1871, Territorio de Arizona
Alguien había estado siguiéndolo durante la mayor parte del día. Lo sabía porque había visto un revelador destello de luz en la distancia cuando paró a comer a mediodía y, aunque sólo había sido un brillante parpadeo que duró únicamente un segundo, fue suficiente para ponerlo sobre aviso. Quizá se tratara del reflejo del sol sobre una hebilla o una resplandeciente espuela. En todo caso, quienquiera que le siguiera había cometido un error que le había hecho perder la ventaja del factor sorpresa.
Aun así, Rafe McCay había permanecido impasible y continuó cabalgando como si no se dirigiera a ninguna parte en especial y dispusiera de todo el tiempo del mundo para llegar a su destino. Pronto oscurecería, y había decidido que lo mejor sería descubrir quién andaba tras él antes de preparar el campamento para pasar la noche. Según sus cálculos, el hombre que le seguía quedaría al descubierto en aquel largo camino bordeado de árboles en breves momentos. Sacó el catalejo de su alforja y se ocultó bajo la sombra de un gran pino, asegurándose así de que ningún reflejo pudiera delatarlo. Enfocó el catalejo hacia el tramo del camino donde calculaba que localizaría a su perseguidor y enseguida lo avistó; se trataba de un jinete sobre un caballo marrón oscuro con la parte inferior de la pata derecha delantera de color blanco. Hacía avanzar al animal a un ritmo lento y se inclinaba sobre la silla para poder examinar el suelo en busca de huellas.
McCay había pasado por allí actuando del mismo modo aproximadamente una hora antes. A pesar de que no conseguía ver con claridad el rostro del jinete, había algo en él que le resultaba familiar, así que mantuvo el catalejo enfocado hacia la lejana figura intentando hacer memoria. Quizá fuera la forma en que se sentaba sobre la silla, o tal vez incluso el propio caballo lo que despertaba en él una persistente sensación de que había visto o se había encontrado anteriormente con ese hombre en particular, y que no le había gustado lo que había descubierto. Pero no conseguía recordar el nombre de aquel tipo. Los aparejos del caballo no tenían nada de especial y no había nada en sus ropas que llamara especialmente la atención, a excepción de su sombrero negro adornado con conchas plateadas…
Trahern.
McCay dejó escapar el aire a través de los dientes.
La recompensa por su cabeza debía haber subido mucho para atraer a alguien como Trahern. Era conocido por ser un buen rastreador, un pistolero peligroso y un tipo que nunca abandonaba.
Después de cuatro años siendo perseguido, McCay era consciente de que no podía hacer nada precipitado o estúpido. Contaba a su favor con el factor tiempo y la ventaja de la sorpresa, además de la experiencia en ser perseguido. Trahern no lo sabía, pero su presa acababa de convertirse en su cazador.
Previendo que también el cazar recompensas dispusiera de un catalejo, McCay volvió a montar en su caballo y se adentró aún más entre los árboles antes de girar hacia la derecha y dejar atrás una pequeña elevación que se interponía entre él y su perseguidor. Si había una cosa que la guerra le había enseñado, era a saber siempre qué terreno pisaba y, automáticamente, escoger un camino que le ofreciera, siempre que fuera posible, tanto una vía de escape como protección. Podría cubrir su rastro y despistar a Trahern en el bosque, pero había otra cosa que la guerra le había enseñado: nunca dejaba a un enemigo a su espalda. Si no se ocupaba de él ahora, tendría que hacerlo más tarde, cuando tal vez las circunstancias no estuvieran a su favor. Trahern había firmado su propia sentencia de muerte al intentar cazarlo. Hacía mucho tiempo que a McCay ya no le suponía ningún problema matar a los hombres que fueran tras él; se trataba de su vida o de la de ellos, y estaba cansado de huir.
Retrocedió con cautela un poco más de kilómetro y medio, dejó a su caballo oculto tras unas formaciones rocosas y después avanzó a pie hasta que pudo divisar el camino que había recorrido horas antes. Según sus cálculos, el cazarrecompensas pasaría por allí en una media hora. McCay llevaba su rifle en una funda que colgaba a su espalda. Era un arma de repetición que tenía desde hacía un par de años y que le permitía disparar a larga distancia con gran precisión. Se escondió tras un gran pino con una enorme roca en la base y se colocó en posición, dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario.
Pero los minutos pasaron y Trahern no aparecía. McCay yacía inmóvil escuchando los sonidos a su alrededor. Los pájaros piaban tranquilos, acostumbrados ya a la presencia de aquel hombre que llevaba tanto tiempo sin moverse. ¿Acaso algo había levantado las sospechas de Trahern? A McCay no se le ocurría nada que pudiera haberlo hecho. Quizá el cazarrecompensas hubiera decidido descansar dejando, como medida de precaución, más distancia entre él y su presa, a la espera de encontrar el momento en que estuviera listo para actuar. Ese era el estilo de Trahern: aguardaba hasta que llegaba el momento oportuno. A McCay también le gustaba actuar de ese modo, pues era consciente de que muchos hombres habían perdido la vida por atacar cuando las condiciones estaban en su contra.
El coronel Mosby siempre había dicho que no había nadie como Rafe McCay preparando emboscadas, ya que tenía una paciencia infinita y sabía esperar. Podía soportar las incomodidades y el hambre, el dolor y el aburrimiento, abstrayéndose y centrando su mente únicamente en el trabajo que tenía entre manos. El hecho de que el sol se estuviese poniendo, sin embargo, le ofrecía otras posibilidades. Trahern podía haberse detenido y haber preparado el campamento para pasar la noche, en lugar de intentar seguir su rastro bajo aquella luz cada vez más escasa. Quizá incluso pensara que sería más fácil tumbarse a descansar y luego tratar de localizar la hoguera que posiblemente hiciese su presa. Sin embargo, esa posibilidad no convencía a McCay. Trahern era lo bastante inteligente como para saber que muchas veces un hombre que huía se conformaba con un campamento gélido y que sólo un estúpido dormiría junto a una hoguera. Para mantenerse con vida, lo mejor era hacer un pequeño fuego para cocinar, apagarlo enseguida y acostarse en otro lugar más alejado.
Las opciones que McCay tenía en ese momento eran seguir tendido justo donde estaba y sorprender a Trahern cuando pasara por aquel tramo del camino, retroceder un poco más y atrapar al cazarrecompensas en su propio campamento o aprovechar la oscuridad para poner más distancia de por medio.
De pronto, escuchó a su caballo relinchar suavemente desde más abajo, entre las rocas, y maldijo violentamente para sí mismo. Apenas unos segundos después, oyó otros relinchos a modo de respuesta a su espalda. McCay reaccionó al instante rodando sobre sí mismo y dirigiendo el cañón de su rifle hacia el lugar del que provenía el sonido.
Trahern estaba a unos veinte metros a su izquierda, y era difícil saber quién de los dos estaba más sorprendido. El cazarrecompensas había desenfundado su arma; sin embargo, miraba hacia el lugar equivocado, hacia el caballo del hombre que perseguía. Aun así, se giró alertado por el sonido de un rifle al ser amartillado y logró esquivar la bala que le iba dirigida mientras disparaba a su vez.
La cima de la colina estaba justo detrás de McCay, y éste se limitó a dejarse caer por la pendiente tragando polvo y pinaza en el proceso, pensando que, al menos, eso era mejor que recibir un disparo. Una vez que encontró unas rocas que le sirvieron de parapeto, escupió y avanzó semiagachado hacia la derecha, en dirección a su caballo.
Maldita sea, ¿qué diablos hacía Trahern fuera del camino? El cazarrecompensas no esperaba encontrar nada o, de otro modo, no se hubiera mostrado tan asombrado al descubrir a su presa. El plan de McCay de sorprender a su perseguidor había fracasado y ahora Trahern le pisaba los talones.
Cuando consiguió llegar al cobijo que le ofrecía otro enorme pino, se agachó apoyándose sobre una rodilla y se mantuvo inmóvil y en silencio mientras escuchaba. Estaba en inferioridad de condiciones y lo sabía. Lo único que Trahern tenía que hacer era colocarse en algún lugar desde el que pudiera vigilar a su caballo, y, entonces, McCay estaría perdido. Su única posibilidad consistía en localizar al cazador de recompensas antes de que él descubriera su posición, aunque sabía muy bien que muchos hombres habían muerto intentando hacer precisamente eso.
Al percatarse de que sólo quedaban unos pocos minutos de luz, esbozó una sonrisa sin rastro de humor que hizo que las comisuras de sus labios se elevaran. McCay era el mejor escabullándose en medio de la oscuridad. Cerró los ojos y dejó que sus oídos captaran cualquier sonido, libres de la distracción de la vista. Notó un aumento gradual del nudo característico de los insectos y de las ranas de San Antonio, indicando que los moradores de la noche empezaban su rutina. Cuando volvió a abrir los ojos, unos diez minutos después, su visión ya se había adaptado a la oscuridad y podía distinguir con facilidad el contorno de los árboles y arbustos.
McCay colocó pinaza entre sus espuelas para evitar que hicieran ruido y volvió a deslizar el rifle en la funda que colgaba a su espalda; el arma le supondría un estorbo si la sostenía entre las manos mientras avanzaba a rastras en la oscuridad. Sacó el revólver de la pistolera, se tumbó sobre su estómago y reptó hacia el cobijo que ofrecían un grupo de arbustos.
La frialdad del suelo le recordó que el invierno todavía no había liberado por completo a la tierra de su glacial abrazo. Durante las horas relativamente cálidas del día, se había quitado el abrigo y lo había atado a la parte trasera de su silla, pero ahora que el crepúsculo había caído, la temperatura estaba descendiendo bruscamente.
Sin embargo, no era la primera vez que pasaba frío, y el acre olor de la pinaza le recordó que también se había arrastrado de ese modo en más de una ocasión. En 1863, había rodeado a toda una patrulla yanqui avanzando sobre su estómago y pasando a menos de un metro de un centinela, para luego regresar junto al coronel Mosby e informarle sobre la patrulla y la posición de los soldados enemigos. También había avanzado reptando por el lodo una lluviosa noche de noviembre con una bala en la pierna y los yanquis buscándolo entre los arbustos. Sólo el hecho de estar completamente cubierto de barro le había salvado de ser capturado aquella vez.
Le costó una media hora regresar a la cima de la colina y deslizarse por ella tan sigilosamente como una serpiente hasta alcanzar el río. Una vez allí, hizo una pausa permitiendo que sus ojos examinaran los árboles que lo rodeaban en busca de una forma que desentonara con el paisaje, mientras trataba de captar el sonido de unos cascos o el resoplido de un caballo. Si Trahern era tan astuto como imaginaba, habría cambiado de sitio a los animales; aunque quizá fuera demasiado cauteloso como para exponerse de esa forma.
¿Durante cuánto tiempo podía mantenerse el cazarrecompensas alerta con todos sus sentidos aguzados? Un esfuerzo así agotaba a la mayoría de hombres que no estaban acostumbrados a ello. Sin embargo, McCay estaba tan habituado que lo hacía casi sin pensar. Los últimos cuatro años no habían sido muy diferentes al tiempo que había pasado en la guerra, exceptuando que ahora estaba solo, y que no robaba dinero, armas o caballos a los soldados de la Unión. Además, si lo atrapaban ahora, no quedaría libre en un intercambio de prisioneros; ningún representante del orden, fuera del tipo que fuera, le dejaría escapar con vida. El precio por su cabeza, vivo o muerto, lo garantizaba.
Dejó pasar más de una hora antes de empezar a avanzar hacia la formación rocosa donde había dejado a su caballo, moviéndose muy despacio, centímetro a centímetro, y deteniéndose cada pocos metros para escuchar. Le costó más de treinta minutos recorrer quince metros y calculó que, como mínimo, le faltaban por cubrir otros treinta. Finalmente, escuchó la profunda respiración de un caballo que parecía estar dormitando y. la débil rozadura de uno de sus cascos sobre la roca, como si el animal hubiera cambiado el peso de una pata a otra. No podía ver a su caballo ni al de Trahern, pero la dirección de los sonidos le indicaba que su montura continuaba en el mismo lugar donde la había dejado. El cazarrecompensas debía de haber decidido no correr riesgos y no exponerse a sí mismo el tiempo suficiente como para esconderla.
Ahora la cuestión era: ¿dónde estaba Trahern? ¿En algún lugar con una clara visión del caballo de McCay? ¿En algún lugar donde pudiera mantenerse a cubierto? ¿Seguiría alerta, o sus sentidos habrían empezado a embotarse a causa de la tensión? ¿Se estaría dejando vencer por el sueño? McCay calculó que habían pasado cinco horas desde que su perseguidor se había topado con él, lo que significaba que debían de ser sólo las diez de la noche aproximadamente; y se temía que Trahern era demasiado bueno en su trabajo como para permitirse bajar la guardia tan pronto. Era en las primeras horas de la mañana cuando los sentidos perdían agudeza y se bajaba la guardia, cuando los párpados caían y pesaban una tonelada, cuando la mente se nublaba por el agotamiento.
Pero, Trahern, sabiendo eso, ¿no daría por supuesto que él esperaría? ¿Se permitiría dormir al menos una hora, pensando que su presa aguardaría hasta justo antes del amanecer para llevar a cabo cualquier intento por llegar hasta su montura? ¿O confiaría en que el caballo armara el suficiente revuelo como para despertarlo, cuando McCay intentara llevárselo?
Rafe sonrió consciente de que sus posibilidades de salir con vida de aquello eran mínimas, independientemente de lo que hiciera, y de que, con toda probabilidad, la opción más temeraria era la que tenía más posibilidades de éxito.
Se acercó aún más a la formación rocosa tras la que estaba su caballo y esperó a que los sonidos le indicaran que el animal se había despertado. Aguardó unos pocos minutos más, se puso en pie sin hacer ruido y después se aproximó al enorme animal, que captó su olor y le dio cariñosamente unos golpes con la cabeza. McCay le acarició el aterciopelado hocico antes de coger las riendas y saltar sobre la silla haciendo el mínimo ruido posible. La sangre corría desenfrenadamente por sus venas, como siempre lo hacía en momentos así, y tuvo que apretar los dientes para evitar dar rienda suelta a la tensión soltando un grito. El caballo se estremeció bajo él percibiendo el salvaje placer de su jinete al correr aquel riesgo, y McCay se vio obligado a apelar a su férreo autocontrol para hacer girar al animal y empezar a avanzar con lentitud, debido a que la irregularidad del terreno le impedía huir a toda velocidad. Ese era el momento más peligroso, cuando más probabilidades existían de que Trahern se despertara.
Rafe oyó de pronto el chasquido de un percutor al ser levantado y, de inmediato, se inclinó sobre el cuello del caballo al tiempo que le hacía virar bruscamente hacia la derecha. Sintió un agudo quemazón en su costado izquierdo un segundo antes de escuchar el disparo. Sin embargo, el destello del arma le había indicado la posición de Trahern, y consiguió desenfundar y disparar antes de que su perseguidor pudiera hacerlo de nuevo.
Aterrado, el enorme caballo de McCay se desbocó y cabalgó vertiginosamente hacia la espesura del bosque. Rafe pudo oír cómo maldecía el cazador de recompensas, a pesar del estruendo de los cascos de su montura.
Temiendo que ambos acabaran con el cuello roto, McCay obligó finalmente al animal a detenerse antes siquiera de recorrer medio kilómetro. El costado le ardía y sentía cómo la sangre se extendía por el lateral de sus pantalones. Con el caballo avanzando al paso, se quitó el guante tirando de él con los dientes y empezó a palparse a tientas. Encontró dos agujeros en la camisa, uno frente al otro, y los correspondientes orificios en su cuerpo que marcaban la entrada y la salida de la bala. Se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y lo colocó a modo de venda por debajo de la camisa, usando el codo para mantenerlo presionado contra las heridas.
¡Maldición, tenía mucho frío! Un temblor convulsivo se inició en sus pies y recorrió todo su cuerpo, haciéndole estremecerse como un perro mojado y casi logrando que se desmayara a causa del dolor. Volvió a ponerse el guante, desató su abrigo de la parte de atrás de la silla y después se encogió bajo la pesada prenda forrada de lana. Los temblores continuaron y la humedad siguió extendiéndose por su pierna izquierda. El hijo de perra no le había dado en ningún órgano vital, pero estaba perdiendo mucha sangre.
De nuevo, tuvo que volver a iniciar el juego de las suposiciones. Trahern seguramente esperaría que cabalgara sin descanso a todo galope para poner la mayor distancia posible entre ellos antes del amanecer. McCay calculó que habría recorrido un kilómetro y medio cuando finalmente dirigió al caballo hacia un frondoso grupo de pinos y desmontó. Le dio al animal un puñado de pienso y algo de agua mientras le palmeaba cariñosamente en el cuello como muestra de agradecimiento por su aguante, y desató el saco de dormir. Tenía que detener la hemorragia y entrar en calor, o Trahern lo encontraría tumbado inconsciente en mitad del camino.
Colocó la cantimplora de agua junto a una gruesa capa de pinaza, se envolvió en la manta y se tendió sobre su costado izquierdo en el improvisado camastro, de forma que su propio peso ejerciera presión sobre la herida de la espalda, mientras apretaba el orificio de salida con la mano. La posición le hizo gemir de dolor, pero supuso que la incomodidad sería mejor que desangrarse hasta morir. Por otra parte, dormir era impensable. Incluso si el dolor se lo permitiera, no se atrevería a dejarse llevar y relajarse.
No había comido desde el mediodía, sin embargo, tampoco tenía hambre. Bebió un poco de agua de vez en cuando y observó el débil resplandor de las estrellas a través de la pesada cubierta que le ofrecían las ramas de los árboles sobre su cabeza. Escuchó atento cualquier sonido, aunque, en realidad, no esperaba que Trahern fuera tras él tan pronto. Sólo se oían los característicos ruidos nocturnos.
Poco a poco, empezó a entrar en calor y el ardiente dolor de su costado se convirtió en un sordo dolor punzante. Su camisa se estaba quedando rígida, lo que significaba que el flujo de sangre fresca había cesado. Ahora era más difícil mantenerse despierto, pero se negó a ceder ante el cansancio. Ya habría tiempo de dormir más adelante, cuando hubiera matado a Trahern.
Al amanecer, se levantó sintiendo una creciente sensación de mareo que amenazaba con hacerle caer y que le obligó a apoyar la mano sobre un árbol para mantenerse en pie. Maldición, debía de haber perdido más sangre de la que había pensado. Cuando recuperó el equilibrio, se acercó al caballo murmurándole palabras tranquilizadoras y cogió algo de cecina de ternera de su alforja. Estaba convencido de que la comida y el agua harían que la sensación de mareo desapareciera más rápidamente que cualquier otra cosa, así que se forzó a sí mismo a comer. Luego, sin hacer ruido, guió al caballo hasta el camino que había abandonado horas antes. Su plan no había funcionado la primera vez, pero estaba seguro de poder conseguirlo en aquella ocasión, ya que Trahern estaría concentrado en seguir los rastros de sangre.
Llevaba apostado sólo unos pocos minutos cuando vio a su perseguidor ascender por la hondonada, pistola en mano. McCay maldijo en silencio consciente de que el hecho de que Trahern fuera a pie significaba que estaba siendo muy cauteloso. Aquel maldito cazarrecompensas tenía un sexto sentido para detectar el peligro, o era el hijo de perra más afortunado que él hubiera conocido nunca.
McCay siguió los movimientos de Trahern con la mirilla del rifle, pero su presa nunca dejaba al descubierto todo su cuerpo. Rafe sólo conseguía vislumbrar un hombro, parte de una pierna y aquel sombrero tan peculiar. En ningún momento tuvo un blanco claro, así que su única posibilidad era herirlo. Aquello retrasaría a Trahern y equilibraría la balanza entre ellos.
El siguiente blanco que el cazarrecompensas le ofreció fue una pequeña porción de la pernera del pantalón. Una fría sonrisa surgió en el rostro de McCay mientras apretaba suavemente el gatillo con las manos firmes como rocas. El grito de dolor de Trahern al ser alcanzado por la bala se oyó casi al mismo tiempo que la aguda detonación del rifle, aunque ambos sonidos quedaron amortiguados por los árboles.
McCay retrocedió y montó sobre su caballo; un movimiento que le resultó más difícil de lo que había esperado. Su costado empezó a arderle de nuevo y volvió a notar cómo la sangre empapaba sus ropas. Maldita sea, se le habían abierto las heridas. Pero, ahora, Trahern también estaba herido y le costaría mucho tiempo llegar hasta su caballo; tiempo que McCay no podía permitirse malgastar. Ya se ocuparía de sus heridas más tarde.
Annis Theodora Parker, a quien desde la infancia llamaban Annie, preparó con calma un suave té de valeriana sin perder de vista en ningún momento a su paciente. Eda Couey tenía el aspecto de una campesina fuerte y capaz, la clase de mujer de la que se esperaría que diera a luz con facilidad, pero estaba teniendo problemas y empezaba a dejarse llevar por el pánico.
Sabiendo que todo iría mejor si Eda se calmaba, Annie llevó el té caliente hasta la cama y sostuvo la cabeza de la muchacha para que pudiera beber.
– Esto calmará el dolor -le aseguró suavemente a su paciente. Eda sólo tenía diecisiete años y aquel era su primer parto. En realidad, la valeriana no haría que disminuyera el dolor, pero la tranquilizaría para que pudiera ayudar a traer al mundo a su hijo.
La muchacha se calmó cuando el sedante empezó a hacer efecto, sin embargo, su rostro todavía estaba blanco como el papel y sus ojos seguían hundidos mientras las dolorosas contracciones continuaban. Según Walter Couey, el esposo de Eda, la chica ya llevaba de parto dos días cuando cedió ante sus súplicas de que pidiera ayuda y llevó a Annie a su choza de una sola habitación. El marido se había quejado de que no había podido dormir nada con todo aquel jaleo, y Annie tuvo que controlar un fuerte impulso de abofetearlo.
El bebé venía de nalgas y el parto no iba a ser fácil. Annie rezó en silencio por que el pequeño sobreviviera, ya que, a veces, en aquel tipo de partos, el cordón quedaba enganchado y el bebé moría antes de salir. También se preguntaba si viviría lo suficiente como para llegar a celebrar su primer cumpleaños, en el caso de que consiguiera sobrevivir a ese complicado parto. Las condiciones de vida de aquella miserable choza resultaban atroces y Walter Couey era un hombre brutal y mezquino que nunca les ofrecería nada bueno a Eda y a su hijo.
Walter parecía tener más de cuarenta años y Annie sospechaba que Eda no era en realidad su esposa, sino una chica de granja analfabeta que había sido vendida para ser prácticamente su esclava y liberar así a su familia de una boca a la que alimentar. Aquel hombre no era más que un minero fracasado que ni siquiera había tenido éxito allí, en Silver Mesa, donde prácticamente todo el mundo estaba encontrando plata en forma de gruesas vetas. La minería era un trabajo duro y Walter no estaba dispuesto a trabajar duro en nada. Annie no podía permitirse a sí misma pensar que sería una bendición que el bebé muriera, pero sentía lástima por los dos, por la madre y por el niño.
Eda gimió al tiempo que su vientre se tensaba de nuevo con una fuerte contracción.
– Empuja -la instó Annie en voz baja al ver que las nalgas del bebé empezaban a asomar-. ¡Empuja!
Un desgarrador grito gutural surgió de la garganta de la muchacha mientras empujaba con todas sus fuerzas elevando los hombros por encima del camastro. Annie colocó las manos sobre el hinchado vientre y ayudó a Eda ejerciendo presión sobre él.
Era ahora o nunca. Si Eda no conseguía dar a luz en aquel instante, ambos morirían. El parto continuaría, pero la muchacha cada vez sentiría más débil.
Annie intentó sujetar las nalgas del bebé, que sobresalían del cuerpo de la muchacha. Pero estaban demasiado resbaladizas, así que metió los dedos en el interior de la ensanchada abertura y agarró al pequeño por las piernas.
– ¡Empuja! -insistió de nuevo.
Eda pareció no escuchar y ya estaba recostándose, casi paralizada por el dolor. Annie esperó a la siguiente contracción, que llegó en unos segundos, y aprovechó la fuerza natural que ejercían los músculos internos de la muchacha para, literalmente, tirar del bebé y liberarlo en parte del cuerpo de la madre. Era un niño. Volvió a meter con extrema suavidad los dedos de una mano para evitar que los músculos de Eda se cerraran atrapando al bebé, y con la otra mano tiró poco a poco del niño hasta sacarlo del todo. El recién nacido quedó tendido sin fuerzas entre los muslos de Eda, que estaba inmóvil y en silencio.
Annie cogió al pequeño y lo sujetó bocabajo sobre su antebrazo mientras le daba golpecitos en la espalda. De pronto, el diminuto bebé empezó a respirar agitadamente y emitió un estridente lloriqueo cuando el aire inundó sus pulmones por primera vez.
– Muy bien -susurró Annie, dándole la vuelta al pequeño para comprobar que su boca y su garganta no estuvieran obstruidas. En condiciones normales, habría hecho eso primero, pero, en esa ocasión, le había parecido más importante conseguir que el niño respirara. El chiquitín agitó las piernas y los brazos al tiempo que lloraba, y una cansada sonrisa iluminó el rostro de Annie. El llanto sonaba cada vez más fuerte.
El cordón había dejado de latir, así que lo ató cerca del vientre del niño y lo cortó. Sin perder un segundo, envolvió al pequeño con una manta para protegerlo del frío y lo colocó junto al calor de su madre. Después centró su atención en la muchacha, que sólo estaba medio consciente.
– Aquí tienes a tu bebé, Eda -la animó Annie-. Es un niño y parece sano. ¡Sólo tienes que escuchar qué pulmones tiene! Los dos lo habéis hecho muy bien. Expulsarás la placenta en un minuto, y entonces te limpiaré y te pondré cómoda.
Los pálidos labios de Eda se movieron en silencio indicándole que la había oído, pero estaba demasiado exhausta como para coger al niño entre sus brazos.
La placenta salió sin problemas y Annie se sintió aliviada al comprobar que no había ninguna hemorragia fuera de lo normal, pues algo así habría matado a la muchacha, dado el frágil estado en que se encontraba. Limpió a Eda con eficiencia y ordenó un poco la humilde choza. Luego, cogió al inquieto bebé al comprobar que su madre estaba demasiado débil para mirarlo siquiera y le habló en voz baja con suavidad mientras lo mecía entre sus brazos. El pequeño se calmó y volvió su cabecita llena de pelusa hacia ella.
Con cuidado, Annie despertó a Eda y la ayudó a acunar a su hijo mientras le desabotonaba el camisón y dirigía la boquita del bebé hacia el pecho de su madre. Por un momento, pareció que el pequeño no supiera qué hacer, pero, enseguida, afloró el instinto y empezó a succionar con ansia. Asombrada, Eda dio un respingo y soltó un entrecortado grito de sorpresa.
Annie se echó hacia atrás y observó aquellos primeros momentos mágicos de descubrimiento, cuando la joven madre, a pesar del cansancio, miró maravillada a su hijo.
Finalmente, Annie, agotada, se puso el abrigo y cogió su bolsa.
– Pasaré mañana para ver cómo va todo.
Eda alzó la cabeza, y su cansado y pálido rostro se iluminó con una resplandeciente sonrisa.
– Gracias, doctora. Ni el bebé ni yo lo hubiéramos conseguido sin usted.
Annie le devolvió la sonrisa, pero estaba impaciente por salir y sentir el aire fresco, por mucho frío que hiciera fuera. La tarde ya casi estaba llegando a su fin y había pasado con Eda todo el día sin probar bocado. Le dolían las piernas y la espalda, y estaba exhausta Aun así, el hecho de que el parto hubiera acabado con éxito le hacía sentir una inmensa satisfacción.
La choza de los Couey estaba a las afueras de Silver Mesa y tendría que atravesar toda la ciudad para llegar a la diminuta casa de dos habitaciones que hacía las veces de consulta y hogar a un tiempo. Recibía a los pacientes en la habitación delantera y vivía en la que daba a la parte de atrás. Mientras se abría paso con dificultad entre el fango de la única y sinuosa «calle» de Silver Mesa, respondió con amabilidad a los toscos saludos de los mineros con los que se cruzaba. A aquellas horas de la tarde, abandonaban sus explotaciones y se reunían en la ciudad para beber whisky, jugar al póquer y gastar en prostitutas el dinero que tanto les había costado ganar. Silver Mesa era una ciudad en pleno crecimiento sin ningún tipo de ley o servicio social, a no ser que se contara como tal a los cinco salones construidos con precarios materiales. Algunos comerciantes emprendedores habían erigido toscas edificaciones con tablones para almacenar sus mercancías, pero las construcciones de madera eran encasas y estaban alejadas las unas de las otras. Annie se sentía afortunada por disponer de una de ellas para ofrecer sus servicios médicos, y, a su vez, los habitantes de Silver Mesa se sentían afortunados por contar con un doctor, aunque se tratara de una mujer.
Llevaba allí seis, no, ocho meses, tras haber intentado sin éxito montar una consulta en su Filadelfia natal y en Denver. Había descubierto la amarga realidad de que, independientemente de lo buena doctora que fuera, nadie acudiría a ella si había un médico varón en ciento sesenta kilómetros a la redonda. Allí, en Silver Mesa, no lo había. Y, aun así, le costó bastante tiempo que la gente empezara a acudir a ella, a pesar de que, como todas las ciudades que empezaban a surgir y se expandían rápido, Silver Mesa era un lugar violento donde vivir. Los hombres recibían disparos continuamente, puñaladas o golpes, se rompían huesos o se machacaban algún brazo o pierna. El goteo inicial de pacientes se había convertido poco a poco en un flujo continuo, hasta el punto de que a veces no tenía tiempo ni de sentarse un minuto en todo el día.
Eso era lo que siempre había deseado, por lo que había trabajado durante años, pero cada vez que alguien la llamaba «doctora» o escuchaba que se referían a ella como la «doctora Parker», se veía embargada por la tristeza, pues le habría gustado que su padre también hubiera estado allí para oírlo. Sin embargo, aquello ya no sería posible. Frederick Parker había sido un hombre maravilloso y un magnífico doctor. Había permitido a Annie ayudarle en pequeñas cosas desde que era una niña, y fomentó su interés por la medicina enseñándole todo lo que pudo y enviándola a la universidad cuando ya no le quedó nada que enseñarle. Y también la había apoyado durante los duros años en los que luchó por conseguir su título de medicina, pues parecía que nadie, excepto ellos dos, deseara que una mujer ejerciera aquella profesión. De hecho, no sólo había sido rechazada por sus compañeros de estudios, sino que éstos se habían esforzado por entorpecer su progreso. No obstante, su padre le había enseñado a no perder el sentido del humor ni la constancia, y se había sentido tan entusiasmado como ella cuando Annie encontró un empleo en el Oeste.
Llevaba en Denver menos de un mes cuando recibió una carta de su pastor, comunicándole con pesar la noticia del fallecimiento de su padre. Parecía estar bastante sano, aunque había estado quejándose de que ya no era ningún niño y de que empezaba a notar los efectos de la edad. Un apacible domingo, justo después de haber disfrutado de una buena comida, se llevó las manos al pecho y cayó muerto. El pastor no creía que hubiera sufrido.
Annie había llorado su muerte en silencio, ya que no tenía a nadie con quien poder hablar, a nadie que pudiera comprender su dolor. Cuando se había aventurado a viajar al Oeste, sentía la presencia de su padre en Filadelfia como una tabla de salvación a la que podría asirse, mientras que ahora, era consciente de que se encontraba completamente sola. A través del correo postal, se había encargado de que se vendiera la casa y de que las posesiones personales que deseaba conservar se guardaran en casa de una tía. Nunca llegó a contarle а su padre nada sobre Silver Mesa; lo dura, sucia y vital que era, con su embarrada calle abarrotada de gente y con nuevas fortunas surgiendo cada día. A él le habría encantado trabajar allí y habría envidiado a Annie, pues, en su consulta, la joven veía y trataba todo tipo de casos, desde heridas de bala hasta resfriados y partos.
La penumbra típica de los crepúsculos en los últimos días de invierno empezaba a inundarlo todo cuando por fin abrió la puerta de su casa. Cogió el trozo de sílex que siempre dejaba sobre una mesa colocada cerca de la entrada, lo frotó haciendo saltar chispas y prendió una fina tira de papel retorcido con el que encendió la lámpara de aceite.
Suspirando cansada, dejó la bolsa sobre la mesa y movió los hombros en círculos para aliviar la tensión acumulada. Había comprado un caballo al llegar a Silver Mesa, ya que debía recorrer con frecuencia grandes distancias para visitar a sus pacientes, y tenía que encargarse del animal antes de que oscureciera más. Lo mantenía en un pequeño corral detrás de la casa, dentro de una destartalada cuadra provista de tres paredes. Annie prefirió rodear la casa en lugar de atravesarla por el interior, pues no quería dejar el suelo de su hogar lleno de barro.
Justo en el instante en que se dio la vuelta para salir, una sombra se movió desde un rincón en el otro extremo de la estancia y Annie dio un respingo al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Al estudiar con más detenimiento aquella sombra, pudo distinguir la silueta de un hombre.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
– He venido a ver al doctor.
Annie frunció el ceño consciente de que el desconocido no era de Silver Mesa, ya que, en caso contrario, hubiera sabido que se encontraba ante el doctor. Aparentemente, se trataba de un forastero que no esperaba encontrarse a una mujer.
La joven alzó la lámpara en un intento de ver mejor el rostro de aquel hombre. Su voz sonaba profunda y áspera, y era poco más que un susurro, pero había notado el lento acento sureño en sus palabras.
– Soy la doctora Parker -le explicó acercándose a él-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Usted es una mujer -gruñó el dueño de la profunda voz.
– Sí, lo soy. -Ahora ya se encontraba lo bastante cerca como para distinguir el brillo febril de los ojos del desconocido y el particular olor dulzón de la infección. El hombre estaba apoyado en la pared, como si temiera no poder levantarse de nuevo si se sentaba en una silla. Con calma, Annie dejó la lámpara sobre la mesa y la graduó de forma que la tenue luz alcanzara todos los rincones de la pequeña estancia-. ¿Dónde está herido?
– En el costado izquierdo.
La joven se colocó en su costado derecho y apoyó el hombro bajo la axila masculina, deslizando el brazo alrededor de la fuerte espalda para poder sostenerlo mejor. El calor que desprendía el cuerpo de aquel hombre la impactó y, por un momento, casi se sintió asustada.
– Le llevaré hasta la mesa de reconocimiento.
El desconocido se tensó ante su contacto. El ala de su sombrero ocultaba su rostro, sin embargo, Annie sintió la mirada que le dirigió.
– No necesito ayuda -afirmó, avanzando con paso firme, aunque lento, hacia la camilla.
La joven cogió de nuevo la lámpara y encendió otra antes de tirar de la cortina que ocultaba la mesa de reconocimiento, en caso de que alguien más entrara en busca de atención médica. El hombre se quitó el sombrero dejando al descubierto su espesa y despeinada mata de pelo negro, que estaba bastante necesitada de un buen corte. Después, con cuidado, se quitó su pesado abrigo forrado de lana.
Annie cogió el sombrero y el abrigo, y los dejó a un lado sin dejar de estudiar al hombre en todo momento. No veía sangre ni rastro de herida alguna, sin embargo, era evidente que estaba enfermo y que sufría un agudo dolor.
– Quítese la camisa -le pidió-. ¿Necesita que le ayude a hacerlo?
El hombre la miró con los ojos entrecerrados antes de sacudir la cabeza y de desabrocharse la camisa lo suficiente para que pasara por su cabeza. Tiró de la tela para sacarla por fuera de los pantalones y se la quitó tirando de ella hacia arriba.
Una sucia tira de tela muy apretada rodeaba su cintura, presentando un color rojo amarillento en el costado izquierdo. Annie cogió un par de tijeras y cortó con cuidado el improvisado vendaje, dejándolo caer al suelo. Había dos heridas justo por encima de su cintura una enfrente de la otra. Ambas supuraban, pero la infección parecía más grave en la de la espalda.
La joven supo de inmediato que era una herida de bala. Había visto las suficientes en Silver Mesa como para haber acumulado una amplia experiencia.
De pronto, se dio cuenta de que todavía llevaba puesto su propio abrigo y se apresuró a quitárselo al tiempo que pensaba cuál sería la mejor forma de proceder con su paciente.
– Tiéndase sobre el costado derecho -le indicó mientras se volvía hacia su bandeja de instrumental y cogía todo lo necesario.
El hombre vaciló y alzó las cejas con expresión inquisitiva. Un segundo más tarde, sin mediar palabra, se inclinó para soltar la correa que sujetaba su pistolera al muslo y su rostro se llenó de sudor por el esfuerzo. Se desabrochó el cinturón del que colgaba la pistolera y lo dejó en la cabecera de la mesa de reconocimiento, al alcance de su mano. Después, sin dejar de mirar a la joven, se tumbó tal y como ella le había indicado. Sus músculos parecieron relajarse involuntariamente cuando sintió el suave colchón que Annie había colocado sobre la mesa para que sus pacientes estuvieran más cómodos, luego se estremeció y volvió a tensarse.
Annie cogió una sábana limpia y la extendió sobre su torso desnudo.
– Esto evitará que se enfríe mientras caliento algo de agua.
La joven había añadido carbón al fuego para que ardiera lentamente antes de salir temprano por la mañana y las brasas resplandecieron, adquiriendo un color rojizo, cuando las removió con un atizador agregando unas cuantas astillas y más madera. Moviéndose con rapidez, fue a buscar agua y la vertió en dos ollas de hierro que colgaban de un gancho sobre el fuego, haciendo que la pequeña estancia se caldeara en pocos minutos.
Annie metió sus instrumentos en una de las ollas para hervirlos y se lavó las manos con jabón. El cansancio que había invadido sus piernas y brazos durante el camino de vuelta de casa de Eda quedó olvidado mientras consideraba el mejor tratamiento para su nuevo paciente.
Notó que le temblaban las manos y se detuvo para respirar hondo. En circunstancias normales, sus pensamientos estarían totalmente centrados en la tarea que tenía entre manos, pero había algo en ese hombre que la inquietaba. Quizá se tratara de sus claros ojos grises, tan desprovistos de color como la escarcha y tan vigilantes como los de un lobo. O quizá fuera aquel extraño calor que parecía formar parte de él. La razón le decía que tenía que deberse a la fiebre, pero la calidez que desprendía el cuerpo de aquel alto y musculoso extraño parecía envolverla como una manta cada vez que se acercaba a él. Fuera cual fuera el motivo, se le había hecho un nudo en el estómago cuando su paciente se quitó la camisa dejando su poderoso torso al descubierto. A causa de su profesión, Annie estaba acostumbrada a ver a hombres en diferentes estados de desnudez, pero nunca antes había sido tan intensamente consciente del cuerpo de ninguno, ni de aquella masculinidad que amenazaba a su propia feminidad a un nivel muy íntimo. El rizado vello negro que cubría su ancho y musculoso pecho le había recordado que la naturaleza básica del hombre era básicamente primitiva.
Sin embargo, él no había hecho ni dicho nada que fuera amenazador. Seguramente todo estaba en su mente, como consecuencia lógica de la fatiga. El desconocido estaba herido y había acudido a ella en busca de ayuda. Eso era todo.
Con aquel tranquilizador pensamiento, Annie volvió a atravesar la cortina.
– Le prepararé algo de láudano para aliviarle el dolor.
El forastero le clavó aquella clara y glacial mirada.
– No.
La joven vaciló, confusa.
– El tratamiento será doloroso, señor…
El desconocido ignoró el tono interrogante con el que ella acabó la frase, invitándole a decirle su nombre.
– No quiero láudano. ¿Tiene algo de whisky?
– Sí.
– Con eso bastará.
– No lo creo, a no ser que beba hasta caer inconsciente, en cuyo caso, sería más fácil si se tomara el láudano.
– No quiero quedar inconsciente. Deme el whisky.
Sabiendo que no podría vencer la obstinación del desconocido, Annie fue a por el licor y vertió una buena cantidad en un vaso.
– ¿Ha comido algo? -le preguntó cuando volvió.
Últimamente, no. -Cogió el vaso, lo inclinó con cuidado y se bebió el whisky en dos tragos. Al sentir el ardiente líquido bajar por su garganta, jadeó y se estremeció.
Entretanto, Annie llenó un barreño de agua y lo dejó junto a la mesa de reconocimiento.
– Voy a lavar las heridas mientras se calienta el agua. -Cogió el vaso, lo dejó en una mesita y después apartó la sábana para estudiar la situación. Las heridas estaban tan cerca de su cintura que los vaqueros suponían un problema-. ¿Podría desabrocharse los pantalones? Necesito más espacio libre alrededor de las heridas.
Durante un momento, él se quedo inmóvil; luego, lentamente, se desabrochó el cinturón y empezó a desabotonarse los pantalones. Cuando acabó, Annie tiró de la cinturilla hacia abajo, dejando al descubierto la piel de su cadera.
– Levántese un poco.
Él siguió sus instrucciones y la joven deslizó una toalla bajo su cuerpo. Después dobló otra y la metió por la cinturilla de los vaqueros para evitar que se mojaran. Intentó no fijarse en la parte inferior de su abdomen y en la sedosa línea de vello que descendía por su cuerpo, pero se sentía intensa y embarazosamente consciente de la semidesnudez de aquel hombre. Se suponía que un doctor no debía sentirse así. ¡De hecho, nunca antes le había sucedido una cosa así!, se dijo reprendiéndose a sí misma mentalmente.
El desconocido observó que Annie humedecía un paño para luego aplicarlo con delicadeza sobre las heridas infectadas, y no pudo evitar emitir un jadeo mientras aspiraba a duras penas.
– Lo siento -murmuró ella sin interrumpir su tarea-. Sé que duele, pero esto es necesario.
Rafe McCay no respondió, limitándose únicamente a seguir observándola. No era tanto el dolor lo que le había sorprendido haciéndole tomar aire con tanta brusquedad, sino el débil flujo de energía que parecía escapar del cuerpo de la joven para dirigirse al suyo cada vez que lo tocaba. Era una sensación muy parecida a la que se sentía cuando el aire parecía cargarse justo antes de que cayera un rayo. Pudo percibirlo incluso a través de la ropa cuando ella lo había rodeado con el brazo para ayudarle a llegar hasta la mesa, y ahora lo sentía con mucha más fuerza sobre su piel desnuda.
Quizá la fiebre empezaba a afectarle, o quizá todo se debiera a que llevaba demasiado tiempo sin compañía femenina. Fuera cual fuera la razón, cada vez que aquella mujer lo tocaba, se excitaba.