Ocho días después, un domingo por la noche, Robert y Noah volvieron a cenar con las hermanas Merritt, sentando un precedente para las semanas siguientes. A partir de entonces, los cuatro se reunían a menudo para compartir una buena comida o unas palomitas de maíz, disfrutar de un juego de mesa o, simplemente, charlar un rato. Con frecuencia sostenían largas conversaciones que se prolongaban hasta bien entrada la noche y que podían versar sobre temas tan variados como la verdadera felicidad, el derecho de los hombres a escupir en la calle, la aversión de las mujeres por los hombres que escupían en la calle; la posibilidad de cultivar lechugas en pleno invierno utilizando un invernadero, la razón por la que las palomitas de maíz saltaban, o el efecto del clima sobre el estado emocional de las personas. A medida que pasaba el invierno, su amistad se consolidaba, haciendo más soportable la sombría estación de días cortos y deprimentes.
Entretanto, el periódico de Sarah publicaba los acontecimientos y las noticias del nuevo año, 1877. En Washington, un presidente y vicepresidente nuevos juraron sus cargos. En Filadelfia, se clausuró la Exposición del Centenario de Norteamérica. En el ayuntamiento de Minneapolis se inauguró el primer conmutador telefónico estatal. En Colorado, una naturalista llamada Martha Maxwell descubrió una nueva especie de ave denominada lechuza blanca de las Montañas Rocosas, y otra mujer, Georgianna Shorthouse fue sentenciada a tres años de prisión por practicar un aborto. De Nueva York llegó la increíble noticia de que una mujer podía detectar si estaba embarazada realizando mediciones diarias del perímetro de su cuello, que se hincharía inmediatamente después de producida la fecundación. Relojes eléctricos, que funcionaban sólo con batería, inventados por un alemán llamado Geist, comenzaban a hacerse habituales en los hogares norteamericanos. A lo largo y ancho del país, el comercio de cuero vacuno había substituido por completo al de cuero de bisonte.
Cerca de Deadwood, el poder legislativo del Territorio de Dakota se emplazó en Yankton, la capital. En Washington, el poder legislativo nacional hizo lo propio; la ratificación del Tratado Indio abrió definitiva y oficialmente el asentamiento legal de colonos blancos en las Montañas Negras. Las inclemencias del tiempo hicieron disminuir los asaltos a la diligencia de Deadwood.
En Deadwood, el programa del Langrishe cambiaba cada semana y la harina se vendía a 30 dólares los cincuenta kilos. Un tipo llamado Hugh Amos conmocionó al pueblo suicidándose, supuestamente debido a la soledad que sentía. Otro sujeto llamado Schwartz resbaló y cayó sobre la acera de madera frente al bar Nugget, rompiéndose un brazo; Demandó al dueño por daños y perjuicios. Se alentó a los comerciantes locales a esparcir serrín en sus aceras, para impedir así accidentes de ese tipo. Las mujeres de Deadwood fueron invitadas a reunirse en la oficina del Deadwood Chronicle para formar una Sociedad de Damas, de interés social y benéfico. La idea de la formación de una sociedad de mujeres rondaba por la cabeza de Sarah desde hacía algún tiempo. Las mujeres del lugar no sólo tenían que conocerse: aunando esfuerzos podían ejercer una influencia beneficiosa sobre la vida en todo el cañón. Al pueblo le hacía falta una biblioteca. Hasta que se construyera la escuela, los niños -y también los adultos- necesitaban una fuente de material de lectura. La biblioteca proporcionaría una maravillosa ventaja inicial a la escuela. Sarah pensaba en un grupo de mujeres como la organización perfecta para llevar a cabo las tareas de recolección y catalogación de libros para tal propósito.
El problema de los hombres que escupían en las calles no era sólo estético. Los escupitajos se adherían a los dobladillos de las faldas de las mujeres y eran una fuente potencial de contagio. Después de la epidemia de viruela, Sarah había escrito un editorial sobre los peligros higiénicos que este hábito suponía, pero no había servido de mucho. Un grupo de mujeres podía llevar a cabo una campaña sobre higiene, instruir a los hombres sobre el tema y, tal vez, hacer letreros antiescupitajos y engancharlos por todo el pueblo.
En el aspecto social, las mujeres podían comentar libros, leer poesía, intercambiar semillas para sus jardines de primavera, preparar la fiesta del Día de la Independencia, invitar tal vez a un defensor de la abstinencia alcohólica para dar conferencias y cosas por el estilo.
Sarah también abrigaba la esperanza de poder utilizar al grupo para inducir a Addie a salir de casa y conocer a las mujeres del pueblo. Sin embargo, la noche de la primera reunión, Addie rechazó la invitación a asistir que le hizo Sarah.
– Todavía no estoy preparada -alegó.
– ¿Cuándo lo estarás?
– No lo sé. Tal vez cuando me crezca el pelo. -El rubio natural de Addie comenzaba a asomar en las raíces.
– Si te ven allí junto a mí, en mi oficina del periódico, uniéndote a un grupo cuya intención es realizar obras de beneficencia, ¿quién se atreverá a negarte el saludo?
Pero Addie se negó a ir y la reunión se celebró sin ella. En aquella primera reunión, acogieron con entusiasmo las propuestas de Sarah y se abocaron al primer proyecto: la colecta de libros para la Biblioteca Pública de Deadwood. Sarah se ofreció a guardar los volúmenes en la oficina del Chronicle y a poner a Josh a cargo del servicio de préstamo, hasta que el servicio tuviera una ubicación fija.
Las damas estuvieron de acuerdo con Sarah en que, cuando el pueblo tuviera un maestro de escuela, éste estaría encantado al descubrir que los ciudadanos de aquel lugar habían tenido la capacidad de adelantarse a los acontecimientos, creando una biblioteca. También convenían en que la construcción de una escuela era un objetivo prioritario para todo el pueblo, puesto que atraería a más familias al cañón cuando llegara la primavera. Por tanto, acordaron que la construcción de la escuela tenía prioridad sobre la de la iglesia.
A principios de febrero, sin embargo, llegó un telegrama de un hombre llamado Birtle Matheson, que aceptaba convertirse en pastor de Deadwood. Era congregacionalista y llegaría a principios de abril.
La noticia desató una enorme excitación, que incluyó, como no, al marshal. Al enterarse, se dirigió directamente a la oficina del Chronicle.
– ¿Puedes salir un momento, Sarah?
– Claro. ¿Qué ocurre? -Cogió su abrigo y salieron los dos. Caminaron por la acera entablada, codo con codo unos metros…
– Deadwood tendrá un pastor.
Sarah se detuvo en seco.
– ¿Cuándo?
– A principios de abril. Un hombre llamado Matheson, de Filadelfia. El telegrama llegó esta mañana.
– Bueno -dijo ella dando un resoplido.
– Ahora podemos fijar una fecha -le dijo Noah.
– Pero, ¿y Addie?
– Addie puede cuidar de sí misma.
– Todavía se niega a salir de casa.
– Entonces es hora de que la obligues a hacerlo.
– ¿Cómo? -Siguió andando y Noah con ella.
– Deja de malcriarla. Deja de llevarle todo lo que necesita a casa. Deja de ir a la carnicería, a la tienda y a la panadería de Emma a comprar pan todos los días. El trato era que ella se encargaría de todo eso, pero tú has continuado haciéndolo todo, además de trabajar en el periódico. ¿Cocinará al menos?
– Lo intenta. -Addie lo intentaba, pero los resultados eran poco esperanzadores.
– Tal vez Robert y yo hayamos agravado el problema al proporcionar a Addie entretenimiento suficiente para que no se sintiera del todo aislada en casa. Quizá debamos insistir en ir los cuatro al teatro de vez en cuando, en lugar de quedarnos siempre encerrados.
– Te confieso que en realidad esperaba que Robert pidiera la mano de Addie y solucionara así nuestro problema, pero él parece satisfecho con el estado actual de su relación. ¿Te ha dicho algo al respecto?
– Nada. Pero volvamos a lo nuestro y a la fecha de la boda.
Sarah se sentía presionada. ¿Qué haría Addie si se viera obligada a vivir sola?
– Quiero intentar hacer feliz a Addie.
– ¿Y a mí no? -La voz del marshal cobró un tono irritado.
– Yo no he dicho eso.
– No eres su madre, Sarah.
– No, no lo soy. Pero si hubiera tenido una madre que cuidara de ella, probablemente ahora no nos encontraríamos en esta situación. ¿Quién cuidará de ella? ¿Quién la ayudará? Ahora que ha dejado Rose's, no puedo abandonarla.
– Vivir al otro lado del pueblo no es abandonarla.
– ¿Vivir dónde?
– He encontrado una casa para nosotros.
– ¿En serio?
– La de Amos.
– ¿La de Hugh Amos? -Se detuvo.
– Está en venta.
– Pero Noah…
Él la miró a la cara. Sarah mostraba perplejidad y repugnancia.
– No se suicidó en la casa, Sarah, lo hizo en la mina.
– Lo sé, pero… -Hugh Amos había utilizado una escopeta. Sarah había escrito un artículo sobre el suicidio. ¿Cómo podía culparla por desaprobar la idea?
Él reflexionó un rato con aspecto contrariado. De pronto la cogió de la mano y le ordenó con severidad:
– Ven conmigo.
Estaban a tres puertas de su oficina. La arrastró hasta allí, la hizo entrar y cerró la puerta. En el fondo había dos calabozos nuevos, vacíos. Una cafetera de hierro esmaltado azul descansaba sobre el hornillo de cromo de una pequeña estufa ovalada. En la habitación la temperatura era agradable.
Noah giró sobre los talones y cogió a Sarah por los hombros.
– Muy bien, necesito saber la verdad. ¿Quieres casarte conmigo o no?
– No es así de sencillo.
– Sí es así de sencillo. O quieres o no quieres.
– Quiero, pero…
– ¡Maldita sea, Sarah, encuentras demasiadas excusas para posponerlo! No quieres decírselo a Addie porque podría volver a Rose's. No te gusta la casa de Amos porque se pegó un tiro. No quieres fijar la fecha porque no tenemos un pastor. Bueno, ahora lo tendremos y te estoy pidiendo que lo hagamos público. Quiero fijar una fecha, decírselo a mi familia, a tu hermana, a todo el mundo y seguir adelante con nuestras vidas.
La insistencia de Noah amedrentó a Sarah. Había momentos en que reconocía en sí misma cierta falta de pasión, o, por lo menos, era la suya una pasión mucho más racionalizada que la de él. A fin de cuentas, para ella el matrimonio significaría un cambio brutal en su vida, precisamente cuando había conseguido ordenarla de una manera satisfactoria; la sumisión sexual, que le infundía un cierto horror, los hijos, cuya llegada señalaría la sustitución de su delantal de cuero por uno de algodón, su trabajo como editora -en el que era muy competente- por la vida rutinaria del ama de casa, para la que, además, se había mostrado siempre poco apta; la renuncia a su independencia financiera, que también le proporcionaba satisfacción.
– ¿Me quieres, Sarah? -preguntó Noah, un tanto dolido y confundido-. Porque a veces no estoy muy seguro. Sé que tardó en llegar… lo sé. ¿Recuerdas el día en que te dije por primera vez que te amaba? Te pregunté si existía alguna posibilidad de que tú también me amaras, y… ¿sabes qué contestaste? Contestaste: «No lo sé, Noah, pero creo que hay muchas posibilidades de que así sea». Bueno, creo que es hora de que aclaremos ese punto. Admito que me resistí a enamorarme de tí, pero ahora lo estoy y no tengo miedo de proclamarlo. Te quiero, Sarah, y quiero casarme y vivir contigo. Me gustaría saber si sientes lo mismo que yo.
La vehemencia oscurecía sus ojos y hacía su voz más y más ronca, más y más grave, mientras la miraba con una determinación y honestidad que exigían la verdad por respuesta. Ella también lo amaba. Lo amaba. Pero lo conocía desde hacía sólo cinco meses, y él debía comprender que había aceptado su propuesta condicionalmente; y la condición era Addie.
– Sí, te quiero, Noah. -Los ojos de él seguían atormentados-. De verdad -añadió abrazándolo con fuerza-. Y tienes razón. No soy la madre de Addie. A veces lo olvido, pero con los años me he acostumbrado a cuidarla como una madre. Por favor, entiéndelo y concédeme el tiempo que te estoy pidiendo. Tengo que ver algún progreso en ella antes de alejarme de su vida, porque digas lo que digas acerca de vivir al otro lado del pueblo, cuando yo me marche de esa casa ella se sentirá abandonada.
Noah no respondió; se limitó a estrecharla fuertemente contra su pecho.
– Nos conocemos sólo desde septiembre, Noah. ¿No crees que deberíamos tomárnoslo con un poco más de calma?
Él se echó hacia atrás para verla mejor y la observó. Su mirada era aún sombría. Sarah se preguntó en qué estaría pensando.
Cogiéndola por los hombros, la besó; fue aquel un beso tierno y triste que despertó en Sarah el ansia de poder ceder a sus deseos y casarse con él cuanto antes. Como no podía, le rodeó el cuello con los brazos y le correspondió con un beso de disculpa. Fue en mitad de este beso cuando Freeman Block abrió la puerta de la oficina del marshal y entró.
– Vaya, ¿qué tenemos aquí?
– Lárgate -le ordenó Noah sin moverse.
– ¿Tengo que hacerlo? Esto parece bastante interesante.
– ¡Diablos, Freeman!
– ¿Olvidas que trabajo aquí?
– Vete a trabajar media hora a otro sitio.
Freeman se rió entre dientes.
– Tú y Sarah, ¿eh? ¿No te lo decía yo? El día que te compró ese sombrero te lo dije: le interesas, Noah.
– ¡Largo de aquí, Freeman!
– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy.
Cuando la puerta se cerró, Noah suspiró y soltó a Sarah.
– Bueno, ha dejado de ser un secreto.
– Tal vez tengas razón; quizá ya sea hora de que se lo diga a Addie.
– ¿En contra de tu voluntad?
– Todavía no estoy preparada para fijar una fecha, pero llevaré tu broche a la vista de todos. A lo mejor, si Addie sabe que pronto dejaré la casa, empieza a preparse para apañárselas por sí sola.
Noah la miró y pensó: «siempre tan racional, siempre dominando todas las situaciones. Cómo me gustaría que de tanto en tanto perdiera el control».
– He de volver al trabajo, Noah. Tengo que redactar la noticia sobre la llegada del nuevo pastor.
– ¿Quieres que te acompañe?
– No, no es necesario.
– Hazme saber la reacción de Addie cuando se lo digas.
– Lo haré.
La besó con timidez, deseando que esa separación momentánea le doliera tanto como a él. Deseando que, por una vez, lo abrazara y le dijera cuánto lo echaría de menos, que daría cualquier cosa por que pudieran pasar el resto del día, el resto de sus vidas juntos. Pero la Señorita Contenida tenía cosas que hacer, probablemente más importantes para ella que perder el tiempo con él, de manera que Noah debía darse por satisfecho con el breve despliegue afectivo y aquel único beso prometedor, que había interrumpido Freeman.
Una vez que Sarah se hubo ido, Noah se acercó a la estufa e inclinó la cafetera sobre un jarrito de esmalte blanco, pero sólo cayó un resto de sedimentos negros y espesos. Levantó una tapa de la estufa y echó los posos dentro. Una columna de humo se elevó con un silbido. El olor a café quemado. Se quedó un largo rato contemplando las brasas.
Si ella estuviera enamorada de él, querría casarse, era así de sencillo. Él la amaba y eso era lo que quería hacer… casarse, crear un hogar, dormir con ella (sí señor), tener hijos. Así era, maldición. No concebía el amor sin el anhelo de todas esas cosas. No entendía cómo ella podía anteponer la felicidad de su hermana a la de él. No le bastaba con que Sarah llevara el broche en un lugar visible, obligada por la mala lengua de Freeman Block. ¡Debería haberlo llevado desde el momento en que se lo dio y con tanta alegría que le fuera imposible concebir el no hacerlo!
Pero con Sarah no se podía esperar una cosa así.
Su madre tenía una teoría acerca del matrimonio: siempre había uno que amaba más que el otro. Bueno, en su caso, resultaba obvio quién era ese uno.
Metió dos leños en la estufa y volvió a su escritorio. Cinco minutos después, no había hecho más que clavar la mirada ausente en un puñado de papeles.
Necesitaba hablar con alguien.
Eligió a Robert; aquella misma noche lo encontró en una mesa, en un rincón del bar Eureka. El lugar estaba lleno de humo, el ruido obligaba a gritar para hablar y alguien tenía estiércol de caballo en las botas. Pero en medio del alboroto, nadie les prestaba la menor atención.
– ¿Qué piensas de Sarah? -le preguntó a Robert.
– Una gran mujer. Honesta. Decente. Muy trabajadora. Quizá la mujer más inteligente que conozco.
– Probablemente mucho más inteligente que yo.
– Bueno, Campbell, no hace falta mucho para eso.
Rieron de buen grado. Ahora podían hacerlo.
Noah inclinó la silla hacia atrás, de modo que ésta se mantenía apoyada sobre dos patas. Contempló a su compañero desde debajo del ala de su Stetson.
– Voy a casarme con ella.
El rostro de Robert se desencajó. Luego sonrió.
– Bueno, bueno. ¿Ya se lo has pedido?
– Ajá.
– ¿Y te ha dicho que sí?
– Más o menos.
– ¿Más o menos?
Noah se acercó, volviendo a apoyar la silla sobre las cuatro patas.
– Todavía no está dispuesta a fijar una fecha. Pero le he regalado un broche como signo de compromiso y ha aceptado llevarlo a la vista.
Robert dejó su cerveza sobre la mesa y estrechó con fuerza la mano de Noah.
– ¡Felicidades! Es una buena noticia.
Noah esbozó una sonrisa.
– Eso espero.
– ¿Qué pasa? No pareces muy entusiasmado.
– Oh, lo estoy. Es Sarah quien no lo está.
– Bueno, ha dicho que sí, ¿no?
Noah examinó el borde de su jarra de cerveza; luego, como si lo que iba a decir fuera confidencial, se inclinó hacia delante con un codo a cada lado de la jarra.
– Es una mujer extraña, Robert, muy diferente a Addie. A veces tengo la impresión de que es tan inteligente, tiene tantas cosas en la cabeza, hay tantas cosas que quiere hacer, que no le quedará tiempo para el matrimonio. Como si el matrimonio fuera la otra cosa que hará cuando por fin le sobre tiempo. En cierta forma le quita entusiasmo, no sé si me entiendes.
Robert bebió un trago de cerveza y miró en silencio a Noah, esperando que continuara.
– Pronto llegará un pastor al pueblo y me gustaría casarme en cuanto llegue. Pero ella quiere esperar un tiempo. Es así de simple.
– Pero hombre, la conoces hace menos de seis meses y la mitad del tiempo os lo habéis pasado peleándoos como gallos de pelea.
– Sí, ya lo sé. -Noah suspiró y se frotó la nuca-. Pero hay algo más.
– Te escucho.
Noah fijó su mirada en la jarra de cerveza. Raspó el asa con la uña del dedo pulgar. Alzó la cabeza y miró a Robert a los ojos.
– Creo que le aterra que la toquen.
– Ya te he dicho que es decente, ¿no?
– No es eso. Tiene que ver con lo que era Addie. Sarah me ha dicho más de una vez: «No quiero ser como Addie.»
– ¿Puedes culparla por ello?
– Yo no espero que lo sea. Lo que quiero decir es que… bueno, una vez me propasé. Sólo una vez. Lo intenté, pero ella dejó bien claro que no era de ese tipo de mujeres. A partir de entonces, me he comportado como un perfecto caballero. Ni siquiera la beso con frecuencia y la mitad del tiempo ella actúa como si le aterrorizara lo que está haciendo. Diablos, Robert, esa no es una actitud natural. No cuando se supone que dos personas se aman. Decirse buenas noches debería ser una tortura, así es como lo veo yo.
– ¿Estás seguro de estar enamorado?
– Pienso en ella noche y día. ¡Me está volviendo loco!
– ¿Pero la amas?
– Sí. A pesar de mi voluntad.
– Entonces, no te preocupes por eso. Lo primero que quieren ver las mujeres es un certificado de matrimonio.
– ¿Quieres que te cuente algo divertido?
– Sí.
– Durante algún tiempo llegué a pensar que Sarah estaba enamorada de ti.
– ¡De mí!
– Estaba muy celoso cuando llegaste al pueblo.
Robert se rió.
– No, a mí siempre me gustó Addie. Sarah y yo éramos sólo amigos.
– ¿Y qué hay de Addie y tú? ¿Tenéis planes?
Robert se reclinó, respiró profundamente y expulsó el aire hinchando los mofletes.
– Addie todavía está muy confundida.
– Le aterroriza la idea de salir de casa, ¿no?
– No es sólo eso. Aunque no lo creas, me parece que a veces echa de menos el burdel.
– Oh, vamos, Robert.
– Sé que suena ridículo, pero piénsalo. Ha vivido cinco años allí encerrada. Ganaba bastante dinero. No le faltaba de nada. No tenía que cocinar, limpiar, trabajar, ni preocuparse de nada. Los hombres la amaban. Creo que era buena en su trabajo… bueno, creo que eso debes saberlo tú mejor que yo.
– Lo era.
– ¡Y tú estabas celoso de mí! -dijo Robert con amarga ironía.
– Eso no significaba nada, Robert, nada. Además, dejé de ir a Rose's cuando conocí a Sarah.
Robert bebió un largo trago de cerveza, mirando a Noah por encima del borde superior de la jarra.
– Es algo así como un milagro que tú y yo nos hayamos hecho amigos, ¿no te parece?
Noah respondió con una sonrisa progresiva. Luego le preguntó:
– Entonces, ¿estás enamorado de Addie o no?
– La verdad es que no lo sé. Me importa lo bastante como para desear que lleve una vida decente, pero casarse con una mujer con su pasado asusta a cualquiera. Te hace pensar si un hombre será suficiente para ella. O si será demasiado. Porque lo curioso es que aunque pueda echar de menos su vida en el burdel, también la odiaba. Odiaba a los hombres y, sin embargo, se acostaba con ellos. ¿Lo sabías?
Noah jamás había pensado en eso. La idea le pareció bastante chocante.
Aquella noche, después de cenar, mientras Sarah y Addie tomaban el café, Sarah dijo:
– Tengo algo que decirte. Espero que no te moleste.
– ¿Molestarme? ¿Es una mala noticia?
Una sonrisa fugaz se dibujó en los labios de Sarah.
– No, no lo es. -Apoyó los codos en la mesa-. Noah me ha pedido que me case con él.
Las facciones de Addie mostraron contrariedad. Primero no dijo nada, luego se incorporó y fue a la cocina a por la cafetera.
– Dios mío -dijo de espaldas a Sarah.
– ¿Qué opinas?
– Tú y el marshal… no sé qué decirte.
– Ven aquí, Addie. Siéntate.
Addie se giró con lentitud y volvió a la mesa, olvidando por completo la cafetera. Se sentó en el borde de la silla.
– Todavía no hemos fijado la fecha.
Addie asintió con la cabeza, mirando fijamente su taza llena.
– Pero hoy ha llegado un telegrama con la noticia de que un pastor llegará a Deadwood a principios de abril.
Addie hizo un movimiento brusco con la cabeza y miró a su hermana.
– ¡A principios de abril!
– No estoy diciendo que me vaya a casar en abril, sólo digo que el pastor llegará aquí por esas fechas. Pero Addie, debes enfrentarte a la realidad. Tarde o temprano nos casaremos, y cuando llegue ese momento me iré a vivir con él.
– ¿Por qué no podéis vivir aquí? -preguntó Addie con voz lastimera.
Sarah le puso la mano sobre la muñeca.
– Creo que no es necesario que te lo diga.
– Ya. -Con esa palabra seca, Addie bajó la mirada, de nuevo a la taza-. ¿Y qué será de mí? -preguntó con desánimo.
– Tienes que vivir tu vida. Debes empezar desde ahora mismo a comportarte como una persona normal. Tienes que salir, ir al pueblo de compras, ver gente.
– Yo tenía una vida propia, hasta que llegasteis tú y Robert y me la quitasteis -replicó en un súbito arranque de ira-. Si ninguno de los dos me quería, ¿por qué me hicisteis abandonar Rose's? Era feliz allí, ¿es que no lo puedes entender?
– No digas eso, Addie.
– ¡Lo era! Más feliz de lo que soy aquí. Me siento una inútil. ¡No sé cocinar, no sé escribir artículos, no me gusta lavarla ropa y atizar el fuego de las estufas! Ni siquiera soy lo suficientemente buena como para ser la esposa de Robert, porque si así fuera, él ya me lo habría pedido. En lugar de eso, me trata como a una hermanita. ¡Bueno, no quiero ser su hermana ni tu esclava doméstica, así que adelante, cásate con el marshal y largaos a donde queráis!
Como una niña a quien han herido en su vanidad, salió corriendo de la cocina, subió las escaleras y se encerró en su dormitorio dando un portazo.
Sarah se quedó inmóvil, estupefacta. ¡De entre todas las mujeres ingratas, autocompasivas y estúpidas del mundo, su hermana se llevaba la palma! Su egoísmo no le dejaba ver lo que ella y Robert habían hecho por su felicidad. Era incapaz de hacer un esfuerzo por recuperar su autoestima o por adquirir práctica en cualquier trabajo o actividad que lo requiriera. En cambio, culpaba a los demás por no prolongar su abnegación y sacrificio por ella, para así poder continuar en su torre de marfil, mirando con desdén al resto del mundo.
Se incorporó y dejó caer la taza vacía en una cacerola llena de agua. Vertió también el agua caliente de la tetera, añadió agua fría y se puso a lavar los platos de la cena, armando el suficiente estruendo como para ser oída desde el piso de arriba. ¡Bueno, que llore toda la noche!
La propia Sarah tenía ganas de llorar. ¡Quería a Addie; había dejado St. Louis por ella; había emprendido un aterrador viaje a lo desconocido, se había establecido y había comprado una casa sólo por ella; finalmente, la había sacado de Rose's, y todo lo que obtenía a cambio eran reproches!
Bueno, allá ella.
Cuando llegara el pastor, la primera boda que oficiaría sería la suya. Que Addie volviera a Rose's y se quedara allí hasta que la sífilis se cebara en ella.
Por supuesto, el enfado pasó. A las diez, después de tres horas escuchando a solas los ruidos de la casa, cuando sus exilios autoimpuestos comenzaron a parecerles solitarios, cuando el enfrentamiento perdió su sentido y su razón de ser, Sarah apagó la lámpara de la cocina y subió las escaleras. Los peldaños crujieron. Ya en la planta superior, se detuvo y observó el fino haz de luz que se filtraba por debajo de la puerta cerrada de Addie. Con tristeza, se dirigió a su habitación.
Acababa de encender la lámpara cuando se abrió la puerta del cuarto de Addie, y ésta avanzó por el pasillo hasta plantarse en el marco de la puerta de su habitación.
– ¿Sarah?
Sarah se giró.
– Lo siento. No fue mi intención ofenderte.
Se miraron a los ojos a través de la silenciosa habitación. Sarah se puso de pie y las dos mujeres se unieron en un abrazo.
– Oh, Addie, yo también lo siento.
– Tienes todo el derecho a casarte con el marshal, es más, debes hacerlo. Estoy asustada, eso es todo. No sé qué será de mí.
Cogiéndole la mano la atrajo hacia la cama y se sentaron en el borde.
– Te irá bien -le aseguró.
– ¿Cómo? ¿Cómo me va a ir bien si ningún hombre quiere casarse conmigo, ni siquiera Robert, que está enamorado de mí? Sé que me ama.
– ¿Alguna vez te has parado a pensar, que es posible que lo que Robert esté esperando sea el momento en que te valgas por ti misma, para decidir si te necesita realmente?
Addie parecía desconcertada.
– No tiene sentido.
Sarah le cogió la mano de nuevo.
– ¿Qué hombre querría casarse con una mujer que cree que estaría mejor viviendo en un burdel? Robert necesita garantías, Addie. Dices que no sabes hacer nada, pero no es cierto. Hay cosas que puedes hacer. Lo que pasa es que requieren un cierto esfuerzo que tú no estás dispuesta a hacer. ¡Por el amor de Dios, vives en un pueblo cuya población es, en un noventa y nueve por ciento, masculina! Existen cientos de trabajos que las mujeres hacen mejor que los hombres, o que los hombres se sienten incapaces de hacer. Podrías limpiar casas, remendar camisas, lavar sábanas, cortarles el pelo… no sé, cosas por el estilo. Eso es algo que debes decidir tú. Pero una cosa si sé: hay tanto dinero en este cañón y tantos hombres solos, que desde el punto de vista comercial, una mujer tiene ventaja. Si abrieras una tienda y un hombre abriera otra igual enfrente, probablemente él tendría que cerrar porque tú monopolizarías la clientela.
Era obvio que Addie no había reflexionado en profundidad sobre esa posibilidad.
– Lo único que te pido es que uses la cabeza, Addie. Deja de esconderte tras tu supuesta falta de inteligencia y busca algo que puedas hacer mejor que yo. Cuando lo encuentres, estoy casi segura de que Robert te hará la pregunta que estás esperando. No te sacó de Rose's para nada.
– ¿En serio crees eso, Sarah?
– Sí, lo creo. Robert está enamorado de ti, de eso no me cabe la menor duda. Sólo está esperando que te conviertas en una mujer digna de él.
– Oh, Sarah, le quiero tanto, pero ni siquiera me ha besado desde la noche que dejé Rose's.
– Dale tiempo. Y, lo que es más importante, dale un motivo.
Addie se quedó en silencio con gesto pensativo. Pasados unos segundos dijo:
– Está bien. Lo intentaré.
Parecía que la construcción de la iglesia era sólo cuestión de tiempo. El Chronicle anunciaba en las páginas de su último número la contratación del pastor y hacía una demanda pública de madera para la construcción del edificio; se requería en dicha demanda la donación de un árbol por parte de los propietarios de minas y terrenos. Las donaciones debían hacerse en el aserradero de Beaver Creek, que cortaría la madera de forma gratuita. Por su parte, las carnicerías abastecerían de carne de venado a los trabajadores. Teddy Ruckner dijo que estaba dispuesto a cocinarla y la Sociedad de Damas, que celebraba reuniones semanales, se ofreció a servirla.
El acontecimiento estaba previsto para el primer fin de semana de marzo.
– ¿Vendrás conmigo mañana? -Le preguntó Sarah a Addie la víspera. Addie respiró profundamente y contestó al tiempo que expulsaba una bocanada de aire:
– Sí.
Sarah sonrió. Addie también, aunque no con tanta confianza como su hermana.
El día de la construcción de la iglesia amaneció despejado. En el exterior hacía una temperatura agradable. Como si el proyecto contara con la bendición y el apoyo de una fuerza omnipotente, los vientos cálidos del oeste soplaron sobre las Montañas Negras y convirtieron el invierno en primavera. La temperatura matinal era de algún grado bajo cero, pero a mediodía había alcanzado los quince grados.
El pueblo entero se dio cita -comerciantes, mineros, mujeres, niños y una ex prostituta, con una pañuelo cubriendo su pelo gris y rubio-. Cuando Addie apareció junto a Sarah, más de una persona se paró en seco. Algunos hombres, después de reconocerla sobresaltados, la saludaban con un «Hola Eve», a lo que ella contestaba: «Ahora me llamo Addie». A la mayoría de las mujeres la presencia de Addie no les sentó demasiado bien, pero por respeto a Sarah, la saludaron mecánicamente cuando les fue presentada. Emma, por supuesto, encabezó la reinserción, cogiéndola del brazo y ordenándole:
– Ven conmigo. Necesito que alguien me ayude a traer el pan desde la panadería.
Por el camino se encontraron a Noah, que se dirigía al terreno de la iglesia con pantalones de tela tosca, una camisa de trabajo de franela roja y una caja de madera con herramientas en su mano derecha.
– ¡Addie! -gritó sorprendido-. ¿Vas a ayudar en lo de la iglesia?
Addie le obsequió con una sonrisa expectante.
– Sarah me convenció.
– ¡Estupendo! -respondió con el rostro iluminado.
– Así que vas a casarte con mi hermana.
– ¡Qué! -exclamó Emma.
– Así es. Pronto, espero, ahora que va a venir un pastor.
– Supongo que eso nos convertirá en parientes.
– Creo que sí.
– Bueno, no me molesta si a tí tampoco.
Noah rió. Addie lo imitó y permanecieron un rato frente a frente en la calle, conscientes de que la situación podía ser embarazosa si no hacían algo. No obstante, no estaban dispuestos a permitirlo.
– Felicidades -añadió Addie.
– Gracias, Addie.
– ¿Por qué Sarah no nos ha dicho nada? -intervino Emma.
– Hace muy poco que es oficial. Mi familia aún no está enterada.
Emma estrechó la mano de Noah y le dijo:
– Bueno, es una maravillosa noticia, marshal, maravillosa.
– Así lo creo. Bueno… será mejor que vaya para allá a echar una mano. Ya oigo los martillazos.
Siguieron cada cual por su camino, Noah para unirse a los carpinteros, Emma y Addie en busca del pan. Cuando regresaron al emplazamiento de la iglesia, se encontraron con Robert. Él también llevaba herramientas y ropa de trabajo.
– Oí decir que estabas aquí -le dijo a Addie. Parecía complacido-. ¿La haces trabajar, Emma?
– Por supuesto. No se permiten holgazanes en Deadwood cuando hay que construir una iglesia. ¿Dónde está Sarah?
– Allí, haciendo café.
Emma se subió a una caja y observó a Sarah trabajando con las mujeres mientras, no muy lejos, Noah ayudaba a los hombres. Emma formó un cono con sus manos delante de su boca, y gritó:
– ¡Escuchad todos! ¡Tenemos que construir una bonita iglesia, porque la primera boda que se celebrará en ella será la del marshal y Sarah Merritt!
Sarah y Noah se encontraban a quince metros de distancia el uno del otro, pero sus cabezas giraron al instante y sus miradas se encontraron. El griterío resultante hizo sonrojar a Sarah.
– ¡Eres un viejo zorro, Noah Campbell! -Alguien le dio una fuerte palmada a Noah en la espalda.
– Tuviste que encerrarla en una mina abandonada para domarla, ¿eh, marshal?
– ¡Y si mal no recuerdo, terminaste con un ojo amoratado por eso!
– ¡Yo te trataría mejor, Sarah! ¡No tendrías que amoratarme un ojo!
Las bromas joviales prosiguieron durante un rato.
A media mañana, llegó una carreta llena de granjeros del valle Spearfish, entre ellos la familia de Noah. Se enteraron de la noticia antes de llegar al centro del pueblo. Carrie fue la primera en bajar de la carreta.
– ¿Dónde está mi hijo? ¡Quiero escucharlo de sus propios labios! -Cuando encontró a Noah, vociferó-: ¿Es verdad que vas a casarte con la muchacha del periódico?
– Es verdad, mamá.
– ¿Y dónde está ella? -Bramó más fuerte-: ¡Quiero ver a mi futura nuera!
La multitud empujó con suavidad a Sarah, mientras Carrie avanzaba hacia ella desde la dirección contraria, con su hijo pisándole los talones.
– ¡Muchacha, has hecho feliz a una madre! ¿Y cuándo se celebrará el glorioso acontecimiento?
– No… no estoy segura. -Sarah apenas terminó de pronunciar la frase cuando Carrie la abrazó y se encontró mirando a Noah por encima del hombro de la mujer.
– Bueno, nunca será demasiado pronto para mí. Soy muy feliz. ¡Kirk, Arden, aquí está! -proclamó-. ¡Aquí está Sarah! ¡Y también Noah!
El padre de Noah dio a Sarah un abrazo de oso que por un momento pensó que le fracturaría el brazo.
– Es una gran noticia, -dijo- desde luego que sí. Tenéis nuestra bendición. -La soltó y estrechó la mano de Noah-. Felicidades, hijo.
Era el turno de Arden. Intentó esbozar una sonrisa, pero sus labios apenas se movieron.
– Me has roto el corazón, Sarah -murmuró besándole la mejilla-. Yo te lo pedí primero.
Sin embargo, hizo lo correcto con Noah: le dio la mano y declaró bien fuerte para que todo el pueblo pudiera oírlo:
– Supongo que ganó el mejor.
Noah y Sarah no tuvieron ni un minuto de intimidad hasta mucho después, cuando ella se le acercó para ofrecerle una taza de café. Él la sostuvo mientras ella la llenaba.
– Ahora ya lo sabe todo el mundo -Sus palabras insinuaban la pregunta: «¿Y qué te parece, Sarah?»
Ella enderezó la cafetera, le sonrió y le sorprendió diciendo:
– Entonces, supongo que ya es hora de que fijemos la fecha.
La iglesia se erigió con la gracia y la precisión de un baile acompasado. Primero el suelo. Luego una pared, y otra, y dos más. A esto siguió la instalación de las vigas del techo, blancas como la porcelana. En el suelo, una dotación de ocho hombres diseñaba un campanario acabado en punta. Cerca, un grupo construía un par de puertas iguales. Algo más alejados, los de más edad partían planchas de madera, que los niños juntaban en paquetes de veinte y luego ataban con cordeles para poder subirlas con facilidad a las vigas. Pronto aparecieron los carpinteros, sus siluetas recortadas contra el cielo azul de marzo, balanceándose en el esqueleto del edificio, manejando berbiquíes y barrenas y uniendo la sólida estructura con clavijas. Entretanto, las mujeres servían café.
A mediodía, la carne de venado se trinchó sobre el hoyo al aire libre donde se había cocinado y se sirvió con pan recién hecho, judías al horno y tortas de maíz en mesas hechas con tablones y caballetes. Más tarde, las mujeres se ocuparon de recoger todo lo relacionado con la comida y los hombres volvieron a sus tareas. Ya entrada la tarde, con la estructura sólidamente formada y cercada, se izó el campanario y se puso en su sitio, entre el griterío alborozado que llegaba de abajo.
A la hora de cenar, se sirvieron bocadillos de carne de venado fríos, acompañados de más café y tarta de manzana.
Al anochecer se guardaron las herramientas, se encendieron algunos faroles y se abrió un barril de cerveza. Alguien sacó un violín, otro una armónica y se improvisó un baile sobre la madera recién cortada del suelo de la iglesia. Todas las mujeres se vieron forzadas a participar, pero aun así no había suficientes. Un grupo de hombres ataviados con los delantales de las damas, trataron de suplir la falta de mujeres.
Hubo risas y camaradería generalizada. Las mujeres no pudieron escoger, de modo que giraban y describían círculos en manos de un hombre tras otro.
Arden le dijo a Sarah mientras bailaba con ella:
– ¡Si no te trata bien, ya sabes a quién recurrir!
Y Noah:
– Te acompañaré a casa cuando esto termine.
Lo único que enturbió la noche fue un desagradable comentario de la señora Roundtree. Al final de una canción, cuando Addie dejaba la pista casi sin aliento, se le acercó y le dijo en voz baja:
– Es una desfachatez que te atrevas a mezclarte con gente decente y honrada, y precisamente en este edificio. ¡Vuelve a tu burdel. Es allí a donde perteneces!
Sarah oyó el comentario.
– ¡Y usted se considera una cristiana! -le gritó enfurecida.
Más tarde, Robert encontró a Addie apartada de la fiesta, con la mirada fija en una fogata que todavía ardía.
– ¿Qué ocurre? ¿Por qué has dejado el baile?
– Hay personas que no me quieren allí.
– ¿Qué personas?
– No importa.
– ¿Quiénes?
Ella se negó a responder.
– ¿Alguno de los hombres te ha molestado?
– No, una mujer.
– Las mujeres serán más duras contigo que los hombres. Les llevará algo de tiempo hacerse a la idea.
– No es que no lo esperara. Sólo que duele un poco más de lo que imaginé.
– ¿De modo que vas a rendirte otra vez y a ocultarte como un fugitivo en casa?
Addie le miró a la cara, iluminada por la luz cambiante del fuego.
– No, volveré mañana. No hay que dejar las cosas a medias.
Robert sonrió.
– Ésa es mi chica. Vamos, te acompañaré a casa.
El baile no acabó muy tarde: todos estaban cansados; habían trabajado todo el día. No se permitió beber cerveza dentro de la iglesia y el único barril abierto se vació enseguida. La gente del valle Spearfish volvió a sus hogares. Los que tenían niños pequeños ya los habían acostado. Robert y Addie habían desaparecido. Noah cogió a Sarah de la mano y repitió las palabras de Robert:
– Vamos, te acompañaré a casa.
Subieron por la escarpada colina, donde la nieve derretida todavía gorgoteaba ladera abajo. Una media luna ribeteaba el cañón con un contorno plateado. La noche olía a primavera inminente. Abajo, el campanario y las traviesas sobresalían de la estructura general de la iglesia.
Entre Sarah y Noah, todo había cambiado. Lo suyo era ahora algo oficial. Pronto la iglesia estaría acabada y habría un pastor en el pueblo. Sarah ya estaba dispuesta a poner fecha a su boda.
Ninguno de los dos habló hasta que llegaron casi a la puerta. Noah le cogió ambas manos y pronunció una única palabra:
– ¿Cuándo?
Ella había esperado la pregunta y preparado una respuesta mientras subían por la calle.
– ¿Qué te parece el primer sábado de junio?
Él le apretó las manos. A la luz de la luna, ella vislumbró una rápida sonrisa de satisfacción en su rostro.
– ¿Lo dices en serio, Sarah?
– Sí, Noah.
La besó con júbilo. Luego, su rostro cambió por completo. Inclinó la cabeza y abrió la boca. Retrocedió, miró a Sarah a los ojos como enviándole un mudo mensaje que sólo pudiera y debiera entender ella, y volvió a besarla. Sarah se dejó abrazar, abrió la boca y sintió que la pasión se apoderaba de ella como una fuerza maravillosa e impulsiva. Se alimentaba de sí misma y la dejaba expuesta al deseo. Noah le acariciaba la espalda, las costillas, el pecho. Se estremeció de placer. Qué diferente parecía todo ahora que se había fijado la fecha y era de conocimiento público.
Pero cuando Noah deslizó sus manos hacia la garganta, con el presumible objetivo de comenzar a desabrochar botones, lo detuvo.
– No, Noah, aún no.
Permanecieron tensos e indecisos, Sarah sujetándole las manos. Le obligó a cerrarlas cariñosamente y le besó los nudillos.
– No es que no lo desee… -añadió en un susurro.
Noah se relajó, soltando aire contra la mejilla de Sarah.
– Esta noche no me disculparé.
– No es necesario -respondió Sarah y, por primera vez, pronunció las palabras sin que él se lo pidiera-: Te quiero, Noah.