De modo que, finalmente, la primera boda que se celebraría en la Iglesia Congregacionalista de Deadwood sería la de Adelaide Merrit y Robert Baysinger. El día en cuestión amaneció nublado, pero a las nueve de la mañana comenzó a despejar hasta dar paso a un cielo azul que recordó a Sarah el brindis de Noah de aquella última noche antes de que su mundo en común se derrumbara. «Que el día de la boda sea soleado y la felicidad esté siempre presente en vuestras vidas.»
Hoy lo vería. Estarían los dos en pie junto a Addie y a Robert y el pueblo entero preguntándose por qué habían anulado su compromiso. Sarah había guardado el broche con cuidado, entre algodones, en el interior de una diminuta caja de madera que reposaba sobre el escritorio.
La boda de Addie estaba prevista para las diez. Poco después de las nueve, Addie entró en el cuarto de Sarah con pinzas y rulos para el pelo y vestida con un camisa y enaguas.
– Quiero arreglarte el pelo.
– Debería ser yo quien arreglara el tuyo. Es el día de tu boda.
– Tengo más mano que tú. Y además, el mío ya está listo.
– Te ha quedado muy bien.
– Ya lo sé. Siéntate.
– Pero Addie…
– No hay pero que valga. Te voy a dejar preciosa.
– No hay nada en el mundo que pueda convertirme en una mujer preciosa.
– Te he dicho que te sientes.
Sarah obedeció.
– Sé por qué haces esto, pero no servirá de nada. Todo ha terminado entre Noah y yo.
– Una vez pensé que todo había acabado entre Robert y yo, y ya ves adónde voy hoy. Estáte quieta o te quemaré; y echa la cabeza a un lado cuando te lo diga. -Apartó la envoltura de vidrio de la lámpara, encendió una cerilla y empezó a calentar las pinzas del pelo.
Veinte minutos después, el pelo de Sarah estaba recogido en la coronilla con una ancha peineta nacarada y desde allí descendía como una cascada de rizos hasta algo más abajo de la nuca.
– ¡Ay, Addie, es tan obvio!
– Se casa tu hermana. Es de esperar que estés como nunca.
– ¿Pero qué pensará Noah?
– Exactamente lo que quiero que piense. ¡Que será mejor reconsiderar su postura!
– Addie. -Sarah giró la cabeza para ver la cara de su hermana y le cogió un brazo-. No tienes por qué intentar arreglar lo nuestro. Fue una decisión tomada de mutuo acuerdo. No debes considerarte responsable.
Addie la miró entristecida.
– Lo sé. Pero Robert y yo nos sentimos tan tristes por lo vuestro…
– Bueno, ya se ha hablado suficiente de ese tema. Es el día de tu boda y no permitiré que lo eches a perder ni por un instante. Vamos a tu habitación; te ayudaré a vestirte.
El vestido de Addie tenía sus defectos -coser escudetes y alforzas era más difícil que confeccionar cortinas lisas-, pero la imperfección técnica quedaba suplida por el encanto. El traje era de cuello alto, cintura en forma de V (delante y detrás), mangas con tirabuzones y cola corta y plisada. El color blanco miel del vestido combinaba con el de su pelo, que había adornado con algunas flores de ciruelo silvestre, que a su vez combinarían con el ramo que iba a llevar en las manos, hecho con flores del jardín de Emma.
Cuando el último botón del puño estuvo abrochado, Sarah la contempló con callada admiración antes de besarla en la mejilla.
– No importa lo que creas, éste es uno de los días más felices de mi vida. Noah tenía mucha razón cuando dijo que Robert y tú estabais hechos el uno para el otro.
Noah pasó a recoger a las mujeres en un coche de caballos alquilado. Cuando llamó a la puerta, Sarah, en calidad de primera dama de la novia, se vio obligada a abrir. Trató de calmarse, apretó una mano contra su estómago y se dirigió a la puerta con una sonrisa acartonada en los labios.
– Hola, Noah -dijo como si la presencia de él no hubiera abierto una brecha en su corazón. Noah llevaba el traje negro que se había comprado para su boda. Le brillaban las mejillas, llevaba el bigote meticulosamente retocado, oscuro y tupido sobre su boca familiar. Al verlo, la lengua de Sarah se secó.
– Hola, Sarah. ¿Qué tal? -Dijo esto en tono tan serio que la desconcertó. Sin una sonrisa, sin una segunda mirada.
– Bien. -También seria-. Creo que Addie ya está lista. Iré a buscarla.
El coche tenía capacidad para cuatro personas. Addie insistió en ocupar el asiento trasero. La proximidad física, sin embargo, no sirvió en absoluto para modificar el alejamiento emocional que existía entre los ocupantes de los asientos delanteros. Hicieron el trayecto como si una tía abuela viajara sentada entre ellos.
Robert esperaba en la iglesia, apuesto y sonriente. Se acercó para ayudar a la novia a bajar del coche; aceptó el roce de la mejilla de su futura cuñada y el apretón de manos de su mejor amigo.
– Toma nota hoy -aconsejó a Noah al oído-. Lo vas a necesitar, no lo olvides.
La ceremonia fue breve y sencilla. Birtle Matheson la ofició de tal modo que se ganó aún más el respeto de su nueva congregación, enterada de su interés reciente en la novia. Los asistentes abarrotaban la iglesia; entre ellos había tres chicas de Rose's, que observaron todo con evidente anhelo en sus miradas, muchos comerciantes que se reprochaban no haber detectado el potencial existente en la mujer que habían conocido como Eve, y Patrick Bradigan, sobrio para la ocasión; también asistía la familia Dawkins y muchos otros.
Cuando Robert hizo el juramento, estrujó los nudillos de Addie con tanta fuerza que se formaron círculos blancos bajo sus pulgares.
– Yo, Robert Baysinger, te tomo a tí, Adelaide Merritt…
Sarah estaba de pie detrás de ellos, dolorosamente consciente de la presencia de Noah, a dos metros de distancia, erguido e inmóvil como un obelisco, concentrado en lo que estaba sucediendo.
Luego fue el turno de Addie.
– Yo, Adelaide Merritt, te tomo a tí, Robert Baysinger… como mi esposo…
Addie sonreía con un brillo singular mientras miraba a Robert a los ojos. Una lágrima se formó en los ojos de Sarah y cuando levantó el pañuelo para enjugarla, Noah giró la cabeza hacia ella. La mirada no duró más de lo que hubiera tardado la lágrima en caer, pero aquel instante fugaz en que sus ojos se encontraron convenció a Sarah de algo: lo que había habido entre ellos no había terminado para ninguno de los dos.
La ceremonia concluyó. Addie recorrió el pasillo del brazo de Robert. Sarah, del de Noah. El contacto se prolongó hasta el final del pasillo y fue el único que tuvieron aquel día. En la puerta de la iglesia él la soltó. Durante el almuerzo, en el patio de la iglesia, y el baile, bajo el cielo azul de junio, se mantuvieron alejados. Conversaron con gente conocida pero evitaron cualquier tipo de contacto entre ellos. A ratos, a través del abarrotado patio, Sarah lo veía bebiendo cerveza o charlando, bailando con Emma o Addie, pero si sus miradas se topaban por casualidad, las desviaban al mismo tiempo.
Noah bailó una vez con Geneva Dawkins, que se ruborizó mucho y también con una de las chicas de Rose's, que parecía resultarle muy simpática. En cierto momento él echó la cabeza hacia atrás riendo de algo que ella le había dicho. Qué doloroso ver el reflejo del sol en su pelo y su bigote, revivir los momentos en que ella había compartido su risa, saber que aquellos momentos de felicidad jamás volverían.
«Quién sabe, quizás volviera a frecuentar Rose's, ahora que ya nada se lo impedía.» La idea produjo en Sarah un dolor físico.
Durante un rato, Noah se quedó presenciando un juego en el que participaban chicos de la edad de Josh. Cuando alzó la cabeza y sorprendió a Sarah con la mirada puesta en él, ella desvió los ojos y echó a andar hacia otro sitio.
El pueblo había crecido. Rostros desconocidos surgían entre la multitud. Sarah se dedicó a presentarse a cada uno de ellos, apuntando los nombres de los recién llegados para publicarlos en la columna «Bienvenidos» del Chronicle, invitando a las mujeres a unirse al Club de Damas y a los hombres a asistir a las sesiones del Concejo. Pero el placer por su trabajo parecía algo del pasado.
Al aproximarse el atardecer, buscó a Emma.
– Tengo que pedirte un gran favor.
– Pide.
– Necesito un sitio donde pasar la noche.
– Lo tienes.
– Un colchón en el suelo será suficiente. Ya sé que no hay mucho espacio en tu casa…
– Lo tienes, no te preocupes.
– Creo que debo dejarles la casa a Robert y Addie, al menos por esta noche. Verás, el plan original era que…
– Sé cuál era el plan original.
– Alquilaría una habitación en un hotel, pero están todos llenos y…
– ¿Vas a dejar de disculparte? Somos tus amigos. Te quedarás con nosotros y no quiero oír ni una palabra más.
Sarah buscó a Addie y se lo dijo.
– Me siento como si te echara de tu propia casa -le dijo Addie.
– Es tu noche de bodas. Si el tren pasara por Deadwood, ya estarías de camino a tu luna de miel en alguna parte. Como no es posible, pasaré la noche con los Dawkins.
En casa de Emma, una vez el resto de la familia se hubo retirado a dormir, las dos mujeres se sentaron en la cocina y bebieron un brebaje que Emma llamaba «té de tetera», un té poco cargado con mucha leche caliente.
– Ha sido una bonita boda -dijo Sarah.
– Ajá.
– Y Addie estaba preciosa.
– Sí.
– Y Matheson ni parpadeó.
– Es cierto.
– Nunca había visto a Robert tari feliz.
– ¿Vamos a pasarnos la noche cotilleando o vas a contarme lo que te preocupa?
– Ya sabes lo que me preocupa… Noah.
– Creía que eso había terminado.
– Se supone que sí, pero todavía le amo.
– Ya me he dado cuenta durante el banquete.
– ¿En serio?
– Yo y unas quinientas personas más. ¿Por qué anulasteis la boda?
– Oh, Emma, es tan complicado.
– No soy tonta. Si me das la oportunidad, tal vez pueda ayudarte.
Sarah meditó y bebió un trago de té. Quería contárselo todo a Emma, pero ahora que podía hacerlo se preguntaba si no sería una deslealtad.
– Te lo contaré, siempre y cuando me prometas que lo que aquí oigas no saldrá de estas cuatro paredes.
– Te lo prometo.
Sarah le contó toda la historia. Cuando llegó a la parte de Addie y su padre, Emma se llevó una mano a la boca y la apretó con fuerza. Sus ojos, atónitos, parecía que no iban a parpadear nunca.
– …y a partir de ese día, cada vez que Noah me toca… no sé… algo ocurre en mi interior y me pongo tensa. Sé que él no es mi padre, lo sé, pero de todos modos me siento amenazada y me paralizo y… me siento tan estúpida y culpable y… oh, Emma, ¿qué voy a hacer? -Sarah lloraba desconsoladamente cuando la última palabra salía de sus labios.
Emma, consternada y sin saber qué decir, se puso en pie y ayudó a Sarah a hacer lo propio para darle un fuerte abrazo y así evitar mirarla a los ojos. Un padre y su propia hija. Dios santo, en toda su vida había oído algo más espantoso. Pobre Addie, y pobrecita Sarah, idolatrando a aquel maníaco degenerado durante todos esos años. ¿Quién podía culparla por detestar a cualquiera que usara pantalones, después de sufrir una conmoción semejante? Pero, ¿qué se suponía que debía decirle? ¿Cómo consolarla cuando el estremecimiento que ella misma sentía era tal que le costaba dominarlo?
Sarah sollozó y se aferró a su amiga como a una madre. Emma le puso las manos en la espalda y de tanto en tanto le daba palmaditas cariñosas.
– Oh, pobrecita, mi pobrecita muchacha, qué cosa más terrible.
– Le amo, Emma. Quiero casarme con él, pero… Oh, Emma, ¿cómo puedo cambiar…?
Emma no tenía ni idea de qué aconsejarle. Tales reacciones a estímulos tan violentos quedaban fuera de su experiencia. Se había enamorado de un hombre común, se habían casado, habían tenido hijos, trabajado con empeño y vivido según los preceptos de la Biblia. Siempre había pensado que la mayoría de las vidas se desarrollaban de este modo. Sin embargo, esa repugnante historia…
– Debes darte tiempo. ¿No dicen acaso que el tiempo todo lo cura?
– Pero le he hecho mucho daño a Noah. Lo alejé de mí cuando todo lo que quería hacer era ayudarme. Nunca volverá a mi lado.
– Eso no puedes saberlo. Quizás te esté dando tiempo para reponerte.
– No quiero tiempo. Lo único que quiero es casarme con él ahora y hacer una vida tan normal como la de cualquiera.
Emma le volvió a acariciar la espalda y los hombros, todo ello con unas ganas terribles de echarse a llorar, pero sin saber qué decir para aliviar el dolor de su amiga.
– Oh, Dios -suspiró-. Ojalá pudiera ayudarte.
Sarah se secó las lágrimas y Emma volvió a llenar las tazas. Se sentaron algo más tranquilas. Sarah habló, mirando a su amiga con abatimiento.
– Le vi bailar con esa chica de Rose's. Los vi reírse.
Emma se limitó a apretarle la mano en silencio.
En la casa de la calle Mt. Moriah, los recién casados entraron en el dormitorio. Robert bajó la intensidad de la luz de la lámpara, corrió las cortinas y volvió junto a Addie. Le sonrió, acariciándole la cara.
– Tus flores se han marchitado. -Quitó los capullos de flor de ciruelo del pelo de Addie y los dejó junto a la lámpara, en la mesilla de noche.
Addie miró hacia arriba, como buscando las flores, y se tocó el pelo con timidez.
– Me sorprende que no se hayan caído. Hay tan poco pelo para sostenerlos.
– No creo que sea tan poco. En todo caso suficiente para mí -la corrigió Robert, bajándole las manos y manteniéndolas entre las suyas.
Habían estado entre una multitud durante diez horas, alegres, sonrientes, esperando aquella hora como las violetas, aletargadas en invierno, esperan la primavera.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó él.
– Nerviosa.
Robert se rió.
– ¿Por qué? Llevamos esperando este momento seis años… ¿o son siete?
– Más bien doce -respondió Addie-. Desde que éramos niños.
– Sí, desde aquel día en que yo llamé a la puerta de tu casa pidiendo la grasa sobrante y pensé que eras la criatura más hermosa que Dios había puesto en este mundo. -Le enmarcó el rostro con ambas manos-. Y todavía lo creo.
– Oh, Robert. -Inclinó la cabeza.
«Qué asombroso -pensó él-, se muestra tímida conmigo.»
Deslizó sus manos hasta los hombros de ella.
– Señora Baysinger -pronunció estas palabras como si poseyeran un sabor nuevo y exótico que él probaba con su lengua.
– ¿Sí, señor Baysinger? -Lo miró a los ojos.
– ¿Qué hago primero, besarte o empezar a desenganchar los quince ganchitos que recorren tu espalda?
– ¿Cómo sabes que son quince?
– Los he contado.
El rostro de Addie se iluminó lleno de sorpresa.
– ¿Cómo los has podido contar? No están a la vista.
– Veo que tendré que demostrártelo. Gírate.
Ella obedeció, sonriendo de cara a las cortinas de la ventana, mientras él contaba en voz alta.
– Uno… dos… tres…
– ¿Robert?
– Cuatro… cinco…
– ¿Cómo has podido contarlos?
– Se ve el relieve de las puntadas.
– ¿Robert?
– Diez… once…
Cuando iba por los números doce y trece confesó:
– Pensé que el día no acabaría nunca.
Con la palabra quince, la habitación se sumió en un silencio vibrante, en el que la respiración de ambos cobraba protagonismo. El vestido estaba abierto hasta las caderas. Robert introdujo sus manos y la cogió por la cintura. Se agachó y la besó suavemente en la espalda, inhalando profundamente el perfume de su cuerpo, mientras el pulso le martilleaba con fuerza en la garganta.
– Creo que me merezco una medalla -susurró-, por todas las veces que he deseado hacer esto y no lo he hecho. -Sus manos se cerraron con pasión en la suave cintura de la mujer. Se irguió y la atrajo hacia sí para hablarle al oído-. En aquel cuarto de hotel en Nochebuena y aquí, en esta casa cientos de veces desde entonces, sentado frente a tí jugando a las damas, comiendo pastel de manzana o escuchando hablar a Sarah. A veces en la cocina, cuando lavábamos los platos o tú zurcías una cortina sentada en tu silla; yo te observaba y admiraba tu cabello cambiar de gris a rubio; y me daba cuenta de que te amaba desde que tenía doce años y de que no debías ser de ningún otro.
– ¿Eso pensabas? -La voz sonó débil.
– Te deseaba tanto que me sentía un pagano.
– Y yo que creía todo lo contrario. Todos estos meses desde que me sacaste de Rose's creí que recordabas mi pasado y tratabas de olvidarme.
Las manos descendieron ahora hasta las caderas, luego subieron, recorriendo las costillas hasta la parte inferior de sus pechos, para bajar de nuevo.
– ¿Cómo pudiste pensar eso? Te deseo desde que tenía dieciocho años y fui a ver a tu padre para pedirle su autorización para casarme contigo. Y desde Nochebuena, cuando cometí el peor error de mi vida al ofrecerte dinero. Addie -murmuró-, ¿podrás perdonármelo?
Ella se giró, obligándole a sacar las manos y clavándole sus radiantes ojos verdes, musitó:
– Te perdonaré, Robert, si acabas con esta tortura y me haces tu esposa.
La espera había concluido. La besó con pasión, hasta que sus cuerpos se enredaron como vides y sus manos se pasearon por debajo del vestido, por los hombros, la cintura, la espalda, resbalando más abajo, sobre las enaguas, siguiendo las curvas suaves y cálidas de su cuerpo. Capa tras capa de ropa interior de algodón accedía a sus formas, moviendo el género y su propio cuerpo contra ella, mientras el beso se hacía sublime y ávido.
Cuando levantó la cabeza, ambos respiraban como si acabaran de participar en una carrera. Los labios de Addie brillaban húmedos y eran de un rojo fuerte a la débil luz de la lámpara; sus ojos estaban muy abiertos, las pupilas dilatadas, fijas en él. Robert le cogió la mano derecha con firmeza y la besó sin dejar de mirarla. El beso fue tan breve como un punto de exclamación. Le soltó la mano y retrocedió.
– No te muevas -le ordenó, los ojos inyectados en sangre mientras se deshacía de su chaqueta-. No toques nada. No he esperado tantos años para ver cómo te desvistes.
– Mis zapatos…
– De acuerdo, tus zapatos.
Addie se sentó en el borde de la cama con un calzador. Entretanto, Robert se deshacía del chaleco. Arrojó la camisa a una silla, que cayó al suelo mientras él se sentaba en la cama junto a Addie y se agachaba para desatarse los cordones de los zapatos. Descalzos, intercambiaron miradas ardientes; después él se puso en pie, se bajó los pantalones, los apartó y extendió los brazos.
– Ven aquí -dijo con voz ronca, vestido únicamente con su ropa interior de una sola pieza.
Addie le cogió la mano y le permitió que le ayudara a incorporarse.
– Por fin; he esperado tanto este momento -dijo Robert.
Le bajó el vestido, desabrochó la cintura de la enagua y los ganchos del corsé, desvistiéndola por completo y dejando la ropa amontonada en el suelo, incluyendo las ligas y las medias. Se puso derecho, le ofreció su mano y Addie emergió, desnuda, sobre las prendas caídas. Los ojos de Robert se posaron sin vergüenza en su cuerpo; una sonrisa dibujó una arruga junto a su boca.
– Eres lo más hermoso que he visto nunca.
La miró a los ojos.
– Addie, te has ruborizado.
– Tú también.
La sonrisa iluminó su mirada.
– Bueno, es bonito, ¿no?
Ella jugueteó con los botones del pecho de Robert y preguntó:
– ¿Puedo?
Robert levantó las palmas y las dejó caer, consintiendo.
Un momento después, el rubor de ambos se intensificó.
Él la tocó primero con la punta de los dedos, un poco por debajo de la garganta, en plena cavidad torácica, como para asegurarse de que era real. Luego bajó lentamente, siguiendo las líneas dejadas en la carne por la ceñida ropa interior, hasta llegar al pecho; dibujó dos círculos siguiendo el contorno de los senos de Addie, todo ello con la delicadeza de una hoja al caer.
Addie cerró los ojos y él la besó en la boca, murmurando contra sus labios:
– Eres tan bonita. -Entonces la levantó en brazos y la dejó sobre la cama.
La luz de la lámpara iluminaba débilmente el rostro de Addie. Robert se inclinó sobre ella apoyándose en un codo. La luz daba una tonalidad dorada a su piel y abocetaba sus pestañas como curvas oscuras que seguían la línea de sus mejillas.
– Te quiero, Addie -susurró.
– Oh, Robert. Yo también te quiero… te quiero mucho.
Él abrió su mano sobre el vientre de la mujer. Fue como si nunca antes la hubieran tocado, tal fue el fervor de su reacción, un estremeciento y un suave jadeo mientras lo obligaba a bajar la cabeza y reclamaba su boca una vez más. Se hizo un silencio largo y exquisito cuando el hombre y la mujer se fundieron en un solo cuerpo. Robert la acarició con suavidad en su parte más íntima. Los labios de Addie se entreabrieron y su respiración cesó.
Ella hizo lo mismo. Robert cerró los ojos y su corazón dejó de latir.
Abrieron los ojos y respiraron otra vez, sintiendo que volvían al principio, a su principio en común… Robert y Addie, niños de nuevo, inocentes, atravesando los días en que empezaban a conocerse. Robert y Addie, adolescentes, contemplándose mutuamente con ojos distintos, imaginando el advenimiento de ese día. Robert y Addie, marido y mujer tomando lo que les correspondía, compartiendo un amor imperfecto convertido en perfecto a través del perdón.
Era, para Addie, todo lo que nunca había tenido; para Robert, lo que siempe había soñado.
Sus cuerpos se unieron triunfalmente. Él estaba arrodillado con ella a su alrededor… una hoja húmeda en torno a un tallo… los brazos de Addie cruzados sobre los hombros de Robert, los de él cogiéndola por debajo de las caderas.
Unidos en un solo cuerpo, permanecieron inmóviles y extasiados. Robert alzó el rostro buscando los radiantes ojos verdes. Todos aquellos años… qué increíble resultaba pensar que nunca se hubieran conocido de ese modo. Qué maravilla que la naturaleza les obsequiara con el goce de aquel momento a ellos, que se querían tanto.
Se besaron e iniciaron el movimiento. Y lo hicieron ligero y gracioso como un vuelo.
Y entonces, en un momento dado, la cabeza de Addie colgó hacia atrás y se estremeció gritando el nombre de Robert… la mitad del nombre de Robert, el resto perdiéndose en el infinito.
Robert la acostó bruscamente debajo suyo, imponiéndole un ritmo apasionado, observando la adoración en su mirada y una sonrisa complacida en sus labios, en tanto la suya daba paso a la tensión muscular y a la conmoción gozosa del climax.
Momentos después se dejó caer pesadamente sobre ella.
El pelo de Robert estaba húmedo. Sus miembros, agotados e inertes. Su respiración acelerada. Hizo rodar a Addie de lado, pero manteniéndola cerca de su cuerpo con la ayuda de su talón y pasando su brazo por detrás de la nuca. Le tocó la nariz con un dedo y delineó sus labios y la mejilla.
– ¿Cómo se siente, señora Baysinger?
Addie sonrió y cerró los ojos.
– No me lo hagas decir.
– Dilo.
Abrió los ojos, serenos y tranquilos.
– Como si hubiera sido la primera vez.
Robert meditó antes de hablar; las yemas de sus dedos dibujaban figuras en la garganta pálida de la mujer saciada.
– Lo ha sido -declaró al tiempo que esbozaba una vid alrededor de su pecho izquierdo.
Sus miradas dejaban translucir su inmenso amor y, tras un prolongado silencio, ella preguntó:
– ¿Robert?
Él se sentía demasiado extasiado para responder.
– Hay algo que debo decirte. Es acerca de mi otra vida.
Robert dejó de dibujar vides.
– Dilo.
– Lo haré ahora y nunca más volveré a hablar de eso.
– Dilo… no hay problema.
– Cuando estaba con otros hombres -empezó, mirándole a los ojos-, me convertía en otra mujer. Era Eve, y sabía que ser ella era lo único que me permitía sobrevivir. Pero esta noche, contigo, he sido Addie. Por primera vez en mi vida, he sido Addie.
Robert la estrechó fuertemente, hundiéndole la barbilla en un hombro.
– Shh.
– Pero tienes que saber cuánto te amo por conseguir que me haya vuelto a sentir Addie.
– Lo sé… -susurró, retirándose un poco para mirarla-. Lo sé.
– Te amo -repitió.
Él le respondió devolviéndole palabra por palabra:
– Te amo, Addie. -Ella ya lo sabía.
Mirándola aún le dijo:
– Quiero que tengamos hijos. ¿Puedes?
– Sí, puedo.
– No estaba seguro. Supuse que debías de haber hecho algo para evitarlo todos estos años. No sabía si era algo definitivo.
– No lo era.
La besó, cogiéndola del cuello con una mano, que luego llevó hasta el pelo en forma de caricia.
– ¿Robert?
– ¿Mmm? -Continuaba acariciándole el pelo.
– Quiero tener muchos hijos. Más de los que puedan caber en esta casa.
Robert sonrió y se puso sobre ella. Antes de que sus labios se encontraran en un beso dijo:
– Entonces, cuanto antes empecemos, mejor.