En Rose's, era la hora de comer para el primer turno. La cocinera había preparado pollo y pudín de pasta rellena. El olor a comida llegaba hasta la habitación de Addie y le hacía la boca agua. Enfundada en una bata, cogió a Mandamás y salió del cuarto.
– Ven conmigo, gatita; te daré un poco de salsa.
No había muchas cosas buenas que contar sobre esa vida, pero la comida era una de ellas. Se alimentaban como reinas. Tenían a su disposición productos frescos, una vaca propia que dormía en un establo (¡después de todo, necesitaban mantequilla!) y toda la leche, crema, azúcar, patatas, pudines y tortas necesarias para mantener contento a un grupo de mujeres confinadas. Glorianne era una buena cocinera y no escatimaba en nada.
En la puerta de la cocina, Addie se encontró con Ember, una de las francesas.
– ¿Qué haces tú aquí? -inquirió con expresión furiosa-. ¡Tienes prohibido estar aquí con nosotras! -Pasó junto a la mujer adelantando primero un hombro, asegurándose de que ni siquiera el pelo de la gata rozara el brazo de Ember.
– Tranquila, Eve, querida. Sólo he bajado a llenar mi recipiente de mantequilla.
– ¡Llénalo cuando te toque!
– ¡No eres la dueña de la cocina, puta!
– ¡Si lo fuera, tú no trabajarías aquí!
Existía una particular estratificación social que se hacía evidente a la hora de comer: las francesas, especializadas en el sexo oral, comían después de las convencionales, que despreciaban a las otras por lo que hacían en el piso de arriba. La tensión entre los dos grupos daba lugar, en el mejor de los casos, a mordaces enfrentamientos verbales y, en el peor, a muertes.
En el último burdel donde Addie había trabajado, una de las convencionales, llamada Laurel, había puesto vidrio triturado en el agua del lavado vaginal de una francesa llamada Clover.
Sin embargo, Addie tenía amigas en Rose's… buenas amigas. Jewel, Heather y Larayne ya estaban sentadas a la mesa cuando ella entró en la cocina con la gata en brazos. Flossie también estaba allí, pero Flossie nunca hablaba, sólo comía sin bajar la cabeza y abandonaba la habitación haciendo un eructo.
– Yo de tí tendría cuidado con ese gato estando cerca Ember -le advirtió Heather-. Está celosa de que lo tengas.
– Si se le ocurre tocar un pelo de esta gata, se convertirá en una puta con un solo pezón.
Todas rieron menos Flossie; luego comenzaron a almorzar. En el suelo, bajo la mesa, Mandamás recibió su ración de pollo y pudín, mientras que alrededor de la mesa, cuatro mujeres entradas en carnes engullían lo mismo, seguido de una porción enorme de pastel de chocolate relleno de caramelo y nuez y cubierto con crema. Animándolas a comer más y más estaba Glorianne, una inmensa mujer blanca que las trataba a todas por igual, de modo que todas la querían. Glorianne era la madre que algunas jamás habían conocido, la abuela que algunas recordaban y el mayor consuelo en las sórdidas vidas de la mayoría, porque Glorianne era sinónimo de… comida. Almorzaban así todos los días, con voracidad. Al anochecer, poco antes de que comenzaran a llegar los clientes, prácticamente no probaban bocado.
– Estoy muy orgullosa de vosotras, chicas -dijo Glorianne mientras movía su enorme cuerpo alrededor de la mesa llenando de nuevo las tazas de café.
Flossie se puso de pie, eructó camino de la puerta y se marchó sin abrir la boca.
– ¿Alguna vez habéis visto sonreír a Flossie? -preguntó Larayne a las demás.
– Nunca -contestó Jewel.
– Un par de veces, mientras acariciaba a Mandamás, pareció a punto de hacerlo -intervino Addie-, pero supongo que, realmente, no debían ser más que eructos.
Larayne se agachó y cogió a Mandamás. Sosteniéndola cerca de su cara, comentó:
– Ojalá tuviera un gato.
– Ojalá tuviera un hombre -dijo por su parte Jewel.
– ¿Cuántos quieres? -dijo Addie-. A partir de las seis habrá montones entrando por la puerta.
Era una vieja broma con muchas variaciones. Se habían reído de ella cientos de veces. En esta ocasión también lo hicieron.
– Un día de estos -dijo Larayne con expresión melancólica y acariciando a la gata-, un minero entrará aquí con los bolsillos llenos y…
– Ah… sus bolsillos estarán llenos. -La interrupción de Jewel arrancó las risas de Addie y de Heather.
– … y me dirá: Larayne, querida, compremos una granja en Missouri y criemos vacas, algunos chicos y gallinas y escuchemos el arrullo de las palomas sentados en el porche al atardecer.
El grupo guardaba silencio. El ronroneo del gato llenaba la estancia.
– ¿Eso es lo que quieres? ¿Una granja en Missouri? -preguntó Jewel-. Yo preferiría una gran ciudad… Denver, tal vez. Mi hombre manejaría un banco o una joyería y viviríamos en una de esas casas enormes con porches y cúpulas como el sombrero de una bruja, y habría una cochera en la parte de atrás donde viviría el servicio, y los domingos pasearíamos en coche por la calle principal como me han contado que hace la gente bien.
– ¿Tendrías hijos?
– Mmm… uno o dos quizá.
– ¿Y tú Heather? ¿Dónde vivirías?
– Viviría donde se pudiera ver el mar; mi hombre y yo cabalgaríamos por la playa. Tendríamos muchas flores alrededor de la casa y cuando me doliera la espalda él me daría un masaje, y no desearía otra cosa… y me lo daría sin pedir nada a cambio.
Quedaron unos instantes pensativas: un hombre que no pidiera nada a cambio. Un hombre que las sacara de aquella vida para colmarlas de amor marital. Era la fantasía que las ayudaba a sobrevivir día tras día.
– ¿Y tú Addie?
La expresión de Addie se volvió siniestra y dura.
– Vosotras y los hombres. Es en lo único en que pensáis… bueno, estáis perdiendo el tiempo. Nadie os sacará de aquí, y aunque así fuera, acabaríais por arrepentiros. No existe un solo hombre por el que valga la pena hacerse ilusiones.
Addie era la única que mantenía una postura cínica; nunca se dejaba seducir por las fantasías.
En aquel momento entró Rose, vestida con una bata roja.
– Hora de subir, chicas; vamos, las demás también han de comer. -Se suscitaron las habituales protestas.
– Todavía estamos tomando el café… que esperen… eres muy dura, Rose… -A pesar de las quejas, dejaron la cocina llevándose la gata y las tazas consigo.
Addie pasó la tarde planchando su ropa interior de algodón. Remendó algunas costuras descosidas en sus vestidos y corsés, preparó la mezcla para teñirse el pelo y realizó tres bocetos al carbón bástante malos de la gata en distintas posturas. A las cinco, encendió la lámpara. Dudaba respecto al peinado que se haría para esa noche -¿oriental o francés?-, calentó las pinzas de rizar, se decidió por un moño alto que adornó con unas plumas, se empolvó el pecho, se pintó los labios y los ojos y se metió en el interior de un corsé que a duras penas le llegaba a los pezones. Debajo, llevaba calzones de algodón; encima, la bata negra con amapolas color escarlata y, en los pies, zapatillas de satén escarlata… las chicas que usaban zapatos rojos atraían más clientes.
Como siempre, la charla sobre los hombres la había deprimido. Se miró al espejo: su boca estaba tensa y sus ojos tenían una expresión mortecina.
Tenía tiempo de bajar y comer un pedazo de pastel: el reconfortante pastel de chocolate, caramelo y nueces de Glorianne.
En la cocina, cortó un trozo y se quedó de pie junto al cajón de la leña, comiendo. Larayne entró, bebió un sorbo de agua y cogió una galletita de avena.
Rose irrumpió. Llevaba un vestido ceñido de color azul zafiro, desgastado por el uso.
– Un tipo ahí afuera pregunta por tí, Eve. Será mejor que vayas.
– Oh, maldita sea. ¿Quién es?
– Nunca lo había visto antes.
– Estoy comiendo.
– No se puede hacer esperar a los clientes.
Addie dejó el plato sobre la mesa con brusquedad. Cuando se dirigía hacia la puerta, Rose la cogió del brazo.
– No uses el reloj de arena con éste, Eve. Por la forma en que va vestido, vale mucho más que un dólar por minuto. Primero tantéalo un poco, ¿de acuerdo?
– Sí -respondió Addie. En aquel negocio, no existían los precios fijos. Con los habituales, que entraban y salían en cuestión de minutos, se utilizaba el reloj de arena, pero cuando aparecía uno nuevo, la chica tenía que charlar un rato con él para hacerse una idea del precio que podía cobrarle, siempre el más elevado posible. A veces, si un hombre no tenía dinero, podía pagar con un reloj de oro o cualquier objeto de valor que llevara encima. En cierta ocasión, Addie había estado con un cliente por una bolsa de frijoles secos.
Éste, según Rose, parecía rico.
Addie lo vió primero de espaldas. Estaba de pie en la sala leyendo el «menú», cuando ella entró y lo miró a través de la baranda de la escalera.
Aunque nadie en Rose's la llamaba Addie, había veces, sobre todo desde que Sarah había llegado al pueblo, que pensaba en sí misma con ese nombre: la Addie que había sido hasta los doce años, sosteniendo a Mandamás, alimentándolo junto a su silla, junto a sus amigos; era en esos instantes de ensueño, cuando más cerca estaba de la Addie del pasado. Pero mientras se acercaba al hombre en la sala, era Eve.
Se aflojó el cinturón de la bata.
Avanzó contoneando las caderas.
Entornó los ojos.
Abrió los labios.
Habló con voz de contralto.
– Hola, querido. ¿Buscas a la pequeña Eve?
Él se giró y se quitó con lentitud el sombrero bombín que llevaba puesto.
– Hola, Addie -susurró.
Su sonrisa se desvaneció. Su corazón se detuvo y se puso pálida. La última vez que lo había visto, él tenía diecinueve años. Cinco años lo habían convertido en todo un hombre con patillas tupidas, un rostro algo más relleno y el cuello más ancho. También estaba más alto y debajo de la capa se adivinaba una espalda fuerte. Llevaba guantes de cuero y sostenía en ambas manos el costoso sombrero de castor.
– ¿Robert? -murmuró.
Él consiguió esconder su consternación.
Estaba casi irreconocible, más gorda y semidesnuda, con el pelo estropeado y los ojos maquillados. A los quince años era tímida e infantil; a los dieciséis había ocultado sus pechos jóvenes bajo vestidos con grandes canesús con volantes. Ahora sus pechos tenían el tamaño de unos melones, expuestos casi hasta los pezones y la piel áspera y fofa como la masa de pan.
– Sí, soy yo. -Sonrió con tristeza.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, cerrándose la bata con una mano. Los ojos de Robert siguieron el movimiento, luego descendieron cortésmente al sombrero.
– Sarah me escribió cuando te encontró. Se lo había pedido. -No levantó la vista hasta que ella se tapó por completo, con cierta dificultad, eso sí. Addie estaba ruborizada y se sentía mortificada.
– No has debido venir.
– Tal vez no. Sarah me dijo lo mismo. Sin embargo, si hay algo que tengo claro después de todo este tiempo, es que tengo que resolver este asunto.
– Olvídame.
– Ojalá pudiera -musitó con vehemencia-. ¿Acaso crees que no lo he intentado?
– No valgo nada. Nada -sentenció ella.
– No digas eso.
– ¿Por qué no? Es la verdad.
– No -respondió él convencido.
Por un momento, intercambiaron miradas silenciosas y confundidas.
– Es la verdad -repitió Addie.
– Eras lo que yo más deseaba en el mundo. Eras dulce, inocente y afectuosa.
– ¡Bueno, pero ya no lo soy! -replicó-. ¿Por qué no te vas?
– No soy yo quien debe irse de aquí, Addie. Eres tú.
– ¿Qué es esto, una conspiración? ¡Primero aparece Sarah metiendo las narices en mi vida! ¡y ahora tú! ¡Bueno, no os necesito a ninguno de los dos! ¡Soy una prostituta, y muy buena! ¡Gano más dinero en una semana de lo que ella ganará en un año con esa maldita imprenta, y trabajando la mitad! Como igual que una reina y me pagan por echarme de espaldas. ¿Cuántas personas conoces que tengan una vida tan fácil?
Robert permaneció inmóvil unos segundos antes de responder en voz baja.
– Me muestras tu peor cara para asustarme, ¿no es así?
Lo miró como si no fuera más que una brizna en la pared de madera.
– He de prepararme para recibir a mis clientes. Tendrás que disculparme. -Dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
– No te librarás de mí tan fácilmente. Volveré.
Addie subió las escaleras sin mirar hacia atrás, balanceando las caderas y con la cabeza alta.
– ¿Me oyes, Addie? ¡Volveré!
Addie entró en su cuarto, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Le dolía el pecho. Le ardían los ojos. Los cerró con fuerza. Respiraba como si acabara de ser agredida.
«¡Ha venido aquí a por mí!»
No había una sola prostituta en todo el mundo que no tuviera un sueño similar al de sus amigas del burdel: un hombre que llegara para sacarlas de aquel submundo. No importaba lo groseras que fueran al hablar o el odio que profesaran hacia los hombres en general; todas deseaban ser rescatadas por uno y convertirse, a través del amor, en mujeres virtuosas. Y Addie no era diferente a las demás.
«Oh, Robert, no quería que me vieras así, en este lugar donde me parece haber perdido el alma. Tenía que hacerlo… ¿no lo comprendes?… para sobrevivir. Y ahora irrumpes de pronto para confundirme y agitar en mí sentimientos de culpa y confusión y para despertar anhelos de cosas que una mujer como yo no merece.»
Revivió el impacto de su encuentro con él en el piso inferior. Estaba leyendo la lista de aberraciones que podía practicar en aquel local cualquier hombre que lo deseara y pudiera pagarlo. ¿Habría pensado que ella hacía todo eso? ¿Lo mismo que las francesas? Sin embargo, se había quitado el sombrero. Oh, se había quitado el sombrero. Todavía apoyada con firmeza contra la puerta, Addie abrió los ojos y clavó la vista empañada en las vigas del techo. ¿Cuánto hacía que un hombre no se quitaba el sombrero en su presencia? Recordó el rostro impresionado de Robert; no había logrado disimular el rubor al ver sus pechos casi desnudos; al bajar la mirada tenía la cara roja y el dolor dibujado en sus ojos por el lenguaje soez que ella había utilizado deliberadamente.
«No vuelvas más, Robert, por favor. No fui digna de tí entonces y no lo soy ahora. Si me obligas a decírtelo todo, tu dolor será mayor.»
Abajo, el pianista comenzó a tocar Darling Clementine. Addie la había escuchado tantas veces que le crispaba los nervios. Se apartó de la puerta, atravesó el cuarto hacia el espejo, se pasó las manos por la cara con el objeto de retener las gotas oscurecidas por el maquillaje que se deslizaban por su cara y vertió agua en la palangana. Después de lavarse la cara, se maquilló de nuevo los ojos y se pintó la boca con pintalabios de color carmín; se pegó un lunar de terciopelo negro en su pecho izquierdo, justo encima del pezón; se perfumó el cuello, el espacio entre los senos y los muslos con perfume de azahar; comprobó el resultado final en el espejo y se dirigió a la habitación contigua.
Allí, encendió una lámpara, puso un manta limpia de franela gruesa sobre la colcha, dio cuerda al reloj en la mesita de noche, lo colocó junto al reloj de arena, comprobó que el recipiente de mantequilla estuviera lleno, lo acercó para que quedara al alcance de la mano desde la cama, llenó la jarra y la palangana con la lata del pasillo, vertió cinco centímetros de agua en el orinal de porcelana junto a la puerta, volvió a poner la jarra y la palangana sobre la mesa de lavar y se apretó el corsé sobre su estómago redondo.
Echó un vistazo a su alrededor y descubrió que Mandamás la había seguido. Levantó a la gata y dijo:
– Vamos. Tú no tienes nada que hacer aquí.
Con un cuidado y un cariño que no mostraba hacia ninguna otra criatura viviente, llevó al animalito a su habitación, lo dejó sobre la cama y le besó la cabecita. Quedaba a salvo de ser testigo del lado degradante de su vida.
Abajo, los hombres esperaban. Uno llamado Johnny Singleton se alegró al verla y se apresuró hasta el pie de las escaleras mientras ella bajaba.
– Hola, Johnny, querido. Has vuelto.
– Por supuesto, preciosa. A ver a mi favorita.
Con una naturalidad fruto de la práctica, Addie le hizo creer que le gustaba, que la cautivaba y que lo prefería a cualquier otro hombre en el mundo. Bromeó en el tono apropiado, rió cuando debía, le preguntó en un susurro seductor si ya había pasado por la sala del baño y lo condujo hasta el cuarto que había preparado en el piso superior. Una vez allí, le dio la vuelta al reloj de arena, llevó a cabo el acto con la suficiente falsa pasión para que él se sintiera poderoso y viril, recibió siete dólares en oro en polvo al acabar y lo despidió con un beso. Una vez se hubo ido, se puso de cuclillas sobre el orinal para enjuagarse rápidamente con los dedos, se lavó las manos, vació el orinal en la lata de agua sucia del pasillo y cambió la manta de la cama por una limpia.
Una vez abajo, guardó el oro en un buzón cerca de la puerta de la cocina, escribió una x y dos l en un papel (x equivalía a cinco dólares y l a uno), firmó e introdujo también este papel en el buzón. Hecho esto, volvió a la sala de espera para fumar un cigarrillo y esperar al próximo cliente.
A las cuatro de la madrugada había repetido el ritual veintidós veces. El recipiente con la mantequilla estaba casi vacío. En un cajón de madera se apilaban veintidós mantas de franela manchadas. En el buzón del piso de abajo había doscientos treinta y seis dólares puestos por ella.
Pero Adelaide no había tenido nada que ver con todo aquello. Eve lo había hecho todo, había estado debajo de todos aquellos hombres en la deprimente habitación donde la cama nunca se abría. Había reído, bromeado y acariciado. Había arrancado sonidos guturales similares a los que podían oírse a través de las delgadas paredes. Había satisfecho deseos mientras se imaginaba cortando melocotones para una familia de cuatro miembros; recogiendo flores de colores con un vestido de organdí blanco; siguiendo a un collie para salir al encuentro de un hombre que se acercaba por un sendero, un hombre que se parecía mucho a Robert; galopando junto a él en la playa… cualquier fantasía que la ayudara a escapar de aquella habitación y de aquellos hombres…, todas las fantasías que se negaba a revelar cuando las demás soñaban en voz alta.
Y, cuando acabó de limpiarse por vigésima segunda vez, se dirigió a su habitación particular y se acurrucó alrededor de la gata caliente y ronroneante que no le exigía nada, que no la utilizaba, ni la acusaba, ni abusaba de ella, ni le hacía preguntas.
«Mandamás… calentita, ronroneante y dulce Mandamás… nunca me abandones…»
Al día siguiente, Addie despertó poco antes del mediodía; sus pensamientos eran confusos. Tenía que hacer algo. Trató de concentrarse en ello, pero las imágenes en su mente aparecían borrosas, como vistas a través de una huella digital.
Abrió los ojos con brusquedad.
Ah, sí… Sarah. Hoy iba a poner las cosas en claro con Sarah.
Aquella tarde, pasadas las dos, Sarah atendía a un cliente, Josh estaba fuera haciendo algunos recados y Patrick estaba ocupado limpiando tipos con un trapo untado en trementina cuando la puerta se abrió y Addie irrumpió en la oficina del Chronicle.
Sarah alzó la cabeza y sonrió.
– Estoy contigo en un minuto.
Addie esperó cerca de la puerta; llevaba un sombrero de ala ancha azul marino y un velo que le cubría parcialmente la cara.
Sarah aceptó cinco centavos por un ejemplar del periódico, deseó los buenos días al cliente y lo acompañó hasta la puerta. Al pasar junto a Addie, el hombre se fijó en ella con discrección, con lo que Sarah dedujo que la conocía, pero no tenía ningunas ganas de admitirlo a plena luz del día en el interior de un negocio respetable. Addie ni siquiera lo miró; se limitó a esperar a que saliera, tiesa como una estaca.
Cuando el hombre salió, Sarah volvió a sonreír a su hermana.
– ¡Me alegra mucho que hayas venido, Addie!
– Bueno, no tiene importancia -replicó Addie-. Además, es la primera y última vez que pongo un pie en este lugar.
La sonrisa de Sarah se desvaneció.
– ¿Qué ocurre?
– ¡Le dijiste a Robert que viniera!
– No.
– No me mientas. Fue a verme y me dijo que le escribiste.
Al fondo del local, Patrick… bendito él… les daba la espalda sin reparos; dejó el trapo, dejó las cuñas en una caja y comenzó a guardar tipos. El sonido metálico resultaba acogedor en la hasta entonces silenciosa habitación, mientras las dos hermanas se enfrentaban.
– Sí, le escribí porque me lo pidió. Pero la verdad es que le aconsejé no venir.
– Bueno, pues ha venido, y todo porque tú te has tenido que meter donde nadie te ha llamado.
– Addie, él sólo me pidió que le hiciera saber si estabas bien. Estaba preocupado por tí.
– ¡Parece que últimamente todo el mundo está preocupado por mí… él, tú… estoy recibiendo más visitas que un velatorio irlandés! ¡No soy una curiosidad que se puede visitar cuando se desea alimentar el morbo personal, así que manteneos lejos de mí! No sé para qué demonios has tenido que venir a entrometerte en mi vida. No os necesito ni a Robert ni a tí. No vas a conseguir que cambie, si es eso lo que tienes en mente, de modo que puedes abandonar tus esfuerzos inútiles. Se lo dije a él y te lo repito a ti: llevo una vida fácil y no necesito levantar un dedo para vivir. ¡Mantente alejada de mí! ¿Me has entendido?
Dio media vuelta sobre sus talones, abrió la puerta con violencia y se marchó dando un portazo.
Sarah se quedó paralizada, estupefacta y dolida, la boca contraída, las mejillas ardiendo. Sentía el picor característico del llanto detrás de su nariz y sabía que de un momento a otro sus ojos se humedecerían. Patrick había dejado de guardar tipos y la observaba con expresión triste.
Sarah caminó con dignidad hasta el perchero. Si miraba a Patrick, ambos se sentirían incómodos. Con la cabeza gacha, se puso el abrigo y el sencillo sombrero marrón.
– Espero que puedas arreglártelas sin mí un rato, Patrick -susurró.
– Claro -respondió él en el mismo tono suave.
Sarah se fue.
Necesitaba esconderse. Se encerró en su cuarto de la pensión de la señora Roundtree; allí se sentó en una silla dura al lado de la ventana y, por fin, se permitió llorar. Lo hizo en silencio, sin moverse, con las manos muertas sobre la falda; las lágrimas caían en su regazo formando manchas oscuras en su falda a rayas azules.
«Addie, Addie, ¿por qué? Sólo quiero ser tu amiga. Yo también necesito una amiga, ¿es que no lo entiendes? Estamos unidas por lazos que no pueden romperse, por más que tú lo intentes. La misma madre, el mismo padre, recuerdos comunes. Soy sangre de tu sangre, el único pariente vivo que te queda, como tú lo eres para mí. ¿Acaso eso no cuenta?»
Qué devastadora era la soledad de los excluidos. Abrirse a alguien con amor y ser rechazada provocaba en Sarah un dolor jamás experimentado. Se sentía tan abandonada como una huérfana, o como una anciana que ha sobrevivido a sus hijos. Sentada junto a la ventana, agotada, inmóvil, tenía la impresión de que las lágrimas rodando por sus mejillas se llevaban sus últimas reservas de energía. Con un profundo suspiro, se puso en pie y se echó en la cama buscando la evasión del sueño.
Cuando despertó, la luz del sol había dado paso al azul del anochecer temprano. Alguien llamaba a su puerta.
– ¿Sí? -preguntó-. ¿Quién es?
– Soy la señora Roundtree. ¿Se encuentra bien?
Sarah se sentó vacilante sobre la cama.
– Sí, perfectamente.
– La cena está servida desde hace diez minutos. ¿No bajará?
Sarah hizo un esfuerzo por encontrar una referencia temporal… ¿qué día, qué hora era? ¿por qué estaba vestida?… y respondió:
– Ya voy.
Se arrastró hasta el borde de la cama y se concedió unos minutos para centrarse. Le dolía la cabeza. Sentía el cuerpo débil. Tenía el pulso tan acelerado que los latidos parecían sacudir la cama. Qué sensación tan horrible, despertar así de un sueño profundo, embotada y descentrada.
Cuando su mente se despejó un poco, se incorporó y se movió en la penumbra; se llevó los dedos a los párpados, se arregló un poco el pelo humedeciendo los lados con un peine, se alisó la falda y se estiró las mangas. Cuando se sintió lo suficientemente presentable bajó al comedor. Al entrar, todos los presentes se volvieron y la miraron.
– ¿Se encuentra usted bien, señorita Merritt? -preguntó el señor Mullins. Se sentía como una ingenua cuyo bienestar era controlado por todos los hombres.
– Sí, de verdad. Continúen cenando, por favor.
Ocupó su silla frente a Noah Campbell y vio sus manos quietas cogiendo el cuchillo y el tenedor mientras contemplaba su blusa arrugada y sus ojos hinchados. Sin decir una palabra, el marshal cogió una fuente de pescado frito y se la alcanzó.
– Gracias -murmuró Sarah, evitando su mirada. El resto de comensales volvieron a la conversación que, al parecer, la llegada de Sarah había interrumpido. Noah Campbell no participó, y se dedicó a observar a Sarah furtivamente, mientras ella mordisqueaba la comida con desgana, dejando intacta la mayor parte.
– Ha comido menos que un pajarito -bromeó la señora Roundtree en tanto recogía los platos.
– Lo siento. Estaba todo muy bueno, en serio, pero esta noche no tengo apetito.
– Hay mermelada de moras de postre.
– No, yo no tomaré, gracias -respondió Sarah-. Si me disculpan, tengo un artículo que escribir. -Se levantó y abandonó el comedor.
El marshal la siguió con la mirada; se sentía culpable por haberla puesto así con su arranque de ira de la noche anterior en la oficina del periódico. Titubeó menos de cinco segundos antes de ponerse en pie, impulsando la silla hacia atrás con un chirrido.
– Yo tampoco quiero postre. Todo estaba muy bueno, señora Roundtree.
Subió las escaleras de dos en dos y llegó al pasillo del piso superior en el momento en que se cerraba la puerta de la habitación de Sarah.
– Señorita Merritt -dijo en voz alta pero discreta-, ¿puedo hablar con usted?
Ella volvió a abrir la puerta y se quedó junto al marco, la habitación a oscuras; sólo una débil luz proveniente del pasillo exterior iluminaba su rostro.
– ¿Sí, marshal?
Estaba plantado frente a ella, sin sombrero y sin arma; la estrella en su chaleco negro reflejaba un rayo de luz.
– Tengo que hacer una última ronda por el pueblo. Si necesita al doctor Turley, puedo enviárselo.
– Señor Campbell, no sé bien cómo reaccionar ante tanta preocupación por mí. ¿Acaso ha decidido convertirse en mi ángel de la guarda?
– Anoche fui un poco grosero con usted. Lo lamento.
– Sí, lo fue.
– Estoy tratando de disculparme.
Sarah lo miró a los ojos y vio en ellos el potencial de un buen hombre.
– Disculpa aceptada.
Cara a cara, notaron que el recelo comenzaba a esfumarse y se sintieron violentos, como siempre que eso sucedía. Enemigos… amigos… hostiles… amables. Parecía que no pudiera existir un equilibrio emocional entre ellos.
– En cuanto al doctor Turley…
Ella se tocó los párpados con languidez.
– ¿Tengo aspecto de necesitarlo?
– Bueno, algo no marcha del todo bien, eso está claro.
– He estado llorando -confesó sin rodeos-. No lo hago con frecuencia, se lo aseguro.
Noah fijó la vista en ella y no la apartó.
– ¿Por su hermana?
Sarah asintió.
– Por el pueblo corre el rumor de que ha ido a visitarla.
– Sí, a la oficina del periódico. Por Robert Baysinger. Supongo que ya sabe quién es.
– No, no lo sé.
– Crecimos juntos en St. Louis. Fue el primer novio de Addie cuando ella tenía dieciséis años.
– ¿De Adelaide?
– Sí. Cuando me marché de allí, Robert me pidió que le escribiera dándole noticias en caso de encontrar a Addie. Así que al poco de llegar a Deadwood lo hice, sin sospechar siquiera que a Robert se le ocurriría venir. Cuando se presentó ayer, yo fui la primera sorprendida.
– Ya supongo.
– No sé que ocurrió anoche entre ellos, pero él fue a verla a Rose's y ella ha venido esta mañana a la oficina acusándome de traer a Robert aquí para tratar de reformarla.
– ¿Y es verdad?
– No, ya se lo he dicho, no tenía ni idea de que vendría. Ha llegado sin avisar.
Noah se cruzó de brazos y apoyó un hombro contra el marco de la puerta.
– ¿Qué quiere él de ella?
– No lo sé, pero Addie está furiosa conmigo y no entiendo por qué.
– Pregúnteselo.
– Ya lo he hecho. No quiere escuchar. Llegué a pensar que podríamos volver a ser amigas. No la forzaba, pero tampoco le permitía olvidar que yo estaba allí. La visitaba con regularidad y pensé que si le demostraba que ella me importaba, que podía contar conmigo para lo que fuera, conseguiría derribar la barrera que ella había construido entre nosotras. -Se detuvo con aire pensativo antes de proseguir-: Parecía funcionar. Sobre todo después de que le regalara la gata. Un día, hasta me permitió sentarme a los pies de su cama. Le puso a la gata el mismo nombre que… oh, ya se lo he contado, ¿no? Bueno, lo interpreté como una buena señal. El primer recuerdo de nuestra infancia que se permitió, ¿entiende? Pero hoy… -Adoptó una expresión de desaliento y se reclinó contra el marco opuesto de la puerta-. No sé qué hacer.
Estaban de pie el uno frente al otro, su antagonismo olvidado por el momento. Tras una reflexión silenciosa, Noah dijo con un suspiro:
– Ahh… hermanas y hermanos… -rió sin alegría-. Nos crían diciéndonos que debemos amarlos, pero a veces es difícil, ¿verdad?
Tom Taft y Andrew Mullins subieron las escaleras y se disculparon mientras pasaban junto a la pareja. Noah quitó el hombro del marco para dejarles espacio y luego volvió a la postura anterior.
– Addie y yo hemos sido siempre muy diferentes -continuó ella, como si la interrupción no se hubiera producido.
– Como Arden y yo.
– Usted y yo somos los mayores. Se supone que debemos dar ejemplo, pero, aunque tratemos de hacerlo, ellos no tienen por qué seguirlo, ¿no es cierto?
– Así es.
Se quedaron pensativos y en silencio, hasta que Sarah prosiguió:
– Cuando éramos pequeñas, yo trabajaba y ella no. Mi padre me enseñó el oficio de editora pero a ella jamás le exigió nada. Yo no podía entender por qué se lo consentía todo, porqué Addie no tenía que hacer siquiera algunos recados para la oficina. Ahora comprendo que fui afortunada. Esta tarde me ha dicho que no es su intención reformarse, porque lleva una vida fácil sin trabajar.
– ¿Eso le ha dicho?
Sarah asintió con la cabeza.
Él se apartó del marco y cargó el peso de su cuerpo en los dos pies.
– Arriesgándome a meterme en terreno prohibido, no creo que la vida de esas mujeres en el páramo sea fácil. Los hombres que van allí no siempre son caballeros. Lo sé porque en más de una ocasión me han llamado para arrestar a algún cliente.
– ¿Por… por maltratar a las chicas, es eso lo que quiere decir?
Él la miró pero no respondió.
– Contésteme, marshal.
Noah lo hizo de mala gana.
– Ocurre, aunque sea difícil de creer.
Sarah cerró los ojos y se frotó la frente. Observó a Campbell de nuevo y preguntó:
– Entonces, ¿por qué no lo quiere dejar?
– Tal vez se sienta atrapada. ¿Adónde iría? ¿Qué haría?
– Estoy aquí. Me podría ayudar en el periódico.
– No se ofenda, pero su hermana no es exactamente… bueno, digamos que tendría que aprender mucho para estar a su altura.
– Yo podría enseñarle.
– Quizá, ¿pero cuánto ganaría?
– Lo suficiente para vivir dignamente.
– Creo que jamás podría vivir dignamente, al menos no en el sentido que usted le da a la palabra, no en un pueblo donde conoce a todos los hombres como los conoce. Las mujeres la marginarían.
– ¿Qué mujeres? Apenas somos veinte; y creo que si yo se lo pidiera, le darían una oportunidad por respeto a mí.
– Los problemas no se acabarían ahí y lo sabe. Además, creo que sobrestima la capacidad de indulgencia de las «mujeres buenas» de Deadwood.
– Supongo que tiene razón. Entonces, ¿qué debo hacer…, abandonarla en ese lugar y olvidar lo que hace allí, así como los lazos que me unen a ella?
– No lo sé. A veces tenemos que permitir que las personas cometan errores. Pasa lo mismo con Arden. Nunca piensa con calma las cosas; cuando tiene una idea, se lanza de cabeza sin más. Yo trato de decirle: Arden, si quieres sobrevivir en este mundo, será mejor que consideres las consecuencias de tus actos antes de realizarlos.
– ¿Alguna vez le escucha?
El marshal volvió a relajar su cuerpo y se apoyó contra el marco.
– Muy pocas. Cuando éramos niños, él era siempre el de las ideas temerarias… tirarnos al río antes de saber si aquella parte era suficientemente profunda o había rocas en el fondo, molestar a un tejón salvaje sin saber lo rápido que podía correr el animal. Arden se hacía daño y a mí me castigaban. Mamá me regañaba sin darme tiempo a explicarle nada. Pero él es así… diablos, es imposible decirle que no a nada.
– Ya me he dado cuenta. -Intercambiaron una mirada larga y plácida.
– Si no es indiscrección, ¿cómo se lo pasaron ustedes dos?
– Como era de esperar. Anduvo toda la noche dos pasos por delante de mí. Fue demasiado agotador para resultar agradable.
Noah estuvo a punto de comentar que le había parecido que estaban muy juntos cuando Arden la acompañó hasta el pie del camino, pero se abstuvo de hacerlo. Contempló el rostro de Sarah, tomando conciencia de que en algún momento durante los últimos dos meses se había acostumbrado a su altura, a que los ojos de ella estuvieran casi al mismo nivel que los suyos, a su manera práctica de vestir y a su cara larga y delgada que ya no le disgustaba. En algún momento de su relación, el respeto le había hecho olvidar esas consideraciones superficiales.
– Me ha dicho que un día de estos la invitará al valle. ¿Irá?
Sarah lo miró a los ojos.
– En realidad -respondió-, preferiría ir con usted.
La sinceridad de la respuesta cogió por sorpresa a Noah, que seguía apoyado en el marco.
– Eso podría arreglarse.
– Su madre me cayó muy bien y me gustaría conocer a su padre.
– Son buena gente.
– Es muy afortunado por poder contar con ellos todavía.
– Sí, lo sé.
Sonrieron con timidez, y ella se dio cuenta de que en algún momento de su vida allí había comenzado a sentirse impaciente poco antes de las comidas con él al otro lado de la mesa, habían dejado de molestarla sus imprevistas apariciones en la oficina del periódico y había acabado por sentirse segura sabiendo que él dormía al final del pasillo.
– Podríamos ir algún lunes -dijo él tras una pausa-. Es el día más tranquilo en el pueblo.
– Me encantaría.
Noah se puso derecho.
– Bueno… será mejor que coja mi abrigo y mi sombrero y me vaya a hacer las rondas. Si piensa volver a la oficina, puedo acompañarla.
– Esta noche me quedaré. Escribiré en mi habitación.
– Bien… entonces buenas noches -se despidió tras un segundo de vacilación.
– Buenas noches.
Noah se encaminó al extremo opuesto del pasillo.
– ¡Señor Campbell! -gritó.
Él se giró y se quedó de pie justo debajo de la lámpara del pasillo, que acentuó el color rojizo de su pelo y su bigote.
– Gracias por ofrecerse a traer al doctor Turley.
Noah sonrió, convirtiéndose en una versión masculina de su madre.
– No se preocupe por su hermana. Estará bien.
Dicho esto, el marshal continuó su camino mientras ella cerraba la puerta despacio.