Capítulo Trece

A medianoche del 24 de diciembre, el burdel de Rose Hossiter estaba abarrotado de mineros solitarios buscando compañía para aliviar su nostalgia navideña. Habían acudido solos a la función de Navidad pensando en sus hogares… en las madres, padres, hermanos, novias y amigos que habían dejado atrás en grandes ciudades como Boston, Munich y Dublín; o en comunidades rurales de extraños nombres. La mayoría de ellos pensaban en fogones familiares, en el pan que hacían sus madres y en sus viejos perros mascota, seguramente muertos hacía tiempo. Algunos pensaban en los hijos y esposas que habían dejado y que llegarían en primavera.

Los había que estaban borrachos.

Otros llorosos.

Todos solitarios.

Los triángulos de Tom Poinsett favorecieron el negocio de la prostitución más que ninguna otra cosa desde que se descubriera oro en Deadwood. Mientras sonaban, la marea de hombres solitarios que acababa de ofrecer oro en polvo al niño Jesús, se disponía a destinar el que les quedaba en las bolsas al alquiler de un pecho suave, cálido y compasivo donde poder descansar y aliviar la nostalgia.

Robert Baysinger se encontraba entre ellos.

Permaneció en el teatro hasta que se apagaron las luces; había visto a Sarah marcharse con el marshal; a los Robinson con su bebé; a los Dawkins con su familia; a la señora Roundtree con un grupo de pensionistas. A medida que el lugar iba quedándose vacío, la sensación de soledad de Robert iba en aumento. ¿A quién tenía él en aquel pueblo, a excepción de aquella por quien debía pagar? Maldita Addie con su obstinada indiferencia. El sentido común le decía que debía despreciarla, pero no podía. Después de todo, había decidido establecerse en Deadwood por ella.

Triste, se puso el abrigo y el sombrero, cogió el bastón y salió a la calle, donde el sonido de la música que llegaba desde la montaña le hizo levantar el rostro hacia el cielo, haciendo más intensa su desolación. Se detuvo un momento, se puso los guantes de cuero y dejó que las notas lo estremecieran. En su pueblo había un campanario que daba las horas.

El tañido de las campanas solía despertarlo por las mañanas.

Dormían tres en una cama… Walt, Franklin y él. Siempre escaseaban las camas, la comida y el dinero. A veces hasta el amor. Quizá se equivocaba con respecto a eso: tal vez la escasez no había sido de amor sino de tiempo para demostrarlo.

Cuando recordaba a sus padres, se le aparecían en la memoria agotados por el trabajo, sin un solo minuto para charlar con tranquilidad. Su padre trabajaba catorce horas al día, tratando de ganar dinero suficiente para alimentar a su numerosa familia, que parecía contar con un nuevo miembro cada año. Edward Baysinger trabajaba diez horas diarias como fabricante de baúles en la Fabrica de Cuero Arndson; por las noches, en un diminuto taller detrás de la casa, fabricaba cajas de madera para cepillos en un torno de madera a pedal. A veces afilaba cuchillos y tijeras. Otras, reparaba sillas y otros muebles. O compraba y vendía hueso. Siempre recolectaba grasa y sebo con los que su esposa, Genevieve, elaboraba un jabón amarillo que vendía para complementar los ingresos familiares, que nunca eran suficientes. Fuera cual fuese el trabajo secundario, los chicos siempre tenían que ayudar. Cargaban madera; vendían virutas para encender el fuego; fabricaban mangos de hueso para cepillos de dientes; mendigaban grasa de desecho de casa en casa; vendían jabón de puerta en puerta y, a medida que crecían, entraban a trabajar en la Fábrica de Cuero Arndson. La única tarea de la que se libraban los varones era la de remover y cortar el jabón, que recaía en las dos hijas del matrimonio Baysinger, las cuales, además, colaboraban en el interminable lavado y planchado de ropa y en la preparación de comida para los trece miembros que formaban la familia.

Cuando Robert cumplió doce años, ya sabía que quería algo mejor que ese inacabable círculo vicioso del esfuerzo estéril en que veía sumidos a sus padres. A los treinta años, su madre estaba demacrada y consumida. El carácter de su padre se hacía cada vez más agrio y cínico en relación a sus responsabilidades crecientes.

Aunque para Genevieve y Edward Baysinger la escuela constituía un lujo, su hijo Robert luchó por su derecho a continuar estudiando a la edad en que los demás entraban a trabajar en la fábrica. Fue en la escuela donde conoció a las hermanas Merritt.

Algún tiempo más tarde, cuando ya era lo bastante grande para mendigar grasa en las puertas traseras de las cocinas para la marmita de jabón de su madre, llamó un día a una puerta desconocida y, para su sorpresa, Adelaide Merritt le abrió.

– ¡Robert! -había exclamado-. ¡Hola!

Le mortificaba tener que pedir a una compañera de escuela los restos de grasa de sus sartenes, pero Adelaide se mostró dulce y amable. Lo invitó a entrar a una cocina muy limpia donde una mujer gorda sin corsé, llamada señora Smith, cogió una lata llena de grasa usada y se la ofreció junto con pastel de manzana frío y leche. Robert compartió tales manjares con Addie Merritt, los dos sentados a una magnífica mesa redonda cubierta con un mantel y decorada con un ramo de margaritas y albahaca fresca y de olor penetrante que, según le explicó el ama de llaves, ayudaba a mantener alejadas de la cocina a arañas y hormigas.

Desde el principio, Robert quedó cautivado con tanto espacio para sólo cuatro personas. Espacio, orden y silencio. Un silencio fantástico. Donde él vivía, el silencio total sólo se daba muy entrada la noche, e incluso entonces algún que otro ronquido perturbaba la calma. Alrededor de la mesa de Addie sólo había cuatro sillas. En su casa, trece. Sobre los hornillos de la cocina, una tetera en vez de tres. En un tarro en el armario había un montón de galletas a las que le invitaron después de la tarta de manzana. En toda su vida, Robert jamás había conocido tal opulencia, puesto que en casa de los Baysinger, las galletas eran algo que nunca llegaba a guardarse en un tarro: no duraban lo suficiente.

¡Y la casa estaba tan limpia! No había huellas de zapatos en el suelo, ni de manos en las ventanas; las cortinas estaban almidonadas y el felpudo de la cocina parecía no haber sido pisado nunca. En el salón la funda del sofá estaba perfectamente centrada, los libros ordenados en las estanterías y los diarios y revistas doblados en revisteros; las pipas y el tabaco del señor Merritt se alineaban en un soporte y quedaba espacio suficiente para un helécho con la envergadura de un hombre. En la habitación también había algo que, a los ojos de Robert, era el máximo de los lujos: un pequeño clavicordio. Se le hacía imposible imaginar a sus padres ahorrando para comprarse un clavicordio. La idea era descabellada.

Junto al piano, había un mueble alto con veinte cajoncitos que contenían partituras musicales. Addie extrajo algunas y tocó para él -una mazurca, Para Elisa y Londonderry Air- sentada muy derecha y con los dedos pulsando con precisión las teclas. Su cabello rubio estaba recogido a la altura de las orejas con una cinta de muaré a cuadros, y caía con una suave ondulación por la espalda. Llevaba un vestido azul con cuello de encaje blanco. Los ojos de Robert miraban con igual admiración a la chica, la sala y el clavicordio. Un gato blanco y grande entró con paso pesado y se apoyó, rezongón, contra los tobillos de Addie. Ella dejó de tocar, lo levantó, le dijo que se llamaba Mandamás y se lo entregó para seguir con la canción.

Aquella noche con todos sus detalles se grabó, indeleblemente, en la memoria de Robert. La actitud madura de Addie, que la hacía parecer mayor de lo que realmente era; la evidente calidad de los muebles de la casa; la tranquilidad reinante. Incluso cuando la señora Smith entró en la sala y anunció que ya era tarde, hora de que Robert se marchara y de que Addie se retirara, la pequeña aceptó la orden con frialdad adulta.

Lo acompañó hasta la puerta principal, le cogió de los brazos a Mandamás y lo invitó a volver cuando quisiera. Sin rodeos, como si la diferencia social y de edad no existieran entre ellos, añadió:

– Te avisaré cuando la señora Smith tenga más grasa para que vengas a por ella.

Aunque Addie pasó por alto la diferencia de clase social entre ellos, Robert no pudo dejar de pensar en ello mientras se alejaba. No, sus padres jamás tendrían un clavicordio en el salón, ni se podrían permitir lujos de ningún tipo, pero desde aquella primera tarde en casa de los Merritt, se juró que él sí podría.

La segunda vez que visitó la casa de los Merritt, Sarah estaba allí. Era un año mayor que Robert, tenía catorce, y se conocían bien, ya que en años alternos habían compartido maestra y aula -la escuela estaba organizada con dos grados por clase-. Sarah era un genio. Ganaba todos los concursos de declamación, participaba en todos los de narrativa (a menudo obteniendo el primer premio), y entregaba sus trabajos dentro del plazo exigido, de modo que se llevaba los libros a casa sólo porque quería. Solía ayudar a los más pequeños con la aritmética, y cuando la maestra se veía obligada a abandonar el aula, era nombrada monitora.

En su casa, pasaba las horas leyendo o escribiendo en una libreta de notas que llevaba encima en todo momento. Había que convencerla para que tocara a cuatro manos con Addie el clavicordio, a lo que finalmente accedía con expresión de desagrado y un suspiro, como obligada. Sin embargo, cuando lo hacía, era una buena intérprete (aunque no tocaba con la misma espontaneidad que Addie) y, muy pronto, los tres forjaron una amistad que convirtió en frecuentes las visitas de Robert. Addie tenía un carácter inestable. A veces se mostraba huraña y distante, siendo necesarios en tales ocasiones los más denodados esfuerzos de Sarah y de Robert para arrancarla de su melancolía y hacerla sonreír. En verano, organizaban comidas al aire libre los tres juntos. La señora Smith les preparaba suculentos manjares que metían en un cesto de mimbre forrado de lino: sandwiches de pepino y jamón picado, tacos de queso, tartas de frambuesa y una especialidad hecha con frutas, especias, vinagre y azúcar, que era la favorita de Robert que, (a diferencia de las chicas, que lo aborrecían), la untaba sobre las rebanadas del crujiente pan blanco de la señora Smith, y lo consideraba el más exquisito manjar que uno podía esperar comer.

En invierno, patinaban en la alberca de Stepman, donde gran número de jóvenes se reunían, hacían fogatas y bebían ponche de melocotón caliente con bastones de canela. Muchas tardes, Robert y Addie estudiaban juntos mientras Sarah escribía en su diario. A menudo, Robert y Sarah ayudaban a Addie, a quien le costaba mucho más comprender los complicados problemas matemáticos, analizar gramaticalmente una oración y, lo que seguramente era motivo de las demás dificultades, le costaba entender por qué era necesario aprender todas aquellas cosas.

El señor Merritt no acostumbraba a estar en casa. Cuando estaba, los tres jóvenes desalojaban cualquier habitación que escogiera -el salón o la cocina-, y se trasladaban al cuarto más alejado para seguir con sus juegos. Sarah les había presentado:

– Papá, él es nuestro amigo Robert Baysinger. Ha venido a estudiar. Estamos ayudando a Addie con la arimética.

– Robert, -había respondido Isaac Merritt extendiendo su mano derecha. Era un hombre impresionante, alto, bien afeitado y vistiendo un traje de tres piezas, del que sobresalía la cadena de un reloj de oro de bolsillo-. Bienvenido. Siempre he creído que Sarah no invitaba a suficiente gente joven a casa. Me alegra ver que ha hecho un nuevo amigo.

La presunción de que Robert se encontraba allí como amigo de Sarah nadie se preocupó en corregirla, ya que, por aquel entonces, era tan amigo de ella como de Addie. No obstante, la atracción entre los dos miembros más jóvenes de aquel trío, comenzaba a surgir.

Addie florecía. Robert presenciaba aquella transformación con serenidad. La delgadez adolescente daba lugar a las primeras curvas suaves de la pubertad, que se pronunciaban con el paso del tiempo. El pelo le llegaba hasta la cintura, rizándose en las puntas como el vino blanco al tocar el fondo de un vaso. Su rostro dejó atrás la gracia infantil. Pero, a medida que se hacía adulta y hermosa, parecía distanciarse más y más de él y de Sarah. Con frecuencia, se recluía en el desconcertante reino del recelo y la tristeza. Tocaba el clavicordio con aire ausente -ahora ya interpretaba a Mendelssohn- desplegando en algunos pasajes una pasión casi violenta. La primera vez que ocurrió, Robert se asustó y le puso las manos sobre los hombros para calmarla.

– ¿Addie, qué te preocupa?

Ella apartó las manos del teclado como de un fuego ardiente y las apretó contra los pliegues de su falda.

– Nada. -La palabra fue pronunciada sin sentimiento.

Sarah estaba sentada junto a la lámpara de gas, con las gafas puestas, escribiendo en su cuaderno de notas. La señora Smith estaba en la cocina, cosiendo junto a la estufa. Robert apretó con cariño los hombros de Addie.

– Creo que me voy. Acompáñame a la puerta -le pidió.

Addie se puso de pie, apática pero con corrección.

– Buenas noches, Sarah.

Ella alzó la cabeza.

– Ah… buenas noches.

En las sombras de la puerta principal, justo donde comenzaban las escaleras, él se abrochó la chaqueta mientras Addie esperaba con expresión ausente y los ojos clavados en el paragüero.

– Addie, tal vez no deba volver más.

El hieratismo frío de ella desapareció.

– ¡Oh no, Robert! -Sus ojos se abrieron con aflicción-. ¿Qué haría yo sin tí? -De improviso, le rodeó el cuello con desesperación-. Querido Robert, eres lo mejor de mi vida ¿no te das cuenta? -Respiraba agitada, como aterrada. Él la abrazó por primera vez.

Addie tenía quince años, Robert dieciocho y sentía un gran dolor por no poder expresarle su amor. En cierto momento de su relación había decidido que no empezaría a cortejarla abiertamente hasta que ella cumpliera dieciséis años, cuando tal vez él ya tuviera alguna perspectiva laboral y pudiera pedirla en matrimonio. Contuvo el ardor de su deseo, limitándose a abrazarla.

– A veces parece que olvidas que estoy en la habitación.

– No lo olvido… oh, no. Vuelve el jueves, como siempre. Por favor, Robert, prométeme que vendrás.

– Por supuesto que sí, pero quiero hacerte feliz y últimamente no sé cómo.

– Me haces feliz, Robert. Por favor, créeme.

Heroicamente, se zafó con suavidad de ella. Qué hermosos eran sus ojos y su boca aún expresando congoja. En la semioscuridad lo miró afectuosamente; sus ojos mostraban temor ante la idea de perderlo.

– Me haces feliz -repitió-. Moriría si te perdiera.

Él pensó que moriría si no la besaba.

– Addie -susurró tocándole el rostro con ambas manos.

Bajó la cabeza y ella alargó el cuello en busca de su primer beso, como si también hubiera sufrido en la espera. Robert sintió la boca de ella temblar pegada a la suya, sus cuerpos alejados. Se había resistido a ese impulso y al siguiente, más intenso si cabe, en muchas ocasiones. La abrazó con ardor, abrió la boca y, para su deleite, ella le correspondió con vehemencia.

Haciendo un esfuerzo, Robert apartó sus labios.

Pese a la penumbra, sabía que Addie estaba sonrojada.

– Creo que debes irte, Robert.

Él intentó levantarle el mentón, pero ella lo apartó con brusquedad y exclamó:

– ¡No!

– Pero, Addie…

– He dicho que no. -Se negaba a alzar la cabeza-. No debemos volver a hacer esto.

Pasaron cinco meses antes de que se besaran por segunda vez. Lo hicieron una noche de enero muy fría, en el exterior de la casa, junto al montón de leña, después de inventar una excusa para ir allí. Addie llevaba el abrigo desabrochado. Robert estaba en mangas de camisa. Ella se había agachado para recoger la leña y él la había cogido del brazo y le había dicho:

– Addie…

Ella se irguió, se giró y lo miró entre reticente y deseosa. No existía la más mínima duda acerca de lo que ambos estaban pensando.

Robert le quitó la leña de los brazos, pieza por pieza, y la echó sobre el montón.

– No -protestó en un murmullo Addie-. Robert… no… -añadió y le apoyó una mano contra el pecho mientras él la cogía firmemente de los brazos, evidenciando que no aceptaría una negativa.

– He besado a más chicas antes de los trece años que a partir de entonces. Y es por tu culpa, Addie… porque te esperaba a ti. Desde el primer día que entré en tu casa y tocaste el clavicordio para mí, he estado esperando que crecieras. Bueno, ya lo has hecho, así que no aceptaré una negativa.

El beso comenzó como una lucha y terminó en rendición colaboracionista.

Al igual que la primera vez, los años de continencia hicieron el beso apasionado.

Robert cogió su cara entre las manos.

Ella le sujetó la camisa.

Él abrió la boca.

Addie abrió la suya.

Robert deslizó sus manos al interior del abrigo y la estrechó con fuerza.

Pero evitó tocarla allá donde el deseo le incitaba a hacerlo, limitándose a desabrocharle los dos botones superiores de la blusa, introducir una mano por el hueco y acariciar su cálida espalda, mientras con el brazo libre la cogía por la cintura y la atraía hacia sí. Sus labios la besaron ardientemente.

Addie lo detuvo, zafándose de él con violencia, agachando el rostro y apoyándolo sobre el pecho de Robert. Ambos jadeaban. Robert le acarició los hombros, algo contrariado.

– No hagas eso, Addie. Lo hiciste la última vez. ¿De qué te avergüenzas?

Ella movió la cabeza compungida. Robert intentó comprender ese sentimiento de culpa desproporcionado. Luchó contra la furia que lo acometió por no entenderla, por no poder dejar de amarla.

– Addie, sólo nos hemos besado. ¿Qué tiene de malo?

– Nada. -Lloraba… en silencio… para sus adentros… lloraba con su pelo de aroma dulce contra su pecho, mientras Robert se hacía miles de preguntas y trataba de tranquilizarla.

– ¿Acaso tu padre te ha prohibido expresamente que hagas esto? ¿Es eso?

Addie movió la cabeza negativamente.

– ¿Temes que intente algo más que besarte? Jamás lo haría, Addie, no si tú no quisieras.

Ella volvió a negar con la cabeza.

– ¿Tienes miedo de que nos descubran, o de que Sarah se entere, que se ponga celosa o algo así? ¿Qué pasa, Addie? No llorarías así sólo por un beso.

Addie se apartó de él y se secó las lágrimas, como si acabara de apelar a una reserva de autocontrol en lo más profundo de su ser.

– Lleva la leña dentro, Robert, ¿quieres? Dile a Sarah que no me encuentro bien y que he subido a mi cuarto.

– Espera, Addie…

Ella ya se había alejado unos metros y estaba a punto de desaparecer en el lateral de la casa en dirección a la puerta principal.

– No tiene nada que ver contigo, Robert, sino conmigo. Por favor, créeme, no has hecho nada malo.

– Te prometo que no volveré a besarte así, Addie… por favor no entres… lo siento, Addie… te quiero… ¿Addie?… por favor Addie, quédate.

Ella se detuvo y lo miró a los ojos.

– Será mejor que no te enamores de mí, Robert. Acabarás arrepintiéndote.

Dio la vuelta a la esquina y desapareció. Robert renunció a seguirla, abrumado, los brazos colgando sin fuerza, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. ¿Cómo la iba a entender si ella no le revelaba la causa de sus temores? Tal vez temiera una entrega física total y sus posibles consecuencias. ¿Qué mujer que se preciara no habría hecho lo mismo, considerando la deshonra de un embarazo sin estar casada? Robert ya tenía dieciocho años y ella sólo quince; no era una mujer sino una joven temerosa de su sexualidad naciente. Besaba como una mujer, deseaba como una mujer, pero retrocedía como la niña que era.

No obstante, él había prometido respetar sus deseos. ¿Entonces, por qué le había dicho que no debía enamorarse de ella?

Un pensamiento le azotó con fuerza, como si el montón de leña se hubiera desplomado sobre su cabeza.

¡Addie se estaba muriendo! Sin duda era eso. Su amada Addie padecía un mal incurable. ¿De qué otro modo se explicaba su introspección melancólica y esos lapsus sentada al piano tocando con desesperación? ¿O la brusquedad de esos pasajes apasionados, como rebelándose contra la injusticia del destino? ¿O el hecho de que rehuyera sus besos cuando él sabía que lo amaba? ¿Y su alejamiento de Sarah, que la quería desinteresadamente?

Si aquella noche Sarah se sorprendió porque Addie entró en la casa por la puerta principal, y Robert ni siquiera entró, no hizo nada por averiguar el motivo.

Robert volvió a su casa sin la chaqueta, abatido por la inquietud y temblando de frío en plena noche de enero, a quince grados bajo cero.

A la mañana siguiente, después de que el señor Merritt saliera hacia la oficina, llamó a la puerta de atrás. La señora Smith abrió.

– Pero, Robert, ¿qué haces sin abrigo?

Él no dio explicación alguna.

– ¿Podría dármelo, señora Smith? Lo olvidé ayer en el perchero del vestíbulo.

– Bueno, pues claro… Santo Dios, pasa. Debes de estar congelado.

Cuando la señora Smith reapareció con la prenda, él preguntó:

– ¿Se encuentra bien Addie esta mañana?

– ¿Addie? Sí, creo que sí. Se ha ido a la escuela como todos los días. ¿Por qué lo preguntas?

Si Addie se estaba muriendo de una enfermedad incurable, la señora Smith actuaba con una sangre fría increíble.

– No le diga que he venido, ¿de acuerdo? Anoche discutimos, eso es todo.

– No abriré la boca -le prometió ella con un brillo afectuoso en los ojos. La señora Smith siempre había sido su aliada; sentía un cariño especial por Robert desde aquella tarde en que se había presentado pidiendo grasa.

Se había enfrentado a su familia para defender su derecho a seguir asistiendo a la escuela, había acabado el bachillerato y había entrado a trabajar en un banco de la calle Market donde ganaba un buen sueldo. Además estaba conociendo a los hombres poderosos de St. Louis, que le enseñaban mejor que ninguna universidad cómo los ricos se hacían aún más ricos. Aunque Robert tenía una única chaqueta, sabía que la señora Smith respetaba su austeridad y lo que la provocaba: su origen humilde. Ella, como él, estaba convencida de que se convertiría algún día en un hombre de éxito.

Mientras se abrochaba la chaqueta, se quedó clavado frente á la mujer, pensativo. Por fin, con un nudo en la garganta, se atrevió a preguntar:

– ¿Addie se está muriendo, señora Smith?

La señora Smith se quedó boquiabierta. Su barbilla colgaba como un trozo de masa de pan olvidado en el borde de una sartén.

– ¿Muriendo?

– Le pasa algo malo… algo grave. ¡Lo sé!

– Dios mío, no que yo sepa -susurró el ama de llaves.

– Casi no nos habla ni a Sarah ni a mí, y a veces se queda mirándonos fijamente, como ausente. Entonces se diría que es un barco que se pierde en la espesa niebla. Anoche… por favor, señora Smith, discúlpeme por ser tan directo, pero… la besé y se puso a llorar sin motivo aparente; me dijo que si me enamoraba de ella lo lamentaría. Como estoy seguro de que ella también me ama y tengo la intención de casarme con ella algún día, no se me ocurre por qué habría de lamentarlo, a no ser que se esté muriendo.

La señora Smith se dejó caer en una silla mordiéndose el labio inferior y clavó la mirada en un rincón de la cocina.

– Oh, Dios, sabía que algo andaba mal, pero nunca consideré esa posibilidad.

Robert se sentó en el lado opuesto de la mesa, tenso y tan afligido como el ama de llaves.

– ¿Se lo has preguntado? -inquirió ella levantando la, cabeza.

– No, no me atreví a hacerlo. Por eso me he decidido a hablar con usted.

– Pues yo, simplemente no lo sé. Si le pasa algo malo, ni ella ni el señor Merritt me lo han dicho. Quizá debamos preguntárselo a él.

– ¿Los dos?

– ¿Por qué no? Los dos estamos preocupados por ella, ¿no?

Lo hicieron aquella misma tarde mientras las chicas todavía estaban en la escuela. Robert pidió una hora libre en su trabajo y se encontraron en la oficina del periódico, apretándose las manos e intercambiando miradas graves antes de entrar.

Isaac Merritt estaba sentado en una habitación con muebles de madera de caoba. Su nombre estaba impreso en una plancha dorada en el vidrio de la puerta. Cuando vio al dúo aproximándose, se puso de pie y les salió al encuentro alarmado, inclinándose hacia ellos.

– Señora Smith, Robert, ¿qué pasa? ¿Les ha ocurrido alguna cosa a las chicas?

– Nada por ahora -respondió la señora Smith-, aunque Robert ha acudido a mí por una cuestión, y hemos decidido que lo mejor era hablar con usted al respecto.

Desconcertado, Merritt paseó su mirada del uno al otro, y al cabo,de unos segundos dijo:

– Por supuesto. Pasen.

Todos se sentaron excepto Robert, que permaneció de pie junto a la silla de la señora Smith, de cara al padre de Addie, sentado tras una mesa de despacho.

– Por favor -dijo el hombre- no me tengan así. Si una de mis hijas tiene algún problema, quiero saberlo.

– No es exactamente un problema señor, es… -comenzó el ama de llaves; sin bajar la mirada cogió un pañuelo de la manga y se lo llevó a la boca. Su entrecejo se tensó y arrugó-. Es… -La señora Smith rompió a llorar.

– ¡Bueno, por el amor de Dios, hable de una vez! -bramó Merritt, lleno de ansiedad.

Robert tomó la palabra.

– Señor Merritt, esperábamos que usted pudiera decirnos qué le pasa a Addie.

– ¿Qué le pasa?

– Sí, señor. Algunas cosas que ha dicho últimamente y su creciente abatimiento nos hacen pensar que pudiera estar enferma. Tal vez gravemente.

– ¿Qué ha dicho? -siseó el señor Merritt con una furia inexplicable.

Robert vaciló y tragó saliva. Se volvió hacia la señora Smith en busca de consejo.

– Vamos, díselo. Es un hombre justo.

– Addie me ha dicho que si me enamoraba de ella lo lamentaría, pero me temo que ya es demasiado tarde. Estoy enamorado de su hija y me gustaría mucho casarme con ella cuando tenga la edad que usted estime apropiada. Había pensado esperar a que cumpliera los dieciséis para declararme, pero este… este raro estado parece haberse apoderado de ella y, como tengo motivos para creer que Addie también me ama, supuse que debía de estar sucediéndole algo muy malo para que dijera eso.

La cara de Isaac Merritt estaba roja; sus labios tensos.

– ¿Qué sabe usted de esto, señora Smith?

– Sólo que últimamente se ha comportado de manera extraña. Se está convirtiendo en una joven triste y…

– ¡Estoy hablando de este hombre y mi hija! -replicó Merritt-. ¡La he dejado a su cuidado y parece claro que usted ha consentido que tenga encuentros privados con un hombre tres años mayor. ¡Addie no es más que una chiquilla!

La señora Smith observó a su patrón con estupor.

– Pero, señor Merritt, yo no… pero bueno, usted conoce a Robert. Es amigo de las chicas desde hace años.

Merritt golpeó con los nudillos sobre el escritorio.

– ¡Creía que era amigo de Sarah, no de Addie!

– También lo es, señor. Es amigo de las dos.

– ¡Pero, mientras Sarah está en edad de casarse, usted le ha permitido estar a solas con Addie, que no lo está!

El ama de llaves hizo acopio de valor y dijo:

– Con el debido respeto, señor, seré sincera con usted porque pienso que Robert, a quien conozco tan bien como a sus hijas, lo merece. Él ha venido aquí a hablarle con honestidad acerca de sus sentimientos, lo que requiere una gran valentía, considerando que él pensaba -y yo también- que Addie podía estar enferma, muy enferma, incluso al borde de la muerte. Que se lance usted de este modo contra él cuando venía lleno de angustia y con el corazón en la mano, no me parece correcto, señor.

Merritt se tranquilizó y respondió más sereno:

– Tiene razón, señora Smith. Lo siento, Robert. Addie no tiene ningún problema físico. Si hubiera consultado a un médico, aun sin mi conocimiento, tendría que haberme enterado puesto que habría recibido una factura, ¿no les parece? Me temo que ha heredado el carácter de su madre… distraído y caprichoso. Era difícil vivir con mi esposa, y ahora lo va a ser también con Addie. Aunque aprecio la preocupación de ambos, acepten mi palabra, no tiene fundamento.

Robert y el ama de llaves se relajaron.

– Vaya, señor, me alegra mucho oír eso -manifestó ella pasándose una mano por la frente.

– También siento haber sugerido que usted no haya hecho un buen trabajo con las chicas. Su cuidado ha sido inmejorable, tal vez incluso mejor del que su madre les hubiera brindado de haberse quedado.

– Gracias, señor.

– Sin embargo, creo que debemos ser indulgentes con Addie. No es tan inteligente como su hermana ni posee el ingenio ni la capacidad de hacer amistades fácilmente. Siempre ha preferido la soledad y los solitarios deben tener derecho a sus extraños cambios de temperamento, ¿no les parece? Addie es una joven a punto de convertirse en mujer. Démosle tiempo para que lo haga con calma, sin atosigarla para tratar de levantarle el ánimo. ¿De acuerdo? Ya cambiará cuando llegue el momento.

– Quizá tenga razón, señor. -La señora Smith se santiguó-. Rezaré un avemaria por ella, eso haré.

– Gracias, señora Smith. Ahora, si no le importa disculparnos un momento, me gustaría hablar a solas con el joven Robert.

– Por supuesto. -Se puso de pie con dificultad. A lo largo de los años se había vuelto más rolliza-. Tengo que ir al mercado, y como Robert regresará al banco desde aquí, les deseo a los dos buenas tardes.

Cuando la señora Smith abandonó el local, Isaac Merritt indicó con una mano la silla que la mujer había dejado vacía.

– Siéntate, Robert.

Robert obedeció.

Merritt también se sentó, juntó las manos y se las llevó a los labios. Contempló a Robert en silencio durante unos segundos.

– ¿Así que estás enamorado de Addie? -Hablaba con mucha tranquilidad, teniendo en cuenta su anterior vehemencia.

– Sí, señor, la amo.

– Y quieres casarte con ella.

– Cuando sea el momento adecuado.

– Ah, sí… -Merritt cogió un cigarro de una caja de madera-. Cuando sea el momento adecuado. -Le cortó la punta-. Y, ¿cuándo será eso?

– Cuando ella termine la escuela, aunque tenía pensado darle a conocer mis intenciones cuando cumpliera dieciséis años.

– El año que viene.

– Sí, señor.

– Entonces tú tendrás diecinueve, ¿no es así?

– Sí, señor.

Merritt encendió el cigarro y expulsó el humo por la boca hacia el techo. Reclinándose en la silla, añadió:

– Me pareció mejor no extenderme en el asunto con la señora Smith presente, pero eres lo bastante adulto como para que mantengamos una conversación de hombre a hombre. -Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre el escritorio y estudiando el cigarro mientras lo hacía girar entre los dedos-. Yo también tuve una vez dieciocho años, Robert. Conozco la… -pensó un momento-…la impaciencia que un hombre siente a esa edad. -Levantó la cabeza-. Como una fruta madura esperando caer, ¿no?

Robert se sonrojó pero no evitó su mirada.

– Pese a lo que pueda creer, señor, Addie y yo nunca hemos estado solos de forma premeditada, y cuando lo estuvimos, jamás ocurrió nada merecedor de reproche entre nosotros.

– Por supuesto que no. Pero la has besado, supongo.

– Sí señor, pero nada más.

– Desde luego que no, sólo sus luchas internas.

Robert no pudo negar aquello.

– Supongo que una chica de quince años tiene edad para ser besada… en mi época era así. Pero piensa, Robert, en las exigencias que la situación le impone a ella. Tú ya tienes dieciocho años, eres un hombre. Lo suficientemente mayor para casarte, si quisieras; para tener una familia, un hogar, las libertades del estado marital. Has empezado a tratar a Addie como si fuera una mujer, pero ella sabe que no lo es. ¿No crees que es lógico que reaccione como lo está haciendo? ¿Con períodos de desánimo y abatimiento? Se siente culpable porque cree que te hace perder el tiempo. Y pese a tus declaraciones de honor, a tus buenas intenciones y a que te creo, lo mejor para los dos sería que vieras con menos frecuencia a Addie hasta que esté en edad casadera.

Aunque Robert se descorazonó, admitió que a veces él también había pensado del mismo modo.

– Dos años no es tanto tiempo -prosiguió Merritt-. Tengo entendido que estás aprendiendo con personas importantes en el banco. Dentro de dos años, sabrás casi tanto como ellos. Sin duda ahorrarás algo de dinero y lo invertirás según su consejo. Soy el primero en admitir que no me importaría tener una hija casada con un banquero de futuro prometedor que algún día será, tengo razones para creerlo así, un líder próspero de su comunidad. La fe de la señora Smith en tí tiene sólidos fundamentos. He hecho averiguaciones sobre tí y debo decirte que estoy verdaderamente impresionado. No obstante, como ya te he dicho, creía que era Sarah quien te interesaba. Perdóname por confesar mi desilusión al ver que no es así. Con su aspecto ordinario y su afición a los libros, no le resultará fácil encontrar un marido. Pero ya que es Addie quien te interesa, quizá tú y yo podamos llegar a un acuerdo.

»Durante los próximos dos años, dedícate a aprender bien tu oficio en el banco. Hazte una buena posición, invierte tu dinero… puedo ayudarte si lo deseas… pero aléjate progresivamente de Addie. Visítala de tanto en tanto, por supuesto, pero ofrece excusas razonables por tener menos tiempo del que desearías para dedicarle. Y cuando ella cumpla diecisiete, me hará muy feliz daros mi bendición para que os caséis.

A Robert le parecía bien, aunque se sintió algo abatido. Dos años evitando a Addie; ¿cómo hacerlo después de haberla visto casi a diario durante años?

– ¿Tengo su autorización, entonces, para proponerle matrimonio cuando cumpla los dieciséis?

– La tienes.

– Gracias, señor.

Robert se puso en pie y extendió su mano. Merritt se la estrechó con fuerza.

– No se arrepentirá -prometió el joven-. Trabajaré duro los próximos dos años para dar a Addie el hogar que se merece.

– Estoy seguro de ello. Ah, y te estaré vigilando… aunque no te des cuenta.

Robert sonrió y soltó la mano de su futuro padre político.

– Ya verá. Algún día seré tan rico como usted.

Isaac Merritt rió mientras el muchacho se encaminaba hacia la puerta.

– Ah, otra cosa más, Robert. -El muchacho se detuvo y se giró-. No creo que sea necesario hablar a Addie de esta conversación. Después de todo, llegado el momento, ella será quien elija.

– Por supuesto, señor.

– Buena suerte, Robert.

– Igualmente, señor. Gracias.

Los seis meses que siguieron a aquel encuentro fueron los peores en la vida de Robert, eludiendo a Addie, y por lo tanto también a Sarah, renunciando a su amistad con excusas razonables y otras no tanto. Vivía aterrado pensando que Addie pudiera dejar de quererlo. En cierta ocasión, habló con Sarah al respecto durante un paseo en el que le confesó su soledad y confusión, y el dolor que le había causado el comportamiento anterior de Addie. Le explicó que estaba trabajando para asegurar su futuro e insinuó que era el futuro de Addie también, aunque estaba forzado por su promesa a Isaac Merritt a mantener en secreto sus intenciones.

¿Había otros muchachos en la escuela que le gustaran? No, ninguno que Addie hubiera mencionado, le garantizó Sarah. ¿Le había hablado sobre si sus sentimientos hacia él habían cambiado? No, había respondido Sarah. ¿Hablaba de él?, había preguntado con ojos anhelantes. Esa pregunta obtuvo por toda respuesta una mirada de desaliento.

El cumpleaños de Addie era en junio. Dos semanas antes, Robert le envió una nota pidiéndole una cita para el domingo anterior. Harían una merienda campestre en el Jardín Botánico.

Alquiló un coche de caballos por primera vez en su vida y la pasó a buscar con gran ceremonia. Se había comprado para la ocasión un traje de tres piezas de hilo, color marrón claro, y llevaba un cuello asfixiante debajo de una corbata anudada con gran esmero. Addie llevaba puesto un ligero vestido de color lavanda y un sombrero de paja de ala ancha. Llevaba también una sombrilla de encaje blanco. Desde el instante en que se miraron en la puerta, advirtieron una tristeza mutua, un estado de desconsuelo inmenso, cercano a la melancolía, que los acompañó hasta el carruaje. Robert la ayudó a subir y ella corrió la falda de su vestido para que él se sentara a su lado.

– ¿Quieres que suba la capota? -preguntó él.

– No, con mi sombrilla es suficiente.

Robert hizo chasquear el látigo y el caballo arrancó al trote con paso enérgico.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó por fin Robert.

– Bien -respondió Addie.

Se habían vestido con sus mejores galas; él con su primer traje de verano, que le había costado muy caro; ella con su primer sombrero de mujer y el vestido con enaguas crujientes como el que utilizaban las mujeres hechas y derechas; habían franqueado la imprecisa frontera entre la pubertad y la madurez, algo que nada tenía que ver con la edad y estaban descubriendo que eso les imponía un silencio incómodo.

En el Jardín, él la ayudó a descender y llevó la cesta de comida, envuelta en la toalla que su madre utilizaba para secar los platos: aunque se había gastado bastante dinero en un traje elegante que realzaría su imagen en el banco, no se haría rico derrochándolo en cestas de mimbre.

– Había pensado que podíamos ir a la glorieta que hay más allá del invernadero de naranjos -sugirió-. ¿Has estado allí alguna vez?

– Sí, mi padre nos ha traído muchas veces.

Caminaron juntos bajo el sol, a lo largo de senderos de grava, entre consólidas reales del color del cielo y púrpuras petunias aterciopeladas que convertían el aire en néctar aromático, y luego entre dos magníficas hayas color cobre, tan anchas como casas y con enormes ramas colgantes que proporcionaban sombra; bajo el sol de nuevo, a lo largo de un sendero de rosas y a través de un invernadero, donde delicadas palmeras medraban en el calor húmedo; de nuevo a la sombra, entre altos arbustos de boj y a través de un arco ornamental, que los condujo a un recinto circular verde rodeado de más arbustos de boj. En su interior, petunias blancas, y amarantos rojos y brillantes formaban un dibujo estrellado. En el centro, pintada de blanco y con gruesas parras de color esmeralda, se erigía una glorieta.

Habían tardado diez minutos en llegar allí, y en todo aquel tiempo ninguno de los dos había abierto la boca.

Addie subió los escalones que conducían al interior de la glorieta y se sentó; su falda cubrió el ancho del banco de madera, de modo que Robert se vio obligado a sentarse frente a ella.

Él esperó alguna seña y la llamó con los ojos, pero ella desvió su mirada hacia el emparrado sobre su cabeza y comentó:

– Hace fresco aquí.

Su frialdad le dolía. Robert no sabía cómo llegar a ella, cómo obligarla a dejar de lado esa indiferencia que había adoptado.

– Hacía mucho que no salíamos juntos.

– Sí.

Robert desató el nudo de la toalla.

– No son exquisiteces como las de la señora Smith pero es todo lo que pude conseguir. Bizcochos de harina, grosellas en almíbar, jamón y queso. -Puso una ración de cada cosa en una servilleta de tela y se la ofreció.

– Gracias.

Addie colocó la servilleta sobre su crujiente falda, jugando con ella distraídamente, levantando las puntas como montañas rodeando un valle. Miraba la comida y no a él, pero no parecía tener demasiada hambre. Robert masticó un poco de queso, que se le quedó en la garganta; finalmente dejó de comer.

– No comes nada -dijo.

Ella se puso una mano en las costillas y lo miró fugazmente.

– Lo siento. No tengo hambre.

– Yo tampoco.

Robert hizo a un lado las dos servilletas y se quedó mirándola. Observaba distraída los jardines refulgiendo bajo el sol. Se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos sobre las rodillas.

– Feliz cumpleaños, Addie -murmuró.

Addie se giró hacia él. Por un momento, Robert vislumbró un anhelo en su mirada y la misma aflicción que había cerrado su garganta, pero ella agachó la cabeza en un gesto rápido.

– Siento no estar más alegre. Sé que querías que esto fuera una ocasión feliz. Te has tomado tanto trabajo y yo… yo…

Ya no podía dejar de mirarlo. Tenía los ojos iluminados por una pena y un dolor que él no podía entender.

– ¿Qué pasa, Addie?

– Te he echado de menos.

– Pues no lo parece.

– Te he echado muchísimo de menos, Robert, debes creerme.

– ¿Puedo sentarme a tu lado?

– Sí. -Levantó la falda y, cuando él se sentó, el género vaporoso le cubrió casi toda una pierna. La rodilla de Robert presionó un muslo en el interior de las voluminosas enaguas mientras le cogía la mano.

– Te amo, Addie.

Addie cerró los ojos y bajó la barbilla, pero no antes de que él alcanzara a ver las primeras lágrimas.

– Yo también te amo -dijo, todavía con la cabeza gacha.

Él le rozó la mejilla.

– ¿Por qué lloras?

– No… no lo sé… -Había comenzado a sollozar tímidamente, los hombros caídos hacia delante. El corazón de Robert se encogió.

– Por favor, Addie… no llores… -La cogió entre sus brazos, pero el abrazo fue torpe, complicado por el ala ancha del sombrero de paja-. Addie, cariño… shh… -Era la primera vez que la llamaba de ese modo; el término cariñoso resonó en su cabeza y el estómago se le contrajo-. Ya no hay motivo para llorar porque todo va bien. He pedido permiso a tu padre para casarme contigo y me ha dado su consentimiento.

Addie se apartó con los ojos abiertos y llenos de lágrimas.

– ¿En serio?

– Sí, dentro de un año, cuando termines la escuela. -Le quitó el sombrero. El pasador se enganchó en los rizos recogidos en un moño, y los desordenó, haciendo caer un bucle, como una gota de miel, a lo largo del cuello.

La noticia generó más lágrimas. Robert se sentía impotente y buscó con desesperación la forma de contener ese llanto, seguro de que no entraba dentro de sus posibilidades el lograrlo. No obstante, le cogió la cabeza con una mano y la atrajo hacia su pecho.

– ¿Qué ocurre, Addie? Me estás rompiendo el corazón y ya no sé qué hacer. ¿No quieres casarte conmigo?

– No puedo… no debes pe… pedírmelo.

– Pero te lo estoy pidiendo. Dime que dentro de un año te casarás conmigo.

Ella se zafó de su abrazo y respondió:

– No.

Un miedo intenso lo embargó. Reaccionó instintivamente, cogiéndola por los brazos, forzándola a abrazarle, besándola con pasión y un terror atroz ante la posibilidad de vivir sin ella; desde los trece años había sabido que algún día se casarían. La resistencia de Addie se esfumó y el beso se convirtió en algo grandioso, un intercambio acongojado de incertidumbre y deseo, un lamento, un final liberador y exquisito a sus anhelos juveniles, con los brazos de ella alrededor de su cuello y sus bocas abiertas. Robert le tocó un pecho con una mano y Addie lloriqueó contra su lengua.

– Vayamos a algún sitio donde podamos estar solos, Addie.

– No…

– Por favor… -La besó de nuevo, acariciándole los pechos a través de la muselina moteada y la suave ropa interior.

– Basta, Robert. Estamos en medio de un jardín público.

Él sabía dónde estaban: había escogido aquel lugar en previsión de una escena como aquélla.

– Ven conmigo, Addie, por favor. -Su voz era ronca.

– ¿Adónde? -La de ella era débil y frágil.

– Conozco un lugar. Hice una entrega de estacas para plantas una vez.

– No.

– ¿Cómo puedes decir no cuando tu corazón dice sí?

– No debemos.

– Por favor… allí podremos estar tranquilos. Quiero verte, Addie.

Oyeron voces más allá del arbusto de boj y pisadas en la grava aproximándose en su dirección. Robert soltó a Addie, pero no le quitó la mirada de encima mientras cogía el sombrero.

– Póntelo. Vamos.

Oculta por Robert y algunas parras que caían, Addie se puso dos horquillas en el pelo y deslizó el pasador a través del sombrero de paja. Él le entregó la sombrilla, le dio el brazo y se marcharon por el único sendero existente, intercambiando saludos protocolarios con los intrusos. Más allá del borde del seto de boj, Robert le cogió la mano y la guió deprisa a través de sendas florales hasta el final de los jardines, donde Addie se vio obligada a quitarse el sombrero y a encorvarse para seguir avanzando. Más adelante, un camino de carros en un montículo silvestre conducía hasta un cobertizo con puertas de madera. Delante del cobertizo había una carreta llena de flores recogidas por los jardineros el día anterior.

Robert empujó la puerta. Estaba abierta, pero el interior del cobertizo estaba lleno de herramientas de jardinería, baldes y listones de madera. Sólo quedaba un espacio libre cubierto de abono.

– Maldición. -Echó una ojeada al bosque de los alrededores. Caminó hasta la carreta, arrastrando a Addie tras él; inclinó el coche hacia delante y dejó caer la carga que se desparramó formando un arco iris de colores marchitos. Se tumbó junto a Addie, besándola y abrazándola mientras se deslizaban por el suave colchón floral.

– Robert, tu traje nuevo…

– No me importa. -Los pétalos de rosas, las petunias, caléndulas y amarantos ya habían manchado sus codos durante la caída.

– Pero, vendrá alguien.

– Es domingo. Los jardineros tienen fiesta.

La besó como Adán debió de besar a Eva antes de que ella descubriera el manzano; luego se inclinó sobre ella, estudió su rostro manchado por las sombras, encuadrado por flores y follaje secos que despedían una fragancia aromática.

– Oh, Addie, eres tan hermosa.

Se sentó y se quitó el abrigo, lo arrojó a un lado y la tomó en brazos. Siguieron largos y húmedos besos; la rodilla de Robert levantó la falda subiendo entre las piernas de Addie. Sus bocas estaban embriagadas por los besos y se detuvieron a recobrar el aliento.

– Te quiero tanto, Addie -jadeó.

Mirándose a los ojos, la hizo girar sobre su espalda.

– Robert -murmuró ella-, mi vestido nuevo…

Un pétalo cayó en el rostro de ella desde su pelo. Robert dijo:

– Quítatelo. -Los ojos verdes de Addie lo miraron fijamente y tragó saliva con dificultad.

Robert se puso de rodillas y la ayudó a levantarse; el pétalo resbaló de la mejilla a la falda. Cuando Addie se sentó, Robert dio la vuelta, desabrochó una larga hilera de botones y le bajó el vestido hasta la cintura. Debajo, llevaba una camisa de batista blanca con un escote redondo y caído. Robert le besó un hombro desnudo y luego se movió para encararse a ella. La camisa estaba sujeta en el centro por un lazo blanco que desapareció de un tirón. Robert hundió su cara entre los pechos de Addie y la empujó suavemente hacia atrás; luego le besó los pechos a través de la batista blanca, y después los vio desnudos por primera vez, mientras ella yacía sobre el almohadón de flores marchitas.

– No podemos, Robert -susurró sin aliento después de que se hubieron besado de nuevo con las piernas entrelazadas.

Él continuó seduciéndola, cautivándola y despertando sus deseos con caricias y besos, mientras el aroma de los capullos se elevaba hacia los bosques frescos y verdes. Los murmullos, el rubor y los ojos cerrados de Addie evidenciaron su consentimiento, hasta que Robert le levantó la falda y posó su mano en la entrepierna.

Addie dejó escapar un grito y le retiró la mano, pero él insistió. Llevaba medias y ligas, y una lágrima brillante brotó de las comisuras de sus ojos cerrados. Su mandíbula estaba tensa.

Cuando la mano de él llegó a su destino, ella volvió a chillar y retrocedió, apartándose de un salto, como asqueada.

– ¡Aléjate de mí! -Estaba en cuclillas, avanzando hacia la carreta inclinada, arrastrando flores muertas con su vestido. Sus ojos brillaban salvajes y rabiosos.

– ¿Adónde vas, Addie? -Robert se sentó.

– ¡Déjame!

– Lo siento, Addie. -Extendió una mano suplicante-. Creí que era lo que querías.

– ¡No! -Retrocedió todavía a gatas, como un perro, con la mirada sombría y aterrada.

– No te haré daño. Te prometo que no volveré a tocarte. Por Dios, Addie, te quiero.

– ¡Tú no me quieres! -vociferó-. ¿Cómo podrías quererme y pretender hacerme eso?

Su voz se elevó a través del claro, hasta el jardín público, Robert estaba seguro de que la gente aparecería corriendo si los gritos continuaban.

– ¿Qué te ocurre, Addie?

Se dio cuenta de que estaba histérica. Se había puesto de pie y permanecía inclinada hacia delante, como un hombre de Neanderthal blandiendo una lanza, intentando ponerse bien la camisa con una mano.

Robert tenía la garganta cerrada por el terror.

– Déjame ayudarte con el vestido. No te tocaré en ningún otro sitio, te lo juro. -Se adelantó con precaución, pero ella se alejó aún más y exclamó:

– ¡No! ¡Te he dicho que no te acerques! -Tropezó con el vestido, ensuciando el dobladillo y estuvo a punto de caerse.

Él se incorporó con impotencia. Addie balbuceaba, tirando frenéticamente del corsé para devolverlo a su sitio, los ojos fijos en el suelo, como si las flores allí desparramadas la confundieran.

– … todas estas rosas… debo irme a casa… no tenía que haber venido… cumpleaños… Sarah se enterará… -Retrocedió precipitadamente unos metros de cara a Robert, luego dio media vuelta y comenzó a correr con la ropa aún desaliñada.

– ¡Tu sombrero, Addie! ¡Tu sombrilla! -Los cogió y echó a correr tras ella-. ¡Espera, Addie!

Lo último que pudo ver fue el vestido manchado y abierto en la espalda, mientras ella, levantando la falda para no tropezar, corría cómo si un río de lava ardiente estuviera a punto de atraparla.

A la mañana siguiente, Addie había huido.

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