Se pasaron la mayor parte del día entrelazados en la tosca cama. Los dos se quedaron dormidos al sentir los efectos de la larga noche que habían vivido y el cansancio fruto de haber hecho el amor tan intensamente. Annie se levantó adormilada una vez para reavivar el fuego y añadir más agua al estofado. Cuando regresó a la cama, Rafe ya estaba despierto y excitado por su semidesnudez. Se despojaron de la poca ropa que aún llevaban puesta y Rafe le hizo el amor de una forma lenta y prolongada aunque no menos agotadora que la vez anterior. Ya era por la tarde cuando volvieron a despertarse y el aire frío los hizo temblar.
– Tengo que ir a ver a los caballos -anunció Rafe con pesar mientras se vestía. No había nada que le hubiera gustado más que quedarse acostado y desnudo junto a ella. Sólo lamentó que no dispusieran de una verdadera cama, con gruesas mantas que los mantuvieran calientes. Era extraño, pues nunca había echado de menos las comodidades.
Annie también se vistió. Se sentía increíblemente lánguida, como si sus huesos no tuvieran fuerza. Se había olvidado de la nieve hasta que Rafe abrió la puerta y un paisaje blanco surgió ante sus ojos, acompañado por una ráfaga de aire gélido. Una pálida luz sobrenatural llenó de pronto la cabaña. Durante las horas que habían pasado haciendo el amor, la nieve se había acumulado en el suelo hasta alcanzar medio metro de altitud y envolvía a los árboles con un helado manto blanco.
Pasaron unos pocos minutos hasta que Rafe regresó, sacudiendo la nieve de sus botas, su abrigo y su sombrero. Annie se apresuró a ofrecerle una taza de café que había quedado del desayuno. Su sabor se había vuelto fuerte y amargo para entonces, sin embargo, él se lo bebió sin siquiera hacer una mueca.
– ¿Cómo están los caballos?
– Bien, aunque un poco nerviosos.
Annie removió el estofado y comprobó que ya estaba listo para comer. Después de haber hervido a fuego lento durante todo el día, la carne parecía exquisita. Aunque, en realidad, ella no necesitaba comer en ese instante, sino algo de aire fresco para despejarse la cabeza. Lo único que se lo impedía era que, como Rafe le había dicho, su abrigo no era apropiado para ese tiempo. No obstante, tras unos momentos, decidió que no importaba.
Rafe observó cómo se ponía la gruesa prenda.
– ¿Adónde vas?
– Vuelvo enseguida. Sólo necesito algo de aire fresco.
Sin decir una sola palabra, él empezó a ponerse su propio abrigo de nuevo.
– No tienes que venir conmigo -dijo Annie lanzándole una mirada de sorpresa-. Me quedaré junto a la puerta. Acércate a la chimenea y entra en calor.
– Ya he entrado bastante en calor. -Rafe se inclinó, cogió una de las mantas y la envolvió con ella al estilo indio, levantando uno de los pliegues para protegerle la cabeza. Luego, la abrazó con fuerza y ambos se adentraron en aquel sobrecogedor mundo blanco.
Hacía tanto frío que costaba respirar, pero el gélido aire les despejó la cabeza. Annie se recostó contra el enorme cuerpo de Rafe y observó en silencio cómo caía la nieve. Estaba a punto de ponerse el sol, y la débil luz del sol invernal que había atravesado la gruesa capa de nubes apenas tenía ya fuerza. La fantasmal iluminación provenía más de la nieve que del sol y los troncos de los árboles parecían oscuros centinelas. La joven nunca hubiera podido imaginar que existiera un silencio así. No había insectos que emitieran zumbidos, ni pájaros que cantaran, ni se escuchaba el crujido de las ramas de los árboles. Estaban tan aislados que podrían haber sido los únicos seres vivos en la Tierra, ya que el manto de nieve amortiguaba tanto el sonido que ni siquiera podían oír a los caballos.
El frío se abría camino entre su falda y su enagua, y subía a través de las suelas de sus botines, pero, aun así, Annie se fundió con Rafe y disfrutó del cruel y hermoso esplendor que los rodeaba. De alguna forma, la devolvió a la realidad, como si la oscura y ardiente intimidad de la cabaña fuera un sueño que sólo existía en un mundo aparte. Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo… ¿Cuántos días llevaban ahí arriba? Le parecía que había sitio toda una vida, pero sólo habían pasado cuatro… ¿o eran cinco días?, desde que había traído al mundo al bebé de Eda y había regresado caminando con dificultad y agotada a su cabaña, donde encontró a un forastero herido esperándola.
Annie se estremeció, consciente de que su vida nunca volvería a ser la misma, y Rafe dijo preocupado:
– Ya es suficiente. Entremos. De todos modos, ya está oscureciendo.
La relativa calidez de la cabaña los envolvió, aunque a la joven le costó un momento adaptar sus ojos a la penumbra. Ahora se sentía más despierta y podía pensar con más claridad. Hizo café y, cuando estuvo listo, se comieron el estofado, encantados por el cambio en su menú.
El problema de encontrarse encerrado, decidió Annie, era que no había nada que hacer. Durante los últimos días se había agotado trabajando y había estado dispuesta a irse a la cama poco después de la puesta de sol. Pero después de haber pasado la mayor parte del día en la cama, ahora no se sentía cansada. Si hubiera estado en su casa, se habría puesto a secar o a mezclar hierbas. O podría haber aprovechado para leer o escribir cartas a sus viejos amigos en Filadelfia. Allí no había libros, ni tampoco luz para leerlos en caso de que los tuviera. No tenía nada que coser o que lavar. Y teniendo en cuenta todo lo que Rafe había hecho los dos últimos días, no podía pretender que necesitara más ayuda médica. Era muy extraño no tener nada que hacer, reflexionó en voz alta sin darse cuenta.
Rafe sabía lo rápido que podía afectar el aislamiento a algunas personas, y aunque deseaba llevar a Annie a la cama, aceptó que incluso aplicándole grandes cantidades de salvia de olmo resbaladizo, estaría demasiado dolorida para las largas horas haciendo el amor sin parar que él deseaba pasar.
– Tengo una baraja de cartas en mi alforja -sugirió en cambio-. ¿Sabes jugar al póquer?
– No, por supuesto que no -respondió de inmediato. Pero Rafe percibió un destello de interés en sus ojos marrones-. ¿De verdad, me enseñarías?
– ¿Por qué no?
– Bueno, muchos hombres no lo harían.
– Yo no soy como muchos hombres. -Rafe no pudo recordar si había habido una época en la que se habría escandalizado al ver a una mujer jugando al póquer. Hacía mucho de aquellos tiempos.
Sus cartas estaban muy estropeadas y manchadas, y Annie las miró como si se tratara del símbolo de todo lo peligroso y prohibido. Rafe colocó sus sillas de montar frente al fuego para tener algo contra lo que apoyar la espalda y le explicó las reglas del juego. Annie las captó enseguida, aunque no tenía bastante experiencia para ser capaz de imaginar las posibilidades de completar una mano. Rafe pasó a explicarle el blackjack, que era más adecuado para jugar sólo dos personas, y el juego la interesó lo suficiente como para entretenerla durante un par de horas.
Finalmente, cuando las partidas empezaron a hacerse más aburridas, Rafe sugirió que podían irse a la cama y le divirtió ver la rápida mirada de alarma que Annie le dirigió.
– No te preocupes -se burló con suavidad-. Sé que estás dolorida. Esperaremos hasta mañana.
Annie se sonrojó, y él se preguntó cómo podía avergonzarse todavía.
Rafe le ofreció su camisa para dormir, no porque no deseara que estuviera desnuda, desde luego que sí lo deseaba, sino porque mantendría sus brazos y hombros calientes, y le resultaría más cómoda que su blusa de cuello alto. Annie se deslizó bajo las mantas y se acurrucó en sus brazos con una tímida dulzura que lo hizo suspirar con pesar.
Ninguno de los dos tenía sueño, pero Rafe se sentía satisfecho, o casi satisfecho, con estar tumbado junto a ella. Sin darse cuenta, cogió su mano y se llevó sus dedos a los labios. El calor que emanaba de ellos hizo que sintiera un cosquilleo en la boca.
Annie acomodó mejor la cabeza sobre su hombro. Le habría encantado vivir sólo el presente, pero, por desgracia, eso no era posible. Aunque lo amaba, le era imposible olvidar que no tenían ningún futuro juntos, que quizá ni siquiera habría un futuro para él. Su corazón se encogió dolorosamente al pensar que una bala podría extinguir la ardiente vitalidad de su poderoso cuerpo, al imaginárselo tendido, frío e inmóvil, y alejado de ella para siempre.
– Ese hombre que creen que mataste -preguntó vacilante, sabiendo que no le gustaría que sacara el tema-. ¿Sabes quién lo hizo?
Rafe se quedó quieto durante una fracción de segundo antes de volver a rozar sus dedos con los labios.
– Sí.
– ¿No tienes ninguna forma de probarlo?
Lo había intentado hacía tiempo, cuando todavía estaba tan furioso que deseaba hacérselo pagar. Y casi perdió la vida, sólo para descubrir que todas las pruebas apuntaban hacia él. Sabía quién había matado a Tench, o al menos quién estaba detrás del crimen pero no había ninguna forma de probar que su dedo no había apretado el gatillo.
Consciente del riesgo que supondría contarle todo aquello, Rafe no le explicó nada y se limitó a responder;
– No. -Habló en un tono suave y se llevó la mano de Annie a la mejilla.
– No puedo aceptar eso -protestó fieramente la joven en voz baja-. Tiene que haber alguna forma. ¿Qué sucedió? Háblame sobre ello.
– No -repitió de nuevo-. Cuanto menos sepas, más segura estarás. No me persiguen por lo que hice, pequeña. Me persiguen por lo que sé, y serían capaces de matar a cualquiera si sospecharan que también lo sabe.
Ésa era la razón por la que, finalmente, había dejado de intentar que lo exoneraran. Después de que dos personas que habían intentado ayudarlo aparecieran muertas, Rafe captó el mensaje. Los únicos que probablemente le creerían eran sus amigos, y él no podía dejar que los mataran. Por otra parte, ¿qué diablos importaba? Habían acabado con todo lo que él creía, pero los demás tenían derecho a conservar sus ilusiones. A veces, eran el único consuelo que les quedaba.
– ¿Qué puede ser tan peligroso? -insistió Annie, levantando la cabeza de su hombro.
– Esto. Y no pondré tu vida en peligro contándotelo.
– Entonces, tendrías que haberlo pensado antes de arrastrarme hasta aquí. Si alguien lo descubre, ¿no dará por supuesto que me lo has contado?
– Nadie me vio en tu casa -le aseguró Rafe.
Annie probó otra táctica.
– Alguien te persigue, ¿no es así? Me refiero a ahora mismo.
– Un cazarrecompensas llamado Trahern. Me buscan otros muchos pero Trahern es el que más me preocupa en este momento.
– ¿Será capaz de seguir tu rastro hasta Silver Mesa?
– Me imagino que ya lo habrá hecho. Por eso hice que cambiaran las herraduras a mi caballo. Ahora no hay forma de que pueda recuperar mi rastro.
– ¿Sabe que estás herido?
– Supongo que sí. Fue él quien me disparó.
– Y ¿no se le ocurrirá averiguar si hay un médico en la ciudad?
– Seguramente, porque yo también lo herí. Pero no creo que imagine el alcance de mis heridas. Después de todo, han pasado diez días desde que me disparó, así que probablemente pensará que estoy bien. -Rafe volvió a acercar la mano de Annie a sus labios-. Y por lo que tú has dicho, sueles salir a menudo a visitar a gente enferma. A nadie le parecerá extraño que te hayas ido.
La verdad es que tenía razón, pensó Annie sonriendo al percatarse del fallo de su propio razonamiento.
– Si nadie sabe que estoy contigo, ¿por qué habría de ser peligroso para mí que me contaras algo? Desde luego, no voy a ir por Silver Mesa hablando de ello con todo el mundo.
– Por si acaso -dijo con suavidad-, no me arriesgaré.
Annie suspiró frustrada, muy consciente de que él había tomado una decisión y de que nada le haría cambiar de opinión. Esa parecía ser una de sus principales características: cuando decidía algo, nunca cedía. A su lado, una mula parecía razonable.
– ¿Qué hacías antes de la guerra?
La pregunta lo sorprendió tanto que tuvo que pensar la respuesta durante un momento.
– Estudiaba leyes.
¿Qué? -De todas las cosas que podía haber dicho, nada la habría sorprendido más. Estaba rodeado por un aura de peligro y parecía haber nacido para ser el depredador que era. Sencillamente, no podía imaginarlo vestido con una toga, argumentando ante un juez y un jurado.
– No he dicho que se me diera bien, pero mi padre era juez y, en su momento, pareció que era lo que tenía que hacer. -El coronel Mosby había sido abogado y los dos habían pasado muchas horas discutiendo sobre algunos puntos confusos en la legislación. Sin embarco, Rafe sabía que nunca se habría interesado lo bastante en las leyes como para tener éxito en ello. Si sabía tanto acerca de ellas era porque su padre no dejaba de hablar de su trabajo. Distraídamente, arrastró la mano de Annie hasta su pecho e hizo que rozara uno de los pezones con sus dedos. Al sentir el ya familiar y agudo cosquilleo, se tensó de inmediato.
Annie sintió cómo el duro y pequeño pezón masculino se endurecía igual que lo habían hecho los suyos, y se preguntó interesada si a él le gustaba. Rafe deslizó su mano hasta su otro pezón y éste reaccionó de la misma forma que el otro. Entonces, arrastró sus dedos de un lado a otro por su pecho en un lento y perezoso movimiento.
Annie suspiró.
– No puedo imaginarte como abogado.
– Yo tampoco. Cuando empezó la guerra, descubrí que se me daba mucho mejor otra cosa.
– ¿Qué?
– Luchar -contestó tajante-. Era un soldado condenadamente bueno.
Sí, seguro que lo era.
– ¿Dijiste que estabas en la caballería?
– Hasta 1863, fui miembro del primero de Virginia, con Jeb Stuart.
– ¿Qué pasó entonces?
– Me uní a los Rangers.
La palabra la confundió por un momento, porque al único соntexto al que podía asociarla era a los Rangers de Texas, y, por supuesto, eso era imposible. Era cierto que había oído la palabra «rangers» relacionada con la guerra, pero de eso hacía unos seis años y no conseguía recordarlo bien.
– ¿Qué Rangers?
– Los Rangers de Mosby.
Aquello la impactó sobremanera. ¡Mosby! Su reputación había llegado a ser legendaria y los rumores sobre él habían sido aterradores. Incluso a pesar de lo absorta que había estado en la facultad de medicina, escuchó hablar del coronel y de sus implacables rangers. No lucharon como soldados normales; habían sido expertos en el engaño, en los ataques conocidos como «de golpe y fuga», que hicieron imposible su captura. Annie no había sido capaz de imaginárselo como un abogado termal, pero era terriblemente fácil verlo como un guerrillero.
– ¿Qué hiciste después de la guerra?
Él se encogió de hombros.
– Fui de un lado a otro. Mi padre y mi hermano habían muerto y no tenía más familia.
Rafe ahuyentó la oleada de amargura que amenazaba con inundarle y, en lugar de eso, se concentró en el erótico estremecimiento provocaba en él la mano de Annie cuando hacía que las puntas de sus dedos se deslizaran perezosamente sobre su pecho. Sus pezones estaban tan tensos y palpitantes que apenas podía soportarlo. Ella nunca lo había tocado de una forma íntima, y Rafe cerró los ojos mientras imaginaba su mano envolviendo su miembro erecto. ¡Dios! Seguramente se volvería loco de frustración.
– Si pudieras, ¿volverías a tu hogar?
Rafe pensó en ello y decidió que el Este era demasiado civilizado para él. Había vivido durante mucho tiempo sin seguir ninguna norma, a excepción de las suyas propias, y se había acostumbrado a vivir en plena naturaleza. Se había vuelto salvaje y no tenía ningún deseo de que lo civilizaran de nuevo.
– No -respondió finalmente-. Allí no hay nada para mí. ¿Y tú? ¿Echas de menos las grandes ciudades?
– No exactamente. Echo de menos las comodidades de una ciudad, pero lo que realmente deseo es poder ejercer la medicina, y sé que no podría hacerlo en el Este.
La tentación lo estaba matando.
– Hay otra cosa que tampoco podrías hacer allí.
– Oh, ¿qué? -preguntó intrigada.
– Esto. -Arrastró la mano de Annie por debajo de la manta e hizo que doblara los dedos alrededor de su miembro, que ya estaba semierecto. Al instante, lo atravesó una salvaje ráfaga de energía que hizo que tomara aire bruscamente emitiendo un agudo silbido y que su cuerpo se pusiera rígido.
Annie se quedó tan quieta que Rafe apenas podía oír su respiración.
Estaba asustada y cautivada al mismo tiempo, sintiendo cómo su miembro crecía en su mano hasta alcanzar el máximo de su longitud y grosor. Tras recuperarse de la sorpresa, la joven se dio cuenta de que tenía un tacto maravilloso a pesar de su increíble dureza y que palpitaba como si tuviera vida propia. Exploró la gruesa y sedosa punta, y luego deslizó los dedos con extrema delicadeza hasta sus llenos y pesados testículos. Annie los sopesó con la mano y disfrutó de su suavidad sobre su palma, haciendo que se tensaran casi inmediatamente y que se elevaran hacia el cuerpo do Rafe. La fascinación que sintió le hizo olvidar que debería estar escandalizada.
Rafe se arqueó sobre la manta, mientras la sangre le circulaba con fuerza a través de las venas. Apenas podía pensar. Debería haberse resistido a la tentación, debería haber sabido que la ardiente excitación que le producía su contacto sería insoportable en aquella parte tan sensible de su cuerpo. La vista se le nubló al punto que sólo pudo ver una oscura niebla y su cuerpo amenazó con estallar.
– ¡Para! -gritó con aspereza al tiempo que le apartaba la mano.
La violencia del deseo de Rafe sorprendió a Annie, que de pronto fue consciente de su poder como mujer. Sonriendo traviesamente, levantó la vista hacia él y deslizó las manos por su torso, haciendo que Rafe temblara con violencia.
– Hazme el amor -le incitó con un suave murmullo.
Eso fue todo lo que Rafe necesitó para olvidarse de la cautela. Con un solo movimiento, apartó las mantas y la cubrió por completo con su cuerpo. Annie levantó las caderas para recibir su posesiva embestida, aceptándolo con un gesto de dolor por la molestia que sentía, pero también con una gran alegría en su interior por el placer que sabía que le estaba dando. Rafe la penetró una y otra vez, y vertió en ella su simiente en un gran torrente que lo dejó tendido sin fuerzas.
Completamente exhausto, Rafe aspiró con desesperación intentando llenar sus pulmones. Dios, tenía que bajar el ritmo o iba a matarse a sí mismo haciéndole el amor. Había pensado que la intensidad de su reacción hacia ella disminuiría hasta unos niveles más razonables, pero, hasta el momento, no había sido así. El ansia de poseerla siempre era igual de apremiante, arrastrándolo con fuerza a una espiral de placer.
El peligro era que permitiera que el deseo que sentía por ella nublara su mente. Maldita sea, ya lo había hecho. Debería haberla llevado de vuelta a Silver Mesa y haberse ido lo más lejos posible de allí; sin embargo, había retrasado ese momento deliberadamente hasta que quedaron aislados por la nieve. Había planeado seducirla y al final había sido él el seducido. No podía pensar más que en estar recluido con ella en esa oscura y cálida cabaña, apoderándose con avaricia de aquella cálida energía suya tan especial.
Los días pasaban envueltos en una nube de sensualidad. A veces, a Annie le parecía que pasaban más tiempo desnudos que vestidos. Incluso durante el día, se encontraban a menudo entrelazados sobre las mantas después de hacer el amor o a punto de hacerlo de nuevo. Y, en algunas ocasiones, cuando se despertaba después de dormitar un poco, no sabía si era de día o de noche. Se acostumbró tanto a su penetración que le parecía más normal tenerlo dentro de ella que estar separada de él.
Siempre que reflexionaba sobre el futuro se le encogía el corazón, así que ahuyentaba ese horrible pensamiento de su mente. Únicamente existía el presente, esos oscuros y sensuales días juntos. Y se prometió que sólo volvería a pensar en el largo e interminable tiempo sin él, cuando llegara el día en que lo viera cabalgar alejándose.
Por el momento, se permitió a sí misma sumergirse en aquel mundo en el que sólo los sentidos tenían cabida. Nunca había soñado que hacer el amor fuera algo tan intenso, tan embriagador. Rafe la había hecho suya de todas las formas posibles en que un hombre podría tomar a una mujer, llevándola hasta placeres inimaginables y marcándola como suya para siempre. La voluptuosidad de todo ello la embelesó e hizo que la confianza en sí misma en todo lo relativo al sexo aumentara.
La sorprendió levantarse después de ocho días de total aislamiento y descubrir que la nieve se estaba derritiendo. Se había acostumbrado tanto al frío que cuando la temperatura subió un poco, le pareció casi templada y agradable, y, de hecho, empezaron a aparecer los primeros signos inconfundibles de la primavera a pesar de que la nieve todavía cubría el suelo. Durante los siguientes días, el pequeño arroyo creció con el deshielo, y Rafe llevó a los caballos al pequeño prado oculto para que se desahogaran después de haber estado recluidos durante tanto tiempo y para que apartaran la nieve y pudieran comer los tiernos y verdes brotes de hierba.
Annie sabía que pronto tendrían que marcharse, que incluso ya podrían haberse ido, aunque la nieve que iba derritiéndose hacía que el viaje fuera peligroso. Notó que Rafe usaba esa circunstancia como excusa, pero no le importó. Cada minuto que pudiera pasar con él era infinitamente valioso porque sabía que le quedaban muy pocos.
Una mañana, Rafe llevó a los caballos a pastar y Annie aprovechó para calentar agua con el fin de lavarse. Rafe le había dado el revólver que tenía de reserva como precaución mientras él estuviera fuera a pesar de que se encontraba a unos pocos minutos de distancia, y ella lo llevaba en el bolsillo de la falda en sus viajes al arroyo. El arma pesaba y tiraba de su falda, no obstante, el sentido común le impedía dejarla en la cabaña, ya que sabía que los osos estaban saliendo de sus guaridas invernales, hambrientos e irritables. Rafe le había dicho que no era probable que ningún animal la molestara, sin embargo, Annie no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Seguramente no sería capaz de dar en el blanco, pero, al menos, el sonido haría que Rafe acudiera a toda prisa.
En su segundo viaje desde el arroyo, Annie estaba concentrada en mirar el embarrado y resbaladizo suelo por donde pisaba, cuando de pronto escuchó un relincho. Sorprendida, alzó la vista y vio que un extraño estaba montado a caballo frente a la cabaña. Sintiendo que el pánico la invadía, su mano se aflojó y el cubo del agua cayó al suelo.
– Disculpe, señora -dijo el hombre-. No pretendía asustarla.
A Annie no se le ocurría nada que decir. Tenía la mente en blanco y se había quedado muda.
– Vi el humo -le explicó el desconocido echándose hacia atrás en la silla-. No sabía que alguien se hubiera instalado aquí arriba y pensé que podía tratarse de un campamento.
¿Quién era? ¿Sólo un vagabundo, o alguien que podía suponer una amenaza para Rafe? No se comportaba de forma amenazadora. De hecho, tenía cuidado en no hacer ningún movimiento que pudiera parecerle agresivo, pero el impacto que le había causado encontrarse con un intruso en su mundo privado la había conmocionado. ¿Dónde estaba Rafe? ¡Oh, Dios, que no volviera ahora!
– No pretendo hacerle ningún daño -continuó el hombre. Sus ojos estaban llenos de calma y hablaba con voz pausada-. ¿Está su marido por aquí?
Annie no sabía qué responder. Si decía que sí, entonces, sabría que no estaba sola. Si decía que no, quizá la atacara. La joven había tratado a demasiados heridos a lo largo de los años como para creer automáticamente en la bondad del prójimo. Pero sabía que no era probable que la creyera si le decía que estaba viviendo sola allí, en la montaña, así que finalmente asintió.
– ¿Cree que podría hablar con él? Si me indica en qué dirección está, no la molestaré más y dejaré que continúe con su trabajo.
Dios Santo. ¿Qué debía hacer? ¿Se atrevería a permitir que se acercara a Rafe sin previo aviso? Era probable que Rafe disparara antes de preguntar, lo que podría dar lugar a la muerte de un hombre inocente, pero, por otra parte, si el desconocido era un cazarrecompensas, podía estar poniendo en peligro la vida del hombre que amaba.
Su mente buscaba soluciones a toda prisa.
– Volverá pronto. -Eran las primeras palabras que pronunciaba-. ¿Le apetece tomar una taza de café mientras le espera?
El desconocido sonrió.
– Sí, señora. Me encantaría. -Bajó del caballo y esperó a que ella se acercara.
Annie recogió el cubo y lo sujetó poniendo atención en que ocultara su abultado bolsillo. Si al menos pudiera hacerlo entrar, entonces Rafe vería su caballo y sabría qué hacer, y ella, con el revólver oculto en su bolsillo, podría asegurarse de que no corriera ningún peligro.
El extraño metió su rifle en la funda que colgaba de la silla, pero Annie se percató de que llevaba un gran revólver en la pistolera que sujetaba alrededor del muslo, al igual que lo hacía Rafe. Era algo habitual en el Oeste, sin embargo, hizo que se sintiera aún más recelosa. Notó que cojeaba ligeramente, aunque no parecía sentir ningún dolor ni se mostraba torpe en sus movimientos.
Annie caminó delante de él hacia la cabaña, y dejó el cubo junto a la chimenea antes de servirle una taza del café que les había sobrado del desayuno. El desconocido se quitó el curioso sombrero que llevaba y le dio las gracias con educación.
Las cubiertas de ras ventanas estaban abiertas, dejando que entrara la luz del sol y el aire fresco, y el hombre miró a su alrededor con interés mientras se bebía el café. Su mirada se demoró en la rudimentaria cama de pinaza que ocupaba casi toda la parte izquierda de la cabaña, y Annie sintió cómo su rostro se encendía. Pero él no dijo nada. Se limitó a observar la pulcritud de la humilde cabaña, la ausencia total de mobiliario, las dos sillas de montar en el suelo y sacó sus propias conclusiones.
– Supongo que tuvieron suerte al encontrar la cabaña antes de que nevara -comentó sin más.
Al escuchar aquello, Annie se sintió invadida por una oleada de alivio, segura de que él pensaba que eran viajeros que se habían quedado aislados por la nieve. Pero antes de que pudiera responderle, la mirada del desconocido se iluminó al ver su maletín médico. La joven frunció el ceño en un gesto de desconcierto hasta que se dio cuenta de lo que ocurría. ¡Su maletín! Annie dirigió una mirada desesperada a la bolsa. No parecía otra cosa más que lo que era. De hecho, los médicos de todo el país llevaban bolsas similares. No era el equipaje habitual de un colono ni de un viajero.
– Usted debe de ser la doctora de Silver Mesa que lleva fuera desde hace dos semanas -dijo él con voz serena-. Nunca antes había oído hablar de una mujer médico, pero supongo que no me han engañado.
Annie quiso decirle que el médico era su marido. Era lo más lógico que podría decir y lo más creíble, sin embargo, siempre había sido muy mala mentirosa y no creía que fuera capaz de engañarle. Tenía la boca demasiado seca y su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho.
El desconocido la miró, y el pálido rostro de la joven, junto a sus ojos abiertos de par en par y llenos de pánico, hicieron que sus sospechas crecieran aún más. Volvió a mirar las sillas, las estudió con detenimiento, y de repente, el gran revólver apareció en su mano apuntándola directamente.
– Esa silla es la de McCay -rugió. El tono amistoso había desaparecido y su voz ahora era profunda y amenazante-. Debí herirle más gravemente de lo que pensaba si necesitó un médico. ¿Dónde está?
Annie no podía enviarlo al prado.
– Caz… cazando -balbuceó.
– ¿Se ha ido a caballo o a pie?
– A… a pie. Los caballos están… están pastando. -Su voz temblaba fuera de control.
– ¿Cuándo se supone que debe volver? -El revólver era enorme y negro, y se mantenía firme en su mano-. ¡Vamos, señora, no me obligue a hacerle daño! ¿Cuándo volverá?
– ¡No lo sé! -Annie se humedeció los labios-. Cuando cace algo, supongo.
¿Cuánto hace que se ha ido?
No sabía qué responder.
¿Una… una hora? -contestó llena de pánico, en tono interrogante-. No lo sé. He estado calentando agua para lavar la ropa y no he prestado atención…
– No he escuchado ningún disparo -la interrumpió con impaciencia.
– Él… él ha puesto algunas trampas. Si ha conseguido atrapar algo, no tendrá que utilizar el rifle.
La atenta mirada del desconocido recorrió la cabaña y se detuvo en la puerta abierta, percatándose de que su caballo permanecía atado a plena vista.
– Salga fuera, señora -le ordenó señalando la puerta con la cabeza-. Y si él aparece, le aconsejo que se tire al suelo porque habrá disparos. No intente gritar o avisarle de alguna forma; no quiero hacerle daño, pero estoy decidido a atrapar a McCay como sea. Diez mil dólares es mucho dinero.
Diez mil dólares. No era de extrañar que Rafe estuviera huyendo. Por esa cantidad, todos los cazarrecompensas del país debían de estar buscándole.
Bajo la amenaza del revólver, la joven caminó tensa hacia el cobertizo vacío, donde él metió al caballo en uno de los compartimientos. Sabía que ese hombre era el cazarrecompensas que había estado persiguiendo a Rafe con tanta saña, el que le había disparado, pero Annie no lograba recordar su nombre. Su mente estaba bloqueada por el miedo y se sentía incapaz de pensar o planear nada. En ninguno de sus sombríos augurios sobre el futuro, había imaginado que vería cómo mataban a tiros al hombre que amaba delante de ella. Era una pesadilla demasiado horrible como para considerarla siquiera y, sin embargo, iba a hacerse realidad a no ser que fuera capaz de pensar en algo para detenerla. Por el momento, lo único que podía hacer era cogerse la falda de forma que disimulara el peso del revólver en su bolsillo.
Era consciente de que el arma que le había dado Rafe era la única oportunidad que tenía, aun así, no se veía capaz de sacarla, amartillarla y disparar, sobre todo, porque el cazarrecompensas la observaba muy de cerca. Tendría que hacerlo cuando desviara su atención hacia otra cosa, y eso sólo ocurriría cuando Rafe se estuviera acercando. No sería necesario que le diera. Bastaría con disparar para desviar su atención y advertir a Rafe para que tuviera una oportunidad de escapar. Curiosamente, no se planteó qué posibilidades tendría ella.
Se dirigieron de nuevo hacia la cabaña, y Annie se quedó de pie muy rígida junto a la chimenea con la espalda apoyada contra la pared.
El desconocido cerró las cubiertas de las ventanas, evitando así que Rafe pudiera ver el interior de la cabaña si se acercaba por el lateral. Se vería obligado a llegar hasta la puerta, y estaría perfectamente perfilado por la brillante luz que se reflejaba en la nieve. Quedaría cegado, incapaz de ver nada en la penumbra de la cabaña, mientras que el cazarrecompensas, que le estaría esperando, tendría un blanco perfecto.
Rafe no tendría ninguna oportunidad a no ser que le llamara la atención el hecho de que las cubiertas de las ventanas estuvieran bajadas, sabiendo lo poco que le gustaba a Annie estar en la cabaña a oscuras. Y seguramente también vería las huellas de cascos en la parte delantera de la cabaña. Rafe era tan precavido y se mantenía tan alerta como un animal salvaje; nunca corría riesgos. Pero, a pesar de eso, ¿qué podía hacer? ¿Entrar disparando a ciegas? Lo más inteligente para él sería retroceder en silencio hacia los caballos y alejarse mientras pudiera hacerlo. Annie cerró los ojos y empezó a rezar para que huyera y la dejara allí. Al menos, así sabría que estaba a salvo en algún lugar, y entonces, podría soportar no volver a verlo nunca más. Sencillamente, no se veía capaz de seguir viviendo si veía cómo lo mataban.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó al desconocido con voz temblorosa.
El hombre la estudió detenidamente antes de responder.
– Trahern. Aunque eso no importa. Usted sólo quédese ahí, donde él pueda verla cuando entre.
Ella era el cebo que usaba para atraer al tigre a la trampa. Trahern estaba de pie, a la izquierda, oculto entre las sombras. Sus ojos se habían adaptado a la luz y podía verlo claramente, pero Rafe no lo vería.
Annie empezó a decir algo más antes de que el cazarrecompensas le indicara con un gesto que guardara silencio. Se quedó allí de pie, paralizada por el miedo, con los ojos muy abiertos y llenos desesperación, y la mirada fija en la puerta abierta mientras ambos escuchaban atentos cualquier ruido que indicase que Rafe se estaba acercando. El silencio hizo que le entraran ganas de gritar. Los minutos pasaron y un temblor incontrolable subió desde sus rodillas hasta que toda ella comenzó a temblar sin control.
De repente, pudo verle ahí fuera, donde un segundo antes no había habido nada. Annie estaba demasiado aterrada como para gritar advirtiéndole del peligro, pero no hizo falta que lo hiciera, ya que vio que Rafe se llevaba un dedo a los labios. Apenas permanecía en su campo de visión a través de la puerta abierta, a unos diez metros de la cabaña. Annie se sentía clavada a la pared, incapaz de despegarse de ella y totalmente expuesta a la luz que entraba por la puerta. Notaba cómo Trahern la observaba, así que ni siquiera pudo volver los ojos en su dirección. El corazón le latía con tanta fuerza que golpeaba contra la tela de su blusa y sus manos estaban heladas y húmedas. Parecía como si sus pulmones se hubieran cerrado y le dolía respirar.
Entonces, Rafe volvió a desaparecer, esfumándose de su vista como si nunca hubiera estado allí. Tomando una rápida decisión, Annie empezó a mover la mano muy despacio hacia su bolsillo, y su húmeda palma se cerró alrededor de la enorme culata del revólver. Colocó el pulgar sobre el percutor para comprobar cuánto le costaría levantarlo y, para su horror, no fue capaz de moverlo ni un milímetro. ¡Necesitaría las dos manos para amartillarlo! Una extraña rabia la invadió. ¡Maldito Rafe! ¿Por qué le había dado un arma que no podría utilizar?
Annie giró la cabeza sin despegarla de la pared y miró a Trahern. Debía de haber notado algo, porque toda su atención estaba centrada en la entrada.
El cazarrecompensas levantó el percutor ele su revólver con el pulgar y el pequeño sonido hizo que a la joven se le pusieran nervios de punta, como si se hubiera tratado de una explosión en lugar de un simple chasquido.
De pronto, volvió a ver a Rafe deslizándose sin hacer ruido hacia la puerta abierta. Llevaba su propio revólver en la mano, listo para disparar, pero la ventaja del elemento sorpresa no sería suficiente. Trahern podría verle perfectamente, mientras que él tendría que adivinar su posición.
El cazarrecompensas se movió levemente, con todos sus instintos alerta. Al igual que un lobo, había percibido que su presa estaba cerca y dispararía en cuanto apareciera. Si Annie no hacía algo, Rafe moriría ante ella y la luz de aquellos fieros ojos se apagaría hasta sumirse en una oscuridad total.
Por el rabillo del ojo, vio que Rafe se abalanzaba hacia la puerta, atacando como una pantera en una silenciosa y fluida explosión de poder y velocidad. Annie empezó a gritar, pero no salió ningún sonido de su garganta. Con rapidez, Trahern levantó la mano que sostenía el revólver y, entonces, casi sin ser consciente de ello, la joven apuntó en su dirección y disparó a través de la tela de la falda.