Capítulo Cinco

Cuando Sarah entró en la cocina de Emma Dawkins, supo que había encontrado una amiga. Emma, al verla, se apartó con rapidez del hornillo de hierro negro, atravesó la habitación y la abrazó.

– Santo Dios, qué día debes de haber tenido. Me he enterado de todo. Ninguna mujer debería pasar por algo así. Bueno, ahora siéntate y bebe una taza de café bien cargado mientras las chicas me ayudan con la cena. Una buena comida caliente te sentará bien. Estas son mis hijas, Lettie y Geneva, de doce y diez años, y él es mi marido, Byron. -Se dirigió al grupo y dijo-: Ella es Sarah Merritt, la mujer de quién os he hablado.

Lettie era una belleza delgada de pelo negro. Era una versión femenina de Josh. Geneva todavía mostraba una cierta obesidad adolescente y tenía unos pronunciados hoyuelos en las mejillas, que pronto seducirían a los jóvenes del pueblo. Byron era un hombre de lo más normal; tenía la cara pálida, como cubierta por una fina capa de harina tras un día de trabajo en la panadería. Flaco, de piel aún más blanca en el reverso de los brazos delgados, fuertes y llenos de venas azules, tenía el pelo castaño y lacio, y lucía un buen afeitado. Mirándolos a él y a Emma, Sarah se preguntó de dónde provendría el hermoso pelo oscuro de Lettie y de Josh. Byron se aproximó y estrechó la mano de Sarah inclinando la cabeza con timidez.

– Bienvenida -dijo con sencillez-. ¿No quieres sentarte?

La cena era deliciosa: bollos de col rellenos de una mezcla de carne y arroz, sazonados con cebolla y pimienta inglesa y acompañados de una interminable provisión de pan caliente. Sin embargo, no había mantequilla. Emma le explicó que la falta de pastos imposibilitaba el mantenimiento de vacas lecheras, excepto en las tierras altas; así que se usaba mucho la leche de cabra. La falta de ganado ocasionaba la escasez de mantequilla, de modo que la gente del pueblo se las arreglaba con manteca de cerdo salada para el pan.

Sarah apuntó el dato en la libretita y añadió que la carnicería vendía en su mayor parte animales de caza y aves silvestres.

De postre, comieron una maravillosa tarta de manzana con canela, y tomaron café.

Las chicas sirvieron y quitaron los platos sin esperar las órdenes de su madre; sus modales y buena educación impresionaron a Sarah. Los Dawkins eran una familia acogedora que hablaba y reía en la mesa; la presencia de Sarah era aceptada como la de una vieja amiga. Durante la comida, se enteró de que los tres hijos ayudaban a sus padres en la panadería y que ninguno había asistido a la escuela desde el año anterior, cuando aún vivían en Iowa.

Sarah hizo otra anotación en su libreta; esta anotación llevaba el título de: «La necesidad de una escuela».

– ¿Cuántos niños calculáis que hay en el cañón?

Esta pregunta llevó a una enumeración de nombres en la que toda la familia participó, mientras Sarah redactaba una lista que incluía la ubicación de los hogares.

Cuando en la mesa sólo quedaban las tazas de café vacías, Sarah dijo:

– Quiero agradeceros que hayáis prescindido de Josh, para que ayudara a Patrick Bradigan a instalar mi oficina.

– No nos lo agradezcas a nosotros. Él era el primer interesado, y en la panadería no quedaba prácticamente nada que hacer.

– De todos modos, habéis sido muy amables al enviarlo. Además, ha hecho un buen trabajo. Ha ayudado a Bradigan con la imprenta, y juntos han impreso trescientos veinticinco ejemplares del periódico.

– ¡Trescientos veinticinco!

– Eso es exactamente lo que dije yo al enterarme. Pero Bradigan me ha asegurado que no habrá problemas para venderlos. De hecho, Josh me ha pedido trabajo como vendedor.

Al otro lado de la mesa, los ojos marrones de Josh se agrandaron. Nadie habló, de modo que Sarah prosiguió:

– Josh me ha dicho que le interesa aprender el oficio de editor. Si pudierais prescindir de él en la panadería, yo podría pagarle cincuenta centavos al día por el trabajo que hiciera en la oficina.

Josh se quedó boquiabierto. Sus padres se miraron mientras Sarah miraba al muchacho.

– Es un trabajador voluntarioso y a Bradigan le pareció que mantenía un buen ritmo cargando el papel. Podría vender ejemplares en la calle, si quiere. Y cuando lleguen las heladas, necesitaré que vaya a la oficina y encienda temprano el fuego para derretir la tinta.

– ¿Puedo, papá? -Los ojos de Josh brillaban con excitación.

Byron miró a su hijo y luego a su esposa.

– ¿Qué opinas, Emma?

Emma se volvió hacia Josh.

– ¿Prefieres aprender este oficio a ser panadero como tu padre?

Josh se inclinó hacia delante con ansiedad. Su mirada se paseó veloz entre sus padres y finalmente acabó en Emma.

– Cincuenta centavos al día, mamá, y la señorita Merritt dice que podría enseñarme a componer tipos.

– Y quizá, con el tiempo, a escribir artículos -intervino Sarah-. No es una escuela, pero hasta que tengamos una en Deadwood, será lo más parecido. Trabajará con palabras y… ¡piensen!… ¿existe poder más grande que el de la palabra escrita? Mi padre siempre decía que quien sabe manejar las palabras, sabe manejar a los hombres. Sería una maravillosa oportunidad para Josh.

– Bueno… ya que aún contamos con las chicas para que nos ayuden en la panadería… -dijo Emma como tratando de convencerse a sí misma.

– Si eso es lo que quieres, hijo -dijo Byron-, supongo que no tenemos derecho a negarnos.

Josh empujó la silla hacia atrás y se puso en pie de un salto, sonriendo feliz.

– Puedo hacer todo eso y mucho más. Puedo vender subscripciones de puerta en puerta y limpiar la oficina al terminar el día; quitar la nieve de la puerta en invierno, traer la leña, coger los recados cuando usted no esté. ¡Le prometo que no se arrepentirá de haberme contratado, señorita Merritt!

– De eso estoy segura -contestó Sarah con una sonrisa.

Más tarde, Sarah y Emma se quedaron solas en la cocina, charlando.

– Es una suerte haber dado con Josh tan pronto. Me será muy útil, lo sé.

Emma estaba zurciendo una media tensada alrededor de una perilla de madera. Habló sin levantar los ojos de su labor.

– Es triste ver crecer a los hijos. Uno sabe que algún día han de volar del nido, pero cuando llega el momento, nunca se está lo bastante preparado. Ahora Josh nos deja para ganar el primer sueldo por su cuenta… -Dejó de coser y se quedó quieta, en actitud cavilante.

Sarah se inclinó hacia delante y le cubrió una mano con la suya. Las dos mujeres se miraron a los ojos.

– ¿Debí consultarte antes?

– Oh, no, no es eso. Josh es muy inteligente. Si quieres saber la verdad, nunca creí que amasar harina fuera suficiente para él.

Aliviada, Sarah se reclinó en el respaldo de la silla.

– Viendo su entusiasmo esta noche, me acordé de la primera vez que ayudé a mi padre. Tenía doce años cuando me dejó componer un artículo por primera vez. Era un artículo de relleno, corto, sobre cómo secar semillas de flores para su almacenamiento invernal, unas quince líneas más o menos. Cuando terminé de componerlo, mi padre se deshizo en elogios y me preguntó cómo había logrado hacerlo con tanta rapidez. Bueno, el secreto era que yo solía jugar a «la editora» siempre que podía y aprovechaba cualquier ocasión, como cuando él estaba ocupado en su escritorio o tirando unas pruebas; entonces hacía lo que suelen hacer todos los niños… imitar. Él oía el ruido seco de los tipos y me decía: «Luego déjalo todo en su sitio, Sarah». De modo que cuando me permitió hacerlo oficialmente por primera vez, ya poseía unos conocimientos básicos sobre la disposición de los tipos en la caja y, de hecho, podía encontrar algunas letras sin mirar.

– Estabas muy unida a tu padre, ¿verdad?

El recuerdo de su maestro ensombreció por un momento el semblante de Sarah.

– Sí.

– ¿Y tu madre?

Sarah bajó la mirada hacia la taza de café.

– Mi madre huyó con otro hombre cuando yo tenía siete años. Casi no me acuerdo de ella.

– Oh, Sarah. Es terrible.

– Salimos adelante. Contratamos a un ama de llaves; y Addie y yo todavía teníamos a papá. -Emma la miró con ojos compasivos antes de seguir cosiendo.

– De modo que tienes una hermana. -Por el tono voz, era obvio que había oído algún rumor.

– Sí.

– ¿Es verdad que has venido aquí a buscarla y la has encontrado trabajando en ese local llamado Rose's?

– Así es. -Los ojos de Sarah adoptaron un aire distante-. Ojalá supiera por qué.

– Perdona mi indiscrección.

– No, Emma, no me molesta en absoluto, y además ¿qué más da? Todo el pueblo lo sabe.

– ¿No es curioso que dos hermanas acaben siendo tan diferentes?

– Mmm… mi hermana y yo siempre fuimos muy distintas. -Sarah pasó una mano por el mantel con aire distraído, recordando-. Desde que tomé conciencia de que existía algo llamado belleza física, supe que ésa era la gran diferencia entre nosotras. Ella poseía la belleza y yo la inteligencia. Durante los años escolares, era a ella a quien las ancianas acariciaban el pelo, y a mí a quien daban palmadas en la espalda.

Emma la miró y esperó a que prosiguiera.

– Los niños siempre querían ser amigos de Addie, tanto los chicos como las chicas, mientras que, en cierta forma, solían apartarse de mí, como si los asustara. No era mi intención. Era sólo mi forma de ser. Cuando ellos salían a jugar, yo prefería leer. Los chicos tiraban de las trenzas a Addie y a mí me preguntaban cómo escribir las palabras difíciles. Addie ganaba los concursos de belleza infantil y yo los de lectura. Hasta papá nos trataba de manera diferente. A Addie la mimaba como a un bebé. Pero fue a mí a quien se llevó al taller tipográfico y a quien enseñó a componer tipos. Fui yo quien se convirtió en su aprendiz, en su mano derecha. Y no me malinterpretes… me sentía orgullosa de ello. Pero a veces me preguntaba por qué Addie no tenía que ir al taller y trabajar también. Desde luego, ahora comprendo que tuve suerte. Si Addie hubiera aprendido un oficio, tal vez no estaría haciendo lo que hace.

– No te culpes de que haya terminado en Rose's.

– ¿No? A veces me pregunto si fue algo que hice o dejé de hacer lo que la llevó a huir de casa. No era feliz allí y yo lo sabía, pero estaba tan ocupada ayudando a mi padre que no me tomé un día cualquiera unos minutos para sentarme a hablar con ella. Desde que mi madre nos abandonó, Addie se había convertido en una niña triste y, durante la adolescencia, se volvió más callada y retraída. Yo suponía que eran los transtornos del crecimiento.

– Deja de culparte -dijo Emma-. Hace poco que te conozco, pero por lo que veo, deduzco que no te resultó fácil crecer sin una madre.

Sarah suspiró y se irguió en la silla.

– Por Dios, nos hemos puesto un tanto lúgubres, ¿no crees?

El rostro de Emma se iluminó con una sonrisa y se puso en pie para volver a llenar las tazas de café. Mientras apoyaba la cafetera sobre el hornillo, preguntó:

– ¿Qué opinas de nuestro marshal?

Sarah la miró con brusquedad.

– Se me acaban de erizar los pelos de la nuca, ¿lo has notado? -Emma rió.

– Corren muchos rumores acerca de vosotros dos.

– No son rumores, es la verdad. Nos detestamos.

– Y, ¿por qué?

– ¡Por él! -replicó con enfado-. En mi primera noche en el pueblo, ¿a quién crees tú que me encontré a la puerta de Rose's? ¡A tu honorable marshal, nada más y nada menos!

– Es un hombre soltero, joven. ¿Qué esperabas?

– ¡Emma! -Los ojos y los labios de Sarah se abrieron con estupor.

– Soy realista, Sarah. Acabamos de enumerar a todas las familias del cañón. Las pocas mujeres casadas, tú, y las chicas de servicio constituimos toda la población femenina en casi quinientos kilómetros a la redonda. Y los hombres son hombres.

– ¡A él le pagan para hacer cumplir la ley, no para mofarse de ella!

– Es cierto y no lo estoy defendiendo. Estoy hablando de la naturaleza humana, de la naturaleza de los hombres.

– ¡También lo estás defendiendo!

– Bueno, tal vez sí.

– ¿Porqué?

– Porque creo que es hombre justo en lo que se refiere a la ley, y que tiene una tarea muy difícil de llevar a cabo: hacer que este pueblo sea habitable y seguro.

– ¿Y si fuera Byron quien frecuentara Rose's? ¿Serías igual de indulgente?

– Pero no lo es.

– Pero, ¿y si lo fuera?

– Byron y yo ya hemos hablado al respecto. Él es feliz en casa.

Sarah no tenía ni idea de que las personas casadas discutieran acerca de esos temas. Se sintió incómoda y ocultó la mirada tras su taza café.

– Bueno. -Emma dejó el zurcido y dijo sonriendo-: Bueno, parece que hay algo en lo que no estamos de acuerdo. Es un indicio de hasta qué punto podemos ser buenas amigas.

– Reconozco que a veces extremo demasiado el celo defendiendo ciertas causas.

– Supongo que así ha de ser una mujer en tu profesión, pero una mujer como yo debe considerar con realismo las tentaciones que el mundo ofrece a un hombre y asegurarse de que el suyo no se sienta seducido por ellas.

Quedaron en silencio durante un rato, dándose cuenta de que habían sido muy sinceras la una con la otra en aquella primera conversación personal.

– Así que…-dijo Emma.

– Así que…

– ¿Amigas?

– Sí, amigas.

Emma apretó el dorso de la mano de Sarah sobre el mantel.


Sarah recordaba la conversación de regreso al hotel. Antes de llegar a Deadwood, si hubiera tenido una discusión de esa índole con una mujer y ésta hubiera defendido un punto de vista similar al de Emma, hubiera cortado su relación con ella. Pero Emma le gustaba, la respetaba pese a todo y valoraba su amistad. Era esposa y madre, una mujer honrada con un matrimonio digno de elogio y, no obstante, adoptaba una postura liberal con respecto a las faltas del marshal

Tal vez todavía tenía cosas que aprender.

Ese pensamiento la desconcertó; siempre se había considerado una mujer madura para su edad. Veía la causa en la pérdida temprana de su madre, que la llevó a hacerse cargo tanto de su hermana como de su padre desde muy joven. De hecho, la dependencia de su padre hacia ella en el periódico había aumentado más y más con los años y, curiosamente, esa dependencia la había vuelto independiente, ya que le había brindado la oportunidad de demostrar su aptitud a una edad en que la mayoría de las jóvenes permanecían en sus casas bordando. Con su seriedad y formalidad había conseguido el éxito a través del esfuerzo. Cuanto más la elogiaba su padre, con más eficiencia trabajaba ella, hasta convertirse, finalmente, en una autoridad en el oficio, algo poco frecuente en una mujer.

Había desempeñado un papel de adulto durante tanto tiempo que había olvidado que aún le quedaba bastante por aprender. Habían pasado dos días desde su llegada a Deadwood y se había encontrado con situaciones y personas que la habían hecho cambiar.

Adelaide, por supuesto, era una de esas personas… ¿y quién podía saber la madurez que requeriría el aceptar la situación de su hermana?

El marshal… ese hombre le había hecho experimentar tal gama de nuevas emociones que se sentía algunos años más vieja tras las discusiones con él.

Y ahora Emma… una esposa y madre, buena y saludable, que le había ofrecido su amistad pero que, Sarah estaba segura, se proponía darle algunas lecciones sobre tolerancia. Bueno, tenía derecho a pensar lo que quisiera acerca de las visitas del marshal a los prostíbulos, pero ella estaba dispuesta a utilizar todo su poder, como mujer y como editora del Chronicle, para obligarle a cerrar esos locales.


A la mañana siguiente, se despertó temprano, cogió ropa limpia y fue a la casa de baños, donde se sumergió hasta las axilas en una bañera de cobre llena de agua caliente. Allí disfrutó del inhabitual placer de sentirse caliente, limpia y relajada. Se secó el pelo con una toalla y se lo recogió; se vistió y enrolló la ropa sucia en un hatillo para dejarla en la lavandería. Abrió la puerta, salió al pasillo y se encontró cara a cara con Noah Campbell, que llevaba bajo el brazo la ropa sucia.

Se pararon en seco.

Parecía que una manada de bisontes hubiera pasado por encima suyo, a juzgar por su cara hinchada. Lucía ocho tonos diferentes de azul, púrpura y rosa. Su ojo izquierdo supuraba como la piel de un tomate demasiado maduro y el labio inferior estaba más grande que el de van Aark. No llevaba sombrero, cosa que podría haber ayudado a disimular las heridas. Una simple mirada a Campbell, y a Sarah se le hizo un nudo en la garganta.

– Marshal -murmuró con voz tensa e inexpresiva.

Campbell le saludó con un rígido gesto.

– Lo siento mucho -dijo refiriéndose a su cara.

– No me cabe ninguna duda -replicó él con sarcasmo.

– ¿Cómo está su amigo, el señor Blevins?

– Aclaremos las cosas, señorita Merritt. -Bajo el bigote, su boca estaba contraída y reseca-. Usted no me gusta y yo a usted tampoco, así que, ¿por qué pretende entablar una conversación cortés cada vez que nos encontramos? Manténgase alejada de mí, déjeme hacer mi trabajo y puede que hasta parezca que nos soportamos.

Le dio la espalda y se marchó taconeando ruidosamente por el pasillo, dejándola roja de vergüenza e indignación.

«¡Desgraciado, insoportable patán pecoso!»

Estaba tan furiosa que fue a casa de Emma a desahogarse. Emma se limpió las manos en su delantal blanco remendado y preguntó:

– ¿Cual es esta mañana la causa de tu enfado?

– ¡El marshal Campbell, cuál si no!

– ¿Ya os habéis visto hoy?

– En la casa de baños. ¡Es detestable!

– Probablemente él piensa lo mismo de tí. Toma, come un panecillo caliente y cálmate. Te vas a tener que acostumbrar, porque en un pueblo tan pequeño, difícilmente dejarás de verlo algún día.

Sarah dio un violento mordisco al panecillo y masticó con la boca abierta.

– ¡Acabaré con él, o con los burdeles, o con ambos, Emma, no olvides mis palabras!

Emma se rió.

– Entonces, buena suerte -dijo.

Josh apareció en la estancia y Sarah trató de tranquilizarse.

– Buenos días, señorita Merritt.

– Hola, Josh. ¿Por qué no me llamas Sarah?

– Lo intentaré.

Sarah sonrió. Emma y Byron tenían unos hijos estupendos.

– Iba a la oficina -dijo Josh.

– Yo también. ¿Vamos juntos?

Sarah cogió algunos panecillos más y ambos se dirigieron hacia la oficina del Chronicle. Hacía un día hermoso, el pueblo estaba en plena actividad y ella se obligó a apartar al marshal de sus pensamientos.

– He estado pensando -dijo a su nuevo aprendiz- sobre la primera edición del periódico… creo que nos saldría a cuenta distribuirlo gratuitamente. ¿Qué te parece?

A Josh le sorprendió ser consultado.

– ¡Pero… bueno… si los vendiera a un centavo cada uno ganaría tres dólares y veinticinco centavos!

– Pero si regalo este primer ejemplar, me proporcionará clientela, luego puedo imprimir el siguiente número con dos páginas y venderlo a tres centavos, o cuatro, incluso cinco. ¿Qué me dices?

Decidieron que el primer ejemplar sería gratuito.En la oficina, Sarah le dio a Josh una bolsa de lona para llevar los diarios. Estaba a punto de abrir la puerta, cuando Sarah le dijo:

– Deja uno en la puerta de cada casa y de cada negocio, después recorre el cañón y repártelos entre los mineros.

– Sí, señorita. -Abrió la puerta.

– Ah… Josh.

– ¿Sí?

– En todos los negocios excepto en el páramo. No te quiero ver cerca de esos locales.

– Sí, señorita. -Se giró para irse.

– Una cosa más. Asegúrate de que el marshal recibe un ejemplar. Entrégaselo en mano, ¿entendido?

– Sí, señorita.

Cuando Josh se hubo ido, Sarah consultó la hora. Había aceptado probar a Patrick Bradigan como componedor de tipos y se habían citado a las ocho en la oficina. Ya eran las ocho y veinte y el irlandés no daba señales de vida.

Llegó a las ocho y cincuenta, con los ojos congestionados y de buen humor. Llevaba una levita de paño marrón, el componedor en el bolsillo y una bufanda roja atada con elegancia alrededor del cuello.

– Muy buenos días, señorita Merritt -dijo, quitándose un viejo sombrero negro de copa y haciendo una reverencia.

– Buenos días, señor Bradigan. ¿Me equivoco, o habíamos quedado a las ocho?

– ¿A las ocho? Pensaba que era a las nueve. Me dije: una belleza como la señorita Merritt debe dormir por lo menos hasta esa hora para tener unos ojos tan brillantes y azules.

– Y usted ha estado besando la piedra de Blarney, señor Bradigan. -Era un hombre agradable, pero ella mostraba escepticismo ante su actitud ya que sabía que marcar distancias era importante para el desarrollo posterior de su relación de trabajo. En tono de ligero reproche, le dijo-: Si quiere trabajar para mí, tendrá que entender desde el principio que no toleraré que se quede dormido, que llegue tarde o falte a una cita. Si me comprometo a imprimir dos periódicos a la semana, tengo que saber que puedo contar con mi equipo cuando lo necesite.

Bradigan se quitó el sombrero de nuevo y lo sostuvo a la altura del pecho, haciendo una exagerada reverencia. Ella ya se había dado cuenta de que era un experto en eso.

– Mis disculpas, señorita, no lo olvidaré.

– Bien. Entonces permítame… ¿puedo hacerle unas preguntas?

El hombre volvió a ponerse el sombrero.

– Puede-respondió.

– ¿Cuántos años tiene, señor Bradigan?

– Cumpliré cuarenta y dos el día de San Agustín.

– ¿Es usted tipógrafo profesional?

– Lo soy.

– ¿Dónde ha trabajado anteriormente?

– En Boston y en St. Louis, y en un montón de pueblos entre estas dos ciudades.

– ¿Con qué tipo de imprentas ha trabajado?

– Con las pequeñas… Gally, Cottrell, Potter… y también con las grandes… la Hoe Diez Cilindros. Incluso tuve oportunidad de probar una de las nuevas Liberty que ganó la medalla de oro en París el año pasado.

– Ah, ¿y qué tal?

– Una maravilla. Imprimía con tanta claridad como el arroyo Kilkenny, y distribuía la tinta a la perfección. Y el pedal le ahorraba mucho dolor y trabajo a mi pobre y cansada espalda.

– ¿Entonces por qué dejó el trabajo?

– Bueno, verá… -Tosió para aclararse la garganta y se rascó la sien-. Cierta joven dama me rompió el corazón. -Se llevó una mano al pecho y miró hacia el techo con expresión dolorida.

«Una historia creíble -pensó Sarah-. Probablemente llegaba borracho al trabajo con demasiada frecuencia y lo despidieron. O despertó atontado un mediodía y decidió que era hora de largarse.»

– ¿Con qué rapidez trabaja?

– Puedo componer dos mil emes por hora.

Sarah enarcó la ceja izquierda.

– Dos mil. -Era mucho.

– Mignon -agregó él, designando la clase de tipo.

– Como pudo ver ayer, yo uso básicamente Caslon para la estructura del tipo. Era el que utilizaba mi padre.

– El Caslon está bien. He trabajado con él también.

– De acuerdo, lo pondré a prueba, señor Bradigan. Un dólar cincuenta al día; trabajará de ocho a seis.

– Son condiciones aceptables.

– Entonces, trato hecho. -Se dieron la mano. Sarah sintió el típico temblor matinal de los alcohólicos-. Por el éxito del Deadwood Chronicle -exclamó.

– Por el éxito del Deadwood Chronicle -repitió él.

Tomando la delantera hacia el fondo, Sarah comentó:

– Antes que nada, quiero colgar el reloj de mi padre. Aprendí junto a su tic-tac y lo echo de menos cuando no está.

– Me pareció verlo ayer cuando lo trajimos todo. Creo saber en qué caja está.

Con la ayuda de Bradigan, Sarah extrajo el familiar Waterbury de su magnífico estuche de nogal, con su mecanismo de ocho días, péndulo ornamentado y elaborada talla artesanal. Cuando estuvo colgado en la pared, lo puso en hora: las 9:09; cerró la tapa de vidrio e hizo oscilar el péndulo. Se alejó unos pasos y lo contempló.

– Bueno, así está mejor. Espere a oírlo sonar. Parece la campana de una catedral y toca cada cuarto de hora.

– Ah -dijo él con admiración, al tiempo que oscilaba nervioso sobre sus tobillos.

Durante algunos segundos, escucharon el tic-tac; luego Sarah preguntó:

– ¿Hay yeso en este pueblo, señor Bradigan?

– ¿Ha dicho usted yeso?

– El reloj quedaba mucho mejor en las paredes enyesadas de nuestra oficina en St. Louis. Las echo de menos.

– No que yo sepa. No conozco a nadie que tenga paredes enyesadas.

– Entonces seamos los primeros. Lo encargaré al Correo del Pony Express hoy mismo. ¿Ya ha desayunado, señor Bradigan?

– ¿Desayunar, yo?

– He traído unos panecillos. ¿Quiere uno?

Cuando se lo ofreció, él retrocedió espantado, las manos en alto.

– No, no, ni en broma. Mi estómago no lo soportaría. A esta hora, imposible. Pero si no le molesta, beberé un trago… para lubricar las bisagras, ¿sabe? -Sacó una petaca de whisky de los anchos bolsillos de la levita y echó dos largos tragos.

Observándolo, ella comprendió que sería inútil reprenderle. Por mucho que le disgustara el mal hábito de Bradigan, en especial la forma tan poco discreta en que lo practicaba, Sarah sospechaba que si establecía restricciones respecto al consumo de alcohol, perdería un tipógrafo de dos mil emes por hora. Era lo que ella había supuesto… un tipógrafo errante que deambulaba de un lado a otro con el componedor en el bolsillo y que desaparecería sin previo aviso, al cabo de un año o menos, siguiendo la conducta habitual de los de su clase. El país estaba lleno de ellos, hombres que, hastiados de sus oficios, se habían tirado a la bebida para romper con la rutina, hombres de talento que con varios tragos en el cuerpo podían componer tipos como iluminados del oficio, pero cuyas manos, sin el beneficio del alcohol, temblaban como las de un anciano. A lo largo de los años, había visto a docenas de ellos entrar y salir de la oficina de su padre. Patrick Bradigan había necesitado hoy «lubricar las bisagras» antes de tocar los tipos por primera vez. Sarah dedujo que ese ritual se repetiría al inicio de cada jornada.

Se volvió y vio el artículo que había escrito acerca del disturbio y el posterior arresto el día anterior.

– ¿Puede leer mi letra? -Le preguntó a Bradigan mostrándole la hoja escrita.

– Tan bien como el libro de oraciones de mi anciana madre.

– Bueno, entonces le dejaré trabajar, ya que sabe mejor que yo dónde está todo.

Consultó la hora con disimulo… las 9 y 13 minutos… y comenzó a desembalar sus libros y herramientas pequeñas, fingiendo no prestarle atención. Bradigan se las arreglaba muy bien, tal como su padre se lo había enseñado a ella: se quitó la chaqueta y se arremangó, algo fundamental puesto que un puño almidonado podía ocasionar tipos sucios o por el suelo. Midió el ancho de las columnas del día anterior; ajustó el componedor a la medida adecuada; escogió el lingote de la medida conveniente; lo cogió con su mano izquierda, con el pulgar hacia dentro, los dedos doblados a través del extremo… impecable. Aunque de espaldas, Sarah era plenamente consciente del traqueteo cuando Bradigan comenzó a extraer los tipos… el codo izquierdo inclinado, haciendo que el componedor se adaptara a los tipos con una gran habilidad. Golpecito tras golpecito: espaciando, justificando, a un ritmo casi ininterrumpido.

No había mentido. Era rápido. Antes de que el reloj tocara el cuarto había llenado tres líneas y las había transferido a la galera. Ni siquiera el tañido lo distrajo.

– Tenía razón, es fabuloso -comentó con las manos en pleno movimiento.

Bradigan continuó creando la música que Sarah amaba mientras ella desembalaba sus cosas y sonreía por su buena fortuna. Pensó en su padre y en cómo, años atrás, habían trabajado de esa misma manera afable; y en su futuro y en todo lo que deseaba hacer y conseguir allí con ese periódico.

Pensó en Noah Campbell y se preguntó si ya habría leído el editorial.

Pensó en Addie, con toda seguridad dormida en su habitación, tras una noche en brazos de hombres como Campbell.

Ese pueblo necesitaba cambios, y ella, Sarah, estaba allí dispuesta a llevarlos a cabo.

Bradigan acabó la composición tipográfica del artículo y lo llevó al componedor, lo encuadró con el marco, lo rellenó con la fornitura, lo aseguró con cuñas y lo inclinó para verificar la justificación antes de llevarlo a la imprenta y tirar una prueba. Utilizó una paleta para extender una franja de tinta, deslizó el rodillo sobre ella de manera uniforme y entintó los tipos con cuatro pasadas exactas de la herramienta; el número ideal de veces: ni mucho ni poco. Cargó la frasqueta, tiró la prueba y se la entregó a Sarah para que la examinara.

– Gracias -murmuró ella. Se colocó las gafas y la examinó atentamente. Había elegido el Sans Serif Gótico para el titular… una combinación apropiada para la estructura Caslon. Los espacios eran uniformes; los bordes justificados, precisos; no había faltas ortográficas ni omisiones. Un trabajo correcto y rápido.

Se quitó las gafas, le devolvió la prueba y sonrió.

– Creo que nos llevaremos bien, señor Bradigan.


Sarah se pasó la mañana organizando la oficina y recibiendo a la gente del pueblo que entraba para darles la bienvenida a Deadwood a ella y al diario. Josh volvió de su distribución de ejemplares pidiendo más, así que él y Patrick pusieron otra vez la imprenta en funcionamiento, mientras Sarah iba a ver a Lawrence Chapline y al doctor Turley. Pagó al médico y se enteró de que True Blevins se recuperaba satisfactoriamente. Luego fue al banco de Elias Pinkney a retirar algo de oro en polvo y a acordar el texto del anuncio en el diario.

Cuando él la vio entrar saltó de la silla situada detrás de su escritorio y salió a su encuentro con una mano extendida.

– Señorita Merritt, bueno, bueno, qué agradable sorpresa tenerla de nuevo por aquí.

– Gracias, señor Pinkney. -Su nombre era verdaderamente apropiado [2]: sus mejillas, cabeza y boca eran tan rosadas como el vientre de un bebé; más rosadas cuanto más tiempo pasaba sonriendo y adueñándose de la mano de Sarah.

– Todos hablan del primer número de su periódico. Estamos muy orgullosos de tener por fin uno en Deadwood. Y por supuesto también lo estamos de tenerla a usted entre nosotros.

– Tengo entendido que debo agradecerle a usted que todo ello haya sido posible.

– Es un gran placer para mí poder serle útil.

Sarah soltó la mano del banquero con energía.

– El local es ideal y querría conservarlo a toda costa. Puedo alquilarlo o comprarlo.

– Pase, señorita Merritt. -La tomó de un brazo con firmeza-. Por favor, siéntese. -Se concentró en los ojos de ella como si fueran estanques de agua azul y él un hombre que acabara de realizar trabajos forzados durante todo un día a treinta y ocho grados. Por un momento, Sarah se lo imaginó desvistiéndose y preparándose para zambullirse. La imagen le resultó repugnante. Era un hombre rechoncho, de manos lampiñas, rosadas y femeninas que armonizaban con su rostro lampiño, rosado y femenino.

– El alquiler, señor Pinkney. -Adoptó su aire más profesional-. Me gustaría que hablásemos del alquiler.

– Oh, no hay prisa. -Desechó el asunto con un ademán y se reclinó-. Su diario es la comidilla del pueblo. Está muy bien hecho. Muy bien hecho.

Aquella manía de repetirlo todo la sacaba de quicio. Sarah consideró responder: «Gracias, gracias». En lugar de eso, optó por decir:

– He contratado unos buenos ayudantes… el señor Bradigan y Josh Dawkins. Sin ellos, me temo que no habría podido imprimir la primera edición con tanta rapidez.

– ¿Con qué frecuencia se propone publicar?

– Dos veces a la semana.

– Ah… interesante. Muy interesante. -Se inclinó tanto que ella percibió las bocanadas de su aliento. Olía a ajo, y Sarah se preguntó si mascaría habitualmente.

– Pensé que tal vez podríamos redactar el texto de su anuncio, ya que estoy aquí.

– ¡Por supuesto! ¡Por supuesto! -respondió él con entusiasmo. Cuando hablaban de negocios, sonreía tanto y la atendía con tal servilismo, que Sarah se sentía agobiada. Mencionó el tema del local tres veces más, pero él evitó fijar un precio. Aunque tenía un empleado para ello, Pinkney retiró personalmente el oro en polvo de Sarah de la caja de seguridad y le tocó la mano cuando le devolvió el bolsito de cuero. Sarah a duras penas contuvo el impulso de retroceder, pero le agradeció con cortesía el trato dispensado y le deseó un buen día.

– Un momento, señorita Merritt -le dijo agarrándola con su mano rolliza por el codo. Ella adivinó instintivamente loque le iba a pedir y se devanó los sesos buscando una salida cortés-. Me preguntaba si alguna noche me concedería el honor de invitarla a cenar.

– Se lo agradezco, señor Pinkney, pero tengo mucho que hacer estos días; he de poner a punto la oficina y familiarizarme con el pueblo. Aún no tengo un lugar decente donde vivir.

– Tal vez yo pueda hacer algo al respecto.

– Oh, no, por favor, no más favores. La gente del pueblo podría tomarlo a mal, habiendo listas de espera tan largas.

– Poseo muchas propiedades en este pueblo, señorita Merritt. ¿Dónde le gustaría vivir? Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo.

«Y todo lo que tengo que hacer es cenar contigo y dejar que me acaricies la mano y me eches tu aliento a ajo en la barbilla» (ésa era la altura que alcanzaba su boca).

– Gracias de nuevo, señor Pinkney, pero esperaré mi turno. En realidad, el hotel no está tan mal.

Sonrió y le tendió la mano. Ella se la estrechó con un cierto asco y él la retuvo en su palma húmeda.

– La invitación sigue en pie.

Al dejar el banco, Sarah se dio cuenta de cómo estaban las cosas. ¡Pinkney la estaba sobornando! Alquiler gratis y un lugar para vivir, y todo lo que ella debía hacer era someterse a sus atenciones. Su cara se enrojeció de ira. ¡Por Dios, era igual que Campbell! Sólo disimulaba sus sucias intenciones tras una fachada de gentileza y cortesía.

No se iba a engañar ahora con respecto a sí misma y a su belleza. Era una mujer fea, con una nariz demasiado larga, demasiado alta, y más inteligente de lo que muchos hombres deseaban en una compañera. Pero, después de todo… era una mujer. No hacían falta otros requisitos en un pueblo tan falto de sexo femenino como Deadwood. A algunas mujeres les habría encantado aquella situación. Sarah se sentía insultada. ¡Si la escasez de mujeres era el único motivo por el que los hombres de aquel pueblo se fijaban en ella, entonces se podían ir al infierno!

Regresó indignada a la oficina del periódico y apenas había recobrado el aliento cuando la puerta se abrió y por ella entró el marshal Campbell.

Sarah supo enseguida que había leído el editorial.

Lo miró mientras se aproximaba con pasos largos y decididos. Evidentemente no deseaba mantener una conversación.

– Su licencia -dijo sin más, dejándola caer sobre una mesa donde ella había empezado a ordenar los grabados de madera:

– Gracias.

– Asegúrese de colgarla en la pared.

– Lo haré.

No había terminado de pronunciar las dos palabras y él ya se encontraba en mitad de la habitación, en dirección a la puerta, que cerró violentamente al salir. Ni «Buenos días, señorita Merritt», ni un saludo a Patrick o a Josh, sólo «¡clank, clank, cuelgue esto, clank, clank, bang!».

Sarah, Josh y Patrick estaban aún intercambiando miradas de sorpresa cuando la puerta se abrió de nuevo y Campbell volvió a entrar furibundo. Caminó medio metro, se detuvo y apuntó con un dedo a Sarah.

– ¡Me debe un sombrero, señorita!

Al salir, la tapa del reloj se abrió con el portazo.

– Debe de haber leído el editorial -comentó Patrick.

– ¡Mejor! -exclamó ella, al tiempo que extraía dos bloques de madera con tal violencia, que hizo saltar otros dos fuera de la caja. Con un andar tan exasperado como el de Campbell, pasó junto al reloj, cerró la tapa de vidrio, continuó hasta su escritorio, juntó lo que necesitaba y se dirigió a la puerta-. Tengo que hacer unas gestiones. Estaré de vuelta en un par de horas.

¡Estaba hasta la coronilla de los hombres de aquel pueblo!

Entró en la Tienda de Tatum y se encontró con media docena más observándola atontados mientras avanzaba hacia los sombreros a mano derecha. El dueño de la tienda se le acercó. Parecía un castor, con sus dientes prominentes, su nariz chata y algo encogida, y su espeso pelo, que le nacía casi en las cejas y que peinaba hacia atrás con gomina. Su sonrisa era ancha y agradable.

– ¿Señorita Merritt?

– Sí.

– Soy Andrew Tatum. Muchas gracias por el periódico.

– De nada, señor Tatum. Espero que le haya gustado.

– Muchísimo, y nos alegra tenerla en el pueblo.

– Gracias.

– ¿Está interesada en un sombrero?

– Sí, lo estoy.

– Lamento tener que decirle que no vendemos sombreros para señoritas.

– No es para mí. Es para un hombre.

– ¿Un sombrero de hombre? -repitió, asombrado.

– Así es.

– ¿De qué color?

– Negro… no, marrón. -Ni loca le compraría el color que a él le gustaba.

– ¿Qué talla?

– ¿La talla? -No había pensado en eso. Talla de asno, a juzgar por su actitud-. Es para el marshal Campbell. -Seis pares de orejas se volvieron hacia ella desde todos los puntos de la tienda.

– Ahhhh… -Tatum se frotó la punta de la nariz-. Yo diría que Noah usa un siete y medio.

– Bien.

– Éste de aquí… -cogió uno y metió un puño dentro, señalando sus características con la otra mano- se llama Jefe de las Praderas y no hay hombre en la tierra que no se sintiera orgulloso de poseerlo. Viene directamente de Filadelfia. Es un J. B. Stetson, cien por cien pelo de nutría, con cinta y forro de seda. La copa tiene once centímetros y el ala diez. Pero fíjese… sólo pesa ciento setenta gramos… -Sosteniéndolo por el ala, lo hizo rebotar-. Sin embargo, protege del sol y de la lluvia y es lo bastante fuerte para ser usado como látigo, de almohada, para dar de beber a un caballo o avivar un fuego al aire libre. -Hizo la demostración, ilustrando los diversos usos del Stetson-. Creo que Noah estaría más que satisfecho con un sombrero como éste.

– Bien. Me lo llevo. -Todos en la tienda estaban boquiabiertos. Sarah deseó que Tatum bajara la voz y buscara de una vez su balanza para pesar el oro.

– ¿No quiere saber el precio? -preguntó él, gritando lo suficiente como para que lo escuchara el propio J. B. Stetson en Filadelfia.

– ¿Cuánto?

– Veinte dólares.

¡Veinte dólares! Sarah disimuló su estupor y acompañó a Tatum junto a la balanza, donde él pesó veintiocho gramos y medio de oro mientras comenzaban los murmullos entre sus clientes. Cuando la compra se dio por finalizada, Sarah preguntó:

– ¿Puede hacérselo llegar, señor Tatum?

Tatum pareció desconcertado.

– Bueno, supongo que sí; Noah debe de estar ahora en su oficina. Está muy cerca.

– Muchísimas gracias. Le agradecería mucho que se lo acercara por mí. Mañana, si le parece bien.

– ¿Y quién le digo que se lo envía?

– Dígale que la señorita Merritt siempre paga sus deudas.

– Así lo haré, señorita Merritt. No lo dude.

Al dejar la tienda, Sarah sabía que estaba ruborizada y se disgustó consigo misma. Deseó ser un hombre. Únicamente los hombres podían esperar cierto grado de anonimato en ese pueblo de machistas. Ella, además de una mujer, era la editora del periódico local, y ambas cosas la hacían casi famosa en aquel pueblo. Sabía que la noticia de que la editora del Chronicle le había comprado un sombrero al marshal, después de que éste la tuviera encerrada en una mina abandonada se extendería rápidamente. Se iba a hablar mucho de aquel asunto. ¡Bueno, pues que se hablara! Ella conocía el motivo perfectamente. Simplemente deseaba que las cuentas quedaran saldadas entre ellos para que él no pudiera reprocharle nada, para que no quedara nada pendiente entre ellos.


Cuando llegó a Rose's, su estado de ánimo no había mejorado mucho. Esta vez, la puerta estaba cerrada y tuvo que llamar. Flossie contestó.

– ¿Qué quieres?

– Quiero ver a mi hermana.

Flossie dirigió una despectiva mirada a la boca apretada y el sobrio atuendo de Sarah y luego señaló con el pulgar por encima del hombro.

– Está al fondo.

Sarah cruzó el pasillo central, dejó atrás la cocina y encontró a Addie amontonando ropa interior seca de un tendedero en un patio interior cuadrado. El área estaba cercada por una tosca valla y contenía toneles de agua y un inmenso montón de leña apoyado contra la parte posterior del edificio. El cabello de Addie estaba húmedo y llevaba una bata verde descolorida. Sarah la contempló por un instante y bajó cuatro escalones de madera que daban al patio antes de hablarle.

– Hola, Addie.

Addie miró por encima de su hombro antes de volver a su tarea.

– ¿Qué quieres? -preguntó malhumorada.

– Te he traído un ejemplar del primer número de mi periódico.

– Ya he oído hablar de él.

– Es muy parecido al de papá. Los mismos tipos y la misma compaginación. Pensé que podría traerte buenos recuerdos.

Addie descolgó la última prenda y la dejó caer en un canasto de mimbre. Cogió el canasto y pasó junto a Sarah camino de los escalones.

– Puedes quedarte con tus recuerdos y con tu periódico.

– Addie, por favor, ¿por qué estás tan resentida?

Addie se detuvo en la puerta, mirándola desde arriba.

– Me sorprende que vengas por aquí, una editora engreída como tú. ¿No te preocupa tu reputación?

– Es la tuya la que me preocupa.

– Eso tengo entendido. Has estado escribiendo editoriales.

– Sí, uno. Quiero que lo leas. -Le ofreció un ejemplar del Chronicle.

– Déjame en paz -respondió Addie mientras entraba en el edificio y cerraba la puerta.

Sarah se quedó mirando la puerta unos minutos, luego bajó la vista al ejemplar del Chronicle. Era la segunda vez en dos días que le habían dicho que se quedara con su periódico. Suspiró y dejó caer los hombros. ¿Por qué luchaba? ¿Por una hermana que deseaba continuar siendo una prostituta? ¿Por un pueblo sucio y vulgar que ni siquiera le gustaba? ¿Para ser aceptada como una mujer decente por un grupo de hombres que no tenían la menor idea de cómo tratar a una dama?

Lamentaba haber venido. Lamentaba haber encontrado a Addie. Lamentaba haber dejado St. Louis. Desilusionada y muy, muy cansada, volvió al interior del burdel, dejó el periódico sobre una de las mesas del recibidor y se marchó en silencio.

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