Capítulo Dos

De regreso en el hotel, permaneció recostada, completamente despierta y tensa bajo las sábanas. No era una ingenua que ignorara lo que pasaba en el mundo. ¿Acaso su madre no había huído con su amante cuando ella tenía siete años y Addie tres y jamás la habían vuelto a ver? ¿No había aprendido de joven que el deseo carnal podía arrastrar a las conductas más extremas?

Es más, tenía veinticinco años y había comenzado a hacer tipos de imprenta para su padre a los doce y a escribir artículos a los quince. Desde entonces, había conocido todo tipo de mórbidas historias. Había aprendido a controlar sus reacciones y a descargar su cólera o su compasión sólo en las páginas del rotativo. «Si te involucras mucho en algo, pierdes la objetividad», le había advertido su padre y como no había otra persona en el mundo a quien ella hubiera respetado más que a Isaac Merritt, había asimilado el consejo al pie de la letra. Así, había terminado por habituarse al lado más despreciable de la vida, a la crueldad de la humanidad, a su inmoralidad, codicia, frialdad y lujuria.

Pero esto era algo personal. No era un artículo más. Se trataba de su hermanita, Adelaide, con quien había compartido una cama de niña, las paperas y la varicela, y a quien había enseñado, a falta de una madre, a leer, a escribir, las normas de educación y los quehaceres domésticos. Adelaide, que no había vuelto a ser feliz desde que su madre huyera. Adelaide, en aquel repugnante lugar, haciendo cosas repugnantes con hombres repugnantes.

Recordó el burdel con su clientela de labios húmedos, la patrona fumando cigarros y la degradación general que se respiraba. ¿Qué había inducido a Adelaide a trabajar allí? ¿Desde cuándo estaba en aquel horrible lugar? ¿Ejercía la prostitución desde que había abandonado su casa?

Cinco años. Sarah cerró los ojos. Cinco años y todas esas noches y todos esos hombres. Abrió los ojos: cinco años o cinco noches… ¿existía alguna medida para la depravación? Revivió el impacto inicial al ver a Addie con aquella ropa grotesca, provocativa, con varios kilos de más, el rostro maquillado y el pelo teñido de negro y reseco. La última vez que Sarah había visto a su hermana, Addie era una joven pulcra, de cabello rubio sedoso y largo hasta media espalda y una sonrisa tímida que rara vez esbozaba. Había sido una cristiana devota, una hija obediente y una hermana cariñosa. ¿Qué la había hecho cambiar?

«¡Por Dios que lo averiguaré!»


A la mañana siguiente el ruido metálico de la lata de agua del pasillo despertó a Sarah. Abrió los ojos de golpe y vio las vigas en el techo. El recuerdo de la noche anterior le vino a la memoria, y con él el ferviente deseo de sacar a su hermana de Rose's.

Se levantó de un salto, abrió un baúl, buscó ropa limpia y la tiró sobre la cama. Quitó la tranca a la puerta, espió el pasillo y se dirigió apresuradamente hacia el agua con la jarra de porcelana. Sumergió un dedo en el agua y masculló con una mueca de desagrado, «Ah, fantástico… realmente fantástico». De todos modos, llenó la jarra, la llevó al cuarto goteando y, pese a la fría temperatura del agua, aprovechó el jabón y la intimidad. Treinta minutos después, todavía temblando y con el cabello recogido en la nuca, zapatos negros de tacón alto, falda de lana marrón, blusa sobria a juego con el resto del conjunto y un abrigo de lana cruzado, dejó el Hotel Grand Central.

Era una fría mañana de septiembre. En la acera de madera se estremeció de nuevo, miró a un lado y a otro de la calle y se puso los guantes mientras sujetaba la bolsa de dinero bajo un brazo y una libretita de notas en la boca. Caminó hasta el final de la acera dando ruidosos golpes de tacón en el suelo hueco y escrudriñó la calle lateral. Terminaba detrás del hotel, donde el arroyo Whitewood repiqueteaba tras unirse al arroyo de Deadwood. Al otro lado del río, la pared del cañón se erguía abruptamente, privando a la calle de la luz del sol. Tomando las sombras como referencia, Sarah dedujo que el cañón se extendía en una línea nordeste-sudoeste. Ella y el Grand Central se encontraban en el extremo sudoeste; «el páramo» y su hermana en el nordeste.

Alzó la vista al cielo azul y dio media vuelta. Las paredes del cañón eran impresionantes; iban de un saliente de piedra arenisca a la altura del nacimiento del arroyo hasta una extensión de piedras blancas imponentes, que, como enormes dientes de tiburón, parecían morder el firmamento azul. El relieve rocoso alternaba con bosques de pinos altos que cubrían las colmas en largos tramos ondulantes y luego descendían siguiendo los collados y arroyos como dedos irregulares negros y verdes. Los pinos vivos se elevaban y surgían como torres; los secos, ensombrecían el collado con una alfombra enmarañada y retorcida, proporcionando al Cañón Deadwood [1] su nombre.

El pueblo parecía una prolongación de aquella masa intrincada, como si los siglos y el clima lo hubieran dispersado caóticamente a lo largo de la hondonada. Comenzaba con una acumulación de tiendas y chozas en lo alto de las colinas y se diseminaba hacia abajo en forma de cuello de botella, hasta un punto en que la anchura del cañón dejaba sitio para una sola calle: Main Street. Sus edificios formaban un conjunto lastimoso, erigidos a la ligera por buscadores de oro y comerciantes que habían llegado con la fiebre del oro a comienzos de aquella primavera. Antes de viajar a Deadwood, Sarah había leído artículos en periódicos del este, en los que se decía que los edificios de Deadwood se estaban levantando con mayor rapidez que las tiendas indias a orillas del río Little Bighorn. Había historias acerca de terrenos comprados un lunes, y que el sábado siguiente ya tenían edificios de madera pertrechados y en pleno funcionamiento. ¡Pero había que verlos! Aquellas estructuras sin pintar, chozas hechas de ramas secas y tiendas de campaña servían de refugio temporal a los recién llegados que aguardaban su turno para conseguir madera o troncos. Contribuyendo al desorden arquitectónico del pueblo, estaban los lavaderos, dotados de largos conductos que bajaban de las laderas a los arroyos, como jirafas con sus cabezas inclinadas para beber.

Sarah caminó por Main Street, cuyos únicos toques de color los proporcionaban los anuncios de recién llegados pregonando sus profesiones y productos: carniceros, abogados, médicos, otro hotel (el Custer), escribientes, salas de juego (el Club Montana y el Bar Chicago eran dos de los edificios más grandes del pueblo, ocupando toda la extensión de sus terrenos… que ella calculó en siete y medio por treinta metros… y con perversos avisos informando de que nunca cerraban sus puertas); armeros, barberos, cerveceros, catinas (perdió la cuenta después de la número trece); panadería, ferretería y, por supuesto, el páramo. Tal como había temido: todo para el hombre aventurero, pero nada para las señoras. Ni siquiera un comercio.

Los dos teatros, sin embargo, prometían un toque de refinamiento; ¡aunque, a la luz del día, descubrió que el Langrishe tenía paredes de madera y techo de lona! El poste que había en la esquina de Main Street con Gold Street evidenciaba que el cuatro de julio se había celebrado de algún modo. También resultaba alentador el hecho de que alguien hubiera empezado a construir lo que parecían ser canales de madera para llevar agua al pueblo desde algún manantial oculto.

A las siete y media de la mañana, la actividad en Deadwood era total. Por dondequiera que Sarah pasara, los hombres se giraban para mirarla una segunda vez. Algunos se quedaban boquiabiertos. Otros se ruborizaban. Y había quienes se quitaban el sombrero automáticamente. A lo largo del arroyo los hombres trabajaban con artesas en lavaderos de oro. Los jugadores nocturnos salían tambaleándose de las casas de juego con grandes bolsas oscuras bajo los ojos. El olor a pan horneándose que salía de la panadería hizo que Sarah se marease de hambre. Fornidos vaqueros ataban sus caballos en una cochera de carruajes de alquiler. Frente a una tienda de suministros para mineros, un hombre con los brazos más largos que Sarah jamás hubiera visto colgaba cacerolas en una rejilla de madera alta, donde la brisa las hacía sonar como campanas. Calle arriba, Sarah descubrió una casa de baños… ¡una casa de baños!, se regocijó. En el terreno adyacente, sin edificar, dos hombres encendían un fuego bajo una enorme olla negra. Se detuvo y los observó un rato, envidiando el agua caliente… suficiente para sumergirse de cuerpo entero. Se sorprendió cuando les vio arrojar ropa dentro de la marmita y revolverla con dos palos largos.

– Buenos días -dijo.

Los dos hombres se giraron a la vez y reaccionaron como todos los demás, abriendo la boca como si Sarah fuera un fantasma.

– Buenos días -respondieron a coro tras una pausa reverente y temerosa.

– ¿Esto es una lavandería o una casa de baños?

– Ninguna de las dos cosas, señorita. Vendemos trapos -explicó el más bajo de los dos.

Ella necesitaría trapos; siempre había problemas de tinta en una imprenta.

– Oh, estupendo. ¿Es eso lo que están hirviendo?

– Sí, señorita. Los mineros van a las casas de baños con ropa nueva y dejan la vieja. Igual que en los prostí… -El compañero le dio un codazo-. Quiero decir, que en el páramo, si me permite la expresión. La recogemos gratis, la despiojamos y la revendemos.

– Qué emprendedores. Seré su cliente con toda seguridad. Bueno, que tengan un buen día, caballeros.

– ¡Espere! -gritó uno de ellos cuando se alejaba. Sarah se detuvo y se volvió.

– ¿Quién es usted? Bueno, quiero decir… mi nombre es Henry Tanby y él es Skitch Johnson. -Tanby, el más bajo, se quitó el sombrero y lo sostuvo con ambas manos sobre el pecho. Se parecía mucho a un bulldog, tanto por sus facciones como por carecer casi absolutamente de cuello.

Sarah se acercó y les dio la mano.

– Señor Tanby, señor Johnson. -Johnson era joven, flaco, de expresión picara y, en apariencia, tímido-. Soy Sarah Merritt de St. Louis. Imprimiré la primera edición de mi periódico en cuanto dé con mi imprenta.

– Periódico. Quién lo hubiera pensado ¿Llegó en la diligencia?

– Sí, anoche.

– Quién lo hubiera pensado -repitió Tanby; luego pareció desconcertarse, sonrió tontamente y olvidó ponerse el sombrero. Por fin lo recordó. Johnson seguía de pie y una sonrisa embobada se esbozaba en sus labios. Tanby le dio un codazo en las costillas-. No tiene modales. Parece que nunca haya visto a una dama. Aunque, la verdad es que no tenemos ocasión de ver a muchas en este cañón.

– Eso tengo entendido. -Una mujer que se considerara llamativa se habría deleitado con tanta atención hacia su persona; pero Sarah estaba simplemente azorada; en toda su vida había despertado tanto interés-. Bueno, debo seguir mi camino caballeros.

Tanby gritó:

– ¡Si necesita algo no tiene más que decirlo! ¡Siempre es un placer poder ayudar a una dama!

– ¡Gracias, señor Tanby! Encantada de conocerle, señor Johnson.

Johnson salió de su estupor y le dirigió a Sarah un catatónico saludo. Sarah estaba sorprendida ante tanta atención masculina. A pesar de ello, era lo bastante honesta para darse cuenta del auténtico motivo de ese interés. Le habían dicho que había pocas mujeres en los campamentos y poblados que rodeaban las explotaciones de oro, pero jamás hubiera imaginado que la escasez era de tal magnitud. Eso le daba cierta ventaja y decidió que valdría la pena aprovecharla cuando resultara preciso. Como mujer soltera en un pueblo joven, inaugurando un periódico, habría ocasiones en que necesitaría ayuda, asesoramiento y apoyo. Tanby, Johnson, Reese y Bradigan: recordaría los nombres de quienes se habían mostrado amables con ella.

El pueblo, según pudo ver por el camino, tenía varios bancos, pero sólo uno abierto al público. Lo encontró con facilidad. Tenía el altisonante nombre de El Emporio del Oro de Pinkney y Sathal, Giros y Cambio para Comerciantes y Mineros. La barroca verborrea de la marquesina también rezaba: «Se Cambian Dólares… Se hacen Préstamos… La Única Caja De Seguridad de Hierro de las Excavaciones… Se Acepta Oro en Polvo para Guardarlo en Lugar Seguro». Sarah esperó hasta que las puertas se abrieron a las ocho y veinte, un horario bastante extraño. Un hombre bajo y sobrealimentado, vestido con un traje negro bien planchado y una corbata larga de nudo corredizo abrió la puerta de doble vidrio y enarcó las cejas al verla.

– Pero bueno, ¿estoy viendo visiones? -Lucía una rosada calva parecida a una ciruela en junio.

– En absoluto. He venido a cambiar unos bonos por efectivo.

– Bueno, adelante, adelante. -La hizo pasar solícito y le tendió una mano-. Mi nombre es Elias Pinkney, a sus órdenes.

La miró con ansiedad, aunque para ello tuvo que levantar la vista.

– Soy Sarah Merritt…

– Señorita Merritt… bueno, bueno…

Una vez más, se vio obligaba a retirar la mano. Pinkney siguió su mano mientras la apartaba, de modo que quedó a un paso de Sarah, que retrocedió un poco.

– Debo admitir que es una sorpresa muy grata. Una sorpresa muy grata.

¿Es que lo tenía que repetir todo?

– Acabo de llegar al pueblo y necesito un poco de oro en polvo para comer algo.

– No necesitará ni un gramo de oro si me permite invitarla a desayunar. Sería un honor para mí. Un gran honor.

La insistencia del hombre desconcertó a Sarah, que no tenía ninguna experiencia en rechazar proposiciones masculinas. Buscó una salida educada.

– Se lo agradezco mucho, señor Pinkney, pero hoy tengo mucho que hacer. Pienso imprimir el primer periódico de Deadwood.

– Un periódico. Esa sí que es una buena noticia. Una muy buena noticia. En ese caso, puedo presentarle a todas las personas importantes del pueblo.

– Gracias, pero no quiero hacerle perder su valioso tiempo. Y necesito oro en polvo, si es tan amable.

– Por supuesto, por supuesto. Venga por aquí.

Sarah advirtió enseguida que, pese al evidente interés por ella, el señor Pinkney era un hombre de negocios astuto. Le cambió un bono de la Wells Fargo por oro en polvo, sin dejar de quedarse con el habitual cinco por ciento de comisión. Sarah guardó el oro en una bolsita de ante y luego ingresó el resto de los bonos en la caja de seguridad del banco, conviniendo en pagar una tasa del uno por ciento por el primer mes de servicio. Antes de marcharse, llegó a un acuerdo con Pinkney, según el cual, en el futuro utilizaría la caja de seguridad sin cargo a cambio de publicidad gratis en su periódico.

– Es usted una mujer con la cabeza en su sitio.

– Eso espero, señor Pinkney. Gracias.

Sarah se hubiera abstenido del apretón de manos de despedida, pero él forzó la situación tendiéndole primero su mano, violando flagrantemente las normas de protocolo. Le sostuvo la mano más tiempo del correcto, escrutándola desde su diminuta altura.

– La invitación a cenar queda pendiente, señorita Merritt. Pronto tendrá noticias mías. Muy pronto.

Con el oro en polvo finalmente en su poder, Sarah salió, respirando más tranquila una vez fuera del banco. Qué hombrecillo tan repugnante. Rico, sin duda, y pulcramente vestido, pero demasiado seguro de que su dinero y su posición social seducirían a la primera mujer soltera que llegara al pueblo. Le alivió haber usado guantes durante la entrevista.

Con el estómago protestando, se detuvo en el primer establecimiento de comidas que encontró, un tosco edificio de madera llamado Restaurante Ruckner. El lugar estaba atestado de hombres que, por turnos, la miraban fijamente, murmuraban, silbaban, pasaban junto a su silla sin motivo alguno, se quitaban los sombreros, hablaban en voz baja con las cabezas juntas y reían. Sin embargo, ninguno se instaló en las mesas cercanas; muy al contrario, dejaron un círculo de sillas vacías a su alrededor.

Un muchacho de unos dieciséis años se acercó para tomar nota de lo que deseaba. Sonreía sin cesar.

– Buenos días, señorita. ¿Qué será?

– Buenos días. ¿Podría ser un filete de ternera? No he probado bocado desde ayer al mediodía.

– Lo siento, señorita, no tenemos carne de vacuno. No hay muchos pastos para el ganado por estos parajes. Pero tenemos carne de bisonte. Es igual de buena.

Pidió un filete de bisonte, patatas fritas, café y galletas, consciente de que cada hombre presente la estaba escuchando. Una vez el chico se hubo alejado, Sarah se puso unas diminutas gafas ovaladas, abrió la libreta, extrajo una pluma y un frasco de tinta de su bolso de organdí y, tratando de ignorar que era observada descaradamente, se dispuso a escribir el primer artículo para el Deadwood Chronicle.

«Un dólar cincuenta en polvo de oro da la bienvenida a la editora del Deadwood Chronicle.» En él citaba a todos aquellos que le habían prestado su ayuda la noche anterior.

Seguía escribiendo cuando llegó su comida.

– Disculpe, señorita. -Un hombre con tirantes se detuvo a su lado con una fuente de humeante comida que despedía un olor maravilloso.

Sarah alzó la cabeza, cerró la libreta y la hizo a un lado.

– Oh, usted perdone. Mmm… tiene un aspecto delicioso.

– Espero que le guste el bisonte. Siento no haberle podido servir ternera. -Dejó la bandeja sobre la mesa y permaneció donde estaba mientras ella tapaba el frasco de tinta y se quitaba las gafas-. Mi nombre es Teddy Ruckner, señorita. Soy el propietario. -Debía de rondar los treinta años; tenía el pelo rubio, hoyuelos en las mejillas y un cierto atractivo juvenil; ojos brillantes y azules y una sonrisa amable que en ningún momento se apartó del rostro de Sarah.

– Señor Ruckner. -Sarah le tendió la mano-. Soy Sarah Merritt. He venido a Deadwood a editar un periódico.

Cuando sus manos se separaron él se quedó donde estaba, secándose las palmas en los muslos y señalando la libreta con la cabeza.

– Supuse que era inteligente cuando la vi escribiendo. Es bueno ver a una mujer por aquí. ¿Dónde establecerá su negocio?

– Aún he de encontrar el sitio adecuado. Por ahora me alojo en el Grand Central.

– Hay una pensión. La de Loretta Roundtree. Podría probar allí.

– Gracias, tal vez lo haga.

Cogió el tenedor esperando que él se fuera… El estómago le dolía de hambre… pero el hombre permanecía allí, haciéndole preguntas, hasta que ella comenzó a sentirse incómoda al ser objeto de tan vehemente solicitud. Aunque no era una mujer propensa al rubor, en esta ocasión no lo pudo evitar. Por fin, él se dió cuenta de que estaba retrasando su comida y retrocedió.

– Bueno, será mejor que la deje comer. Cualquier otra cosa que desee, sólo tiene que avisarme. Hay café de sobra.

Sarah permaneció en el restaurante casi una hora y durante ese tiempo ni un sólo cliente se marchó. De hecho, entraron más; unas dos docenas tal vez… en silencio, con recato, deslizándose como niños para observar a un bebé dormido, fingiendo no prestarle atención cuando era obvio que había corrido el rumor de que ella estaba allí y todos iban a echarle un vistazo. Todas las sillas, excepto las que estaban alrededor de Sarah, fueron ocupadas; a pesar de todo siguieron entrando más hombres y bebiendo café de pie. Las miradas furtivas comenzaban a molestarla. Sarah mantenía la mirada fija en el plato y el artículo, que seguía escribiendo mientras comía. Otros… podía sentir sus ojos… la estudiaban más abiertamente, sin duda evaluándola como la hermana de «Eve», de Roses. Su taza de café no llegaba a vaciarse hasta la mitad, cuando aparecía Teddy Ruckner, el único lo bastante osado para aventurarse tan cerca de ella, y se la llenaba de nuevo. Cuando el plato estuvo vacío y rebañado, apareció con una porción de tarta de manzana seca.

– Cortesía de la casa -dijo-. En realidad, toda la comida.

– Oh, señor Ruckner, no puedo aceptarlo.

– No, insisto. Es usted lo mejor que ha venido por aquí desde la última remesa de fruta fresca. Disfrute de la tarta.

Abrumada por ser de nuevo el centro de atención, Sarah se concentró en la tarta. Había comido la mitad cuando escuchó saludos repetidos de «Buenos días, marshal».

– Buenos días, muchachos -fue la respuesta del recién llegado que se abrió paso entre el grupo. Caminó arrastrando los pies y se detuvo junto a la mesa de Sarah con las piernas separadas y las manos en las caderas. Aún con la cabeza gacha, ella vio los pantalones negros y el arma en la cadera y supo quién era. Alzó la vista con lentitud hacia la estrella plateada en la chaqueta, el bigote rojizo y el sombrero de vaqueronegro que no se había quitado. A la luz del día su rostro estaba salpicado de pecas como una azucena atigrada… ella nunca había sentido excesiva predilección por los bigotes ni por las pecas. Parecía fuerte como una mula y casi tan guapo debido a los ojos grises y la mueca en la punta de la nariz. Sarah supuso que algunas mujeres lo considerarían atractivo. Sin embargo, a ella, todo en él le causaba aversión, empezando por su desfachatez.

– Señor Campbell -dijo con frialdad, aunque comenzando a sonrojarse. Él se tocó el ala del sombrero.

– Señorita Merritt. Me preguntaba a qué obedecía todo este alboroto.

– ¿Alboroto?

– Cada vez que los hombres corren a reunirse en algún sitio, es mi deber averiguar qué los atrae. Por lo general es una pelea.

El rubor de Sarah se intensificó al pensar que el marshal de Deadwood frecuentaba los prostíbulos, había trabado relación carnal con su hermana e incluso había ofrecido pagar por sus servicios la noche anterior, todo ello una hora después de su llegada al pueblo. Repulsivo y engreído, permanecía de pie frente a ella con el Colt 45 en la cadera, desafiándola.

– Así que marshal Campbell, ¿eh?

– Exactamente.

Apoyó el tenedor en el plato y lo miró a los ojos, hablando lo bastante alto para que se la oyera en cada rincón del comedor.

– ¿Es normal aquí, en la frontera, que el marshal del pueblo sea cliente de los prostíbulos en lugar de intentar cerrarlos?

El muy estúpido carecía de la suficiente dignidad para sentirse insultado. Echó la cabeza hacia atrás y rió junto a la mitad de los hombres al tiempo que enganchaba el pulgar en el cinturón de su cartuchera en actitud prepotente.

– Se irrita con facilidad, ¿verdad?

Exasperada por la actitud arrogante y la mirada burlona de Campbell, Sarah se quitó las gafas y se puso en pie.

– Si me disculpa, marshal, tengo que ocuparme de mi periódico. -Recogió sus cosas, se detuvo junto a la silla y alzando la voz dijo dirigiéndose a la concurrencia-: Caballeros, mi nombre es Sarah Merritt. Acabo de llegar de St. Louis y espero publicar un periódico aquí en Deadwood. Estoy buscando dos cosas y me sentiría muy agradecida si alguno de ustedes pudiera ayudarme a conseguirlas. En primer lugar, necesito un edificio para alquilar o comprar… preferentemente de madera y no de lona. Y, segundo, necesito noticias. Ningún editor puede imprimir un periódico sin ellas, así que, por favor… siéntanse con derecho a detenerme dondequiera que me vean y explicarme lo que sucede a lo largo y ancho del Cañón Deadwood. Deseo que el Deadwood Chronicle sea su periódico.

Cuando acabó de hablar, alguien en un rincón lejano gritó:

– ¡Eh, muchachos! ¿qué os parece si le damos la bienvenida a la pequeña dama? -Una aclamación se elevó proveniente de docenas de voces masculinas (todas excepto la de Campbell). Ahora sí se acercaron ofreciendo sus manos, presentándose… hombres con nombres como Shorty, Baldy, Colorado Dick y Potato Creek Johnny; hombres con dientes rotos, ropa sucia y manos tan ásperas como el terreno en que trabajaban; hombres con daguerrotipos en los bolsillos y esposas en hogares remotos; hombres sedientos de mujeres, presentándole sus respetos.

Le indicaron dónde encontrar a Craven Lee, que le podría informar sobre una propiedad disponible, a Patrick Bradigan para devolverle el dólar con cincuenta que le había prestado; también se enteró de que su prensa de imprimir había llegado en una caravana de mulas y permanecía guardada en la estación de carga, cuyo encargado era un hombre llamado Dutch van Aark.

Entretanto, el marshal Campbell se mantenía apartado, observando, haciendo a Sarah blanco de su vigilancia turbadora; cuando se encaminaba hacia la puerta le dijo:

– Venga a verme. Hemos de hablar del tema de la licencia para su periódico.

Ella salió ignorándolo y pensando: «¡antes te veré en el infierno, Campbell!».

Comenzó por Craven Lee, responsable de la concesión de terrenos y administrador de bienes. Lo encontró en una cabaña de troncos de Main Street; él le notificó que por el momento no podía ayudarla. La lista de posibles compradores era tan larga como el invierno noruego y Graven Lee le aconsejó que se quedara donde estaba. Al menos tenía un techo y una cama donde dormir.

Luego fue a ver a Bradigan al bar El Bisonte Jorobado, donde había comenzado la mañana bebiendo para aliviar los temblores provocados por la borrachera de la noche anterior. Sarah entró y, una vez más, las cabezas se volvieron hacia ella… todas menos la de Bradigan. Estaba frente al mostrador con un vaso en la mano.

– Buenos días señor Bradigan -dijo.

El hombre se giró con lentitud antes de quitar los codos de la barra y enderezarse hueso por hueso al estilo de un borracho habitual.

– Buenos días, señorita Merritt.

A ella le sorprendió que recordara su nombre. Bradigan trató de quitarse el sombrero pero ni siquiera llegó a tocarlo.

– Le debo un dólar y medio en oro en polvo. -Sarah cogió su bolsito y aflojó la cinta.

Él la observó con ojos inyectados en sangre, asimilando por unos instantes lo que le acababan de decir antes de contestar con un marcado acento irlandés que brotó tan lentamente como un deshielo de primavera.

– No, hermosa dama. Mi bolsa fue afortunada. Fue un placer para mí poder ayudarla.

Ni forzando su imaginación hasta el límite, Sarah podía considerarse una hermosa dama.

– Señor Bradigan, por favor… -se apresuró a contestar en voz baja, lanzando una mirada fugaz al cantinero y a varios clientes que los observaban y escuchaban-. Yo pago mis deudas, y anoche no estaba del todo segura de que usted supiera que estaba dejando dinero a alguien.

El hombre levantó el dedo índice, esbozó una sonrisa vacilante y volvió su atención al vaso de whisky. Lo alzó hacia ella y exclamó:

– Bienvenida a Deadwood, señorita Sarah Merritt.

Dándose cuenta de que no lograría que Bradigan aceptara su oro, Sarah entregó la bolsa al cantinero.

– Tome. Por favor, saque el valor de un dólar y medio y sírvale al señor Bradigan lo que desee por ese valor.

Antes de marcharse, añadió:

– Gracias otra vez, señor Bradigan. -Él la miró a los ojos y, en silencio, inclinó la cabeza sobre el vaso de whisky.

Era la una del mediodía cuando salió de nuevo a la calle. Supuso que a esa hora los residentes de Rose's ya estarían despiertos. Se dirigió hacia el páramo con nerviosismo; se había quitado el abrigo y ahora lo llevaba bajo el brazo. Hacía bastante calor y las moscas zumbaban sobre los excrementos en la calle. Una sucesión constante de carretas iba y venía a lo largo de Main Street, compitiendo con el tránsito peatonal. De todos los rostros que vio, ninguno era de mujer. Comenzaba a entender por qué tanto ella como su hermana y las demás muchachas despertaban tal expectación en Deadwood. En Rose's, la puerta estaba abierta… Toda una sorpresa. Había esperado tener que buscar una entrada trasera o golpear la puerta hasta romperse los nudillos para recibir una respuesta. Muy al contrario, ésta se abrió con solo tocarla y Sarah entró en la misma habitación sombría y atestada de humo de la noche anterior. No había ni un alma. El olor a whisky rancio y a escupideras sin lavar impregnaba el local. Había también un intenso olor a sulfuro que ya había notado por la noche. El salón estaba a oscuras. Las cortinas rojas estaban corridas, impidiendo la entrada de la luz de mediodía, a excepción de un pequeño triángulo, que se filtraba por el extremo más cercano al suelo. En la penumbra, Sarah examinó detenidamente el lugar: en la pared colgaba el cuadro, cuya presencia ya había advertido la noche anterior, de una mujer entrada en carnes y desnuda, reclinada sobre un banco borroso, con un velo entrelazado entre los muslos y el vello púbico a la vista; un letrero en la pared con un dedo señalando hacia el pasillo rezaba: baño obligatorio; otro decía menú. Se acercó y lo leyó.


el baño

el viaje

el francés

mitad y mitad

con exhibición

cita fuera


Pasmada, Sarah comprendió que el menú no tenía nada que ver con comida. Se sintió sucia y apartó la mirada. Había una puerta abierta a la izquierda de las escaleras. La atravesó, encontrándose en un largo pasillo con una puerta abierta al fondo, donde algunas voces, la luz de las ventanas, el repicar de cubiertos contra platos y el olor a comida denotaban la presencia de un comedor. Mientras avanzaba, el olor a sulfuro se hacía más intenso. Halló el origen… un cuarto a la izquierda del pasillo con una enorme bañera de cobre, toneles de madera con agua, una estufa de hierro para calentarla y suelo de madera húmedo. Su repugnancia se avivó cuando se dio cuenta de que los baños obligatorios eran rociados con ácido fénico… para despiojar.

Apretándose la nariz con los dedos índice y pulgar, continuó hacia el extremo del pasillo; se detuvo poco antes de llegar a la puerta y escuchó en silencio.

– … era evidente que nunca antes lo había hecho. El bulto en sus pantalones era más grande que la pata de un cerdo, así que le dije: «Apuesto a que te cuelga como a un toro, querido. Sácalo y echémosle un vistazo».

– ¿Lo hizo?

– Estaba demasiado asustado. Se quedó parado con la nuez brincándole en la garganta y la cara más roja que un hierro de marcar, así que tuve que tomar la iniciativa. Le cogí la mano y se la puse dentro del pantalón para ver qué hacía, y él…

Sarah se asomó.

– Con permiso.

La narración quedó interrumpida. Todas las cabezas se volvieron hacia ella.

Adelaide estaba sentada a una mesa con otras cuatro mujeres, Flossie entre ellas, con una bata azul cobalto y comiendo estofado de pollo y pudín. En la pared más alejada de la puerta, una mujer gorda preparaba café en un hornillo de hierro colado. La mujer de tez morena que había estado hablando miró a Sarah, luego a Eve y de nuevo a Sarah.

– Me gustaría hablar contigo, Adelaide.

La expresión de Adelaide se endureció.

– ¡Qué estás haciendo aquí! Te dije anoche que no quería volver a verte. Así que lárgate. -Y dicho esto siguió comiendo.

– He recorrido mil seiscientos kilómetros para verte y no me iré hasta que hayamos hablado.

– Flossie. -Adelaide señaló a Sarah con el tenedor-. Deshazte de ella.

La mujer india echó la silla hacia atrás y Sarah experimentó otra punzada de terror. Pero su padre le había enseñado que el requisito indispensable de una buena editora era el coraje.

– ¡Espera un momento! -gritó con firmeza, al tiempo que entraba en la habitación con el corazón agitado y apuntando a Addie con el dedo índice-. No soy uno de tus clientes a quienes puedes echar a la calle. Soy tu hermana y estoy aquí porque me preocupo por tí. Puedes echarme o incluso hacer que me golpeen, si es eso lo que quieres, pero no pienso irme. Nuestro padre ha muerto y te traigo lo que te corresponde de la herencia. También he traído su imprenta y pienso establecerme en Deadwood y publicar un periódico, de modo que o hablas conmigo ahora o te verás expuesta a un insistente acoso por mi parte. ¿Qué me dices?

Aquella repentina agresividad detuvo a Flossie y envalentonó a Sarah, que clavó la mirada en su hermana con determinación. Al ver la obstinada expresión de Addie, continuó:

– Es más, tengo un mensaje de Robert para tí. En lo que a eso respecta, tienes tres opciones: puedo decírtelo aquí en presencia de tus amigas, publicarlo en primera página en la primera edición del periódico, o puedes llevarme a algún sitio donde podamos hablar en privado. ¿Qué me dices? -Adelaide apretó los dientes, arrojó el tenedor contra el plato y se puso en pie bruscamente, quedando por un momento la silla en precario equilibrio sobre las patas traseras.

– ¡De acuerdo, maldita sea, pero sólo cinco minutos! Luego te irás por las buenas o Flossie te ayudará a hacerlo. ¿Está claro? -Salió de la cocina con paso arrogante, atravesó el pasillo y subió las escaleras con su bata azul ondeando. Sarah la seguía a un paso.

Antes de abandonar la cocina, Sarah señaló con un dedo la nariz de Flossie y le advirtió:

– Si alguna vez vuelves a ponerme una mano encima, lo lamentarás.

Arriba, Addie la guió por un corredor estrecho y oscuro hasta la tercera habitación a mano izquierda. La puerta se cerró con estrépito detrás de ellas y Addie se volvió hacia su hermana con los brazos fuertemente cruzados bajo los pechos.

– Bueno, sé breve.

Ya que la temeridad había dado resultado hasta el momento, Sarah recurrió a ella una vez más.

– Si éste es el cuarto donde trabajas, me niego a hablar contigo aquí.

– Esta es mi habitación privada. Trabajo en el cuarto de al lado. -Inclinó la cabeza hacia un lado-. ¡Ahora empieza de una vez porque me estás haciendo perder el tiempo, hermanita mayor!

– ¿Aquí vives? -Sarah observó la pequeña y sombría habitación con una única cama, una cortina de muselina áspera y sucia en la ventana y anuncios de obras teatrales sujetos con chinchetas adornando las toscas paredes. Había una alfombra, una colcha, un tocador ordinario, un espejo, una silla, una cómoda y, en el suelo, junto a la puerta, una palangana de porcelana. Una hilera de colgadores en la pared exhibía una colección de vestidos baratos y de colores llamativos muy similares al que Addie llevaba puesto la noche anterior. Los únicos objetos que daban cierta calidez al ambiente eran unas rosas de papel descoloridas en la pared y, sobre la cama, un gato de peluche hecho con piel de zorro roja y raída. Al verlo, el corazón de Sarah se encogió: era el único rastro de la Adelaide que ella recordaba: de niñas, habían tenido un gato como mascota.

– Veo que aún tienes un gato -comentó con una sonrisa de complicidad volviéndose hacia ella, que enarcó una ceja y mantuvo los brazos cruzados.

– Adelante, di lo que tengas que decir.

Lo que Sarah deseaba decir era ¿por qué?, ¿por qué este lugar?, ¿esta profesión?, ¿este aparente odio hacia mí, que lo único que hice fue ser la madre que te faltó? Pero por ahora no obtendría respuestas a esas preguntas; estaba claro.

– Muy bien, Addie. -Hablaba en voz baja, ahora sin severidad-. Papá murió la primavera pasada. Vendí la casa, los muebles y el edificio de la calle Market. Lo único que he conservado es la imprenta, su escritorio y las pocas cosas que necesitaré para sacar adelante el periódico. Aquí está la mitad que te corresponde. -Abrió el bolsito de organdí.

– ¡No quiero su dinero!

– Pero Addie, con él podrías dejar este lugar.

– No quiero dejar este lugar.

– ¿Cómo puedes decir eso? Es espantoso.

– Si sólo has venido para eso, ya puedes coger su dinero y largarte de aquí.

Sarah observó a su hermana con tristeza.

– Él nunca superó tu huida, Addie.

– ¡No quiero saber nada de él! -insistió-. ¡Te he dicho que mi padre me importa un comino!

Pese a la violencia casi demente con que hablaba Addie, Sarah se obligó a continuar.

– Contrajo diabetes un año después de que nos dejaras. Al principio, sólo noté que se le veía algo débil, pero luego su mente comenzó a ceder, su apetito se volvió caprichoso y, con el tiempo, su aparato digestivo dejó de funcionar. Al final, no tenía capacidad de retención y sufría dolores intensos. Los médicos hacían todo lo posible por aliviarle los fuertes dolores que padecía… con glicerina, cloroformo, cloruro de hierro… pero su debilidad fue a peor hasta que quedó encogido como un pichón. Siempre fue un hombre orgulloso; resultó muy duro para él. Por aquel entonces, yo ya me ocupaba del periódico. Antes de morir, me hizo jurarle que haría todo lo posible por encontrarte. Deseaba que estuviéramos juntas. -Con ternura añadió-: Eres mi hermana, Addie.

– Un accidente de nacimiento. Mi voluntad no tiene nada que ver. -Addie se apartó y miró por la ventana.

– ¿Por qué te fuiste? -Ante el silencio de Addie, Sarah continuó diciendo con voz suplicante-: ¿Fue por algo que yo hice?… Por favor, Addie, háblame.

– Las mujeres que trabajan en lugares como éste no hablan con mujeres del exterior. Será mejor que lo tengas en cuenta.

Sarah contempló durante largo rato los hombros de su hermana antes de decir en un susurro, como para sí:

– ¿Fue por algo que hizo Robert? él se ha sentido tan culpable como yo todos estos años.

El cabello en la parte trasera de la cabeza de Addie era tan recio como cerdas de jabalí, despeinado, dejaba al descubierto algunas zonas donde el rubio natural asomaba como el blanco en la garganta de un lirio púrpura. La visión entristeció a Sarah.

– Le hiciste mucho daño a Robert, Addie. Él pensaba que le amabas.

– Me gustaría que te fueras -susurró Addie. Ya no había odio ni resentimiento en su voz; era tan serena como la de un médico pidiendo a una visita que se alejara de la cama de un enfermo grave.

Transcurridos unos instantes en el más absoluto silencio, Sarah musitó:

– Robert no se ha casado, Addie. Eso es lo que él quería que supieras.

Frente a la ventana, tercamente cruzada de brazos, Adelaide Merritt se sintió amenazada por la proximidad del llanto, pero logró contenerlo. Sintió que Sarah, a sus espaldas, se dirigía a la puerta, oyó el ruido del pomo al girar y el crujir de las bisagras. Sabía que su hermana estaba en la puerta abierta observándola, pero no se giró.

– Aún no he encontrado un local para el periódico -añadió Sarah-, pero estoy alojada en el Grand Central. Búscame allí si quieres que hablemos. ¿Lo harás, Addie?

Addie no hizo el más mínimo movimiento.

Sarah observó la bata azul de su hermana y se le formó un enorme nudo de tristeza en la garganta. Addie era toda la familia que le quedaba y necesitaba tocarla aunque sólo fuera una vez. Habían salido del mismo vientre y habían sido engendradas por el mismo padre. Cruzó el cuarto, le apoyó una mano en el hombro y lo sintió tensarse.

– Si no lo haces, volveré pronto. Adiós, Addie.

Después de que la puerta se cerrara, Addie permaneció largo rato junto a la ventana, la mirada posada en unos matorrales secos, donde un pobre arbusto, lejos de su habitat natural, había echado raíces. Sus pocos frutos se estaban marchitando, pasando su color de blanco a marrón, contrariamente al proceso de Addie… la pobre y descarriada Addie… que, a medida que se marchitaba, pasaba del saludable color bronce al blanco pálido; y no era de extrañar, lejos su piel de los rayos del sol, aislada de la gente normal, una prisionera voluntaria más que circunstancial. Había cambiado de nombre, de color de pelo, de forma de vestir y de credo. Había atravesado la mitad del país con la esperanza de no volver a ver nunca más a nadie que le recordara su hogar. Y ahora, ahí estaba Sarah, dispuesta a desenterrar el pasado con todos sus anhelos, su sordidez y su culpa secreta. Para traer noticias de Robert, aquel joven puro de piel limpia y espíritu inmaculado que había visto en Addie sólo lo que deseaba ver. Robert… que en una ocasión la había besado con candor inocente… Robert… que no se había casado.

Las lágrimas eran un lujo que Addie hacía años que no se permitía. ¿De qué servían las lágrimas? ¿Podían modificar el pasado? ¿Cambiar el presente? ¿Alterar el futuro?

Parpadeando para contener las pocas que se habían formado en sus ojos, negándose a enjuagarse ni siquiera los lagrimales, se echó sobre la cama y apretó su cuerpo contra el del gato de piel de zorro, al tiempo que se acurrucaba de tal modo que las rodillas casi le tocaban la frente. Enterró el rostro en el animal de peluche y cerró los ojos con fuerza. Sus pies desnudos y sucios estaban uno encima del otro, los dedos encorvados y los músculos de su estómago contraídos. Durante algunos minutos, sólo los dedos de su mano se movieron entre el cuerpo del animalito. Luego, aún encogida, cerró un puño y golpeó contra el colchón. Una vez. Y otra. Y otra.

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