Varias explosiones de armas sacudieron a la vez la diminuta estancia, dejando sorda a la joven. Todo se llenó de humo y el fuerte olor a pólvora le quemó las fosas nasales. Se quedó paralizada, con el revólver aferrado en la mano y el cañón sobresaliendo de los restos de su bolsillo, quemado y hecho jirones. Rafe apareció de pronto ante ella, a pesar de que Annie no recordaba haberlo visto entrar. Alguien gritaba.
Rafe también gritaba mientras le golpeaba en la pierna y la cadera, pero la joven no sabía qué decía debido al zumbido que llenaba sus oídos. Empezó a sollozar intentando apartarlo de ella y entonces se dio cuenta de que su falda estaba en llamas.
De golpe, la realidad volvió a imponerse en su confusa mente.
Después de sofocar el fuego de su falda, Rafe atravesó la habitación para alejar el revólver de la mano estirada de Trahern con una patada, y los gritos se convirtieron en quejidos. Annie consiguió dar unos pasos con piernas temblorosas y al ver al cazarrecompensas encogido en el suelo, se quedó inmóvil de nuevo.
La sangre empapaba su bajo vientre, tiñendo su camisa y sus pantalones de negro en las oscuras profundidades de la cabaña. Formó un charco a su alrededor y por debajo de su cuerpo, filtrándose a través de las grietas del suelo. Tenía los ojos abiertos y su rostro estaba totalmente pálido.
– ¿Por qué no me has disparado? -le preguntó Rafe a Trahern con aspereza, al tiempo que se agachaba sobre una rodilla junto a él. Sabía que le había ofrecido la oportunidad perfecta cuando le dio la espalda para apagar las llamas que habían prendido la falda de Annie. Pero nada más pareció importar, excepto llegar hasta ella antes de que el fuego se extendiera.
– ¿Para qué? -respondió Trahern con voz ronca-. No voy a poder ir a recoger el dinero. Al diablo con él.
Volvió a gemir y continuó hablando.
– Maldita sea. No se me ocurrió en ningún momento comprobar si ella estaba armada.
El horror invadió a Annie. Había disparado a un hombre. Había oído varios disparos, pero, de alguna forma, supo que Trahern ya estaba cayendo incluso antes de que Rafe atravesara la puerta. Ni siquiera sabía cómo había logrado levantar el percutor, sin embargo, la bala había dado en el blanco y Trahern estaba en el suelo desangrándose.
De pronto, recuperó la movilidad y se dio la vuelta para coger su maletín, arrastrándolo por el suelo hacia el cazarrecompensas.
– Tengo que detener la hemorragia -dijo desesperadamente mientras se arrodillaba junto a Rafe.
Al ver de cerca la horrible herida de Trahern, Annie no pudo evitar estremecerse. El disparo le había alcanzado el intestino y sus conocimientos médicos le dijeron que era hombre muerto, aunque su instinto le gritaba que hiciera algo para ayudarle.
Llena de angustia, alargó las manos hacia él.
– No -se opuso Rafe, sujetándola con fuerza. Estaba convencido de que ni siquiera el tacto curativo de Annie podría funcionar con una herida de tal magnitud-. Ya no puedes hacer nada por él, cariño. -Sus ojos grises tenían una dura expresión.
– Puedo detener la hemorragia -sollozó la joven intentando liberar sus manos-. Sé que puedo detenerla.
– Si no le importa, señora, prefiero desangrarme a seguir con el veneno en mis entrañas y tardar un par de largos días en morir -intervino el cazarrecompensas, adormilado-. Al menos, ahora apenas me duele.
Annie tomó aire dolorosamente e intentó pensar de una forma racional. La herida sangraba demasiado. Por el lugar donde se encontraba, y por enorme la cantidad de sangre que manaba de ella, dedujo que la bala debía haber cortado o, al menos, desgarrado la enorme vena que recorría la espina dorsal. Rafe tenía razón; era imposible que ella pudiera salvarlo. A Trahern apenas le quedaban unos minutos de vida.
– He tenido mala suerte -murmuró el cazarrecompensas-. Perdí tu rastro en Silver Mesa y decidí quedarme allí hasta que mi pierna se recuperara. Salí ayer y he visto vuestro humo esta mañana. Maldita mala suerte.
Cerró los ojos y pareció estar descansando durante un momento.
– Se sabe que estás en la zona -dijo abriendo los ojos con dificultad-. Hay otros cazarrecompensas… Y también tienes a un marshal siguiéndote el rastro. Un tal Atwater. Maldito sabueso. Eres muy bueno huyendo, McCay, pero Atwater no se rendirá.
Rafe había oído hablar de aquel hombre. Noah Atwater, al igual, o quizá más, que Trahern, no conocía el significado de la palabra «abandonar». Tenía que alejarse de aquella región, y rápido. Miró a Annie y sintió como si un mazo le golpeara el corazón.
Trahern tosió. Parecía confuso.
– ¿Tenéis whisky? No me vendría mal un trago.
– No. No tenemos -respondió Rafe, acercando aún más a Annie hacia sí.
– Podría darle algo de láudano -dijo ella intentando de nuevo liberar sus manos-. Rafe, suéltame. Sé que no hay mucho que pueda hacer, pero el láudano le ayudará a soportar el dolor.
– Ya no lo necesita, cariño -le explicó él con suavidad, atrayendo su cabeza contra su hombro.
Annie se apartó y fue entonces cuando vio el rostro de Trahern. Estaba totalmente inmóvil. Rafe alargó la mano y le cerró los ojos.
Annie estaba sentada sobre una roca, fuera de la cabaña. Rafe la había llevado hasta allí y la había hecho sentarse con delicadeza. Paralizada por la conmoción, se aferraba a la manta que la envolvía, incapaz de entrar en calor.
Había matado a un hombre. Repasaba mentalmente los acontecimientos una y otra vez, sabiendo que no había tenido opción, que había tenido que disparar. La bala había alcanzado su objetivo por pura casualidad, sin embargo, eso no le servía de excusa. Aunque hubiera sabido que el tiro mataría a Trahern, habría disparado igualmente para salvar a Rafe. Pero saberlo no cambiaba el hecho de que había roto el juramento hipocrático que gobernaba la vida de los médicos. Había traicionado sus propios valores quitando una vida en lugar de hacer todo lo que estuviera en su mano para salvarla. Y ser consciente de que volvería a hacerlo si se encontraba de nuevo en las mismas circunstancias, resultaba demoledor.
Rafe estaba reuniendo todas sus pertenencias de una forma rápida y eficiente. El suelo estaba demasiado helado para poder enterrar a Trahern, así que el cuerpo aún seguía en la cabaña y Annie se sentía incapaz de volver a entrar allí.
Entretanto, Rafe estaba considerando cuáles eran las opciones que se presentaban ante él Tenía las armas de Trahern y sus provisiones, y su propio caballo estaba bien alimentado y descansado, así que no necesitaría conseguir comida en un tiempo. Tenía que llevar a Annie a Silver Mesa; luego acortaría camino hacia el sur por el desierto de Arizona y se dirigiría a México. Eso no detendría a los cazarrecompensas, pero al menos conseguiría deshacerse de Atwater.
Annie… no, no podía permitirse a sí mismo pensar en Annie. Había sabido desde el principio que no dispondrían de mucho tiempo para estar juntos. La llevaría hasta su casa y su trabajo, y le dejaría continuar con su vida.
Sin embargo, estaba preocupado por ella. No había pronunciado ni una sola palabra desde que Trahern había muerto. Tenía el rostro pálido y sereno, y los ojos muy negros y abiertos debido a la conmoción. Rafe recordó la primera vez que había matado a un hombre, durante la guerra; había estado vomitando hasta que tuvo la garganta en carne viva y los músculos del estómago le dolieron por el esfuerzo. Annie, en cambio, no había vomitado, pero él se habría sentido mejor si lo hubiera hecho.
Rafe ensilló los caballos con eficiencia y se acercó a ella. Se sentó sobre sus talones y tomó sus frías manos entre las suyas para frotárselas y darle algo de su calor.
– Tenemos que irnos, pequeña. Al atardecer, ya habremos dejado atrás las montañas, y esta noche ya podrás dormir en tu cama.
Annie lo miró como si hubiera perdido la razón.
– No puedo volver a Silver Mesa -protestó. Esas eran las primeras palabras que decía en una hora.
– Por supuesto que puedes. Tienes que volver. Te sentirás mejor en cuanto llegues a casa.
– He matado a un hombre -adujo sin rodeos-. Si vuelvo me arrestarán.
– No, cariño. Escucha. -Rafe ya había pensado en eso. Seguramente, mucha gente sabría que Trahern le seguía la pista, y con Atwater siguiéndole de cerca, probablemente no pasaría mucho tiempo antes de que encontraran el cuerpo del cazarrecompensas en la cabaña-. Pensarán que lo hice yo. Nadie sabe que has estado conmigo, así que podemos seguir con el plan original.
Annie sacudió la cabeza.
– No permitiré que cargues con la culpa de algo que he hecho yo.
Rafe se quedó mirándola con incredulidad.
– ¿Qué?
– He dicho que no permitiré que te acusen de algo que no has hecho.
– Annie, cariño, ¿no lo entiendes? -Rafe le retiró un mechón de pelo de la cara-. Ya me buscan por asesinato. ¿Crees que lo de Trahern influirá en lo que me pase?
La joven lo miraba fijamente.
– Ya te han culpado de un crimen que no cometiste. No permitiré que cargues con el mío también.
– Maldita sea. -Rafe se puso en pie y se pasó una mano nerviosa por el pelo. No se le ocurría ninguna forma de hacerla entrar en razón. Debía estar todavía conmocionada, sin embargo, había tomado una decisión y no había nada que pudiera hacer para que cambiara de parecer. Rafe se obligó a considerar qué pasaría si ella llegaba a confesar. No era probable que la ahorcaran o la encarcelaran por matar a Trahern. Después de todo, era una mujer y una doctora respetada, y los representantes de la ley no tenían en muy alta estima a los cazarrecompensas. Pero, una vez que las circunstancias de la muerte de Trahern se hicieran públicas y que se supiera que Annie había pasado dos semanas en compañía de Rafe, sabía que la vida de la joven no valdría ni dos centavos. La mataría el mismo hombre que lo había hecho huir durante cuatro años. O mejor dicho, sus subordinados, ya que tenía el suficiente dinero como para no tener que ensuciarse las manos en los detalles, y mucho de ese dinero lo había ganado a costa de la sangre de otros hombres.
Tenía que llevarla con él.
La solución era tan sencilla como terrible. Rafe no sabía si Annie podría soportar una vida huyendo constantemente, pero de lo que sí estaba seguro era de que no viviría por mucho tiempo si la llevaba de vuelta a Silver Mesa. Malditos fueran sus valores. Annie no cambiaría de opinión y eso le costaría la vida; un precio que Rafe no estaba en absoluto dispuesto a pagar.
Pero, ¿qué supondría para ella tener que dejar todas las cosas por las que había tenido que trabajar tan duro? Ser médico significaba mucho para ella. Y era imposible que pudiera continuar con su vocación mientras estuviera con él.
Todo aquello eran lamentaciones inútiles, ya que no tenía elección. No permitiría que Annie corriera ningún riesgo, y eso era todo.
Quizá había sido la fiebre lo que lo había ofuscado cuando la sacó de su casa, o quizá podría haberse debido a su propia arrogancia. Sabía que era condenadamente bueno haciendo desaparecer su propio rastro. Había creído que estaba a salvo de Trahern y consideró seguro aprovecharse de los conocimientos médicos de Annie, disfrutar de su suave cuerpo y devolverla a Silver Mesa sin que nadie se diera cuenta. No había pensado en el azar, y ahora la joven estaba atrapada en la misma pesadilla en la que él vivía desde hacía cuatro años.
Lo único a su favor era que nadie sabía que estaban juntos. Atwater buscaba a un hombre solo, no a un hombre y a una mujer viajando juntos. Podría ser una buena tapadera.
Annie no lo había pensado, quizá porque todavía estaba demasiado aturdida por lo ocurrido, pero todo el mundo asumiría que él había matado a Trahern de todas maneras. Nadie sabía que la joven estaba con él, así que, ¿cómo iban a sospechar de ella? Estaría en peligro sólo si confesaba el crimen. Aunque eso no influía en su situación: Annie tenía que quedarse con él.
Sólo pensarlo le hacía sentirse mareado, y después de un momento, se dio cuenta de que se debía al alivio que sentía. Se había armado de valor para llevarla de vuelta a Silver Mesa, para decirle adiós y alejarse de ella. Pero ahora ya no tendría que hacerlo. Era suya.
Rafe volvió a agacharse frente a ella y sujetó su rostro entre sus fuertes manos, obligándola a dedicarle toda su atención. Los grandes ojos marrones de la joven parecían tan perdidos y desconcertados que no pudo evitar besarla intensa y profundamente. Y eso sí que atrajo su atención. Annie parpadeó e intentó apartarse de él, como si no comprendiera por qué Rafe estaba haciendo aquello cuando tenían cosas más importantes en las que pensar. Sólo para demostrar que era suya, y porque no podía tolerar que ella se alejara. Rafe volvió a besarla.
– No te llevaré de vuelta a Silver Mesa -le explicó-. Tendrás que quedarte conmigo.
Rafe no sabía si había esperado una discusión o no. Pero lo cierto es que no hubo ninguna. Annie se limitó a mirarlo durante un momento y luego asintió.
– De acuerdo. -La preocupación oscureció de pronto el rostro de la joven al darse cuenta de lo que significaría para Rafe llevarla con él -. Espero no retrasarte.
Lo haría, aunque no importaba. No podía dejarla atrás, simplemente no podía.
– Vamos. -Rafe la ayudó a levantarse-. Tenemos que irnos de aquí.
Annie subió a su caballo lo más rápido que pudo.
– ¿Por qué no nos llevamos el caballo de Trahern?
– Porque alguien podría reconocerlo.
– ¿Estará bien?
– Le he quitado la silla. Cuando esté lo bastante hambriento, tropezará a buscar hierba. Alguien lo encontrará o se volverá salvaje.
Annie miró la cabaña y pensó en Trahern muerto en su interior. Odiaba la idea de marcharse sin enterrarlo, pero aceptó que eso era imposible.
– Deja de pensar en ello -le ordenó Rafe-. No podías hacer nada, ni tampoco ahora puedes.
Era un consejo extremadamente pragmático y Annie sólo esperó ser lo bastante fuerte como para poder seguirlo.
La brillante luz del sol resultaba casi cegadora sobre la nieve, y el cielo era tan azul que la hacía sentir una terrible angustia en su interior. Un aroma fresco y dulce que parecía inundarlo todo anunciaba la explosión de nueva vida bajo la nieve cuando la primavera finalmente hiciera su aparición. Un hombre había muerto, sin embargo, el tiempo seguía avanzando. Dos semanas antes, un desconocido la había obligado a ir hasta las montañas en un viaje de pesadilla, haciendo que pasara miedo y frío, y presionándola hasta los límites de sus fuerzas y más allá. El invierno todavía envolvía entonces a la tierra en su crudo abrazo. Ahora estaba alejándose de esas mismas montañas con algo que podría ser pesar, siguiendo de buen grado al hombre que la había secuestrado, y esta vez estaba rodeada por una belleza tan salvaje e intensa que apenas podía asimilarla. En esas dos semanas, había curado a un fugitivo herido y se había enamorado de él. Se había convertido en la amante de ese hombre duro y alto con ojos glaciales, y para protegerlo, había matado a otro ser humano. Sólo habían pasado dos semanas, pero en ese periodo de tiempo, la tierra y su vida habían cambiado hasta volverse irreconocibles.
Rafe mantenía a los caballos sobre la nieve siempre que podía, lo que provocaba que avanzaran más despacio de lo necesario y que dejaran un rastro extremadamente visible. Annie empezó a hablar para indicárselo y entonces se dio cuenta de que la nieve se estaba derritiendo y destruiría cualquier rastro de su paso. Si alguien los seguía, tendría que localizar la cabaña y encontrar su rastro casi inmediatamente, o las huellas habrían desaparecido.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Annie cuando ya llevaban cabalgando un par de horas.
– A Silver Mesa.
Al escuchar aquello, la joven hizo detenerse bruscamente a su caballo.
– No -se negó, palideciendo-. Dijiste que podía quedarme contigo.
– No te retrases -la instó Rafe-. Te quedarás conmigo. No he dicho que te esté llevando de vuelta a Silver Mesa, he dicho que vamos a Silver Mesa.
– Pero, ¿por qué?
– Porque necesitas más ropa, en primer lugar. Normalmente no me arriesgaría. Pero tu casa está lo bastante alejada del resto de la ciudad como para que pueda entrar y salir sin ser visto.
Annie bajó la mirada hacia su falda y observó el gran agujero que se abría en el lateral. Había estado tan cerca de quemarse viva que sólo pensarlo la hizo estremecerse, y, sin embargo, en su momento, no había sido consciente del peligro.
– Quiero acompañarte.
– No.
Su voz tenía ese tono que indicaba que había tomado una decisión y que no iba a dejarse convencer, aunque ella lo intentó de todos modos.
– ¿Por qué si es probable que nadie nos vea?
– Por si acaso – respondió. Ya había pasado por alto una vez el azar, no lo volvería a hacer-. Si por casualidad alguien me ve, no quiero que nadie pueda relacionarte conmigo. Es por tu propia seguridad. Sólo dime qué necesitas y yo intentaré encontrarlo.
Annie pensó en todas las hierbas que cultivaba en macetas y supo que tendría que dejarlas allí. Todos sus libros, incluidos algunos de su padre, eran increíblemente valiosos para ella y quizá no pudiera reemplazarlos nunca, pero tampoco podría llevárselos consigo. Si acompañaba a Rafe, si veía sus pertenencias en aquel lugar que se había convertido en su bogar y se veía obligada a decidir qué cogía y qué dejaba atrás, sería mucho más doloroso para ella que si se limitaba a aceptar que las había perdido. Rafe cogería algo de ropa y ahí se acabaría todo. Al menos, todavía tenía su maletín médico, que era su posesión más preciada.
Incluso avanzando tan lentamente, llegaron a la base de las montañas mucho antes de que anocheciera. Rafe insistió en parar mientras todavía les protegieran los árboles y en esperar a que oscureciera. Annie agradeció el descanso. Los acontecimientos del día la habían dejado agotada y su mente todavía intentaba lidiar con las nuevas circunstancias de su vida. Nunca hubiera podido imaginar que su futuro estaría al lado de Rafe.
El crepúsculo tiñó el cielo de color púrpura, y, finalmente, las sombras de la noche cubrieron la tierra. Bajo los árboles, la oscuridad era casi total.
– Me voy ya -anunció Rafe en voz baja al tiempo que colocaba una manta por encima de los hombros de Annie-. No te muevas de aquí.
– No lo haré. -A la joven le preocupaba un poco tener que quedarse allí sola en la oscuridad, pero lo soportaría-. ¿Cuándo volverás?
– Depende de lo que me encuentre. -Rafe hizo una pausa-. Si no he vuelto por la mañana, da por hecho que me han atrapado,
A Annie se le encogió dolorosamente el corazón.
– ¡Entonces, no vayas!
Rafe se arrodilló y la besó.
– Creo que todo irá bien, pero siempre hay una posibilidad de que no sea así. Sólo por si acaso, si me cogen…
– No dejaré que te ahorquen por algo que he hecho yo -aseguró Annie con voz trémula.
Rafe le acarició la mejilla.
– No ahorcan a hombres muertos -sentenció antes de saltar sobre su caballo.
La joven escuchó el apagado ruido de los cascos hasta que se desvanecieron en el silencio. Exhausta, cerró los ojos pensando en las últimas palabras de Rafe. Si lo atrapaba un cazarrecompensas, no se molestaría en llevarlo a juicio y lo mataría de inmediato. Sólo si un representante de la ley lo cogía, habría una posibilidad de que viviera para ir a juicio. Y Annie sabía que él escogería una bala rápida antes que meses de cárcel que acabarían en una soga.
Se quedó observando la noche, incapaz de dormir a pesar de que los ojos le ardían. ¿Qué podría haber hecho para cambiar los acontecimientos de esa mañana? No se le ocurría nada, y aun así, seguía viendo los ojos abiertos y sin vida de Trahern. Era un cazarrecompensas que mataba a hombres por dinero, sin embargo, al final de su vida había demostrado piedad. Había sido educado con ella y había intentado tranquilizarla. Incluso, en la medida de lo posible, intentó asegurarse de que no resultara herida. ¿Lo hizo por principios o simplemente porque no sacaría ningún provecho de su muerte? Annie deseó que se hubiera portado brutalmente con ella. De esa forma, hubiera tenido menos remordimientos.
Trahern ni siquiera había disparado a Rafe cuando había tenido la oportunidad porque sabía que se estaba muriendo y, por tanto, no podría recoger la recompensa. Para él, simplemente había sido cuestión de dinero, nada más.
Las estrellas salieron y Annie las observó a través de los arboles, deseando ser capaz de saber qué hora era por su posición. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que Rafe se había ido. Pero daba igual. Si no estaba de vuelta por la mañana, ya no volvería.
Y si no volvía, ¿qué haría ella? ¿Regresar a Silver Mesa y retomar su vida dónde la había dejado? ¿Decir que había estado tratando a alguien que vivía muy lejos? Annie no creía que fuera capaz de volver a la ciudad e interpretar una farsa como ésa, sabiendo que Rafe estaba muerto.
Era plenamente consciente de que él podía marcharse, que podía no haber tenido ninguna intención de regresar a por ella; pero su corazón se negó a creer eso. Con ninguna prueba que lo confirmara, sólo el amor que sentía por él, Annie supo que Rafe no la abandonaría así. Le había dicho que volvería. Y mientras estuviera vivo, mantendría su palabra.
Le pareció que habían pasado horas y que el amanecer tendría que empezar a verse ya en el horizonte cuando oyó el sonido de un caballo que se acercaba a ella. Annie se puso de pie y casi se cayó, ya que había estado sentada durante tanto tiempo que sus piernas se habían quedado entumecidas. Rafe desmontó a toda prisa y la rodeó de inmediato con sus brazos.
– ¿Has tenido algún problema? -le preguntó preocupado, rozando su pelo con los labios-. ¿Ha habido algo que te haya asustado?
– No -balbuceó Annie, hundiendo su rostro contra su pecho e inhalando su maravilloso aroma masculino. Nada la había asustado, a excepción de la terrible posibilidad de no volver a verlo nunca. Lo único que deseaba en aquel momento era fundirse con él y no soltarlo nunca.
– He traído ropa limpia para ti, y algunas cosas más.
– ¿Como qué?
– Otra taza, por ejemplo. -Annie notó la diversión en su voz-. Y otro cazo. Jabón y cerillas. Cosas así.
– ¿Ninguna lámpara de aceite?
– Te diré una cosa. Si encontramos otra cabaña donde podamos quedarnos, te prometo que encontraré una lámpara de aceite pata ti.
– Te tomo la palabra -le advirtió Annie.
– Dormiremos aquí -dijo Rafe, soltándola un momento y extendiendo una manta sobre el suelo-. Cuando amanezca, nos dirigiremos hacia el sur.
Ahora tenían las mantas de Trahern, y estaban por debajo de la gota de nieve, así que Annie sabía que no pasarían frío. La cuestión era si podría dormir. La joven se acurrucó en su lado y usó su propio brazo como almohada, pero tan pronto como cerró los ojos, vio el cuerpo de Trahern y volvió a abrirlos enseguida.
Rafe se tumbó junto a ella, extendió las mantas con cuidado y puso una mano sobre el vientre de la joven.
– Annie -susurró con ese tono especial en su voz que le decía que la deseaba.
Ella se tensó de inmediato. Después de todo lo que había pasado ese día, no se veía capaz de hacer el amor.
– No puedo -le respondió, con voz entrecortada.
– ¿Por qué no?
– Hoy he matado a un hombre.
Después de un momento de silencio, Rafe se incorporó sobre su codo.
– Fue un accidente. Tú no pretendías matarlo.
– Eso no cambia nada para él.
Se produjo otro silencio.
– Si pudieras volver atrás, ¿dispararías?
– Sí, lo haría -susurró Annie-. Aunque supiera que iba a matarlo, tendría que disparar igualmente. En ese aspecto, no puede considerarse un accidente.
– He matado hombres durante la guerra o para evitar que ellos me mataran a mí. Y he aprendido a no preocuparme pensando en por qué decidieron perseguirme; lo hicieron, y pagaron las consecuencias. No puedo vivir lamentando que soy yo el que está vivo, en lugar de ellos.
Annie sabía eso. Su mente lo aceptaba. Sin embargo, su corazón estaba conmocionado y triste. La mano de Rafe se volvió más insistente, haciéndola volverse sobre su espalda.
– No -protestó Annie-. No estaría bien.
Rafe intentó ver su rostro en la oscuridad. Había sido consciente durante todo el día de su profundo pesar, y aunque no podía ponerse en su lugar hasta el punto de poder sentir su dolor, se había sentido preocupado porque ella estaba sufriendo. Había esperado que el hecho de verse obligados a actuar rápido evitara que le diera más vueltas a lo sucedido, pero al parecer, no había sido así.
Los médicos pasaban sus vidas tratando de ayudar a los demás. La vocación había sido incluso más fuerte en el caso de Annie porque había tenido que luchar sólo para tener la oportunidad de estudiar. Su dulce Annie ni siquiera había sido capaz de hacerle daño cuando ella misma había temido por su vida; sin embargo, había disparado sin dudarlo para protegerlo, y ahora su alma sufría por ello.
Ella no sabía cómo enfrentarse a lo que había hecho. Cuando él se había visto forzado a enfrentarse a la muerte, no había tenido el lujo de disponer de tiempo para reflexionar sobre ello en medio de la batalla. Cuando todo acabó, había vomitado y se había preguntado si podría hacer frente a otro amanecer. Pero el sol había vuelto a salir después de todo y tuvo que luchar en muchas más batallas. Había aprendido lo frágil que era la vida del ser humano, lo fácil que resultaba acabar con ella y lo poco que importaba.
Annie nunca sería capaz de aceptar eso. La vida era algo muy valioso para ella, y a Rafe le desgarraba las entrañas pensar que había matado para defenderlo. Estaba llena de remordimiento y él no podía dejarla así. No sabía qué otra cosa hacer aparte de negarse a dejarla sola con la muerte llenando sus pensamientos.
– Annie -musitó inclinándose sobre ella-. Nuestras vidas no acaban aquí.
Sus fuertes manos estaban debajo de su falda, abriendo su pololo y bajándoselo. Apenas un instante después, le levantó la falda y se colocó sobre ella. Su peso la mantenía recostada contra la manta y sus muslos obligaron a los suyos a abrirse.
Su penetración le dolió debido a que no estaba preparada para recibirlo, pero sus delicadas manos se aferraron a su poderosa espalda. Sus potentes embestidas la hacían balancearse sobre la manta y su calor la reconfortó, por dentro y por fuera. Annie contuvo la respiración en un sollozo, alegrándose de que él no se hubiera detenido. Rafe le estaba haciendo el amor porque sabía cómo se sentía, al igual que sabía que la celebración de la vida era el único consuelo cuando uno se había enfrentado al espectro de la muerte. Él no permitiría que se regodeara en la culpabilidad. Esto es la vida, le estaba diciendo. Con la fuerza de su cuerpo, la arrastraba lejos de la escena de muerte que veía una y otra vez en su mente.
Finalmente, Annie consiguió dormir, exhausta por las demandas de él y la explosiva reacción de su propio cuerpo. Rafe la abrazó y sintió cómo el cuerpo de la joven se relajaba; sólo entonces, se permitió a sí mismo dormir.