– ¿Adónde vamos? -preguntó Annie cuando pararon a mediodía para comer y dejar descansar a los caballos.
– A México. Así conseguiré quitarme de encima a Atwater.
– Pero no a los cazarrecompensas.
Rafe se encogió de hombros.
– Trahern dijo que se ofrecen diez mil dólares por tu cabeza.
Al oír aquello, Rafe alzó las cejas y emitió un silbido. Parecía ligeramente complacido. Annie nunca había golpeado a nadie en su vida, pero estuvo muy tentada de abofetearlo. ¡Hombres!
– Mi precio ha subido -comentó-. La última vez que tuve noticias eran seis mil.
– ¿A quién se supone que mataste? -preguntó Annie perpleja-. ¿Quién era tan importante?
– Tench Tilghman. -Rafe hizo una pausa, con los ojos fijos en el horizonte. En su mente, veía la cara joven y seria de Tench.
– Nunca he oído hablar de él.
– No, supongo que no. No era nadie importante.
– Entonces, ¿por qué se ofrece una recompensa tan alta por ti? ¿Su familia era rica? ¿Es eso?
– No se trata de la familia de Tench -murmuró Rafe-. Él sólo fue una excusa. Si no me hubieran acusado de su muerte, habrían hecho que cargara con el asesinato de otro. Aquí de lo que se trata es de matarme, no de hacer justicia. Esto no tiene nada que ver con la justicia.
Annie insistió.
– No quisiste contármelo antes porque decías que sería peligroso para mí. Pero, ¿qué importa ahora? No puedo volver a Silver Mesa y fingir que nunca he oído hablar de ti.
Ella tenía razón. Rafe la miró, sentada tan derecha como si estuviera en un salón de té del Este, con la blusa abotonada hasta arriba, y sintió un agudo dolor en su interior. ¿Qué le había hecho? La había arrancado de la vida que ella se había forjado por sí sola y ahora tenía que huir de la ley con él. Pero no podría haberla dejado atrás porque habría confesado la muerte de Trahern, y entonces, los hombres que lo seguían habrían imaginado que Annie seguramente lo conocía y la habrían matado para no correr riesgos. Quizá ya hora de que supiera quién estaba detrás de los cazarrecompensas y los representantes de la ley que le perseguían. Era justo que supiera a qué se enfrentaban.
– Sí. Creo que ahora tienes derecho a saberlo.
Annie le dirigió una mirada llena de determinación.
– Sí, yo diría que sí.
Rafe se levantó y miró al horizonte, tomándose su tiempo. Los árboles y las rocas los ocultaban eficazmente, y lo único que se movía eran algunos pájaros que revoloteaban por encima de sus cabezas, perfilados contra el cielo color cobalto. Las montañas coronadas de blanco se erigían a lo lejos.
– Conocí a Tench durante la guerra. Nació en Maryland y tenía unos pocos años menos que yo. Era un buen hombre. Sensato.
Annie esperó mientras observaba cómo Rafe intentaba decidir explicar la historia.
– Cuando Richmond cayó, el presidente Davis trasladó el gobierno a Greensboro, junto con el tesoro. El mismo día en que asesinaron a Lincoln, el presidente Davis, en una caravana de carromatos, burló a las patrullas yanquis y se dirigió al sur, haciendo que la caravana que transportaba el tesoro siguiera una ruta diferente.
De repente, Annie abrió los ojos de par en par.
– ¿Estás hablando del tesoro de la Confederación desaparecido? -preguntó con voz entrecortada por la emoción-. Rafe, ¿todo esto tiene que ver con ese oro? ¿Sabes dónde está?
– No. Aunque en cierto modo, sí.
– ¿Qué quieres decir con «en cierto modo»? -Su voz se convirtió en un susurro ahogado-. ¿Sabes o no sabes dónde está el oro?
– No -respondió él secamente.
Annie exhaló un débil suspiro. No sabría decir si se sentía aliviada o decepcionada. Todos los periódicos habían hablado sobre el misterio del tesoro confederado. Algunos decían que el presidente confederado lo podría haber escondido, mientras que otros afirmaban que las tropas que quedaban del ejército del Sur se lo habían llevado a México en un esfuerzo de reclutar y adiestrar a más soldados. Algunos sureños habían acusado incluso a las tropas yanquis de haberlo robado. Annie había leído una teoría tras otra, pero todas ellas le habían parecido simples suposiciones. Seis años después de que la guerra hubiera acabado, el oro confederado continuaba desaparecido.
Rafe seguía mirando fijamente hacia el horizonte con una expresión dura y amarga.
– Tench formaba parte de la escolta del presidente Davis. Me contó que habían ido a Washington, Georgia, y que el dinero estaba en Abbeville, no muy lejos. Poco después, los carromatos que transportaban el tesoro se reunieron con los del presidente Davis, quien ordenó que parte del dinero, unos cien mil dólares en plata, se usara para pagar los atrasos a las tropas de la caballería. Aproximadamente la mitad del tesoro fue enviado de vuelta a Richmond, a los bancos, y el presidente se quedó con el resto para escapar y establecer un nuevo gobierno.
Annie se quedó atónita.
– ¿Qué quieres decir con que se envió de vuelta a Richmond? ¿Estás diciendo que los bancos han tenido el oro durante todo este tiempo y han callado esa información?
– No, nunca llegó a Richmond. La caravana fue asaltada a unos veinte kilómetros de Washington, en Georgia, seguramente por gente de la zona. Olvídate del oro. No tiene importancia.
Annie nunca había oído a nadie describir una fortuna perdida como algo «sin importancia», pero la expresión de Rafe resultaba inescrutable y no le hizo más preguntas sobre ello.
– El presidente Davis y su escolta, junto al resto del tesoro, se dividieron en Sandersville, Georgia. El carromato del tesoro les hacía ir demasiado despacio, así que el presidente y su grupo se adelantaron, intentando llegar a Texas. Tench formaba parte del grupo que se quedó con el carromato del tesoro, y se dirigieron hacia Florida para evitar ser capturados. Se suponía que tenían que reunirse con el presidente Davis en un lugar determinado cuando fuera más seguro. No sólo transportaban dinero. También llevaban documentos del gobierno y algunas pertenencias personales del presidente.
Rafe hizo una pausa y entonces Annie se percató de que no la había mirado ni una sola vez desde que había empezado a hablar.
– Se encontraban cerca de Gainesville, Florida, cuando se enteraron de que el presidente había sido capturado. Como no tenía sentido que continuaran adelante, no supieron qué hacer con el dinero, hasta que, finalmente, decidieron dividirlo a partes iguales entre ellos. No era una gran fortuna, unos dos mil dólares por cabeza, pero dos mil dólares era mucho dinero después de la guerra. Tench, sin saber cómo, se quedó con los papeles del gobierno y los documentos personales del presidente Davis, además de con su parte del dinero. -Hizo una nueva pausa y respiró hondo-. Tench supuso que lo detendrían y lo registrarían, de hecho, eso era lo que hacían los yanquis a todos los soldados confederados que se encontraban, así que enterró el dinero y los papeles, pensando que podría volver a recuperarlos.
– ¿Lo hizo?
Rafe negó con la cabeza.
– Me encontré con Tench en el 67, en Nueva York, por casualidad. Había ido para asistir a una especie de convención. Yo estaba allí con… bueno, la razón por la que yo estaba allí no importa.
Con una mujer, pensó Annie, sintiendo que la invadía una oleada de furiosos celos. Contrariada, le miró con los ojos entrecerrados. Aunque no sirvió de nada, ya que él seguía con la vista fija en el horizonte.
– Tench se encontró allí con otro amigo, Billy Stone. Los tres fuimos a un club y bebimos demasiado hablando sobre los viejos tiempos. Otro hombre, Parker Winslow, se unió a nosotros. Trabajaba para el comodoro Cornelius Vanderbilt, y Billy Stone pareció impresionado por él, así que nos lo presentó y le invitó a beber.
Paró de hablar un momento y después continuó.
– Nos emborrachamos y empezamos a hablar de la guerra. Tench les dijo que yo había luchado con Mosby y me hicieron muchas preguntas. No les conté demasiado; de todos modos, la mayoría de la gente no creería lo que llegamos a hacer. Tench les habló sobre lo que había pasado con su parte del tesoro, cómo la había enterrado junto a documentos personales del presidente Davis y que no había vuelto a recogerla todavía. Comentó que pensaba que ya era hora de regresar a Florida. Winslow le preguntó cuantas personas conocían la existencia del dinero y los documentos, y si alguien más sabía dónde estaban enterrados. Como ya he dicho, Tench estaba borracho; me echó un brazo por el hombro y dijo que su viejo amigo McCay era la única persona que sabía dónde había enterrado su parte del tesoro. Yo también estaba borracho, así que no me importó que él pensara que me lo había dicho y le seguí la corriente.
Hizo una nueva pausa antes de seguir hablando, como si le doliese hablar de lo ocurrido.
– Al día siguiente, ya sobrio, Tench se preocupó al pensar que, tal vez, había hablado demasiado. Un hombre inteligente no deja que mucha gente sepa que tiene dinero enterrado en algún lugar, y ese tal Parker Winslow era un desconocido. Por alguna razón, aquello le preocupó. Como les había dicho a los otros dos que yo sabía dónde estaba el dinero y los documentos, dibujó un mapa donde me indicó el lugar en el que los había enterrado y me lo dio. Tres días después estaba muerto.
Annie ya se había olvidado de su ataque de celos.
– ¿Muerto? -repitió ella-. ¿Qué le pasó?
– Creo que lo envenenaron -contestó Rafe con aire cansado-. Tú eres médico. ¿Qué podría matar a un hombre joven y sano en cuestión de minutos?
Annie reflexionó un momento antes de contestar.
– Hay muchos venenos que podrían hacerlo. El ácido prúsico puede matar en tan sólo quince minutos. El arsénico, la dedalera, el veneno de leopardo, la belladona; todos ellos pueden matar igual de rápido si se administra la cantidad suficiente. He oído que hay un veneno en Sudamérica que mata al instante. Pero, ¿por qué crees que lo envenenaron? La gente, a veces, enferma y muere.
– No sé a ciencia cierta si fue envenenado; sólo lo creo. Ya estaba muerto cuando yo lo encontré. No volví a mi habitación del hotel la noche anterior…
– ¿Por qué? -le interrumpió Annie mirándolo de nuevo contrariada.
Algo en su voz llamó la atención de Rafe. Volvió la cabeza y, al ver su expresión, pareció desconcertado y avergonzado por un momento, pero enseguida se aclaró la garganta y respondió:
– Eso no importa. Fui a la habitación de Tench y lo encontré muerto. Algo no me cuadró, o quizá sospeché porque la noche anterior lo había visto muy preocupado. La cuestión es que me fui tu habitación. Parker Winslow estaba en el vestíbulo del hotel cuando yo bajé. Él vivía en Nueva York, así que yo sabía que no se hospedaba allí. Él también me vio, aunque no me dijo nada. Regresé a mi propio hotel y me dio la impresión de que alguien había estado allí, sin embargo, no faltaba nada.
– Entonces, ¿cómo sabes que alguien había estado en tu i habitación?
Rafe se encogió de hombros.
– Porque algunas cosas no estaban exactamente como yo las había dejado, empecé a hacer el equipaje apresuradamente, y antes de que pudiera acabar, ya había un par de agentes de la ley golpeando mi puerta. Salí por la ventana con lo que pude. A la mañana siguiente, leí en un periódico que se me buscaba por haber matado a tiros a Tench F. Tilghman. Tench no tenía ninguna herida de bala cuando yo lo vi.
– ¿Por qué dispararía alguien a un hombre muerto? -inquirió Annie desconcertada.
Rafe la miró. Sus ojos eran fríos.
– ¿Sospecharías que un hombre ha muerto envenenado si le hubieran volado la cabeza de un disparo?
Annie entendió de pronto su razonamiento.
– Para envenenar a alguien se requiere tener ciertos conocimientos -reflexionó en voz alta-. No todo el mundo sabe qué usar o qué cantidad.
– Exacto. Un médico, sí podría. -Rafe volvió a encogerse de hombros-. Yo no tengo ninguna formación médica, así que si se descubría que Tench había muerto envenenado, yo no sería el sospechoso más lógico. Supongo que alguien entró en mi habitación para matarme a mí también y no me encontró. Luego Parker Winslow me vio en el hotel, y debieron pensar que implicarme en la muerte de Tench sería una buena idea, así que alguien lo arregló todo para que pareciera que lo habían matado de un disparo. El intento de asesinarme no había funcionado, pero una condena por asesinato me llevaría a la horca. No es probable que yo envenenara a alguien, pero soy condenadamente bueno con un revólver. De esa forma, creyeron que atarían los cabos sueltos.
– ¿Por qué tomarse tantas molestias por dos mil dólares? No suponen una gran fortuna y están enterrados en algún lugar de Florida. No es lo mismo que robar a alguien que lleva esa misma cantidad encima.
– Eso fue lo que pensé. Así que fui a Florida para ver exactamente qué había enterrado Tench. Las estaciones de tren estaban vigiladas y tuve que ir a caballo, pero yo jugaba con la ventaja de que sabía adónde me dirigía. Ellos sólo sabían en qué región podía estar.
– No era por el dinero, ¿verdad? -dijo ella lentamente. Los glaciales ojos grises de Rafe se encontraron con los de Annie, esperando-. Era por los documentos.
Rafe asintió. Parecía muy lejos de ella, como si su mente hubiera retrocedido cuatro años en el tiempo.
– En efecto, fue por los documentos.
– ¿Encontraste el lugar donde Tench lo había enterrado todo?
– Sí. Estaba envuelto en lona.
Annie esperó sin decir nada.
– Los documentos del gobierno… -continuó Rafe pausadamente, volviendo a mirar al horizonte-…probaban el apoyo financiero de Vanderbilt a la Confederación.
Annie se quedó paralizada. Eso significaba que el comodoro Vanderbilt, uno de los hombres más ricos de la nación, era un traidor.
– Los ferrocarriles son la columna vertebral de un ejército -siguió diciendo Rafe, todavía en ese tono calmado y distante-. Cuanto más durara la guerra, más beneficios obtendrían los ferrocarriles y más importantes serían. Vanderbilt amasó su fortuna en esa época. Los documentos personales del presidente Davis incluían un diario en el que especulaba sobre los motivos de Vanderbilt para financiar al ejército confederado y los resultados de prolongar una guerra que estaba seguro de perder.
– Vanderbilt conocía la existencia de esa documentación -susurró Annie.
– Por supuesto. Ningún gobierno destruiría ese tipo de evidencias sabiendo que podrían usarse más tarde, independientemente de cómo acabara la guerra. El propio Vanderbilt tampoco lo haría,
– Debió de pensar que la documentación había desaparecido durante la huida del señor Davis, o que el propio Davis la había destruido.
– Cuando capturaron al presidente Davis, fue… -Rafe hizo una pausa y frunció el ceño mientras buscaba las palabras adecuadas-…sometido a tortura, una tortura física y mental. Quizá lo hicieron para descubrir si el presidente sabía dónde estaban los documentos, o quizá no. Si Davis los hubiera tenido en su poder, probablemente los hubiera usado para hacer que lo sacaran de la cárcel. Como eso nunca ocurrió, Vanderbilt debió de asumir que se habían perdido para siempre.
– Hasta que Tench mencionó los documentos delante del señor Winslow, que era un empleado de Vanderbilt.
– Y alguien que, evidentemente, conocía la importancia de los documentos.
– Alguien que podría haber participado también en la traición al estar implicado.
– Sí.
Annie miró a su alrededor, contemplando aquel glorioso día de primavera. Los caballos pastaban con satisfacción la nueva y tierna hierba, y el mundo parecía renovado. Una sensación de irrealidad la sacudió.
– ¿Qué hiciste con lo que encontraste?
– Envié el dinero a la familia de Tench, de forma anónima, y guardé los documentos en una caja fuerte en Nueva Orleáns.
Annie se puso en pie de un salto.
– ¿Por qué no usaste esos documentos para limpiar tu nombre? -gritó, repentinamente furiosa-. ¿Por qué no se los enviaste al gobierno para que Vanderbilt fuera castigado? Dios mío, las vidas que se perdieron por su…
– Lo sé. -Rafe se volvió hacia ella y Annie se quedó muda ante la sombría expresión de su rostro-. Mi hermano murió en Cold Harbor en junio del 64, y mi padre en marzo del 65, defendiendo Richmond.
No había forma de saber cuánto habría durado la guerra sin la ayuda de Vanderbilt. Quizá la batalla de Cold Harbor hubiera tenido lugar igualmente, pero era casi seguro que el conflicto no se habría alargado hasta abril del 65, por lo que, sin la intervención de Vanderbilt, el padre de Rafe aún estaría vivo.
– Mayor razón para hacérselo pagar -dijo Annie finalmente.
– Al principio, la furia me cegó y no fui capaz de pensar. Me habían seguido el rastro hasta Florida y no les llevaba mucha ventaja. Guardé los documentos en la caja fuerte de un banco bajo un nombre falso y he estado huyendo desde entonces.
– Por Dios Santo, ¿por qué? ¿Por qué no los has usado para limpiar tu nombre?
– Porque no serviría de nada. Me buscan por el asesinato de Tench y no puedo probar que lo mataron a causa de esos documentos.
– Pero es evidente que Vanderbilt está detrás de todo esto. Es él quien ha puesto un precio tan alto a tu cabeza. Puedes usar esos documentos para obligarle a retirar la recompensa y… y para hacer que use sus influencias para que se anulen los cargos por asesinato.
– Lo sé. Traté de chantajearlo un par de veces y me di cuenta de que para hacerlo necesitaba ayuda. Me han perseguido sin descanso desde entonces y no he podido regresar a Nueva Orleáns. En cuanto a la gente con quien hablé… -dijo despacio-…los mataron a todos.
– Así que dejaste de intentarlo. -Annie se quedó mirándolo con los ojos llenos de lágrimas no derramadas. Le dolía el pecho. Rafe se había visto forzado a huir y ocultarse como un animal salvaje durante cuatro años. No sólo había cazarrecompensas y representantes de la ley tras él; Vanderbilt debía de tener un ejército privado buscándolo también, quizá usando a los cazarrecompensas y siguiéndoles muy de cerca para eliminar a cualquiera con el que Rafe hubiera podido hablar. Era lo más horrible a lo que se hubiera enfrentado nunca. Annie no sabía cómo Rafe había podido sobrevivir. Sí. Sí lo sabía. A muchos hombres los hubieran atrapado y matado hacía mucho tiempo, pero Rafe había sido uno de los rangers de Mosby, lo habían adiestrado para ser sigiloso y saber evadirse. Era duro, inteligente y frío.
Y así se lo demostró en ese momento cuando se volvió y dijo, sin rastro de emoción:
– Tenemos que ponernos en marcha.
El ritmo que marcó era el más rápido que podían llevar sin dejar rastros. Rafe quería poner distancia entre ellos y Silver Mesa, donde era posible que cualquiera que los viera reconociera a Annie. Podría haber viajado más rápido si hubiera estado solo, ya que tenía que vigilar con atención tanto a Annie como a su montura, debido a que ninguna de las dos estaba acostumbrada a largas horas de viaje. Su caballo era fuerte y musculoso gracias a los años de entrenamiento, sin embargo, el de la joven sólo había sido usado de forma ocasional y llevaría tiempo aumentar su resistencia.
Le habría gustado saber a qué distancia estaba Atwater, y si le buscaban más hombres en aquella región. Trahern era demasiado conocido para que su presencia pasara desapercibida, y Rafe estaba seguro de que algunos cazarrecompensas se habrían congregado a su alrededor con la esperanza de conseguir la tan ansiada presa. Annie y él tendrían que evitar encontrarse con nadie en el camino durante varios días.
Rafe intentó inútilmente hacer a un lado sus oscuros pensamientos sobre el pasado. Hacía años que no había hablado con nadie sobre Tench y los documentos confederados, y que se permitía a sí mismo pensar tanto en ello. Toda su atención había estado centrada en mantenerse con vida, no en darle vueltas a los acontecimientos que lo habían convertido en un fugitivo. Le sorprendió un poco la intensidad de la sensación de haber sido traicionado que todavía persistía en su interior. Se había encontrado varias veces con Jefferson Davis en Richmond y le había impresionado, como a casi todo el que lo había conocido en persona, por esa combinación de inteligencia e integridad que le hacía parecer de otro mundo. Rafe no había creído en la esclavitud y, de hecho, su familia nunca había tenido esclavos. En realidad, se alistó en el ejército para que su hogar, en Virginia, estuviera a salvo. Pero Davis le hizo sentirse como los revolucionarios americanos debieron sentirse un siglo atrás, cuando se liberaron del yugo inglés. El hecho de saber que Davis había renunciado a la causa, dándola por perdida, y, aun así, había aceptado dinero para continuar la guerra permitiendo que un hombre rico se hiciera todavía más rico, le hacía sentirse doblemente traicionado.
¿Cuántas personas habían muerto durante el último año de guerra? Miles, incluidas las dos personas que más habían significado para él, su padre y su hermano. Era algo más que una traición, era un asesinato.
Las preguntas que Annie le había formulado intentando comprender todas las repercusiones de su historia, habían hecho que lo recordara todo de nuevo. Al principio, él mismo había examinado compulsivamente cada detalle, cada posibilidad, en un esfuerzo por encontrar alguna forma de detener a Vanderbilt. Sin embargo, no había sido capaz de encontrar ninguna.
Si devolvía los documentos a las autoridades, Vanderbilt sería arrestado, o quizá no, porque era un hombre inmensamente rico. Pero con ello no conseguiría que retiraran los cargos de asesinato que pendían sobre él. Estaba seguro de que, tarde o temprano, conseguiría vengarse. No obstante, antes tendría que conseguir que lo declararan inocente. La venganza no le serviría de nada a un hombre muerto.
Annie también había pensado en la táctica del chantaje. Cuando él pensó en ello por primera vez, cuatro años antes, le pareció algo sencillo y escribió una carta a Vanderbilt amenazándole con enviar los documentos al presidente si no se retiraban los cargos por asesinato. El primer problema con el que se encontró fue que, obviamente, no pudo decirle a Vanderbilt cómo ponerse en contacto con él, ya que no habría sobrevivido para conocer su respuesta. El segundo problema era que Vanderbilt parecía haber ignorado la amenaza y continuaba esforzándose al máximo por conseguir que Rafe muriera. Era difícil chantajear a alguien que pensaba que podía matarlo sin ceder a sus demandas.
Ahí fue cuando empezó a acudir a otras personas para que le ayudaran a llevar a cabo su plan. Aunque después de que mataran a dos buenos amigos suyos, Rafe dejó de intentarlo. Al parecer, Vanderbilt no se detendría ante nada. Pero ahora las cosas habían cambiado. Tenía que pensar en Annie. Si existía alguna posibilidad de que pudieran vivir en paz, estaba dispuesto a intentarlo de nuevo, si es que podían encontrar a alguien en quien poder confiar y que tuviera los medios para ejecutar la amenaza. Tenía que ser alguien cuyo asesinato no pudiera pasarse por alto con facilidad, alguien con autoridad. El problema es que no muchos fugitivos conocían a gente así.
Rafe miró a Annie, que se mantenía obstinadamente erguida a pesar de su evidente fatiga, y le golpeó la realidad de que todas sus decisiones la afectarían de ahora en adelante. Haría lo que fuera para ella continuara a salvo.
Poco antes de la puesta de sol, decidió parar e hizo un pequeño fuego del que apenas salía humo. Después de haber comido, apagó el fuego y destruyó cualquier rastro de su presencia. Recorrieron un par de kilómetros más bajo la luz del crepúsculo que se desvanecía con rapidez y por fin se detuvieron para pasar la noche. Rafe calculó que todavía estaban demasiado cerca de Silver Mesa para poder relajarse, así que se deslizaron entre las mantas completamente vestidos. Ni siquiera se quitó las botas, ni Annie los botines. Rafe suspiró recordando las noches en la cabaña cuando habían dormido desnudos.
Adormilada, Annie se dio la vuelta en sus brazos, pasando los brazos alrededor de su musculoso cuello.
– ¿A qué lugar de México vamos? -le preguntó.
Rafe también había estado pensando en aquella compleja cuestión.
– A Juárez, quizá -respondió.
Llegar hasta allí sería un problema. Tendrían que atravesar el desierto y el territorio de los apaches para llegar. Por otro lado, eso haría que cualquiera que los persiguiera se lo pensara dos veces antes de seguir adelante.