Capítulo Dieciséis

True Blevins estaba por casualidad en el pueblo, así que Noah lo invitó a pasar la Navidad con él y su familia. Viajaron a caballo; en aquella época del año el caballo era un medio de transporte mucho más rápido y seguro que la carreta. Avanzaban el uno detrás del otro, en silencio la mayor parte del tiempo. El cañón Spearfish estaba muy hermoso cubierto por la nieve. El arroyo Spearfish, que aún no se había helado, susurraba bajo una fina capa de hielo, gorgoteando luego al sol y estallando en miles de reflejos plateados. A veces desaparecía bajo la tierra y resurgía más adelante para volver a convertirse en un riachelo de superficie. Las riberas estaban constituidas por grandes rocas marrones entre las cuales se vislumbraba, de tanto en tanto, la entrada a una cueva y las huellas de algún que otro animal en la nieve.

Las colinas, cubiertas de pinos, se erigían majestuosas, las ramas negras y verdes inclinadas como hombres viejos vistiendo pesadas capas de armiño, mientras que en lo alto, se codeaban con el cielo azul de las Montañas Negras. Aquí y allá, manchas de color salpicaban el paisaje… un grupo de piquituertos rojos entre el follaje de las coniferas que extraían piñones de las pinas caídas; el verde más intenso de los abetos creciendo apiñados en pequeños montes saturados de ellos; los troncos rojos y rectos de los colosales árboles.

El silencio era interrumpido por el ruido sordo de las pezuñas de los caballos, el graznido burlón de un cuervo, el murmullo del agua libre de hielo. Un solitario ascendió en espiral hasta la copa de un árbol, emitiendo su trino claro y musical. Un gamo apareció tras un tupido matorral en un área quemada, se movió con brusquedad al ser sorprendido por los jinetes y regresó por donde había venido. La yegua de True relinchó y dio un paso hacia un lado. Detrás de ella, el caballo de Noah hizo lo mismo.

– Tranquila -dijo True.

Noah lo imitó, luego se relajó en la montura y siguió pensando en Sarah Merritt.

Aquella mujer le confundía. Debía haberla tumbado en la cama la noche anterior y haber averiguado si era capaz de entregarse o no. No, no. Había hecho lo que debía. ¡Pero el deber era tan absolutamente frustrante! ¿Cómo diablos se suponía que tenía que tratar a una mujer así?

«Sarah Merritt… -su rostro se le aparecía con vivido detalle-… qué he de hacer contigo.»

De pronto comprendió que por primera vez en su vida deseaba cortejar a una mujer y no sabía cómo.

¿Cortejarla?

La idea lo aterrorizaba.

Estaba ansioso por cortejar a una mujer tan virtuosa que no se permitía besar a un hombre sin recriminaciones. Él, que había tenido su primera experiencia sexual a los dieciséis años. Él, que desde entonces había disfrutado de las mujeres dondequiera que las encontrara. ¿Él quería casarse con una mujer cuya virtud puritana sin duda les depararía una vida entera de caricias frugales y subordinación obediente en la cama?

Siempre había esperado algo muy diferente. Cuando dos personas se gustan, es de suponer que ella se quedará sin aliento y estará tan dispuesta a todo como él. Se suponía que debía acariciarle la cara, el pelo y el cuerpo como lo hacían las prostitutas, mirarle a los ojos como ellas, pero sin fingir.

En cambio, Sarah Merritt se echaba atrás continuamente.

Aunque, al menos había admitido que él la atraía.

Eso era lo desconcertante. Si de verdad la atraía, y lo ocurrido la noche anterior probaba que sí, ¿hasta dónde llegaba esa atracción? No todas las mujeres en el pasado de Noah habían sido prostitutas. Algunas habían sido muchachas decentes y sanas, interesadas en él hasta el punto de que rechazarlas le había resultado violento. Eran chicas normales como Sarah, pero habían tenido lo que él consideraba una curiosidad y unos impulsos instintivos normales. Si Sarah hubiera actuado como ellas… sintiéndose seducida en lugar de amenazada… Noah estaría menos perplejo; pero ella parecía tener asimilada la idea distorsionada de que la intimidad implicaba lascivia, lo que, por supuesto, no era cierto.

No obstante, no podía quitársela de la cabeza. Se imaginaba volviendo a la pensión, llamando a la puerta de su dormitorio y dejándola abierta de par en par mientras le decía sin rodeos: «Te amo, Sarah. ¿Tú a mí no?».

Lo cierto es que sentía pánico al pensar que ella podía responder que no; seguramente eso le heriría. Besar a una chica como él había besado a Sarah la noche anterior debía de haberle dado algún indicio de los sentimientos de ella. No obstante, en su caso, la experiencia había incrementado las dudas; se sentía inquieto, no sin razón, ya que estaba pensando seriamente en el matrimonio.

True aminoró la marcha y esperó a que Noah se situara a su izquierda, luego continuaron la marcha codo con codo.

– Estás muy callado -comentó el hombre mayor.

– Lo siento.

– En realidad no necesito que un hombre me hable como un loro para sentirme a gusto con él.

– Estoy cansado. Me dormí tarde, oyendo los triángulos.

– Yo también. Sonaban de maravilla, ¿eh?

– Ajá.

True miró a su compañero con indolencia, como esperando que siguiera hablando. No lo hizo, así que siguieron en silencio. Al rato subieron por un cerro escarpado y el valle Spearfish se abrió ante ellos con sus campos de heno, que parecían enormes sábanas blancas en un tendedero caído. El humo de las chimeneas se elevaba en columnas caprichosas. Las niaras parecían montecillos cubiertos de nieve en la ininterrumpida extensión blanca.

A los pocos minutos estaban en casa de los Campbell. Carrie los abrazó, Kirk cogió sus chaquetas y Arden preguntó:

– ¿Has visto a Sarah? ¿Cómo está? ¿Sale con alguien?

Los ojos de True se deslizaron indiferentes hacia Noah, que ignoró las preguntas.

– ¡Bueno, cuéntame! -insistió Arden.

– Sí, bien y no sé -respondió Noah quitándose el sombrero.

– ¿A qué te refieres con que no sabes? Estás al tanto de todo lo que ocurre en el pueblo. ¡En eso consiste tu trabajo!

– No lo sé.

– ¡Bueno, no te esfuerces tanto en contestar! -Arden alzó las manos al aire.

– Por el amor de Dios, Arden -lo reprendió Carrie-, deja de molestar a tu hermano.

– La vi anoche en el espectáculo de Navidad -dijo al fin Noah, con la esperanza de que la información bastara para tranquilizar a Arden-. Dirigía el coro infantil.

– ¿Sí? -Estaba claro que no sería suficiente-. ¿Cómo estaba? ¿Cómo iba vestida?

– Demonios, y yo qué sé… ¿Cómo estaba, True?

– Como un ángel -afirmó el carretero.

– ¡Maldita sea! Ya sabía yo que teníamos que haber ido. ¿No te lo decía, mamá?

– Es un viaje muy largo para ir y volver el mismo día; además, Noah iba a venir hoy y en esta época del año el tiempo es imprevisible. Y ya os dije a tí y a tu padre que no pensaba pasar la Nochebuena en un hotel.

Tuvieron que explicar minuciosamente el programa de Navidad. Noah dejó hablar a True, que describió con sorprendentes pormenores la chaqueta verde de Sarah, su peinado y hasta los trajes de los ángeles. Noah lo miró fijamente. ¿Qué diablos estaba sucediendo? ¿Cómo recordaba True todo eso? El carretero miró a Arden durante el relato y, por lo que contó, Noah dedujo que lo había visto salir con Sarah. No obstante, no mencionó ese punto.

Para Noah, fue un día deprimente, pese a la presencia de True, la comida casera de su madre y al hecho de estar con su familia de nuevo. Estaba deseando volver al pueblo. Le hubiera gustado estar sentado a la mesa de la pensión de la señora Roundtree y tener a Sarah delante, en vez de a Arden.

No participó demasiado en la conversación, inmerso en recuerdos de determinados momentos de los últimos tres meses: el día en que Sarah le había regalado el Stetson y Andy Ta-tum había comentado: «Yo sólo digo que le gustas, Noah»; el día que se habían encontrado en la acera, cuando ella le llevaba el gato a su hermana; la noche que la había besado por primera vez en la cocina de la señora Roundtree.

True y él se quedaron a dormir y salieron a media mañana, bajo un cielo cubierto de nubes grises, densas y amenazantes que, impulsadas por un fuerte viento, parecían advertirles que el viaje de vuelta sería más frío y difícil que el de ida.

True volvió a tomar la delantera, con el caballo gris de Noah pegado a la cola de su yegua, acortando la distancia, incluso cuando Noah tiraba de las riendas. En los profundos cañones y los lechos de los arroyos el viento se arremolinaba y silbaba como una tetera al hervir el agua. Arqueaba las copas de los pinos, se llevaba grandes capas de nieve de las ramas y las diseminaba por el suelo como piezas de un rompecabezas. Noah le gritó a True con la boca pegada a su nuca:

– Eh, True ¿te puedo hacer una pregunta?

True giró la cabeza hacia la derecha. Su mejilla golpeó contra el cuello levantado de la chaqueta.

– ¡Pregunta! -Tuvo que gritar para que Noah le pudiera oír. El viento silbaba entre ellos.

– ¿Recuerdas la chica mormona de la que me hablaste, con la que te querías casar?

– ¿Francie?

– Sí, Francie.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cómo sabías que estabas enamorado?

Noah observó a True subir y bajar sobre la montura. Trotaban por un trecho relativamente llano con un monte de abedules a la derecha. True llevaba el sombrero calado hondo sobre la frente; el cuello de lana le rozaba la nuca. Volvió la cabeza otra vez, tomó aire y volvió a gritar:

– Porque hacerla feliz en la cama parecía menos importante que hacerla feliz fuera de ella.

Noah se quedó meditando la respuesta.

– ¿Quieres decir que te llevaste a la cama… a una muchacha mormona?

– No. Nunca. Lo deseaba, pero jamás lo hice. No lo habría hecho sin estar casados.

Cabalgaron un rato en silencio. Noah se sentía culpable por darle tanta importancia a la aversión al sexo de Sarah Merritt. De acuerdo, el sexo no lo era todo. Si uno estaba realmente enamorado, las otras cosas eran más importantes… el respeto, la amistad, el diálogo, las aficiones en común, desear estar juntos en la misma habitación.

– ¡Eh,True!

– ¿Qué?

– ¿Estabas asustado cuando le pediste que se casara contigo?

– No. Sólo me asusté cuando me dijo que no… al pensar que pasaría el resto de mi vida sin ella. -La yegua comenzó a descender por una pendiente rocosa y el caballo gris la siguió-. ¿Acaso no te asusta a tí pensar en pasar el resto de tu vida sin esa dama del periódico?

– Supuse que sabías que se trata de ella.

– No es difícil adivinarlo al veros juntos. Parecéis encantados. O más bien embrujados.

– No creía que se notase tanto.

– Os vi salir juntos del teatro en Nochebuena.

– Lo imaginaba. Gracias por no decírselo a Arden.

– Cualquier estúpido se daría cuenta de que ella no es del tipo de Arden. -Guardó silencio unos instantes. Luego gritó por encima de su hombro-: ¿Se lo vas a pedir o no?

– Lo he estado pensando.

– Tienes un nudo en la garganta, ¿eh? ¿Como un pedazo de comida atravesada?

– Sí. -El nudo estaba allí cuando Noah contestó. Intentó tragar saliva, pero el nudo seguía allí, incluso mientras vociferaba a la espalda de True-: A ella le asusta lo que puede ocurrir en un dormitorio, True. Le asusta mucho. Dice que no quiere ser como su hermana.

True giró su tronco en la montura para dirigir una larga mirada a su compañero. Los caballos seguían trotando.

Las crines se agitaban al viento. Por fin, True se volvió a girar hacia delante.

– Bueno, ése sí es un problema, chico -bramó.


Ya en el pueblo, al pasar por la oficina del Deadwood Chronicle, Noah aminoró la marcha de su caballo. Dentro, las lámparas encendidas iluminaban la estancia. Pudo ver a Bradigan y al chico de los Dawkins yendo de un lado a otro, pero no a Sarah. Qué absurda era esa abrumadora desilusión por no ver su cabeza tras el letrero dorado de la ventana. Se sorprendió escrutando cada edificio al pasar, con la esperanza de verla, aunque sólo fuera fugazmente.

Fue directamente a su oficina. Freeman Block, ahora ayudante del marshal, le dio el parte: el pueblo había estado en plena calma durante su ausencia. Ni peleas en los bares ni problemas en las casas de juego y muy poco tránsito en la calle el día anterior. Noah envió a Freeman a su casa y llevó el caballo al establo; pasó por la tienda de Farnum, compró seis trozos de cecina y volvió a su oficina para comérselos mientras se dedicaba al papeleo.

La tarde se le hizo terriblemente larga. A ratos se quedaba mirando a la calle, deseando que ella apareciera para tener así una excusa para charlar un rato, ver su cara y tratar de llegar a una determinación sobre si pedirla, o no, en matrimonio.

A ratos se quedaba con la cabeza entre las manos, deprimido por razones demasiado complejas como para racionalizarlas.

Abandonó la oficina cincuenta minutos antes de la hora de cenar. Al llegar a la pensión, se lavó con una esponja, se cepilló el pelo, se afeitó con meticulosidad, recortó con una tijera el borde inferior de su bigote, se puso un poco de colonia en las mejillas y el cuello, escogió ropa limpia y consultó su reloj de bolsillo.

Faltaban diez minutos para la cena.

Metió el reloj en el bolsillo del chaleco y se miró al espejo. Una cara curiosa… ¿qué vería una mujer en ella? Todo demasiado redondo y grande para resultar atractivo, y encima esa ridicula hendidura en la punta de la nariz. Bueno, él no podía hacerle nada.

Tenía la sensación de haber estado separado de ella dos meses en lugar de dos días. Los cinco minutos que pasaron antes de que saliera de la habitación y bajara ruidosamente las escaleras, le revolvieron el estómago.

En el comedor, los hombres lo saludaron, le preguntaron cómo había ido el viaje al Spearfish, cómo estaban sus padres, si nevaba por aquellos lugares, etc…

La señora Roundtree trajo una enorme olla marrón llena de judías al horno, una fuente con costillas de venado, una bandeja con remolachas adobadas y una fuente con tostadas.

Noah contempló la silla vacía de Sarah.

La señora Roundtree se dejó caer pesadamente en la cabecera de la mesa y declaró:

– Aquí tienen, caballeros. No se priven de nada.

Noah estudió de nuevo la silla donde solía sentarse Sarah.

De modo que se había retrasado un poco. Extraño, pero podía ocurrir.

La fuente de carne vino desde la izquierda de Noah, dio la vuelta y pasó de largo sobre el asiento vacío de Sarah.

– ¿No vamos a esperar a la señorita Merritt? -preguntó.

– Se ha mudado -replicó con acritud la señora Roundtree, bajando la mirada para pinchar un pedazo de pan y pasar el plato-. Para siempre.

– ¿Se ha mudado? ¿Cuándo?

– Anoche. El chico de los Dawkins ha pasado esta mañana por su equipaje.

– ¿Adónde?

– Pues no se lo pregunté. Sírvase remolachas y pase la bandeja.

– ¿Pero, por qué?

La señora Roundtree lo miró con desaprobación.

– No es asunto mío. Yo no tengo por qué preguntar a todo el que pasa por aquí adónde va y de dónde viene. El señor Mullins está esperando las remolachas, señor Campbell.

Noah las pasó como petrificado. ¡Se había ido! La noche en que él estaba casi decidido a invitarla a dar un paseo y pedirle que se casara con él, Sarah se había ido. Creía conocer el motivo.

La comida le supo a alfalfa. Comió sólo porque debía: levantarse de la mesa y salir corriendo a buscarla hubiera levantado sospechas. Todos los hombres parecían mirarle, como evaluando su reacción ante la ausencia de la mujer. El marshal evitó posar su mirada en la silla vacía.

Después de la cena, subió a su cuarto en busca de su revólver para hacer sus rondas nocturnas. La oficina del Chronicle estaba a oscuras. Se quedó parado un largo rato, espiando el interior, sintiéndose igualmente sombrío. Veía el contorno de su sombrero reflejado en el cristal de la ventana, pero no distinguía sus facciones.

«Sabes de sobra por qué ha dejado la pensión. Para no tener que impedir que un libertino como tú se meta en su cama cualquier noche.»

Giró sobre los talones y se encaminó hacia la siguiente acera de madera, dejando atrás el tintineo de un piano amortiguado por puertas cerradas y las risas de hombres en las mesas de juego. Se detuvo bajo el porche de la entrada del Hotel Grand Central. Era probable que ella estuviera allí. Si se quedaba en aquel lugar el tiempo suficiente, tal vez la viera salir. Entonces podría cruzar la calle y decir, «Hola, Sarah». ¿Y luego qué? Todo lo que imaginaba que podía ocurrir después, le hacía verse como un tonto enamorado, de modo que entró en el bar Eureka, bebió un whisky doble Cuatro Plumas y volvió a la pensión a dormir.

Se despertó irritado y el humor no le cambió durante el desayuno, ni cuando subió a su habitación a por el arma, la chaqueta y el sombrero, ni cuando dejó el Stetson en el gancho de la pared, ni tampoco cuando lo cogió de nuevo, se lo caló con brusquedad y masculló:

– De acuerdo. Usaré el maldito sombrero.

Había nevado durante la noche. Despejó con una pala la acera frente a su oficina, entró y redactó un listado de las personas que debían pagar la renovación de las licencias a finales del trimestre. Añadió leña a la estufa, bebió una taza de café que sabía a orina de bisonte, se quedó espiando la calle a través de la ventana, suspiró y se dio por vencido.

Necesitaba verla; expresarle abiertamente sus sentimientos; conocer los de ella. Le urgía librarse de esa sensación de vacío que experimentaba desde que había dejado la habitación de Sarah en Nochebuena.

Había cuatro personas en la oficina del periódico cuando abrió la puerta: Patrick Bradigan, manejando la prensa; Josh Dawkins, cargándola de tinta con un rodillo; la hermana de Sarah, Eve, doblando periódicos en una mesa larga a un lado del local y la propia Sarah, con un delantal de cuero, agachada, limpiando una pieza de metal con un cepillo, sobre un balde de trementina. Noah pasó junto al tipógrafo y al aprendiz inclinando la cabeza. Luego junto a Addie murmurando: «Hola, Eve». Les concedió una atención mínima. Todo su interés estaba centrado en Sarah, que alzó la cabeza y se quedó muy quieta cuando lo vio acercarse. Dejó el cepillo y se incorporó, limpiándose las manos con un trapo, con una expresión grave.

– Hola, Noah.

Se quitó el Stetson, lo sostuvo entre las dos manos y preguntó:

– ¿Puedo hablar contigo un momento, Sarah? Es personal.

– Por supuesto. -Tiró el trapo sobre una mesa, se desató las tiras de cuero, se quitó el delantal y se puso un abrigo que colgaba en el perchero junto a su escritorio.

Se dirigió hacia la puerta principal, pero Noah la detuvo:

– ¿Podemos ir atrás?

Sus miradas se encontraron y ella desvió la suya.

– Está bien.

Sarah llevaba el pelo recogido en un elaborado moño; el olor de la trementina la siguió.

Fuera, el clima era muy similar al del día anterior, el viento levantaba la nieve caída durante la noche y la arrojaba contra la falda de Sarah y los pantalones de Noah. Cerrando con una mano el cuello de su abrigo, Sarah se volvió hacia él. El viento llevó un mechón de su cabello hasta la comisura de sus labios. Alzó su mano libre y se lo apartó, pero enseguida le volvió a caer sobre la cara.

Noah la miraba con el sombrero bien calado, el cuello levantado, las manos enfundadas en guantes de cuero y cruzadas delante. Las bajó a las caderas y dijo:

– Anoche te eché de menos en casa de la señora Roundtree.

Ella titubeó un instante antes de contestar:

– Sí, ha sido una mudanza un tanto precipitada. ¿Qué tal pasaste la Navidad?

– Bien… bien.

– ¿Cómo está fu familia?

– Perfectamente. Arden me preguntó mucho por tí.

Los labios de Sarah sonrieron, pero sus ojos permanecieron fijos en los de Noah, como si apenas hubiera oído el comentario, o le diera poquísima importancia.

– Maldita sea, Sarah. La verdad es que he pasado una Navidad horrible. No he hecho otra cosa más que pensar en tí y desear estar contigo. No veía el momento de volver, y cuando lo hago, me entero de que te has mudado. No era necesario, Sarah. -Levantó una mano y la dejó caer-. No debí haber entrado en tu habitación aquella noche. Más aún cuando me pediste expresamente que no lo hiciera. Pero te juré que no se repetiría y te aseguro que no se hubiera repetido.

– ¿Crees que ése es el motivo por el que me mudé?

– Bueno, ¿acaso no lo es?

– No.

– ¿Entonces qué…?

– Es por Addie. Ha dejado Rose's para siempre.

– ¿Para siempre?

– Eso dice.

– Bien, es… es una buena noticia.

– Al menos es lo que esperamos Robert y yo, que sea para siempre. La convenció y vinieron a verme. Cenamos en casa de los Dawkins, con toda la familia. Pero la señora Roundtree trató a Addie de una manera horrible y me dijo que si quería encontrarme con ella tendría que hacerlo en otro sitio porque no quería mujeres de su clase en la pensión. Así que me enfadé mucho y… y supongo que quise vengarme; después de todo, si una mujer como Addie desea reformarse y nadie va a ayudarla, ¿qué posibilidades tiene? Fui bastante sarcástica con ella y me he instalado temporalmente con Addie en el Grand Central, hasta que podamos comprar una casa propia.

– ¿Una casa propia?

– Ya he hablado con Graven y cree que pronto podrá tener una para nosotras, pero hasta entonces, tengo tanto miedo de que Addie se eche atrás, que no quiero perderla de vista. Por eso está aquí doblando periódicos. Emma me ha dicho que le enseñará a llevar una casa. Eso la mantendrá ocupada.

Noah escuchó todo aquello, viendo el pelo de ella ondear al viento, observando su lucha con el mechón rebelde.

– No sabes cuánto me alegra oír eso. Pensé que te habías mudado para alejarte de mí.

– No… en absoluto.

Se miraron a los ojos. Durante algunos segundos, ninguno de los dos habló.

– ¿Puedo decirte la verdad, Sarah?

Ella esperó.

– He pensado en ti todo este tiempo y me he reprochado una y otra vez el haber entrado en tu habitación aquella noche. Me he dicho continuamente que tú no eres una de las chicas de Rose's. Siento lo que hice, Sarah… pero por otra parte,… no lo siento… verás, diablos, ni siquiera sé explicarme.

– Creo que lo estás haciendo bastante bien, Noah.

– ¿En serio? -Parecía muy abatido-. Tú eres quien domina el manejo de las palabras. A veces, cuando intento decirte algo, no logro hacerlo como me gustaría.

– Lo que tratas de decir es que me has echado de menos.

– Sí…, eso es.

– Yo también. -El viento le llevó varios mechones de pelo a la frente-. La Navidad con los Dawkins fue maravillosa, pero no dejé un solo instante de pensar en cómo sería el valle Spearfish y en qué estarías haciendo.

– ¿De verdad, Sarah?

Ella asintió en silencio, mirándole a los ojos.

El nudo en la garganta reapareció y Noah experimentó una tremenda dificultad para respirar.

– Este no es el momento ni el lugar en que pensaba decirte esto, no… no en el callejón junto al montón de la leña. Me imaginaba paseando contigo por el monte Moriah una noche quieta, con los buhos llamándose y… -Dejó de hablar. Los ojos azules de ella parecían plateados, reflejando el cielo plomizo, expectantes-. Creo que te amo, Sarah.

Ella dejó de sujetar el cuello de su abrigo. Sus labios se entreabrieron y sus ojos se agrandaron. Pasó un buen rato antes de que dijera con voz temblorosa:

– ¿Sí?

– Y creo que deberíamos casarnos.

Sarah se quedó sin habla mientras él exponía su punto de vista.

– Lo estuve pensando todo el día de Navidad, y creo que es lo más acertado. Sé lo que estás pensando, que he hecho cosas reprochables, y es cierto, pero eso no significa que no pueda cambiar. Y en cuanto a Addie, te juro, Sarah, que a partir de hoy la trataré como si fuera mi propia hermana. Sé que es pedirte mucho que olvides lo que… -hizo un gesto señalando hacia atrás-… bueno… lo que alguna vez sucedió en Rose's, pero eso fue antes de conocerte y todo ha cambiado desde entonces.

– No sé qué decir, Noah.

Él la miró con el corazón alterado. Estaba completamente inmóvil. Sólo su pelo subía y bajaba como si de telarañas sueltas se tratara.

– Bueno, para empezar, podrías decirme si existe alguna posibilidad de que tú también me quieras.

Sarah se ruborizó y agachó la cabeza.

– Creo que es bastante probable, Noah.

– Pero te has estado resistiendo, ¿verdad?

Se abstuvo de contestar.

– Bueno, yo también -admitió él.

Se quedaron de pie, con el viento arremolinándose a su alrededor, sin saber qué hacer.

– Nada ha ocurrido como yo esperaba. -Noah extendió sus manos enguantadas y la cogió por los brazos, recordó cuánto le disgustaba a ella que la tocaran y la soltó. Contempló el montón de leña y alineó con el pie un madero que estaba algo separado del montón. Mientras hacía lo mismo con algunos otros le dijo-: No es como esperaba.

– ¿Cómo creíste que sería?

Dejó de concentrarse en la leña y la miró.

– No lo sé, pero no imaginé que vagaría como un alma en pena.

– Bueno, si te sirve de consuelo, a mí me ocurre lo mismo.

La voz de él se hizo cariñosa.

– Pero cuando te veo ante mí, todo parece recuperar el sentido.

– Sí -dijo ella-, a mí me ocurre lo mismo.

Se hizo un silencio.

Noah sonrió.

Sarah le devolvió la sonrisa.

– ¿Y bien? -murmuró él.

– Y bien… -contestó ella.

Las sonrisas tímidas brotaban desde sus estómagos, mientras Noah jugaba con un trozo de madera. Por fin lo dejó caer.

– No olvido lo que te prometí en tu cuarto en Nochebuena, Sarah, pero, tal vez quisieras besarme.

Los labios de Sarah esbozaron una sonrisa tierna y algo triste.

– Oh, Noah -susurró al tiempo que daba un paso hacia él.

Noah avanzó también, hasta que sus cabezas se tocaron y sus bocas se unieron. Era como comenzar desde el principio, de pie en medio de la fuerte ventisca invernal, acariciándose con los labios fríos y las lenguas cálidas y húmedas, mientras un manantial de emociones surgía de sus pechos. El abrazo fue inocente, siguiendo los parámetros normales, las manos de Noah cogiendo los brazos de la mujer y las de Sarah en la pechera de la chaqueta de lana de Noah. Cuando el beso terminó, se separaron y se miraron a los ojos. El viento silbaba a su alrededor.

– ¿En qué piensas? -preguntó Noah por fin-. ¿Estando juntos seríamos menos infelices?

Sarah no movió sus manos.

– ¿Puedes darme un poco de tiempo para pensarlo?

Noah se descorazonó.

– ¿Cuánto?

– Hasta que esté segura de que Addie no volverá a Rose's ni a nada parecido. Si le dijera ahora que voy a casarme contigo, tendría la excusa perfecta para hacerlo. Se siente muy insegura, ¿entiendes? Allí dentro… aunque parezca extraño… se sentía protegida. Ganaba dinero y era una más. Nadie la señalaba con el dedo. Aquí fuera es muy diferente.

– ¿Cuánto tiempo crees que necesitará?

– No lo sé. Hemos de encontrar una casa para las dos… creo que debo acostumbrarla a valerse por sí misma. No sabe nada, Noah, ni cocinar ni lavar ropa ni normas de educación. Nunca ha tenido que aprenderlo. ¿Quién se lo enseñará si no lo hago yo?

– Y si compras una casa, ¿qué me dices de nosotros? ¿Estás sugiriendo que querrías que viviéramos allí?

– No lo sé. No he pensado nada a tan largo plazo. ¿Dónde habías pensado tú que viviéramos?

– Pues aún no lo había decidido, pero no creo que funcionara que los tres compartiéramos una casa.

– No, por supuesto que no. Pero no hay prisa, ¿verdad? Ni siquiera tenemos un pastor en el pueblo.

Noah tampoco había tenido en cuenta ese punto.

– Entonces, ¿tu respuesta es: «sí, me casaré contigo pero cuando haya un reverendo en el pueblo y una vez que Addie se haya establecido en una casa propia»?

Abrió la boca para responder que suponía que sí, cuando se acordó del periódico.

– ¿Y el Chronicle?

– Puedes seguir publicándolo, ¿no?

– No si tenemos una casa y una familia.

– ¿Te gustaría tener una casa y una familia? -preguntó. Lo que quería decir: ¿Quieres formar una familia?

– Bueno, pues claro. Cuando uno se casa, esas cosas simplemente ocurren.

– ¿Pero deseas que ocurran?

La idea era nueva. Necesitaba tiempo para reflexionar acerca de la maternidad. Sabía tan poco de eso como Addie de llevar una casa. ¿Y quién le enseñaría?

– Noah, hace un rato los dos dudábamos de nuestro amor, y ahora ahora estamos discutiendo detalles que… que… oh, Noah, no tengo respuestas para todo.

Él retrocedió, sintiéndose rechazado.

– De acuerdo, por ahora dejaremos las cosas así. ¿Qué prefieres, un medallón o un broche?

Sarah le miró desconcertada.

– ¿Un medallón o un broche?

– Para sellar nuestro compromiso. Hay suficiente oro en este pueblo para lo que quieras.

Después de todo, no era tan diferente a su hermano. De pronto, parecía tener prisa.

– ¿Quieres hacerlo oficial? ¿Estás seguro?

– Si tú estás de acuerdo.

– Está bien… un medallón o un broche.

– ¿Cuál de las dos cosas?

– Elige tú.

Se quedaron callados un rato, sintiendo la alegría escurrirse ligeramente.

– Pero, Noah… -Le tocó una manga-. Convendría que lo mantuviéramos en secreto durante algún tiempo. De lo contrario, Addie podría pensar que me retiene.

La desilusión de Noah se intensificó. Siempre había imaginado los compromisos de ese tipo como ocasiones de gran celebración. Dios, si por él fuera, saldría en grandes titulares en primera plana del Chronicle.

– Sí, probablemente sea una buena idea. Además, primero he de decírselo a mi familia. A Arden no le gustará demasiado.

– ¿Qué extraño, no, cómo empezó todo? Tú con mi hermana, yo con tu hermano y casi odiándonos.

– Bueno, al final todo se ha arreglado, ¿no?

El viento trajo hasta sus oídos el relincho de un caballo, mientras permanecían al amparo del edificio, lo bastante cerca para tocarse, pero conteniéndose.

– Te echaré mucho de menos en la pensión -confesó Noah.

– Yo también.

Los ojos azules de Sarah revelaban tal inquietud, que el corazón de Noah vibró; de todos modos esperó, contenido por los límites que se había impuesto, sin llegar a asumir que tenía derecho a besarla, siendo, como lo era ahora, su prometida.

– Hay algo que hace muchísimo tiempo que quiero decirte -susurró ella.

– Di… -Se le quebró la voz y carraspeó-. Dilo.

– Tienes el pelo más hermoso que jamás he visto.

– Oh, Sarah… -Se movieron al mismo tiempo y se fundieron en un abrazo, besándose con las bocas muy abiertas. La impaciencia se cernía sobre ellos como un nubarrón inmenso. Sarah lo abrazó con fuerza, uniendo su lengua a la de él, su cuerpo al de él, su voluntad a la de él. Noah le recorrió el rostro con los labios, llenándolo de besos y pequeños mordiscos apasionados.

– Oh, Noah -musitó con los ojos entrecerrados y la cabeza echada hacia atrás mientras él la besaba en la garganta-. Me he pasado toda la vida creyendo que viviría sola. Pensé que jamás llegaría a esta situación… que ningún hombre me pediría que me convirtiera en su esposa. Tenía tanto miedo a no ser amada.

– Shh… no… calla… -decía él en voz baja-. Hay tanta bondad en tí que haces buenos a los demás; eres pura y hermosa, inteligente y valerosa. Y tienes los ojos azules más bonitos que jamás he visto.

Sarah abrió los ojos y se topó con los de él muy cerca.

– ¿En serio lo crees?

– En serio. -Sonrió, aún sosteniendo su cabeza.

Una punzada de felicidad la estremeció. Su rostro se iluminó y lo besó de nuevo con alegría… luego con deseo.

Cuando sus bocas estuvieron húmedas y la corrección amenazada, Noah se apartó de ella respirando entrecortadamente, poniendo distancia entre sus cuerpos.

– Será mejor que entre, señorita Merritt, y que yo regrese a mi trabajo.

– ¿Es necesario?

– Sí, lo es. Pero… ¿Sarah?

– ¿Sí?

La besó en la nariz.

– Por favor, resuelve pronto lo de tu hermana.

Intercambiaron una mirada cómplice, que reveló que, durara lo que durara, la espera se haría larga.

– Lo intentaré -respondió Sarah. Se despidió, a pesar de las pocas ganas que tenía de hacerlo, y volvió a la oficina del periódico. Mientras entraba en el local, estaba segura de que los demás no podrían dejar de advertir el brillo que irradiaba.

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