Capítulo Catorce

Y ahora era Nochebuena. Habían pasado cinco años y medio. Durante todo aquel tiempo, habían hecho mella en él la culpa y la confusión además de los recuerdos de su amor. Necesitaba una aclaración, una absolución tal vez, no estaba seguro.

Se sentó en el recibidor de Rose's, una habitación poco ventilada con gruesas cortinas de terciopelo y una estufa redonda de hierro negro. Un montón de hombres solitarios esperaba también. De todos, él parecía el único sobrio. El humo de cigarro hacía el amiente de la sala irrespirable. La madera del suelo estaba empapada y desprendía un intenso olor a malta. Imaginó que también percibía el olor de secreciones humanas y se sintió sucio.

El menú parecía mirarlo con sorna; desvió la mirada hacia otra parte. Una prostituta de cabello rojizo le daba palmadas en las nalgas a un hombre que tenía un gran forúnculo en la nuca. La vieja patrona que regentaba el lugar fumaba un cigarro y lo contemplaba de soslayo a través de una cortina de humo. A Robert le dio un escalofrío. Otra prostituta bajó las escaleras. Rose se acercó a él y le dijo:

– Ember está libre. ¿Qué te parece?

– No, gracias. Esperaré a Eve -respondió. El nombre sonó extraño en sus labios.

– Estás seguro de lo del baño, ¿eh, guapetón? No queremos que nuestras chicas cojan nada raro.

– Del todo. Me he bañado esta tarde.

Esperó cerca de cuarenta minutos, preguntándose todo el rato qué tipo de hombre sería el cliente de Addie, imaginándosela satisfaciendo los sórdidos deseos de alguien parecido al fornido minero del forúnculo en el cuello.

Examinó a todos y cada uno de los hombres que bajaron por las escaleras, tratando de adivinar cuál sería. Acertó… apareció detrás de un tipo alto, sin barba ni bigote y de tez color ceniza, que bajó tensando sus tirantes con los pulgares. Perdió a Addie de vista durante unos instantes, como había ocurrido con las demás chicas al bajar: iban directas al pasillo, seguramente a dejar sus ganancias en algún lugar, bajo la mirada vigilante de su patrona. Al volver a la sala, Rose le hizo una señal; Addie se acercó a ella, que le habló señalando en dirección a Robert. Addie se giró con brusquedad antes de que la mujer dejara de hablar.

A través de la estancia y del denso y asfixiante humo, se miraron, la tensión entre ambos era latente. Robert hizo un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Estaba sentado bastante erguido en una silla dura, con el sombrero y el bastón sobre las rodillas.

Addie lo miró fijamente con expresión inescrutable antes de acercarse a él.

A Robert le sudaban las palmas de las manos. Le parecía que el pecho le estallaría de un momento a otro. Pensó: «no creo ser capaz de hacer esto; ni a ella ni a mí mismo».

Addie llevaba un quimono abierto, brillante y negro, con grandes orquídeas estampadas; medias, ligas y zapatos negros de tacón alto. La ropa quedaba a la vista a través de la abertura central.

– Hola, Robert.

– Hola, Addie.

– A Rose no le gusta que me llames así.

Él carraspeó y se corrigió:

– Eve. -Y al cabo de unos segundos dijo-: Feliz Navidad.

– Sí, claro. ¿Qué puedo hacer por ti?

Robert lo ignoraba todo sobre el protocolo de los burdeles. ¿Se suponía que debía escoger allí mismo un apartado del menú?

– Me gustaría subir.

– Estoy trabajando, Robert.

– Sí, ya lo sé.

Diez segundos de silencio, luego:

– No hago favores a viejos amigos.

– Tampoco te lo he pedido. Pagaré lo que haga falta.

Lo observó con deliberada indiferencia y se giró.

– Ve con alguna de las otras chicas.

Él la cogió de un brazo y la obligó a mirarle a la cara.

– ¡No! ¡Te quiero a tí! -Su semblante había adoptado un aire sombrío, su mano la sujetaba con fuerza-. ¡Es hora de que acabemos con esto!

– Estás cometiendo un error, Robert.

– Tal vez, pero sólo uno más dentro de una inacabable lista. ¿Cuándo he de pagar?

La dueña y la enorme mujer india ya se dirigían hacia ellos. Robert soltó el brazo de Addie y la pareja se detuvo.

– Vamos arriba -dijo ella-. Sigúeme.

Entre el gentío, Rose tocó a Addie con su mano gorda.

– No lo olvides, Eve… nada de favores especiales para ex novios. Que pague como todos.

– No te preocupes, Rose. Jamás se me ocurriría estafarte. -Y volviéndose hacia Robert, añadió-: Vamos.

Su pelo estaba cortado horizontalmente en la frente y por debajo las orejas, al estilo oriental. Robert lo observaba, casi pegado a su cabeza, mientras la seguía por las escaleras y a través de una puerta a mano izquierda. Ya dentro, sus ojos se pasearon con rapidez por el cuarto… la manta de franela en la cama, el reloj de arena en la mesita, el recipiente con manteca, la balanza para pesar el oro, el cronómetro, el orinal junto a la puerta: un cuartucho asfixiante y sin ventanas donde él era uno entre muchos.

– Deja que te quite el abrigo -dijo Addie. Lo colgó en un perchero situado en un rincón y dejó el sombrero y el bastón sobre una silla de madera dura y sin brazos, que seguramente le había servido en algún momento de instrumento de trabajo. Robert contuvo su deseo casi instintivo de recoger su sombrero y colgarlo también en el perchero.

Addie cerró la puerta apoyándose contra ella y adivinó que su mirada buscaba un pestillo o una cerradura.

– No hay llaves aquí, guapetón -susurró con voz suave-. Pero no te preocupes. Nadie entrará a menos que grite. -La explicación lo estremeció. Se preguntó cuántas veces lo habría hecho y cuántos golpes habría recibido antes de que alguien llegara en su ayuda

– Hay algo que quiero pedirte, Addie.

– Eve.

– Eve -repitió-. Por favor, no me llames guapetón.

– Claro. -Seguía contra la puerta-. ¿Algo más?

– No.

Se hizo un profundo silencio mientras ella permanecía inmóvil y él intentaba mirarla como a una extraña.

– ¿Es la primera vez que vienes a un sitio como éste?

– Sí.

– Tenemos obligación de preguntar… ¿te has bañado?

– Sí, esta tarde.

– Bien. No es obligatorio preguntar esto, pero… ¿es la primera vez?

Tras unos instantes Robert contestó en un susurro:

– No.

Ella se acercó y dijo respirando profundamente:

– Bueno, entonces… sigamos.

Robert se llevó una mano al bolsillo para sacar su bolsa de oro en polvo, pero ella se acercó y le cogió la mano para detenerlo.

– No tan deprisa. Podemos hablar un minuto antes. -Le pasó las manos por el tronco, describiendo movimientos amplios que hacían que una y otra vez la cadena de su reloj se saliera del bolsillo donde estaba. Robert contrajo el estómago y lo mantuvo tieso.

– Si primero cobras, por mí está bien. Haré lo mismo que cualquier otro.

– Relájate, Robert… relájate. Nos ocuparemos de eso enseguida. Hablaremos de lo que quieras.

Él sólo quería que dejara de tratarle como a cualquiera de los hombres que entraban en aquel cuartucho a diario. Quería que se dejara crecer de nuevo su hermoso pelo rubio y que se pusiera un vestido decente. Deseaba quitarle aquella suciedad de la cara, llevarla consigo a una iglesia, arrodillarse junto a ella y dejar atrás para siempre aquella miserable habitación.

– ¿Qué quieres, Robert? Así es como se hace. Tú me dices qué quieres y yo te digo el tiempo que invertiremos. Así no nos coge por sorpresa. ¿Qué te parece?

– Perfecto. -Dejó caer la mano del bolsillo donde tenía la bolsa con el oro en polvo.

– Podemos hacerlo bien y rápido. ¿Ves el reloj de arena? De este modo sale a un dólar el minuto.

Dios santo, un reloj de arena. ¿Cuántos hombres podían pasar por ahí a intervalos tan cortos? No había ni tiempo para fingir placer.

– O si no, podemos hacer el viaje. La mayoría eligen el viaje. Incluye de todo, y se invierten unos cuarenta minutos. Dime cuánto estás dispuesto a pagar por cuarenta minutos celestiales, Robert. Empezaremos con suavidad, lentamente… -Estiró una mano hacia sus pantalones. Robert, mortificado, tuvo una erección. Apartó a Addie.

– Por favor, Addie… Eve. Pagaré lo que quieras, pero no… no… -«No te muestres tan frivola y experta» pensó, pero acabó por decir-: ¿Podemos hacerlo sin preliminares?

– Desde luego. -Retrocedió y dejó de representar el papel de seductora para adoptar una indiferencia fría-. Digamos veinte dólares. Por adelantado.

Veinte dólares, veinte minutos más o menos. ¿Lograría hacerla hablar en veinte minutos? No lo había conseguido en todas las semanas que había ido a visitarla. ¿De qué serviría pasar por eso si ella no le revelaba nada acerca de lo sucedido cinco años atrás?

Addie extrajo oro en polvo de la bolsa de Robert, hasta que la balanza dio un peso de veintiocho gramos y medio, se la devolvió y esperó mientras él vacilaba.

– ¿Te gustaría besarme, Robert?

Él tragó saliva y contestó con sinceridad:

– No.

– ¿Te gustaría que yo te besara?

– Me gustaría que hablásemos, Addie. ¿Podríamos hacer sólo eso?

– Por supuesto. -Le cogió de la mano y lo llevó hasta la cama. Se sentaron en el borde y ella colocó una rodilla sobre el colchón, volviéndose hacia él-. Pero no hablaremos de lo que tú quieres hablar. De cualquier cosa, menos de eso. ¿Qué pasa, Robert? ¿Te sientes solo porque es Navidad?

Las palabras que él quería pronunciar estaban estancadas en su garganta.

– ¿Echas de menos a tu familia? -Por primera vez desde que había llegado a Deadwood, ella le hablaba con verdadero interés.

– No. Nunca le tuve demasiado apego. Bueno, tal vez sí eche de menos a mi hermano Franklin.

– No lo conozco. De hecho, no llegué a conocer a ninguno de tus hermanos.

– Me hubiera gustado que lo hicieras.

– Bueno, a veces las cosas no son como a uno le gustaría. -Extendió una mano y le pasó la palma por la pechera de la camisa-. Se nota que te has abierto camino, Robert. Eres rico, como siempre habías deseado.

– Quería ser rico por tí también; ¿no lo sabías? Por eso me alejé tanto de tu lado durante aquella época en que…

Ella le tapó los labios con un dedo.

– Shh… nada de eso.

Él le cogió la mano y la apretó contra su pecho.

– ¿Por qué? -preguntó con voz apasionada.

Addie movió la cabeza como negando, despacio, haciéndose más y más vulnerable. La lucha entre Eve y Addie se había desatado. Había soportado todos aquellos minutos, convertida en Eve, indiferente a toda emoción. Podía soportar esa situación sólo si mantenía a Addie encerrada e incomunicada; porque Addie era vulnerable y se sentía torturada, y en aquel preciso instante lloraba en su interior y deseaba, más que nada en el mundo, protegerse entre los brazos de Robert e implorar su perdón.

– ¿Por qué, Addie? -repitió-. Merezco saberlo después de todo este tiempo. He vivido un infierno pensando que mi atrevimiento fue la causa de tu huida, pero nunca he llegado a entenderlo. Eras joven, lo sé, y yo lo suficientemente mayor para comprender que no estabas lista, pero, ¿por qué abandonaste a tu familia? ¿Tú sabes lo que sufrió tu padre? ¿Y Sarah?

– Yo también sufrí -replicó ella amargamente.

– ¿Entonces, por qué? ¿Por qué esto? -Hizo un ademán con el brazo abarcando toda la habitación.

– Porque es lo único que una mujer sabe hacer por naturaleza.

– No. ¡No me digas eso, porque no te creeré! Aquel día entre las flores marchitas eras virgen. Lo sé con la misma certeza con que puedo decir que esta noche no lo eres. Te aterrorizó lo que estuvo a punto de ocurrir entre nosotros. ¡Por eso nada en esta situación encaja!

Addie rogó: «Cuéntaselo».

Eve dijo: «Acaba con esto de una vez».

Sus ojos se nublaron. Observó el reloj junto a la cama.

– Robert, el tiempo empieza a contar cuando el cliente entra en la habitación. Ya hemos invertido quince minutos. Te quedan otros quince. ¿Estás seguro de que quieres pasarlos hablando?

El sentimiento que había puesto unos minutos atrás en sus palabras, desapareció casi por completo y de manera brusca; Robert supo que no obtendría más respuestas.

Se puso en pie y empezó a deshacerse el nudo de la corbata; dos bruscos tirones, mientras la piel de su cara se tensaba de tal modo que su estructura ósea se hacía prominente. Tenía la boca rígida y la mirada apagada.

– De acuerdo, vamos a ello.

Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero. Después el reloj de bolsillo. El chaleco. Los tirantes. Los zapatos y los calcetines, sentándose en la cama como si fuera la única persona en el cuarto. La camisa, de espaldas a Addie. Luego, los pantalones, hasta quedar en ropa interior de una sola pieza.

Se giró hacia ella.

– Y bien, ¿vas a quedarte sentada toda la noche sobre mis veinte dólares? -Addie no había movido ni un músculo. Sus ojos estaban tan abiertos como aquel día en la alfombra de flores-. ¿Y bien? -la apremió.

«No, Robert. Por favor.»

– A veces a los hombres les gusta desnudarnos.

– Pues a mí no me apetece. Hazlo tú misma -le ordenó.

Su quimono estaba abierto hasta el ombligo. Dejó caer los brazos a los lados, quedando sus manos a la altura de las caderas y esperó, sin entender demasiado por qué él quería humillarla. Tal vez porque él mismo se sentía humillado y rebajado por estar allí, por ser partícipe de aquella depravación que con cada minuto que transcurría se aproximaba a su punto más degradante.

– Estoy esperando, Eve -dijo bruscamente.

Addie se levantó, quedando de pie frente a él, erguida como el poste de la hoguera de Juana de Arco, con la mirada resuelta. Se quitó el quimono y lo arrojó sobre la cama. Se descalzó. Se quitó las ligas. Las medias. El corsé: los ganchos se soltaron con una serie de movimientos bruscos que él siguió con los ojos, desde los pechos hasta el vientre. El corsé cayó al suelo. Se desabrochó la camisa interior y la dejó deslizarse también. Debajo, la piel estaba surcada de líneas rojizas entrecruzadas. Robert contempló aquellos pliegues y surcos, subió a los pechos desnudos, se detuvo allí, y luego ascendió hasta el rostro mientras ella se desabrochaba el botón de los calzones. Una lágrima brillante caía desde cada uno de sus ojos, temblando en el lagrimal, como el rocío en la punta de una hoja.

Robert sintió que se ahogaba. Algo en su interior se desgarró.

– No, así no, Addie -susurró, adelantándose y cubriéndola con su cuerpo, sujetándole los brazos a los lados-. No puedo hacerlo así. -Tenía los ojos cerrados, las pestañas humedecidas-. No a cambio de oro. No contigo odiándome y yo mismo odiándome. Perdóname, Addie.

Ella permitió que la abrazara y la cubriera con su cuerpo. Mientras estaban de pie, así, el cuerpo muerto de ella en los brazos de Robert, Addie, salida de su aislamiento, llamaba a las puertas de un corazón herido.

– Addie, ¿adónde hemos llegado? -Le cogió con suavidad la nuca con una mano abierta y lloraron en silencio, demasiado cerca el uno del otro para verse la cara, demasiado conmovidos para hablar. Una puerta se cerró al final del pasillo. Alguien rió. Abajo, el loro lanzó un chillido. El reloj junto a la cama marcó, ajeno por completo a la escena, el paso de dos costosos minutos… tres… pero no se movieron; el pelo negro de la mujer se enredaba en la barba del hombre y los dedos desnudos de los pies femeninos se apoyaban sobre el pie de él.

– Vístete, Addie -murmuró con voz ronca, disponiéndose a apartarse.

– Espera. -Se aferró a él, todavía ocultando el rostro en su pecho-. Tengo que decírselo a alguien. Ya no puedo seguir viviendo con este secreto.

Robert volvió a rodearla con los brazos y esperó, ocultando su impaciencia. La garganta de Addie descansaba sobre su hombro. Notó como tragaba saliva.

– Fue mi pa… padre -balbuceó al fin, con los puños cerrados apoyados en su espalda-. Solía me… meterse en mi cama por la noche. Me obligaba a ha… hacer todo esto con él.

La revelación cayó sobre Robert como una descomunal caldera de agua hirviendo. Su estómago pareció disolverse. Su mente rechazó de manera automática lo que acababa de oír.

«Has oído mal, Robert.»

– ¿Tu padre? -preguntó en un murmullo.

Ella asintió, golpeando con la cabeza contra su pecho, reprimiendo los sollozos que nacían desde su estómago.

Robert alzó una mano y le apretó la cabeza más fuertemente contra su cuello. Si hubiera podido convertirse en un círculo completo para protegerla por todos lados, lo habría hecho.

– Desde que mi madre se marchó.

– Oh, Addie… -Había ignorado que la compasión pudiera alcanzar proporciones tan enormes.

– Solía dor… dormir con Sarah, pero tras la huida de mamá em… empecé a mojar la cama, así que papá me puso en un cuarto aparte, y fue entonces cuando co… comenzó. Me decía que si me frotaba allí abajo de… dejaría de mojar la cama. Me sentía muy sola sin mamá y al prin… principio me gustaba que se acostara con… conmigo y que me abra… abrazara.

Las lágrimas de Robert cayeron en el pelo de Addie en tanto seguían abrazados como dos hojas en un pasto húmedo.

– Eras sólo una niña.

– Ocurría desde mucho antes de que te conociera. Desde mucho antes de que me enamorara de tí. -Las palabras surgían distorsionadas contra la clavícula de él.

– ¿Abusó de tí completamente?

– Al principio no. Cuando cumplí los doce años.

– Doce…

«Doce… Dios Santo, doce años», pensó. Él la había conocido a esa edad. La había visto tocar el clavicordio con esa ausencia extraña que la alejaba cada vez más de él. Tenía un vestido a cuadros verde con escote blanco, que llegaba casi hasta el nacimiento de sus pechos florecientes. A veces los había mirado furtivamente mientras ella se concentraba en la música. Al recordarlo, se sintió culpable incluso de aquella pequeña travesura adolescente.

– Cuando empezabas a desarrollarte.

– Sí -susurró ella.

– Cuando yo empecé a advertir que estabas convirtiéndote en una mujer. -Addie se quedó callada-. Entonces, las cosas entre nosotros empeoraron por eso, ¿no es así?

Ella permaneció en silencio.

– ¿No es cierto, Addie?

– No fue culpa tuya. Tú no sabías nada de eso.

El mundo tras los párpados de Robert era de color rojo, un rojo agónico.

– Oh, Addie, lo siento.

– Tú no tuviste la culpa. Todo había empezado mucho antes.

– ¿Por qué no se lo dijiste a alguien… a la señora Smith, a Sarah…?

– Me dijo que nadie me creería. Que se reirían de mí y me señalarían con el dedo. Lo que hacíamos estaba prohibido. Yo ya lo sabía por aquel entonces. Mi padre llegó a decirme que se lo llevarían lejos de casa y que Sarah y yo nos quedaríamos solas. Le creí. Además, tenía miedo de confesárselo a la señora Smith. Y en cuanto a Sarah, ¿cómo decírselo? Jamás me hubiera creído. Papá era su héroe.

«Vaya héroe»

El estupor de Robert comenzó a transformarse en ira ante la bestialidad cometida por Isaac Merritt con una niña demasiado pequeña y adoctrinada en el terror como para resistirse a él.

– Y aquella temporada en que te mostrabas distante, yo creía que era por algo que había hecho. En una ocasión, llegué a pensar que te estabas muriendo de una enfermedad incurable; habías cambiado tanto y parecías tan angustiada. ¿Alguna vez te contó tu padre que fui a hablar con él a propósito de eso?

Addie levantó la cabeza para verle la cara.

– ¿Lo hiciste?

Las manos de él permanecieron alrededor de sus hombros. Le habló mirándola a los ojos.

– Me dijo que todo se debía a nuestra diferencia de edad, que sin duda te sentías presionada ante mis deseos… y resulta que era él quien te acosaba.

– Oh, Robert… -Apoyó las manos sobre su pecho-. Me daba cuenta del dolor que os estaba causando a tí y a Sarah, y cientos de veces deseé confesarme.

– ¡Confesarte no! -la corrigió-. Nunca confesarte. Confesarse implica culpa y tú no eras culpable de nada. -La furia de Robert se intensificó.

– Pero tú me amabas y yo era indigna de ti.

– Eso era lo que él quería que pensaras. ¿También te llenó la cabeza con esas ideas? -Podía leer la verdad en el rostro de Addie, imaginar cómo Merritt la había manipulado por medio del temor y la autodegradación, introduciendo en su mente todas las mentiras necesarias para mantenerla callada y sumisa. La indignación de Robert estalló con apasionamiento. Cogió la bata de Addie de la cama y se la echó sobre los hombros-. Vístete, Addie. Nunca más volverás a desnudarte para un hombre por dinero. Tus penas se han acabado.

Como si en la estancia hubiera una tercera persona, Robert maldijo mientras se ponía los pantalones:

– Dios lo condene al infierno. ¡Qué estúpidos fuimos todos! Y yo no hice más que facilitarle las cosas. Fui a pedirle su consentimiento para casarme contigo cuando cumplieras diecisiete años, y me lo dio. Después de aquello te volviste más y más distante. Ahora lo entiendo. Las piezas encajan.

Addie se había puesto el quimono. Robert le cogió las manos con vehemencia. Sus ojos echaban chispas mientras hablaba.

– ¿Sabes lo que daría por tenerlo vivo una hora? ¡Le cortaría los testículos y se los metería en la boca como a un cerdo asado!

– Oh, Robert… -No se le ocurrió otra cosa que decir.

– ¿Cuánto cuesta sacarte de aquí toda la noche?

– Robert, no puedes…

– ¡Cuánto cuesta! -repitió con voz autoritaria.

– Es la tasa de una cita en el exterior.

– ¿Cuánto?

– Doscientos dólares.

Le entregó la bolsa de oro.

– Coge lo que haga falta.

– ¿Doscientos dólares? Robert, es una tontería.

– Soy un hombre condenadamente rico. Pésalo.

– Pero Rose…

– Luego ya hablaremos con Rose. -Se vestía con apresuramiento-. Es Nochebuena, Addie. ¡No te dejaré en este burdel en Nochebuena, y si me salgo con la mía, no volverás aquí nunca más, así que pesa el oro!

Cuando acabó de vestirse, ella seguía frente a la cómoda sosteniendo la bolsa en su mano. Robert se la cogió desde detrás y murmuró:

– Siento haberte gritado, Addie. Déjame acabar con esta situación mientras te vistes. Coge sólo la ropa decente. No quiero que te lleves nada que nos recuerde este lugar.

De pronto se dio cuenta de que ella estaba llorando.

– No llores, Addie. El tiempo de llorar ha terminado.

– Pero, Robert, ¿qué voy a hacer? He vivido tanto tiempo tras estas puertas… ¿no lo comprendes?

¿Cuántas veces podía romperse el corazón de un hombre?

– ¿Estás asustada? -preguntó en tono cariñoso y tranquilizador. Addie nunca había llevado una vida normal desde los tres años. Abandonar aquel lugar con él sería un acto de coraje-. Mi pobre niña, claro que estás asustada. Pero yo estaré contigo. Ahora, vamos… vístete. ¿Tienes ropa de calle?

Ella asintió llorando aún.

– ¿Dónde está?

– En mi cuarto, al lado. -Señaló la puerta que daba a la habitación contigua.

– Iremos a buscarla.

Recogió el resto de la ropa y cerraron la puerta de la sórdida habitación a la que se juró que Addie jamás volvería a entrar. En la oscuridad del cuarto contiguo, preguntó:

– ¿Donde está la lámpara?

– Delante tuyo.

Cuando Robert la encendió, un gato blanco alzó la cabeza en la cama y lo miró con ojos entrecerrados.

– ¿Puedo llevarme a Mandamás? -preguntó ella.

– Desde luego. Es lo único bueno que hay en este lugar.

– ¿Y el ramillete que me regaló Sarah?

– Claro.

La mayoría de la ropa, colgada en ganchos, era poco apropiada para una velada decente. Robert escogió el vestido más sencillo que encontró y esperó de espaldas mientras ella se lo ponía. Al girarse, Addie se puso como esperando revista, con el rostro sucio de maquillaje corrido, como una pintura impresionista. Robert humedeció un trapo en una palangana cercana y, sosteniéndole la barbilla, le quitó el diluido polvo negro de los ojos y el carmín de los labios.

– Tampoco volverás a necesitar esto, Adelaide Merritt -le prometió con suavidad; cuando acabó se quedó estudiando aquellos conocidos ojos verdes, hinchados por el llanto-. Cuánto deseaba ver a la Addie del pasado. La haremos volver poco a poco.

– Pero, Robert…

La hizo callar llevando el dedo índice a sus labios.

– No tengo todas las respuestas, Addie, todavía no, pero, ¿cómo vamos a encontrarlas si no empezamos a buscarlas?

Bajaron y ella depositó los doscientos dólares de oro en polvo en el buzón, y le dijo a Rose al pasar a su lado:

– Ha pagado una cita en el exterior.

– Veinticuatro horas, ni un minuto más, ¿me oyes, Eve? -le gritó Rose; luego añadió en voz más alta-: ¿Adónde llevas ese gato?

Con Mandamás en los brazos y Robert a su lado, Addie salió al aire frío y limpio de invierno.

Sobre ellos, O Sanctissima retumbaba a través del cañón.

– ¿Será una señal? -se preguntó Robert, alzando el rostro mientras avanzaban con pasos largos y acompasados.

– El cielo no envía señales a prostitutas -dijo Addie.

– No estés tan segura -contestó él, cogiéndola del brazo.

En el hotel, la recepción estaba vacía. Una nota clavada con chinchetas en los casilleros decía: estoy en casa pasando la nochebuena. Robert dio la vuelta al mostrador y cogió una llave.

– ¿Quién ha dicho que no hay habitaciones libres en el hotel? -sonrió y volvió junto a Addie. Le dio un golpecito en la espalda y la condujo hacia las escaleras. En el segundo piso, abrió una puerta, entró y encendió una lámpara. La habitación era sencilla pero tenía las paredes enyesadas y en la ventana había una especie de cortina. Robert abrió una estufa de hierro redonda y se arrodilló frente a ella.

– Pero, Robert, no hemos pagado por el cuarto.

– Lo arreglaré con Sam mañana por la mañana, o cuando vuelva. Addie se quedó en la puerta con aire indeciso. Robert se irguió y se giró hacia ella.

– He de ir a la parte de atrás a por leña. Hay una lata con agua en el pasillo, si no se ha congelado. A esta hora debe de estar lo suficientemente vacía como para que puedas levantarla. Acércala a la estufa, ¿quieres, Addie? Vuelvo enseguida.

Ella soltó a Mandamás, que exploró la habitación. Robert regresó a los pocos minutos cargado con leña, se arrodilló y encendió el fuego, cerró la chirriante puertecilla de la estufa y colocó la parrilla. Se incorporó de nuevo, sacudiéndose las manos y la miró.

– Cuando hayas terminado de asearte, da un par de golpes en la pared. Si quieres, hablaremos.

– Gracias, Robert.

Él sonrió.

– Te traeré una camisa de dormir, espera un minuto.

Addie escuchó el ruido de sus pisadas ir y venir. Reapareció y le entregó una camisa de dormir doblada. Era de franela, a rayas azules y blancas. Las rayas se distorsionaron cuando ella las observó a través de las lágrimas.

– Gracias, Robert. -Volvió a decir.

Él se acercó y le levantó la barbilla con el puño.

– Un par de golpes, ya sabes. -Dicho esto, se marchó, cerrando la puerta detrás suyo.

En el cuarto había una mecedora. Addie se dejó caer en ella y se acurrucó, hundiendo el rostro en la camisa de dormir. Permaneció un largo rato sentada, inmóvil, aclimatándose a la libertad, preguntándose cuáles serían las intenciones de Robert. El agua ya debía de estar caliente. Se puso de pie con una extraña sensación y se acercó a probarla con un dedo. El único recipiente que tenía para asearse era una palangana debajo de la jarra. Se las arregló con eso; colgó las toallas con cuidado y se estuvo un rato junto a la estufa para calentar su piel, sintiendo como se esfumaba el miedo. Se puso la camisa de dormir. Era como meterse debajo de la piel de Robert, donde todo era normal y seguro y uno sentía que tenía un destino en la vida. Se cepilló el pelo y recordó cuánto le disgustaba a él que fuera negro, de modo que recogió la toalla húmeda y la envolvió alrededor de su cabeza en forma de turbante, antes de dar dos suaves golpes con los nudillos en la pared.

Oyó abrirse y cerrarse la puerta de al lado y los pasos de Robert aproximándose. Entró en la habitación y dijo:

– Tu cuarto está más caliente que el mío. ¿Puedo pasar?

– Por supuesto.

Entró y cerró la puerta con naturalidad. Llevaba pantalones de lana negros, camisa blanca y tirantes. La cogió de la mano y la acercó a la luz.

– Bueno, mírate… -Observó su rostro a la luz de la lámpara. La estudió con detalle, con una ligera sonrisa en los labios-. Después de todo, eres realmente Addie Merritt. ¿Cómo te encuentras?

– Mucho mejor. Confundida. Desorientada. Asustada.

Él bajó los brazos.

– ¿Prefieres estar sola, Addie?

– No, yo… es Nochebuena, ¿y a quién le gusta estar solo en Nochebuena? Me gustaría hablar, Robert, de verdad, pero podría perjudicar tu reputación que se supiera que has estado conmigo en mi habitación. En Rose's es una cosa, pero aquí… éste es un establecimiento respetable, estoy segura.

– Addie. -La cogió de la mano y la condujo a la cama-. Debes empezar a preocuparte por las cosas verdaderamente importantes. -Colocó las almohadas contra la cabecera y le ordenó-: Siéntate. -Cuando ella lo hizo, añadió-: Hazme un sitio. -Se puso a su lado sobre la colcha, la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. Estiró las piernas, cruzó los tobillos y añadió-: Escucha… las campanadas han cesado.

Ambos aguzaron el oído.

Una brasa chispeó en la estufa.

Alguien roncaba al otro lado del pasillo.

Mandamás saltó a la cama y se instaló sobre la bragueta de Robert.

Robert y Addie rieron.

– Bueno, parece que ya ha encontrado un sitio cómodo. -dijo él.

Ella rió otra vez y después suspiró.

– Oh, Robert, no sé cómo empezar.

De algún modo, encontró la forma.

Comenzó por contarle la desilusión que le había causado la huida de su madre, la sensación posterior de ser diferente a los demás niños, que aún tenían madres. Los años de solitaria nostalgia, marcados por la llegada de la señora Smith, cuando ella y Sarah solían pasarse las horas muertas junto a la ventana mirando hacia la calle Lampley, esperando ver aparecer por ella la silueta de su madre. Su mortificación infantil cuando comenzó a mojar la cama y el miedo cuando las quejas de Sarah determinaron su traslado a otra habitación donde la soledad se intensificó. El alivio la primera vez que su padre se había deslizado al interior de su cama para consolarla en la oscuridad. La confusión y la ignorancia pueril de lo que verdaderamente estaba sucediendo, seguida de la sensación de repugnancia y el sentimiento de culpabilidad sexual. Las súplicas para que se le permitiera volver a dormir con Sarah, quien con frecuencia decía: «Pero pataleas, me quitas las sábanas y hablas en sueños. Ve a dormir a tu cuarto». Los ruegos para que se pusiera un pestillo en su habitación, mientras su padre declaraba a Sarah y a la señora Smith que la mejor forma de curar los problemas de Adelaide no era cerrando la puerta a los monstruos, sino dejándola abierta para que ella se diera cuenta de que no existían. Acostándose antes de que su padre regresara de la oficina, yaciendo rígida y con los párpados temblorosos, fingiendo estar dormida con la esperanza de que él pasara de largo hacia su cuarto. Sus esfuerzos en la escuela, destinados a que su padre le enseñara el oficio de editor como a Sarah. Llegó a detestar su belleza física, a la que, no sin razón, achacaba su suerte.

Y, por fín, habló de la irrupción de Robert en su vida.

Su atracción inmediata hacia él. Su alivio cuando Isaac había permitido que él las visitara. Sus celos ocasionales de Sarah que, con su inteligencia, similar desde su punto de vista a la de Robert, podía ofrecerle más en lo que a conversaciones estimulantes e intercambios humorísticos se refería. Luego, la llegada de la pubertad y el principio de las traumáticas relaciones sexuales forzadas con Isaac. La vergüenza y el sentimiento de culpa que trajeron consigo. El florecimiento de su incondicional amor por Robert, mezclado con la culpa por no ser virgen, y el temor de que, en caso de que llegaran a ser amantes, él descubriera su inesperado estado y la rechazara.

– Me sentía tan indefensa -dijo-, él me decía que si alguna vez lo contaba, ningún hombre me querría, y yo le creía.

– Claro. Te despojó de toda tu autoestima.

– Tenía la sensación de llevar una mancha deshonrosa y de que, fuera donde fuera, todos la notarían, en especial tú.

– Nunca me di cuenta, nunca.

– Cuando te lo he confesado esta noche, te ha sorprendido, ¿verdad?

– Ha sido como si me clavasen un hacha en plena espalda.

– Así que, imagínate mi miedo a que lo descubrieras cuando tenía quince o dieciséis años. Te hubiera repugnado, tal como afirmaba mi padre.

– Quizá sí. ¿Quién puede saberlo ahora?

– Siempre después de que me besaras, iba a mi cuarto y lloraba.

– Y aquel día en el Jardín Botánico…

– Pensé que si seguíamos adelante te darías cuenta de que no era virgen. Tenía tanto miedo de perderte…

– … así que huíste y fui yo quien te perdió.

– Creía que no tenía alternativa. No podía seguir soportando las vejaciones a las que me sometía mi padre y tampoco acudir a tí.

– Dejaste atrás a dos personas muy confundidas y preocupadas… tres, contando a la señora Smith.

– Me costó mucho hacerlo, pero, como te he dicho, creía que no tenía otra opción.

– ¿Adónde fuiste? Quiero decir, primero.

– Empecé en Kansas City, pero una de las chicas se quedó embarazada y dio el bebé en adopción. Eso nos puso en una situación difícil a todas, así que me mudé a Cheyenne para cambiar de ambiente. Allí, una de las chicas puso vidrio triturado en la palangana de otra… había mucha competencia por los clientes ricos. La chica estuvo a punto de morir. Era amiga mía… bueno, hasta donde se puede serlo en ese negocio. Así que después de eso vine aquí con el estallido de la fiebre del oro. Pero los prostíbulos son todos iguales. En realidad sólo intercambiaba una prisión por otra. Lo importante era que odiaba a los hombres y podía desquitarme con cientos de ellos por lo que uno me había hecho. -Se quedaron callados un rato antes de que ella concluyera-. Debes saberlo, Robert, todavía siento esa aversión hacia los hombres.

Él aceptó el comentario en silencio, pese a que ella mantenía la cabeza en su hombro y la mano en su pecho. Estaba en su derecho.

Pasados unos segundos, preguntó en voz baja:

– ¿Sarah sabe lo de tu padre?

– No.

– ¿Piensas decírselo?

Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.

– ¿Qué sentido tendría?

Robert la obligó a adoptar la posición anterior.

– Le ayudaría a comprender, igual que a mí.

Addie se sentó y se abrazó las rodillas.

– Pero eso la heriría.

– Sí, desde luego.

Se hizo un silencio angustioso. Addie lo rompió.

– Pero me sentiría tan avergonzada que…

– Si no se lo cuentas, él continuará ejerciendo su nefasta influencia sobre ti, incluso después de muerto.

Ella bajó la cabeza, apoyó la frente contra sus rodillas y dijo con voz ahogada:

– Lo sé… lo sé.

Robert había echado la semilla; el tiempo diría si daba sus frutos o no.

– Ven, recuéstate, Addie. No tienes que decidirlo esta noche.

Ella regresó al amparo de su brazo, quedándose callada y pensativa. Él continuaba como antes, con los tobillos cruzados, pero le apretó cariñosamente un brazo. Addie suspiró y miró el marco de la puerta donde la luz de la lámpara y la sombra creaban un contorno nítido de color oro y gris. Le pesaban los párpados, pestañeó,… sus párpados eran cada vez más pesados… pestañeó de nuevo y cerró los ojos. Poco después, Robert hizo lo mismo.


Addie se despertó y encontró la habitación iluminada por la luz del sol. El olor a mecha quemada flotaba en el ambiente; las sábanas se amontonaban en el centro de la cama; Robert dormía de espaldas a ella.

Bostezó y se desperezó, intentando no despertarlo.

Robert hizo unos movimientos casi imperceptibles, la miró por encima del hombro y dijo:

– Buenos días.

– Creo que más bien buenas tardes.

Robert se puso boca arriba y bostezó profundamente, estirando los brazos por encima de la cabeza y haciendo temblar el colchón. Cuando cerró la boca, se volvió hacia ella y le sonrió.

– ¿Qué te parece si le damos a Sarah una sorpresa de Navidad?

Addie sonrió y contestó:

– De acuerdo, vamos.

Загрузка...