tu periódico y aunque a duras penas lo entendí, admito que fue muy excitante leer lo que pasa en el resto del país y aquí en el pueblo.

– Ustedes viven en el valle Spearfish, ¿no es cierto?

– Así es.

– ¿Le importaría que le hiciera algunas preguntas sobre el valle?

– Bueno… -Carrie Campbell enarcó las cejas-. Bueno, no, aunque no creo que te interese nada de lo que pueda contarte.

– El Spearfish ha sido el último bastión indio. El resto del país mira hacia allí con atención para ver si los indios son capaces de respetar el tratado.

La entrevista que siguió convenció a Carrie Campbell de la inteligencia de Sarah Merritt. Las preguntas abordaban el tema de la calidad de la cosecha de aquel año, los cultivos que se practicaban, la cantidad de cosecha por hectárea, el precio actual del forraje animal, las condiciones climáticas generales, incluyendo días de lluvia y de sol durante la pasada temporada agrícola, el número de familias residentes en el Spearfish, su origen étnico, su procedencia geográfica y los acontecimientos sociales del valle, si los había.

Cuando acabó de contestar a todas las preguntas de Sarah, Carrie observó a la joven mujer que tenía delante quitarse las gafas ovaladas y dejarlas sobre una mesita, preguntándose qué demonios estaba esperando su Noah. La muchacha no valía mucho físicamente, pero era más lista que muchos hombres que conocía. Además, había viajado hasta allí y abierto esa oficina, ¿no? Eso requería coraje. ¡Y aunque era delgaducha, parecía lo bastante sana y fuerte para darle nietos, y encima inteligentes!

– Cuando se publique el artículo, me aseguraré de que un ejemplar llegue a sus manos -le dijo Sarah.

– Sí, me encantaría. Podrías traérmelo tú misma. Podrías venir un día a cenar con Noah.

– Gracias, señora Campbell, pero me temo que estoy muy ocupada con el periódico. Verá, yo misma busco las noticias y escribo los artículos, además de vender espacio para publicidad y participar de todas las actividades y sesiones del Concejo que son de interés general. Lamento decir que me queda muy poco tiempo para mí.

– Seguro… bueno… ha sido un placer conocerte. -Carrie volvió a tenderle la mano-. Cuídate.

– Gracias. Usted también.

Cuando abandonó la oficina, Sarah notó la mirada de Patrick y disimuló su inquietud. Él sacó su petaca, bebió un trago y volvió a su trabajo.

A las doce menos diez, otra persona entró en la oficina del periódico. Era un hombre apuesto y de pelo oscuro, algunos años más joven que Sarah.

– Hola -dijo quitándose el sombrero-. Tú debes de ser Sarah Merritt, ¿no?

Ella supo quién era antes de contestar.

– Sí.

– Soy Arden Campbell, el hermano de Noah. He venido a invitarte a comer.

Sarah se quedó mirándolo de hito en hito, absolutamente embobada. Luego se echó a reír.

Él rió también y añadió:

– Bueno, ¿qué me dices?

– Señor Campbell, ni siquiera le conozco.

– Ya lo sé. Por eso te invito a comer, para que podamos conocernos. Soy inofensivo y mucho más simpático que mi hermano. Tengo veintiún años, me gustan las mujeres hermosas y no he tenido el placer de disfrutar de la compañía de una desde que nos mudamos al valle; y ambos tenemos que comer, así que, ¿por qué no hacerlo juntos?

– No creo que sea una buena idea, señor Campbell.

– ¿Por qué? ¿Estás comprometida con Noah?

– No. -Sintió que empezaba a ruborizarse.

– ¿Con algún otro hombre?

– No.

– Entonces, ¿por qué no? -Levantó el brazo izquierdo y se olió la axila-. ¿Huelo mal o qué?

Sarah se rió otra vez.

– Señor Campbell…

– Llámame Arden.

– Arden, no hay muchas mujeres en este pueblo. Creo que si almorzara con usted, daríamos pie a muchos rumores.

– ¿Bueno, y quién teme a los rumores? Vamos… -La cogió del brazo-. Si dicen que Arden Campbell está cortejando a la nueva dama del pueblo les escupiré en el ojo y les diré que tienen razón.

Sarah se vio empujada hacia la puerta.

– ¡Ya le he dicho que no le conozco!

– ¡Me conocerás! Ahora, coge tu abrigo, tu libreta y lo que necesites, porque hoy comes conmigo… te guste o no.

Arden la arrastró por la calle hasta el restaurante de Ruckner, la sentó, literalmente, en una silla, y no dejó de mirarla más que para cortar la carne de alce asada que comieron. Habló como una cotorra y la hizo reír tanto que Sarah se pasó la mayor parte del tiempo tapándose la boca con la servilleta para evitar escupir la comida. Arden daba la bienvenida a todo el que entraba en el local, gritando: «¿Conoces a Sarah Merritt, verdad?». Le dijo que era cristiano, que buscaba esposa, que tenía intención de establecerse por su cuenta al cabo de dos años y de formar una familia al cabo de tres, aunque para ello tuviera que pedir una esposa por correo, lo cual esperaba que no fuera necesario. Añadió que podía cantar como un ruiseñor, luchar como un terrier, bailar como un poblador de las tierras altas y hacer tortitas mejor que su madre. Insinuó que algún día le gustaría prepararlas para ella. Aseguró que encontraba la vida demasiado seria para tomársela en serio y explicó que, en su opinión, la mejor manera de vivir era riendo siempre que fuera posible. Le dijo también que era fuerte, honesto, trabajador y cariñoso, sólo que no había estado con una mujer el tiempo suficiente para demostrarlo. Le dijo que iría al pueblo el sábado por la noche para llevarla al Langrishe y no le dio oportunidad de negarse.

– El sábado a las siete -le dijo, ya en la puerta de su oficina, a modo de despedida.

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