Noah ya estaba enterado de todo cuando Arden fue a su oficina.
– ¡Hola, hermanote! -le dijo Arden con una ancha sonrisa.
– ¡Hermanote una mierda! ¿Qué significa eso de invitar a comer a Sarah Merritt?
– Te dije que lo haría.
– Y yo te dije que te mantuvieras alejado de ella.
– Le pregunté si tenía algún compromiso contigo y me dijo que no.
– ¿Qué dices que has hecho? -Noah se puso de pie.
– Le pregunté si tenía algún compromiso contigo y me dijo que no. Le pregunté si lo tenía con algún otro hombre y me dijo que tampoco, así que la estoy cortejando.
– ¡Cortejando! ¡Pero si la acabas de conocer!
– Sin embargo lo hemos pasado muy bien estas dos horas. La he hecho partirse de risa. El sábado por la noche iremos juntos al Langrishe.
– ¡Ni lo sueñes!
– No sé por qué te enfadas tanto. Tú no la quieres.
Noah no la quería, de modo que se dejó caer en la silla.
– ¿Mamá lo sabe?
– Todavía no, pero se pondrá muy contenta cuando se entere. Ella también ha ido a conocerla.
Noah se llevó las manos a la cabeza.
– Santo Dios.
– La ha invitado a cenar un día de estos. No me sorprendería que fuera.
– ¿Y papá? Supongo que él también iría a verla, como si se tratara de un bicho raro.
– Papá está en un bar calentándose un poco. Esta noche le dará azotes en el culo a mamá mientras cocina. -Arden se rió-. ¿Ya lo has visto?
– Sí, he hablado con él y con mamá esta mañana temprano. -Hizo una pausa y añadió-: Oye, acerca de esa mujer… olvida lo que te he dicho y, hagas lo que hagas, no se lo cuentes a ella.
– No te preocupes. Tengo cosas mejores que hacer con Sarah Merritt que hablar de ti.
Noah se pasó el resto del día pensando en aquel incidente. Recordó la sonrisa de Arden cuando le había dicho que tenía cosas mejores que hacer con Sarah Merritt. ¿Exactamente, qué cosas? ¡Demonios, ese mocoso tenía sólo veintiún años! Aunque pensando en sí mismo a esa edad, Noah frunció el entrecejo. Si no se equivocaba, Sarah Merritt estaba a ciento ochenta grados de su hermana en lo que a experiencia mundana se refería. Con toda seguridad no estaba acostumbrada a defenderse y zafarse de jovenzuelos descarados y arrogantes, que hacían gala de una precocidad difícil de igualar.
Aquella noche, poco antes de la hora de cenar, Noah tenía una mano en el tirador de la puerta mientras con la otra sujetaba el reloj. A las seis en punto oyó el sonido de una puerta abriéndose en el pasillo; abrió la suya y cerró la tapa del reloj.
– Hola -dijo, fingiendo sorpresa mientras alcanzaba a Sarah dos puertas más allá.
– Hola.
– Ha tenido un día movido, ¿no?
– Sí.
– Me parece que hoy ha conocido a toda mi familia. -Noah estaba en medio del pasillo, bloqueando el paso hacia las escaleras. Estaba dispuesto a decir todo aquello que le hubiera resultado incómodo ante los otros pensionistas.
– Menos a su padre. Su madre y su hermano me han parecido encantadores.
– Resulta evidente.
– Vaya, así que ya se ha enterado de mi comida con Arden.
– Todo el pueblo se ha enterado.
– Bueno… es un joven muy persuasivo.
– Ya.
– Imagino que también sabe que me llevará al teatro.
– ¿Le parece una buena idea?
– Han cambiado el programa. La compañía del señor Langrishe representará Sólo la hija de un granjero y como de todas formas he de ir a verla para escribir la reseña, aprovecharé la ocasión que me brinda su hermano.
«Mi hermano, que sólo tiene veintiún años, la hace partirse de risa.» La idea le resultaba molesta; su edad era más cercana y sin embargo, jamás la había visto reírse abiertamente. Aquel día en la acera, Sarah se había mostrado más relajada, eso sí, pero normalmente permanecía seria, casi tensa, cuando él estaba cerca.
– Es lógico -respondió finalmente. Con gesto ceremonioso le dejó el paso libre y añadió-: ¿Bajamos? Me parece que huele a cebolla.
El resto de la semana se sintió inquieto.
El sábado por la noche se retiró a la sala de estar de la señora Roundtree inmediatamente después de cenar y se instaló allí con el único material de lectura que encontró, un ejemplar del Catálogo Montgomery Ward del otoño-invierno de 1875-76. En realidad, debía estar en el pueblo. Los sábados por la noche y los domingos, cuando los mineros bajaban en busca de bebida, baños y prostitutas, eran los días más conflictivos de la semana. Muchos sábados, Noah no cenaba y, si lo hacía, engullía la comida y volvía corriendo a su puesto; había observado que su simple presencia en Main Street calmaba los ánimos de los más camorristas. De modo que podía parecer sospechoso que estuviera sentado en la sala en lugar de vigilar el pueblo; a pesar de todo, se quedó ojeando las tentadoras bagatelas como si en algo le importaran.
Camas de muelles 2,75 dólares. Carretas para granja 50 dólares. 72 docenas de botones por sólo 35 centavos.
El señor Mullins, propietario de la tienda de artículos para hombre, se sentó con él un rato y luego se marchó. Tom Taft asomó la cabeza y preguntó:
– ¿No sale esta noche, marshal?
En la cocina, la señora Roundtree secaba los platos, que al chocar provocaban un sonido peculiar de aquella hora.
Poco antes de las siete, Sarah Merritt bajó por las escaleras y entró en la sala.
– Hola de nuevo-susurró, sentándose en un sofá marrón de piel de caballo.
Noah levantó la cabeza y no dijo nada. Sarah había utilizado algún artificio para hacer que su cabello pareciera una cadena que enmarcaba su rostro. Estaba sujeto sin fuerza en la nuca y unas cuantas mechas tortuosas descendían hasta el cuello. Llevaba el mismo abrigo marrón que Noah le había visto en montones de ocasiones, pero por donde quedaba entreabierto vislumbró una falda azulada a rayas que no conocía. ¡Y cómo olía a lavanda!
– ¿Encargando botones, señor Campbell? -inquirió, inclinándose hacia él para echar un vistazo al catálogo abierto. Noah lo cerró con brusquedad y lo dejó sobre la mesa.
– Así que hará la crítica de la obra.
– Exactamente.
El marshal cruzó las manos sobre el chaleco. Tenía una expresión contrariada e impenetrable que era nueva para Sarah. Parecía un director de escuela frente a un alumno indisciplinado. Su bigote se proyectaba hacia delante de una manera muy poco atractiva.
– ¿Hay algún motivo por el que desapruebe que yo vaya al teatro con su hermano, señor Campbell?
– ¿Desaprobar yo? -Con los ojos muy abiertos, metió los pulgares en los bolsillos del chaleco-. Por qué habría de desaprobarlo?
– No lo sé. Eso es lo que me desconcierta; sin embargo, a principios de semana me preguntó si pensaba que era una buena idea y esta noche se queda aquí en la sala, esperando como un padre gruñón. ¿Tiene alguna objeción?
– ¡Demonios, claro que no! -Saltó de la silla, levantando los brazos al techo-. Por mi parte no existe objeción alguna. Sólo estaba haciendo la digestión antes de volver al trabajo. -Cogió la chaqueta y el sombrero de un perchero situado en un rincón de la sala y se caló el sombrero con una palmada al tiempo que abría la puerta-. ¡Tengo que ocuparme de demasiados borrachos como para perder el tiempo discutiendo con usted!
Se cruzó con Arden en el sendero. El joven subía luciendo una sonrisa tan ancha como el pico de un minero. Su olor era tan fuerte que podría corroer el metal a quince pasos.
– Hola, hermanazo, ¿qué…?
– Hola, Arden.
– ¡Eh, espera un momento!
– Es sábado por la noche. En el pueblo debe de haber movimiento. -Noah siguió su camino colina abajo con paso altivo y decidido.
– Bueno, demonios, ¿ni siquiera puedes pararte a saludar?
– No. ¡Tengo trabajo que hacer!
– ¡Pero mamá me ha dado estas camisas remendadas para tí!
– Déjalas en mi cuarto. A la señora Roundtree no le importará ¡Y dale las gracias a mamá!
Mientras descendía por la colina, sentía todavía el olor a lavanda de Sarah y el de laurel de Arden y pensó: «¡Ojalá se asfixien!».
Al entrar en la sala, Arden Campbell pareció llenar la habitación. Ningún adjetivo lo definía mejor que encantador. Tenía la cara redonda como una manzana, las mejillas rosadas y juveniles y un hoyuelo casi imperceptible en la barbilla. Las pestañas negras y brillantes conferían a sus ojos azules de mirada profunda un aire de constante excitación. Su boca parecía haber estado chupando un caramelo durante mucho tiempo; los labios, no muy gruesos, rosados y luminosos, daban la impresión de un hombre que se sentía a gusto con el mundo.
Cuando sonreía… y sonreía casi todo el tiempo… uno podía llegar a pensar que acababa de ingerir una substancia efervescente que le llenaba y vivificaba. Poseía la habilidad de concentrar todo su radiante encanto en una sola dirección -Sarah en aquel caso-. Daba la impresión de que nada de mayor importancia estaba ocurriendo en, por lo menos, ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
Sus modales desconcertaban un tanto a Sarah.
– ¡Hola, Sarah! ¡Pensé que esta noche no llegaría nunca! -exclamó-. ¡Dios, estás preciosa! ¡Vamos! -Sin malgastar tiempo en fórmulas de cortesía, se adueñó de la mano de Sarah, la llevó hasta su antebrazo y la condujo al exterior de la casa. Afortunadamente, Sarah llevaba puesto el abrigo; si no, la habría arrastrado fuera sin él, tal era su impaciencia.
La noche era fresca y el cielo estaba despejado, pero no tuvo ocasión de apreciarla. Arden andaba como hacía todo lo demás, al ritmo de un ciervo macho en época de celo. Sarah tuvo que acelerar el paso para conseguir andar junto a él y no caerse.
– ¿Cómo te ha ido estos días? ¿Qué tal el periódico? ¿Te han contado algo de la obra?
– Bien. Estupendo. Todavía nada… señor Campbell, ¿podría caminar más despacio? ¡por favor!
Él aminoró la marcha con una sonrisa, pero unos metros más adelante volvió a su ritmo entusiasta.
En el Langrishe, la condujo hasta la tercera fila, saludando a gritos y atrayendo la atención hacia ellos. La ayudó solícitamente a quitarse el abrigo, se lo colocó sobre el respaldo y ocupó su asiento sin apoyar la espalda, como preparado para saltar en cualquier momento. Durante la función, celebró con estrépito cada situación graciosa y, al final de cada acto, no sólo aplaudió sino que se llevó dos dedos a la boca y silbó; estuvo a punto de perforar el tímpano derecho de Sarah.
Al acabar la obra, de camino a la pensión, pasó la mano de Sarah por su brazo.
– ¿Te ha gustado? -preguntó.
– No, me temo que no -respondió Sarah.
– ¿No te ha gustado?
– A mi entender, la obra se burla de la comunidad rural y es algo que pienso decir cuando escriba la crítica.
– Soy más rural que tú y no me ha parecido que se burlaran de mí.
– Cada cual tiene su opinión. Es evidente que la obra te ha gustado mucho y me parece muy bien, pero, piensa en los personajes cómicos… ¿no crees que los granjeros quedaban como ignorantes y estúpidos?
Arden reflexionó un instante y contestó:
– Tal vez, pero debemos ser capaces de reírnos de nosotros mismos.
– De nosotros mismos, sí. ¿Pero no debemos poner un límite, cuando son otros los que se ríen a nuestra costa?
Mantuvieron una animada conversación sobre el tema y, cuando llegaron al pie del sendero que conducía a la casa de la señora Roundtree, él le cogió la mano y la hizo detenerse.
– Espera. -Le cogió la otra mano y echó la cabeza hacia atrás. Sus palmas eran duras y lisas como las suelas de unas botas-. Hay unas estrellas enormes esta noche. Estrellas tan grandes merecen ser admiradas, ¿no te parece?
Sarah las observó.
– ¿Sabes cómo llama George Eliot a las estrellas? Frutas doradas en un árbol más allá de nuestro alcance. -Bajó la barbilla y lo miró a los ojos-. La elocuencia siempre me ha conmovido.
– Eres la chica más inteligente que he conocido -dijo él.
– No soy una chica, Arden. Tengo veinticinco años. La mayoría de las mujeres a mi edad ya están casadas y tienen hijos.
– ¿Y tú no lo deseas? -dijo sonriendo.
– No especialmente. Sólo quería hacer hincapié en la diferencia de edad que existe entre nosotros.
Arden comenzó a acariciarle el cuello a través del abrigo.
– Comprobemos si esa diferencia tiene importancia.
El corazón de Sarah se agitó con curiosidad cuando él inclinó la cabeza y la besó. La presión de su boca fue cálida, húmeda y breve. La hizo sonrojarse. Jamás había olido agua de laurel tan de cerca, ni sus labios se habían humedecido con otra lengua que no fuera la suya. Fue una sensación turbadora pero fantástica.
Arden se apartó y susurró a centímetros de su boca:
– ¿Es la primera vez que te besan?
– La segunda o la tercera.
– ¿Cuántos años tenías?
– Creo que once.
Él se rió, soltando una bocanada de aliento húmedo sobre la nariz de Sarah.
– Y además sincera.
– He de subir, Arden.
– No tan aprisa. Uno más.
¡Vaya uno más! Esta vez la abrazó y abrió la boca más que antes. Movió su lengua en el interior de la boca de Sarah y la alentó a hacer lo mismo. Emociones confusas recorrieron el cuerpo de Sarah. Cuando la soltó, comentó:
– Así es cómo se hace. ¿Qué piensas ahora?
Ella se sorprendió contestando casi sin aliento.
– Pienso que será mejor que me despida y te agradezca la agradable velada.
– ¿Podemos vernos otra vez el próximo sábado por la noche?
– No creo que sea una buena idea que nos veamos de forma regular.
– ¿Por qué? ¿No te han gustado los besos?
– Han sido interesantes. Me he divertido.
– ¡Interesantes! ¿Eso es todo?
– En realidad, no. Han sido algo más que interesantes.
– Bueno, entonces… -Si hubiera sido un gallo, las plumas de su cuello se habrían erizado.
– Buenas noches, Arden. No apresuremos los acontecimientos.
Él intentó conseguir otro beso, pero sin éxito. Sarah lo vio alejarse y comenzó a subir por el sendero hacia la pensión. Subió diez pasos, giró en el descansillo y siguió hasta el final; allí se detuvo en seco.
– ¿Qué hace usted aquí fuera?
– Fumando el último cigarrillo antes de ir a dormir. -En la intensa oscuridad reinante en el exterior de la casa, la silueta del marshal era casi invisible. Dio una calada al cigarrillo y un punto rojo luminoso se encendió en la espesa noche.
– ¿No debería estar haciendo su ronda?
– Es una noche tranquila. Desde que tenemos ordenanzas, el pueblo ha empezado a ser más tranquilo.
– Dejemos algo claro, marshal. Me molesta que me espíe.
Noah exhaló una bocanada de humo mientras reía para sus adentros.
– ¡Tengo veinticinco años! -exclamó Sarah enfurecida-. ¡Soy lo suficientemente mayor como para cuidar de mí misma y pasar las noches con quien yo elija!
– Tiene toda la razón -respondió él con serenidad, reclinado contra la pared-. Buenas noches, señorita Merritt.
Sarah lo dejó como estaba y se dirigió a su cuarto para acostarse y pensar en los besos de Arden. Había sido, admitió al fin, una experiencia muy satisfactoria.
Dada la expectación que la presencia de Sarah había despertado desde su llegada a Deadwood, hasta ella misma se había sorprendido de que ningún otro hombre excepto Arden Campbell la hubiera abordado con intenciones parecidas. No obstante, la cita con Arden pareció destapar un mar de fondo. El domingo siguiente, tres pretendientes aparecieron en casa de la señora Roundtree preguntando por ella.
El primero era un total desconocido… de edad madura, cintura gruesa, pestañas tupidas y una cara en forma de calabaza con protuberancias por todas partes. Dijo llamarse Cordry Peckham, y según sus propias palabras era un hombre acaudalado; había encontrado mucho oro en el arroyo Iron durante el verano y le compraría gustoso lo que ella quisiera, con la única condición de que lo acompañase en un paseo en su coche de caballos.
Sarah se lo agradeció y le explicó que no podía aceptar dar un paseo con un desconocido.
El segundo era Elias Pinkney, que levantó los ojos hacia ella, se puso del color que su nombre indicaba y su calva se llenó de sudor mientras la invitaba a cenar a su casa. Tenía un órgano de trece notas que, según indicó, ella podría tocar si lo deseaba, además de un visor estereoscópico con una gran colección de fotografías de lugares tan maravillosos como las cataratas del Niágara, el Covent Garden y el Taj Mahal. También poseía un arpa plegable, un valioso juego de ajedrez tallado en marfil indio, una biblioteca nada desdeñable, de la que ella podría escoger a su gusto y una increíble rareza llamada calidoscopio, que había que ver para creer. Ella encontraría muchos entretenimientos, estaba seguro, si aceptaba su invitación.
Sarah agradeció al segundo pretendiente su amabilidad y rechazó la oferta, sintiendo algo de lástima por aquel pobre imbécil y reprimiendo el impulso de secarle la calva con un pañuelo. El tercero era Teddy Ruckner, que la invitó a cenar a su restaurante aquella noche. Había estado guardando una pieza de carne de buey, según explicó, que prepararía con verduras, y un pudín caliente (que ya sabía que era uno de los postres preferidos de Sarah). Teddy parecía un joven razonable. Le caía bien y era de su misma edad; ella almorzaba casi siempre en su restaurante y le parecía una compañía agradable. También pensó que sería prudente demostrarle a Arden Campbell que la noche con él no implicaba ningún tipo de compromiso. Además, la idea de comer carne de buey sonaba a gloria.
Sarah aceptó la invitación de Teddy.
Pasaron una velada de lo más amena. Teddy cocinó la carne con hojas de laurel, cebolla y jerez, y la sirvió con una salsa espesa y oscura y gran variedad de verduras. Tal como ella había supuesto, era un joven muy simpático. No sólo se esforzó en complacerla con la comida (había cerrado el restaurante para ellos y colocado un mantel color coral, servilletas a tono y una vela en la mesa), sino que pasaron tres horas muy entretenidas charlando sobre gran variedad de temas: Sólo la hija de un granjero, que él también había visto la noche anterior; el desagradable hábito, por desgracia tan extendido, de los masticadores de tabaco de escupir en plena calle; sus orígenes (había dejado atrás, en Ohio, a sus padres ancianos y a una hermana casada para ir a Deadwood a hacer fortuna); los de ella; el rumor de que alguien planeaba construir la tan necesitada prensa para convertir el oro en polvo; el apaño doméstico de apagar una vela sosteniéndola en lo alto, con lo cual se evita que humee en la parte baja de la sala; Teddy hizo la demostración, lo cual les hizo reír.
De camino a la pensión no intentó cogerla de la mano, pero al pie de los escalones, se detuvo y le preguntó:
– ¿Te importaría que te besara, Sarah?
Ella, que había carecido de atención masculina durante toda su adolescencia pensó que ahora que se le presentaba la ocasión, no debía desaprovecharla. Es más, sentía curiosidad por saber si reaccionaría con tanta complacencia como con el beso de Arden.
Teddy era mucho menos impulsivo. No utilizó la lengua. De hecho, se limitó a apoyar su boca con suavidad sobre la de ella y a entreabrirla ligeramente, tanteando con cautela. Sarah se desilusionó un poco.
– Buenas noches -murmuró él cuando sus bocas se separaron-. Lo he pasado muy bien.
– Yo también. Gracias, Teddy.
Para alivio de Sarah, el marshal Campbell le había tomado la palabra y no estaba esperándola. El camino al dormitorio estaba libre.
Al día siguiente, intercambiaron saludos forzados a la hora del desayuno, como cimentando un muro invisible. Cuando Sarah llegó a la oficina del Chronicle, Patrick Bradigan ya estaba trabajando.
– ¿Buenos días, Patrick. ¿Has comenzado una nueva vida? -Le dijo Sarah en tono de broma-. Son sólo las ocho.
– Si lo quieres llamar así, pues sí.
Sarah lo miró más atentamente y se dio cuenta de que no tenía buen aspecto. Le brillaban mucho los ojos y tenía la cara muy roja.
– ¿Te encuentras bien, Patrick? Estás muy colorado esta mañana.
– Estoy bien. Bueno, quizás un poco cansado.
– ¿Por qué, qué ha ocurrido? Si estás enfermo no has debido venir a trabajar. -Se acercó y le tocó la frente-. Deberías meterte en la cama si…
– No tengo la viruela, no te preocupes por eso. -Le cogió la muñeca con fuerza y se puso de pie. Su aliento no olía a whisky pero tenía los ojos inyectados en sangre.
– ¿Entonces, qué pasa?
– Bueno… -Esbozó una tímida sonrisa-. Son los locos deseos de un hombre enamorado. -Contempló la mano de Sarah, aún en la suya-. Creo que será mejor que te lo diga antes de que uno de esos jóvenes te haga la misma proposición y aceptes. Me preguntaba, bella muchacha, si me harías el honor de convertirte en mi esposa.
Sarah se quedó boquiabierta.
– Pero, Patrick…
– Sé que es repentino, pero escúchame bien. He comenzado una nueva vida. Hoy no he bebido ni un trago. No, no apartes la mano. -Se la sujetó con fuerza-. Desde el momento en que te dejé el oro para pasar la noche me dije: Patrick, muchacho, ésta es la mujer de tus sueños. ¡Y cuando supe que tenías mi misma profesión me dije, por Dios, estaba escrito en el cielo!
– Oh, Patrick…
Él la besó.
Sarah se quedó inmóvil y se lo permitió. Ninguna de las reacciones del beso de Arden se dieron esta vez. Sarah sólo sintió desencanto y deseos de que aquello terminara. La boca de Patrick estaba más húmeda y desesperada que la de Arden o la de Teddy y Sarah podía notar el temblor de sus manos. Cuando separaron sus labios, él mantuvo unos instantes entre sus manos la cabeza de Sarah, y proclamó con solemnidad:
– Puedo dejar de beber, ya lo verás.
– Por supuesto que puedes, con o sin mí.
– Entonces di sí.
Sarah retrocedió, obligándole a que la soltara.
– No soy católica, Patrick.
– ¿Qué importa eso aquí? Nos casaría el juez del distrito y después un pastor, el que llegue primero, sea de la iglesia que sea.
– Lo siento, Patrick -respondió ella con delicadeza-, pero no estoy enamorada de tí.
– ¡Que no estás enamorada de mí! ¿Cómo puedes no amarme cuando soy capaz de componer dos mil emes por minuto e imprimir una página en cuarenta y cinco segundos? -Sonrió como un muchacho.
– Patrick, por favor -le rogó en voz baja-. No hagas esta situación más difícil para los dos. No quiero perderte como empleado, pero no puedo casarme contigo.
Observó en él los típicos síntomas de la abstinencia. Permanecía de pie, con expresión grave, mortificado aunque tratara de disimularlo, con el corazón roto pero intentando tomarlo a la ligera.
– Ah… bueno. -Dijo haciendo un gesto despreocupado con la mano-. No hay mal que por bien no venga. Ahora ya no tendré que comprar una casa y un montón de muebles, ¿no? No estaba seguro de poder hacerlo. -Volvió a su trabajo, pero a los pocos minutos, Sarah lo vio beber un trago de la petaca y, a media mañana, su cara resplandecía como un atardecer irlandés.
Cuando Josh llegó, percibió la tensión.
– ¿Pasa algo? -preguntó.
– Nada-contestó ella.
Pero desde aquella mañana, nada fue igual entre Patrick y Sarah. La violencia de la situación acabó con la armonía que hasta entonces había reinado en la oficina del Chronicle. Sin embargo, ella se sentía agradecida por lo discreto de la declaración de Bradigan, en la oficina. Nadie tenía por qué enterarse. A medida que transcurría la semana, la atención masculina hacia ella se incrementó y Sarah empezó a sentirse como un espécimen valioso bajo una campana de cristal. Los hombres entraban en la oficina del periódico para ofrecerle de todo, desde los relicarios de sus madres hasta participaciones en las minas de oro. A cambio, requerían su compañía para comer, cenar, ir al teatro, a las salas de juego, a meriendas campestres (¡Era noviembre, por el amor de Dios!), e incluso para desayunar, si es que alguien podía merecer tal honor. Sarah rechazó sistemáticamente todas las invitaciones: tenía trabajo que hacer.
Un sábado, Arden Campbell apareció con la sombrilla verde amarillento con rayas blancas y se la dio, mientras exhibía su ancha sonrisa.
– No puedo aceptarlo, Arden.
– ¿Por qué no?
– Bueno… porque…
– ¿Porque la gente se enteraría de que he sido yo quien te la ha regalado y pensaría que eres mi chica?
– Sí, por eso. Además, estamos a mediados del invierno. ¿Qué haría con ella?
– Guardarla hasta la primavera. Bueno, esta noche te llevo a cenar, y no acepto un no como respuesta.
– Pues vas a tener que hacerlo.
– No lo haré. He pagado catorce gramos de oro por esa sombrilla. Estás en deuda conmigo.
Sarah rió y abrió la sombrilla, la hizo girar y observó cómo cambiaba el color y el dibujo según la velocidad del giro.
– Eres imposible, Arden.
– Tienes toda la razón. Ahora cierra eso y vamos.
Así que salió de nuevo con él y se lo volvió a pasar de maravilla. Arden la hacía reír como ningún otro hombre que hubiera conocido. Bromeó -algo nuevo para Sarah- y encontró en sí misma una faceta divertida que ignoraba poseer. Y, al final de la noche, él la besó otra vez, turbándola de nuevo. La deslumbró con su lengua y trató de tocarle los pechos; para sorpresa de Sarah, casi la convenció de que se lo permitiera.
Al día siguiente por la tarde fue a visitar a Addie. El recibimiento inicial fue algo frío, pero se volvió más cálido mientras le hacían gestos cariñosos a Mandamás, rascándola y utilizándola como puente entre ellas. Pasado un rato, Addie se sentó con las piernas cruzadas cerca de los almohadones, dónde Mandamás jugaba con un sonajero de abalorios de vidrio rojos. Sarah se sentó a los pies de la cama. Era una tarde nublada y habían encendido una pequeña lámpara… el ambiente perfecto, pensó Sarah, para que dos hermanas se reconciliaran y se hicieran confidencias.
– Tengo un admirador -empezó Sarah.
– Por lo que he oído, todos los hombres del pueblo son admiradores tuyos.
– Bueno, uno en particular.
– ¿Quién?
– El hermano del marshal, Arden Campbell.
– Ahhh, el encantador.
– Sí, lo es, ¿verdad? Pero tiene cuatro años menos que yo. ¿Crees que eso tiene importancia?
– ¿Y me lo preguntas a mí? -exclamó Addie-. ¿Por qué?
– Porque siempre has sabido más de esas cosas que yo. Incluso cuando éramos niñas sabías cómo actuar con los chicos. Yo estaba ocupada ayudando a papá a publicar un periódico y no tenía tiempo para aprender los principios básicos de… bueno, del juego amoroso.
– ¿Juego amoroso? -La expresión infantil sorprendió a Addie y la hizo reír-. Para ser una mujer capaz de sacar mil palabras de la chistera en cualquier ocasión, te ha costado bastante decir eso, ¿no?
– No te rías de mí, Addie. Soy cuatro años mayor que tú, pero me llevas diez años de ventaja en estos temas.
– ¿No te parece impropio pedirme consejo cuando sabes lo que soy? ¿Lo que hago?
– Te pido que por un momento olvides lo que haces y no dejes que se interponga entre nosotras. No se me ocurre otra manera de que podamos volver a ser hermanas. Además, necesito tu consejo.
Addie dejó de mover el sonajero y la gata se concentró en un pliegue de su bata. Durante un rato, ninguna de las dos habló, aunque se miraron a los ojos con intensidad.
– ¿Qué quieres saber?
– Tres hombres me han besado últimamente. ¿He hecho bien al permitírselo?
– No veo por qué no.
– Porque uno es mi empleado, otro es alguien que no me atrae en particular y el tercero tiene cuatro años menos que yo y es peligrosamente atractivo.
– ¿Qué te pareció?
– Fue interesante.
– Será más que interesante cuando te bese el hombre al que ames.
– ¿Cómo sé que no es uno de ellos?
Addie parecía una experta.
– Porque cuando te bese ese hombre, te hará sentir como un terrón de azúcar, y desearás serlo y que él lo deguste hasta la última gota.
– Ocurrió algo parecido con Arden, pero es demasiado joven e impulsivo para mi gusto. Tiene demasiada prisa. Teddy Ruckner es muy distinto. Simplemente pasamos un buen rato juntos. Hablamos de muchas cosas, me preparó una cena exquisita y después me acompañó a casa. Pero su beso fue más bien soso y decepcionante. Después vino el de Patrick… ése fue embarazoso y desde entonces ambos nos sentimos bastante violentos. Pero lo que me pregunto, Addie, es esto… ¿es correcto que acepte invitaciones a cenar y al teatro de diferentes hombres?
– Por supuesto. Si quieren gastar su dinero en tí, déjalos, pero recuerda una cosa: si quieres que se casen contigo, manten tu falda abrochada.
El periódico crecía. Se publicaban cuatro páginas dos veces a la semana y el último número anunciaba que la oficina del Deadwood Chronicle se había convertido en el primer local con paredes enyesadas de todo Deadwood; se había descubierto una importante veta de cuarzo en el cañón Black Tail y los dueños estaban pulverizando el mineral con morteros y luego separando los metales preciosos a mano a falta de bocartes. En la propiedad número 3 del cañón Deadwood, Pierce & Co. estaba extrayendo un promedio de 400 dólares por día, mientras que el clima frío había puesto punto final a la minería de superficie en muchos de los arroyos hasta la próxima primavera. El telégrafo llegaba a Custer City, que se encontraba a unos cuarenta kilómetros, y la semana siguiente los postes llegarían hasta Deadwood. Se estaba preparando una fiesta en el Grand Central para celebrar la llegada de las ansiadas líneas al pueblo. El condado de las Montañas Negras pronto contaría con un mapa fiable, ya que el señor George Henkel, famoso ingeniero civil, había pasado el verano realizando una agrimensura y pronto completaría los mapas. El gobernador de Wyoming, Thayer, y varios concejales del condado ofrecían una recompensa de doscientos cincuenta dólares por la captura de los forajidos que operaban en la ruta de la diligencia entre Cheyenne y las Montañas Negras. No se habían registrado nuevos casos de viruela. Elias Pinkney había donado al pueblo un terreno para la construcción de un edificio que hiciera las funciones de iglesia y escuela, y la cantidad de dinero que se destinaría para la construcción del edificio se determinaría por voto público el día 4 de diciembre. En cuanto el telégrafo llegara a Deadwood, se pondría un anuncio en los periódicos de las ciudades más importantes requiriendo una maestra de escuela para el próximo curso.
Una fría tarde de finales de noviembre, Sarah estaba revisando las pruebas de la edición. El fuego ardía en la estufa redonda que había al fondo de la oficina, ahora mucho más clara, con las lámparas proyectando su luz contra las nuevas paredes blancas. En una mesa de trabajo, Patrick enseñaba a Josh los principios de la composición de tipos, mientras componían el programa para la próxima obra teatral del Bella Union. El agradable olor a tinta y a pino ardiendo flotaba en la habitación. El murmullo de las voces masculinas se confundía de tanto en tanto con el ruido de madera cuando Patrick y Josh escogían fornituras o grabados para el panfleto.
La puerta se abrió y Sarah se volvió en su silla giratoria.
Un hombre había entrado y le sonría abiertamente. Llevaba un bombín de castor y una capa de lana a cuadros. Sarah se quitó las gafas para verlo mejor.
– Hola, Sarah.
– ¡Robert!
Su corazón dio un salto; saltó de la silla y le abrazó estrechamente en mitad de la oficina. Durante todos los años de amistad con Robert Baysinger, nunca había tenido más contacto físico con él que algún que otro apretón de manos, pero su inesperada llegada borró todo rastro de convencionalismo estéril de sus mentes.
– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? -preguntó, oprimida por sus brazos.
– Recibí tu carta.
Se apartaron pero permanecieron cogidos de las manos, estudiándose.
– ¡Oh, Robert, qué alegría tan grande! -Desde el primer día en que, siendo un jovencito apuesto, había puesto un pie en su casa, Sarah se había estremecido con su presencia. Pero él sólo había tenido ojos para Addie.
– Yo también me alegro de verte. Tienes muy buen aspecto.
– Tú también. -Nunca lo había visto tan elegante. Se había dejado crecer la barba y el bigote, cosas que en la mayoría de los hombres resultaban vulgares, pero que a Robert le daban un toque de distinción. A Sarah le gustaron de inmediato.
– Que ganas tenía de ver a alguien de casa, y aquí estás, entrando en mi oficina como si sólo hubieras cruzado la calle.
– He cruzado más de una calle, créeme. -Rieron y él le soltó las manos-. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?
– Oh, Dios… -Sarah pensó deprisa-. Sí, en casa de la señora Roundtree, donde vivo. No debe de haber nadie en la sala de estar a esta hora. Pero primero pasa. Te presentaré a unos amigos.
Lo condujo hasta Josh y Patrick, que habían estado observando la escena sin ocultar su curiosidad.
– Patrick Bradigan y Josh Dawkins, quiero presentaros a un viejo amigo, Robert Baysinger. Acaba de llegar de St. Louis. Mientras se estrechaban las manos, Sarah decía-: Patrick es mi componedor de tipos y Josh nuestro aprendiz. -Los tres intercambiaron frases corteses en tanto ella cogía su abrigo y se ponía un sencillo sombrero de lana marrón-. Estaré fuera un rato. Si no estoy aquí a la hora de cerrar, hacedlo vosotros.
Cogidos del brazo, se encaminaron a la pensión de la señora Roundtree.
– Me has dado una gran sorpresa, Robert.
– Está claro. Pero no desagradable, espero.
– Por supuesto que no. ¿Cómo te ha ido?
– Mal. No estoy muy seguro de estar haciendo lo correcto.
– Has venido a ver a Addie, desde luego.
– Claro. Tomé la decisión cuando recibí tu carta, pero los preparativos me llevaron bastante tiempo.
– No es la misma, sabes.
– Quizá no, pero me he dado cuenta de que no viviré en paz hasta que intente sacarla de la vida sórdida en que ha caído. Dime que soy un estúpido… lo soy, lo sé… pero aún no he podido olvidarla. Así que conseguí apoyo financiero de un grupo de inversores y he venido a construir un bocarte.
– ¡Un bocarte! Oh, Robert, te harás rico enseguida.
– Eso espero -dijo riendo.
– Necesitamos uno desesperadamente.
– Eso se leía entre líneas en tu carta.
– ¿Qué sabes al respecto?
– No mucho, pero estoy aprendiendo. Fui a Denver, compré los majadores y aprendí todo lo que pude. Es un procedimiento bastante simple y confío en que los mineros experimentados me ayuden con la instalación.
Habían llegado a la pensión de la señora Roundtree. En la sala, Robert la ayudó cortésmente a quitarse el abrigo.
– Gracias -dijo Sarah,observando cómo él lo colgaba en el perchero junto a la capa. Hacía mucho tiempo que un hombre no tenía esos miramientos hacia ella. Robert lo hacía con la naturalidad de un verdadero caballero. Había sido su ideal de hombre y todavía lo era. ¿Cómo había podido abandonarlo Addie?
Robert esperó hasta que ella se hubo sentado para acomodarse en una silla cercana.
– Ahora, cuéntamelo todo -le pidió.
– Oh, Robert… -Sarah suspiró con expresión apenada-. No debes esperar encontrarte con la misma mujer, ni ser recibido con alegría. Se ha convertido en una persona muy dura, distante la mayor parte del tiempo, con una especie de coraza para impedir cualquier acercamiento por parte de otro ser humano.
– ¿Todavía se muestra así contigo?
– Algo he progresado. Le compré una gata… igualita al viejo Mandamás. Te acuerdas de Mandamás, ¿no?
– Sí, por supuesto que sí.
– Eso pareció romper algo el hielo. He conseguido sentarme a su lado en la habitación y charlar con ella, pero se niega a ir a verme a la oficina o a venir aquí. Jamás me he cruzado con ella en la calle y no quiere hablar del pasado. Así que si pretendes sacarla de aquel lugar, tendrás que emplearte a fondo.
– Gracias por advertírmelo. Me moveré con muchísima cautela.
Sarah sintió pena por él, por su perpetua devoción hacia una mujer que no le merecía y que, sin duda, le heriría mucho más que a ella.
– Oh, Robert… -Se inclinó en la silla y le cubrió una mano con la suya-. Estoy tan contenta de que estés aquí.
Robert sacó su mano de debajo de la de Sarah y apretó la de la mujer diciendo:
– Lo mismo digo. -Pasados unos segundos de afectuoso silencio, se reclinaron acercando sus rostros-. Háblame de tí, del periódico, de la gente de aquí y del oro. Las noticias siguen asombrando al resto del país.
Mantuvieron una larga y amena conversación, hasta que el resto de pensionistas comenzó a aparecer para cenar.
– ¿Dónde estás alojado? -preguntó cuando Robert se puso en pie para marcharse.
– En el Hotel Grand Central.
– He oído decir que están enyesando algunas habitaciones. Tal vez tengas suerte y consigas una.
La puerta principal se abrió y Noah Campbell entró en la sala, con su gruesa chaqueta de piel de oveja y el Stetson puesto. Mientras cerraba la puerta, sus ojos grises escudriñaron a Sarah… a Robert… y nuevamente a Sarah durante un brevísimo instante, menos de lo que tarda una cerilla en encenderse cuando ya ha hecho chispa. Saludó lacónicamente con la cabeza y comenzó a subir las escaleras.
– Espere un momento, marshal -gritó Sarah inesperadamente. Noah se giró y se detuvo a unos metros de donde se encontraban ellos, con las piernas separadas y el sombrero aún puesto-. Le presento a Robert Baysinger; acaba de llegar de St. Louis. -Luego añadió, mirando a Robert-: Noah Campbell, nuestro marshal. También vive aquí.
– Baysinger.
– Marshal.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Robert sonrió. Noah no.
– El señor Baysinger piensa instalar un bocarte.
– Buena suerte -le deseó Campbell y se alejó con la suficiente brusquedad como para quedar como un grosero imperdonable.
– Tengo la impresión de que no le he caído demasiado bien a tu marshal -comentó Robert cuando las pisadas de Noah se perdieron en el pasillo de arriba.
– No te preocupes. Creo que nadie le cae bien. Es un amargado.
Rieron bajito al despedirse y Robert rozó su mejilla con los labios.
– Hasta luego.
– Ya sabes dónde encontrarme.
– Deséame suerte con Addie.
– Buena suerte.
Durante la cena, Noah se mostró distante. Habló con los demás, bromeó y rió, pero cada vez que su mirada se topaba con la de Sarah, adoptaba una expresión seria. Más tarde, ella subió a su cuarto a buscar el abrigo y volvió a la oficina para terminar la corrección de pruebas que había dejado a medias.
Aún quedaban brasas en la estufa y el reloj le hacía compañía con su suave y monótono tic-tac. Llevaba un cuarto de hora leyendo, sentada en su escritorio, cuando la puerta se abrió y Noah Campbell entró.
Sarah se quitó las gafas, giró sobre la silla y no se movió.
– ¿Puedo hacer algo por usted, marshal?
– Sólo estoy haciendo mi ronda.
Ella se reclinó, dejando sus gafas de puente de alambre sobre la mesa.
– Estoy segura de que por la ventana se ve que todo va bien.
– Por lo general no viene aquí después de cenar.
– ¿Debo pedirle permiso para hacerlo?
– No.
– Entonces no lo haré. -Se volvió para continuar con su trabajo, esperando que él se marchara. A sus espaldas, todo estaba en silencio y el reloj seguía marcando el paso del tiempo.
– ¿Dónde está Baysinger? -preguntó Campbell de pronto.
Sarah se giró de nuevo para encararse con él. Se volvió a quitar las gafas, las dobló y las dejó sobre la mesa.
– Ha sido muy grosero con él, ¿sabe?
– ¿Quién es?
– Un viejo amigo.
La miró fijamente unos segundos y cambió el pie en el que apoyaba el peso de su cuerpo.
– Está haciendo muchos amigos, ¿no?
– ¿Tengo que pedirle permiso para eso?
– ¡No seas impertinente, Sarah, sabes a qué me refiero!
Estaba casi segura de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila.
– Me temo que no sé a qué se refiere. ¿Podría aclarármelo?
– ¡La gente habla! ¡Si continúa así, dirán que está cortada por el mismo patrón que su hermana!
– ¿Si continúo cómo?
– ¿Cómo?, ¡continuamente con hombres diferentes!
– ¿Está dándome un sermón sobre moral, señor Campbell?
– ¡Bueno, alguien tenía que hacerlo! ¡Con Baysinger suman cuatro los hombres con que ha estado en las últimas dos semanas! ¿Qué impresión supone que causa eso?
– ¿Olvida dónde estaba usted la noche que lo conocí?
– ¡Eso no tiene nada que ver! -Apuntó con un dedo al suelo.
– ¿Ah, no? ¡Usted frecuenta el prostíbulo local y yo no puedo verme con hombres respetables en lugares públicos sin tener que escuchar sus sermones! ¿Qué pasaría si la cosa fuera al revés?
Noah frunció el entrecejo y luego alzó las manos.
– No sé para qué malgasto saliva.
– Yo tampoco. En el futuro, ¿por qué no se la ahorra? Ahora, si me disculpa, marshal, tengo trabajo que hacer.
Le dio la espalda y él se quedó unos segundos mirándola furioso; luego se encaminó hacia la puerta con pasos fuertes y dio un portazo con una vehemencia innecesaria, dejando a Sarah con los ojos clavados en los compartimientos empotrados de su escritorio, y el corazón latiéndole, agitado y confundido, a toda velocidad.