Capítulo Quince

Para Sarah, aquella Navidad comenzó con un cierto sabor agridulce; era la primera sin su padre; tampoco estaba Addie. Aunque esperaba con ansiedad la cena con los Dawkins, no era su familia. Además, el día se le estaba haciendo muy largo. La pensión de la señora Roundtree resultaba deprimente, llena de hombres recordando a sus seres queridos en hogares remotos, abarrotando la sala hasta volver el ambiente asfixiante, evocando paseos en trineo o discutiendo sobre el mejor relleno para las ostras, según la nacionalidad o región geográfica de la que procedieran.

Era justo reconocer que la señora Roundtree se había esmerado en crear un ambiente festivo. Había un arbolito en la sala y un aperitivo de tortas de jamón y patatas, huevos con hierbas aromáticas y gran variedad de pan dulce, además de una exquisitez inhabitual: auténtica mantequilla. La comida, no obstante, carecía de atractivo para Sarah debido a la ausencia de Noah Campbell.

Sarah se había despertado pensando en él, en algo que Addie le había dicho una vez, sobre ciertos hombres que hacían que una mujer se sintiera como un terrón de azúcar. La noche anterior, en su habitación, Sarah había empezado a comprender por primera vez lo traicionero de aquellos sentimientos. Al besar a Noah, pecho contra pecho, había sentido la mano de la tentación alargándose hacia ella. Durante aquellos pocos minutos… ¿segundos?… había conocido la lujuria. Él había dicho que estimular esos sentimientos era natural, pero existían mandamientos en contra de esas situaciones. Sarah ahora entendía por qué.

Sarah suponía, con gran consternación, que lo amaba. En sus fantasías infantiles había imaginado que enamorarse era como ser elevada por serafines a un estadio supremo, donde el suelo estaba siempre cubierto de rosas y el alma tan llena de júbilo que iluminaba el espacio circundante. En lugar de eso, se parecía, más bien, a caerse de un caballo… a un tropiezo. Se reprochaba la caída y la elección.

No, eso no era volar. Eso era abrirse camino entre lo que se podía y no se podía hacer, entre lo que se debía y no se debía hacer; conceptos que habían sido fijados en su subconsciente a lo largo de muchos años por un buen padre cristiano que la llevaba a misa todos los domingos y que respetaba tanto las leyes de esa iglesia, que se aferró a sus votos matrimoniales hasta la muerte, pese al abandono de su esposa.

Deseó que Isaac estuviera allí en ese momento. Qué reconfortante sería estar en la misma habitación con él y confesarle: «Padre, estoy tan confundida».

Fue a su cuarto y escribió una carta a la señora Smith.

Deadwood, Territorio de Dakota

Navidad, 1876

Querida señora Smith:

La festividad santa ha llegado, derramando su gloria sobre el Cañón Deadwood.

Pasó a describir el espectáculo navideño, y luego continuó:

Ha sido emocionante formar parte del desarrollo de Deadwood. El Chronicle no sólo tiene éxito, prospera. Cada ejemplar tiene ahora seis páginas y no tengo problemas para llenarlas con las últimas noticias: por fin ha llegado el telégrafo. Cuando el señor Hayes y el señor Wheeler tomen posesión de sus cargos el mes que viene, publicaré sus discursos inaugurales al mismo tiempo que el resto de la nación. Imagínese.

Addie está bien. La veo a diario, aunque no vivimos juntas. Todavía vivo en la pensión de la señora Roundtree, aunque creo que esta situación no se prolongará por mucho tiempo. Ya es hora de que me compre mi propia casa. He decidido establecerme en Deadwood de manera definitiva.

¿Y eso? No recordaba haber tomado esa decisión conscientemente, pero una vez que las palabras estuvieron en el papel, las releyó y la idea se le antojó estupenda. Un hogar propio con muebles de su gusto y algo más que una simple sala por donde deambular entre hombres y una habitación donde estar enclaustrada. Pasó un rato haciéndose a la idea. Después, se sintió más animada.

He de ser breve porque he sido invitada a cenar a casa de unos amigos… los Dawkins. Querida señora Smith, espero que cuando reciba esta carta se encuentre bien y llena de energía. Me acuerdo de usted muy a menudo con un gran cariño. Por favor, escríbanos pronto para hacernos saber cómo se encuentra.

Su querida,

Sarah

Al releer la carta, decidió que la descripción del programa de Navidad era adecuada para ser publicada con algunas correcciones y pequeños matices. Hizo copia del texto para Patrick y estaba corrigiéndolo cuando alguien llamó a su puerta.

La abrió y encontró a la señora Roundtree en el pasillo. La dueña de la pensión parecía padecer una fuerte contracción de esfínter.

– Abajo la esperan unas visitas.

– ¿Visitas? -Sarah estaba sorprendida.

– Preferiría que no volvieran por aquí -añadió la mujer con acritud-. Dígaselo. Me refiero a ella, no a él. Por si no lo sabe, éste es un establecimiento respetable.

– ¿Quiénes son, señora Roundtree?

– El señor Baysinger y una de las del páramo, a juzgar por su aspecto, y ha entrado en mi casa con un descaro increíble. ¡Qué van a pensar mis pensionistas!

El corazón de Sarah comenzó a latir con violencia.

– Dígales que bajo enseguida.

– Yo no hablo con esa clase de mujeres y si usted desea hacerlo tendrá que ser fuera de mi casa.

– Muy bien -replicó Sarah, roja de indignación por la insistencia de la mujer-. Eso es exactamente lo que haré. ¡Gracias por su comprensiva actitud, señora Roundtree, en especial en este día, símbolo de amor fraternal!

La señora Roundtree se volvió con arrogancia. Sarah cogió su abrigo y su sombrero y se lanzó ruidosamente escaleras abajo, con la cara desencajada de excitación.

Robert y Addie estaban junto a la puerta de entrada, flanqueados por un grupo de hombres con las caras rosadas como cerdos, que los miraban boquiabiertos. Robert parecía muy tranquilo, cogiendo con caballerosidad a Addie del brazo. Petrificada e incapaz de mover siquiera la cabeza, Addie tenía los ojos clavados en la figura de su hermana.

Sarah fue directamente hacia ella, extendiendo las manos y sonriendo tan abiertamente que se le podían ver las muelas.

– Addie, querida… feliz Navidad. -Le apretó las manos y, como si ya tuvieran algún plan, dijo-: Vamos.

Fuera, bajo el sol de las dos de la tarde, Sarah dio a su hermana un abrazo intenso, emocionado y lleno de amor.

– Oh, Addie, al fin has venido. Ahora mi felicidad ya es total.

Al cabo de un momento se volvió y abrazó también a su amigo de tantos y tantos años.

– Y tú, Robert… la has traído. Siempre supe que te quería y ahora sé por qué. Gracias desde lo más profundo de mi corazón.

– Creí que hoy teníais que estar juntas.

– Claro. Los tres juntos de nuevo.

– A la dueña de la pensión no le ha gustado nada verme en su salón -señaló Addie.

– La dueña tiene un palo metido en el trasero… disculpad la grosería, en especial hoy, pero su altanería ha conseguido sacarme de quicio.

– ¡Sarah! -exclamó Addie con estupor.

Robert rió con ganas mientras Sarah se abrochaba el abrigo. Addie estaba demasiado sorprendida para seguir comentando la grosería de la señora Roundtree.

– ¡Es la primera vez en mi vida que te oigo hablar así!

– ¿En serio? -Sarah se puso los guantes y tomó la delantera por los interminables escalones del sendero que llevaba al pueblo-. Soy apasionada. Hay que serlo para sacar adelante un periódico que valga la pena. ¿Qué habíais planeado hacer hoy?

– Nada. De hecho, sólo veníamos a verte -dijo Robert, que caminaba detrás de las dos mujeres.

– Estupendo. ¿Puedo ofreceros una taza de café en la oficina del periódico?

– Perfecto -dijo él.

Sarah intuía que Robert se las había ingeniado para convencer a Addie de que abandonara Rose's, pero que ella había capitulado con cierta reticencia. Sarah y Robert se entendían en ese sentido: podrían conquistar a Addie si la mantenían entretenida, si, de alguna manera, la mareaban. Al final del largo camino de peldaños, cada uno la cogió por un brazo y los tres caminaron formando una línea.

– Addie ha pasado la noche en mi hotel -comentó Robert.

– ¿De veras? -Sarah se paró en seco, forzando a los otros dos a hacer lo mismo-. ¿Eso significa que has dejado Rose's para siempre?

Addie y Robert respondieron a la vez.

– No sé.

– Sí. Le he dicho que no quiero que vuelva allí y creo que ella estaría de acuerdo siempre y cuando nos pusiéramos de acuerdo en algunas cosas.

– Y yo le he dicho a Robert -intervino Addie- que no sabe lo aterrador que es enfrentarse a un mundo de personas que cambian de acera cuando te ven venir. Además, no conozco otra vida. ¿A qué me dedicaría?

– Vivirías conmigo.

– ¿En casa de la señora Roundtree? Eso es absurdo. ¿No has visto cómo me miraba?

– En la pensión no. Buscaremos una casa. Esta mañana estaba pensando precisamente en que ya es hora de que lo haga. Hasta le he escrito a la señora Smith explicándoselo.

Robert intervino:

– Y yo te podría pagar algo de dinero por… digamos, zurcir mis calcetines. ¿Qué tal se te da zurcir calcetines, Addie?

Addie esbozó una sonrisa torcida.

– No he zurcido un calcetín en toda mi vida y lo sabes.

– Es cierto. La señora Smith se ocupaba de esas cosas, ¿no es así? Entonces cocinar. ¿Eres buena cocinera? Te pagaría bien por una buena comida casera de vez en cuando.

– Tampoco sé cocinar.

Llegaron a la oficina y entraron.

– Si enciendes la estufa, Robert, yo iré afuera a buscar agua a la bomba. ¿Por qué no mueles el café, Addie?

– No sé cómo se hace -respondió ella con tristeza-, nunca he molido café.

– Bueno, es fácil -replicó Sarah en tono alegre-. Pon los granos y da vueltas a la manivela. Tal vez logremos convertirte en una buena ama de casa.

En una pequeña mesa rectangular, cerca del fondo de la oficina, Addie encontró el molinillo y la bolsa de café.

– ¿Con qué los cojo? -preguntó.

Sara contestó desde la parte de atrás de la casa.

– Con un pedazo de papel. -Cuando volvió, Robert ya había encendido el fuego y Addie seguía moliendo.

– ¿Qué cantidad? -preguntó.

Sarah dejó la olla sobre la estufa y dijo:

– Oh, más o menos una cuarta parte de lo que has molido. -Las dos hermanas se miraron y rieron. De pronto, Addie adoptó una expresión abatida.

– Soy tan ignorante. Hay tantas cosas que no sé hacer.

Sarah se acercó a ella y le acarició las mejillas.

– Piensa en lo excitante que será tu vida a partir de ahora… cada día aprenderás algo nuevo. Robert y yo te ayudaremos, como lo hacíamos de niños, y creo conocer a alguien que también colaborará en tu formación.

– ¿Quién?

– Esperad aquí. Voy a preguntárselo.

Se dirigió hacia la puerta.

– ¿Pero, Sarah, adónde…?

– Vosotros esperad aquí. Robert te dirá cuánto café has de poner en el agua, y cuando vuelva, espero tener una taza de café recién hecho.

Salió sin decir nada más. Naturalmente, se dirigió a casa de Emma. Lettie le abrió la puerta. Tenía las mejillas encendidas y llevaba puesto un delantal.

– Ah eres tú, Sarah. ¡Feliz Navidad!

– Feliz Navidad, Lettie.

– ¿Quién es, Lettie? -preguntó Emma desde la cocina.

– Es Sarah. Pasa, Sarah.

Emma apareció secándose las manos en el delantal.

– Llegas temprano, Sarah; pero no importa.

– Me voy dentro de un minuto y vuelvo a las cuatro, pero antes tengo algo que decirte.

– Claro, entra.

La habitación olía deliciosamente a ajo, a cebolla y a carne asándose. A canela, a manzanas y a repollo recién cortado. En una mesa, Geneva empuñaba el rallador. Las ventanas estaban empañadas por el vapor de agua, que formaba gotas en las ventanas. Byron entró y dijo:

– Pero bueno, si es nuestra directora del coro infantil. Los chicos han cantado tan bien que, le comentaba a Emma, podrían formar parte de uno de los espectáculos del Langrishe.

– Oh, Byron, tú siempre tan amable. Lo hicieron bien, ¿verdad?

Josh siguió a su padre al interior de la habitación y anunció:

– El año que viene quiero cantar en el coro.

– Serás bienvenido. -Comentaron el espectáculo de la noche anterior, hasta que Sarah abordó el asunto que la había traído-. Me alegra que estéis todos aquí, porque he venido a pediros algo muy especial.

– Bueno, ¿y qué es? -preguntó Emma.

– Supongo que todos conocéis a Robert Baysinger, mi amigo de la infancia de St. Louis. Ha convencido por fin a mi hermana de que abandone el prostíbulo. En este momento están en la oficina del periódico y, si fuera posible, me gustaría que vinieran conmigo a cenar aquí esta noche. -Antes de que nadie pudiera responder, Sarah prosiguió-: Sé que es un atrevimiento por mi parte pediros esto, más aún teniendo en cuenta lo tarde que es y que la comida ya está preparada, pero hace un rato Addie ha sido tratada con desprecio en casa de la señora Roundtree. Me gustaría demostrarle que existen personas que la tratarán con decencia si decide quedarse entre nosotros; por eso recurro a vosotros. Pero sólo la traeré si todos estáis de acuerdo… y si hay suficiente comida, desde luego.

Emma habló en nombre de toda su familia.

– ¿Qué clase de cristianos seríamos si juzgáramos a alguien y le cerrásemos la puerta de nuestra casa? Por supuesto que puedes traerla, y al señor Baysinger también.

Los hombros de Sarah cayeron relajados.

– Emma, eres una amiga de verdad… todos lo sois. Muchas gracias.

Acarició con su mirada a todos y cada uno de los miembros presentes de la familia.

– Hay algunas cosas que debéis saber. La situación no está del todo resuelta a nuestro favor, así que su aceptación aquí puede ser determinante en su decisión definitiva. Ella cree que nadie la tratará con cortesía, pero, después de venir aquí, verá que no todo el mundo es como la señora Roundtree. Emma: Robert y yo nos hemos devanado los sesos tratando de encontrarle una ocupación adecuada. No es buena con el lenguaje, de lo contrario la pondría a trabajar en el periódico. He estado pensando que si viviéramos juntas, ella podría ocuparse de la casa, pero tampoco sabe nada de eso. ¿Podrías ayudarla?

El rostro de Emma se iluminó; sus mejillas estaban enrojecidas por el calor de la cocina.

– Has acudido a la mujer apropiada. Mis hijas ya saben cocinar tan bien como yo. ¡Tráela y haremos de ella una mujer nueva!

– Oh, Emma… -Sarah abrazó a aquella gran mujer con admiración y gratitud-. Creo que nunca te he dicho cuánto te quiero, cuánto os quiero a todos… Byron… -Lo abrazó y luego a los demás-. Josh, Lettie, Geneva. No sé qué habría hecho sin vosotros. Desde que estoy aquí habéis sido la familia que no tengo.

– Bueno, pues ahora que la tienes, haremos todo lo posible para que no vuelvas a perder a tu hermana. Así que ve a la oficina a por esos dos.

– Sí señora -contestó Sarah con el corazón alborozado-. ¿Estás segura de que hay suficiente comida?

– Josh ha ido a por el ganso. Josh, ¿crees que ese bicho alcanzará para ocho?

– ¡Por supuesto! -replicó el muchacho con orgullo-. Pesa unos seis kilos y medio, tal vez siete.

Mientras Sarah se marchaba, Emma ordenó:

– Chicas, rallad un poco más de repollo.

La oficina olía a café cuando Sarah volvió. Addie y Robert habían acercado un par de sillas a la estufa y estaban sentados bebiendo de las tazas de Sarah y Patrick. Se giraron cuando ella cerró la puerta y empezó a desatarse las cintas del sombrero.

– Tengo una buena noticia.

– ¿Cuál?

– Estáis invitados a casa de mis amigos los Dawkins a la cena de Navidad.

Robert sonrió. Addie se encogió.

– Oh, no.

– ¿Qué quieres decir con oh, no?

– Preferiría volver a Rose's -dijo con la boca dentro de la taza. Sarah cruzó la habitación con paso enérgico y se apoyó en los hombros de su hermana.

– Escúchame, Addie. Los Dawkins son buena gente. Emma y Byron han criado tres hijos maravillosos que han tenido un buen ejemplo en sus padres. Ninguno de ellos te evitará ni te dará la espalda de buenas a primeras. Es verdad que la señora Roundtree lo hizo y habrá otros que lo hagan. Pero no será Emma ni ningún miembro de su familia. Por algún sitio tienes que empezar, Addie, y compartir con ellos la cena de Navidad es una manera perfecta de hacerlo.

– Has ido allí y les has preguntado si yo podía ir, ¿no es así?

– Sí. Tú y Robert, los dos.

– No quiero trato preferente por ti.

– Pues yo sí -intervino Robert con voz jovial-. Tratándose de una cena de Navidad casera en un hogar familiar, no me importa cómo me llegue la invitación.

Addie no parecía convencida del todo.

– Escucha, Addie -siguió diciendo Sarah-. Emma Dawkins conoce a mucha gente en este pueblo. Lo que ella hace no pasa inadvertido. La mayoría de las mujeres la ven todos los días en la panadería. Si Emma te acepta, es probable que muchas de ellas sigan su ejemplo. Tienes que venir.

– No puedo.

La expresión de Sarah se tornó grave, retrocedió unos pasos con una mano en la cadera y dijo:

– ¡Sinceramente, Addie, a veces logras enfurecerme! ¡Y papá también lo consigue! Si no te hubiera malcriado tanto, tendrías más sentido común. Lo único que tenías que hacer era enfurruñarte un poquito y autocompadecerte, para salirte con la tuya.

– ¡No me enfurruñaba!

– Lo estás haciendo ahora, igual que una niña.

– ¡Y no me salía con la mía!

– Por supuesto que sí. Mientras yo tenía que ir a trabajar a la oficina del periódico, tú te quedabas en casa sin hacer nada.

– Bueno, aunque nunca se te haya ocurrido, a lo mejor yo también quería ir a la oficina. ¡A lo mejor no me dejaban!

Robert observaba en silencio.

– Hablaremos de eso después, cuando Robert no esté aquí. Por ahora, me gustaría que me dieras una sola razón para no aceptar la invitación de Emma.

– No creo que deba ir a una casa donde hay niños pequeños.

– Los hijos de Emma saben perfectamente qué es un burdel. ¿Cómo podrían vivir en este pueblo sin saberlo? Es más, desde el primer día que contraté a Josh, le he estado advirtiendo que no reparta periódicos en el páramo. Si Emma no teme que tu presencia sea nociva para ellos, ¿por qué habrías de hacerlo tú?

Addie no supo qué responder. Miró a su hermana, que siguió diciendo en tono autoritario:

– Y dejemos algo claro: no quiero que vengas a casa de los Dawkins, a no ser que estés del todo decidida a no volver nunca más a Rose's.

– Pero si no lo hago…

– Si no lo haces, tú y yo viviremos aquí juntas hasta que encontremos una casa, que empezaremos a buscar en cuanto Graven Lee abra su oficina mañana por la mañana. No pienso seguir alquilando una habitación a una presuntuosa mezquina como la señora Roundtree, que rechaza a mi hermana con una mano y acepta mi oro con la otra. Así que, conseguiremos unos colchones y dormiremos aquí hasta que solucionemos el problema. Así Josh podrá dormir hasta más tarde, ya que no tendrá que venir a primera hora a encender el fuego para derretir la tinta. Y yo ya no tendré que subir y bajar esos peldaños infernales ni hacer la penosa caminata bajo el frío del amanecer. Comeremos en el restaurante de Teddy hasta que encontremos una casa, y cuando lo hagamos… bueno, espero que aprendas a cocinar, y si no, viviremos a base de huevos fritos. Y ahora, ¿qué me dices?

Addie meditó en silencio un rato, paseando la mirada de Sarah a Robert y de nuevo a su hermana.

– Entonces, ¿esta noche dormiremos aquí?

– No, esta noche no. Tendremos que pensar en algo para esta noche. No sólo para tí; también para mí. Después de cómo te ha tratado la señora Roundtree, me niego a dormir una noche más en su casa.

– ¿Y la habitación de Addie en el hotel? -preguntó Robert-. ¿No podríais compartirla una noche o dos? -Entendía que Sarah no pensaba separarse un momento de su hermana, para asegurarse de que ésta no se echara atrás y volviera al prostíbulo.

– Si Addie está de acuerdo, a mí me parece bien -dijo Sarah.

– Supongo que sí -dijo Addie vacilante-. Pero tendría que ir al páramo para pedirle a Rose lo que me debe de anoche.

– ¡Sencillamente no! -gritó Sarah.

– Pero…

– ¡No permitiré que cojas ni un centavo más de ese abominable lugar!

– ¡Pero me debe cien dólares de oro en polvo sólo de la cita con Robert!

Los ojos de Sarah se agrandaron y se ruborizó. Miró a Robert con turbación.

– Oh, quieres decir… -Se interrumpió.

– Pagué una cita en el exterior -explicó él.

– Doscientos dólares en oro en polvo -remarcó Addie-. ¿Por qué habría de quedarse Rose con todo ese dinero? La mitad es mía.

– De acuerdo, ve a buscarlo… pero cien; ni un centavo más. Robert te acompañará.

– Por supuesto que sí -precisó él.

Ahora que la decisión estaba tomada, Sarah se dio cuenta de que Addie tenía miedo.

– Rose se enfadará mucho.

– Por eso Robert tiene que acompañarte. Quiero estar segura de que saldrás de ese lugar. No confío en esa india corpulenta ni en esa vieja obscena. ¿Qué te parece, Robert, no crees que deberíais ir ahora, antes de que se restablezca la afluencia nocturna al local? Así Addie se quitaría ese peso de encima y disfrutaríamos de la cena sin la preocupación del encuentro con Rose. Y mientras vais allí, yo me acercaré a la pensión de la señora Roundtree a por un par de cosas.

– Si Addie quiere, no tengo inconveniente.

– ¿Addie? -Sarah la miró a los ojos.

Addie estaba un poco pálida.

– ¿Ahora? -Robert le cogió las manos.

– Sarah tiene razón. Así habrás zanjado ya ese asunto y podrás concentrarte en tu futuro. Piensa, Addie, un futuro lleno de posibilidades… todo lo que tienes que hacer es romper definitivamente con Rose. En cuanto al dinero, a mí no me importa. Déjalo allí si quieres.

– Pero me lo he ganado. Tal vez tú no lo quieras pero… bueno, es todo lo que tengo por ahora para ayudar a Sarah y pagar mi manutención.

– Está bien. Pero vayamos cuanto antes.

Bajo la mirada sincera y decidida de Robert, Addie se volvió dócil y dijo sumisa:

– De acuerdo, Robert, como tú digas.


El sol se había ocultado tras el contorno oeste del cañón. Main Street estaba sumida en la oscuridad y casi desierta. En algún sitio, un pájaro carbonero cantaba su repetitiva melodía de dos notas y un burro rebuznaba en la lejanía.

Cuánto más cerca estaban de su destino, tanto más fuerte se agarraba Addie del brazo de Robert.

– ¿Estás asustada?

– A Rose no le será fácil encontrar otra chica en pleno invierno, y sin chicas, pierde dinero.

– ¿Te ha amenazado alguna vez?

– No, no abiertamente, pero es una mujer dura. Todas en este negocio lo son, en especial cuando se enfadan.

– No me separaré de tí ni un minuto.

Siguieron caminando en silencio antes de que ella preguntara:

– ¿Tienes miedo, Robert?

– Sí, pero la razón está de mi lado.

Mirando al frente, Addie le dijo:

– No merezco tu generosidad, Robert, no después de lo que he hecho.

– Tonterías, Addie.

– Nos llaman débiles y hermosas, pero no puedes ser débil si quieres sobrevivir allí, y si eres hermosa al principio, dura poco. ¿Por qué haces esto, Robert?

– Porque toda persona merece la oportunidad de ser feliz, y me daba cuenta de que tú no eras feliz en aquel lugar. Y también por Sarah y por mí, porque no podíamos soportar la idea que la chica guapa y sensible que conocimos trabajara en un lugar como Rose's.

– Debes olvidar a la muchacha que conociste. Ya no existe.

Habían llegado a Rose's. Robert miró a Addie.

– Tal vez sí y no lo sabes. Entremos y terminemos con este desagradable asunto.

Dentro, el olor era espantoso… a agua carbónica, humo de cigarro y alcohol. Viviendo allí, Addie no había notado lo repulsivo que era, pero un día entero fuera había sido suficiente para darse cuenta. Al entrar en la sala de recibo se tuvo que tapar la nariz con un guante. Había tres hombres sentados a una mesa, bebiendo alcohol a tragos. Rose estaba con ellos. Llevaba un vestido de satén. Giró la cabeza, fijó sus ojos color peltre en Addie y comentó arrastrando las palabras:

– Bueno, mirad quién ha vuelto. Y ha traído a su papaíto rico con ella. -Y dirigiéndose a Robert-: Nunca tienes suficiente, ¿eh, guapetón?

– ¿Puedo hablar contigo en tu oficina, Rose?-inquirió Addie.

Los ojos de la patrona se deslizaron con lentitud por los pantalones de Robert y luego subieron hasta su barba cuidadosamente arreglada.

– Sí, claro -contestó al cabo de unos segundos, hecho lo cual se puso de pie-. Enseguida vuelvo, muchachos -dijo al trío de la mesa-, y traeré otra botella.

Addie se dirigió, delante de Rose, al extremo lejano del pasillo. Poco antes de llegar a la puerta de la oficina, Rose dio una brusca media vuelta y apoyó cuatro dedos contra el pecho de Robert.

– No se permite la entrada a los hombres aquí, guapetón. Es privado, ¿entiendes?

Robert miró a Addie, que le indicó con un gesto que no se preocupara y entró en la oficina, preguntando por encima del hombro:

– ¿Cómo fue todo anoche?

Rose la siguió y contestó:

– Bien. Muy bien. En realidad, mejor que nunca. Hoy es otra historia, al menos por ahora. Todos se están volviendo cristianos, santos y benefactores.

– Me he perdido el reparto esta mañana. -Cada mañana, Rose sumaba las ganancias de la noche anterior y entregaba a cada chica la mitad de lo que había depositado en su buzón-. Quiero mi parte.

Rose fue hasta el escritorio y abrió un cajón.

– Pues claro, Eve. Has trabajado y te has ganado cien dólares, sólo con ese tipo. Debes de tener algo que le gusta. -Le entregó una bolsa llena de oro en polvo.

Addie levantó un poco la voz mirando hacia la puerta:

– Por favor, ¿puedes entrar, Robert?

Robert entró.

Rose frunció el entrecejo.

– ¡Espera un momento! ¡Esta habitación es privada y ningún hombre pone un pie aquí dentro sin mi consentimiento!

– Robert ha venido para sacarme de aquí. Me largo, Rose.

– ¿Que te largas? ¿Qué quieres decir con que te largas?

– Lo dejo para siempre.

Rose alzó su cara gorda y bramó:

– ¡Ja! Puede que eso sea lo que crees, Eve querida, pero volverás.

– Lo dudo.

– Ya lo verás. Espera a que esas santurronas provincianas echen sus faldas a un lado al pasar junto a ti para no rozarte. Espera a que los hombres que se han acostado contigo te traten como si no existieras al cruzarse contigo en la calle. Espera a que uno de ellos te coja en un callejón esperando obtener tus favores gratuitamente. Espera a quedarte sin dinero. Te acordarás de cuando ganabas un dólar cada minuto sin mover un dedo. Volverás. No lo olvides.

La expresión de Addie permaneció impasible ante la perorata de la obesa mujer.

– Dejaré todas mis cosas. Puedes dárselas a las otras chicas.

– ¿Así que te vas con él? -gritó Rose-. ¿Crees que dejarás de ser una puta? Despierta querida, te abras de piernas para uno o para cien, es lo mismo. ¡Te den oro o un techo bajo el que cobijarte, sigues siendo puta! Así que ve a vivir con él. ¡Sé su prostituta privada! ¡No me importa en lo más mínimo!

– Adiós, Rose.

– ¡No me vengas con adiós Rose, puta desagradecida! ¡Estás en deuda conmigo! -Se lanzó hacia delante como una víbora y cogió a Addie del pelo-. Dejarme plantada con una cama… -Ahora Rose gritaba-…vacía y hacerme perder dinero cuando yo te acogí y…

Robert cogió un pisapapeles de mármol de encima de la mesa y golpeó a Rose en los brazos.

– ¡Aaaaah! -chilló, soltando a Addie-. ¡Flossie! -vociferó, con la cara tan roja como el pelo-. ¡Ven aquí enseguida, Flossie!

– Nos vamos -anunció Robert con calma. Pasó un brazo por los hombros de Addie y se giró hacia la mujer enfurecida-. Si intenta detenernos, le romperé los brazos… los dos. Dígale a la india que a ella le ocurrirá lo mismo si intenta algo. Dígale que nos deje pasar.

Flossie había aparecido y estaba en la puerta, obstruyendo la salida. Robert se volvió hacia ella y le ordenó:

– Apártate. La señorita Merritt se va.

Flossie dio un paso amenazante y Robert le golpeó con el pisapapeles de mármol en su mano izquierda. La mujer gritó y se encorvó, apretando la mano magullada contra un muslo y gimiendo bajito.

– Discúlpennos, por favor -añadió Robert, volviendo a sus impecables modales y pasando al lado de Flossie.

– ¡Deténlos! -chilló Rose.

Flossie seguía gimoteando y cogiéndose la mano.

– ¡Te demandaré, Baysinger! ¡No puedes irrumpir en la casa de alguien, agredir a la gente y después salir impune, sólo porque eres el dueño de un maldito bocarte!

Robert se detuvo a la altura del marco de la puerta y respondió:

– Con mucho gusto describiré ante un juez federal la escena que acaba de tener lugar aquí. Le aconsejo que llame al marshal Campbell y se lo notifique. Si me necesita, dígale que puede encontrarme en casa de Emma Dawkins. Feliz Navidad a las dos.

En la sala, los tres hombres estaban sentados en el borde de sus sillas, mirando atontados hacia el pasillo. Al pasar, Robert dejó el objeto de mármol sobre una mesa.

– Buenos días, caballeros. Esto es de la señora Hossiter. Vendrá a buscarlo enseguida, estoy seguro.

Tres minutos después de llegar a Rose's ya estaban en la calle con el asunto resuelto. Para asombro de Robert, no habían caminado más de cuatro pasos cuando Addie se encogió y se dejó caer al suelo, cubriéndose el rostro con las dos manos mientras rompía a llorar abiertamente. Se puso en cuclillas junto a ella y la cogió de un brazo.

– ¿Qué pasa, Addie? ¿Por qué lloras?

– No sé… no… sé…

La ayudó a incorporarse y la abrazó.

– ¿Tomas esta decisión en contra de tu voluntad?

– No… -lloriqueó.

– ¿Quieres volver?

– No… -gimió de nuevo.

– Entonces, ¿por qué lloras?

– Porque… es to… todo lo que puedo hacer. Eran mis únicas a… amigas.

– Dijiste que eran mujeres duras.

– Lo son, pero tam… también son mis amigas.

– Yo soy tu amigo. Sarah es tu amiga y pronto lo serán los Dawkins.

– Lo sé… pero soy tan inútil. ¿Qué sentido tiene mi vida? Seré una carga para Sarah y para ti.

– Shh. No debes hablar así. La carga era saber que estabas en ese lugar. El hecho de que lo hayas abandonado nos libera de esa carga, ¿no lo entiendes?

Lo miró a través de las lágrimas.

– ¿Lo dices en serio, Robert?

– Por supuesto. Y no quiero oírte nunca más cuestionando el sentido de tu vida. ¿Qué habría sido de mí si tú no hubieras existido?

– Oh, Robert… -Detrás de la mano, su boca tembló mientras las lágrimas seguían cayendo. Y, pasados unos segundos, todavía lloriqueando dijo-: Robert Baysinger, eres capaz de convertirme en una mujer honrada.

Él la cogió por la cintura y sonrió; luego la apartó un poco, y mirándola a la cara le dijo:

– ¿Quieres pasar por el hotel y lavarte la cara antes de ir a casa de los Dawkins?

Addie asintió con una sonrisa trémula en los labios, y él le tendió su brazo derecho.


Mientras Addie y Robert iban a Rose's, Sarah se disponía a anunciarle a la señora Roundtree que abandonaba su pensión. Una vez allí, preparó un baúl que dejó en la habitación, e hizo una maleta. Con ella y la sombrerera bajó. Encontró a la dueña de la casa en la cocina, sentada a una mesa pelando manzanas en un colador de gran tamaño que tenía sobre la falda.

– Buenas tardes, señora Roundtree -dijo desde el marco de la puerta.

La mujer alzó la cabeza con una mueca.

– Espero que le haya dicho a su hermana que no vuelva por aquí.

Sarah replicó con brusquedad:

– Dejo mi habitación ahora mismo, señora Roundtree. Estoy segura de que no le será difícil encontrar otro inquilino. Enviaré a alguien a por mi equipaje mañana a primera hora.

La señora Roundtree se quedó boquiabierta.

– Bueno, no tiene por qué hacerlo tan apresuradamente.

– Tomé la decisión en el instante mismo en que usted rechazó a mi hermana.

– ¿Qué mujer decente no lo habría hecho, sabiendo que ha estado corrompiéndose en ese lugar con otras mujerzuelas y cobrando por ello?

Sarah la fulminó con una mirada.

– Caridad, señora Roundtree. Caridad para los menos afortunados… le aconsejaría que la practicara. Mi hermana quiere rehacer su vida y haré todo lo posible para apoyarla, empezando por dejar esta casa. Y antes de ser tan altanera, sería bueno que considerara el espíritu de esta festividad. ¿Acaso la Navidad aboga por un amor selectivo hacia la humanidad; o más bien lo hace por otro muy diferente, desinteresado e igualitario? -Se puso un guante-. Si en el futuro se llega a reconocer en uno de mis editoriales, no se sorprenda. -Se puso el otro-. Si alguien pregunta por mí, estaré alojada en el Grand Central durante algún tiempo. Buenos días, señora Roundtree.

Abandonó la pensión con el fervor ardiente que la embargaba cuando abrazaba una causa nueva.


El trío, que llegó a casa de los Dawkins a las cuatro de la tarde, lo hizo en una formación que simbolizaba su relación a lo largo de sus jóvenes vidas… Addie en medio, flanqueada por Robert y Sarah. Parecía que los dos más fuertes siempre sostendrían al más débil.

Emma, el portavoz familiar, los recibió en la puerta y extendió una mano hacia Addie cuando se la presentaron.

– Señorita Adelaide -dijo-, bienvenida. Éstos son mis hijos, Josh, Lettie y Geneva, y él es mi esposo, Byron. Estamos muy contentos de que haya venido a compartir nuestra cena. Señor Baysinger… -Le estrechó la mano-. Queremos mucho a Sarah y no podíamos dejar de invitarla un día como hoy. Y siendo ustedes sus seres más allegados, nos consideramos honrados con su presencia. Siéntanse como en su casa.

La acogida de Emma atenuó el recelo inicial de Addie. Cada miembro de la familia les dio la bienvenida de manera individual; la de las niñas fue tímida; la de Josh, llena de curiosidad; la de Byron, callada pero sincera.

Se sentaron a una mesa donde algunos tablones de madera entre las sillas hacían las veces de asientos improvisados. Byron la bendijo con una frase sencilla.

– Señor, te damos las gracias por esta comida, estos amigos y esta maravillosa Navidad. Amén.

La cena estaba deliciosa: Había ganso asado, puré de patatas, salsa de manzanas, ensalada de col, pastel de ñame dulce y diversas clases de panes y dulces. Aunque Addie no entró mucho en la conversación, no recibió, a lo largo de toda la cena, un trato especial por ninguno de los comensales. El tema central de conversación fue el espectáculo de Navidad de la noche anterior y la improvisada serenata de los triángulos que había sorprendido al cañón entero.

– Mamá nos permitió dejar las ventanas abiertas cuando nos fuimos a acostar. -comentó Geneva-. ¿Tú también dejaste las ventanas abiertas, Sarah?

– Sí -contestó; luego se quedó pensativa, recordando lo ocurrido la noche anterior, preguntándose cómo sería el valle Spearfish, si él también estaría cenando, cuándo volvería a Deadwood y si estaría pensando en ella en ese momento.

Emma interrumpió su ensueño. Estaba dirigiéndose a Addie.

– Su hermana me ha dicho que le gustaría aprender el manejo de una casa, pero que no sabe demasiado al respecto. Bueno, es natural. La mayoría tenemos que practicar mucho para eso. Cuando quiera aprender a amasar el pan, venga a la panadería a eso de las cinco de la madrugada. ¡Hasta podríamos darle trabajo!

– ¿A las cinco de la madrugada? -repitió Addie dubitativa.

– Después de un par de veces, uno se acostumbra.

– ¿Eso es muy temprano, no?

– Hay que empezar temprano para poder tener el pan listo a las nueve.

– Gracias. Lo… lo tendré en cuenta cuando consigamos casa.

– El mejor momento para comenzar es ahora; de ese modo, cuando tenga su propia casa, se sentirá tan cómoda en la cocina como mis hijas.

– ¿Sus hijas hornean pan? -Addie contempló estupefacta a Lettie y a Geneva.

– No hace falta, teniendo la panadería. Pero saben hacerlo y también cocinar, ¿no es así, chicas? Ellas han preparado la ensalada de repollo, el pastel de ñame y me han ayudado a hacerlo casi todo. Usted es algo mayor para empezar, pero no se preocupe, señorita Adelaide. Le enseñaremos lo que haga falta.

Después de dar las gracias a los Dawkins, y de camino al hotel, Addie comentó con desaliento:

– Esas chicas saben hacer muchas más cosas que yo.

– Vaya, faltaría más -replicó Sarah-. Han tenido una madre para enseñarles. No te preocupes, si Emma dice que puede enseñarte, es que puede. Y no tendrás que aprender todo de la noche a la mañana. Por ahora ni siquiera tenemos casa.

En el hotel, se despidieron en el pasillo de Robert, que las besó a las dos en la mejilla y dijo:

– Gracias a las dos, ha sido una Navidad maravillosa. Por la mañana no creo que nos veamos. Me iré temprano al bocarte. -Addie lo observó con desánimo avanzar por el pasillo hasta la habitación contigua. En la puerta, Robert la despidió con la mano, sonrió y entró.

Después de unos segundos, Addie salió de su ensimismamiento y se volvió hacia su hermana, que le dirigió una sonrisa comprensiva.

– Sin él te sientes desprotegida de nuevo, lo sé. Pero yo también estoy a tu lado y no debes dudar de que en tu interior hay una persona fuerte y flexible, esperando emerger y mostrar al mundo su espíritu. Ven… -Le extendió una mano-. Vamos a la cama, como cuando éramos pequeñas y temíamos a la oscuridad. Juntas.

Addie acarició, agradecida, la mano de Sarah. Abrieron la puerta de la habitación once y entraron.

Загрузка...