Capítulo Cuatro

Se quedó mirando la puerta y escuchando el tenue pero constante silbido de la lámpara, el único sonido en aquel silencio. El pulso le latía con fuerza y tenía obstruida la garganta. Sentía una fuerte presión en la parte superior de la cabeza y un hormigueo en el reverso de los brazos, señal inequívoca del pánico que se adueñaba de ella. ¿Cuánto tiempo la dejarían allí? ¿Se preocuparía alguien por su estado? ¿Qué tipo de bichos habría en aquel montón de paja? ¿Y si la lámpara se apagaba?

Clavó la vista en ella, el único signo de vida aparte de sí misma que había en aquel lugar y se acercó lo más posible a su calidez, sentándose al borde de la silla. Con las manos apretadas entre las rodillas, se concentró en la llama hasta que le empezaron a doler los ojos; los cerró con fuerza y se frotó los brazos. Hacía mucho frío allí dentro y estaba hambrienta; no había comido nada.

¿Quién se preocuparía lo suficiente por ella como para irla a visitar? ¿Addie? no era probable y en todo caso, ¿quién le avisaría? ¿Qué pasaría con la imprenta de su padre, abandonada bajo el árbol? ¿Y con su preciado papel de periódico que había sobrevivido al viaje sin mojarse, por no hablar de los tipos que tanto apreciaba? Eran los que su padre había utilizado a lo largo de toda su vida. En medio del caos, no había tenido tiempo de limpiarlos, como tampoco el rodillo, que se echaría a perder. ¿Qué le esperaba cuando la sacaran de la mina? Si el conductor de la caravana de bueyes moría ¿podían acusarla de algo, aunque no hubiera tocado el arma homicida? ¿A qué recurso legal podía apelar si Campbell no le permitía entrevistarse con un abogado? ¿Y, qué ocurriría en caso de tener que presentarse ante el «juez» sin ayuda? ¿Había sido la resistencia al marshal un delito lo bastante grave como para que se considerara insurrección y… la podían acusar también de eso?

No podía olvidar la cara de Campbell recibiendo puñetazos y revivía el horror experimentado por la rapidez con que todo había ocurrido. Y después, la voz de aquel hombre calle abajo gritando que alguien estaba herido. «¡No era mi intención ser la causante de todo eso! ¡Sólo quería defender mis derechos!» Volvió a sentir la presión en la garganta, en el cuero cabelludo y a lo largo de los brazos, que comenzaban a entumecerse.

«Recuerda el requisito esencial para llegar a ser una buena periodista, Sarah.»

Con resolución buscó el reloj de su padre, lo abrió y lo dejó en el suelo junto a la lámpara. Se levantó de la silla, cogió la manta de montar y la sacudió. La alzó a la luz, observó si había algún tipo de movimiento en ella y descubrió que no. De nuevo en la silla, se cubrió la falda con la manta, sacó las gafas del bolso de organdí, se las puso y abrió la libretita y el frasco de tinta.

Meditó un largo rato antes de mojar la pluma y escribir las primeras palabras.

«Pelea en plena calle: Un hombre herido. Editora del periódico encarcelada.» Con la inquebrantable veracidad inculcada por su padre, se dispuso a escribir un relato imparcial de lo sucedido en Main Street durante las últimas dos horas.


El consultorio del doctor Turley era una estructura de madera que le servía a la vez de residencia. Estaba situado algo más allá de la pensión de Loretta Roundtree, donde los edificios empezaban a ascender por las escarpadas laderas del cañón. El sendero hacia aquella zona subía la abrupta ladera como una estrecha senda de cabras. El terreno estaba resbaladizo a causa de la lluvia, pero Noah Campbell avanzó con pasos largos y seguros hasta la puerta de la casa lleno de preocupación. Entró sin llamar a la sala de espera del doctor, amueblada con unas pocas sillas de madera y cuero, todas vacías.

– ¿Doctor? -inquirió, avanzando hacia el fondo.

– ¡Pasa, Noah!

Noah entró en el consultorio, cuyas paredes estaban recubiertas con tablones de pino… un hecho poco habitual en Deadwood. Había una vitrina llena de sondas y pinzas y una gran variedad de instrumentos intimidadores. En una palangana esmaltada podían verse una bala, una aguja y unas pinzas a través del agua ensangrentada. True yacía en una camilla forrada de cuero, inconsciente, mientras el médico cortaba vendas para su hombro derecho.

– ¿Cómo está, Doc?

– He tenido que administrarle cloroformo para extraer la bala pero, si no me equivoco, dentro de una semana estará maldiciendo a sus bueyes.

Noah soltó aire con fuerza y sintió que disminuía la presión en su pecho.

– Es la mejor noticia que podían darme.

– Es un viejo fuerte. Su estado físico es una gran ventaja. Ayúdame a darle la vuelta mientras le pongo esta gasa. He preparado un ungüento de alumbre para parar la hemorragia.

Pelos de crin de caballo unían la piel de True y sobresalían como bigotes de gato en el área donde el doctor había tenido que coser. Noah ladeó la cabeza para mirar con su ojo sano, mientras el médico cubría la herida con gasa blanca y vendaba el hombro y el tronco de True.

– ¿Cuánto tiempo estará inconsciente? -Noah giró a True con cuidado sobre el lado izquierdo.

– El efecto del cloroformo suele durar entre diez y quince minutos. Volverá en sí en cualquier momento. Aunque estará un poco atontado. -Turley completó el vendaje y vertió agua fresca en una palangana limpia para lavarse las manos-. Necesitará un lugar donde recuperarse. ¿Se te ocurre alguno?

– Puede usar mi habitación en casa de la señora Roundtree.

– ¿Y adónde irás tú?

– Bah, yo puedo dormir en cualquier parte. En el suelo de mi oficina o incluso en una tienda de campaña durante un par de semanas. Todavía no hace tanto frío.

– Necesitará un poco de atención y dudo que Loretta Roundtree tenga tiempo para atender a un convaleciente y a la vez ocuparse de la pensión. Además, conociendo a True, si despertara en casa de Loretta saltaría de la cama e iría en busca de su látigo antes de que se coagulara la sangre de sus heridas.

Noah reflexionó unos segundos.

– ¿Cree que podría llevarlo al Spearfish?

– Dentro de un par de días, es posible.

– Entonces, por ahora lo instalaremos en la pensión de Loretta y, cuando haga las rondas, pasaré a echarle un vistazo. Tal vez usted pueda hacer lo mismo.

– Por supuesto.

– Cuando le parezca oportuno, me lo llevaré al valle. Mi madre cuidará de él como un sargento. -El médico rió mientras se secaba las manos-. De hecho -continuó Noah-, me tiraría de las orejas si se enterara de que True ha necesitado ayuda y no le he dado la oportunidad de brindársela. -Lanzando a un lado la toalla, Turley comentó:

– Ya que estás aquí, será mejor que eche un vistazo a tu cara.

Noah se sometió a la revisión.

– ¿Qué hay de los indios en el Spearfish? -le preguntó Turley.

– Bueno, en ese sentido hay que esperar lo mejor. El tratado está firmado, ahora sólo queda ver si lo respetan. ¡Ay! ¿Qué diablos está haciendo, Doc?

– Asegurándome de que todavía puedes ver con este ojo.

– ¡Puedo ver! ¡Déjelo ya!

El médico le soltó el párpado y pasó a la inspección de su oído.

– Quizá tengas perforación de tímpano. Es lo más normal cuando una oreja sangra. Tápate la otra y dime si me oyes. La mayoría de las veces, sin embargo, los tímpanos se curan. La cicatriz que queda en el tejido suele reducir un poco la capacidad auditiva, pero eso es todo.

– Oigo.

– Estupendo. ¿Algún diente roto? -El médico se acercó a la boca de Noah pero éste retrocedió.

– Conservo mi dentadura intacta; y ahora quíteme las manos de encima.

– Quisquilloso, ¿eh?

El paciente masculló algo y abrió los ojos; luego los cerró. Noah se quedó de pie junto a él, esperando. Después de varios segundos, True murmuró entre dientes y abrió los ojos de nuevo. Eran azules como el aciano, rodeados de surcos profundos.

– Hola, viejo embaucador. Ya era hora de que despertaras.

– Hace falta más de una bala para mandarme al otro barrio. -Sus palabras sonaban monótonas.

– El médico te la quitó. Está preparando una sopa con ella.

True esbozó una sonrisa débil.

– ¿Con quién demonios tropezaste… con Toro Sentado?

– No hablemos de eso o haré que el médico te dé más cloroformo, viejo bisonte. -Noah sonrió lo mejor que pudo con sus labios hinchados y añadió-: Escucha, True, te quedarás en la pensión de la señora Roundtree hasta que te recuperes un poco; luego te llevaré al valle para que mi madre te alimente bien y te responda con insolencia, como a tí te gusta. ¿Qué te parece?

True cerró los ojos y habló con voz soñolienta.

– No puedo. Tengo una caravana que descargar.

– ¡Oh, no, nada de eso! Tendrás que olvidarte de descargar caravanas por un tiempo. -Esta vez los ojos de True se abrieron del todo y se fijaron en el hombre joven que se inclinaba sobre él. Habló con una violencia sorprendente.

– Un hijo de puta me cobra tres dólares por una licencia para descargar mi mercadería y ahora me dice que lo olvide. ¿En qué clase de pueblo estás metido, muchacho?

– Lo de la descarga ya está arreglado. Ahora debes descansar.

– Descansar, una mierda… -True gruñó y trató de incorporarse. Apenas logró levantar un hombro de la camilla antes de caer hacia atrás jadeando. Campbell y el doctor cruzaron sus miradas.

Turley dio un paso adelante.

– True -le ordenó-, o te estás quieto o te ato. ¿Es eso lo que quieres? -True sacudió la cabeza con los ojos aún cerrados-. De acuerdo. Duerme mientras puedas porque esta noche ese hombro te va a doler como mil demonios. Noah volverá más tarde para ayudarme a trasladarte a casa de Loretta Roundtree y dentro de un par de días, cuando estés más fuerte, te llevará al Spearfish.

Noah pensó que True había vuelto a quedar semiinconsciente y le susurró a Dan Turley:

– Volveré en cuanto pueda. Tengo que sacar las cosas de esa mujer de la calle.

True abrió los ojos.

– Diste con un rival difícil, ¿eh, muchacho?

– Sí, bueno, ahora está más tranquila. La he encerrado en la mina de Farnum.

True sonrió y asintió, como llegando a alguna conclusión.

– Ajá, es una bruja. Ten cuidado no vaya a hacerte un conjuro.


Mientras se alejaba de la casa del doctor, Noah consideró las palabras de True. ¡Sarah Merritt era una bruja, sin duda y, aunque su ira había disminuido un poco al saber que True viviría, tenía la intención de dejarla algún tiempo en aquella madriguera para darle una buena lección sobre el valor de la libertad y sobre la desobediencia al marshal local! Seguramente estaría ahogada en un mar de lágrimas. ¡Bueno, que llore! Que comprenda el desastre que su terquedad ha estado a punto de provocar. ¡Que se pregunte cuándo volverá a ver la luz del día, y cuándo comerá algo, y cuánto tiempo pasará antes de que alguien se acuerde de que está allí! Ninguna mujer larguirucha y terca iba a pasearse con desdén por el pueblo del marshal Noah Campbell, ni a salir impune de todo el alboroto que había provocado.

¿Y qué diablos se suponía que tenía que hacer él con la imprenta? Debería estar haciendo su ronda; en lugar de eso, tenía cuatrocientos cincuenta kilos de acero que transportar, una tienda que desmontar y todos esos objetos que ella había descargado en medio de…

¿Dónde demonios estaba todo?

Al doblar la esquina para entrar en Main Street se quedó boquiabierto contemplando el enorme pino. ¡Allí no quedaba nada! ¡Ni imprenta, ni cajas de embalaje, ni tienda… nada! Nada excepto las huellas en el barro, identificables aún, a pesar de las pisadas de botas y huellas de cascos de caballos y mulas.

El pulso se le aceleró mientras miraba a un lado y otro de la calle. Ella pondría el grito en el cielo. Alguien le había robado la maquinaria en medio de Main Street, donde el marshal debería haber dejado algún hombre, aunque sólo fuera para vigilar el material. ¿Pero quién podía pensar que a alguien se le ocurriría la descabellada idea de llevarse algo tan grande de un lugar público? ¿Y sería difícil de encontrar? ¡Sólo la prensa tenía la altura de un hombre y pesaba casi quinientos kilos! ¡Maldita sea! ¡Como si no tuviera suficientes problemas!

Pasó una hora buscando sin éxito. Ni en los callejones, ni en la oficina de carga ni en su propia oficina. Malhumorado, se dejó caer pesadamente en su silla y rellenó algunas de aquellas malditas licencias… para qué tanta licencia, no lograba entenderlo. Sabía perfectamente quién había pagado sus impuestos y quién no.

En mitad del tercer formulario, soltó la pluma, maldijo por lo bajo y se llevó el puño cerrado a la boca; aulló y maldijo de nuevo. Consultó el reloj. Eran casi las cinco y media y Farnum cerraba a las seis.

Muy bien, así que ella quería los servicios de un abogado. Si por él fuera, la dejaría comiéndose las uñas hasta la mañana siguiente; aunque no estaría bien visto mantenerla en prisión sin permitirle ver a un abogado. La sección dos de las ordenanzas del poblado de Deadwood exponía con claridad la necesidad de formación del Concejo Municipal de Deadwood y sus ramificaciones legales. No sólo señalaba los miembros que formarían parte de él, el alcalde y seis de sus conciudadanos; establecía que el Concejo podía juzgar y ser juzgado. No estaría bien que dos semanas después de la constitución oficial del pueblo, el Concejo fuera juzgado por culpa del marshal. Y a Noah no le cabía ninguna duda de que esa autodenominada defensora de la moral pública promovería tal juicio en la primera ocasión que se le presentase.

Así que le conseguiría un maldito abogado. El pueblo estaba lleno… siete licenciados según la última estimación… todos sin trabajo debido a la inexistencia de un tribunal de apelación y al hecho de que aún no había libros de leyes en el pueblo.

Cogió su abrigo del colgador, pero echó su sombrero en falta: había quedado en el barro tras la pelea. Maldiciendo una vez más, salió hecho una furia y se dirigió a la oficina del abogado más cercano, un tipo barbudo que padecía una constante congestión nasal, llamado Lawrence Chapline, el cual se había establecido en una tienda de campaña. Cuando Campbell entró, Chapline se estaba sonando la nariz con un pañuelo húmedo. Miró al marshal y exclamó:

– ¿Qué demonios te ha ocurrido?

– Ha sido en la pelea de hace unas horas en la calle. La mujer que la provocó necesita un abogado. ¿Te interesa?

Antes de que Campbell terminara de formular la pregunta, Chapline ya se había calado el sombrero y estaba listo para salir. Los dos hombres caminaron hasta la tienda de Farnum y la encontraron llena de clientes curiosos. Al paso del abogado y el marshal algunos saludaban en silencio con un leve movimiento de cabeza. Otros exclamaban cosas cómo: «¿Qué vas a hacer con ella, Noah?» o «¿Te vas a encargar de su defensa, Chapline?»

Sin pararse, atravesaron la tienda hasta llegar al pasillo que conducía al túnel. Campbell abrió la puerta esperando encontrar a Sarah Merritt sumida en llanto. Pero, para su sorpresa, nada más lejos de la realidad: estaba sentada en la silla con la espalda arqueada, escribiendo laboriosamente en su libreta. Alzó la cabeza y él se sintió progresivamente más furioso al comprobar que no había derramado ni una sola lágrima. Su imagen no era, ni mucho menos, la de una mujer desesperada o aterrada por su situación. Al contrario, estaba tranquilamente sentada y los miró a través de las gafas pequeñas y redondas que agrandaban sus ojos azules y le daban la apariencia de una maestra de escuela corrigiendo exámenes. La manta cubría cuidadosamente su falda y se había recogido el pelo de una manera impecable. Bien podía haber estado sentada a una mesa sobre una tarima, con cinco hileras de bancos escolares frente a ella. Cerró la libretita con cuidado, tapó la pluma y depositó ambas cosas en el suelo. Su agresividad había desaparecido por completo para dar lugar a una rigurosa cortesía.

– Ha vuelto, marshal Campbell -dijo mientras se quitaba las gafas.

– Le he traído al abogado que me pidió. El es Lawrence Chapline.

– Señor Chapline. -Se puso en pie, plegó la manta sobre el respaldo de la silla y le extendió una mano. Inmediatamente después de intercambiar los saludos de rigor le preguntó a Campbell-: ¿Cómo está su amigo?

– Vivo e indomable.

Sarah se llevó una mano al pecho.

– Oh, gracias a Dios. Entonces, ¿vivirá?

– Eso parece.

– ¡Qué alivio! He estado tan preocupada pensando que podía haber sido responsable de la muerte de un hombre inocente. ¿Y qué hay de usted? ¿Se encuentra bien?

– Nada grave. Tal vez un tímpano perforado.

– Oh -exclamó. Su boca formó un pequeño círculo mientras le contemplaba el ojo, que se había hinchado como la garganta de un sapo. Tras unos segundos de silencio, añadió-: Estoy arrepentida y dispuesta a aceptar cualquier sanción que se me imponga.

Por extraño que resultase, Campbell se había sentido más cómodo con la mujer violenta. El arrepentimiento que mostraba ahora le turbaba. Se movió nerviosamente.

– Será mejor que hable con Chapline mientras pueda. Volveré dentro de un rato.

A solas con el abogado, Sarah le dijo:

– Gracias por venir, señor Chapline. ¿Qué va a ocurrirme?

– ¿Por qué no se sienta, señorita Merritt, mientras le pongo al corriente de la breve historia de la ley en este pueblo? Creo que le ayudará a comprender mejor su situación.

– He estado bastantes horas sentada. Si no le importa, permaneceré de pie.

– De acuerdo. -Chapline se frotó la nariz con su pañuelo húmedo y estudió el suelo durante unos instantes. Tenía unos treinta y cinco años, era delgado, de hombros caídos y pelo castaño y tan fino como el de un bebé que parecía flotar sobre su cabeza. Su nariz estaba enrojecida y sus ojos llorosos… un hombre cuya apariencia no decía nada en su favor. Pero estaba dotado de una voz que surgía grave y autoritaria. Brotaba de su interior con el estrépito y la resonancia que produce un árbol al derrumbarse y parecía hacer saltar la arenisca de las paredes de la mina mientras hablaba.

– La historia de la evolución de la ley en Deadwood es bastante peculiar. Se puede decir que la fiebre del oro trajo a los pobladores antes que a la civilización y que lo hizo a tal velocidad, que fomentó la anarquía… la violación de la propiedad privada, las peleas de borrachos y los robos, por citar sólo algunos ejemplos. De modo que los habitantes impulsaron la formación de un tribunal de mineros y decidieron que cada audiencia sería presidida por uno de los siete abogados del pueblo, con un «juez» distinto en cada una de ellas.

Chapline volvió a restregarse la nariz y comenzó a pasearse por el recinto con las manos cogidas a la espalda.

– ¿Ha oído hablar del asesinato de Wild Bill Hickok, que ocurrió aquí el mes pasado?

– Por supuesto.

– Creó gran conmoción y, si alguna vez ha habido un pueblo deseoso de justicia, ése ha sido Deadwood en aquel momento. Sin embargo, el juicio fue una farsa pese a todos nuestros esfuerzos. Más de la mitad de los hombres del jurado eran sospechosos de haber formado parte del grupo que contrató a Jack McCall para matar a Wild Bill. El fallo del jurado dictaminó la inocencia del acusado y tuvimos que dejar que McCall se marchara, quedando su crimen impune. A nadie le gustó pero, ¿qué podíamos hacer? A muchos de nosotros nos desagradaba esté sistema, pero antes de que pudiéramos crear las bases para la elaboración de otro mejor, se produjo otro homicidio, éste hace ahora tres semanas. Un tipo llamado Baum fue acribillado. En esa ocasión, los siete abogados ofrecimos voluntariamente nuestros servicios y mi colega, el señor Keithly, actuó como juez. El problema era que no teníamos bibliografía penal y eso significaba una seria traba. Se resolvió en ese mismo momento que, no sólo pediríamos una biblioteca penal completa para Deadwood, sino que suspenderíamos los juicios hasta que la recibiéramos. Entretanto, hemos comenzado a organizamos como pueblo, que es la única manera de conseguir la asignación de un tribunal de apelación con un juez federal legítimo.

– ¿Han llegado los libros?

– No, aún no.

– Oh. -Los hombros de Sarah cayeron un poco-. Entonces, parece que las cosas no están muy a mi favor.

– No necesariamente, puesto que hasta que lleguen, los delitos menores son resueltos por nuestro nuevo alcalde, George Farnum, ya que eso se convino por unanimidad cuando salió elegido. Ahora, antes de que saque conclusiones apresuradas, ¿por qué no me da su versión de los hechos que motivaron su arresto?

– Es fácil. -Tomó su libreta del suelo y se la entregó-. Lo he escrito para la próxima edición de mi periódico. Es exactamente lo que sucedió.

Chapline pasó unos cuantos minutos sentado en la silla, leyendo el relato con un hombro inclinado hacia la luz del farol. Cuando terminó, se limpió la nariz y levantó la cabeza.

– ¿Se negó usted a mover su imprenta de la calle?

– Sí.

– ¿La estaba utilizando sin licencia?

– Sí.

– ¿El marshal le informó de que necesitaba una?

– Sí.

– ¿Fue usted la incitadora de la pelea?

– Sí.

– ¿Intencionadamente?

– No.

– ¿Golpeó usted en algún momento al marshal Campbell?

– No.

– ¿Animó a alguien a que lo hiciera?

– No. Intenté detenerlos.

– ¿Vio usted al carretero, True Blevins, herido de bala?

– Sí.

– ¿Quién le disparó?

– El marshal Campbell.

– ¿Fue un accidente?

– Sin lugar a dudas.

– ¿Alguien más desenfundó un revólver?

– No. Ocurrió todo demasiado rápido.

– ¿Se resistió usted al arresto?

– La primera vez, sí. La segunda, no.

– ¿Estaría dispuesta a pagar todos los daños y las tasas correspondientes para la obtención de licencias, además de suspender toda publicación hasta que su equipo se encuentre a cubierto y en propiedad privada?

– Sí.

Chapline la contempló en silencio unos minutos, sentado en la silla con las rodillas separadas y sus huesudas manos sobre ellas. Finalmente, le preguntó:

– ¿Cree que podría repetir esas respuestas, palabra por palabra, si le formulara las preguntas de nuevo?

– Sí.

– ¿Tiene dinero para pagar los daños?

– Sí, aquí mismo. -Se palpó la cintura sobre la cadera izquierda.

– Excelente. -Chapline se puso de pie-. Entonces lo que haremos es apelar al sentido común y de la justicia de Farnum; sin negar lo que usted ha hecho, simplemente señalaremos que sus intenciones no eran causar ningún tipo de perjuicio, que nadie resultó herido de forma irreparable y que usted está arrepentida… lo que ya le ha demostrado al marshal Campbell. Cuando salgamos, asegúrese únicamente de conservar el mismo tono de arrepentimiento que ha utilizado conmigo. Compungido, pero no servil.

Sarah asintió con la cabeza.

– De acuerdo, veamos qué podemos hacer. -Le dirigió una sonrisa optimista mientras golpeaba la puerta. Campbell la abrió.

– Nos gustaría hablar con Farnum -dijo Chapline.

– De acuerdo, vamos. -Campbell se hizo a un lado, esperando que Chapline y Sarah lo precedieran a través del túnel. A Sarah, la luz del fondo se le antojó como la salida del purgatorio. El murmullo de voces, cada vez más audible, era cálido y familiar. El olor mohoso a tierra fue dominado por otro muy distinto a granos de café, cecina y vinagre (que le resultó menos desagradable que antes). De la oscuridad a la luz; de la humedad a la frescura; de la soledad a un gentío cuyos murmullos se acallaron con su presencia. Farnum estaba detrás del mostrador, observando avanzar la procesión hasta la puerta trasera. Campbell, una vez la hubo cruzado, se paró en seco y los otros dos pasaron al otro lado del mostrador.

– Señor Farnum -comenzó Chapline-, considerando que nuestra biblioteca legal todavía no ha llegado, que no se ha construido una celda decente, y que el pueblo le ha conferido autoridad para resolver disputas menores, la señorita Merritt le pide que lo haga ahora con su caso, de modo que se le evite la innecesaria medida de hacerle pasar un tiempo indeterminado en esa mina abandonada.

– Bueno, no sé -replicó Farnum-. En cierta forma, eso depende del marshal. De si él piensa que los cargos contra ella requieren o no de esos libros de derecho. ¿Marshal?

Campbell relajó los brazos que hasta entonces cruzaba sobre su pecho y carraspeó. Antes de que pudiera responder, Chapline intervino:

– La señorita Merritt no tiene intención de negar su parte de culpa, pero tampoco se considera una criminal tan peligrosa como para ser encarcelada de manera indefinida. Tal vez será mejor que lean esto y después decidan. Es un artículo que ha escrito para su diario, y creo que su imparcialidad habla por sí sola.

Farnum se quitó el delantal blanco y lo dejó sobre el mostrador con toda la solemnidad propia de un juez vestido con su toga negra. Campbell se situó detrás del alcalde y los dos leyeron el artículo juntos. Cuando terminaron, se cruzaron una mirada y durante algunos segundos permanecieron en silencio, como esperando que el otro tomara la palabra. Una vez más, fue Chapline quien intervino:

– Como verán, la señorita Merritt no está, ni mucho menos, negando el papel que ha desempeñado en el desdichado incidente de esta mañana; de hecho, está dispuesta a confesarlo a todo el pueblo en su propio periódico. Caballeros, si me permiten, la señorita Merritt ha aceptado contestar a algunas preguntas y luego ustedes podrán tomar la decisión que crean conveniente.

– De acuerdo -dijo Farnum- adelante. No veo nada de malo en escucharla.

Chapline repitió el breve interrogatorio, que concluyó con la promesa de Sarah de pagar todos los daños, incluyendo las facturas médicas de True y del marshal Campbell, si las hubiera, y las multas que se le impusieran; también estaba dispuesta a pagar las tasas para obtener las licencias que hicieran falta y a suspender toda publicación hasta que la imprenta se hallara a cubierto y en propiedad privada. En ese sentido, Chapline les pidió que consideraran que ella tenía una propiedad valiosa en medio de la calle, expuesta a los elementos y que requería de su inmediata atención.

Ante la mención de este punto, Noah se movió nervioso. Miró por un instante los rostros curiosos que observaban y escuchaban atentamente y comprendió que todo lo que allí estaba ocurriendo pasaría de boca en boca a lo largo y ancho del cañón con más rapidez que una epidemia de viruela. Ningún testigo de aquella conversación pensaría que Noah tenía derecho a mantener a aquella mujer encerrada en un agujero, ahora que quedaba claro que nada de lo ocurrido había sido provocado intencionadamente, y cuando se había puesto a merced de la ley y estaba dispuesta a pagar las multas o sanciones que se le impusieran. Sin embargo, nada de eso era tan determinante como el hecho de que Sarah fuera una mujer soltera sin ser una prostituta… un hecho extraordinario en Deadwood. Noah lo podía pasar muy mal para explicar los motivos del encarcelamiento a veinticinco mil mineros ávidos de mujeres.

¿Dónde diablos estaba la imprenta? A Noah, por un momento, se le ocurrió la idea de encerrarla para ganar tiempo para encontrarla.

– ¿Y usted que opina, marshal? -le estaba preguntando el alcalde.

– Lo que ha sucedido hoy es algo muy serio.

– Sí, así es, pero creo que en este caso el tribunal legítimo sería indulgente. Después de todo, es una mujer y esa mina no es lugar para encerrar a un miembro del sexo débil.

– ¿Cómo y cuándo va a pagar?

– Aquí y ahora -intervino Sarah; Introdujo una mano en el bolsillo izquierdo de su falda y extrajo de él su bolsito de ante lleno de oro en polvo-. Sólo tiene que decirme cuánto debo pagar.

Sus ojos y los de Campbell se encontraron. Aquella mujer tenía una forma desconcertante de mirar a un hombre a la cara. El marshal tuvo el presentimiento que ella había percibido su oculto deseo de que no tuviera el oro en polvo a mano. Fue el primero en apartar la mirada.

– Lo que usted diga, alcalde -dijo Noah de mala gana.

Farnum le impuso una multa de veinte dólares por alteración del orden público y otra de diez por la puesta en funcionamiento de un negocio sin la licencia correspondiente. Señaló que confiaba en que Sarah pagaría la factura del médico y le indicó que podía arreglar ese asunto con Turley al día siguiente. Tras pesar el oro, incluyendo el valor de diez dólares adicionales en concepto del primer trimestre de una licencia para la utilización de un taller de impresión, Sarah guardó su bolso y tendió una mano a Farnum.

– Gracias, señor. No me hubiera gustado nada pasar la noche en esa mina. -Le estrechó la mano con efusividad y se volvió de inmediato hacia Campbell-. Marshal.

No le ofreció la mano y, en cambio, lo miró abiertamente. A Noah le sorprendió lo diferente que era a su hermana… directa, resuelta, luchadora.

– Debe de tener algo que ver con mi carácter, pero presiento que volveremos a tener otro encontronazo -aventuró ella.

«Dentro de unos dos minutos y medio», pensó él con inquietud, observando como se volvía hacia Chapline, como si la reunión hubiera concluido y ella la hubiera controlado de cabo a rabo.

– Gracias, señor Chapline. Pasaré mañana por su oficina para saldar cuentas.

Cuando se disponía a abrir la puerta, Campbell exclamó:

– Espere, señorita Merritt.

Una vez más, ella lo miró a los ojos y logró alterarlo. A veces, parecía capaz de dominar el impulso de parpadear, como ahora, que simplemente esperaba a que él se le acercara.

– Yo, eh… tengo que hablar con usted acerca de otro asunto. Fuera -añadió, consciente de que los estaban observando.

– Muy bien. Caminaremos juntos. -Sarah emprendió la marcha, abriendo ella misma la puerta sin esperar a que, como marcaba la buena educación, lo hiciera el marshal. Salió decidida a la calle sin preocuparse por el borde de su falda (Noah nunca había conocido una mujer tan indiferente al barro) y se encaminó al pino con la libreta apretada contra su pecho izquierdo (lo poco que tenía). En ese aspecto, también difería mucho de su hermana… aunque eso no afectaba en absoluto su feminidad.

Avanzaron por la calle y él se dirigió a ella antes de que pudieran ver el árbol.

Lo dijo sin rodeos, como si no tuviera la culpa, precisamente porque sabía que la tenía.

– Alguien ha robado su prensa.

– ¡Qué! -Sarah se detuvo y se volvió hacia él.

– Ha desaparecido mientras estaba en casa del doctor Turley visitando a True.

– ¿Desaparecido? ¿Quinientos kilos de maquinaria desaparecidos? ¿Qué pretende, Campbell?

Nunca hubiera pensado que ella sospecharía de él.

– ¿Yo? Yo no…

– ¿Dónde la ha escondido?

– Escúcheme…

– ¡No me diga que usted no tiene nada que ver!

– Estaba en casa del doctor…

– Porque nadie más en este pueblo…

– ¡Pregúnteselo a él!

Estaban en medio de la calle, gritándose el uno al otro, nariz contra nariz. Era casi la hora de cenar; las calles estaban repletas de hombres hambrientos que se encaminaban a los bares para cenar; muchos se detenían a curiosear.

– …no tiene ningún derecho a requisar mi imprenta!

– No la he requisado. ¡Alguien la ha robado!

– ¿Para qué?

– ¡Y yo que demonios sé!

– ¿Y mis tipos y la tinta y el papel?

– Se lo han llevado todo, hasta la tienda.

La boca de Sarah adoptó una mueca tensa; parecía que lo que más deseara en este mundo fuera golpear al marshal en el ojo sano para dejárselo igual al otro

– ¡Es usted el depravado más cínico que existe en este pueblo y lo más vergonzoso es que los tiene a todos engañados! ¡Y pensar que le han elegido! -Siguió caminando furiosa, sujetando con fuerza la libreta, la mano libre cerrada en un puño. Cuando Campbell llegó al árbol, Sarah ya estaba allí mirando a un lado y a otro.

– ¡Será mejor que la encuentre, Campbell, y rápido!

– Llevará un tiempo.

– Entonces empiece de una vez.

– ¿A registrar cada edificio del cañón?

– Usted es el marshal ¿no? Es su trabajo. Esa imprenta es mi medio de subsistencia y los tipos son los que mi padre utilizó cuando empezaba. Son para mí mucho más que simples herramientas de trabajo, pero por supuesto usted no…

– ¿Señorita Merritt? -Una juvenil voz masculina interrumpió la discusión. Un chico de pelo corto negro y ondulado se había acercado; tendría unos dieciséis años, era guapo, de aire tímido y con una gruesa línea de vello bajo la nariz. Llevaba botas de puntera, gastados pantalones de lana hasta las rodillas y una raída chaqueta a cuadros verde. Llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– ¿Sí?

– Me envía el señor Bradigan. Tiene su imprenta y me manda decirle que venga conmigo.

– ¡El señor Bradigan!

– Sí.

– ¿Pero… por qué? ¿Y dónde?

– Si me acompaña, él se lo explicará.

Sarah miró a Noah, que se encogió de hombros.

– Será mejor que vaya con ustedes y vea qué está tramando Bradigan.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Sarah mientras echaban a andar detrás del muchacho.

– Josh Dawkins. -Le lanzó una fugaz mirada por encima de su hombro.

– ¿Dawkins? ¿Eres hijo de Emma?

– Sí.

– Oh, Dios mío, acabo de acordarme, se supone que debo ir a cenar a tu casa. Ya debe de ser la hora.

– Mi madre la esperará. Primero tiene que venir conmigo.

– ¿Para qué?

– Ya lo verá.

Los condujo a un pequeño edificio de madera en el extremo sudoeste de Main Street. Miraba hacia el este y la pared del cañón lo había sumergido en la sombra; en el interior había una lámpara encendida. Una vez dentro, Sarah echó una rápida ojeada al local. Allí, frente a ella, estaban todas sus preciadas posesiones… la prensa, la estantería, las cajas tipográficas, el escritorio de su padre, las cajas de embalaje con la tinta, los rodillos, el papel de periódico y los grabados de madera… todo colocado en perfecto orden de trabajo. El olor aceitoso de la tinta combinado con el de la trementina flotaba en el aire como si de un perfume se tratara. En una mesa de madera, a lo largo de la pared derecha, se estaban secando cuatro montones de páginas impresas. Junto a la imprenta, con un delantal de cuero negro manchado, Patrick Bradigan limpiaba los tipos utilizados aquel día con un trapo untado en trementina. Se giró cuando ellos entraban, esbozó una sonrisa vacilante e inclinó la cabeza en un saludo todavía más vacilante.

– Señorita Merritt -dijo con su marcado acento irlandés-. Bienvenida a la oficina del Deadwood Chronicle.

Sarah avanzó perpleja; sus ojos observaron más detenidamente la disposición de los elementos. Pasados unos instantes, miró a Bradigan y le dijo:

– ¿Qué ha hecho, señor Bradigan?

– Encontrarle un local y tener lista para salir a la calle la primera edición, con ayuda del chico de los Dawkins. Patrick Bradigan a sus órdenes, señorita. Déme un componedor y le compondré tipos. -Sacó el componedor del bolsillo delantero como si fuera un cigarro. Sarah se dio cuenta enseguida de que estaba borracho. No obstante, se sentía agradecida-. Señor Bradigan, maestro Dawkins, aunque es inexcusable en una editora, debo admitir que no tengo palabras.

El joven Dawkins, de pie, sonreía con alegría, mientras Bradigan exhibía una sonrisa ebria.

– Hemos impreso trescientos veinticinco ejemplares.

– ¡Trescientos veinticinco!

– Los venderá todos; espere y verá. El joven Dawkins le ayudará mañana.

Sarah miró al muchacho.

– Gracias por todo.

– Mamá me envió en cuanto se enteró de lo ocurrido en la calle. En la panadería corrió el rumor de que el señor Bradigan iba a ocuparse de imprimir la primera edición y me dijo que viniera y le ayudara en todo lo posible. Yo ponía el papel en la frasqueta mientras el señor Bradigan extendía la tinta con el rodillo. ¡Ha sido muy divertido!

Sarah sonrió, recordando las primeras veces que su padre le había permitido hacer aquello y cuánto se había divertido en su momento ella también.

– Tal vez pueda enseñarte el resto del proceso y convertirte en aprendiz… ¿te gustaría?

– ¡Sí, señorita! ¡Me encantaría! -exclamó el chico sonriendo. Sarah echó otro vistazo al lugar… paredes de madera rústica, pero cuatro y fuertes, con un techo sólido y una ancha ventana al frente mirando hacia el este, ideal para componer tipos por la mañana, el momento del día en que más le gustaba trabajar-. ¿Este edificio es de su propiedad, señor Bradigan?

– El edificio es suyo. Puede alquilarlo o comprarlo, como prefiera.

– Pero… ¿por qué… y cómo?

– Un gesto de los habitantes del pueblo que desean que su primer periódico comience a imprimirse lo antes posible. Puede hablar con Elias Pinkney al respecto. Su banco lo construyó como negocio especulativo.

– ¿Pero no hay otras personas esperando para comprarlo? Eso es lo que me dijeron.

Bradigan carraspeó y se rascó la nuca.

– Ah… bueno, verá, esos otros eran hombres, señorita Merritt, no jóvenes solteras y un buen partido como usted.

La insinuación dejó a la modesta Sarah sin saber qué decir. «Válgame Dios -pensó-, el señor Pinkney de nuevo». Más gordo que un pavo de Navidad, cuarentón y con esa rosada y brillante cabeza que ella tenía que mirar desde arriba. Qué contrariedad tener que responder a las insinuaciones del señor Bradigan en presencia del marshal Campbell.

Cambió de tema enseguida.

– Bueno, menos mal que ya he pagado la licencia. ¿Está todo en regla esta vez, marshal?

– Eso parece. Si no piensa presentar una denuncia contra Bradigan por hacer uso de su imprenta sin su permiso, me voy.

– Ninguna denuncia.

Campbell se dirigió a la puerta.

– Espere un momento, marshal -Cogió una hoja recién impresa de la mesa y la dobló por la mitad-. ¿Algún cambio en el contenido, señor Bradigan? -preguntó.

– No. Tal y como usted lo redactó.

– Un ejemplar gratuito, señor Campbell -dijo, ofreciéndoselo con el editorial hacia arriba. Sabía que con el día que llevaba no habría tenido tiempo de leerlo. No pudo reprimir un cierto aire de satisfacción cuando él lo aceptó y respondió:

– Bueno… gracias.

Campbell bajó la mirada y la fijó en el titular. Leyó una o dos líneas y miró a Sarah con sus ojos grises y opacos como las piedras de un río.

– Realmente disfruta provocando encontronazos, ¿no es así?

– Es mi trabajo, marshal.

Campbell la observó unos segundos antes de devolverle el ejemplar.

– Déselo a alguien a quien le pueda interesar. -Y dicho esto se marchó.

Загрузка...