Cinco minutos después de abandonar Rose's, Sarah encontró la estación de carga de Dutch van Aark. Estaba situada en un edificio de troncos que servía de tienda de suministros mineros, almacén de comestibles y, ese día, de estafeta de correos. Un hombre corpulento de bigote espeso atendía a los numerosos clientes que se congregaban bajo un letrero que anunciaba: cartas-recién llegadas-25c. Cuando el grupo advirtió la presencia de Sarah, se abrió un pasillo para permitirle acercarse al mostrador.
Van Aark la vio y sonrió. Tenía los dientes amarillos y el labio inferior le colgaba dejando a la vista las encías.
– Apuesto a que es usted la señorita Merritt y que ha venido a por su imprenta.
– Sí, así es.
– Bueno, pues aquí está, al fondo. Llegó hace un par de semanas en una caravana de bueyes junto con el resto de sus cosas. Soy Dutch van Aark.
La presentó a las personas allí reunidas y le explicó, respondiendo a sus preguntas, que la correspondencia había llegado en la diligencia del día anterior y como no había oficina de correos en el pueblo, cualquiera podía comprarla al conductor y luego venderla a los destinatarios, obteniendo así una pequeña ganancia. Sarah registró la interesante información en su libretita junto a la ortografía correcta del nombre van Aark. Mientras escribía, una mujer de caderas anchas, rostro vulgar, unos treinta y cinco años, un vestido de confección casera y sombrero de algodón, entró en el local. Un segundo vistazo de apenas cinco segundos fue suficiente para saber que se trataba de una típica ama de casa. Ambas mujeres se sonrieron como dos primas que no se hubieran visto durante mucho tiempo.
– Señora Dawkins, pase y conozca a la última dama que ha llegado al pueblo.
Sarah avanzó hacia la señora Dawkins y se estrecharon las manos.
– La señora Dawkins y su esposo son los propietarios de la panadería de Deadwood.
– Hola, soy Emma Dawkins.
– Yo soy Sarah Merritt.
La alegría de conocerse era mutua y sincera, e intercambiaron una ráfaga de preguntas y respuestas. Los Dawkins vivían encima de la panadería y tenían tres hijos. Habían llegado a Deadwood desde Iowa, dejando atrás a sus familias. Emma Dawkins había ido a la oficina de correos con la esperanza de que hubiera llegado una carta de su hermana, que había vuelto a casa.
– No hay correspondencia para usted, señora Dawkins, lo siento -le dijo van Aark-. Pero ahora que la señorita Merritt está aquí, tal vez tengamos algo más para leer que cartas. -Tras las habituales frases de cortesía, todos salieron a ver la imprenta de Sarah. Estaba en una carreta cubierta con una lona y desmontada; las partes más pequeñas embaladas y la más grande… el chibalete… sin envolver, atada a un lateral de la carreta con correas de cuero.
Cuando retiraron la lona, Sarah se acercó y se quedó mirando con reverencia… la vieja Imprenta Manual Washington de Isaac Merritt… cuatrocientos cincuenta kilos de acero con los que ella había aprendido el oficio codo a codo con su padre. Además de la máquina estaba el enorme escritorio de cubierta corrediza, canastas de embalaje con las cajas tipográficas, papel de periódico, tinta y otros objetos que ella había empaquetado aquel mismo verano en St. Louis. Contó las canastas; no faltaba ninguna. Sus ojos brillaban de excitación.
– Necesitaré una polea con aparejos para descargarla mañana -dijo.
– Tengo una dentro -respondió van Aark.
– Y también una tienda de campaña, una lámpara y unas cuantas cosas más. ¿Si le hago una lista, podría tenerlo todo preparado para mañana por la mañana?
– Desde luego que sí, señorita Merritt.
Después de encargarle todo lo necesario a van Aark, Sarah pasó un largo rato conversando con Emma Dawkins; se enteró de muchas cosas relacionadas con el pueblo y sus habitantes y aceptó una invitación a cenar con la familia Dawkins la noche siguiente. Tras despedirse de Emma, averiguó la dirección de la pensión de Loretta Roundtree, situada en un sendero que subía por la ladera oeste del cañón, donde los edificios se alzaban en estrechas terrazas con sus partes traseras hundidas en la montaña. Aunque la señora Roundtree, una mujer de cara redonda y grande y sin pelos en la lengua, le aseguró que le hubiera encantado poderle alquilar una habitación, aunque sólo fuera por gozar de compañía femenina, lamentó no poder hacerlo, ya que, según dijo, tenía una lista de espera de más de cincuenta personas.
Sarah tomó nota y pasó otra hora caminando de una punta a otra de Main Street, haciendo preguntas y anotando observaciones adicionales sobre el pueblo, antes de volver a su habitación en el Grand Central al atardecer. Allí, sacó la pluma y el tintero una vez más, acercó la mesita de noche a la ventana y se sentó dispuesta a cumplir una promesa.
Territorio de Dakota.
27 de septiembre de 1876
Querido Robert:
Tal como te prometí, te escribo un día después de mi llegada a Deadwood. Éste es un pueblo particularmente sórdido, que, como un niño de catorce años, está dejando de usar pantalones cortos y padeciendo los dolorosos problemas del crecimiento. Si es cierto todo lo que he oído, la población de este cañón y todos sus tributarios asciende actualmente a veinticinco mil habitantes.
Muchos hombres son ricos, pero la mayoría no ha encontrado grandes cantidades de oro. Éstos sobreviven realizando cualquier trabajo que sean capaces de hacer. Otros están extrayendo cuarzo de alta calidad, pulverizándolo a mano mediante morteros. Me resulta extraño que un pueblo tan rico recurra a métodos tan primitivos.
Pero, basta de hablar del lado comercial de Deadwood. Me pediste que te contara cómo he encontrado a Adelaide, mi querida hermana y tu añorada novia.
Está aquí en Deadwood, pero el corazón se me desgarra por lo que debo decirte. Oh, Robert, me temo que nuestras esperanzas no se corresponden con la realidad. No es la misma joven atractiva y dulce que vimos por última vez cuando tenía dieciséis años. Querido Robert, haz acopio de fuerzas para resistir el cruel golpe que tanto lamento asestarte. Tu temor era que encontrara a Adelaide casada, pero su situación es mucho más dramática.
Mi hermana se ha convertido en una prostituta. Aquí en Deadwood las llaman chicas de servicio, inocentes mancilladas, y eufemismos similares, pero la verdad irrefutable es la que te he contado. Adelaide se ha convertido en una prostituta. Ha cambiado su nombre por el de Eve y trabaja para una patrona llamada Rose Hossiter, una regente de burdel grosera y odiosa cuyo recuerdo me hace sentir escalofríos. Nuestra Adelaide se ha teñido el pelo de negro, se da sombra en los ojos y se pinta la boca con carmín. Ha descuidado su aspecto hasta volverse obesa. No te atormentaré con los detalles de su censurable forma de vestir. Estos cambios externos, sin embargo, son sólo manifestaciones de la metamorfosis interna y más perturbadora que ha transformado a la querida joven que una vez conocimos en una mujer de expresión dura y corazón pétreo.
Aunque se resista y rechace todos mis argumentos yo estaré aquí, junto a ella; trataré de persuadirla por todos los medios para que abandone esa vida. Lucharé con el poder de la palabra impresa, me esforzaré por conseguir que clausuren esas pocilgas de vicio y corrupción que convierten a jóvenes sanas y decentes como Addie en almas infelices, descarriadas y moralmente empobrecidas, dignas de toda nuestra compasión. Me aflige mucho pensar en la desilusión y la pena que, sé, experimentarás al recibir esta carta. Sé que todos tus sueños, a los que has sido fiel mucho más tiempo del que nadie te podía exigir, se derrumbarán con esta carta, pero te imploro con toda mi alma que continúes adelante con tu vida, busques una mujer digna de tu devoción y que, de Addie, conserves el recuerdo que nos dejó hace cinco años.
Enviaré esta carta a través del Pony Express, que es mucho más rápido que la Diligencia de Cheyenne, cuyo servicio a Deadwood es aún quincenal. Espero que la recibas pronto. Ojalá tu desánimo no se prolongue mucho tiempo, Robert; eres un hombre demasiado bueno y generoso para sufrir una condena tan injusta.
Recibe todo el cariño de tu amiga,
Sarah Merritt
Después de doblar la carta y cerrar el sobre, se quedó sentada un rato, desanimada, mirando a través de la ventana del tercer piso en dirección a Rose's. Creía vislumbrar el extremo de la fachada del edificio, aunque la ventana de Addie daba a un lateral.
«Oh, Addie, podrías haber tenido una vida tan maravillosa con Robert. Cómo te envidiaba por ser tú la elegida, pero él sólo tenía ojos para tí. Después de tu partida, el dolor no le permitió mirar a ninguna otra mujer. Podrías ser su esposa ahora. Y sin embargo ahí estás, en ese horrible lugar, tras huir como nuestra madre, abandonándonos a papá y a mí. Después de hablar tantas veces del dolor que nos causó su abandono, me fue casi imposible creer que hubieras sido capaz de hacer lo mismo.»
El recuerdo de los días inmediatos al abandono de su madre todavía se mantenía fresco en la memoria de Sarah. Una mañana gris de noviembre, su padre, en vez de su madre, había entrado a despertarla para ir a la escuela.
– ¿Dónde está mamá? -había preguntado ella, frotándose los ojos; y él le había dicho que mamá había ido a visitar a su hermana a Boston-. ¿A Boston? -Jamás se había mencionado a ninguna tía en Boston-. ¿Cuándo volverá?
– Oh, estoy seguro de que dentro de una semana mamá estará aquí. O, tal vez dos.
Pero pasaron las semanas, y luego los meses, y Addie había vuelto a mojar la cama cada noche y a reclamar a su madre a la hora de acostarse; Sarah pasaba horas mirando hacia la calle Lamply por la ventana, esperando divisar la familiar figura de pelo oscuro. Una mujer llamada Smith fue contratada como ama de llaves temporal, pero su estancia se fue prolongando al hacerse indispensable en el cuidado de la casa. El señor Merritt se volvió huraño y su espalda comenzó a encorvarse, pese a que todavía era un hombre muy joven. Sarah no supo la verdad hasta los doce años. La señora Smith se la desveló un día en la cocina mientras preparaban remolachas en escabeche. «Tu madre no volverá, Sarah», le había dicho. «Ya es hora de que sepas la verdad. Huyó con un hombre llamado Paxton, Amery Paxton, que trabajaba como tipógrafo para tu padre. Dónde fueron, nadie lo sabe, pero ella dejó una nota diciendo que amaba a Paxton y que huía para casarse con él. Tu padre nunca más tuvo noticias de ella y, por supuesto, no se volvió a casar, ya que de hacerlo podía incurrir en bigamia.»
Aquel día, Sarah había comenzado a coleccionar palabras, una afición que se convertiría en la semilla del trabajo de su vida. «Bigamia», había anotado en un diario de hojas azules cuadriculadas, «cuando una mujer está casada con dos hombres. Ahora sé por qué mi madre nos abandonó». Desde entonces Sarah odió las remolachas; las remolachas y el olor a vinagre.
Sentada en su deprimente habitación del Hotel Grand Central, observó otro diario, lleno de anotaciones que había empezado coincidiendo con su llegada a Deadwood. Suspiró y extrajo una hoja suelta en blanco. «Cuando estés preocupada -le había dicho a menudo su padre-, escribe.»
Escribió, e intentó plasmar en su escrito una imagen lo más fiel posible del Deadwood actual, hasta donde las palabras se lo permitieran. El número uno de su periódico pasaría, sin duda, a formar parte de la historia. Era lo más probable en un pueblo cuya historia se estaba forjando.
Trabajó hasta medianoche, elaborando los artículos para la primera edición del Deadwood Chronicle. Además del que había comenzado durante el desayuno, los titulares incluían: la correspondencia llega a la tienda de van aark; diligencia de cheyenne: se espera que en octubre cumpla un servicio diario; la línea de telégrafo llega hasta hill city; la escasez de mujeres azota deadwood; las langostas no han abandonado minnesota; siete edificios en construcción en main street, deadwood; belding & myers construyen un canal para traer agua desde whitetail hasta el extremo superior de gold run; A título personal, escribió un anuncio haciendo saber que la editora del Deadwood Chronicle buscaba un lugar donde establecer su negocio y su residencia. Pero el mayor esfuerzo lo dedicó al editorial titulado «Clausuremos los burdeles libertinos del oeste». Era largo y apasionado, y terminaba diciendo: «Debemos librar al pueblo de esta ignominia y hacer que el peso de la ley caiga sobre los dueños de estos lugares. ¿Pero cómo lograrlo cuando el propio representante de la ley frecuenta a esas mujeres hermosas y débiles? Sin duda, la opinión pública debe hacer sentir su voz en contra de esta fuente de degradación física y moral».
Cuando se quitó las gafas le ardían los ojos y le dolía la espalda. Addie se enfurecería cuando leyera el editorial, pero ése era un riesgo que estaba dispuesta a correr desde el momento en que optó por enfrentarse a la enfermedad en lugar de a los síntomas. Acabando con los prostíbulos se acabaría con las prostitutas. No era una postura popular, dada la evidente aceptación de los burdeles, pero lo que mueve a un buen periodista… Isaac Merritt se lo había dejado bien claro… no era la fama, sino la voluntad de forzar un cambio allí donde es necesario.
Por la mañana, Sarah salió a la calle; había llovido… una suerte y una desgracia puesto que, aunque el suelo estaba cubierto de barro, para una imprenta la ausencia de polvo era una bendición. Le sorprendió no haberse despertado con la tormenta, que había dejado ramas de árboles en la calle y un cielo azul con la promesa de un día otoñal perfecto. No obstante, el olor a estiércol se había hecho más intenso con la lluvia.
Esquivando con cuidado los montoncitos, entregó su carta en la oficina del Pony Express y luego se dirigió a la tienda de van Aark, reuniendo un séquito por el camino. La seguían como las ratas al flautista de Hamelín: Henry Tanby, Skitch Johnson, Teddy Ruckner, Shorty Reese y, finalmente, el propio Dutch, todos ansiosos por ayudarla a transportar la imprenta.
– ¿Dónde piensa colocarla? -preguntó Dutch mientras ataba un caballo a la carreta.
– Síganme -respondió ella y los llevó al lugar que había escogido; un enorme pino en Main Street, cerca del bar Número 10. Era terreno público, sin duda, y el árbol la protegería del tráfico y le daría sombra.
– Aquí -proclamó, alzando la cabeza.
– ¿Aquí?
– Necesitamos una rama lo suficientemente fuerte para que resista el peso de la imprenta. Esa servirá.
– ¿En la calle? -Las encías inferiores y rosadas de van Aark asomaron por su boca abierta.
– Hasta que encuentre una oficina sí, éste es el lugar ideal.
– ¡Pero está prácticamente en medio de la calle!
– Es propiedad pública, ¿no? ¿Y acaso no soy yo una contribuyente? ¿No somos ustedes y yo… todos… contribuyentes, o público, si lo prefieren? ¿Al servicio de quién está un periódico sino del público? Ahora, si me ayudan caballeros, tendré el primer número saliendo de la imprenta antes del anochecer.
El grupo gritaba con regocijo mientras observaba a Skitch Johnson pasar de los hombros de Henry Tanby al árbol. En pocos minutos, el aparejo de poleas estaba instalado y la cuerda en su sitio. Mientras ésta se deslizaba por la polea, manos impacientes esperaban abajo el gancho de acero para colocarlo en el chibalete de la prensa. El chibalete se elevó y nivelaron la tierra que había debajo con palas; luego pusieron una tabla cuadrada a modo de base rígida. Los hombres tiraron de las cuerdas y, pieza por pieza, la prensa fue tomando forma: los soportes en el chibalete, el chibalete en el tablón, la guía en el chibalete, el tímpano del chibalete en la guía. Sarah daba instrucciones, levantando los brazos para indicar el sitio que correspondía a cada pieza y asegurándolas ella misma con llaves y pasadores. Tuvieron que meter cuñas hasta que la estructura quedó firme y nivelada, pero cuando lo estuvo, Sarah demostró lo fácil que era utilizar la máquina, girando una manivela y bajando la platina vacía. Otra aclamación de júbilo se elevó.
– Todo lo que necesitamos ahora son tipos, papel y tinta, y tendremos un periódico -declaró.
– ¿Y qué hay de su tienda de campaña, señorita Merritt, quiere que se la instalemos también?
– Les estaría muy agradecida si lo hicieran.
Con una rapidez asombrosa, los hombres levantaron la tienda, la tensaron y depositaron en el interior el papel de periódico, lejos del suelo y la humedad ambiental. Fuera, a plena luz, desembalaron todos los útiles de tipografía: la caja de tipos, el componedor y el delantal de cuero. Una vez estuvo todo desembalado y en su sitio, miró satisfecha a su alrededor y se frotó las manos.
– Muchísimas gracias. -Estrechó la mano de cada uno de los hombres que habían colaborado. Entretanto, el gentío se había multiplicado hasta entorpecer el tránsito de la calle. Fascinados, contemplaban la prensa con expresión embobada, esperando verla en funcionamiento-. Aprecio el esfuerzo físico y la buena voluntad. Me han brindado un recibimiento muy cálido, todos.
– ¿Cuándo se imprimirá el primer ejemplar? -gritó alguien.
– Consíganme un tipógrafo y podré empezar a mediodía.
Como el gentío parecía reacio a moverse, Sarah se quitó el abrigo, se arremangó y empezó a componer tipos prescindiendo de la observación de que era víctima. Si antes habían estado embelesados, ahora entraban en un éxtasis estático. Su mano derecha se movía a tal velocidad, que los espectadores casi no podían seguirla con la mirada. A lo largo de los años, componer tipos se había convertido en algo casi instintivo para Sarah, y lo hacía a una velocidad vertiginosa, a menudo tomando los caracteres individuales de la caja de tipos sin mirar. Llenó el componedor en cuestión de segundos, pasó el bloque de tres líneas a una bandeja plana llamada galera y volvió a empezar.
La concurrencia se hacía más numerosa.
A dos manzanas de distancia, el marshal Noah Campbell estaba sentado en su diminuta oficina rellenando aburridas licencias. ¡Maldita sea, cómo odiaba el papeleo! Pero cuando, dos semanas atrás, se formó oficialmente el concejo del pueblo, había aceptado asumir todas las tareas propias del marshal, tal y como lo prescribían las nuevas ordenanzas recién redactadas. Entre ellas, figuraba el otorgamiento de licencias y el pago de impuestos por parte de cada compañía, corporación, negocio y comercio en Deadwood.
«Beaudry, Seth W., Armero», escribió con dificultad. «Impuesto de Licencia: 5 dólares, Cuarto Trimestre, 1876, Pueblo de Deadwood.» Se reclinó, acariciándose el bigote y observando su trabajo. Mierda y mil veces mierda. Parecía que una gallina borracha hubiera atravesado el corral y luego el formulario. Campbell sabía cómo manejar un arma, un caballo y a cualquier borracho que buscase bronca, pero una pluma y un tintero podían llegar a sacarlo de sus casillas.
«Noah Campbell», firmó, después sopló el impreso y puso el documento sobre un enorme montón. Estaba mojando la pluma para llenar la siguiente licencia cuando oyó un latigazo. Alzó la cabeza con brusquedad y escuchó en silencio. El sonido se repitió. Era inconfundible, como los gritos de los carreteros que se filtraban por la puerta cerrada. Noah dejó la pluma sobre la mesa, empujó la silla hacia atrás, cogió su sombrero negro Stetson del gancho en la pared y salió.
Se paró en el primer peldaño, sonriendo con entusiasmo y mirando en dirección a la abertura del cañón; observó el primer par de bueyes pardos que avanzaba laboriosamente hacia él mientras los chasquidos de los látigos resonaban en las laderas del cañón… ¡fap! ¡fap! ¡fap!… como un montón de leña rodando. Diez, doce, catorce pares se movían de forma sinuosa mientras las ruedas de las carretas crujían y el carretero guía profería una larga lista de obscenidades.
– ¡Vamos, hijos de mala madre! ¡Lo que necesitáis es un poco de pólvora en el culo para moveros! ¡Os meteré unos cuantos cartuchos de dinamita con mis propias manos y encenderé la mecha con la punta de este cigarro que…!
El resto se confundió con el eco de un latigazo y Noah se reclinó y rió. El viejo True Blevins era todo un espectáculo. La calle entera se reía cada vez que llegaba al pueblo.
Noah y su familia… su madre, su padre y su hermano… habían realizado el viaje a las Montañas Negras en mayo con la caravana de bueyes de True. Era habitual que familias que no podían unirse a una caravana de carretas atravesaran el territorio indio hostil en compañía de un carretero, el cual cobraba un módico precio por el favor.
En el caso de Noah, había valido la pena; True y él se habían hecho amigos.
Sin embargo, True no se alegraría demasiado cuando se enterase de que tenía que pagar una tasa en concepto de licencia de 3 dólares por carreta antes de descargar.
La caravana alcanzó la oficina de Noah y continuó su camino mientras él saludaba con una mano a True y a los conductores de los otros vehículos. De pronto, unos metros más adelante, oyó los mugidos de los bueyes y la inconfundible voz de True maldiciendo como un desaforado. Las carretas se detuvieron y se oyeron más gritos. Desde el peldaño de su oficina, Noah podía ver un embotellamiento en la calle cerca del bar Número 10. Se caló el sombrero, saltó al barro y se dirigió hacia allí.
– Dejad paso -ordenó, abriéndose camino entre los hombres a empujones. Mucho antes de llegar vio a la responsable de la interrupción del tránsito. Quién sino la señorita Sarah Merritt, con su imprenta instalada en mitad de Main Street. Dios, esa mujer era una continua provocación. Vestida de marrón, con la blusa arremangada y el pelo recogido, alta y flaca como un palo de escoba, colocaba tipos en una regla de hierro mientras los curiosos parecían dispuestos a quedarse allí todo el día, esperando presenciar el proceso entero.
– ¿Qué demonios está sucediendo aquí? -Inquirió frunciendo el entrecejo y situándose detrás de ella. Sarah miró por encima de su hombro un instante y siguió colocando los tipos.
– Estoy poniendo en marcha un periódico.
– ¿Tiene licencia para ello?
– ¿Licencia?
– Le dije ayer que necesitaba una.
– Lo siento, lo olvidé.
– Además, está obstaculizando el paso a toda una caravana de carga. Tendrá que sacar todo eso de ahí.
– Estoy en propiedad pública, señor Campbell.
– ¡Usted es un estorbo público, señorita Merritt, y va a tener que desalojar este lugar!
– Me iré cuando consiga alquilar un local.
– ¡Se irá ahora o la meteré entre rejas!
– Este pueblo no tiene cárcel. Lo he recorrido de cabo a rabo y lo sé.
– Tal vez no, pero hay un túnel abandonado en la ladera de la colina, detrás de la tienda de comestibles de George Farnum, y créame si le digo que soy capaz de meterla allí… mujer o no. Tengo un trabajo que cumplir y por Dios que me propongo hacerlo.
– Encarcelarme podría resultar una medida muy impopular por su parte -se apresuró a decir Sarah volviéndose hacia la multitud-. Estos hombres están ansiosos por tener en sus manos el primer ejemplar del periódico del pueblo.
Campbell se volvió hacia el tumulto.
– ¡Vamos, circulad muchachos! ¡Estáis obstruyendo el tránsito! ¡Vamos, se acabó la fiesta, largaos de aquí!
Un hombre con un cuenco dorado y una carretilla levantó la voz:
– ¿De verdad la vas a meter en la cárcel, Noah?
– Por supuesto, si incumple la ley.
– Pero, diablos, es una mujer.
– Las leyes están hechas para todos, hombres y mujeres. ¡Ahora largaos de una maldita vez y dejad pasar a True con su caravana!
Se volvió hacia Sarah con las manos abiertas y su enorme Stetson sombreando su rostro.
– Señorita Merritt, le doy una hora para que recoja todo esto y deje libre la calle.
– No estoy en la calle. -Por fin dejó de componer tipos y se encaró con él-. Estoy a un lado y en terreno público.
– Si dentro de una hora no se ha marchado, la sacaré de aquí con mis propias manos. Y la próxima vez que la vea poniendo en marcha un… negocio, -le acercó el dedo índice a la nariz- será mejor que esté en posesión de la licencia correspondiente.
Dio la vuelta sobre un talón y se marchó visiblemente molesto, levantando el barro del suelo con sus botas vaqueras. Con la mirada furiosa clavada en su espalda y los labios cerrados con fuerza, Sarah pateó el suelo con frustración, levantándose la falda. Antes de que la muselina marrón hubiera vuelto a su sitio ya estaba de nuevo enfrascada en su tarea.
– La diversión ha terminado, muchachos -gritó Campbell a la muchedumbre-. Volved al trabajo.
Mientras esperaba que se dispersaran, extrajo del bolsillo de su chaleco un reloj de cuerda del tamaño de un dólar y consultó la hora: 11:04. Decidió volver a las doce y cuatro minutos; y esperaba que que ese estorbo alto y terco con nombre de mujer se hubiera largado, porque de lo contrario habría problemas. La encerraría en un agujero detrás de la tienda de Farnum y tendría que soportar la presión de cada uno de los hombres de Deadwood desesperado por una mujer. Pero, ¿qué opciones tenía? No podía permitir que ella instalara su negocio donde quisiera, obstaculizando el tránsito, obstruyendo la calle, y haciendo caso omiso de las ordenanzas. En un pueblo como aquél, sin mujeres, era lógico que los ánimos estuvieran algo enrarecidos. Hiciera lo que hiciera, Campbell se daba cuenta de que estaba expuesto a ser considerado un enemigo público, por impedir que Sarah Merritt publicara el primer periódico del pueblo. Maldición, las cosas no iban a ser fáciles. Los hombres comenzaban a dispersarse. Taconeando, Noah se encaminó a la carreta de bueyes guía para afrontar su siguiente tarea desagradable.
– ¡True! -bramó, acercándose al carretero-. Tengo que hablar contigo.
True detuvo su carreta, escupió un grumo de tabaco al barro y se limpió el bigote manchado con el reverso de la mano. Tenía una piel curtida por el sol, el polvo y el trabajo y le faltaba una ceja. Se la había llevado una bala algunos años atrás.
– Noah, ¿cómo estás, muchacho? ¿Cómo están tus padres?
– La última vez que los vi, bien, pero los indios siguen causando algunos problemas en el Spearfish; a pesar de ello los granjeros tienen que salir de la empalizada para trabajar el campo. Me preocupan bastante.
– Ajá. -True se acomodó el sombrero manchado de sudor-. Apuesto a que sí. Bueno, salúdalos de parte del viejo True.
Noah asintió, apoyó una mano en la carreta y entornó los ojos hacia True.
– Escucha, True… han entrado en vigor algunas ordenanzas desde la última vez que estuviste aquí, y… me han nombrado marshal.
– ¡Marshal! -True levantó la cabeza y soltó una risotada.
– ¿Qué tiene de gracioso?
– Bueno, no eres lo bastante malo ni feo para ser marshal. Aunque pensándolo bien, sí eres lo bastante feo.
– Al menos tengo dos cejas.
– Ten cuidado con lo que dices o no será por mucho tiempo. -Apuntó con el dedo índice la ceja de Noah.
Noah rió un momento. Luego recobró la seriedad inicial.
– Escucha, True, tengo que cobrarte tres dólares por carreta para dejarte descargar.
– ¡Tres dólares por carreta!
– Eso es.
– Pero, hemos estado transportando carga a Deadwood desde la primavera. ¡Demonios, si no fuera por nosotros, los carreteros, este pueblo no tendría ventanas ni cocinas ni alubias para hervir! Es más, si no fuera por nosotros, ¿quién habría traído a tu padre, a tu madre y a tí hasta aquí la primavera pasada, cuando los malditos indios intentaban impedir el paso a todo el mundo?
– Lo sé, lo sé. Pero yo no he hecho las leyes, yo sólo soy responsable de que se cumplan. Tres dólares por carreta, True, y he de cobrarlos.
True escupió, se chupó el labio y frunció el entrecejo.
– Bueno, que diablos -masculló. Cogió el látigo, lo hizo silbar y chasquear y gritó-: ¡Vamos, inútiles! -A medida que la caravana comenzaba a moverse, añadió sin mirar a Noah-: Pagaremos en la estación de carga.
A Noah le llevó casi una hora la recaudación de las tasas de toda la caravana. Había que contactar con los conductores, pesar el oro y anotar sus nombres para pasárselos al secretario y al tesorero del ayuntamiento. Eran las doce y un minuto cuando dejó el oro en la oficina del tesorero y se encaminó hacia el pino, donde un grupo se había vuelto a reunir para observar a Sarah Merritt desafiar sus órdenes. Se abrió paso empujando con los hombros. Era lo suficientemente alto para ver por encima de las cabezas circundantes que ella estaba extendiendo tinta con un rodillo, cargando la imprenta y haciéndola funcionar manualmente con una manivela. Cuando hubo concluido este proceso, levantó una hoja impresa. Resonó un aplauso estruendoso; los hombres gritaron, se estrecharon las manos y vitorearon a Sarah con la intensidad suficiente como para que se oyera al otro lado de la montaña.
– ¡Caballeros! ¡El primer ejemplar del Deadwood Chronicle! -exclamó-. ¡Es sólo una página pero la próxima edición será más voluminosa!
Los vítores de júbilo se multiplicaron en tanto la hoja, con la tinta todavía fresca, pasaba de mano en mano. Los que no sabían leer preguntaban qué decía a los alfabetizados. Los hombres cuyos nombres eran mencionados por haber ayudado a Sarah durante su primera noche en el pueblo, se convirtieron en celebridades fugaces, recibiendo palmadas en la espalda por parte de sus conciudadanos. El editorial sobre los burdeles quedó olvidado por el sentimiento de que cada hombre allí presente había participado en la llegada de la prensa escrita a Deadwood.
Sarah Merrit acababa de imprimir una segunda hoja y estaba extendiendo la tinta para la tercera cuando Noah se aproximó.
– Señorita Merritt -levantó su voz por encima del griterío general-, me temo que tendré que acabar con esto.
Sarah dejó el rodillo, cerró la frasqueta, la fijó en su sitio y bajó la platina con un golpe de cadera.
– ¡Dígaselo a ellos! -le respondió desafiante. Abrió la prensa, cogió otra hoja impresa con la tinta aún brillando y se la entregó-. ¡Explíqueles por qué quiere detenerme, marshal Campbell! ¡Cuénteles dónde nos vimos por primera vez, qué estaba haciendo usted allí y por qué quiere restringir mi libertad de expresión!
Noah miró los titulares. Uno captó de inmediato su atención. «clausuremos los burdeles libertinos del oeste.» Antes de que se le subiera la sangre a la cabeza, ella ya estaba dirigiéndose a la concurrencia:
– ¡Caballeros! El marshal dice estar aquí para arrestarme por ocupar un terreno público. ¡Pero pregúntenle cuál es el verdadero motivo! ¡Pregúntenselo! No soy el primer editor de un periódico al que tratan de silenciar por decir la verdad y no seré el último.
– ¿A qué se refiere, Noah?
– Déjala en paz, Noah.
– El pueblo necesita un diario, Noah…
Noah conocía los síntomas. Disimuladamente, bajó una mano y soltó la correa de su cartuchera mientras gritaba:
– Le advertí hace una hora que no podía instalar esta prensa en mitad de la calle. Tenemos leyes nuevas y he sido contratado para hacer que se cumplan.
– ¡Pero no puedes arrestar a una mujer!
– Me disgusta tanto como a tí tener que hacerlo, Henry, pero juré cumplir con mi deber fiel e imparcialmente y ella ha violado las ordenanzas. Ordenanza primera, sección segunda, respecto a las licencias municipales y ordenanza número tres, sección primera, respecto a obstaculización de la vía pública, sin mencionar la alteración del orden público… de lo cual se os podría acusar tanto a ella como a vosotros, ya que os negáis a dispersaros.
– ¡Sólo hemos venido a ver cómo se imprimía el primer número!
– ¡De acuerdo, ya lo habéis visto. Ahora largaos!
– ¿Qué ha querido decir ella, Noah? ¿Tienes alguna otra razón para querer detenerla?
– ¡No estoy deteniéndola, sólo trato de que se largue de aquí! -Y volviéndose hacia Sarah le ordenó con severidad-: Coja su abrigo y acompáñeme.
– No señor, no lo haré.
– Está bien, como prefiera. -La cogió por la nuca y la obligó a caminar delante suyo.
– ¡Quíteme las manos de encima! -Sarah empezó a forcejear.
– ¡Camine, señorita Merritt!
– ¡Pero mi tinta! ¡Mi prensa!
– Tápela con la lona si quiere, pero nada más. Le di una hora para desmontarla y no la ha aprovechado. ¡Ahora, andando!
La empujó de nuevo.
Un trozo bastante grande de estiércol de caballo impactó contra su hombro.
– ¡Te hemos dicho que la dejes en paz!
– ¡Sí, déjala tranquila! ¡No hace daño a nadie!
Otro montón de estiércol se llevó el sombrero de Noah. Soltó a Sarah y se dio la vuelta para enfrentarse a la multitud. Los hombres avanzaban como un muro compacto, las expresiones sombrías, los puños apretados.
– ¡Atrás! Ella puede imprimir su maldito diario, ¡pero no aquí!
– ¡A él, muchachos! ¡No puede tratar así a una mujer!
Todo sucedió muy rápidamente. Una lluvia de estiércol de caballo caía sobre Noah Campbell al tiempo que los hombres, enfurecidos, se lanzaban sobre él. Noah desenfundó. Un puño le golpeó en la mandíbula. Sarah chilló y Noah se tambaleó hacia atrás. Su pistola se disparó y, a unos pocos metros, True Blevins se encorvó y se desplomó sobre la mercadería que había estado descargando. Noah cayó de espaldas sobre su sombrero. Como un hormiguero alborotado, los hombres se lanzaron en masa sobre él con los puños por delante.
– ¡Deténganse! ¡Deténganse! -vociferaba Sarah introduciéndose en la refriega, sujetando los brazos que intentaban golpear al hombre caído. Pudo ver multitud de puños sobre el rostro de Campbell y gritó de nuevo, tratando de salvarle-: ¡Paren. Oh, por favor, no… ¡Escúchenme! -Chilló hasta que se le hincharon las venas.
– ¡Escúchenme!
Sus gritos fueron finalmente escuchados y el círculo de atacantes dejó de golpear a Noah. Los gritos se acallaron. Los hombres la buscaron con la mirada. Sarah estaba arrodillada entre ellos, el rostro denotando furia e impotencia y el pelo enmarañado.
– ¡Miren lo que han hecho! -gritó con voz áspera-. ¡Es su marshal, su amigo y sólo cumplía con su deber! ¡Es culpa mía! -Apretó las manos abiertas contra su pecho-. Por favor, déjenlo en paz.
Varios hombres estaban aún sobre el cuerpo del marshal con los puños alzados. Se volvieron hacia Sarah y luego hacia Campbell. Y entonces comprendieron. Sus manos se relajaron. Comenzaron los murmullos. «Dejadlo… sí, dejadlo ya.» Se pusieron de pie con vergüenza y torpeza, moviendo las cabezas de un lado a otro.
– ¿Estás bien, Noah? -Uno de ellos le tendió una mano. Noah la apartó y se incorporó con dificultad; sangraba por la oreja, la nariz y la boca, y se sujetaba las costillas con el brazo izquierdo. La cara había comenzado a hinchársele.
En aquel momentáneo silencio resonó una voz calle abajo:
– ¡True Blevins está herido!
– Oh, Dios -dijo Noah para sus adentros. Se abrió paso a empujones entre el gentío, que se apartaba cabizbajo y llegó corriendo a donde se encontraba True. Apoyó las manos en la carreta y saltó al interior; cogió a True por los hombros y le dio la vuelta con cuidado, apoyándolo sobre las bolsas de harina de maíz que había estado descargando.
True tenía la mirada vidriosa, pero esbozó una sonrisa sombría.
– Me diste, muchacho -murmuró.
– ¿Dónde?
– Yo diría que en todas partes. -La débil voz de True terminó en tos, seguida de un quejido mientras cerraba los ojos.
– Avisad a un médico -gritó Noah; el chaleco de cuero sucio de True estaba manchado de sangre-. Lo siento, True -susurró-. Aguanta, viejo. No te atrevas a morirte en mis brazos. -Desesperado, se puso en pie y volvió a gritar-: ¡Maldita sea! ¡dónde está ese médico!
– Está en camino, Noah -respondió alguien en voz baja junto a la carreta-. Toma, ¿quieres esto? -Le entregó un pañuelo.
– ¡No! ¡Que nadie lo toque con nada que pueda estar sucio! -Dan Turley se aproximaba corriendo con su maletín negro.
– ¡Deprisa, doctor! -exclamó Noah-. ¡Ayudadlo a subir!
Un hombre alto y flaco, en mangas de camisa, trepó a la carreta y se puso en cuclillas al lado de True.
– Poned en marcha la carreta -ordenó mientras le quitaba a True el chaleco y la camisa-. Vamos a mi casa. Y tú, Noah, ¿cómo estás? ¿También necesitas atención?
– No, yo estoy bien, doctor. -Un látigo chasqueó. La carreta hizo un brusco movimiento y se puso en marcha.
– Entonces supongo que debes tener cosas que hacer. No me serás de ninguna ayuda revoloteando a mi alrededor, así que atiende tus asuntos. Te avisaré en cuanto sepa algo.
– ¡Pero, doctor, yo le disparé!
– Está en buenas manos, Noah. -El médico lanzó por unos instantes una severa mirada a Noah-. ¡Vete!
Noah echó un último vistazo a True, tocó la curtida mano del carretero y le dijo:
– Aguanta True, ¿me oyes?, aguanta.
Saltó de la carreta y se quedó observando como se alejaba por la calle. Su nuez se movió de arriba abajo dos veces; sentía el pecho como cuero seco y tenso a punto de ceder.
– No hagas una tontería ¿eh True?
Finalmente, soltó el aire por la nariz, se pasó la mano por el labio superior y su preocupación por True dio paso a la ira. Se volvió hacia el inmenso pino donde la multitud aguardaba, calmada, por no decir avergonzada, por la tragedia. Mientras caminaba hacia allí, los hombres bajaban la mirada mostrando su vergüenza y reconociendo su culpa. Se movieron inquietos y unieron sus manos como una comitiva fúnebre alrededor de una tumba. Un sendero se abrió mientras Noah se encaminaba directamente hacia Sarah Merritt; su furia se intensificaba con cada paso que daba. En toda su vida había sentido deseos de pegar a una mujer, pero ahora tenía unas ganas incontenibles de hundir un puño en ese rostro largo y flaco para vengar a True; de verla derrumbarse y gimotear, tendida tal como True había estado hacía unos momentos. Qué cosa más estúpida y absurda sería que True muriera, todo por culpa de aquella benefactora moralista y su negativa a atenerse a la ley como todos.
Sarah esperaba, quieta como el resto, derecha como el enorme pino que había tras ella, sosteniendo el Colt 45 Peacemaker de Noah en la palma de la mano.
– Lo siento mucho -murmuró entregándole el arma con solemnidad. Noah tenía el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón y unos cortes sanguinolentos teñían de rojo su barbilla.
– ¡Cierre la boca! -gritó exasperado, arrancándole el Colt de las manos y reprimiendo el deseo de golpearle la mejilla con él-. No me interesan sus condolencias.
– ¿Está muerto?
– No del todo. -Introdujo el arma en la cartuchera y se agachó para recoger su sombrero chafado y deformado-. Pero, si muere, usted será responsable. ¡Vosotros! -bramó volviéndose a los hombres y agitando el sombrero hacia ellos-. ¡Os lo digo por última vez… despejad la calle! -Como cucarachas atemorizadas, los hombres se fueron escurriendo de forma precipitada. Campbell hundió un puño en la copa de su Stetson y éste recuperó algo de su forma original-. Maldita sea -masculló con desagrado. Cuando hablaba, la piel que rodeaba sus labios temblaba y sus ojos se posaban en cualquier sitio excepto en la mujer-. Sarah Merritt -dijo contemplando con ira el asta que era visible a lo lejos, concentrándose en lo que simbolizaba, para reprimir el impulso de derribarla de un puñetazo allí mismo-, queda arrestada por alterar del orden público, poner en funcionamiento un negocio sin licencia y provocar una pelea ¡y espero que se resista porque nada me gustaría más que atarla, amordazarla y arrastrarla de los pelos por la calle!
– No será necesario, señor Campbell -respondió ella sumisa y retrocediendo unos pasos para alcanzar su libreta, el abrigo y el bolso de organdí-. Iré con usted.
Noah Campbell acabó por perder los estribos.
– ¡Ahora vendrá conmigo! -gritó, fulminándola con la mirada y señalando el sitio donde unos minutos antes había estado la carreta de bueyes-. ¡Ahora que mi amigo ha sido herido sí vendrá conmigo! ¡Demonios! -Arrojó el sombrero al suelo-. ¡Qué habrá sido de los latigazos públicos!
Ella estaba de pie frente a él, aceptando el castigo con la boca contraída, aguardando. A su lado, la imprenta ya estaba cubierta con la lona.
– Sólo puedo repetir que lo lamento, señor Campbell.
Él la estudió unos segundos en silencio y Sarah pensó que nunca había visto el odio tan bien reflejado como en aquella ceñuda expresión.
– Si me salgo con la mía, lo lamentará mucho más. Ahora muévase -le ordenó con frialdad.
Ella obedeció, permitiendo que la condujera violentamente a lo largo de Main Street, mientras la gente del pueblo los miraba fijamente y susurraba a sus espaldas. Campbell la llevó a un edificio de madera con peldaños en la entrada y una acera de madera cubierta por un porche.
– Adentro -le dijo propinándole un codazo suave a la altura del omoplato.
Era una tienda donde los clientes estaban tan inmóviles como los toneles de galletas a su alrededor; sólo sus cabezas se movieron para seguir con la mirada a Sarah. Un perro que había estado durmiendo salió de detrás de una estufa y les olfateó los pies; Sarah avanzaba por el local con el marshal Campbell medio metro por detrás. Pasaron junto a manzanas frescas y huevos, latas de conservas y bolsas de alubias secas. Y, más adelante, junto a un tonel de vinagre con un grifo de madera que despedía el olor acre que tanto disgustaba a Sarah. Al fondo de la tienda, como apuntando hacia ellos, se extendía un mostrador largo detrás del cual atendía un hombre barbudo con un delantal blanco, tirantes, ligas en las mangas y un pulcro sombrero negro de bombín.
– Noah -le saludó con seriedad.
– George -contestó el marshal-. Necesito usar el túnel durante algún tiempo.
– Por supuesto. -No hubo preguntas: todos los presentes sabían lo que había ocurrido en la calle y que el hombre herido era amigo de Campbell.
– ¿La lámpara todavía está allí?
– Colgada del gancho en el pasadizo.
Campbell dio otro ligero codazo a Sarah y la siguió al otro lado del mostrador y a través de una puerta trasera que daba a un pasadizo corto y sin ventanas que olía como una caja de patatas. Cuando la puerta se cerró tras ellos, quedaron sumidos en la oscuridad más absoluta. Sarah sintió miedo y se detuvo. Campbell la empujó de nuevo haciéndole dar tres torpes pasos hacia delante.
– Espere aquí. -Sarah oyó el sonido característico de una lámpara de mano y la pequeña explosión de un fósforo al ser raspado y encendido. El rostro de Campbell se iluminó mientras descolgaba la lámpara del clavo y prendía la mecha. Movió la cabeza y le dijo-: Ahí dentro.
Ella entró temerosa en la mina abandonada. No era más grande que una despensa y en ella sólo había una silla de madera y un montón de paja cubierta con una manta de montar a caballo agujereada. Tuvo que hacer un esfuerzo para conservar un tono de voz sereno, mientras sus ojos recorrían las paredes sucias.
– ¿Es ésta su cárcel?
– Así es. -Dejó la lámpara en el suelo junto a la silla y se dirigió hacia la puerta.
– ¡Señor Campbell! -gritó Sarah, aterrada ante la perspectiva de quedarse allí sola.
Él se giró y le clavó sus ojos grises y fríos, pero no habló.
– ¿Cuánto tiempo piensa dejarme en este lugar?
– Eso lo decidirá el juez, no yo.
– ¿Y dónde está el juez?
– Todavía no hay, así que se ha nombrado a George juez en funciones.
– ¿George? ¿Se refiere al encargado del almacén?
– Exactamente.
– ¿De modo que me juzgará un tribunal no autorizado?
Campbell la señaló con su dedo índice, quedando éste a pocos centímetros de su nariz.
– ¡Escúcheme bien, señorita! Usted llega aquí; por su culpa un hombre resulta herido y ahora me viene con que el alojamiento no es de su agrado. ¡Bueno, pues mala suerte!
– ¡Tengo mis derechos, señor Campbell! -replicó, recobrando el valor-. Y entre ellos figura el de presentar mi caso ante un tribunal territorial.
– Usted está ahora en territorio indio y el gobierno territorial no tiene jurisdicción aquí.
– Entonces una corte federal.
– La corte federal más cercana está en Yankton, así que George es todo lo que tenemos. Pero no se preocupe, los propios mineros lo eligieron por ser el hombre más justo que conocen. -Se volvió hacia la puerta otra vez.
– ¡Y un abogado! -gritó Sarah-. ¡No puede encarcelarme sin que haya visto a un abogado!
– ¿En serio cree que no puedo? -Miró hacia atrás por encima de su hombro-. Esto es Deadwood. Las cosas son diferentes aquí.
Con aquel siniestro comentario salió cerrando la puerta tras de sí. Lo último que Sarah pudo oír fue la llave girando en la cerradura.