Capítulo Diecisiete

Craven Lee les encontró casa con una rapidez asombrosa, de modo que no se vieron en la necesidad de instalarse en la oficina del Chronicle. Un hombre llamado Archibald Mimms se había mudado al cañón la primavera anterior y había construido una casa para su esposa y su familia, que más adelante se reunirían con él. Pero su esposa había caído enferma y no había podido viajar. Dos días después de Navidad, Mimms recibió un telegrama con la noticia de que su esposa había muerto en Ohio, y al día siguiente, cogió la diligencia para volver junto a sus hijos. Al irse le dijo a Craven Lee:

– Véndala con todo lo que hay dentro. Jamás volveré a este horrible lugar. Si no me hubiera marchado de Ohio, mi esposa aún estaría viva.

La casa tenía dos habitaciones en la planta superior, dos en la inferior y era cúbica y poco atractiva. Mimms la había provisto con lo mínimo para ir tirando, aunque había aprovechado la moda del enyesado de paredes con la esperanza de complacer a su esposa. Las paredes enyesadas eliminaban casi por completo las corrientes de aire y proporcionaban claridad, pero el lugar no tenía ningún otro atractivo. En el salón no había un solo mueble. Las únicas dos ventanas cubiertas eran las del cuarto que Mimms había utilizado; estaban tapadas con tela de saco clavada en los marcos. En la cocina había algunos cacharros de hojalata y platos, una mesa de roble y cuatro sillas, un sumidero para lavar y, eso sí, un buen hornillo de gas.

Sarah le echó un vistazo y decidió que dos mujeres con una buena suma de dinero heredado podían decorarla y darle un aire acogedor. Mimms tenía el oro en polvo en el bolsillo antes de subir a la diligencia y, cuatro días después de Navidad, Addie y Sarah se preparaban para la vida doméstica. En realidad sólo Sarah, puesto que Addie no quiso ir de compras al pueblo con su hermana.

– Todos los hombres me conocen -decía, en la habitación del Hotel Grand Central.

– ¿Y qué?

– Me tratan de un modo extraño cuando me ven fuera de Rose's, como si tuviera dos cabezas o algo así. Y podría haber mujeres en las tiendas.

– Tienes tanto derecho a estar allí como cualquier otra persona, Addie.

– No…-Addie se encogió de hombros con vergüenza-. Ve tú.

– Pero, Addie ¿de qué te habrá servido conseguir dejar esa vida si aquí vuelves a ser una prisionera?

– No soy una prisionera. Iré… pronto, pero aún no.

Sarah se sintió decepcionada, aunque se daba cuenta de que no podía forzar a Addie a llevar una vida normal de la noche a la mañana.

– Está bien. Iré sola. ¿Quieres que te traiga algo?

– Algunos tejidos para vestidos. Robert me hizo dejar todos los que tenía en Rose's. Y también hilo, jaboncillo y agujas. Y botones, claro.

– Hay un sastre en el pueblo. Quizá sería mejor que fueras a verlo.

– Me gustaría intentarlo sola. Me siento bastante inútil… ni siquiera sé zurcir los calcetines de Robert… pero después de todas las muestras de costura que nos hizo hacer la señora Smith, creo que puedo confeccionar un vestido. Pero quiero que lo compres con mi dinero, por favor, Sarah.

Ya habían tenido alguna discusión respecto a si comprar la casa con el dinero de la herencia de Addie, que ella había rechazado sin, por supuesto, dar explicaciones. De todos modos, Sarah entendía la terquedad de Addie al mostrar esa pizca de orgullo.

– De acuerdo, Addie. Intentaré elegir algo que te guste. Azul, si hay. -A Addie siempre le había encantado el azul.

– Si pudiera ser azul estaría muy bien.

Sarah esperó mientras su hermana retiraba el dinero de debajo de su almohada. Al aceptarlo, trató de no pensar en cómo lo había ganado, y de pensar en él como una contribución al sólido y prometedor futuro de Addie Merritt.

– Haré que nos lo envíen todo a casa dentro de un par de horas. ¿Estarás allí?

– Sí.

Era casi un examen para Addie abandonar sola el hotel y caminar las pocas manzanas que la separaban de la nueva casa: en los cinco días que habían transcurrido desde que abandonara Rose's, sería la primera vez que salía completamente sola.

Sarah tenía la mano en el picaporte cuando Addie dijo de pronto:

– Ah, Sarah, por favor… algo más.

Sarah se giró.

– ¿Podrías traerme algún tinte para el pelo? -Se estiró del áspero pelo negro algo cohibida-. Robert lo detesta.

Sarah fue hacia ella y la abrazó, sintiéndose más esperanzada y feliz que nunca desde que Addie huyera de su hogar.

– ¡Compraré la botica entera si es necesario!


Antes de terminar con todas las compras, Sarah tuvo que reclutar a Josh y a Patrick para alquilar un carromato en las cocheras y llevarlo hasta la tienda de Tatum, luego a la botica de Parker, la carnicería, la panadería de Emma y el Grand Central, donde cargaron sus pertenencias.

La casa de Mimms estaba situada colina arriba, a mitad de camino hacia el Monte Moriah, en la ladera del cañón que recibía el sol del atardecer. Por la mañana estaba a la sombra hasta las diez, pero a las dos de la tarde, cuando Sarah y su comitiva llegaron, el sol daba de lleno en la casa y la nieve circundante. El humo se elevaba desde la chimenea, y en el interior Addie limpiaba alegremente las ventanas, mientras Mandamás olisqueaba el agua en el balde.

Patrick y Josh la saludaron sonrientes. Llevaban a cuestas una cama de arce tallada.

– Hola, señorita Addie.

– ¡Casi vaciamos la tienda de Tatum! -gritó Sarah, entrando enérgicamente tras ellos-. Por no hablar de la botica y la tienda de Farnum.

Sarah había comprado un carromato entero de cosas.

Para la cocina, una mecedora, cubos, una olla de cobre, un escurridor de ropa manual, detergente Pearline, jabón, cepillos, aceite para el suelo, una escoba, trapos comprados a Henry Tanby y Skitch Johnson, varios cestos con un dibujo chino que encajaban los unos dentro de los otros, un armario, una estupenda sartén de hierro, una moledora de especias, un tostador de hierro esmaltado, un juego de vajilla Marlin para la cena, un juego de cubiertos con mango de hueso, una vinagrera de cristal y una fosforera de estaño de pared con el dibujo de un gallo rojo y naranjas sobre un fondo crudo.

Para el salón, un juego de salita de tres piezas tapizadas, una mesa ovalada con los bordes tallados, dos lámparas, una gran alfombra Smyrna, una mesa de escritorio y, para cubrirla, una funda de tapicería con lentejuelas y borlas.

En cuanto a la planta superior, había muebles nuevos para el dormitorio de Addie, además de almohadas, colchas, colgadores de bronce, calentadores de cama, un esmalte para madera de calidad incomparable y tejido escocés para toallas.

Para la habitación de Sarah (la que había usado Mimms), un magnífico escritorio de cubierta móvil y una lámpara con brazo adosable a la pared.

Addie observaba con ojos muy abiertos a medida que iban entrando las cosas.

– ¡Cuánta cosa! ¿Crees que era necesario, Sarah?

– A papá le fue muy bien en St. Louis. Le hubiera gustado vernos en un bonito hogar aquí.

El rostro de Addie se tornó inexpresivo mientras se inclinaba para pasar la mano por el asiento del diván.

– ¡Ya está todo! -exclamaron los hombres.

– Gracias -dijo Sarah.

– Llevaremos la carreta a la cochera.

Una vez se hubieron marchado, Sarah dijo:

– Ven a ver lo que te he comprado de costura, Addie.

No había reparado en gastos. Había dieciocho metros de género blanco, gran cantidad de lana azul, otra pieza de color arándano oscuro con diminutos lunares gris hueso, lienzo casero en dos diseños, muselina grisácea, una pequeña pieza de paño de pelo de castor para capotes, surá satinada para forros, botones, galones, ganchos, cintas, cordones, elásticos, adornos, plomadas para vestidos, alfileres de bronce y un costurero de ébano con ocho bobinas de hilo de algodón, un dedal y un acerico en forma de fresa.

Los paquetes se encontraban diseminados por toda la sala y Addie parecía complacida:

– Gracias, Sarah. Trataré de hacer honor a la señora Smith.

– He comprado algo especial para las dos, algo sólo para nosotras.

Addie se incorporó, desplegó una mano sobre la colección de objetos y dijo:

– ¿Acaso todo esto no es especial?

– No, no realmente. Son cosas que necesitamos, y no de tan buena calidad como las que teníamos en St. Louis. Lamentó no haberte podido comprar una espineta. Pero si alguna vez el ferrocarril llega hasta aquí, puedes estar segura de que lo haré. Hasta que llegue ese momento, he pensado que debíamos tener algo elegante y personal que nos recordara que fuimos criadas entre el buen gusto y el refinamiento. -Le dio un paquete-. Para tí.

Addie lo cogió y no supo qué decir.

– Oh, Sarah…

– Siéntate en el diván nuevo y ábrelo.

Addie se instaló con cuidado en el sofá color salmón y apoyó el paquete en su falda. Quitó el papel de algodón acolchado que envolvía dos cajitas de vidrio de ópalo traslúcido, una con un par de guantes y la otra con un pañuelo a juego. Las tapas estaban decoradas con flores pintadas a mano, rodeadas de una ornamentación rococó dorada en relieve. Al huir de su casa, Addie había dejado atrás muchos de esos refinamientos de que hablaba Sarah, regalos de su padre, de la señora Smith o de la misma Sarah. Las piezas que tenía ahora entre sus manos eran costosas y de una artesanía exquisita. Comprobó la fina textura de los guantes.

Sarah la observaba.

– Dos veces has tenido que abandonar tus objetos personales. Estos los conservarás para siempre.

– Oh, Sarah, son preciosos.

En medio del desorden de la sala, Sarah experimentó un sentimiento maternal como el que tantas veces la había sobrecogido después del abandono de su madre, en aquellos días en que se afanaba, de la forma más modesta, por compensar la pérdida. Addie no era muy inteligente, pero siempre le habían gustado las cosas bonitas y había sabido apreciarlas.

– Addie… -murmuró. Addie levantó la vista.

– Siento lo que te dije el otro día: que eras la niña mimada de papá y que no te hacía ir a trabajar al periódico y todo eso. Además, a mí me encantaba hacerlo, en serio, y sabía que a ti no. A mi se me daba bien aquel trabajo. Fui muy cruel y egoísta. Lo siento.

Addie dejó la caja a un lado del diván.

– No importa -respondió-. Todo eso está olvidado.

– ¿Te gustaría ver lo que me he comprado para mí? -inquirió Sarah con alegría, cambiando súbitamente de humor.

Addie recobró la sonrisa.

– Ni una caja de guantes ni un pañuelo, de eso estoy segura.

Sarah se rió. Nunca se había sentido atraída por ese tipo de cosas. De otro papel de algodón acolchado, sacó un juego de escritorio de cristal de roca con dos tinteros con tapa de plata y un par de finas plumas en una base de plata en relieve.

– Para mi nuevo escritorio. -Se lo mostró.

– Es precioso -comentó Addie-. Pero yo prefiero mis guantes.

Rieron de nuevo. Con el buen humor restablecido, Sarah colocó su juego de escritorio sobre la mesa, apartando otros objetos. Se giró y echó un vistazo a los paquetes en el suelo.

– Pasé por la farmacia, como me pediste. -Encontró el bulto correcto, se arrodilló y empezó a hurgar en él mientras la gata, curiosa, se acercaba a investigar el papel crujiente y a jugar con el cordel enredado-. No sé qué será lo más adecuado para decolorar tu pelo, así que he comprado de todo… -Comenzó a extraer del paquete gran cantidad de productos que fue depositando en el suelo-. Sales de limón, ácido oxálico, lejía, bórax, sales tártaras, amoníaco seco, carbonato sódico, agua de galactita y, por si acaso nada de esto funciona, algo llamado Aniquilador Mágico, que el señor Parker dice que hace milagros… si no te deja calva.

– ¡No puedo esperar ni un minuto! ¿Me ayudarás, Sarah?

– En cuanto ordenemos la casa.

Las dos mujeres comenzaron a desembalar los paquetes, colocando los muebles en su sitio, convirtiendo la casa en un hogar. Ordenaron los platos en el rústico estante de pared de la cocina de Mimms, guardaron la comida en el armario y pusieron un mantel a cuadros azules y blancos sobre la mesa. A media tarde prepararon café y comieron pan de la panadería de Emma con manteca de cerdo y queso cortado en lonchas. Era la primera comida en su nuevo hogar. Hicieron el dobladillo a las sábanas. Colgaron la lámpara de pared de Sarah y la llenaron de queroseno, hicieron lo mismo con la de mesa de Addie y adornaron sus cuartos. Sobre el nuevo escritorio de Sarah, el juego de plumas reflejaba la luz de la lámpara. Sobre la nueva cómoda de Addie, las cajitas de cristal daban un toque femenino a la estancia; Mandamás ya se había acurrucado en la cama de su ama.

De pie, junto al marco de la puerta, Addie se sintió verdaderamente entusiasmada por primera vez desde que había dejado Rose's.

– Una habitación propia…

Desde la puerta opuesta, Sarah añadió:

– Y otra para mí. Ya no tendré que quedarme hasta tan tarde en la oficina del periódico para trabajar.

– Necesitamos algunas alfombras -dijo Addie.

– Las tendremos, y cortinas y hasta quizá empapelemos las paredes en primavera, cuando las carretas de transporte reinicien los viajes.

– Plantaremos algunas flores alrededor de la puerta de la cocina, como solía hacer la señora Smith.

– Claro que sí. -Sarah lo tomó como una buena señal: Addie estaba haciendo planes para el futuro.

– ¿Podemos ocuparnos ahora de mi pelo? -preguntó Addie girándose hacia su hermana.

Ya de noche, con las lámparas de queroseno encendidas, pusieron cortinas en las ventanas de la cocina, Addie se quedó en ropa interior y se dedicaron a la no poco laboriosa faena de desteñir su pelo. Primero lo intentaron con jabón de glicerina común; luego con ácido oxálico combinado con sales de limón. Al enjuagar, el agua salió oscura, pero el pelo de Addie continuaba negro como el alquitrán. Después probaron con el Aniquilador Mágico. El olor era tan fuerte que parecía capaz de acabar con la cabeza de un clavo, pero los resultados no fueron mejores que los obtenidos con los anteriores productos. Finalmente, disolvieron lejía, bórax, sales tártaras y amoniaco seco en agua caliente. El compuesto acre hizo que a Addie le ardieran los ojos y casi la asfixió, pero el pelo comenzó a aclararse gradualmente. Addie permanecía inclinada sobre una palangana en el sumidero, mientras Sarah vertía tazas y más tazas de la mezcla sobre su pelo y le daba masajes con sus manos para que el líquido penetrara hasta la raíz.

– ¡Creo que funciona, Addie!

– ¿En serio? -preguntó con la cabeza gacha.

– ¡Mira el agua!

– No puedo. Si abro los ojos me quedo ciega.

– Cae negra. Espera… voy a tirarla y a preparar un poco más de solución. -Cogió la palangana y la vació en el patio. Hizo una segunda mezcla, todo lo parecida a la primera que pudo, y observó como el agua se volvía más y más oscura con cada pasada por el pelo de Addie.

Durante la tercera mezcla, anunció con entusiasmo:

– ¡Se está poniendo gris, Addie! ¡Cada vez más gris!

– ¡Oh, date prisa, Sarah! ¡Me muero de ganas de verlo!

Finalmente, Sarah arrojó la última palangana de solución teñida de negro, y enjuagó el pelo de su hermana menor con agua corriente y luego con agua de galactita. Le envolvió la cabeza con una toalla nueva y le dijo:

– Bueno, ya puedes mirarte.

Cuando se quitó la toalla, Addie cogió un espejo de mano para ver el resultado. Su pelo estaba despuntado y tieso, no exactamente rubio, pero, desde luego, ya no era negro. Más bien de un color intermedio… el color del níquel viejo.

Con expresión abatida, tiró de las puntas como si pudiera extraer semillas de ellas.

– No ha quedado rubio.

– Pero está más claro que antes.

– Pero yo lo quería rubio.

– Siéntate, déjame peinártelo.

Addie obedeció, mirándose al espejo mientras Sarah intentaba pasar un peine a través de aquel pelo desgreñado. Requirió bastante esfuerzo, pero cuando logró que el peine recorriera la cabellera de Addie de la frente a la nuca, abrió el horno y dijo:

– Acerca tu silla.

Addie acercó su silla al calor del horno, se dejó caer pesadamente en ella y cerró los ojos mientras Sarah le pasaba el cepillo en silencio.

Durante esos silenciosos minutos en que la mujer mayor atendía a la menor, recuperaron algo de lo que habían perdido como hermanas. La habitación resultaba acogedora… iluminada por la luz de la lámpara, con las cortinas en las ventanas, silenciosa. Un poco de hollín se deslizó por el tubo del hornillo, produciendo algunos ruidos sordos. La tetera silbaba suavemente. Arriba, el gato dormía.

– ¿Sarah?

– ¿Sí?

– He estado pensando…

– ¿En qué?

– En Robert.

– Mm…

– Me ha invitado a salir en Nochevieja; a cenar y luego al Langrishe.

– ¿Y qué le has dicho?

– Todavía nada. Pero no quiero ir.

– Robert se desilusionará.

– He estado pensando…

Sarah continuaba peinándola.

– Has estado pensando…

– Que podría invitarlo a que viniera aquí.

– Bueno, pues claro que puedes. No necesitas mi permiso.

– Se me ha ocurrido que podría invitarlo a cenar, pero no sé cocinar.

– Te ayudaré, si es eso lo que me estás pidiendo.

Addie se irguió con brusquedad y miró a su hermana.

– ¿Lo harás?

– No soy una experta cocinera, pero algo aprendí observando a la señora Smith, y lo que no sepamos podemos preguntárselo a Emma. En cuanto a tu pelo… las puntas están muy castigadas. ¿Quieres que intente cortártelas?

– ¿Sabes cortar el pelo?

– No mejor que tú. Pero tampoco peor.

– ¿Puedo confiar en tí? -Los ojos de Addie brillaban.

– No -contestó Sarah sonriendo abiertamente mientras iba a por las tijeras.

Addie accedió y Sarah emprendió la tarea, dejando caer mechas de pelo color níquel en el suelo. Cuando terminó, Addie barrió el suelo y cosió las mechas en un pedazo de estopilla. Enrolló su pelo alrededor del postizo, lo acható contra la nuca, y con cuatro movimientos hábiles lo sujetó con horquillas.

– Hay cosas que haces cien veces mejor que yo. Así está mucho mejor.

Addie parecía satisfecha.

– ¿Crees que le gustará a Robert?

– Le encantará. Pareces una Hausfrau.

Addie se miró una vez más en el espejito de mano.

– Tienes razón. La verdad es que a mí nunca me gustó el pelo negro.

– Es tarde. Estoy cansada, ¿tú no?

Metieron parte de la leña que Mimms había dejado en el patio trasero y llenaron el cajón que habían decidido utilizar para tal uso, atizaron el fuego de la cocina, ajustaron los reguladores de tiro de la chimenea y se retiraron a sus dormitorios en la planta superior. Mandamás entró en la habitación de Sarah mientras se preparaba para acostarse, se rascó contra sus tobillos, echó una mirada fugaz y distraída a la cama y se volvió al cuarto de Addie para pasar la noche.

Con las lámparas encendidas, las dos mujeres se deslizaron bajo las sábanas nuevas y frescas, que olían a lino puro recién cortado.

Sarah permaneció despierta un rato, con los ojos fijos en el techo, incapaz de coger el sueño en aquella cama, con la ventana en un lugar extraño y el débil reflejo de la nieve filtrándose por un ángulo inhabitual.

Pensó en Noah, en cuánto lo había echado de menos el día de Navidad y en cómo se había ruborizado al levantar la cabeza y verlo entrar en la oficina del periódico, en el súbito aceleramiento de su pulso y la paralización de sus manos. Revivió los minutos junto al montón de leña antes de que él la besara, los sentimientos que habían aflorado hasta desbordarla, el maravilloso estupor cuando él le había dicho que la amaba y le había propuesto matrimonio.

Le parecía increíble que ella, que en sus primeros veinticinco años de vida había atraído tanta atención masculina como un espantapájaros, ahora, tan sólo tres meses después de su llegada a Deadwood, estuviera enamorada de un hombre que la correspondía y deseaba pasar el resto de su vida con ella.

– ¿Addie? -la llamó en voz baja-. ¿Estás despierta?

– Sí.

– ¿Te importaría que invitara al marshal a pasar la Nochevieja aquí?

Tras una pausa, Addie contestó:

– ¿Por qué habría de importarme?

– He pensado que debía preguntártelo.

– El marshal es una persona muy agradable, Sarah, y no hay nada entre él y yo.

Sarah sonrió.

– Entonces seremos cuatro a cenar.


El día de Nochevieja, Sarah cerró la oficina del periódico a las cuatro. De allí fue directamente a la panadería de Emma a por pan y luego a la carnicería, donde, para su sorpresa, encontró gran cantidad de carne de ternera. Volvió a pasar por la panadería para preguntarle a su amiga cómo cocinarla.

Al llegar a su casa, encontró la cocina totalmente cambiada, más acogedora, más femenina.

– ¡Has puesto cortinas! -exclamó.

– ¿Te gustan?

– ¡Oh, Addie, son preciosas!

No eran tan bonitas como las que habían tenido en Missouri, pero eran tan pocos los edificios que tenían cortinas en Deadwood, que aunque éstas no fueran de un gusto exquisito, constituían un lujo. Addie simplemente había hecho el dobladillo a un par de piezas rectangulares de lencería blanca, cosido encajes en el lado inferior, colocado clavos en las esquinas superiores de los marcos de las ventanas y colgado las cortinas en ellos como si fueran guirnaldas. Abajo, había utilizado piezas lisas del tamaño del marco de la ventana con ojales en las esquinas. Cuando Sarah entró, colgaban a la izquierda de cada ventana.

– Por la noche las podemos cerrar, ¿ves? -Addie hizo la demostración, estirando una cortina a través de una ventana y enganchando el ojal en el clavo más alejado.

– ¡Qué ingenioso! Y mucho más fácil que estar clavándolas con chinchetas cada noche. Y también un ramo… ¡Adelaide Merritt, te estás convirtiendo en toda un ama de casa! -Sobre el mantel a cuadros blancos y azules, Addie había colocado un recipiente con ramitas de pino.

– Pensé que debíamos dar un toque especial a la mesa.

– Has salido -afirmó Sarah con aprobación.

– Sólo hasta el cementerio. No suele haber mucha gente por ahí en invierno.

– Por algo se empieza. La cocina está preciosa, Addie, en serio. Pero tenemos que darnos prisa. He traído un trozo de carne de ternera y Emma me ha explicado cómo hacerla.

Sarah le enseñó cómo se rustía la carne, cómo se estofaba con cebolla y hojas de laurel y, finalmente, cómo se asaba al horno. Pelaron patatas, rallaron zanahorias, abrieron una lata de melocotones en almíbar y los dejaron cociéndose en el horno mientras subían a vestirse.

Addie se puso un vestido nuevo que había confeccionado con la pieza de lana azul. Era sencillo, sin cuello, de manga caída y con una falda cosida a un corpiño sin adornos. Se recogió el pelo color níquel en un elegante moño al estilo francés y no se maquilló la cara.

– Estoy muy pálida, ¿no crees? -preguntó irrumpiendo en la habitación de Sarah-. Bueno, Sarah… -Addie se quedó estupefacta-… yo palidezco y… tú te conviertes en una mariposa. ¿De donde lo has sacado? -Dio la vuelta en torno al vestido naranja de Sarah. Era de seda, abultado por detrás, estampado como las cortinas de la cocina y fruncido mediante tres botones ocultos en la curva lumbar.

– Es uno viejo que nunca he usado desde que estoy aquí. Lo compré en Navidad hace dos años, pero desde entonces apenas he tenido ocasión para lucirlo.

– Y tu pelo. ¿Te lo has rizado?

– Un poco, con las pinzas, sí. -El estupor de Addie la hizo reír-. Bueno, ya me lo había rizado antes. Además, es Nochevieja. No iba a ponerme el delantal de cuero y los protectores de mangas.

Addie adoptó una expresión risueña.

– El marshal se va a caer de espaldas.

Sarah se rió.

– Y Robert también. Tu vestido te queda de maravilla. Y espera a que vea tu pelo.

– No cambies de tema, Sarah. ¿Qué hay entre el marshal Campbell y tú?

– Lo mismo que entre Robert y tú… nada. Sólo vamos a pasar juntos una, espero, feliz Nochevieja.


Los dos hombres se presentaron, puntuales, a las siete de la tarde, encontrándose en la calle que llevaba colina arriba. Noah llevaba una botella de oporto y Robert una de jerez.

– Qué sorpresa encontrarte aquí Baysinger -dijo Noah cuando sus caminos convergieron-. ¿Vas a dónde me imagino?

– A casa de Addie.

– Yo a casa de Sarah. Parece que pasaremos juntos la Nochevieja.

La relación entre ellos no había sido muy cordial, de lo cual era en mayor medida responsable Noah, que sospechaba que Robert ejercía una gran atracción sobre Sarah. No obstante, dejó a un lado tales suspicacias mientras subían la colina.

– Me enteré de lo de Addie. Sarah está muy contenta.

– Yo también.

– Tú la convenciste, ¿no?

– Sí.

– Los hombres de este pueblo no te lo agradecerán.

– ¿Eso te incluye a tí?

– No, ya no.

– Me alegro, porque Addie es una vieja amiga. Su felicidad es mucho más importante para mí que los caprichos de un puñado de mineros.

Llegaron a la casa de Mimms y se aproximaron juntos a la puerta.

Se detuvieron, cediéndose mutuamente la oportunidad de llamar. Fue Robert quien lo hizo finalmente.

Sarah abrió enseguida.

– Hola Robert. Hola Noah. Pasad.

Robert la miró boquiabierto. De arriba abajo y hacia arriba de nuevo. Al fin se decidió a entrar.

– ¡Sarah… estás guapísima!

Sin titubeos la besó en la mejilla que ella le ofreció de buen grado.

– Bueno, gracias, Robert.

– Mucho más que eso -intervino Noah, tragándose los celos mientras recibía la mano de ella como saludo.

– Gracias, Noah. ¿Por qué no me dais los abrigos? -Los colgó en ganchos de bronce de la pared junto a la puerta.

– Para ti -dijo Noah entregándole la botella.

– También para ti -dijo Robert, haciendo lo mismo.

– Dios santo… -Levantó las botellas para examinar las etiquetas-. Bebidas alcohólicas.

– Legales, creo, para brindar por el año nuevo -dijo Robert.

– Por supuesto. Gracias a los dos. -Les sonrió-. Addie todavía está arriba. Bajará dentro de un momento. -Alzó la voz para gritar-: Addie, los caballeros ya están aquí. -Y a los hombres les dijo-: Sentaos por favor.

Noah lo hizo en el borde del diván. Robert, sin embargo, se paseó por la sala y declaró:

– Veo que habéis trabajado mucho.

– Como hormiguitas. ¿Qué te parece?

– Me gusta. Ah… esto me resulta familiar. -Abrió la cubierta de la Biblia que había sobre la mesa escritorio.

– La he traído de la oficina. Pensé que debía estar en la casa.

Noah observaba y escuchaba, celoso de nuevo por no poder compartir el pasado de Sarah, como Baysinger.

– Esta es la letra de tu padre: Sarah Anne, nacida el 15 de mayo de 1851. Adelaide Marie, nacida el 11 de junio de 1855. Ay -suspiró- nunca olvidaré los pasteles de queso de la señora Smith.

Noah no sólo ignoraba hasta aquel momento la fecha de nacimiento de Sarah, sino que jamás había probado los famosos pasteles de queso de la señora Smith y, además, era incapaz de reconocer la caligrafía del padre de Sarah. Se preguntó si alguna vez podría existir entre él y Sarah la apacible intimidad que compartía con Baysinger.

– Hola, marshal. Hola, Robert -saludó Addie en aquel instante desde el marco de la puerta.

Robert miró por encima de su hombro. Sus dedos se apartaron distraídos de la tapa de la Biblia, y el libro se cerró. Por un instante pensó que se trataba de otra persona. Su pelo era casi plateado y estaba peinado hacia atrás con sencillez. El vestido que llevaba era oscuro, de línea puritana. No había maquillaje en su cara.

– ¿Addie?

– Soy yo.

– Tu pelo… ya no es negro.

– Gracias a Sarah. -Se lo tocó, inclinando la cabeza-. No ha quedado tan claro como esperábamos, pero no se puede hacer más hasta que crezca o hasta que lleguen limones frescos al pueblo.

Robert se acercó y la observó de cerca.

– Bueno, esto hay que celebrarlo.

Pasaron una velada agradable, disfrutando de la compañía mutua en un ambiente acogedor. Para su sorpresa, Noah descubrió que cuanto más tiempo pasaba con Robert, más le gustaba. Baysinger poseía una sonrisa franca, trataba con naturalidad a las dos mujeres y reía con facilidad. De hecho, a Noah le asombró comprobar que los tres eran amigos muy íntimos. Si Robert sentía predilección por una de las hermanas, la verdad es que no se notaba. Bromearon entre sí, contaron historias divertidas de su juventud y, mientras Noah reía con ellos, sus celos se esfumaban del todo.

La cena fue sencilla, pero el hecho de estar entre amigos de su misma edad, en una cocina cálida le hizo sentirse inesperadamente feliz.

– Os envidio -confesó a los tres en un determinado momento de la noche-. Seguir siendo buenos amigos después de tantos años…

– No nos envidies tanto -le interrumpió Robert alzando su vaso-. Únete a nosotros. ¡Por una duradera amistad entre los cuatro! Que ésta sea la primera de muchas otras veladas.

– ¡Salud! ¡Salud! -Cuatro vasos chocaron produciendo un divertido tintineo y todos bebieron jerez. Cuando terminaron de cenar y la mesa quedó despejada, jugaron al parchís. La competencia los hizo implacables; los hombres se quitaron las chaquetas, se desabrocharon los chalecos y se arremangaron.

Cinco minutos antes de la medianoche volvieron a llenar los vasos e hicieron la cuenta atrás en segundos, los ojos de Noah estaban fijos en el reloj de bolsillo que sostenía en su mano derecha.

– Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Feliz Año Nuevo! -gritaron a coro, brindando en lo alto con alborozo y bebiendo oporto antes de hacer una ronda de besos a través de la mesa de la cocina.

Robert besó a Addie.

Noah besó a Sarah.

Luego Robert besó a Sarah y Noah besó a Addie.

Los hombres se estrecharon las manos.

Las hermanas se abrazaron.

Robert comenzó a entonar el Himno a la alegría y el resto del grupo se le unió.

Cuando acabaron de cantar la canción, el silencio se tiñó de melancolía.

Robert tomó la palabra.

– Todos tenemos viejos amigos que hemos dejado atrás, amigos que echamos de menos, pero gracias a vosotros, en especial a las damas aquí presentes, de quien partió la iniciativa de esta reunión, ésta ha sido la mejor noche que he pasado desde mi llegada a Deadwood. Brindemos por un próspero año y por la felicidad de todos nosotros.

– ¡Salud! ¡Salud!

Después de vaciar su vaso, Noah respiró hondo y dijo con voz algo compungida:

– Siento de verdad tener que dejaros, pero le prometí a Freeman que a medianoche lo sustituiría para que él también pudiera celebrarlo un poco. ¿Me acompañas fuera, Sarah?

Mientras se ponían de pie, Robert dijo con mucho tacto:

– Creo que Addie y yo tomaremos otro vasito de oporto.

Fuera, Noah le dijo:

– Gracias por todo, Sarah. Ha sido divertido. Y Robert me cae bien.

– Me alegra. -Echó la cabeza hacia atrás-. Así podremos reunimos más a menudo los cuatro. Oh, Dios, mira esas estrellas. ¿No son de ensueño?

– Mmm. -Noah les echó un vistazo-. ¿Qué les has dicho a Robert y a Addie sobre nosotros?

– Nada. Que somos amigos. -La cabeza todavía le colgaba como sobre un soporte de goma-. Estrellas de ensueño… -Emitió una risita entrecortada, como pícara.

Noah la observó con más atención.

– Bueno, señorita Merritt ¿otra vez ebria?

Sarah enderezó la cabeza haciendo un gran esfuerzo.

– Me parece que sí, señor Campbell y le aseguro que es muy agradable. -Soltó una carcajada.

– ¡Te estás riendo estúpidamente!

– Sí, pero es culpa tuya. Tú has traído el oporto.

– ¿De modo que la mujer con quien voy a casarme abusa con la bebida? -Dijo sonriendo.

– Mmm… vergonzoso, ¿no?

– Absolutamente.

– Entonces arrésteme. -Le rodeó el cuello con los brazos y se pegó bruscamente a él-. Tiene el arma y la estrella. Adelante, arrésteme marshal Campbell -le dijo en tono desafiante a dos centímetros de su nariz.

Se besaron con pasión. Cuando separaron sus bocas, ambos jadeaban. Sarah ya no se reía. Noah ya no sonreía.

– Hace muchísimo frío aquí fuera -comentó él, desabrochándose su chaqueta de piel de oveja y manteniéndola abierta-. Ven aquí conmigo.

Sarah había salido sin abrigo y accedió de buena gana, deslizando sus brazos alrededor de la cintura de Noah. El forro de lana de la chaqueta y el calor corporal del hombre le procuraban un buen resguardo de las inclemencias del tiempo. Él le pasó la chaqueta por encima de los hombros y la abrazó con fuerza.

– Me gusta esta nueva faceta tuya -murmuró él con voz ronca.

– Soy una desvergonzada.

– Entonces sé siempre una desvergonzada -replicó mientras sus labios volvían a cubrir su boca y sus manos la cogían por las caderas para atraerla hacia sí. Redescubrieron el sabor del oporto en sus lenguas y sintieron el calor de sus cuerpos tensándose en el frío de la noche… pechos, vientres, rodillas… hasta que aquella contención dejó de ser agradable y se convirtió en agónica, momento en que Noah se apartó.

Gruñó un poquito y tomó una gran bocanada de aire.

– Soy una desvergonzada -volvió a decir ella con la cabeza pegada al pecho del marshal; el olor del chaleco de cuero y de la piel cálida de Noah embriagaba su olfato.

– No, es sólo el oporto.

– Ha sucedido algo extraordinario, Noah.

– ¿Qué?

– Ansiedad. Todo el rato que he pasado sentada frente a ti jugando al parchís, no dejaba de pensar en este momento, cuando al fin pudiéramos estar a solas.

– Yo también estaba ansioso, porque… te he traído algo.

– ¿Qué?

Extrajo de su bolsillo un sobre de terciopelo.

– Para hacerlo oficial.

– Un broche. -Sarah salió del cobijo que le procuraba la chaqueta, cogió el broche y lo mantuvo en alto como para que captara la luz de las estrellas-. Mi broche de compromiso.

– Sí.

– No lo veo bien.

– Espera. -Encontró una cerilla de madera en el bolsillo y la encendió en la suela de la bota, luego la sostuvo cubriéndola con una mano del viento. A la débil luz de la cerilla, ella examinó el broche. Tenía forma de espuela y una rosa a la izquierda.

– Una espuela… es precioso, Noah. -Había empezado a temblar.

– Y una rosa, que representa el amor. Sé que no te lo puedes poner en un lugar visible, pero estoy seguro de que encontrarás un lugar oculto. -La llama había consumido casi toda la cerilla, de modo que Noah la apagó.

– Lo haré. Lo llevaré puesto todos los días. Gracias, Noah.

– Estás temblando. Será mejor que entres antes de que cojas frío.

– Sí… Addie y Robert podrían sospechar.

– Gracias por la cena.

– Gracias por el broche… -Sonrió-. Y por el oporto.

Noah se alejó varios pasos, volvió hasta ella y la besó con suavidad en los labios.

– Te quiero, aunque todavía me asombra.

– Yo también te quiero.

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