Capítulo Doce

Por la mañana, Sarah se sintió aliviada por la ausencia del marshal durante el desayuno. Lo había oído llegar a las cuatro de la madrugada y supuso que tanto él como el resto de los ausentes seguían durmiendo.

Se sentó a la mesa y aceptó una taza de café, pero rechazó los huevos y las tostadas. La cabeza le daba vueltas y tenía el cuello dolorido. La idea de comer se le antojaba repulsiva. No sólo había sido imprudente al beber el ponche de ron; tampoco había dormido más que Noah Campbell: Se había quedado estirada en la cama pensando en el beso del marshal.

No había sido especialmente romántico, pero es que Noah Campbell tampoco parecía ser un hombre especialmente romántico. De todas maneras, para ser un beso prosaico, estaba dotado de un efecto muy prolongado.

Aquel beso le vino a la mente muchas veces a lo largo del día: mientras preparaba junto a Patrick una edición especial del Chronicle dedicada a la llegada del telégrafo, que relataba entre otras cosas la celebración en el Grand Central; mientras almorzaba copiosamente en el restaurante de Teddy Ruckner, charlaba con él sobre la fiesta y declinaba su invitación para ir al Bella Union esa noche; mientras se arrastraba con pies cansados hasta la oficina y trataba de no quedarse dormida sobre el escritorio por la tarde; mientras esperaba, en vano, que el marshal entrara en la oficina del periódico.

Se encontraron a la hora de cenar.

Sarah se había cambiado la blusa, cepillado el pelo y puesto una pizca de agua de rosas en el cuello. El estupor la embargó al ver que Noah actuaba como si no hubiera ocurrido nada. Se mostró amable con ella, pero no más que con el resto de comensales. Todos conversaron sobre el baile de la noche anterior, pero Noah no le habló más directamente que a los demás, ni sus miradas llevaban ningún mensaje oculto.

Sarah supuso que no había pasado la prueba.


Las navidades estaban cerca. Un día, tres semanas antes de Nochebuena, Jack Langrishe entró en la oficina del Chronicle. Era un hombre de aspecto pulcro, con barba de chivo y bigote, y que siempre llevaba un sombrero de seda negro de copa cuadrada.

– Buenos días, señorita Merritt. -Su voz sonaba como un trueno distante, y su declamación era impecable.

– Señor Langrishe, es un placer verle. ¿Ha venido a por los nuevos programas del teatro? Están todos listos.

– De hecho no. He venido por la Navidad.

– ¿La Navidad?

– He decidido acudir a usted en primera instancia, por ser el ciudadano de Deadwood que más ha alzado su voz en relación a la falta de una iglesia y un pastor.

– ¿Le he ofendido, señor Langrishe?

– En absoluto. Muy al contrario. Comparto sus sentimientos y aspiraciones al respecto: este pueblo necesita ambas cosas. Dado que carecemos de las dos, y como la celebración navideña está próxima, mi propuesta es la siguiente: ofrezco mi teatro para dar cabida a un programa y espectáculo de Nochebuena que constituya un servicio religioso oficial.

Sarah sonrió.

– Qué idea tan maravillosa. Qué generoso por su parte ofrecer una vez más su ayuda.

– Me gustaría que se incluyera a los niños.

– Por supuesto.

– Y a todos los adultos que podamos conseguir que participen.

– Creo que tendremos más suerte con los niños -dijo Sarah sonriendo.

– Sin duda.

– De todas maneras, las madres están muy ansiosas por que se organice algo para sus hijos. Podríamos persuadir a algunas de ellas para que se suban al escenario.

– Ojalá, e incluso a sus padres. Usaremos la compañía teatral, desde luego, pero me gustaría que los otros miembros del pueblo tomaran parte en la producción.

– ¿Cómo podría ayudar?

Jack Langrishe se tocó el bigote con dos dedos y preguntó:

– ¿Sabe cantar, señorita Merritt?

Sarah se rió con modestia.

– No tan bien como escribir.

– Necesito a alguien que se ocupe de los niños y dirija sus interpretaciones musicales.

– Puedo intentarlo.

– ¡Sabía que aceptaría! -enfatizó él con un puño.

– Tendremos que anunciarlo en el diario.

– Sí, eso era lo segundo que le iba a pedir.

– Haré que Patrick imprima el anuncio de inmediato.

Jack Langrishe era un mago. No sólo indujo a Sarah a dirigir el coro infantil, sino también a Elias Pinkney a trasladar su órgano de trece notas al teatro para que se uniera al piano que ya había allí, y a un herrero llamado Tom Poinsett a construir ocho triángulos grandes de acero. Encontró un intérprete de xilofón llamado Ned Judd y le hizo ensayar varias canciones con los triángulos, y convenció a la señora J. N. Robinson, madre del único bebé del pueblo, de que representara el papel de la Virgen y permitiera que su bebé hiciera de niño Jesús. (La suerte estuvo de su parte, el bebé de los Robinson era varón.) Del vestuario de la compañía teatral Langrishe se escogieron trajes de ángeles, cayados de pastores, coronas de reyes y algunas cosas más.

A Sarah se le ocurrió la idea de, aprovechando la ocasión, recaudar dinero para la construcción del edificio iglesia/escuela, incorporando la colecta al espectáculo. (¿Qué mejor momento para pedir a los hombres que abrieran sus bolsillos que cuando sus oídos se llenaban con el sonido de voces infantiles, sus mentes rebosaban de recuerdos del hogar y sus corazones desbordaban caridad navideña?) Aunque el cañón no poseía incienso ni mirra, tenía su buena cantidad de oro auténtico. Lo recolectarían en una réplica de un cofre de oro que Jack había encontrado entre los objetos del teatro y los tres «reyes» se lo ofrecerían al «niño Jesús», como parte de la representación en sí.

Se propagó el rumor de que Jack Langrishe y Sarah Merritt tenían planes espléndidos para el espectáculo navideño y dieciséis chicos se presentaron a Sarah para cantar en el coro. La cantidad de adultos que se ofrecieron a participar fue tan grande, que Jack tuvo que probarlos y hacer una selección.

Los ensayos se realizarían al atardecer; de ese modo, Jack contaría con tiempo suficiente para preparar a su compañía para las funciones regulares de las nueve de la obra en cartel, Ótelo. La noche del primer ensayo, a la hora de cenar, Sarah se disculpó y se retiró temprano de la mesa. Noah Campbell alzó la cabeza y no dijo nada. La segunda noche, preguntó:

– ¿Otra vez ensayo?

– Sí -respondió ella y se marchó deprisa.

La tercera noche, el marshal se pasó por el teatro poco antes de las ocho. El edificio ya poseía techo de madera y dos estufas de hierro fundido. La puerta chirrió cuando entró. La cerró despacio, echó el cerrojo sin hacer ruido, se quitó el sombrero y permaneció de pie en el fondo para escuchar. Sarah estaba en el escenario, de espaldas a él, dirigiendo a los niños del pueblo mientras cantaban Vamos pastorcito. Llevaba una falda de color verde oscuro y una blusa blanca con un corbatín fino. Estaba quieta, muy derecha, dirigiendo con movimientos puntuales de sus brazos, inclinando la cabeza de tanto en tanto para alentar a los niños a que no se quedaran atrás. Las voces -claras y desafinadas- resonaban en el recinto, conmoviendo el corazón de Noah.

Vamos pastorcito,

Vamos a Belén,

Que en Belén acaba

Jesús de nacer.

Cantaban la estrofa mientras los ojos de Noah permanecían clavados en la espalda de Sarah. La imaginaba vocalizando la canción, la mirada iluminada y entusiasta viendo a los niños. La canción terminó, los brazos de ella se relajaron y dijo:

– Muy bien. Los más pequeños, no os mováis de vuestros sitios. Los mayores, formad un círculo alrededor suyo e id a por las velas. Nada de murmullos cuando el señor Langrishe lea el versículo.

Todos obedecieron. Para ensayar se utilizaban pequeños husos de madera en vez de velas. Mientras éstos se distribuían, Jack Langrishe leyó el pasaje de Navidad de la Biblia con su voz altisonante, y hombres y mujeres del pueblo fluyeron hacia el escenario; aquella noche llevaban sus ropas habituales, pero desempeñaban claramente los papeles de María, José, los pastores y los reyes magos. La señora Robinson colocó una mantita enrollada en una cuna de madera y se quedó mirándola. Graven Lee se encontraba al otro lado de la cuna, en igual actitud piadosa. Tres hombres salieron de una hilera de sillas alejada y avanzaron por el pasillo; el último, Dan Turley, depositó la caja del oro al pie de la cuna. Un repique sonó, despacio, tres veces (uno de los triángulos de acero) y Sarah levantó los brazos. Al extinguirse el último eco de aquel sonido, los niños comenzaron a cantar Noche de paz: ésa era la señal. Cantaron una sola estrofa, luego Sarah se volvió como para dirigir al público, invitándolo a sumarse a la segunda estrofa, cantando ella misma también.

Vio a Noah y olvidó algunas palabras.

Él inclinó la cabeza y las mejillas de Sarah se sonrojaron ligeramente antes de que siguiera cantando. Noah respiró profundo y se unió al coro.

Pastorcillos venid a adorar…

Cantó a grito pelado experimentando, mientras lo hacía, una repentina compenetración con Sarah Merritt. Era la cosa más extraña que jamás le había sucedido con una mujer, pero le gustaba. Le gustaba mucho.

Ha nacido el Señor,

ha nacido el Señor…

La canción se fue apagando hasta el silencio, y sus miradas se cruzaron por unos instantes antes de que ella se volviera para atender a los niños. La voz de Jack Langrishe volvió a sonar. Noah permaneció en el fondo del teatro, observando a la mujer vestida de verde y blanco, estremecido por su nuevo descubrimiento: al parecer se estaba enamorando de ella. Sarah tocó con cariño una cabecita rubia, se inclinó y susurró una orden al oído de un niño. Por un instante, él imaginó que el niño era de ambos: ella sabía tratar a los chicos, eso se veía. Era culta, inteligente, valiente y virtuosa. ¡Qué buena madre sería!

«¿Qué buena madre? Eh, Noah, te estás excediendo un poco, ¿no crees?»

La había besado una vez y había cantado un villancico de Navidad con ella, ¿y ya se la imaginaba como la madre de sus hijos? ¡Ésa era la ambición de Arden, que se pasaba todo el día hablando de una esposa y una familia, pero no la de Noah! La posibilidad de haber dado un giro tan radical en su manera de pensar, le provocó una cierta sensación de pánico.

No obstante, esperó a que finalizara el ensayo, siguiendo a Sarah Merritt con la mirada, analizando sus sentimientos recientes. Ella alzó ambas manos pidiendo atención.

– Niños, habéis cantado como ángeles del cielo. Ahora podéis iros a casa. La próxima vez será con los trajes y las velas encendidas.

Anduvo a través del pasillo y se detuvo cerca del fondo para coger su abrigo y su pequeño sombrero de una silla. tfoah sonrió y la esperó.

– Buenas noches, marshal.

– Hola, Sarah. Déjame ayudarte.

– Tienes muy buena voz -comentó ella, poniéndose el abrigo mientras él se lo sostenía.

– Tú también.

– Ya que no podemos bailar juntos, al menos podemos cantar -sonrió abrochándose el botón del cuello del abrigo. Noah le dio el sombrero y la observó atárselo por debajo de la barbilla. Increíble: le costaba apartar la vista de la curva de la garganta mientras ella se ajustaba las cintas. Cuando terminó, comenzó a ponerse los guantes y, de repente, levantó la cabeza y le obsequió con una sonrisa radiante que lo dejó sin aliento. Noah se esforzó mentalmente por recordar en qué momento ella había empezado a cambiar ante sus ojos, cuándo su altura se había convertido en elegancia, su simple pulcritud y su rostro,ordinario, en su ideal de mujer.

– He venido para acompañarte a casa.

– De acuerdo. Pero antes tengo que pasar por la oficina del periódico.

– Claro.

Fuera, hacía una noche fría y ventosa. Noah hubiese querido cogerla del brazo pero no lo hizo. ¿Qué le ocurría? Había hecho, a lo largo de su vida, cientos de cosas más íntimas con cientos de mujeres y ahora no se atrevía ni a cogerla del brazo.

– Los niños necesitan alas. Veré qué puedo hacer con papel de imprenta y engrudo. ¿No han cantado de maravilla?

– Como verdaderos angelitos. Les gustas.

– Y ellos a mí también. Nunca había trabajado con niños. Su capacidad de respuesta es sorprendente.

En la oficina, Sarah encendió una lámpara. Noah esperó mientras ella cogía un rollo de papel y luego la ayudó a atarlo con una cuerda.

– Ojalá se me ocurriera alguna manera de darle brillo a las alas -comentó ella.

– Mica -sugirió él.

– Mica… ¡claro, eso es! -exclamó.

– Se puede triturar con un mortero y después se rocía sobre el engrudo húmedo; debería pegarse.

– ¡Qué buena idea!

– Si quieres, puedo conseguírtela.

– ¿En serio?

– Por supuesto. Mañana no tendré tiempo, pero pasado tendrás tu mica. Y la tendrás triturada.

– Oh, Noah, gracias. -Sus ojos azules brillaron llenos de gratitud sincera.

Él sonrió y asintió, complacido consigo mismo y por el entusiasmo de ella.

– ¿Lista? -preguntó, levantando el rollo de papel y acercándose a la lámpara.

– Lista.

Noah bajó la intensidad de la luz y la siguió hasta la puerta. Cuando Sarah la estaba abriendo, la detuvo.

– Espera un momento, Sarah.

Ella se giró.

– ¿Qué pasa?

Con la mano libre, él cerró la puerta, quedando así los dos dentro de la oscura y silenciosa oficina.

– Sólo esto… -Ladeó la cabeza y se acercó a ella. El ala de su sombrero chocó contra el gorro de Sarah. Rieron, Noah retrocedió y se quitó el Stetson-. ¿Puedo volver a probar?

– Por favor, hazlo.

Esta vez resultó perfecto, sus bocas se unieron suavemente y permanecieron así mientras el péndulo del reloj marcaba el paso de diez… quince… veinte lentos segundos. Con el sombrero en una mano y el rollo de papel en la otra, Noah no podía abrazarla. Ella podría haberse escabullido con facilidad después de un breve roce de labios, pero se quedó quieta, inclinando la cabeza, sumisa y complacida. La oscuridad acrecentó su sentido del tacto. Lo suave se volvió más suave. Lo tibio, más tibio. El aliento de Noah acariciaba las mejillas de Sarah, el de Sarah, las de él. Ambos esperaron, como en un contrapunto, a ver qué hacía el otro. Noah introdujo su lengua en la boca de Sarah, que a su vez la buscó con la suya. Se tantearon mutuamente, todavía un poco sorprendidos, con las bocas apenas abiertas. El beso concluyó como una telaraña que se rompe, con una separación progresiva.

El reloj se hizo notar durante algunos segundos, antes de que Noah hablara.

– Algo me ha ocurrido esta noche mientras cantaba contigo.

– Me sorprendió tanto lo que hiciste.

– A mí también. He hecho muchas cosas con mujeres, pero ésta es la primera vez que canto con una. ¿Te diste cuenta de que te ruborizabas al girarte y verme?

– ¿Lo hice?

– Sí, lo hiciste. Y entonces fue cuando ocurrió.

– Cuando ocurrió ¿qué?

– Lo mismo que está pasando ahora.

– ¿Y qué está pasando ahora?

– Mi corazón late rápido.

– ¿En serio?

– ¿El tuyo no?

– Sí… pero yo había pensado que…

– ¿Qué?

– Había pensado que la primera vez que me besaste, suspendí un examen.

– ¿Qué examen?

– Creí que me estabas probando… para ver si te gustaba, y que no te gustó.

– Pues te equivocaste, Sarah.

– ¿Cómo iba a saberlo? Después de aquel beso, me mirabas igual que a los hombres.

– Estaba tratando de comportarme del modo correcto.

– No estoy segura de que alguna vez lo nuestro llegue a ser lo correcto.

– ¿Porqué?

– Por mi hermana.

– Tu hermana no significa nada para mí.

Seguían cerca, acostumbrándose a la sinceridad y a las reacciones que provocaba.

– ¿Te importa que deje lo que llevo en las manos, Sarah?

– Si quieres.

Noah se agachó y dejó en el suelo el rollo y el Stetson. Luego se irguió, la cogió por la parte superior de los brazos y se quedaron inmóviles, el uno frente al otro, escuchando sus respiraciones aceleradas. Él la atrajo hacia su pecho, buscó su boca una vez más y se unieron en un beso como ninguno de los dos jamás creyó que podía ocurrir, con un abrazo apasionado y una profunda fusión de lenguas. Noah deslizó una mano por la espalda del abrigo de lana rugosa y ella hizo lo mismo a lo largo de la áspera chaqueta de piel de oveja. Amortiguadas las caricias por ambas prendas, se abandonaron a ese preciado momento de intimidad que los llenaba de estupor.

Se separaron tan lentamente como antes, todavía pasmados.

– Todo esto es tan extraño, Noah.

– Lo sé.

– Es como si no fuéramos tú y yo.

De pie en la oscuridad, callaron, recordando… el comienzo hostil y la aversión mutua, y ahora aquello.

Sarah le sorprendió al pedirle:

– ¿Podemos hacerlo de nuevo, Noah?

– Bueno, Sarah Merritt -dijo él con una sonrisa en la boca-. Me sorprende usted.

Le cogió la cabeza con las dos manos y la boca y los sentidos de Sarah se embriagaron con el aroma a jabón de afeitar que durante todas aquellas semanas la había acompañado a través de la mesa del desayuno. Su bigote era suave, su lengua más aún, húmeda y tibia al entrar en contacto con la de ella. Sarah correspondió al beso con ardor, en tanto él la abrazaba con tanta fuerza que sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo.

Cuando los talones de ella volvieron a tocar el suelo, ambos jadeaban.

– Creo que será mejor que nos vayamos a casa-susurró Sarah.

– Sí. Es tarde.

Noah recogió su sombrero y el rollo de papel y la siguió al exterior del edificio, esperando a que ella cerrara con llave. Mientras subían la colina, curiosamente no encontraron mucho de qué hablar. Al final del camino, ella subió los peldaños delante de él y se detuvo al alcanzar la puerta de entrada; era una mujer sin experiencia en aquellos casos. ¿Se suponía que tenían que besarse antes de entrar?

– El jueves iré a por la mica -dijo Noah, algo desconcertante.

– Gracias… sí, a los niños les encantará.

– Te la llevaré a la oficina.

– De acuerdo.

Sarah extendió una mano hacia el picaporte y él la detuvo tocándole torpemente una manga.

– Sarah, no sé expresarme muy bien, pero… -Le soltó el brazo y pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro-. Ha sido maravilloso cantar Noche de paz contigo esta noche.

– Sí, lo ha sido. Tu voz es preciosa, Noah. Quizá cuando tengamos nuestra iglesia te incorpores al coro.

– Si tú lo diriges, tal vez lo haga.

El cielo estrellado proporcionaba suficiente claridad para que Noah distinguiera bien las facciones del rostro de la mujer, aunque el suyo permanecía oculto por la sombra del ala del sombrero. Sarah esbozó una sonrisa tímida.

– Bueno, será mejor que entre.

– Y será mejor que yo haga otra ronda. -Le entregó el rollo de papel.

– Buenas noches, Noah.

– Buenas noches, Sarah.

– Nos veremos mañana.


Se dispuso a acostarse sin prisa, perpleja por sus cambiantes sentimientos hacia Noah. Después de ponerse el camisón, se echó sobre los hombros un chal y sacó su diario en un intento por ordenar sus sentimientos.

Me ha besado, besado de verdad, un hombre que conoce a mi hermana en el sentido más bajo de la expresión, un hombre a quien no hace mucho odiaba intensamente. Soy la única mujer joven deseable en este pueblo y he tratado de ser sincera conmigo misma acerca de si ése es el motivo de sus atenciones, pero creo que no. Creo que lo que sentimos el uno por el otro está cambiando de un modo sincero pero, ¿con qué fin? Eso es algo que debo preguntarme ahora. Las mujeres de mi familia han sentado un precedente… primero mi madre y ahora Addie. ¿Acaso poseo una predisposición innata a ser como ellas? ¿Me considera él una mujer fácil? No quiero pensar que pueda ser así y, sin embargo, ¿cómo no albergar dudas al respecto, si lo conocí a la entrada de un burdel? ¿Es el tipo de hombre que me conviene? ¿Qué me aconsejaría papá? Suponiendo que las intenciones de Noah Campbell sean honestas, suponiendo incluso que estuviera enamorado de mí y me propusiera matrimonio… qué violento podría llegar a ser acostarme con él, sabiendo que mi hermana me precedió…


Por la mañana, seguía confundida. Frente a él, en la mesa del desayuno, se sintió desgarrada por el deseo de buscar su mirada y por otro, igualmente intenso, de evitarla. Afortunadamente, él la trató como de costumbre. Después de todo, vivían en la misma pensión, en el mismo piso, separados por dos puertas. Como por un acuerdo silencioso, se atuvieron a la misma actitud cortés que habían mostrado el uno con el otro hasta entonces. Lo mismo sucedió esa noche a la hora de cenar y durante el desayuno del día siguiente.

Pasados dos días, el jueves por la tarde, Noah apareció por la oficina con la mica triturada que le había prometido. Patrick trabajaba en una mesa que daba a Main Street cuando el marshal entró, fue directamente al escritorio de Sarah y le entregó una bolsa cerrada con una cuerda.

– Aquí tienes tu mica -declaró con aire satisfecho y algo expectante.

– Gracias. -Ella se sorprendió sintiendo una leve presión en el pecho al aceptarla. Se volvió hacia Patrick, y luego le dijo a Noah-: He estado diseñando las alas. ¿Te gustaría verlas?

– Claro.

Lo condujo al fondo de la oficina, donde tres alas de diferentes formas, hechas con papel de imprenta y cubiertas con engrudo, se estaban secando sobre barriles. Se detuvieron de espaldas a Patrick.

– Me gusta ésta -declaró Noah-. Si es cierto que los ángeles tienen alas, estoy seguro de que son como éstas.

– Con la mica tendrán un aspecto mucho más angelical. Gracias de nuevo por traerla.

– Bah, no tiene importancia. ¿Las piensas hacer todas tú sola?

– No, Emma se ha ofrecido a hacerse cargo del vestuario. Yo sólo haré el molde.

Se hizo un silencio. Noah supo por la cabeza gacha de ella que algo había cambiado en el corazón de Sarah desde la última vez que habían estado juntos en aquella oficina.

– He estado pensando, Noah… -murmuró jugueteando con la bolsa de mica.

– ¿Qué?

– Acerca de tí… y de Addie. -Lo miró a los ojos. No se había quitado las gafas, y con ellas parecía más vulnerable-. No tiene sentido que tú y yo… bueno… -Hizo un aspaviento con una mano y volvió a bajar la mirada a la bolsa-. No tiene sentido, eso es todo.

– Sarah, yo no…

A sus espaldas, Patrick preguntó en voz alta:

– ¿Quieres que utilice un grabado de un caballo y un trineo en este anuncio para Tatum, Sarah?

– Sí, quedará bien -respondió ella, alzando la voz; luego añadió con más suavidad-: Debo continuar con mi trabajo. Gracias de nuevo, marshal.

Noah la contempló con expresión lúgubre durante unos segundos… así que ahora volvía a ser el marshal.

– De acuerdo, Sarah, si lo quieres así. -Ni un sólo músculo de su cara se movió mientras la miraba; después se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo y se marchó.


Noah, atendiendo a lo insinuado aquel día por Sarah, evitó el contacto íntimo con ella. Se convirtieron en expertos en el pase de bandeja sin mirarse a los ojos; en unirse a las conversaciones sin intercambiar más que las pocas palabras inevitables; en levantarse de la mesa en distintos momentos para no tener que subir juntos las escaleras…

Una mañana en que en el exterior de la casa aún no había clareado del todo, Sarah, que acababa de abandonar la cama caliente, abrió la puerta y se encontró con Noah que iba en su misma dirección. Se quedaron paralizados, los dos desarreglados, con los abrigos echados por encima descuidadamente. La parte superior de la ropa interior de él asomaba debajo de la chaqueta de piel de oveja. Sarah mantenía su abrigo cerrado sobre el camisón. Noah tenía el bigote y el pelo desaliñados; los ojos de ella estaban legañosos, su vista empañada y su cabello revuelto.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días.

Ninguno de los dos se movió. Ni sonrió. Ni respiró.

Por fin, Noah dijo:

– Ve tú primero. Yo puedo esperar. -Dio media vuelta y volvió a su habitación.


La tarde de Nochebuena nevó. Sarah fue a la casa de baños, se perfumó con agua de rosas y se puso su mejor vestido y el abrigo polonés. En su habitación, se moldeó el pelo, añadió diestramente un postizo en la parte de atrás, se dejó unos rizos sueltos y se prendió un broche en la parte alta de su blusa blanca. Se miró en un espejito de mano, olió el perfume en su muñeca y pensó en Noah Campbell, probablemente cambiándose en su cuarto al fondo del pasillo.

«Le echo de menos.»

Cogió el regalo que había hecho para Addie… un delicado ramillete de flores secas envuelto en una pequeña servilleta decorada y atado con una cinta color lavanda. Miró el regalo con tristeza, especulando sobre Noah y ella juntos, en Rose's.

«¿Y cuántas otras, Noah?»

Suspiró y contempló los copos de nieve cayendo como plumas de ganso al otro lado de la ventana. El cielo estaba de color lavanda, como la cinta en su mano.

Pensar en Noah y Addie era para ella algo así como hurgar en una vieja herida. ¿Cuándo la habría visto por última vez? ¿Iría a Rose's con regularidad? ¿Besaría a Addie del mismo modo prolongado en que la había besado a ella?

Si permitía que los besos continuaran, ¿esperaría él poder llegar a hacer con ella las mismas cosas que había hecho con Addie?

Se puso el abrigo con desaliento.

Afuera, el cañón parecía cubierto por una capa de armiño. Los mineros estaban bajando por las colinas, dejando las mulas en los palenques y entrando en las cantinas. Muchos la saludaban llamándola por su nombre.

En Rose's, la sala de recibo estaba desierta. Sarah fue directamente a la habitación de Addie y llamó a la puerta. Addie la abrió con Mandamás en brazos. La visión de su hermana con la gata como única compañía le sugería a Sarah una triste perspectiva para la Nochebuena.

– Feliz Navidad, Addie. ¿Puedo pasar un minuto?

Addie retrocedió en silencio.

– Te he traído esto.

Addie observó el regalo.

– No tengo nada para ti.

– No importa. Vamos… acéptalo.

Addie soltó a la gata y cogió el ramillete de flores. Tenía una expresión triste y la mirada ausente.

– No te das por vencida, ¿eh?

– Es Navidad. Quería regalarte algo.

Addie se quedó mirando el ramillete y no dijo nada.

– Supongo que habrás oído hablar de la función de Navidad que hemos preparado para esta noche en el Langrishe. Dirigiré el coro de niños, y me gustaría mucho que vinieras.

– No puedo.

– Por supuesto que puedes. Sólo tienes que ponerte un abrigo y un sombrero y venir conmigo al teatro.

– ¿Y dejar que me insulten?

– Nadie te insultará.

– Vives en un mundo de fantasía, Sarah. Aunque lo quisiera, no podría volver a llevar una vida normal.

– Entonces, ¿ni siquiera lo vas a intentar?

– No.

Desilusionada, Sarah escrutó a su hermana.

– ¿Has visto a Robert?

– Casi todos los días. Él tampoco se da por vencido.

– Acepta una de sus invitaciones, entonces. Sé amiga suya de nuevo.

– Él también vive en un mundo de fantasía.

– ¿Addie…?

De todas las veces que la había visitado, ésta era la que más accesible la veía. Había una pregunta que deseaba formularle. Si lo hacía en aquel momento, obtendría como respuesta la verdad, estaba segura. «¿El marshal todavía viene por aquí, Addie?» Abrió la boca para formularla, pero las palabras se atascaron en su garganta.

Finalmente, temiendo la respuesta, se vio incapaz.

– ¿Qué?

– Nada. Espero que te guste el ramillete. Tengo que ir al teatro. Los niños deben estar al caer.

La expresión de Addie se volvió más triste y desolada.

– Feliz Navidad.

– Igualmente.

Estaban a poco más de un metro de distancia, cada una albergando deseos que la otra no podía satisfacer. De pronto, Sarah se adelantó y abrazó a Addie, apoyando su mejilla contra la de ella.

– Oh, Addie, ¿volveremos algún día a ser hermanas?

Por un momento, Addie respondió al abrazo.

– Será mejor que no te hagas ilusiones.

– Por favor, ven conmigo esta noche.

– No puedo, pero te deseo suerte; de verdad.

Sarah se fue antes de que el llanto brotara de sus ojos. Dieciséis niños esperaban encontrarla alborozada y sonriente. No podía defraudarlos.


El Langrishe estaba lleno de hombres con el estado de ánimo tranquilo apropiado para asistir a la primera ceremonia religiosa que se celebraba en Deadwood. El escenario estaba decorado con ramas de pino. La cuna rellena de paja. Los niños estaban limpios e impacientes. Las madres, nerviosas. Quienes participaban en la representación vestían sus respectivos trajes.

El marshal estaba ausente.

La desilusión de Sarah fue enorme. Espiaba tras las cortinas, escudriñando el gentío en busca del conocido bigote y los ojos grises. Vio a Robert y a Teddy Ruckner, a la señora Roundtree, al señor Mullins, al señor Taft y a decenas de rostros conocidos. Pero no a Noah. Pese a la lucha interior sostenida durante tanto tiempo, para él eran sus pensamientos aquella noche, para él y para nadie más quería que los niños cantaran bien, él, cuyos ojos grises ella buscaría cuando se volviera hacia el público y dirigiera la última canción. Supuso que se habría ido al Spearfish a pasar la fiesta en familia.

El programa comenzó con una conmovedora interpretación de Adeste fideles cantada por todos, con el acompañamiento de Elias Pinkney al órgano de trece notas y del señor Judd, el músico del xilofón, tocando los ocho triángulos. Siguió una lectura original a cargo de Jack Langrishe que incluyó descripciones de Navidades en otras tierras. Sarah estaba sentada a un lado del escenario con su coro de ángeles, vigilando la puerta. La lectura de la historia de Navidad acababa de comenzar cuando ésta se abrió y Noah Campbell entró en la sala.

El corazón de Sarah dio un vuelco.

Los ojos de Noah recorrieron el escenario, la encontraron y se detuvieron.

– «Hola.»

– «Hola.»

La comunión silenciosa entre ellos se produjo. Por primera vez esa noche, Sarah captó el espíritu de la festividad.

Los niños cantaron bien. El bebé de los Robinson se comportó. A todos les encantaron las campanadas. La voz de Jack Langrishe fue dinámica y el vestuario suntuoso y fidedigno. Los mineros donaron tanto oro en polvo que, además del cofre preparado, se tuvo que utilizar otro recipiente para meterlo todo.

Y, cuando Sarah se giró hacia el público para dirigir la última estrofa de Noche de paz, ella y Noah cantaron el uno para el otro.

El estruendoso aplauso al final del espectáculo generó una ronda de abrazos sobre el escenario y apretones de manos entre el público. Por encima de las cabezas que mediaban entre ellos, las miradas de Sarah y Noah se encontraron una y otra vez. Robert la localizó, la abrazó con entusiasmo y le brindó una enorme sonrisa, pero ahora ya no le resultaba tan extraordinario como antes. Por encima del hombro de él, Sarah miró a Noah. Hubo ponche y galletas para los adultos y bolsas de palomitas de maíz y dulces para los niños. La multitud, compuesta en su mayoría por hombres solos separados de sus familias, era reticente a disgregarse y concluir la velada, de modo que se inició una tanda informal de villancicos acompañados al órgano por Pinkney. En mitad de la fiesta, había que recoger los trajes y cambiarse de ropa detrás del escenario. De mala gana, Sarah se dedicó a reunir las alas de ángeles y a buscar a Jack Langrishe para preguntarle dónde guardarlas hasta el año siguiente, temiendo constantemente que cuando regresara al patio de butacas del teatro, Noah se hubiera marchado. Sin embargo, él continuaba allí; al fin se abrieron camino el uno hacia el otro. Un grupo de hombres noruegos comenzó a cantar un villancico en su lengua materna. Una rueda de ruleta giraba con su ruido característico: alguien había sustituido los números por regalos para los niños. En medio de la música, el rumor cortado de la ruleta y el murmullo de voces alegres, Sarah y Noah se encontraron.

Por un momento, se miraron sin sonreír.

– Ha sido una función maravillosa -dijo él por fin.

– Gracias.

– Los chicos han cantado tan bien como vestían.

– A todos les han encantado las alas; gracias a tí.

Unas tímidas sonrisas se insinuaron, haciéndose pronto francas y abiertas. Los noruegos terminaron su canción, que animó a un grupo de suecos a cantar otra más fuerte que la anterior, tan fuerte que ahogaba todo sonido a su alrededor.

– Creí que no ibas a venir.

– ¿Cómo? -Le acercó la oreja a su boca. Ella percibió un olor fugaz y dulce que emanaba de su piel.

– Digo que pensaba que quizá no vendrías. Has llegado tarde.

– Tuve que hacer cola en la casa de baños.

– Ah.

– Todos en el cañón deben de haberse bañado esta noche.

– Yo fui pronto, así me evité la cola.

– Qué suerte.

Se quedaron callados, tratando de encontrar algún tema de conversación razonable que les proporcionara una excusa para permanecer juntos.

– No veo a tu familia -dijo ella.

– No, no han venido. Mañana por la mañana iré al valle.

– Tienes suerte. Creo que muchos de estos hombres añoran mucho a sus familias esta noche.

– ¿Sarah?

Ella esperó, su mirada perdida en la de él.

– Me preguntaba si querrías acompañarme.

– Lo siento. Ya había hecho planes.

Esta vez, el silencio se prolongó algunos segundos, mientras advertían la desilusión mutua en sus miradas.

– Bueno, tal vez en otra ocasión. -Finalmente, él preguntó-: ¿Quieres que te traiga un poco de ponche?

– Sí, me encantaría.

Se alejó, volvió con dos tazas llenas de líquido rojo y le entregó una.

Noah alzó la suya.

– Feliz Navidad.

– Feliz Navidad.

Las dos tazas chocaron. Después de beber, él observó el gentío y se secó el borde inferior del bigote con el dedo índice de su mano libre. La sorprendió mirándole y Sarah desvió la mirada.

– Parece que después de todo tendrás tu edificio para la iglesia y la escuela -comentó Noah.

– Eso espero.

– ¿Cuánto calculas que se ha recaudado?

– No tengo ni idea.

Emma apareció rodeada de sus hijos.

– Bueno, creo que es hora de que nos vayamos a casa. ¿Has visto a Byron?

– Está allí -señaló Sarah.

– Ve a buscar a tu padre, Josh. Dile que estamos listos para marcharnos. Feliz Navidad, marshal.

– Igualmente.

– Entonces, nos vemos mañana, Sarah.

– Sí.

– La comida será a las cuatro.

– Allí estaré.

Cuando los volvieron a dejar solos, Noah preguntó:

– ¿Pasarás el día con ellos?

– Sí. No me habías creído, ¿verdad?

Él se encogió de hombros y miró su taza.

Sarah se quedó pensando en la oportunidad perdida de ir con él al valle Spearfish. Habló con un desaliento apasionado.

– ¿Por qué no me invitaste antes?

– No estaba seguro de que quisieras ir.

– Debiste habérmelo preguntado, Noah.

– No me llamabas Noah desde la noche que te besé.

– He estado muy confundida.

– No le pones las cosa fáciles a un hombre, Sarah.

– Lo sé -respondió con docilidad-. Lo siento.

Él pareció meditar un rato, después bajó su taza y adoptó una expresión distante.

– Bueno, mañana he de salir temprano.

– Sí, supongo que sí. -Ella bajó la suya también. Noah contempló la sala sin mostrar intención de marcharse, obviamente turbado.

Los dos hablaron a la vez.

– Sarah…

– Noah…

En el silencio que siguió, ambos mirándose a los ojos, ella hizo acopio de valor.

– ¿Podemos volver juntos a casa?

– ¿Dónde está tu abrigo?

– En uno de los camerinos, detrás del escenario.

– ¿Has traído gorro?

– No.

– Quédate aquí -le indicó él dirigiéndose al escenario. Sarah se quedó de pie y algo desanimada, convencida de que aquella era una de las luchas más difíciles de cuantas había librado: se sentía atraída por un hombre que, creía, estaba obligada a eludir. La idea de pasar la Navidad con él y su familia le hacía sentir ansiedad, pareciéndole la comida con los Dawkins puro protocolo. Noah la conocía lo bastante bien para reconocer su abrigo en el desorden del ropero; parecía significativo que hubieran necesitado tanto tiempo para hacerse amigos. ¿Qué quería ella de él? ¿Y de sí misma? Diablos, no lo sabía.

Volvió con el abrigo, lo sostuvo mientras ella se lo ponía y luego la acompañó hacia la puerta, ambos dando y recibiendo felicitaciones navideñas en el trayecto.

Fuera, mucha gente se retiraba ya hacia sus hogares. Las mantas y monturas que cubrían a los animales estaban cubiertas de nieve. Dos mulas avanzaban pesadamente por la calle; montados en ellas, dos jinetes saludaban en la oscuridad.

Sarah y Noah respondieron al unísono, Noah levantando una mano. Anduvieron por las aceras de madera en silencio… subiendo unos cuantos escalones, bajando otros tantos, a través de una calle, subiendo más escalones. Ocasionalmente, sus codos entraban en suave contacto, pero no hablaron. Giraron una esquina y comenzaron a ascender por la empinada colina.

De pronto, en la noche quieta y silenciosa, sonó una nota musical. Se detuvieron.

– ¿Qué ha sido eso?

El sonido se repitió y ambos alzaron sus cabezas y agudizaron el oído en dirección al cielo.

– Campanadas -murmuró Sarah.

Desde algún punto alto sobre el cañón, las notas sonaban y reverberaban, rebotando de pared en pared, a lo largo de la hendidura, estremeciéndolos.

– Debe de ser Ned Judd. Está tocando Adeste fideles -dijo Sarah.

Permanecieron quietos donde estaban, escuchando el eco de las notas. La noche cobró vida con la música, que parecía poseer un esplendor casi celestial, resonando a través del maravilloso recinto acústico que la naturaleza había formado. Llenaba sus oídos y parecía deslizarse sobre sus cabezas. Ellos, arrebatados, permanecían inmóviles.

Cuando la canción terminó, Noah preguntó:

– ¿Dónde crees que está?

– En uno de los salientes. Debe de haber subido con los triángulos. Qué regalo de Navidad para todos.

Otra canción dio comienzo: En el portal de Belén.

Noah cogió una mano de Sarah y la colocó con firmeza en su antebrazo. Reiniciaron la marcha en dirección a la pensión, unidos nuevamente por la música. En el rellano superior de la casa, la señora Roundtree y algunos de los inquilinos se encontraban de pie con las cabezas inclinadas hacia arriba, escuchando también el villancico que parecía emanar de las rocas y los pinos. Noah soltó discretamente la mano de Sarah y subieron los últimos peldaños para unirse al grupo.

La canción concluyó y hubo un suspiro general, como el que prosigue a unos fuegos artificiales.

– Esta Navidad, que empezó siendo una de las más solitarias que muchos hemos tenido que afrontar, ha acabado como algo muy especial -dijo emocionada la señora Roundtree.

Un murmullo de voces se mostró de acuerdo con ella.

– Gracias a los triángulos del señor Poinsett.

– Y a la música del señor Judd.

Los hombres hacían comentarios respecto al espectáculo, el coro de niños y las alas de los ángeles y felicitaron a Sarah por su participación. El concierto celestial continuó pero, al cabo de un rato, se cansaron y entraron en la casa, deseándose buenas noches mientras subían las escaleras arrastrando los pies, moviéndose como una marea lenta. En aquella corriente tranquila, rodeada como estaba por el resto de los huéspedes, Sarah perdió de vista a Noah… una decepción… y, con ello, la posibilidad de una despedida más íntima.

En su habitación, se desvistió en la oscuridad, colgó la ropa y se puso un grueso camisón de franela. Se quitó las horquillas y el postizo del pelo, cogió el cepillo y una colcha de abrigo, abrió la ventana y se sentó frente a ella en una mecedora de madera. Sonaron dos canciones. Tres. Sarah se cepillaba el pelo con parsimonia, siguiendo el repique cadencioso, resistiéndose al sueño para así disfrutar de cada nota. El aire de invierno entraba en el cuarto. Colocó una silla delante suyo para apoyar las piernas estiradas, echó la cabeza hacia atrás y escuchó los villancicos cargados de sentimiento que llegaban a su habitación desde lo alto del cañón Deadwood.


En su habitación al fondo del pasillo, Noah Campbell también abrió la ventana. Encendió una lámpara, se quitó la chaqueta, las botas y la camisa, se sentó con los calcetines y pantalones aún puestos y lió un cigarrillo. Lo encendió con la llama de la lámpara y observó la trayectoria del humo, que se quedó casi inmóvil en la abertura de la ventana antes de volver al interior de la habitación. Fumó dos cigarrillos escuchando la exquisita y solitaria melodía, hasta que sus dedos se enfriaron.

Apagó la lámpara, acercó la mecedora a la cama, se volvió a sentar, apoyó las pantorrillas sobre el colchón y se cubrió los muslos con una manta. Así, cómodamente recostado, se quedó pensando; pensando en Sarah Merritt y él cantando cara a cara a través de un teatro atestado de gente, en Sarah Merritt y él evitando mirarse a los ojos a través de la mesa del desayuno, en Sarah Merritt y él besándose en la oficina del Chronicle con timidez e inseguridad y luego actuando como si nada hubiera ocurrido.

Se levantó, se desperezó, fue hasta la ventana abierta y se llevó una mano a la nuca.

Si fuera una chica de Rose's, sabría cómo tratarla. Pero no era una mujer con quien un hombre podía jugar. Se quedó un rato reflexionando antes de dirigirse hacia la puerta, abrirla en silencio y cerrarla a sus espaldas con igual cuidado. Sin zapatos, se aventuró por el pasillo y se detuvo frente a la puerta de la habitación de Sarah.

Llamó suavemente y esperó.

La puerta se entreabrió a los pocos minutos. La habitación estaba a oscuras; Sarah era una sombra en la oscuridad.

– ¿Sí? -preguntó.

– Soy Noah.

– Noah… ¿qué quieres?

– No puedo dormir. ¿Y tú?

Ella hizo una pausa prudente antes de contestar.

– Yo tampoco.

– ¿Qué hacías?

– Estaba sentada junto a la ventana abierta, escuchando los villancicos.

– Yo también.

Una sugerencia casi inaudible se coló por la abertura de la puerta. Era Noah quién hablaba.

– Podríamos escucharlos juntos.

No hubo respuesta.

– ¿Puedo pasar, Sarah?

– No, estoy en camisón.

– Ponte una bata.

– Noah, no me parece…

– Por favor…

Pasados unos segundos, Sarah retrocedió. Noah empujó la puerta con la mano y ésta se abrió. Entró en él cuarto y cerró sin hacer ruido. La habitación estaba débilmente iluminada por la luz que reflejaba la nieve recién caída. Sarah se había alejado un metro y estaba de pie, con una manta sobre los hombros.

– No deberías estar aquí -dijo.

– No.

– ¿Y si alguien te oyera?

– Todos duermen y voy descalzo.

Dio un paso hacia ella, que se sentó en la silla casi de un salto, pegó las rodillas con fuerza contra el pecho y las envolvió con la manta. Noah se sentó en la cama, quedando sumergido en la parte sombría de la habitación. La luz proveniente del reflejo de la nieve nocturna convertía una parte del rostro de Sarah, su pelo y la manta, en una acuarela de tonos pastel.

Durante unos minutos, escucharon a los triángulos tocar O Sanctissima.

Finalmente, él habló desde la oscuridad.

– No sé hasta dónde llegar contigo, Sarah -dijo, cómo si al expresarlo hiciera una síntesis de todas sus preocupaciones y problemas-. ¿Lo sabías?

– No sé a qué te refieres.

– Sí lo sabes. Te he besado dos veces y hemos disfrutado en ambas ocasiones, pero al día siguiente nos miramos y nos asustamos.

– ¿Tú también?

– Sí, yo también.

– Lo siento. Yo… -No sabía qué decir.

– Pienso mucho en ti y, sin embargo me cohibes. Es lo más extraño que me ha ocurrido nunca.

– ¿Tú te sientes cohibido por mí?

– Eres una mujer que impone respeto.

– Lo ignoraba -susurró, mortificada.

– Bueno, pues así es. Eres mejor en tu profesión que muchos hombres y una magnífica organizadora, directora de coro, editora y… -Se interrumpió.

– ¿Y?

– Y quiero saber qué piensas de mí.

Sarah respondió con voz temerosa después de un largo silencio.

– Tú también me asustas. -Noah no hizo gesto alguno, de modo que continuó-: Y también pienso mucho en tí, más de lo que creo aconsejable. Verás, no eres en absoluto el tipo de hombre que yo creí que…

– ¿Qué tú creíste que qué?

– El tipo de hombre que creí que me atraería. -Bueno, ya estaba, lo había dicho. Ahora sus mejillas debían de brillar en la oscuridad cómo dos farolillos rojos.

– ¿Qué clase de hombre soy?

Sarah lamentó tener que decirlo.

– La clase de hombre que frecuenta los burdeles.

– No he vuelto a Rose's desde que llegaste al pueblo.

– Pero has estado allí… con mi hermana.

– Sarah, lo siento mucho, pero eso es algo que no puedo cambiar.

– Y yo no puedo cambiar lo que siento al respecto. Siempre interferirá entre nosotros.

– Ya te he dicho que no he vuelto allí y es la pura verdad. Pregúntale a tu hermana.

– He perdido a mi hermana por culpa de hombres como tú.

– ¡No! ¡Yo no soy culpable de que ella sea lo que es!

– No levantes la voz.

Noah repitió en tono más bajo:

– Yo no tengo la culpa de que ella sea una prostituta.

– ¿Entonces quién la tiene? Ojalá pudiera entenderlo.

Apoyó la cabeza contra las rodillas y, por unos instantes, la música penetró en la habitación silenciosa. Cuándo él le tocó el pelo, Sarah se sobresaltó y levantó la cabeza. No le había oído acercarse.

– Tienes que irte -susurró, presa del pánico.

– Sí -convino Noah-. Tengo que irme. He conocido a tu hermana en el sentido bíblico de la expresión, así que debo irme. Lo que podamos sentir el uno por el otro hay que olvidarlo por algo que sucedió antes de que nos conociéramos, ¿no es así?

– Sí. -Tenía los ojos muy abiertos y el corazón le latía con violencia.

Noah la cogió por los brazos y la hizo incorporarse.

– Eso es una tontería, Sarah, y tú lo sabes. -Inclinó la cabeza y sus bocas se unieron… la de él se abrió, la de ella permaneció cerrada. Noah insistió, pero Sarah ni cedió ni correspondió a su beso. Después de unos segundos, separó su boca-. No tengo prisa -dijo-. Tómate el tiempo que quieras.

Volvió a besarla en los labios, humedeciéndolos despacio con la lengua, sin desanimarse por los brazos cruzados de ella ni por su terca resistencia pasiva. La besó con destreza, con paciencia, con persuasión.

Sarah tembló y apretó con fuerza la manta sobre sus hombros.

Noah alzó la cabeza y, sin separarse de ella le acarició los hombros a través de la gruesa tela de lana; Sarah lo miraba confundida: sus ojos eran dos puntos luminosos en la oscuridad.

Deslizó sus manos por la abertura en la manta hasta encontrar su cintura. La atrajo hacia sí, y después de una fugaz pausa, ladeó la cabeza para besarla de nuevo.

Sarah participó con tensión, sus brazos contra el pecho de él, el cuerpo echado hacia atrás de cintura para abajo. Después de otro vano intento de seducción, Noah retrocedió y se miraron a los ojos en un semiabrazo.

– ¿Quieres disfrutar, no es cierto? -preguntó mientras levantaba una mano para retirarle algunas mechas de pelo de las sienes. Sarah se estremeció-. Déjate llevar… -Lenta y cuidadosamente la besó en los párpados, en las mejillas, en los lóbulos, en la barbilla, venciendo así, poco a poco, su recelo. La besó de nuevo en la boca, dejándole su aroma de tabaco y acariciando su piel con el bigote. Le acarició la espalda, describiendo movimientos suaves que hicieron que el roce del género con la piel produjera un sonido áspero. Abrió las manos y la atrajo con violencia hacia sí.

Con un susurro desesperado, ella se rindió, yendo hacia él como la ola va hacia la roca, alzando los brazos y dando cobijo bajo la manta a Noah. Sus cuerpos ardientes se unieron y él la cogió con fuerza, sus corazones latiendo con frenesí.

Sarah no sabía que el mero hecho de estar así, juntos, pudiera echar por tierra todo lo que uno creía. Otro murmullo se formó en su garganta, ahogado, temeroso. Desde el exterior, llegó el sonido agonizante del último repique. Pareció vibrar dentro del cuerpo de Sarah y arrojar un débil resplandor sobre los dos.

Sarah separó su boca.

– Noah… -Tenía los ojos cerrados-. Esto no está bien.

– Esto es la naturaleza humana -dijo él-. Es la forma en que hombres y mujeres descubren lo que piensan el uno del otro.

– No… debes irte -dijo sin convicción.

– Pobre Sarah… -susurró Noah-. Tan confundida. -Siguió besándola en el cuello, donde aún persistía, débil, la fragancia de agua de rosas; descendió abriendo con su aliento un camino ardiente a través de la franela áspera hasta el pecho derecho.

– ¡Para! -musitó Sarah, apartándose con brusquedad, empujándolo por los hombros-. Por favor, no puedo. Por favor… -La manta cayó al suelo, al tiempo que interponía sus brazos entre su cuerpo y el de Noah. Las lágrimas caían por sus mejillas-. ¡No soy como Addie! ¡No lo seré nunca! Ni como mi madre. ¡Por favor, Noah, déjame!

Noah se quedó paralizado, sus manos todavía en contacto con el cuerpo de ella, pero muertas, sin pasión.

– Por favor, Noah… -murmuró una vez más, sumida en llanto.

Él retrocedió, abrumado por la culpa.

– Lo siento, Sarah. -Ella tenía los brazos cruzados como una bandolera, protegiéndose los pechos.

– Por favor, vete.

– Lo haré, pero quiero tu promesa de que esto no hará que te sientas culpable. Toda la culpa es mía. Debí volver a mi habitación cuando me lo pediste. No sabía lo de tu madre, Sarah.

Ella se volvió hacia la ventana, cogiéndose los brazos con fuerza. Ya no sonaba la música, el encanto se había roto.

Abatido y sintiéndose culpable, Noah recogió la manta del suelo, se acercó a Sarah y se la echó por encima de los hombros.

– Quiero que sepas algo, Sarah. Yo estoy tan sorprendido y desconcertado como tú por lo que está sucediendo entre nosotros. Creo que ninguno de los dos esperaba llegar a sentir lo que sentimos. De hecho, creo que los dos estamos luchando contra nuestras emociones. Pero, te aseguro, Sarah, que no he venido aquí esta noche sólo porque te deseara. Hay mucho más que eso. He llegado a admirarte por muchas razones: eres inteligente, trabajadora y valiente, y luchas por las cosas en las que crees. Iglesias, escuelas, aceras de madera, para frenar una epidemia de viruela, incluso para cerrar los burdeles. Sé que cuando salga de este cuarto dudarás de mi honestidad, pero debes creerme. Incluso cuando te encerré en aquella mina, pensé que eras una de las personas más valientes que había conocido. Valiente y osada. Desde entonces, me has demostrado que estaba en lo cierto. Y, últimamente, me han gustado otras cosas de tí… la forma en que tratas a los niños, la energía que has volcado en el espectáculo de esta noche… de acuerdo, ríete de mí, pero hasta cantar Noche de Paz contigo ha cambiado algo entre nosotros. Todo eso ha ocurrido antes de esta noche. Sarah… por favor mírame. -La obligó a girarse-. Lo que ha sucedido aquí no es motivo para llorar.

Las lágrimas, sin embargo, no dejaron de brotar de sus ojos.

– Lo que hemos hecho no está bien. Embrutece nuestros sentimientos.

– Lamento que pienses así.

– Pues así es.

– En ese caso, te prometo que no volverá a ocurrir. -Dejó caer las manos y dio un paso atrás-. Bueno… me voy.

Con la cabeza gacha, se dirigió hacia la puerta. Sarah se sentía desolada y quiso alcanzarlo y decirle que ella también lo sentía; pero no pudo: era ella quien tenía la razón, y él se había equivocado al entrar en su cuarto y forzar la situación. Los hombres buenos y caballerosos no hacían eso. En la puerta, Noah se giró.

– Feliz Navidad, Sarah. Espero no habértela estropeado.

– Lo he pasado muy bien con los villancicos -precisó ella con tristeza.

Él estudió la silueta de Sarah contra la luz tenue de la ventana, abrió la puerta y desapareció en silencio.

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