Capítulo Diecinueve

Desde que Addie abandonara Rose's, coser las cortinas de la cocina había sido la única actividad que le había proporcionado orgullo y diversión. Un servicio con un futuro cuestionable, pero el único hasta ese momento que, pese a sus limitadas habilidades para la costura, podía realizar con cierto grado de confianza en sí misma. ¿Por qué no habría de tener éxito? Los hombres del cañón Deadwood vivían solos en casas pertrechadas con lo imprescindible y carecían de tiempo y ganas suficientes para decorarlas. ¿Pagarían a otra persona para que lo hiciera por ellos? Además, todos en el pueblo predecían un aluvión de colonos para la primavera, atraídos por las excelentes perspectivas de las minas de oro, la presencia del telégrafo, el servicio diario de diligencias y, ahora, la iglesia, a la que seguramente seguiría una escuela en otoño. Deadwood poseía todos los ingredientes para convertirse en un pueblo próspero destinado a crecer. Cuando llegaran las damas, la tienda de complementos para las ventanas de Addie estaría esperándolas.

Encargó una selección de guingas, popelinas, percales, trencillas, borlas y encajes a los proveedores de géneros y accesorios del señor Farnum. El pedido llegó en la primera caravana de bueyes de True Blevins, a finales de marzo, junto con otras veinte carretas cargadas a rebosar con todo tipo de cosas, desde refrigeradores hasta cristales para ventanas, incluyendo una campana de bronce de sesenta centímetros de diámetro para la Primera Iglesia Congregacionalista de Deadwood. Addie puso un anuncio en el Deadwood Chronicle: «Cortinas de primera calidad, hechas a mano y por encargo, confeccionadas de un gran surtido de materiales y adornos. Ver señorita A. Merritt, Calle Mt. Moriah».Su primera cliente fue la futura señora de Noah Campbell, que le encargó cortinas para la casa en que viviría con su esposo a partir de junio.

El segundo fue el reverendo Birtle Matheson, que llegó en la diligencia a principios de abril.

Addie había decidido finalmente unirse a la Sociedad de Damas, que había asumido la tarea de equipar la casa de madera anexa a la iglesia y hacerla acogedora para cuando llegara el pastor. Fregaron el suelo, limpiaron las ventanas, pintaron la estufa de negro y tejieron alfombras para el suelo. Addie se había ofrecido voluntaria para confeccionar las cortinas.

Sin embargo, cogió la gripe, lo cual la mantuvo dos días indispuesta. Cuando se encontró mejor y pudo terminar las cortinas, el reverendo Matheson ya estaba instalado en la casa.

El día en que se las entregó era casi primaveral. El sol brillaba y el aire olía a pinos húmedos por la lluvia de la noche anterior. Hacía suficiente calor para dejar el abrigo en casa, de modo que Addie se puso un chal con flecos sobre el vestido azul. Metió las cortinas nuevas en un cesto junto a un martillo, ganchos y varias clavijas para utilizar como varillas.

Llamó a la puerta de la rectoría, esperando que la abriera un hombre de edad madura. Sin embargo lo hizo un hombre sólo unos años mayor que ella. Llevaba pantalones marrones y una camisa blanca, desabrochada en el cuello y arremangada. Tenía unos ojos llamativos, un hermoso pelo rizado del color de la madera del cerezo y, en general, facciones atractivas.

– ¿Reverendo Matheson? -inquirió.

– ¿Sí? -Sonrió, mostrando una dentadura perfecta.

– Mi nombre es Adelaide Merritt. Soy miembro de la Sociedad de Damas y le traigo las cortinas para su casa.

– Pase, señorita Merritt. -Se estrecharon las manos y luego él la ayudó a subir el último escalón y a atravesar el umbral. La puerta miraba hacia el sur. El reverendo la dejó abierta y el sol inundó la habitación de la entrada-. Qué hermoso día. ¡Y qué grata sorpresa! -comentó con las manos en las caderas y observándola en una postura cómoda y natural. Addie tuvo la incómoda sensación de que no se refería únicamente a las cortinas del cesto. Le sonreía abiertamente, descargando en ella la totalidad de su atención.

Su juventud la impactó. Tal vez era el nombre… Birtle… lo que la había inducido a creer que se trataría de un hombre mayor, un viudo quizá, puesto que ya sabían que no tenía esposa. Addie le había preguntado a Sarah, que ya lo había visto, cómo era, pero su hermana se había limitado a contestar que era bastante guapo.

Era eso y mucho más. Ahora estaba frente a ella, alerta y sin alzacuello.

– ¿Ha dicho cortinas?

– Sí. Me dedico a confeccionarlas y me ofrecí voluntaria para hacer las suyas. Lamento que no hayan estado listas para su llegada, pero he pasado la gripe.

– La gripe… lo siento. Espero que ya se encuentre mejor.

– Sí. Muy bien.

Él le sonrió el tiempo suficiente para hacerla sentirse incómoda, luego se movió con brusquedad, como si de pronto recordara que llevaba demasiado rato inmóvil.

– Bueno, adelante. Vamos a echar un vistazo. -Le arrebató de las manos el cesto y lo dejó sobre una mesa cuadrada-. Enséñeme lo que ha hecho.

Mientras ella lo hacía, añadió:

– Debe permitirme que le pague.

– Oh, no, es mi contribución. No soy buena cocinera, así que no hice tortas. Tampoco se me da bien hacer alfombras, de modo que no colaboré en su fabricación, pero estoy aprendiendo bastante sobre cortinas. También he traído lo necesario para colgarlas.

Las cortinas eran de algodón suave, blancas y con un dibujo de hojas de hiedra entre rayas verticales.

– El blanco se mancha fácilmente, así que habrá que lavarlas con frecuencia, pero al ser oscuro este lugar, pensé que algo de claridad le sentaría bien.

– Con toda la razón, señorita Merritt. Es señorita Merritt, ¿verdad?

Addie se volvió hacia los ojos azules como el Mediterráneo del reverendo.

– Sí, señorita -respondió y la sonrisa desenvuelta de él se volvió mucho más radiante.

– Señorita Merritt -repitió. Se hizo un intervalo de silencio, cargado con la atención de él y la incomodidad de ella por ser objeto de tal interés-. ¡Bien! -Se frotó las manos, satisfecho-. ¿Puedo ayudarla a colgarlas?

Fue uno de los momentos más extraños en la vida de Addie. Birtle Matheson no actuaba en absoluto como ella imaginaba que debía hacerlo un ministro de Dios. Le ayudó a quitarse el chal y lo dobló sobre el respaldo de una silla. Con la camisa arremangada, se subió a una silla y colocó los ganchos en los marcos de las ventanas tal y como ella le indicaba. Conversó con locuacidad, riéndose con frecuencia, formulándole cientos de preguntas acerca de ella y del pueblo, e informándole sobre sí mismo. Acababa de salir del seminario y estaba resuelto a desenvolverse bien en su primer puesto. Su padre era pastor en Pennsylvania, su madre había muerto -su nombre de soltera había sido Birtle-, tenía dos hermanas en el este, mayores y casadas las dos. En cierta ocasión había padecido de serpigo y como consecuencia se le había caído la mitad del pelo; entonces le había prometido a Dios que si le volvía a crecer, seguiría los pasos de su padre y se haría pastor. Había respondido al anuncio de Deadwood porque consideraba una oportunidad única para fundar una iglesia desde sus cimientos y crear un vínculo estrecho entre toda la congregación. Le gustaba pescar, leer a Dickens, cantar y contemplar atardeceres.

– Aquí no podrá contemplar muchos atardeceres. -Le explicó Addie.

– Desde luego que sí. Sólo que un poco más temprano de lo que estoy acostumbrado.

Su optimismo era contagioso y cuando posaba en ella su mirada inquietante, a Addie le costaba apartar la mirada.

– Tal vez algún día podamos contemplar uno juntos -sugirió, mirándola con naturalidad y con las manos de nuevo en las caderas.

– No lo creo. -Le entregó una cortina fruncida en un zoquete.

El pastor se subió a la silla, la colgó y bajó, recobrando su postura desenfadada… una postura a la que ella se estaba acostumbrando con rapidez.

– ¿Por qué no?

– Pregúnteselo a cualquiera en el pueblo -replicó ella, volviéndose y yendo a buscar el cesto y el chal ahora que la última cortina estaba colgada.

Él la siguió y le dijo al oído:

– Me he comportado como un descarado imperdonable. Discúlpeme, señorita Merritt. Ahora está huyendo.

Addie se echó el chal sobre los hombros, puso el martillo dentro del cesto, pasó su brazo por el asa y se giró para encararse a él.

– Está disculpado. Y no estoy huyendo. Las cortinas ya están colgadas. Ahora he de irme.

– ¿Está segura de que no está huyendo?

Lo estaba haciendo, pero mintió.

– Estoy segura.

– De acuerdo. Entonces gracias, señorita Merritt -dijo interponiéndose en su camino para ofrecerle su mano abierta como despedida. Addie se la estrechó. Él se la apretó con fuerza, sus ojos la atravesaban como rayos azules-. ¿La veré mañana en la iglesia?

– Sí, allí estaré.

– Hasta mañana entonces.

Addie se alejó algo alterada. ¡Un reverendo nada menos! Y para colmo atrevido, joven y apuesto. Había pasado tanto tiempo desde que un hombre normal mostrara interés por ella. Era una sensación agradable, ser admirada y halagada, intercambiar agudezas con un hombre como se suponía que hacían los jóvenes. Era una parte de la vida que se había perdido. Por supuesto, él no conocía su pasado. Pero no tardaría mucho en enterarse.

A la mañana siguiente, Sarah y Addie asistieron a misa con Noah y Robert, según habían acordado el día anterior. Cuando llegaron a la iglesia, el reverendo Matheson estaba de pie en la entrada estrechando las manos de todos los feligreses de su nueva congregación.

– Ah, señorita Merritt -exclamó, recordando a Sarah y dándole la mano antes que a ninguno de los otros cuatro. Hizo lo mismo con Noah, a quien saludó por su nombre de pila-. Mi primer matrimonio. Qué placer verlos aquí juntos. -La pareja siguió su camino-. Y la otra señorita Merritt, que ayer iluminó mi casa. -Resultó evidente a los ojos de cualquiera que retuvo la mano de Addie más de lo normal y que le dirigió una sonrisa especialmente brillante y prolongada. Con su sotana negra y el alzacuello blanco, estaba muy atractivo. El sol producía destellos en su pelo castaño y su perfecta dentadura-. Las cortinas le dan un toque muy hogareño a la casa. Gracias de nuevo.

– De nada.

Detrás de Addie, Robert observaba, experimentando una punzada de irritación por el abierto interés que el reverendo mostraba hacia Addie.

– Había pensado que un día de éstos podría hacerles una visita, digamos oficial, a usted y su hermana, en calidad de fundadoras de la asociación femenina que, estoy seguro, desempeñará un importante papel en el futuro benéfico y social de nuestra comunidad.

– Sarah es la fundadora. No yo.

– ¿De todos modos cuento con su permiso?

– Sí, por supuesto. Nos alegrará mucho poder recibir su visita. ¿Me permite presentarle a nuestro amigo, Robert Baysinger?

Matheson estrechó la mano de Robert y le sonrió, pero la sonrisa con que Robert le obsequió fue forzada y breve, disociada por completo de su mirada.

– Reverendo Matheson -dijo.

Cuando se alejaron, Robert murmuró al oído de Addie:

– Parece que le has causado muy buena impresión a nuestro nuevo pastor.

– Todo lo que he hecho son sus cortinas nuevas. -En ese momento, entraron en la iglesia e interrumpieron la conversación.

Matheson pronunció un discurso magnífico y exuberante -difícilmente se le podía llamar sermón- agradeciendo al pueblo su conmovedora acogida, al señor Pinkney la donación del terreno, a los hombres el maravilloso edificio en que ahora se encontraban, a las mujeres de la Sociedad de Damas su cómoda casa y, muy especialmente a la señorita Adelaide Merritt sus nuevas cortinas. Realizó una descripción breve pero acertada de su persona, arrancando la risa general del público (a excepción de Robert Baysinger) cuando relató la historia de cómo una afección de serpigo lo había puesto en el camino del sacerdocio. Manifestó su intención de comenzar de inmediato una clase infantil para el estudio de la Biblia, visitar los hogares de los lugareños, e incluso aventurarse a las minas para invitar personalmente a aquellos que vivían fuera del casco urbano del pueblo a unirse a la parroquia. Instó a la Sociedad de Damas a asociarse a la iglesia y a utilizarla para sus reuniones. Anunció un himno, y luego dirigió a todos con una voz tan sincera y entusiasta, que el canto del coro pareció aflojar las clavijas que mantenían unidas las paredes del edificio.

Una vez acabada la ceremonia, se dirigió ágilmente a la puerta, donde despidió a los feligreses. Robert, no obstante, hizo pasar a Addie junto a él sin detenerse.

Addie se zafó de su brazo y exclamó:

– ¡Qué descortés, Robert!

– ¡Mantente alejada de ese hombre! -le ordenó Robert.

– ¡Robert! -Indignada, Addie se detuvo-. ¡Es un reverendo! Y además, tú no tienes ningún derecho a darme órdenes!

Robert la volvió a coger del brazo y la obligó a seguir.

– Sigue caminando, Addie. La gente nos mira.

– ¡No me extraña, si sales de la iglesia como un loco, dando la espalda al reverendo su primer domingo en el pueblo! ¡Suéltame! Puedo andar sola.

Lo hizo. Todo el trayecto hasta la casa, con Robert, ceñudo y arrogante a su lado. Cuando llegaron a la casa, Addie se detuvo en el escalón de la puerta y se volvió hacia él para impedirle la entrada.

– No me gusta tu actitud posesiva, Robert. Gracias por acompañarme, pero no tienes por qué hacerlo si eso te impide ser amable con las personas que lo son conmigo.

Dio media vuelta y entró, dejándolo conteniendo la rabia en el escalón. Robert giró sobre sus talones y descendió la colina, cruzándose con Sarah y Noah que venían en dirección contraria.

– ¿Robert? -preguntó Noah cuando el otro hombre pasó junto a ellos con expresión iracunda-. Eh, Robert, ¿qué pasa?

Robert se volvió hacia ellos y le gritó a Sarah:

– ¡Dile a tu hermana que de acuerdo! ¡Que si es eso lo que quiere, por mí está bien!

Dicho esto, siguió su camino. Sarah miró a Noah boquiabierta.

– ¿Qué crees que ha ocurrido?

– Quizá tenga que ver con el nuevo pastor. Parece un tanto cautivado por Addie.


Birtle Matheson las visitó aquella misma tarde. Addie abrió la puerta y tuvo que esforzarse para disimular su sorpresa.

– ¡Reverendo Matheson!

Vestía la sotana y el alzacuello blanco. Sus ojos eran casi tan azules como el cielo a sus espaldas y sus pestañas del tipo que incitaba a las ancianas a decir que debería haber sido una niña.

– Me sentía un poco solo en casa. Espero que no le moleste que haya venido sin avisar.

– No, en absoluto.

– ¿Puedo pasar?

– Sarah ha salido. Ha ido con Noah a su nueva casa para hacer un poco de limpieza.

– Entonces tal vez podamos dar un paseo.

¿Un paseo? ¿No sería aquello pasto para los comentarios de la señora Roundtree? ¿Eve, la ex prostituta, pasando la tarde del domingo de paseo con el nuevo pastor congregacionalista?

– Hace un bonito día. -Entrecerró los ojos mirando hacia el sol-. Casi primaveral. Me pareció oír unas ranas croar en el arroyo. -Le dirigió a la mujer su sonrisa más convincente.

– Creo que será mejor que no.

– ¿Por qué?

– No sería bueno para usted.

– Déjeme decidir eso a mí.

– Por favor, reverendo Matheson, no puedo ir de paseo con usted.

– ¿Porque trabajaba en Rose's?

Addie palideció. Se quedó paralizada, esperando el rubor que seguramente seguiría. No se le ocurrió ninguna respuesta.

Birtle Matheson se llevó las manos a las caderas y adelantó un pie en el umbral.

– Hice algunas averiguaciones después de su comentario de ayer por la tarde.

– Entonces debe comprender lo inconveniente que sería que nos vieran juntos.

– En absoluto. No juzgues si no quieres ser juzgado.

Addie lo miró con asombro.

– Usted está loco -murmuró.

– Creo que eres una mujer muy bonita, Adelaide Merritt; estás soltera y yo también, hace un espléndido día de primavera y me gustaría mucho que diéramos un paseo. ¿Qué tiene eso de locura?

Ella le miró fijamente y en silencio. Ya no pensaba en sí misma como una mujer bonita. Cuando se miraba al espejo, lo único que veía era a una ex prostituta que sabía, desde hacía años, que estaba gorda y que se había cortado el pelo como un chico para eliminar los últimos mechones grises, que usaba vestidos de cuello alto ordinarios y no lograba que el hombre que amaba le propusiera matrimonio.

Cuando Birtle Matheson la miraba, veía a una mujer cuyo cabello rubio casi blanco se rizaba en su cabeza con la gracia y naturalidad propias del de una niña. Veía a una mujer que, a fuerza de comer la espantosa comida que ella misma preparaba, había adelgazado y adquirido una silueta atractiva. Veía una piel blanca, unos ojos claros y un evidente estupor por el hecho de que él la encontrara atractiva, lo que le atraía tanto como sus nada desdeñables atributos físicos.

– Sólo un paseo -volvió a decir.

Emprendieron una caminata, alejándose del pueblo, siguiendo el curso del arroyo durante un rato, luego encaminándose hacia los bosques, sobre las colinas y a lo largo de afluentes con el cauce crecido a causa de las nieves derretidas, donde criaturas salvajes anidaban en la orilla y las ramas de los sauces brillaban, a punto de echar brotes. Charlaron sobre el pueblo, la gente que lo habitaba, el inolvidable concierto navideño de los triángulos, sobre Sarah y Noah y su inicial enfrentamiento, sobre la naturaleza y la posibilidad de que hubiera truchas en los arroyos de montaña. Se sentaron en una zona de arenisca bajo el agradable sol de la tarde y observaron un mirlo de agua en busca de alimento.

– Háblame de ese tal Baysinger, el hombre que te ha acompañado a misa esta mañana.

– Robert es un amigo de St. Louis. He estado enamorada de él desde que era una niña.

Birtle se quedó callado un largo rato. En algún punto de los árboles a sus espaldas, una ardilla listada emitió un sonido.

– Bueno, -declaró finalmente- al menos ahora sé a qué atenerme.


Entretanto, Noah y Sarah estaban ocupados en la casa que compartirían una vez casados. Arrodillado en el patio, Noah cepillaba el tubo negro de la chimenea de la cocina, mientras una urraca de pico negro lo observaba y ladeaba la cabeza con curiosidad. Al rato alzó el vuelo como un destello blanco, en busca de un lugar más apropiado para observar. Sarah acabó de limpiar el cristal de una ventana del piso superior, la abrió y se asomó por ella mirando hacia abajo. Llevaba una falda de muselina marrón, blusa blanca arremangada y un delantal con una pechera.

Noah se sentó sobre los talones y alzó la cabeza.

– ¿Ya has acabado?- preguntó.

– Con las ventanas sí, pero me gustaría darle la vuelta al colchón.

– Espera a que termine con esto y enseguida subo.

Siguió trabajando; Sarah se quedó en aquella posición, disfrutando del cálido sol y observando la urraca, a la que ahora se le había unido otra; oliendo la primavera elevándose desde la tierra tibia, escrutando en dirección a Elizabethtown donde se vislumbraban los sauces floridos. Volvió la vista hacia Noah, la cabeza castaña inclinada sobre su tarea, los hombros doblados mientras manejaba diestramente el cepillo y levantaba el tubo para examinar mejor su interior. Lo depositó en el suelo, se incorporó, se lavó las manos en una palangana esmaltada, se las secó con un trapo que sacó de su bolsillo de atrás y entró en la casa por la puerta trasera.

Sarah lo oyó subir las escaleras y se puso derecha.

– Aquí estoy -anunció, al tiempo que entraba en la habitación-. Démosle la vuelta a ese colchón. -Se apretujó entre la cama y la pared y juntos dieron la vuelta al colchón-. Pesa como una bolsa de avena -comentó Noah.

– Está hecho de algodón laminado -explicó ella, encorvándose para golpear sobre las rayas azules y blancas.

Noah dio la vuelta a los pies de la cama y se paró detrás de ella.

– Necesitaremos sábanas y colchas.

– Yo me encargaré de eso. -Azotó el colchón de nuevo.

– Y almohadas.

¡Paf!¡Paf!

– También me ocuparé de eso.

Noah le observó el trasero mientras Sarah golpeaba el colchón haciendo temblar su falda.

– Y una colcha.

Sarah miró hacia atrás por encima del hombro y se irguió enseguida.

– ¡Noah! -le gritó reprendiéndole.

Él la miró y sonrió.

– Aunque, bien mirado, ¿quién necesita sábanas colchas y almohadas?

Sarah se encontró boca arriba y soportando el peso de Noah con tanta rapidez que el colchón les hizo rebotar. Motas de polvo se elevaron en torno a ellos. Fuera, las urracas parloteaban en voz baja; dentro, reinaba la quietud. Los ojos de Noah, casi pegados a los de Sarah, reían con una picardía que fue esfumándose hasta verse reemplazada por un determinado brillo que Sarah ya conocía.

– Noah, no…

– Por una vez, Sarah, no lo digas. Conozco las reglas.

La besó suavemente antes de alzar la cabeza para mirarla fugazmente a los ojos. Se inclinó de nuevo sobre ella, jugueteó con los labios, le mordisqueó uno, luego el otro, se los lamió rozándolos suavemente con el bigote para, de tanto en tanto, detenerse y besarla con deliberada voluptuosidad.

Al cabo de unos minutos, levantó la cabeza y sus miradas se encontraron, los dedos de Noah acariciando el cuello de Sarah mientras los dos pensaban en cómo podía terminar aquello. Y en cómo no debía terminar. Ella tenía los labios abiertos, húmedos y respiraba con agitación. El siguiente beso fue desenfrenado, con la boca de Noah abierta y sus brazos alrededor de Sarah mientras los dos cuerpos rodaban de lado. La besó como si no hubiera límites. Como los jóvenes enamorados han besado a sus parejas en primavera desde que existe la primavera. La besó hasta que se sintieron como los brotes de los sauces de Elizabethtown.

El beso se convirtió en una batalla ardiente, cada uno luchando por una sensación más completa, más húmeda, más cálida. Con las bocas unidas, él le encontró un pecho entre la blusa y el delantal. Lo acarició y siguió su forma con la mano, arrancando un gemido de placer de Sarah. Presionó una rodilla contra la falda levantada y continuó acariciándola hasta que las caricias no fueron suficientes. El colchón crujió cuando amoldaron sus cuerpos. Dejaron de besarse y permanecieron así unos instantes, entrelazados, jadeando cara a cara.

Por fin se apartaron, poniendo la suficiente distancia entre ellos para recobrar la compostura.

– Oh, Noah -susurró Sarah-, me lo pones tan difícil.

– ¿Lo dices en serio?

– Oh, sí.

– Nunca pareció ser difícil para ti.

– Hoy sí lo es.

Él sonrió y le acarició la mejilla.

– Me haces muy feliz, Sarah. Llevaba mucho tiempo esperando oír eso.

Continuaron acostados durante un rato, deleitándose mutuamente con sus miradas, la calidez del sol subiendo por sus cuerpos, las manos enlazadas con sencillez. Sarah le tocó el bigote. Noah le retiró un mechón de la sien.

Unos minutos después, se echaron boca arriba y se quedaron mirando el techo.

Noah giró la cabeza para mirarla.

– Será mejor que vuelva a colocar el tubo de la cocina.

– Y será mejor que yo ponga sábanas en esta cama.

Sonrieron. Él se sentó y la ayudó a incorporarse.


El inmediato interés del reverendo Birtle Matheson por Addie Merritt tenía al pueblo rumoreando. Dondequiera que fuese, Robert Baysinger escuchaba murmullos a sus espaldas, o se enfrentaba a preguntas directas como: «¿Es cierto que le está haciendo la corte?» «¿Qué hay entre tú y Addie?» «Creíamos que formabais pareja.» «No está bien… un reverendo y una mujerzuela.»

Su ira aumentaba con cada nuevo comentario. Se volvió irascible con todo el mundo. En el bocarte, los hombres se quejaban diciendo que el jefe debía de haberse envenenado con todo el vapor de mercurio que había inhalado. Robert llegó a enfadarse con Noah un mediodía, mientras comían en el local de Teddy Ruckner.

– He oído decir que Matheson planea organizar una feria de primavera para recaudar fondos para los libros de himnos y los bancos.

Robert dejó caer un puño sobre la mesa y bramó:

– Diablos, Noah, ¿tengo que escuchar el nombre de ese tipo dondequiera que vaya?

Sorprendido, Noah contestó con cautela:

– Lo siento, Robert. Era sólo un comentario inocente.

– ¡Bueno, pues no hagas más comentarios inocentes, no sobre Matheson! ¡No es más que un maldito libertino!

Noah esperó un poco, comió un bocado de chuleta de venado, bebió un trago de café, cortó otro pedazo de carne y observó a Robert masticar la suya como si el animal no estuviera muerto.

Después de unos minutos, Noah tomó otro sorbo de café y preguntó:

– ¿Cuánto hace que no ves a Addie?

– ¿Y a tí qué te importa?

– ¿Cuánto?

Robert lo miró lleno de furia y respondió:

– Tres semanas y media.

– Tres semanas y media -repitió Noah-. ¿Te ha servido de algo?

Robert fulminó a su amigo con la mirada, arrojó su tenedor y le señaló con el dedo.

– ¡Escucha, Cambpell, no necesito tus sermones!

Noah adoptó una expresión de sorpresa.

– ¡Pues me parece que alguien ha de dártelos! Todos en el pueblo hablan de tus gruñidos. La mitad de los hombres en el bocarte están pensando en dejarlo porque te has vuelto insoportable. Y yo estoy por darte una buena patada en tu sucio trasero. ¿No te das cuenta de lo que te pasa, Robert? Estás enamorado de Addie.

Robert lo miró directamente a los ojos.

– Estás enamorado de ella desde que tenías quince años y tienes tanto miedo a admitirlo, que estás dispuesto a permitir que Matheson te la arrebate sin hablar con ella para evitarlo.

– Me dijo que no la molestara más.

– Sí, diablos, lo hizo después de que te comportaras como un estúpido el primer domingo de Matheson en el pueblo. ¿Por qué crees que te lo dijo?

– ¿Cómo voy a saberlo? ¿Quién demonios puede entender a las mujeres?

– No se te ocurre que pudiera ser una advertencia, ¿verdad?

– Noah, me dijo sin rodeos que no quería verme más.

Noah levantó las manos.

– Estás obcecado. ¡Abre los ojos! ¡Ella te ama!

Robert seguía ceñudo mientras Noah continuaba su perorata.

– ¿Por qué crees que dejó Rose's? ¿Por qué crees que se destiñó el pelo? ¿Por qué crees que empezó a confeccionar cortinas y se unió a la Sociedad de Damas, convirtiéndose de nuevo en una mujer respetable? Para ser digna de tí, sólo que tú estás tan ciego que no puedes verlo. ¿Tienes idea del valor que tuvo que reunir para hacer todo eso en este pueblo? Dondequiera que vaya se topa con hombres con quienes se ha acostado y con mujeres que lo saben, pero está dispuesta a hacerles frente y a decirles: eso terminó, he cambiado, ahora quiero llevar una vida decente. ¿Vas a darle la oportunidad de hacerlo o no?

– Creo que prefiere probar con Matheson.

– Tonterías. -Noah arrojó su servilleta-. Pero si no te andas con cuidado, acabará por preferirlo, porque ese hombre la está acosando febrilmente y, tarde o temprano, es probable que ella ceda. En especial teniendo en cuenta que él es el pastor. Vamos ¿te imaginas el triunfo que significaría para una mujer como Addie casarse con un hombre así después de lo que fue? Se burlaría del pueblo entero.

– Addie no se burlaría de nadie. Ella no es así.

– ¡Ahí lo tienes! ¿Te das cuenta? ¿Ves cómo la conoces? ¿Ves cómo la defiendes?

Robert meditó un rato, luego movió la cabeza.

– No sé, Noah. Me rechazó desde el mismo instante en que se fijó en él. Eso duele.

– Tal vez sí. Y tal vez ella también esté sufriendo, ¿alguna vez te has parado a pensar en eso?

Cuando Robert se negó a responder, Noah se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos en el borde de la mesa.

– ¿Recuerdas el día que te conté que estaba celoso porque pensaba que existía algo entre Sarah y tú? ¿Recuerdas lo que me contestaste? Que nunca había existido nadie para tí excepto Addie. Así que, ve por ella. ¿A qué esperas?


Robert durmió poco aquella noche. Pensó en las palabras de Noah. Pensó en lo hermosa que estaba Addie con su pelo rubio natural, en cómo había adelgazado desde que dejara Rose's, en la manera de vestir que había adoptado, como un ama de casa más, en cómo había superado el miedo a salir de casa y puesto un negocio perfectamente respetable.

¿Qué hombre no le prestaría atención y la miraría dos veces al cruzarse con ella?

Noah tenía razón. ¡Si no actuaba con rapidez iba a perderla, y la idea le partía el corazón!


A las cuatro menos cuarto de la tarde del día siguiente, Robert se encontraba frente al espejo en su habitación del Hotel Grand Central. Acababa de llegar de la casa de baños y la tienda Farnum. Cada prenda de su indumentaria era brillante. Su barba y bigote estaban minuciosamente cortados. Su pelo, lacio y brillante como el de una nutria. Olía a geranios.

Utilizó un cepillo de dientes para peinarse la barba, el bigote y las cejas. El bigote de nuevo. Dejó el cepillo, tiró de la parte inferior de su chaleco, frunció el entrecejo a su imagen en el espejo, respiró profundamente, expulsó el aire, se colocó bien las solapas y el cuello almidonado, la corbata de algodón gris y marrón y bajó los brazos a los lados del cuerpo.

«Ve y pídeselo, Robert. Antes de que lo haga ese reverendo.»

Se puso el bombín de piel de castor, cogió un manojo de lirios azules silvestres de un vaso de agua y abandonó la habitación.

Fuera hacía uno de esos días relajantes, de los cuales se dan uno o dos cada primavera. Uno de esos días tan quietos que un hombre puede oír crecer su bigote, tan perfectamente templados que es difícil resistirse a la tentación de echarse bajo un árbol e imaginar figuras en las nubes.

Había escogido la hora con cuidado… las cuatro, cuando Sarah todavía estaría en la oficina del periódico y Addie ya habría acabado con el trabajo del día.

Mientras subía la colina, pensaba en lo que diría:

«Hola Addie, estás preciosa hoy.» Demasiado obvio. Tendría que pensar en algo mejor.

«He venido a disculparme y a decirte que me parece que tu actitud ha sido muy valiente, y que yo me he comportado como un redomado estúpido.» No, sonaba tonto.

«Hola, Addie, venía a invitarte a dar un paseo.» (¡Sin duda le encantaban; había dado unos cuantos con el pastor!) Pero no quería correr el riesgo de ser interrumpido por alguien, así que rechazó la idea del paseo.

«Hola Addie, te he traído un ramo de lirios silvestres. Los hombres los han encontrado esta mañana en el arroyo.»

Pudo ver, mientras se acercaba, que la puerta estaba abierta de par en par, la luz del sol iluminaba el suelo de la entrada. Salía olor a comida cocinándose, pero no se oía nada. Golpeó en la puerta y esperó con la garganta obstruida. Oyó el chirrido de las patas de una silla y, al rato, los pasos de Addie aproximándose por el suelo de madera.

Después de tanto ensayo, al verla de nuevo, olvidó instantáneamente las palabras preparadas.

Addie apareció con una falda a rayas azules y blancas, y una blusa azul con cuello alto blanco y grandes puños almidonados, también blancos. Encima, llevaba un delantal blanco con pechera, atado a la cintura, con una costura ornamental en la pechera y el bolsillo. Un dedal de plata cubría el dedo medio de su mano derecha. El cabello rubio, casi blanco, bastante corto todavía, se rizaba con suavidad alrededor de su rostro. Su cara estaba más delgada y su silueta había recobrado las curvas, acentuadas por el cinto del delantal y la delicada protuberancia de su pecho. Se detuvo en el umbral y se quedó inmóvil.

– Hola, Robert -murmuró.

Él se quitó el sombrero.

– Ho… -Carraspeó y lo intentó de nuevo-. Hola, Addie. -Las palabras sonaron artificiales y nerviosas. Ella aguardó sin moverse. Su piel era muy pálida. Fue fácil advertir el rubor que encendió sus mejillas. Mandamás apareció caminando y se sentó al sol.

– ¿Qué haces aquí?

– He venido a verte -respondió él estúpidamente.

– Sí, eso ya lo veo. ¿Querías algo? -Estaba muy tranquila y hablaba con una gran serenidad.

– Sí, antes que nada, disculparme.

– No es necesario.

– La última vez que te vi estaba muy nervioso. Fui descortés con el pastor y severo contigo. Lo siento.

– Estás perdonado.

Robert se encontraba bajo el sol de primavera, Addie a la sombra del marco de la puerta, con el sol tocando sólo su hombro derecho y parte de la falda. Transcurrieron unos segundos sin que ninguno de los dos hablara.

Finalmente, ella bajó la vista.

– ¿Son para mí?

– ¡Oh… sí! -Le entregó las flores. Los tallos estaban algo estrujados. La palma de la mano de Robert, verde-. Del arroyo que hay sobre el bocarte. Crecen silvestres allí.

– Gracias. Son muy bonitas. -Inclinó la cabeza para olerlas y él contempló el sol destellar sobre su rubio cabello durante un segundo. Cuando Addie levantó la cabeza, la parte superior de su cuerpo volvió a quedar en penumbra-. Voy a ponerlas en agua. Pasa, Robert. -Dio media vuelta y se adelantó con andar reposado.

Él la siguió, sintiéndose extraño, ansioso y añorante. Pasó junto a dos haces de luz que se filtraban a través de las cortinas y llegó hasta la cocina, donde la labor de costura de Addie reposaba sobre una mesa junto a un acerico y una taza medio llena de café. Mandamás los obsevó alejarse, luego caminó tras ellos con lentitud y se instaló junto a la puerta de la cocina. Addie vertió agua en un vaso transparente, introdujo en él los lirios y los llevó a la mesa.

– Siéntate, Robert. ¿Quieres una taza de café?

– No. Café no.

Tomaron asiento el uno frente al otro. Robert dejó el sombrero sobre la mesa junto a la costura. Una mosca entró volando y aterrizó en el borde de la taza. Addie la espantó, de nuevo con esa tranquilidad que él encontraba tan aterradora. Tras un profundo silencio, Robert preguntó:

– ¿Cómo te ha ido todo este tiempo, Addie?

Sus miradas se encontraron.

– Bien… bien. Ocupada. Tengo muchos encargos.

– Qué bien.

– Sí. Mejor de lo que imaginaba. ¿Te importa si coso mientras charlamos?

– No, hazlo.

Addie cogió su labor, la extendió sobre la falda y comenzó a coser. Tan tranquila, tan distante, tan indiferente que a Robert se le hizo un nudo en la garganta. Lo estaba tratando tal como él la había tratado desde que la había sacado de Rose's y se había instalado en aquella casa. ¡Qué estúpido había sido!

– Tienes muy buen aspecto.

Ella le miró un instante y siguió con su tarea. Una puntada. Otra puntada.

Bueno. Estaba increíblemente hermosa. Las flores parecían vulgares y la luz del sol sombría a su lado. No le podía quitar los ojos de encima.

– ¿Sigues viendo al reverendo?

– Sí.

– ¿Sientes algo por él?

Lo volvió a mirar, el tiempo que duraba una puntada.

– Eso es algo que me incumbe sólo a mí.

– Lo que quiero decir es…

Una puntada. Otra puntada. La aguja subía y bajaba.

– Lo que quiero decir es… ¿sientes algo por mí?

Addie interrumpió la labor. Mantuvo la cabeza gacha y siguió con ella.

– Siempre he sentido algo por ti, Robert.

– Entonces… -Extendió una mano y cubrió la de ella para detenerla-. ¿Puedes mirarme, Addie?

No lo hizo. Él esperó unos segundos, pero ella siguió sin hacerlo. Robert se puso en pie, le quitó la labor de las manos, la dejó sobre la mesa y se arrodilló junto a la silla de Addie. Le cogió las dos manos y contempló su hermoso rostro pálido.

– Addie, he venido para decirte que te amo. No recuerdo un solo momento de mi vida en que no te haya querido.

Ella alzó sus amados ojos verdes. Estaban húmedos.

– ¿En serio?

– Sí. Y quiero casarme contigo.

Addie tragó saliva, haciendo un inmenso esfuerzo por contener las lágrimas.

– Oh, Robert -susurró-, ¿por qué has tardado tanto?

El reencuentro fue rápido y ardiente. Robert la estrechó con tanta fuerza que el llanto la desbordó. Addie le rodeó el cuello con los brazos y por un momento permanecieron unidos, la mejilla de él contra la pálida mandíbula de ella, los dos con los ojos cerrados. Al cabo de unos minutos, Robert se apartó un poco para poder besarla, todavía arrodillado y con los pantalones perdiéndose en los pliegues del delantal blanco. Ella le apretó la cara con las dos manos, olvidando que aún llevaba puesto el dedal. Qué beso tan largamente esperado, con aroma de café y geranios, abierto y húmedo, templado por todos esos años que los habían conducido a ese instante de felicidad verdadera. Cuando separaron sus labios, Robert apoyó su cara contra el pecho del delantal y suspiró.

– Oh, Addie, te quiero tanto. Lo he pasado tan mal estas últimas tres semanas.

– Yo también. -Continuó acariciándole la nuca, el cuello, los hombros; mientras, él la besaba allá donde sus labios alcanzaban en su frenético cabeceo-. Creí que tendría que casarme con el reverendo para que por fin te dieras cuenta de que me amabas.

– ¿Lo sabías? -Se apartó para ver su expresión.

Ella asintió, retirándole algunas mechas de las sienes. Sus miradas estaban rebosantes de amor y serenidad, quizás por primera vez en sus vidas.

– Hace algún tiempo.

– Noah me echó una buena bronca ayer. Me dijo que te perdería si no abría los ojos.

– Bravo por Noah -dijo Addie en voz baja.

Se besaron de nuevo, Robert todavía de rodillas y ella acariciándole la sedosa barba con las manos. Se besaron prolongada y profundamente. Luego él apoyó su barbilla contra la frente de la mujer. Robert jugaba con el dedal, aún en la mano derecha de Addie. Se echó hacia atrás, sacando y metiendo el dedal en la punta del dedo. Finalmente, la miró.

– No me has dicho que me amas.

– Pero así es.

– Quiero oírtelo decir.

– Oh, Robert, en toda mi vida no he amado a otro hombre más que a ti.

– Entonces, ¿te casarás conmigo?

– Por supuesto.

– ¿Aun cuando Birtle Matheson tenga que oficiar la ceremonia?

– Aun y así.

– No le gustará.

– En ningún momento le escondí lo que sentía por tí. Le dije que te amaba el primer día que dimos un paseo juntos.

– ¿Lo hiciste?

Addie asintió con la cabeza, al tiempo que levantaba una mano para darle forma al pelo de Robert sobre la oreja derecha, delineando el contorno con las yemas de los dedos mientras él leía el amor en sus ojos.

– Hemos pasado por un infierno para llegar a esto, ¿verdad, Addie?

– Todo eso ha terminado.

Lo besó como prometiéndole el cielo, encorvándose y cubriéndole la boca con sus labios, a la vez que sus palmas se deslizaban sobre la áspera lana en la espalda.

Robert se incorporó y la hizo ponerse de pie, ajustando su cadera contra la de ella, manteniéndola cerca mientras inclinaba la cabeza y sus bocas abiertas se unían en otro beso. Un sonido ronco y apasionado brotó de la garganta de Robert, una oda que marcaba el fin de su separación, en tanto sus cuerpos y sus labios se unían.

El dedal cayó al suelo. Mandamás lo alejó casi al instante de la cocina, empujándolo de un zarpazo hasta las patas de una silla. El hombre y la mujer seguían besándose. El dedal rodó una y otra vez a lo largo del suelo, constituyendo el único sonido en la silenciosa habitación.

De vez en cuando, Robert alzaba la cabeza. Tenía la cara enrojecida y jadeaba. Acarició el rostro de Addie… tan ruborizado como el de él… y, mirándose a los ojos, rieron.

De felicidad.

De estupor.

Y de alivio.

– ¡Desde luego, no nos faltarán historias para contar a nuestros nietos!

– No te atreverías, Robert.

– Quizá no. Pero sería una buena amenaza para mantenerte a raya.

– No será necesario. Estoy aquí y pienso quedarme,

– Tenemos que decírselo a Noah y a Sarah.

– No les sorprenderá demasiado.

– ¿Todos en el pueblo sabían lo que sentía antes que yo?

– Más o menos.

– ¿Qué te parece si se lo decimos esta noche?

– Perfecto. Estoy tratando de no echar a perder una carne de alce. ¿Por qué no vas a buscar a Noah y lo invitas a cenar? En la cena se lo podemos decir.

El rostro de Robert se iluminó. Jamás había imaginado que podría ser tan feliz.

– Ahora mismo voy a buscarlo.

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