Con la pérdida de Noah, la ilusión se había esfumado de la vida de Sarah. Antes de que él irrumpiera en ella, Sarah era una apasionada de su trabajo, que la llenaba de energía y la incitaba a superarse. Cualquiera que fuese el esfuerzo que requirieran de ella las exigencias de su oficio como editora, se imponía otras mucho mayores. Había sido una luchadora entusiasta, que a menudo embestía con la cabeza gacha y una vehemencia que no había sido consciente de poseer hasta que se hubo agotado.
En las semanas que siguieron a la boda de Addie y Robert su carácter cambió. Iba a la oficina todos los días, pero su trabajo allí dejó de tener importancia. Componía artículos, tipos y corregía pruebas, pero todo eso se convirtió en rutinario, carente de atractivo. Buscaba noticias, vendía anuncios y hacía reseñas de espectáculos, pero admitía que, a la larga, lo que hacía no influía demasiado en el desarrollo del mundo.
Una vez en casa, se retiraba temprano a la habitación, sintiéndose una intrusa en el piso de abajo, donde Addie y Robert, colmados de felicidad conyugal, se acurrucaban en el sofá, entrelazaban sus manos y en ocasiones se besaban en silencio. Aunque Sarah no contemplaba, ni mucho menos, con malos ojos esa dicha, presenciarla la acongojaba.
En su habitación comenzaba artículos que con frecuencia dejaba a medias, mientras algún recuerdo fugaz le inspiraba un verso. A veces componía un poema entero; otras, todo se quedaba en ese único verso; a menudo volcaba los pensamientos de su soledad en su diario personal, o bien se quedaba mirando la cajita de madera hasta que su mano la cogía, la abría y retiraba el broche de compromiso para sostenerlo y frotarlo con un pulgar. Luego se cubría el rostro con las manos y reflexionaba sobre sus carencias como mujer.
¿Quién podía enamorarse de un caparazón frígido incapaz de recibir afecto humano? Si no podía aceptarlo del hombre al que amaba ¿qué posibilidad tenía de superar esa faceta estéril? Se imaginaba buscando a Noah, incitando una unión física y llevándola a cabo hasta el final, simplemente para probarse a sí misma. Pero era demasiado ignorante para visualizar el acto completo y tras hacer balance de sus conocimientos sobre el tema, acababa siempre por sentirse culpable y frustrada.
Qué irónico resultaba que una vez hubiera rechazado a Noah gritando: «¡No, yo no soy como Addie!», y ahora rezara para parecerse a ella, concibiéndose, además, como un monstruo. Le parecía una gran crueldad que la naturaleza le hubiera dado la necesidad de ser amada y, en cambio, le negara la capacidad de aceptar la manifestación más profunda del amor.
Con frecuencia maldecía a su padre, el que fuera antaño admirado pilar de corrección, cuyos viles actos eran la causa de que ella se encontrara metida en aquel atolladero. Denigrar la memoria de Isaac Merritt sólo incrementaba su dolor, haciéndola más solitaria y distante en su hogar y más amargada e inquisitiva en el trabajo, donde, a diario, se veía obligada a usar las herramientas que alguna vez había valorado tanto por haber pertenecido a su padre.
Un día, a mediados de julio, cuando el calor y el olor a estiércol de la calle llenaban la oficina del periódico, Sarah protagonizó una escena lamentable. Había estado contando las veces que Patrick sacaba la petaca para beber. También había estado escuchando la velocidad con que los tipos quedaban ordenados en el componedor. Parecía que la marcha se ralentizaba a medida que avanzaba la tarde. Oyó un golpe seco y el ruido de algo al caer a sus espaldas, seguidos de una maldición. Sarah miró por encima de su hombro en dirección al ruido y vio a Patrick mascullando y recogiendo tipos desparramados por la bandeja de la galera. En lugar de empezar a ordenarlos, el irlandés sacó de nuevo la petaca. Sarah se volvió con brusquedad hacia él y le dio un manotazo, de tal manera que la petaca voló por los aires.
– ¡Eso es! ¡Sigue bebiendo! Eso ordenará los tipos desparramados, ¿eh? -gritó. La petaca cayó al suelo, dio un par de vueltas y el contenido se derramó.
Patrick se echó hacia atrás, con los talones clavados en el suelo. Tenía las mejillas coloradas y la mirada algo vidriosa.
– Lo… lo siento, señorita Sarah. No… no era mi inten…
– Así que no era tu intención -le regañó-. ¡Te envenenas día tras día con esa… esa basura que disminuye tu capacidad de trabajo y vicia el aire! ¡Bueno, pues ya estoy harta, señor Bradigan!, ¿me has oído? ¡Harta de verte tambalearte como un inútil todas las tardes!
Las palabras hirientes resonaron en todo el local; Sarah dio media vuelta y se marchó furiosa, dejando a Patrick y a Josh mirándola con desconcierto. El charco de licor se estaba filtrando en la madera del suelo. El líquido había dejado de salir de la petaca. Josh cruzó la habitación y la recogió para entregársela a Patrick con expresión avergonzada, como disculpándose.
– No hablaba en serio, Patrick.
– Yo creo que sí. -El hombre mayor estudió la petaca. Se sorbió los mocos ruidosamente-. Bebo demasiado y lo sé.
– No. Eres muy bueno. Ella no ha conocido jamás a nadie que componga tipos con tanta rapidez. Me lo dijo una vez.
Patrick sacudió la cabeza con desaliento, tenía la mirada fija en la petaca.
– No… Sarah tiene razón. No soy más que un estorbo para ella.
Se lo veía tan deprimido que Josh no sabía qué decir para consolarlo.
– Vamos. -Le pasó un brazo por los hombros-. Te ayudaré a recoger los tipos. Cuando vuelva estarán todos en orden.
Sin embargo, aquel día Sarah no volvió a aparecer por la oficina. Josh y Patrick cerraron con llave al final de la jornada.
Sarah volvió poco después de las seis y encontró los tipos ordenados y bien alineados, la galera preparada con meticulosidad y la piedra de componer con la fornitura en su sitio, lista para ser impresa.
El lugar olía a trementina y el calor era asfixiante. La puerta trasera estaba cerrada para evitar las corrientes de aire. La principal, abierta a los sonidos de la calle que parecían lejanos y aislados. Sarah se encontraba junto a la imprenta, sintiendo como si la platina acabara de ser bajada sobre su pecho. Había atacado cruelmente a Patrick cuando no era con él con quien estaba disgustada, sino con la vida misma. Lo había tratado de una manera imperdonable y no tenía excusa alguna. Sí, Patrick bebía, pero aún y así trabajaba duro, rápido y bien, y no era frecuente que desparramara los tipos. Cualquiera que trabajara con tipos mucho tiempo los tiraba de vez en cuando: lo ocurrido aquella tarde no tenía nada de anormal; podía haberle pasado a Josh o a ella misma. Los tres habían establecido una relación de trabajo maravillosa. Si alguien la amenazaba aquellos últimos días era ella, con sus arrebatos de mal genio, sus depresiones y su incapacidad para sentirse bien, a pesar de los esfuerzos ajenos. No tendría que culpar a Patrick.
Se dejó caer en una silla, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
«Oh, Noah -pensó-, no soy la misma sin tí.»
A la mañana siguiente, Patrick no acudió al trabajo. Sarah le esperaba con palabras de disculpa en los labios, pero, cuando hacia las ocho y media él seguía sin aparecer, sospechó que no tendría la oportunidad de expresarlas. Levantaba la cabeza constantemente, cuando alguien pasaba por delante de la oficina. A las nueve el irlandés todavía no había llegado. Sarah cogió la escoba y salió a barrer la acera entablada, dejando la tarea varias veces para mirar en dirección al hotel con la esperanza de vislumbrar la figura larga y encorvada arrastrando los pies hacia ella. Pero no había ni rastro de él.
Entró y le preguntó a Josh:
– ¿Qué dijo ayer?
Josh se encogió de hombros y fijó su mirada en las puntas de sus botas.
– Puedes decírmelo, Josh. Sé que cometí un error y estoy arrepentida. Sólo espero tener la oportunidad de disculparme. ¿Qué dijo?
– Dijo que tenías razón, que bebía mucho y que era un estorbo para ti.
Sarah se mordió los labios, se giró hacia la ventana y murmuró con afecto:
– Oh, Patrick.
A mediodía, cuando el componedor continuaba sin aparecer, Sarah supo que se había ido; de hecho, tenía la certeza mientras se acercaba al Hotel Grand Central para preguntarle a Sam Peoples si sabía dónde estaba Patrick.
– Pagó esta mañana y se fue -le confirmó Sam.
– ¿En la diligencia?
– Eso creo, señorita Merritt.
Sarah dio media vuelta enseguida para ocultar las lágrimas que afloraron a sus ojos. «Vuelve, Patrick, no era mi intención. Te has portado tan bien conmigo; desde la primera noche que pasé en este pueblo y me diste tu oro en este mismo vestíbulo para pagar mi habitación. Por favor, Patrick, lo siento.»
Por supuesto, Patrick no volvió. Se había esfumado como lo hacían todos los tipógrafos errantes, tal como en un principio ella había esperado; pero, no obstante, últimamente había creído que se quedaría definitivamente en Deadwood, de modo que ahora dependía tanto de él que no concebía sacar adelante el periódico sin su ayuda. Patrick había visto nacer el Chronicle. Había compuesto los primeros tipos y tirado las primeras copias bajo el enorme pino el día que ella había sido encerrada en la mina. Había trabajado allí durante meses, cantando alegres canciones irlandesas, enseñando a Josh con infinita paciencia y haciéndose cargo de la oficina en ausencia de Sarah. Incluso, en cierta ocasión, la había besado y le había pedido que se casara con él. Nadie perdía a un amigo como Patrick sin lamentarlo.
El verano seguía su curso y llegó el mes de agosto… caluroso, polvoriento y seco. Las excavaciones subterráneas de cuarzo generaban riquezas inmensas, no sólo en oro sino en plata y el rendimiento de la extracción de oro en los lavaderos alcanzaba también niveles altísimos. Los cargamentos que partían de Deadwood eran valorados en decenas de miles de dólares. La banda de James estaba actuando a lo largo de todo el pasillo central superior del país y un chico llamado Antrim se cobraba sus primeras víctimas en Arizona. Estando así las cosas, un día de finales de agosto, una carreta procedente de Deadwood fue hallada, dieciséis kilómetros al sudoeste de su punto de partida, con el conductor y los guardias muertos y la carga, oro y plata por valor de treinta mil dólares, robada.
Menos de una hora después de que la noticia llegara al pueblo, Noah Campbell subió a su caballo, hizo una seña a los hombres que se habían ofrecido voluntarios para formar parte de la patrulla y clavó las espuelas en el vientre del animal. Una nube de polvo se elevó mientras los jinetes recorrían al galope Main Street, con las armas en las cintura, sacos enrollados detrás de las monturas y los sombreros bien sujetos a la barbilla con cordeles y pañuelos.
La calle estaba atestada de gente que había oído la noticia y se había congregado para observar la salida del marshal y la patrulla civil. Noah cabalgaba con la vista puesta en el horizonte y expresión sombría. Su mirada se desvió una sola vez, al pasar junto a la oficina del Deadwood Chronicle, donde Josh Dawkins, Addie Baysinger, Sarah Merritt y el nuevo tipógrafo, Edward Norvecky, se habían reunido para presenciar el paso del grupo armado. De los cuatro, sólo reparó en Sarah Merritt, vestida con su delantal de cuero, los brazos cruzados con fuerza sobre la pechera y su mirada siguiéndole, sólo a él, intensa y preocupada; Noah apartó la mirada y siguió al galope. Robert iba con él, y Freeman Block, y Andy Tatum y Dan Turley y Craven Lee, y tres mineros, además de un ex rastreador del ejército llamado Wolf. Se dirigieron hacia Lead por las frondosas colinas del pico Terry, a través de la meseta caliza, una alta escarpa de piedras rosadas y anaranjadas, llena de pinos de madera rojiza. Pasaron la primera noche en una cueva al pie de los riscos, continuando a la mañana siguiente por la «pista de carreras», un valle rojo de arenisca, arcilla y pizarra que circundaba por completo las colinas; la tierra era tan salada y seca que ningún árbol podía sobrevivir allí y ningún hombre lo deseaba. Dejaron atrás espectrales cementerios de madera petrificada y se adentraron en las grandes praderas, donde el agua era un bien escaso y la comida aún más. El sol de agosto les abrasaba la piel. El viento les secaba los ojos. Tenían las lenguas resecas. Los animales, agotados, seguían la marcha con desgana y el grupo se detenía con frecuencia para verter el agua de las cantimploras sobre sus sombreros y dar de beber a los caballos; racionaban el agua para consumo propio y mascaban cecina para reponer la sal de su organismo, volviéndose a colocar los sombreros y disfrutando de la frescura en sus cabezas. El agua se evaporaba a los pocos minutos.
Doscientos cuarenta kilómetros al oeste se elevaban las Montañas Bighorn, probable destino del grupo que perseguían, pero poco más que una nebulosa en el horizonte. Los hombres siguieron su rumbo. Tenían los labios resquebrajados, las barbas crecidas y la piel hedionda. Les resultaba difícil recordar por qué se encontraban en aquel purgatorio.
La cuarta noche acamparon al aire libre, sobre el suelo duro, descorazonados y con los huesos entumecidos por el viaje, con nopales y yucas como única compañía.
Cuando ya estaban metidos en los incómodos sacos de dormir, las cabezas apoyadas sobre las monturas y mirando las estrellas, Robert preguntó:
– ¿Qué ocurre Noah?
– Nunca atraparemos a esos asesinos. Esos bastardos han dejado tres cadáveres a sus espaldas.
– No, me refiero a qué pasa contigo. Has cabalgado durante cuatro días y no has cruzado más de veinte palabras amables con nadie.
– Hace demasido calor para hablar.
Robert pasó por alto ese comentario.
– En el pueblo se dice que te has vuelto irritable y frío, que te da lo mismo meter a un borracho en la cárcel o dejarlo suelto. No eras así.
– Si no te importa, Robert, tengo bastante sueño atrasado.
– Se trata de Sarah, ¿no?
Noah resopló.
– Sarah… mierda.
– Ella está tan mal como tú. ¿A qué demonios estáis jugando?
– Cállate, Robert, ¿quieres? Cuando quiera tu consejo te lo pediré.
– La viste a la puerta de su oficina cuando nos íbamos, enferma de preocupación por tí, no lo niegues. ¿Acaso vais a aferraros a vuestra tozudez el resto de vuestra vida?
Noah se sentó, como por acción de un resorte.
– ¡Maldita sea, Robert, ya es suficiente! ¡Sarah Merritt no pinta ya nada en mi vida y haré con mi cárcel lo que me parezca y dirigiré esta búsqueda como crea conveniente! ¡Ahora cierra la boca y déjame en paz!
Con un movimiento brusco se volvió de costado y se cubrió con la manta, dándole la espalda a su amigo.
Aquella noche, mientras Noah dormía, algo le picó; una araña tal vez, en opinión del doctor Turley, que examinó la herida por la mañana. Turley rompió una espina de yuca y untó el jugo viscoso en la picadura, pero ésta permaneció de color escarlata e hinchada, provocando mareos y fiebre en Noah. Wolf, el rastreador, regresó de una breve excursión de reconocimiento y aseguró que no tenía sentido continuar: habían perdido el rastro. Los asesinos iban camino de las Montañas Bighorn y ellos estaban exhaustos, hambrientos y quemados por el sol. Era hora de volver a casa.
El pueblo entero presenció su regreso. Parecían un puñado de convictos, encorvados sobre las monturas, con largas barbas, ropas sucias y sin prisioneros. Sarah se acercó a la ventana de la oficina del Chronicle y los observó pasar, relajando los hombros aliviada. El sombrero que le había regalado a Noah parecía haber sido espolvoreado con harina. Un pañuelo sucio cubría su cuello y sus ojos, inmóviles y fijos en la cabeza del caballo, se veían pequeños y entrecerrados en su rostrotostado por el sol. Las manos descansaban sobre la parte delantera de la montura.
– Parece que no los han cogido. -Comentó Josh junto a ella.
– No.
– Tienen una pinta horrible.
– Ocho días es mucho tiempo.
– ¿Vas a entrevistar al marshal?
Nada deseaba ella más en el mundo que estar de nuevo cerca de Noah, aunque sólo fuera para hacerle algunas preguntas. El grupo siguió su camino por Main Street. Sarah respiró hondo y se giró hacia Josh.
– ¿Si te diera una lista con algunas preguntas, querrías hacerla tú?
Josh se quedó perplejo.
– ¿En serio?
– Alguna vez tienes que empezar.
– Bueno, si crees que puedo hacerlo…
– Tú te ocuparás de la entrevista del marshal y luego trabajaremos juntos en el artículo.
– ¡Guau, gracias Sarah!
Aquella noche durante la cena, mientras ingería suficiente comida para alimentar a dos hombres, Robert les contó toda la historia.
– Noah ha cambiado -comentó en determinado momento.
Sarah no quiso preguntar. Esperó a que Addie lo hiciera.
– Tiene el genio de un oso herido -explicó Robert-. La mayor parte del tiempo está callado y huraño y, cuando habla todos preferirían que no lo hiciera.
Sarah decidió que era el momento de abandonar la mesa.
– Bueno… tengo que escribir un artículo. Gracias por informarme sobre el viaje, Robert.
– De nada.
Cuando desapareció escaleras arriba, Robert y Addie se miraron y ella preguntó:
– ¿Crees que alguno de los dos cederá?
– No lo sé. Me fue bastante mal tratando de hacerle entrar en razón.
Durante el verano, la población del pueblo se había incrementado tal y como indicaban las predicciones del otoño anterior.
Ya no era algo extraño ver mujeres por las calles, incluso solteras y en edad casadera. La llegada de las mujeres trajo consigo la primera tienda de ropa confeccionada para ellas, la primera modista de sombreros, la puesta a la venta de las primeras sillas de montar para mujer y la primera máquina de coser, que Robert Baysinger adquirió para el negocio de confección de cortinas de su esposa.
Sarah Merritt había creado una columna femenina en el Chronicle.
Las noticias no escaseaban.
Se contrató a una maestra de escuela llamada Amanda Searles que comenzaría a ejercer su cargo a partir de septiembre. Un fundidor de la casa de la moneda de Denver, llamado Chamber Davis, fundó un completo laboratorio metalúrgico, con un horno para la fundición del oro en polvo y otros dos para pruebas de crisol de minerales. En el mismo edificio se inauguró el segundo bocarte del pueblo, junto a una casa de baños con agua fría y caliente, esto último a instancias de la esposa de Davis, Adrienne, una mujer apreciada y procedente de la alta sociedad. Un hombre llamado Seth Bullock, que se había presentado en otoño como candidato a comisario y había perdido la votación, fue nombrado en el cargo por el gobernador John Pennington. Se creó la Oficina Postal de Deadwood y el pueblo fue designado sede del condado. Un juez llamado Murphy se trasladó al pueblo y construyó la primera casa de ladrillos en todo el condado de las Montañas Negras. El pueblo cercano de Gayville fue arrasado por las llamas, impulsando este hecho la creación de la primera Compañía de Bomberos. Una bígama llamada Kitty LeRoy murió por las heridas de bala que le causaron los disparos de su quinto esposo, un tahúr llamado Sam Curley. El nombre se suicidó después de cometer el crimen.
Al otro lado de las montañas, el furor nacional por las bicicletas se extendía hacia el este, con la primera producción masiva de la bicicleta de seguridad «Columbia» del coronel Albert Pope. Se crearon clubes de amantes de la bicicleta por doquier y comenzaron las demandas de caminos más practicables para el nuevo medio de transporte, rogando a los periódicos que se hicieran eco de tales demandas. Adrienne Davis envió a por una y detenía el tránsito de Deadwood paseándose en ella con una falda por encima de los tobillos.
Entretanto, James J. Hill compraba tierras para echar los cimientos de su imperio ferroviario, mientras el presidente de la Compañía Ferroviaria del Noroeste, Marvin Hughit, aseguraba al alcalde de Deadwood que las vías se tenderían en aquella dirección en cuanto el deslinde de tierras lo permitiera.
A finales de agosto, las langostas abandonaron Minnesota.
En septiembre, el trabajo en edad infantil se convirtió en tema de debate en Massachusetts.
En octubre, la caravana de bueyes Evans y Honick llegó a Deadwood desde el Fuerte Pierre con un cargamento sin precedentes de trece toneladas.
Durante el transcurso del verano y el otoño, el aspecto urbanístico de Deadwood cambió drásticamente. Edificios de madera, muchos de ellos pintados por fuera, reemplazaron las chozas de matorrales. Detrás de las ventanas se podían ver cortinas. Las flores plantadas por las mujeres recién llegadas decoraban jardines y cercos. El pueblo contaba ahora con un sereno-barrendero que hacía de Main Street un sitio más agradable, tanto de día como de noche. Se erigió el edificio de la escuela. La imagen de los niños dirigiéndose hacia allí por las mañanas y saliendo por las tardes se convirtió en rutinaria. Deadwood se había domesticado.
Addie Baysinger también. Una noche de finales de noviembre, después de la cena, cogiendo la mano de Robert bajo la mesa, sonrió mirando a Sarah y dijo:
– Vamos a tener un hijo.
La taza de café de Sarah nunca llegó a sus labios. Resonó contra el plato mientras sus ojos se agrandaban mostrando sorpresa. Por un momento, no atinó a decir nada. Finalmente, encontró las palabras:
– Oh, Addie, es maravilloso.
– Estamos muy contentos. ¿Verdad, Robert? -Le dirigió una mirada enamorada a su esposo, que le besó los nudillos.
Su sonrisa confirmó lo que dijo:
– Contentísimos. Queremos un varón.
Sarah cubrió con su mano las del matrimonio y las apretó con fuerza.
– Es una noticia maravillosa. Me alegro mucho por vosotros. Felicidades. -Los rostros de la pareja irradiaban un júbilo tan auténtico que el corazón de Sarah se encogió. Su hermanita y el querido y bueno de Robert. Habían superado todos los obstáculos que la vida les había puesto y habían salido victoriosos.
Realmente, su felicidad era una victoria. Conviviendo con ellos, Sarah había observado los efectos de esta victoria, los dos adaptándose a la rutina de la vida matrimonial como pájaros laboriosos construyendo el nido. Ahora este nido empezaría a llenarse, era ley de vida y Sarah era consciente de que había llegado el momento de irse.
– Y, ¿cuando tendrá lugar el feliz acontecimiento?
Addie se encogió de hombros con excitación.
– No estoy segura. Creo que a finales de la primavera.
– El momento ideal. Días cálidos, noches frescas y bastante antes de la peor invasión de mosquitos.
– En lo que a mí se refiere, cualquier momento sería perfecto -afirmó Addie.
– Es también el momento idóneo para que empiece a pensar en mi traslado -añadió Sarah.
Addie frunció el entrecejo.
– Pero, Sarah, tenemos mucho sitio. Para el pequeño con un cesto de ropa para dormir bastará.
– Ha llegado el momento. -Siguió diciendo Sarah-. Llevo pensándolo algún tiempo. Os agradezco que me hayáis permitido quedarme, pero éste es vuestro hogar y es justo que viváis en él, solos. -
Addie y Robert hablaron a la vez.
– Pero Sarah…
– Sabes que no…
Sarah alzó las manos.
– Lo sé. -Las apoyó sobre la mesa-. Si fuera lo bastante egoísta como para ser un estorbo para vosotros durante más tiempo, ya sé que podría vivir en esta casa hasta ser tan vieja que no pudiera subir las escaleras.
– Te queremos, Sarah -dijo Robert con sinceridad-. No queremos que te vayas.
Sarah le sonrió con ternura y le apretó la mano otra vez.
– Gracias, Robert, pero soy yo la que necesita irse. Necesito un hogar propio, la sensación de pertenecer a algún sitio.
– Pero esta casa es tan tuya como mía.
– Se compró con el dinero de papá, igual que la oficina del periódico. Así que estamos en paz, ¿no crees? Bueno, no quiero oír hablar más sobre este tema. -Se puso de pie y recogió las tazas de café vacías-. He decidido empezar a buscar algo enseguida, así que espero tener mi propia casa a principios de año. Pasaré la Navidad aquí, pero eso es todo.
Mientras se alejaba con las tazas, Robert y Addie intercambiaron miradas que revelaban que, aunque reacios en principio a que Sarah se marchara, la idea de vivir solos les resultaba, sin duda, atractiva. Robert se incorporó y siguió a Sarah hasta la pila. La cogió por los hombros y la obligó a girarse.
– Siempre serás bienvenida a esta casa.
Sarah no lo dudaba. Pero al mirar a Robert, también adivinó que él todavía se sentía culpable por haber causado la separación entre ella y Noah y que, a modo de penitencia, la mantendría bajo su ala protectora, siempre y cuando ella se lo permitiera.
– Lo sé, Robert. Me instalaré en alguna parte al otro lado del pueblo, aquí al lado como quien dice. Y vendré a menudo a visitar a vuestro hijo. Seguramente lo mimaré más que nadie.
Él la abrazó cariñosamente y la besó en la mejilla. El roce de su bigote trajo a la memoria de Sarah el recuerdo de otro bigote y la hizo sentirse una tía solterona.
Con el paso de los meses, Addie empezó a llevar vestidos holgados y sin cintura. Era la mujer embarazada de aspecto más sano imaginable, con un brillo nuevo en sus, habitualmente, pálidas mejillas, el pelo dorado resplandeciente hasta los hombros y una alegría constante que a veces producía una punzada de envidia en Sarah. Habiéndose criado en un hogar sin madre, Sarah nunca había sido testigo de la dicha conyugal. Durante aquellos cortos días de invierno, la Navidad ya próxima, en que el lugar favorito de todos era cerca del calor de la cocina, ella y Robert solían volver a casa pronto del trabajo. Robert entraba en la casa sonriendo e iba directamente hacia Addie, dondequiera que estuviera e hiciese lo que hiciese. La besaba en la frente, en la boca o en la oreja y le preguntaba cómo iba todo, mientras contemplaba lleno de adoración el estómago redondo de su esposa. Addie le mostraba las ropitas que había confeccionado -la máquina de coser no dejaba un momento de funcionar- o le explicaba algo que había leído en la revista Peterson acerca de la preparación de comidas para bebés, de los pañales o de la dentición. En una ocasión, Sarah los encontró al anochecer mirando por la ventana de la cocina, Robert apoyando su barbilla en un hombro de Addie y abrazándola por debajo del pecho. Addie tenía la cabeza ladeada y se cogía a sus brazos. Ninguno de los dos hablaba; se limitaban a mecerse felices de izquierda a derecha. Sarah los observó durante un rato; luego se alejó de puntillas para no interrumpir la escena y se dirigió a la salita, donde contempló a través de la ventana los tonos oscuros del crepúsculo, pensando en Noah y sufriendo por lo mucho que se habían perdido. Addie y Robert eran conscientes del abatimiento y aislamiento crecientes de Sarah. Por la noche, en la cama, hablaban en voz baja del tema y se preguntaban cómo ayudarla.
Una noche de diciembre, después de cenar y de que Sarah se retirara a su habitación, Robert se acercó a Addie, que cosía en una silla de respaldo vertical, recomendable en su estado, se inclinó sobre ella, y mirándola a los ojos le dijo:
– Iré a ver a Noah.
Addie le miró y le dio un beso en la mejilla con expresión sombría.
– Buena suerte, cariño.
Eran casi las ocho y media cuando Robert se plantó frente a la puerta de la cocina de Noah. Noah abrió la puerta y durante un rato, ninguno de los dos hombres habló.
– Bueno, qué sorpresa -dijo por fin.
– ¿Todavía estás enfadado conmigo? -preguntó Robert sin preámbulos.
– No. Se me pasó hace mucho.
– ¿Interrumpo algo?
– Sólo una cena de última hora. Pasa. -Ya en el interior de la casa, añadió-: Quítate la chaqueta y siéntate.
La habitación tenía un aspecto austero y solitario, con la única excepción de las cortinas con flores amarillas estampadas que Addie había hecho la primavera anterior, el único toque femenino de la estancia. La cena interrumpida de Noah consistía en alubias y pan en un plato azul. La mesa carecía de mantel; las paredes de cuadros y el suelo de alfombras. Las botas de Noah descansaban junto al cajón de la leña; su sombrero, sobre la mesa, el cinturón con el arma colgaba del respaldo de la silla en que estaba sentado y la pesada chaqueta de cuero de un gancho junto a la puerta. El corazón de Robert se encogió al ver a su amigo tan solo.
– ¿Cómo te va?
Noah se encogió de hombros.
– Bah, ya sabes. Como siempre. -Se sentó y siguió comiendo-. Oí decir que vais a tener un hijo.
– Así es. En primavera. Addie rebosa felicidad.
– Tú también, ¿no?
– Pues la verdad es que sí.
– Qué bien. Me alegro mucho por vosotros.
Noah se llevó una cucharada de alubias a la boca. Robert se reclinó en la silla con un codo sobre la mesa y su tobillo derecho sobre la rodilla izquierda, estudiando a su amigo.
– ¿Por qué ya no vienes por casa?
Noah dejó de comer y levantó la mirada del plato de alubias.
– Lo sabes de sobras.
Se miraron.
– De modo -dijo Robert-, que la evitas a ella y nos evitas a nosotros.
– No es a propósito. Supuse que lo entenderíais.
– Bueno, si te sirve de algo te diré que te echamos de menos.
Noah bajó la cuchara y lo contempló en silencio.
– Venía a decirte algo -añadió Robert.
Noah se mantuvo en silencio, mirándole.
– Sarah se traslada a principios de año.
La mirada de Noah no cambió.
– ¿Y?
Robert habló con tono apasionado.
– ¡Pues que se irá a vivir sola y tú seguirás aquí comiendo alubias solo, a las ocho y media de la noche! ¿No ves que todo esto no tiene el más mínimo sentido?
– Ella no me quiere.
– Te quiere tanto que se está muriendo por dentro.
Noah resopló y apartó la vista.
– Dios santo, Noah, ella sufrió un duro revés. Lo sé porque yo fui el causante de todo. ¡Y sí, necesitaba tiempo para recuperarse, pero no el resto de su vida!
Noah lo miró iracundo.
– Ella me rechazó una vez y no pienso volver arrastrándome para que lo vuelva a hacer. ¡Dos veces ya sería demasiado!
Robert observó a su amigo en silencio; luego le preguntó en voz baja:
– La amas, verdad?
Noah echó la cabeza hacia atrás, se distanció de la mesa impulsándose con ambas manos y exclamó:
– ¡Maldita sea!
– ¿Verdad?
Noah bajó la barbilla y le dirigió una mirada agotada a Robert.
– ¿Con cuántas mujeres te has estado viendo últimamente?
– ¿Con cuántos hombres se ha estado viendo ella?
– Con ninguno. Se sienta en casa por las noches, observa el vientre de Addie crecer y camina de puntillas para no molestarnos. Nunca en mi vida había visto un espectáculo tan desolador como el que ofrece Sarah fingiendo que es feliz sin ti. A excepción, por supuesto, del que tú das aquí, a solas con tus alubias pretendiendo ser feliz sin ella.
Noah se echó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa, juntó las manos con fuerza y las apretó contra su boca, clavando sus ojos en una silla vacía.
Robert dejó transcurrir el tiempo en silencio. Una tetera siseaba en el fogón de la cocina. Saltó una brasa en el hornillo. Los ojos de Noah comenzaron a brillar sospechosamente. Los mantenía bien abiertos, esforzándose por no parpadear.
Por fin los cerró, bajó la frente, la apoyó contra sus nudillos y murmuró:
– No puedo.
Robert puso su mano sobre el antebrazo de Noah.
– Sé que es difícil. Pero para ella también lo es. -Dejó pasar unos segundos antes de añadir-: Chambers y Adrienne Davis nos han invitado a cenar a Addie y a mí el próximo domingo. Saldremos de casa a las siete. -Le apretó el brazo, dejó caer su mano y se puso de pie, abrochándose la chaqueta.
Noah alzó la cabeza y volvió a mirar la silla vacía. Robert se puso el sombrero y los guantes.
– Algunas personas son capaces de ahogarse en su propio orgullo -concluyó y dejó a su amigo sentado en la silenciosa cocina, con los brazos sobre la mesa, a ambos lados de un plato de alubias frías.
Una vez Robert se hubo marchado, Noah se quedó aún un largo rato sentado a la mesa, tenía sus heridas abiertas. Los últimos siete meses habían sido un infierno: solitarios, dolorosos, torturantes. Ella lo había rechazado, mutilado. Y, sin embargo, la seguía amando. ¿Amor? ¿Era eso amor? ¿Ese transcurrir de días que parecían eternos y que eran siempre iguales? ¿Ese buscar su rostro en todas las caras, cambiando de acera cuando al fin lo encontraba? ¿Esos recuerdos de sus ratos juntos, en lugar de crear otros nuevos con otra persona? ¿Esos fugaces deseos de ir a buscarla y golpearla con violencia, que daban paso al minuto siguiente a la compasión?
Durante los primeros veintiséis años de su vida se había desenvuelto con relativa facilidad, seguro de sí mismo, de sus objetivos y sus deseos. Desde que Sarah Merritt irrumpiera y saliera de su vida, se había convertido en una especie de borracho de esos que dicen: «Puedo dejarlo cuando quiera», y cada mediodía, día tras día, se emborrachan. Ella era su alcohol, la cosa sin la cual, según decía, podía vivir, pero en la que pensaba con demasiada frecuencia.
Tal vez esto le ocurriera porque se sentía rechazado y su amor propio estaba herido. Pero, en tal caso, podría haber ido a Rose's en cualquier momento. En cambio, no se había inclinado como antaño por ese tipo de pasatiempos. La revelación del triste pasado de Addie tenía bastante que ver con eso.
Ahora había otras mujeres en Deadwood, mujeres decentes que podría haber cortejado, pero ninguna le atraía; y tampoco podía librarse de la sensación de que, aunque el compromiso estuviera roto, le debía lealtad a Sarah Merritt.
Se preguntó si moriría soltero, si se convertiría en una de esas criaturas penosas, sobre la que los habitantes del lugar, cuando tuviera setenta años y la espalda encorvada, dirían: «Nunca superó un desengaño amoroso, se recluyó en la casa que habían comprado juntos y dejó que las cortinas que ella había colgado se pudrieran en las ventanas.»
Robert tenía razón, comer alubias solo era uno de los ritos más patéticos en que había participado jamás. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no iba al restaurante de Teddy y cenaba con otra gente? ¿Por qué no decía, al diablo con Sarah Merritt, tengo que vivir mi vida?
Porque había estado esperando que ella se recuperara, que llamara a su puerta, entrara arrepentida en aquella cocina y le dijera: «Lo siento, Noah. Por favor, no me rechaces. Te amo».
¿Pero lo haría? ¿Podría hacerlo? ¿O acaso él esperaba algo que ella era incapaz de hacer?
Podía ir a buscarla e intentarlo una vez más, incluso lograr que le dijera que se casaría con él pero, ¿y luego qué? Tratar de seducirla antes de pasar por la iglesia era inconcebible. Ella había dejado bien claro que no lo permitiría… y, demonios, a decir verdad, la idea de tocarla le aterrorizaba. Podía aceptar que, siguiendo las costumbres victorianas, llegara virgen al lecho nupcial. Pero, ¿y si entonces tampoco lograba superar su problema? ¿Y si a lo que en realidad se exponía era a vivir ligado de por vida a una mujer frígida?
Noah Campbell estaba sentado con los codos a los lados del plato de alubias, aturdido por cientos de preguntas sin respuesta que acudían a su cabeza.
«¿Qué vas a hacer cuando llegue el domingo por la noche, Noah?»
«No lo sé.»
«¿Vas a ir a buscarla y a permitir que te rechace de nuevo?»
«Tal vez no me rechace.»
«Así es, tal vez no, pero… tal vez sí.»