Rafe se levantó de la cama y Annie abrió los ojos con dificultad, sintiendo que necesitaba desesperadamente unas cuantas horas más de sueño. Después de todo, había pasado despierta la mayor parte de la noche.
– ¿Ya ha amanecido? -dijo con la esperanza de que no fuera así. Sin el calor del fuerte cuerpo masculino junto a ella, el frío se deslizó entre las mantas y la hizo estremecerse.
– Sí.
Annie se preguntó cómo podía él saberlo cuando el interior de la cabaña, con la puerta cerrada y las ventanas cubiertas, estaba oscuro como si fuera plena noche. La joven apenas podía distinguir el contorno de su silueta bajo el pálido resplandor de los rescoldos de la chimenea. Por un momento, se preguntó por qué había aún brasas encendidas. Entonces, los acontecimientos de la noche pasada acudieron a su mente y no sólo recordó por qué el fuego había sido reavivado durante la noche, sino también por qué no había dormido mucho. El alto cuerpo de Rafe estaba totalmente desnudo, al igual que el suyo. Annie se acurrucó en el lecho sintiendo la rigidez de sus muslos y una persistente molestia entre sus piernas. Rememoró todo lo que él le había hecho y la cegadora convulsión de sus sentidos, y deseó poder quedarse escondida bajo la manta durante el resto de su vida. ¿Cómo podría comportarse de una forma normal, cuando cada vez que lo mirara recordaría las intimidades que habían compartido esa noche? Él la había visto desnuda y le había mostrado su propio cuerpo; la había penetrado, había lamido su pecho y, Dios Santo, había puesto su boca sobre su parte más íntima de la forma más escandalosa posible. Annie no se creía capaz de mirarle a la cara.
Rafe añadió leña al fuego, y cuando las llamas se reavivaron, la joven pudo verlo con más claridad. Cerró apresuradamente los ojos, pero no antes de que la imagen de su musculoso y desnudo cuerpo quedara grabada en su mente.
– Vamos, pequeña, levántate.
– Enseguida. Ahora hace demasiado frío.
Escuchó cómo él se vestía y luego el silencio inundó la cabaña. Su piel se erizó a causa del frío y Annie se obligó a abrir los ojos.
Sorprendida, observó a Rafe sosteniendo su camisola frente al fuego para calentarla. Él le dio la vuelta a la prenda, volvió a colocarla cerca de las llamas para eliminar el frío de la tela y después la arrugó entre sus manos para mantener el calor mientras la metía bajo la manta. Sentir el tacto del cálido algodón contra su piel fue una sensación maravillosa. Confusa, Annie se quedó mirando a Rafe fijamente cuando le vio coger sus pololos para repetir aquella delicada gentileza.
La joven se puso la camisola sin destaparse, sin embargo, su mente ya no estaba centrada en la vergüenza de tener que mirarle a la cara, o incluso de estar desnuda frente a él. Rafe deslizó los pololos por debajo de la manta e, inmediatamente, cogió su blusa y la sostuvo frente a las llamas con expresión absorta. El corazón de Annie se aceleró dolorosamente y casi se echó a llorar mientras se ponía su ropa interior. Había conocido el terror en sus manos, pero él también había mostrado una tosca preocupación por su bienestar. La había poseído, le había hecho daño, pero luego la había cuidado y le había hecho sumergirse en un oscuro torbellino de pasión. Cuando le pidió que le hiciera el amor, creía estar medio enamorada de él; sin embargo, ahora sabía que sus sentimientos por Rafe iban mucho más allá. El cuidado que ponía en calentar su ropa la cogió desprevenida y cambió para siempre algo fundamental en su interior. Annie pudo sentir cómo se producía aquel cambio en lo más profundo de su alma y se quedó mirando a Rafe con ojos aturdidos y afligidos, reconociendo claramente lo que le estaba sucediendo. Lo amaba y su vida nunca volvería a ser la misma.
– Aquí tienes. -Rafe le acercó la blusa, la ayudó a ponérsela y luego le frotó los brazos y los hombros para que entrara en calor-. Voy a por un cubo de agua fresca mientras acabas de vestirte.
Sonriendo, le apartó el alborotado pelo de la cara con ternura antes de ponerse el abrigo y coger el cubo. Una gélida ráfaga de aire se coló en el interior de la cabaña cuando Rafe abrió la puerta y Annie se envolvió en la manta temblando. Nunca había sentido tanto frío. Si él no la hubiera detenido la noche anterior, ya estaría muerta, pensó estremeciéndose.
Terminó de vestirse y había empezado a desenredar con mucho cuidado su pelo cuando Rafe volvió a entrar acompañado por otra ráfaga de aire helado.
– ¿Está nevando? -preguntó Annie. No había mirado hacia el exterior ninguna de las dos veces que él había abierto la puerta, prefiriendo esconder su rostro del frío.
– Todavía no, pero hace un frío del demonio.
Sin más, Rafe se agachó y empezó a preparar café.
La joven se preguntó cómo se podía comportar con tanta naturalidad después de la noche que acababan de compartir. Entonces, sintió una punzada de dolor al darse cuenta de que Rafe le había hecho el amor a otras mujeres antes y de que la situación no era nueva para él, Haciendo un terrible esfuerzo, se obligó a sí misma a enfrentarse a la realidad de que el hecho de haberse acostado con ella no significaba que compartiera sus sentimientos.
De pronto, Rafe se volvió y la atrajo hacia sí abriendo su abrigo y envolviéndola en su calidez.
– No vuelvas a intentar escapar de mí nunca más -le advirtió con voz áspera y fiera.
Annie le rodeó la cintura con los brazos, poniendo atención en no apretar sus heridas.
– No -susurró ella contra su pecho.
Rafe le rozó el pelo con los labios. La idea de que la joven pudiera haberse perdido allí fuera con ese frío glacial, sin ni siquiera un abrigo, le hizo desear darle unos buenos azotes y al mismo tiempo, estrecharla con fuerza contra él. Dios, había estado tan cerca de perderla…
Annie le estaba pasando las manos con suavidad por la espalda, dejando un rastro de resplandeciente calor tras ellas. Su miembro palpitó en respuesta y, con una vaga incredulidad, Rafe se preguntó si su efecto sobre él se debilitaría o si su tacto siempre provocaría una inmediata reacción sexual en su cuerpo.
La acercó aún más a él y la meció con ternura entre sus brazos.
– ¿Estás bien?
Annie sabía a qué se refería y su rostro adquirió un fuerte tono rojo.
– Sí -contestó avergonzada.
Él le echó la cabeza hacia atrás, y sus claros ojos grises buscaron respuestas en las oscuras profundidades de los suyos.
– ¿No te duele?
Annie se ruborizó aún más.
– Un poco. Pero no tanto como esperaba. -Por supuesto, el hecho de que Rafe le hubiera aplicado la salvia de olmo resbaladiza había ayudado mucho a reducir la molestia. El recuerdo de cómo se la había aplicado hizo que se avergonzara aun más.
– Debería haberte examinado antes de que te vistieras. -Su voz se hizo más profunda-. ¿Necesitas que te aplique más salvia?
– ¡No!
– Yo creo que sí. Déjame ver.
– ¡Rafe! -gritó ella, con el rostro tan encendido que creyó que ardería en llamas.
Los labios de Rafe se curvaron en una sonrisa y sus ojos se entrecerraron ante la reacción de Annie a sus provocaciones.
– No te avergüences, cariño. Si no fuera porque me preocupaba que te doliera demasiado, hubiera estado encima de ti antes de que te despertaras esta mañana.
Sintiendo que el corazón latía desbocado contra su pecho, Annie levantó la mirada hacia él con los ojos abiertos de par en par. Durante la noche, Rafe había hecho que alcanzara cotas de placer inimaginables, pero se mostraba cautelosa con respecto a la penetración en sí. ¿Y si siempre era tan doloroso?
Rafe frunció el ceño al ver su expresión.
– Tú lo sabías -afirmó pausadamente-, anoche ya sabías que no sería la única vez.
Lo dijo en un tono de voz que afirmaba más que preguntaba. Annie se mordió el labio.
– Sí, lo sabía. -La dura realidad era que, si Rafe la deseaba, ella lo complacería y confiaría en que fuera cada vez más fácil. No había vuelta atrás y tampoco lo deseaba. Todavía estaba recuperándose de la conmoción que le había causado darse cuenta de que lo amaba, pero era plenamente consciente de que lo que sentía implicaba entregarse por entero a él.
Rafe inclinó la cabeza para besarla y su fuerte mano cubrió uno de sus senos en un movimiento posesivo que no reflejó la más mínima vacilación.
– Voy a encargarme de los caballos y a comprobar las trampas mientras tú preparas el desayuno. -Volvió a besarla antes de soltarla y después se dirigió a la puerta, poniéndose el sombrero.
– ¡Espera! -Annie se quedó mirándolo. A pesar de la manera en que había trabajado el día anterior y la forma en que le había hecho el amor, hacía tan sólo un par de días atrás, él había estado muy enfermo y la joven no estaba segura de querer que fuera a comprobar tas trampas solo.
Rafe se detuvo dirigiéndole una mirada interrogante, que hizo que Annie se pusiera nerviosa sin saber por qué.
– ¿No quieres una taza de café primero?
Él miró hacia el fuego.
– Todavía no está listo.
– Pero lo estará enseguida. Necesitas tomar algo caliente antes de volver a salir. Desayunemos primero y luego te acompañaré.
– Tu abrigo no es lo bastante grueso para permitirte estar ahí fuera durante tanto tiempo.
– De todas formas, desayuna primero.
– ¿Por qué? Puedo acabarlo todo para cuando tú hayas terminado de prepararlo.
– Porque no quiero que vayas solo a comprobar las trampas -respondió apresuradamente.
Rafe pareció sorprendido.
– ¿Por qué no?
Annie apoyó las manos sobre las caderas, enfadándose de pronto con él sin ninguna razón aparente.
– Hace tres días estabas hirviendo por la fiebre y apenas podías andar. ¡Por eso! No creo que estés lo bastante recuperado como para recorrer las montañas solo. ¿Qué pasaría si te cayeras, o te sintieras demasiado débil para regresar?
Rafe sonrió, la envolvió en sus brazos y la besó apasionadamente.
– Eso fue hace tres días. Ahora ya estoy bien -afirmó-. Tú me curaste.
Tras decir aquello, la soltó y salió de la cabaña antes de que ella pudiera detenerlo de nuevo. Seguramente, Annie no sabía lo cierta que era su afirmación. Sus conocimientos como doctora, junto a los emplastos y los brebajes de hierbas, los puntos y los vendajes, y su constante preocupación, habían ayudado, pero, realmente, lo había curado con la cálida energía que desprendía. Rafe había sentido cómo su extraño poder curativo recorría todo su cuerpo esa primera noche que habían tenido que dormir al raso. Él no lo comprendía, no sabía cómo preguntarle sobre ello, sin embargo, estaba convencido de que podría haberlo curado incluso sin todos aquellos conocimientos suyos.
Dio de comer y beber a los caballos y, sin perder de vista ni un momento las amenazantes y grises nubes, empezó a comprobar los cepos que había colocado. Un conejo había caído en el tercero, y, al verlo, Rafe se sintió inmensamente aliviado. Un buen estofado de carne alargaría bastante sus escasas provisiones. Estaba seguro que se acercaba una nevada; y si fuera muy intensa, se quedarían aislados durante varios días. Rafe se imaginó confinado en la cabaña con Annie y se descubrió sonriendo como un idiota. Si disponían de bastantes provisiones, no le importaría en absoluto.
Se ocupó del conejo y volvió a colocar el cepo, luego, apresuradamente, comprobó el resto de trampas, pero no encontró nada en ellas. Escogió un lugar alejado de la cabaña para preparar al animal, lo lavó en el arroyo y, finalmente, se limpió bien las manos. Imaginándose que el desayuno ya estaría listo, regresó impaciente al calor de la cabaña.
Annie se dio la vuelta preocupada cuando Rafe abrió la puerta, y su expresión se relajó visiblemente al comprobar que estaba bien.
– Oh, bien, traes un… un… -dijo al ver lo que llevaba en la mano.
– Un conejo.
Se quitó el abrigo y el sombrero, cogió agradecido la taza de café caliente que ella le ofreció y empezó a bebérsela mientras Annie cocinaba y servía su sencillo desayuno. Se sentaron en el suelo y él la atrajo hacia sí deslizándole la mano por la nuca para darle un intenso y ávido beso. Cuando la soltó, la joven estaba sonrosada y un poco nerviosa. Rafe se preguntó con ironía cómo había podido contenerse tanto tiempo, porque era totalmente incapaz de mantener sus manos alejadas de ella.
Una vez que desayunaron, limpiaron los pocos cacharros que tenían. Cuando Rafe fue a salir para traer más agua, se quedó parado con la puerta abierta a pesar del gélido aire y giró la cabeza hacia ella.
– Ven -la instó-, mira la nieve.
Encogiéndose y cruzándose de brazos para protegerse del frío, Annie avanzó hasta colocarse junto a él. Unos grandes copos blancos descendían formando remolinos sin hacer ruido y el bosque estaba tan silencioso como una catedral. En el breve tiempo que les había llevado desayunar, el suelo había quedado cubierto de blanco y la nieve seguía cayendo en una fantasmal danza. Rafe la rodeó con el brazo y ella apoyó la cabeza en su pecho.
– Tú sabías desde ayer por la mañana que iba a nevar -susurró Annie-. Por eso insististe en reunir tanta leña y en acomodar mejor a los caballos.
La joven sintió cómo los duros músculos de Rafe se tensaban.
– Sí.
– Estabas suficientemente recuperado y daba tiempo. Podrías haberme llevado de vuelta a Silver Mesa.
– Sí -respondió Rafe de nuevo.
– ¿Por qué no lo hiciste?
Él permaneció en silencio durante un momento mientras ambos observaban la copiosa nevada.
– No podía dejarte ir todavía -confesó finalmente. Luego, cogió el cubo y se dirigió al arroyo caminando a través de la nieve.
Ella cerró la puerta con rapidez y se quedó de pie junto al fuego, frotándose los brazos para calentárselos.
No podía dejarte ir todavía.
Annie se sintió triste y llena de alegría a la vez, pues, según sus palabras, todavía planeaba llevarla de vuelta a la ciudad y marcharse, tal y como ella había temido que sucediera. Nunca nadie la había considerado especial, excepto su padre, y él estaba predispuesto por naturaleza a hacerlo. Cuando se había mirado en el espejo, siempre había visto a una mujer más bien delgada con rasgos cansados pero agradables. Su tez y su color de pelo no llamaban la atención, aunque, a veces, se había sorprendido al descubrir que sus ojos podían parecer casi negros y dominaban su rostro. No obstante, estaba исцига de que nunca antes había despertado pasión en nadie.
Sin embargo, Rafe la había mirado con pasión desde el principio. Ella misma lo había sentido, aunque sabía tan poco sobre el tema que no había podido reconocer lo que era. Él, en cambio, sí había sido consciente y eso era lo que había hecho que sus ojos grises brillaran peligrosamente cada vez que la miraba. Rafe la había deseado desde el primer instante en que la vio, y la deseaba en ese momento con la misma avidez salvaje, a pesar de que se estuviera conteniendo por consideración a ella.
Cuando regresó del arroyo, Annie ya estaba troceando el conejo para preparar el estofado. Por precaución, Rafe ató una cuerda desde la cabaña hasta el cobertizo para poder encargarse de los animales en el caso de que se levantara una ventisca, y trajo más leña. Como el frío les impedía abrir las cubiertas que cerraban las ventanas, su única fuente de luz era el fuego. Debido a eso, y a que el duro clima hacía que en la cabaña hiciera más frío del habitual, Rafe hizo caso omiso a su usual cautela y mantuvo el fuego alto. Era prácticamente imposible que alguien hiciera frente a aquel tiempo para investigar una espiral de humo, aunque fuera visible a través de la cortina de nieve blanca.
Annie añadió patatas y cebollas al estofado. Luego, abrió su maletín y también puso una pizca de varias hierbas aromáticas. Siempre le había fascinado el hecho de que muchas hierbas que se usaban para cocinar, como la salvia, el romero y el estragón, también tuvieran propiedades curativas.
Mientras tanto, Rafe limpiaba cuidadosamente sus armas y comprobaba la munición junto a la luz del fuego, pero, realmente, nada se escapaba a su atención. Y se lo demostró cuando le preguntó:
– ¿Cómo has aprendido tanto sobre plantas? Dudo mucho que te lo hayan enseñado en la facultad de medicina.
– Bueno, no. Supongo que es cultura general. Las plantas se han usado para curar en Europa durante siglos. Pero algunas de esas plantas europeas no pueden encontrarse aquí, así que tuve que descubrir qué plantas americanas podían sustituirlas. La mejor forma de averiguarlo es hablando con campesinos ancianos, porque han tenido que aprender por sí solos y saben qué funciona y qué no.
– ¿Qué hizo que te interesaras tanto por ello?
La joven sonrió.
– A mí me interesa cualquier cosa que ayude a curar a la gente -se limitó a responder.
– ¿De dónde sacas las plantas?
– De campos, de jardines… -Annie se encogió de hombros-. Algunas las cultivo yo misma, como la menta, el romero y el tomillo. El llantén crece por todas partes, pero no lo encuentro por aquí. Lo que he traído conmigo es todo lo que me queda. El aloe parece funcionar de una forma muy similar al llantén, aunque sólo si está recién cortado. Tengo varias plantas de aloe en Silver Mesa.
Intentando concentrarse en hacer la comida, Annie puso a hervir a fuego lento el estofado y luego paseó la mirada por la oscura cabaña con ansiedad.
– No sé cuánto tiempo podré soportar el hecho de pasar todo el día en esta penumbra. Ahora ya sé por qué la gente paga una fortuna para que le envíen cristal hasta aquí.
– Tengo algunas velas -le recordó Rafe.
Annie suspiró.
– Pero, ¿qué pasará si nieva durante días? No creo que tengas tantas velas.
– No, sólo unas cuantas.
– Entonces, será mejor que las guardemos.
Rafe pensó en todos los métodos para suministrar luz que había conocido a lo largo de los años. Las lámparas de aceite eran lo mejor, desde luego, pero no tenían ninguna. También estaban las antorchas de madera impregnadas con alquitrán, aunque olían condenadamente mal. A él la penumbra no le molestaba; tenía nervios de acero y había aprendido a ser paciente y a sobrevivir en condiciones infrahumanas. Annie, sin embargo, probablemente no habría pasado ni un solo día de su vida sin ver la luz del sol, y era comprensible que eso le crispara los nervios.
Con cuidado, Rafe dejó las armas a un lado.
– Quizá -comentó, observándola con mucha atención-, necesitas descubrir algo en la oscuridad que te guste para saber apreciarla.
Annie iba a responder cuando vio que los grises ojos de Rafe brillaban con deseo bajo la luz del fuego. La joven tragó saliva y abrió aún más los ojos, pero él la tomó en sus brazos antes de que pudiera protestar y la depositó con cuidado sobre el camastro.
Annie se estremeció y lo miró con aire inseguro mientras él le pasaba un brazo por debajo de la cabeza y se inclinaba sobre ella para besarla.
– No te dolerá, pequeña -le dijo con ese grave y calmado acento sureño que Annie identificó como el tono que usaba en las situaciones más íntimas-. Ya lo verás.
Lo único que la joven pudo hacer fue confiar en él. Era incapaz de resistirse a la avalancha de sensaciones que se condensaban en su vientre. La noche anterior, Rafe le había mostrado todo el placer que su cuerpo era capaz de conocer, y sus besos hicieron surgir con fuerza el deseo de sentirlo de nuevo. Volvió a seducirla con ligeros roces de su boca que poco a poco fueron haciéndose más profundos, y con firmes caricias por encima de su ropa que pronto consiguieron que anhelara deshacerse de las barreras que había entre su piel y la suya. Pero él no la desnudó de forma apresurada, sino que fue quitándole despacio una prenda detrás de otra, alternándolas con sus pacientes besos y caricias. Cuando Rafe deslizó por fin la mano por debajo de su camisola y tomó posesión de uno de sus senos, Annie emitió un rápido y ronco suspiro de alivio.
Al escucharlo, él curvó sus duros labios formando una sonrisa, en un gesto de pura satisfacción masculina más que de diversión.
– Te gusta, ¿verdad?
Le bajó los tirantes de la camisola por los hombros y la prenda cayó mostrando su desnudez. Rafe pensó que nunca había visto unos pechos más firmes, tersos, redondos y orgullosamente erguidos. No eran grandes, pero llenaban sus manos a la perfección. Sus suaves y rosados pezones estaban inflamados por su contacto y Rafe los lamió sin prisa ignorando obstinadamente su potente erección, decidido a que ella obtuviera tanto placer como él.
Las manos de la joven tiraban de su camisa expresando su frustración y Rafe se detuvo el tiempo suficiente para sacarse la prenda por la cabeza.
El calor y el poder que desprendía su torso desnudo oprimían a Annie, y sus senos se tensaron bajo su contacto. Sintió que una llamarada de fuego la atravesaba y se movió impaciente contra su cuerpo en busca de alivio. Percatándose de pronto de que Rafe estaba soltando las cintas de sus pololos, Annie elevó las caderas para ayudarle a quitárselos y sus muslos se abrieron con ansiedad e impaciencia por sentir sus caricias.
Al principio, los largos dedos de Rafe fueron suaves al explorar los aterciopelados pliegues de su feminidad, no más que un ligero roce, pero pronto buscaron y se concentraron en el punto más sensible su cuerpo. La intensa y maravillosa tensión que había conocido la noche anterior se empezó a apoderar de nuevo de Annie, y no pudo evitar jadear.
Inclementes, los dedos de Rafe se deslizaron en la estrecha y húmeda abertura que daba acceso al interior de su cuerpo y ella gritó arqueando las caderas. Él la obligó a echar la cabeza hacia atrás con un beso tan intenso y profundo que magulló sus labios, y Annie se aferró a sus fuertes y desnudos hombros, moviéndose sensualmente contra él.
Reprimiendo una maldición al sentir la angustiosa excitación de la joven, Rafe se desabrochó los pantalones y se los quitó. Le abrió aún más las piernas y deslizó sus caderas entre ellas, apretando los dientes ante la oleada de calor que atravesó su miembro cuando la rozó . Annie se quedó quieta al instante, aterrada ante la idea de volver a sentir dolor. Con determinación, Rafe colocó la gruesa punta de su erección contra ella, sostuvo la cabeza de Annie entre sus manos e hizo que lo mirara a los ojos mientras, lenta e inexorablemente, se introducía en su interior.
La joven aspiró con fuerza y sus pupilas se dilataron hasta que sus ojos fueron enormes estanques negros. Vagamente, se dio cuenta de que no sentía el terrible dolor de la vez anterior, pero la sensación de que estaba siendo invadida, de que la estiraban por dentro resultaba devastadora. Su carne todavía estaba tierna y un poco dolorida, y las terminaciones nerviosas lanzaron una protesta cuando su duro miembro la forzó a abrirse. Su cuerpo intentó cerrarse a él en un vano esfuerzo por detener aquella intrusión y Rafe gruñó en voz alta, apoyando la frente sobre la suya.
Aún así, siguió empujando inexorablemente hasta que se hundió en ella por completo. Annie lo sintió muy adentro, rozando la entrada de su útero, y, de pronto, un placer salvaje la atravesó.
Rafe esperó unos segundos antes de retirarse con cuidado unos centímetros y volver a penetrarla de nuevo. Después repitió el mismo movimiento, despacio al principio, y luego con creciente velocidad y fuerza mientras sentía que los músculos internos de la joven se contraían en torno a él, resbaladizos y calientes.
Annie no podía soportar la vorágine de sensaciones que se acumulaban en su vientre y que amenazaban con arrastrarla a un lugar desconocido. Era demasiado aterrador. Intentó deslizarse hacia atrás alejándose de él, pero Rafe pasó las manos por debajo de sus hombros y la sujetó.
– No te resistas -le susurró rozándole la sien con su cálido aliento-. Es demasiado bueno para resistirse. ¿Te duele?
– No -consiguió jadear Annie, y habría sollozado de haber tenido el suficiente aire.
Las caderas de Rafe retrocedían y avanzaban sin piedad, llenándola por completo. Sus propias caderas se balanceaban hacia delante y hacia atrás sin que ella pudiera controlarlas, y, desesperada, empezó a forcejear.
– No pasa nada -la tranquilizó Rafe sujetándole los brazos-. Sólo déjate llevar.
Consciente del temor de Annie, movió su cuerpo sobre ella de forma que cada vez que la embistiera, la base de su miembro rozara contra el centro de placer de la joven.
– Elévate y pégate a mí, pequeña -le ordenó con un profundo gruñido.
Annie no lo hizo. No podía. Le parecía que estaba luchando por su vida intentando alejarse de él, empujando con fuerza las caderas contra la manta. La pasión que Rafe estaba despertando en ella era tan intensa que no se atrevía a dejar que explotara y sólo pudo emitir unos sollozos ahogados que le quemaban en la garganta.
Rafe sentía cómo le caían gotas de sudor y su rostro estaba tenso por el esfuerzo que le suponía controlarse. Sin clemencia, deslizó las manos por debajo de su trasero y metió los dedos en la suave hendidura para poder sostenerla con fuerza. Annie gritó asustada y sus caderas se elevaron de repente, tratando de evitar aquel sorprendente contacto. Pero era demasiado tarde. El fuego que consumía su vientre se extendió por todo su cuerpo y sintió cómo perdía la razón al tiempo que un oscuro torbellino la atrapaba y la lanzaba a un universo en el que sólo existía el placer. Rafe siguió cogiéndola del trasero haciéndola subir y bajar al ritmo de sus embestidas, hasta que sus roncos gruñidos se fundieron con los gritos de la joven y su enorme cuerpo se convulsionó con violencia expulsando su semilla.
Después, Rafe le levantó la cabeza y la besó largamente, como si no pudiera saciarse de ella, como si le resultase imposible alejarse de su lado.
De pronto, Annie sintió que lágrimas incontenibles se filtraban por debajo de sus pestañas. No sabía por qué lloraba. Quizá fuera por el agotamiento, o tal vez se tratara de una reacción natural por haber sobrevivido a una increíble convulsión de sus sentidos que la había sacudido hasta lo más profundo de su ser. Pero, ¿por qué no muerto? ¿Por qué su corazón no se había hecho añicos a causa de la tensión que había soportado? ¿Por qué el fuego que había consumido sus entrañas no había hecho hervir la sangre que corría por sus venas? Le extrañaba que todo aquello no hubiera sucedido, como si la fuerza de lo que Rafe le había hecho sentir debiera haberla reducido a cenizas entre sus brazos. La promesa del placer no era una quimera después de todo, sino un arma poderosa que los unía íntimamente con cadenas que ella nunca sería capaz de romper.
Rafe le secó las lágrimas con los pulgares.
– Mírame, pequeña -le pidió-. Abre los ojos.
Annie le obedeció, mirándolo a través de un brillante y húmedo velo.
– ¿He vuelto a hacerte daño? -le preguntó él con ternura-. ¿Es por eso por lo que lloras?
– No -consiguió susurrar la joven-. No me has hecho daño. Es sólo que… ha sido tan intenso… No sé cómo he conseguido sobrevivir.
Rafe apoyó la frente sobre la suya.
– Lo sé -murmuró. Lo que ocurría cada vez que la tocaba iba mucho más allá de su propia experiencia y escapaba completamente a su férreo autocontrol.