El campamento todavía estaba en silencio cuando regresaron, pero se trataba de un silencio diferente. Más apacible, como si la crisis ya hubiera pasado. Annie entró en la tienda que pertenecía a los padres del bebé y encontró a la joven apache sentada, sosteniendo a la niña en su regazo y cantándole con voz suave mientras hacía que la inquieta criatura bebiera algo del té de corteza de álamo temblón. La niña todavía tenía fiebre y manchas, pero incluso con una mirada rápida, Annie supo que la pequeña viviría. Examinó a la madre y sonrió satisfecha al comprobar que podría levantarse en un día más. El padre del bebé, el apache con la cara redondeada, también estaba despierto y sin fiebre, aunque todavía muy débil. Sin mostrar ningún temor, la pareja se quedó mirando a Annie y al enorme hombre blanco que permanecía tras ella como un fiero ángel guardián. De pronto, el guerrero dijo algo débilmente y señaló a la niña con la mano. Incluso sin conocer el idioma, Annie estaba segura de que estaba dándoles las gracias.
Salió la primera de la tienda y entonces vio asombrada que un hombre blanco los esperaba a unos cinco metros de distancia con un revólver en las manos. La joven se tensó al instante y la sangre abandonó su rostro dejándolo mortalmente pálido. A su espalda, notó cómo Rafe se erguía lentamente y la apartaba con suavidad.
El rostro del desconocido estaba surcado de arrugas y su pelo era gris, aunque Annie no creía que tuviera más de cuarenta y cinco años. Su altura era un poco mayor que la media, y estaba tan delgado y fibroso como un mustang salvaje. Tenía el párpado izquierdo ligeramente caído, haciendo que pareciera que guiñaba el ojo constantemente, y llevaba una insignia sujeta al pecho.
– Mi nombre es Atwater -dijo con voz seca y profunda-. Y soy marshal de los Estados Unidos. Estás arrestado, Rafferty McCay. Tira tu arma despacio, hijo. El hecho de estar en medio de un campamento apache me pone nervioso, y este revólver te partiría en dos si se dispara.
Rafe estaba sentado en el suelo con las manos bien atadas a la espalda. Atwater había amenazado con atar a Annie también si hacía cualquier movimiento para ayudarle, así que Rafe le había ordenado bruscamente que lo dejara solo. No obstante, la joven se sentó cerca de él con el rostro blanco como el papel y el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.
Jacali daba vueltas a su alrededor a una distancia prudente, siseando y murmurando, y Atwater la miró con recelo. La anciana se mostraba definitivamente hostil. Dos guerreros lograron salir de sus tiendas, aunque se hallaban demasiado débiles para poder acercarse siquiera al lugar donde Rafe estaba sentado y atado. Uno de ellos sujetaba un rifle, pero no lo levantó en ningún momento. Mientras la situación se limitara a una cuestión entre blancos, ellos no se inmiscuirían. Aun así, Atwater no le quitaba los ojos de encima.
El marshal estaba reflexionando sobre cómo iba a llevar a su cautivo a prisión, y tuvo que reconocer que sería complicado. Como él mismo había dicho, estaban en un campamento apache, y también tenía que tener en cuenta a la mujer. No parecía muy fuerte. Aun así, Atwater no la subestimaba. Sabía que había mujeres que habían llegado hasta límites insospechados por los hombres a los que creían amar.
Seguir el rastro a McCay había sido el trabajo más condenadamente difícil que había realizado nunca. Si él mismo no hubiera estado entrenado por unos pieles rojas, no lo habría logrado jamás. Aun así, una parte había sido suerte. Por un lado, se había dejado llevar por un presentimiento y esperó a ver qué hacía Trahern. La verdad es que no podía decir que lamentara la muerte de ese bastardo.
Las pocas huellas que encontró alrededor de la cabaña en las montañas le habían hecho pensar que había dos caballos. O McCay llevaba un caballo de carga o alguien estaba con él, alguien que no pesaba mucho. Al principio, Atwater había pensado que se trataba de un caballo de carga, porque no era probable que McCay llevara con él a un niño o una mujer; era demasiado inteligente para eso, demasiado astuto y solitario. Pero entonces recordó haber oído que el doctor de Silver Mesa era una mujer, y que nadie la había visto desde hacía una semana aproximadamente. Eso no era extraño, ya que a veces la llamaban para que acudiera a algún rancho de la zona, pero Atwater tenía la habilidad de recopilar información y atar cabos con precisión.
Así que evaluó la posibilidad de que McCay llevara consigo a la doctora. ¿Por qué dejaría que lo acompañara una mujer después de todos esos años? No era probable que lo hiciera a no ser que la mujer, de alguna manera, hubiera acabado significando algo para él, ¿Adónde iría con alguien que realmente le importara? ¿Al norte, por la ruta de los forajidos? Quizá. Había buenos lugares para esconderse en medio de esas tierras salvajes. Hacia el norte sería hacia donde se habrían dirigido la mayoría de los hombres. Pero McCay tomaría la ruta menos pensada. Hacia el sur, hacia México. A través del territorio de los indios. Seguir su rastro le costó mucho. No dejaba apenas huellas ni siquiera donde era previsible que lo hiciera. Esos dos cazarrecompensas muertos en aquella arboleda, con los buitres sobrevolando por encima de sus cabezas, habían sido una buena pista.
Tuvo que dar muchas vueltas para encontrar un rastro, y sólo había logrado descubrir las huellas de un par de campamentos, muestra de lo bien ocultos que estaban. Atwater estaba orgulloso da, su habilidad como rastreador, pero tenía que admitir que le había costado mucho más de lo normal atrapar a McCay, y se negaba a pensar que podría no haberlo conseguido nunca si el fugitivo no hubiera pasado tanto tiempo en el campamento apache.
Ahora, se encontraba ante un enigma. Y a Atwater no le gustaban los enigmas. Era un hombre curioso por naturaleza, y cuando se topaba con uno, no podía descansar hasta que solucionaba el misterio. No tenía sentido que McCay se hubiera detenido durante tanto tiempo en un mismo sitio. Atwater observó a la pareja desde lo alto de las colinas durante dos días antes de bajar. Había estado esperando a que se marcharan de allí, y desde luego, hubiera sido mucho más fácil para sus nervios no tener que descender y entrar en el campamento apache.
Lo que había visto no le cuadraba con lo que sabía de McCay. Un despiadado asesino no pasaba cinco días cuidando de un grupo de apaches enfermos. Aunque la doctora hubiera decidido ayudar, le extrañaba que McCay no la hubiera obligado a seguir adelante, o que la abandonara de forma cruel. Pero no había hecho nada de eso.
En cambio, durante dos días, Atwater había visto al forajido cargando agua y ayudando a la anciana con los muertos, jugando con un bebé, pasando tiempo con un niño piel roja y velando por la doctora como un halcón. Con su catalejo, había llegado incluso a ver, a través de la entrada de una tienda abierta, cómo McCay refrescaba con agua y una esponja a un guerrero enfermo. No, ese comportamiento no era nada normal. Y luego estaba lo que había pasado con el bebé enfermo la noche anterior. No había sido capaz de averiguar qué estaba sucediendo en la oscuridad, pero cuando amaneció, vio algo espeluznante que no pudo comprender. Aquellos dos, el forajido y la doctora, habían estado sentados en el suelo durante horas uno frente al otro, inmóviles. Le pareció que estaban en una especie de trance o algo así. La doctora había estado estrechando al bebé contra su pecho y McCay mantenía sus manos pegadas a las de ella, bajo la vigilante mirada de la anciana.
Entonces, el bebé había empezado a llorar, y se habían despertado de su trance o lo que fuera. La anciana se llevó al bebé y McCay cogió a su mujer y una manta, y se la llevó lejos. Atwater no los había seguido. McCay no iría a ninguna parte sin los caballos, y él era partidario de dar a la gente intimidad en ciertos momentos.
Así que se hallaba ante un difícil dilema. Un despiadado asesino tenía que comportarse como un despiadado asesino, así de sencillo. Cuando las piezas no encajaban, Atwater tenía dudas. Y en ese momento, tenía muchas.
– Llevarte a la cárcel va a ser condenadamente complicado -reflexionó en voz alta-. Disculpe mi lenguaje, señora. ¿Qué pasaría si a estos apaches se les mete en la cabeza que no les gusta verte atado? Después de todo, les has ayudado mientras estaban enfermos. Nunca se sabe lo que puede pensar un piel roja. Hablo un poco de apache y no me gustan las cosas que la anciana ha estado diciendo, te lo aseguro.
– No llegará vivo a la cárcel -dijo Annie desesperadamente-. Lo matarán antes de que consiga llevarlo hasta allí.
– No espero que ningún cazarrecompensas me dé problemas, señora. -Atwater le dirigió una de sus peculiares miradas.
– No sólo se trata de los cazarrecompensas, también están…
– Annie, no. -La voz de Rafe la interrumpió con la fuerza de un látigo-. Harás que lo maten a él también.
El marshal se quedó pensativo. Otro maldito misterio.
– Y bien, ¿qué más te da eso a ti?
– Nada -dijo Rafe con gravedad al tiempo que se encogía de hombros en un esfuerzo inútil por aflojar las ataduras. La cuerda estaba tensa y bien atada. Era imposible que pudiera deshacerle ella.
Atwater continuó como si Rafe no hubiera dicho nada.
– Has matado a muchos hombres, ¿qué más le da uno más a un bastardo como tú? Discúlpeme, señora. Has dejado un rastro de hombres muertos detrás de ti, McCay, empezando por ese pobre Tilghman en Nueva York. Y se suponía que era amigo tuyo.
– Él no mató a Tench -protestó Annie. Su mente estaba bloqueada. Sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué.
Atwater se había sentado a unos cinco metros de Rafe y todavía sujetaba el revólver cargado y listo para disparar. Parecía estar considerando la posibilidad de matar a Rafe en ese mismo instante y, de ese modo, ahorrarse los problemas de tener que llevarlo hasta la cárcel. No recibiría una recompensa, por supuesto, porque era un representante de la ley, pero, a su entender, se habría hecho justicia. ¿Para qué tomarse la molestia de celebrar un juicio?
– Le tendieron una trampa para incriminarlo. Esto no tiene nada que ver con Tench -insistió la joven.
– No importa -respondió Atwater-. Ha matado a muchos hombres desde entonces. Supongo que podría añadir a Trahern a tu lista, McCay, pero no me gustaba mucho ese hijo de perra. Disculpe, señora.
– Rafe tampoco mató a Trahern -le interrumpió Annie. Estaba totalmente pálida; hasta sus labios estaban blancos.
– ¡Annie, cierra la boca! -le ordenó Rafe, temiendo por el destino de la joven.
– Lo maté yo -añadió ella en voz baja.
Atwater alzó las cejas.
– Se lo ruego, continúe.
Annie se retorcía las manos, maldiciéndose a sí misma por no llevar en ese momento el revólver de reserva en el bolsillo de la falda.
– Iba a tenderle una trampa a Rafe -se defendió con tono angustiado-. Yo tenía un revólver en el bolsillo… Nunca antes había disparado un arma. No pude levantar el percutor cuando lo intenté… pero entonces, vi que iba a dispararle y apreté el gatillo. No sé cómo lo hice, porque el revólver seguía en mi bolsillo. Mi falda ardió en llamas. Yo lo maté -repitió.
– Ella no lo hizo -afirmó Rafe tajante-. Sólo intenta asumir la culpa en mi lugar. Lo hice yo.
Atwater empezaba a cansarse. Odiaba que los forajidos tuvieran sentido del honor. Empañaba la imagen que tenía de ellos.
No es que no supiera que las mujeres eran capaces de cargar con la culpa de algo que sus hombres hubieran hecho, ya que, la mayoría de las veces, la ley se mostraba benigna con ellas. De hecho, en aquella época, muy pocas mujeres iban realmente a prisión. No obstante, en ese caso, no creía que la doctora estuviera intentando cargar con la culpa de algo que había hecho McCay. Esa historia sobre su falda en llamas no era algo que una persona se inventaría. No, McCay era el que intentaba cargar con la culpa, porque temía por la doctora.
Pero ahora, se enfrentaba al hecho de que la doctora había confesado que había matado a un hombre, y eso lo enfureció. Como representante de la ley, se suponía que debía hacer algo al respecto.
– A mí me parece que fue un accidente -dijo Atwater finalmente, encogiéndose de hombros-. Como he dicho, no me gustaba mucho ese bastardo. Perdone mi lenguaje, señora.
Rafe cerró los ojos aliviado y, al verlo, el marshal frunció el ceño.
Llena de desesperación, Annie se acercó a Atwater haciendo que él ladeara la cabeza a modo de advertencia y que levantara el revólver. Al instante, Jacali, desde un lateral, murmuró una espeluznante amenaza que se cumpliría si hacía daño a la sanadora blanca.
– Nada de esto tiene que ver con Tench -insistió Annie-. Tench fue sólo una excusa.
El marshal centró toda su atención en ella y Annie hizo caso omiso de la mirada fulminante que Rafe le lanzó. Sospechaba que él creía que era inútil intentar persuadir a Atwater, aunque seguramente también pensara que si se lo contaba, pondría en peligro la vida del marshal. Las muestras de nobleza por parte de Rafe la sorprendían a veces, acompañadas como iban por aquella actitud implacable que asumía cuando decidía hacer algo.
Annie empezó desde el principio. Mientras le explicaba a Atwater cómo había sucedido todo, la impactó lo inverosímil que su historia parecía y casi titubeó. ¿Cómo podía creer alguien una historia así? Incluso la más confiada de las personas necesitaría ver los documentos que Rafe había guardado en la caja fuerte de Nueva Orleáns, y el marshal no parecía una persona confiada en absoluto. Fulminaba con la mirada a Annie, y luego a Rafe, como si el simple hecho de tener que escuchar aquello fuera un insulto para su inteligencia. Su párpado medio caído se cerró aún más.
Cuando la joven acabó su relato, el marshal se la quedó mirando en silencio durante todo un minuto. Luego gruñó y dirigió una siniestra mirada hacia Rafe.
– Odio tener que escuchar una basura como ésta -masculló-. Disculpe, señora.
Rafe se limitó a devolverle la mirada con la mandíbula tensa, y los labios convertidos en una fina y sombría línea.
– La razón por la que odio oír cosas así… -continuó Atwater-…es porque los mentirosos siempre intentan sonar razonables. No sirve de nada mentir si nadie va a creérselo. Así que cuando alguien me cuenta algo que ningún mentiroso que se precié diría, despierta mi curiosidad. Y odio sentir curiosidad por algo. Me quita el sueño. Ahora bien, no cabe duda de que has matado a un buen puñado de hombres en los últimos cuatro años, McCay, 1 pero si lo que la doctora dice fuera cierto, tendría que considerarlo como defensa propia. Y me pregunto quién diablos era ese tal Tilghman para que tu cabeza valga diez mil dólares y por qué nunca había oído hablar de él si era tan importante. Eso ya es extraño de por sí.
Annie tragó saliva sin atreverse a mirar a Rafe. El marshal parecía estar pensando en voz alta y ella no quería interrumpirlo. Una oleada de esperanza la inundó con violencia, haciendo que se sintiera mareada.
¡Dios mío, te lo ruego! ¡Haz que me crea!
– Y ahora que no puedo dejar de darle vueltas en la cabeza a todo eso, ¿qué demonios se supone que debo hacer al respecto? Disculpe, señora. La ley dice que eres un asesino, McCay, y mi deber como agente de la ley es arrestarte. La doctora dice que te persigue gente a la que pagan para asegurarse de que no llegues vivo a un juicio. Ahora bien, supongo que a mí me pagan para que haga justicia, pero no estoy seguro de estar haciendo lo debido si te arresto, cosa que podría hacer -comentó secamente, mirando al gran guerrero apache que seguía sosteniendo el rifle y que los observaba fijamente con sus inquietantes ojos negros. Al parecer, los indios no se estaban tomando muy bien que McCay estuviera atado. Contrariado, volvió a girarse hacia Rafe-. ¿Por qué has pasado tanto tiempo ayudando a esta gente? No te hubiera atrapado si no te hubieras detenido.
Annie tomó aire angustiada y Rafe deseó patear a Atwater por mortificarla así.
– Necesitaban ayuda -respondió de manera cortante.
El marshal se frotó la mandíbula. Probablemente la doctora lo habría persuadido, y ahora lo lamentaba al ser consciente de que había sido la causa de que no pudieran huir a tiempo. Volvió a mirar al forajido con aquella barba negra y vio que sus extraños ojos estaban llenos de ira. Bueno, lo había visto antes. Algunas mujeres tenían la capacidad de enternecer al hombre más duro y estaba claro que la doctora amaba a ese rudo pistolero. La mujer no estaba mal, desde luego, pero era más que eso. Esos grandes ojos oscuros le hacían sentir algo en la boca del estómago, a un perro viejo como él. Si fuera veinte años más joven, también intentaría protegerla a toda costa, sobre todo si alguna vez lo miraba como había estado mirando a McCay.
Bueno, maldita sea, se enfrentaba a un dilema. Si a lo que ella le había contado, se le añadía que resultaba muy extraño que se ofreciera una recompensa tan inusualmente alta por la cabeza de McCay, y que ese supuesto asesino despiadado había arriesgado su vida para ayudar a los apaches, tenía que considerar la posibilidad de que aquella delirante historia pudiera ser cierta. Tendría que comprobarla para hacer justicia, algo más fácil de decir que de hacer. Aunque, de todos modos, él no se había hecho marshal pensando que fuera un trabajo fácil.
Incluso salir de ese campamento podría resultar complicado. El guerrero que sostenía el rifle lo miraba amenazadoramente, así que era preferible no irritarlo.
Atwater tomó una decisión y, suspirando, se puso cansinamente en pie. Su vida volvía a complicarse y sospechaba que las cosas aún empeorarían más.
Cuando se dirigió hacia Rafe y sacó un cuchillo del cinturón, Annie se levantó de inmediato aterrada.
– Los apaches parecen un poco irritables -comentó Atwater-. Tal vez no les guste verte atado, McCay, aunque quizá simplemente se deba a que no les gustan los blancos. Es difícil saberlo. Por si acaso lo que les desagrada es verte atado, voy a arriesgarme a desatarte. Pero no te quitaré los ojos de encima ni un instante. Y ni se te ocurra pensar en escapar -añadió el hombre agriamente-. No me gusta que me tomen por un estúpido y si intentas huir te mataré sin que eso me quite ni un minuto de sueño. Estoy deseando llevarte hasta Nueva Orleáns para comprobar esa delirante historia tuya. No voy a pedirte tu palabra de que no escaparás. Lo que sí haré es mantener a la doctora justo a mi lado, porque no creo que te vayas sin ella. Ahora dime, ¿qué crees que harán los apaches cuando nos vayamos?
Los brillantes ojos de Rafe lo miraban con dureza.
– Supongo que lo averiguaremos pronto, ¿verdad?
No era necesario esperar hasta el día siguiente para dejar el campamento. Sus caballos estaban descansados y lo cierto era que Rafe también prefería alejarse antes de que se recuperaran más guerreros. Varios de ellos estaban ya lo bastante bien como para reunirse fuera cuando Rafe ensilló los caballos, y todos ellos iban armados. Unas cuantas indias también salieron, pero la mayoría permanecieron en las tiendas atendiendo a los que todavía necesitaban cuidados. Sin que Atwater le quitara los ojos de encima, Annie entró a ver cómo estaba el bebé un momento, y fue recompensada con una sonrisa que reveló los dos dientecitos. La niña todavía tenía fiebre, pero masticaba con energía un trozo de piel. La madre apoyó tímidamente una mano sobre el brazo de Annie y le dijo algo, un discurso más bien largo que trataba de expresarle su agradecimiento y que no hizo necesario entender las palabras.
Los guerreros observaban todo lo que estaba sucediendo con una enigmática mirada. El más grande de todos ellos, un hombre que era casi tan alto como Rafe, se preguntó si alguna vez comprendería a los blancos. Había enemistad entre sus pueblos; sin embargo, el guerrero blanco y su mujer, la sanadora, habían trabajado duro para salvar a su tribu. El apache incluso recordaba estar tumbado casi desnudo mientras el guerrero blanco lo refrescaba con agua, algo increíble. En cuanto a la sanadora… nunca había conocido a nadie como ella. Sus manos eran frías y cálidas a la vez, y le habían transmitido una paz que nunca hubiera creído posible. Estaba seguro de que sin su ayuda no hubiera podido sobrevivir. Y también había salvado al bebé de Lozun, a pesar de que Jacali había dicho que la niña estaba tan cerca del mundo de los espíritus que ya no quedaba ni un aliento en su cuerpo. La magia de la mujer blanca era muy poderosa y el guerrero blanco la vigilaba como un halcón, con el fin de protegerla. Eso era bueno.
Entonces, había llegado ese otro hombre y había atado al guerrero blanco. Jacali se había enfurecido y fue en su busca para que disparara al nuevo intruso, sin embargo, él había esperado, deseando ver qué ocurría. Los tres blancos se habían sentado, habían pronunciado muchas de esas raras palabras suyas, y luego el más mayor había cortado las cuerdas que sujetaban al guerrero blanco. Sí, los blancos eran gente verdaderamente extraña. Por muy agradecido que estuviera a la mujer mágica, se alegraría de verlos marchar.
Pero viajarían hacia el este, a través de la tierra de su pueblo, y tal vez necesitaran su protección. Había muy pocos blancos a los que su pueblo pudiera llamar «amigos», y sería una deshonra para él si permitía que los mataran. Así que le entregó su amuleto bordado con cuentas a Jacali, explicándole lo que quería transmitirles, y ella se lo dio a la mujer mágica, cuyo pálido pelo enmarcaba su radiante rostro. El blanco más mayor conocía algunas palabras de su pueblo y cuando tradujo las palabras de Jacali, la mujer mágica sonrió. Junto a ella, el guerrero blanco observaba todo con sus extraños ojos, protegiendo a su mujer como debía hacer.
El guerrero apache se sintió aliviado al verlos alejarse por fin cabalgando de su campamento.
Annie daba vueltas al amuleto bordado de cuentas en sus manos, siguiendo el complicado dibujo. Era una exquisita obra de artesanía y Atwater le había explicado que era el equivalente a un salvoconducto. En realidad, no era eso exactamente, pero era como mejor podía describirlo.
Les costaría semanas llegar a Nueva Orleáns, ya que tendrían que atravesar todo Nuevo México, Texas y Luisiana. Atwater había mencionado la posibilidad de coger el tren, pero Rafe había rechazado bruscamente la propuesta, algo que había agriado el humor del representante de la ley.
Cuando estuvieron fuera de la vista del campamento apache, Atwater giró bruscamente el revólver hacia Rafe. Como no le había devuelto las armas, no había nada que pudiera hacer al respecto, excepto enfrentarse al marshal con los ojos llenos de una fría furia.
– Al parecer no tendré que preocuparme por llegar a Nueva Orleáns -ironizó.
– Oh, sí que vamos a ir -replicó Atwater-. Es sólo que no confío mucho en que te quedes con nosotros y que quiero ayudarte a resistir la tentación, por así decirlo. Pon las manos en la espalda.
Rafe siguió sus instrucciones con el rostro tenso. Al ver lo que ocurría, Annie hizo girar a su caballo y se acercó, pero Atwater le lanzó una mirada de advertencia.
– Manténgase alejada, señora. Esto es necesario.
– No. No lo es -protestó Annie-. Deseamos que esto se arregle mucho más que usted. ¿Por qué íbamos a huir?
Atwater sacudió la cabeza.
– No sirve de nada que discuta. ¿Qué clase de marshal sería si confiara en la palabra de todos los forajidos que juran que no huirán?
– Déjalo ya, Annie -dijo Rafe cansadamente-. Esto no me matará.
La joven lo sabía, pero también sabía por experiencia lo incómodo que era, y eso que Rafe le había atado las manos por delante en lugar de a la espalda. Annie pensó en tenderle ella misma una trampa a Atwater, pero lo cierto era que lo necesitaban. Él tenía la suficiente autoridad como para hacer que consiguieran su objetivo, y seguramente, incluso la gente que iba tras Rafe se lo pensaría dos veces antes de disparar a un marshal de los Estados Unidos.
Atwater ni siquiera desató a Rafe cuando acamparon y Annie tuvo que darle de comer. Estaba agotada después de los largos días cuidando de los apaches y apenas podía permanecer despierta para tomarse su propia comida. En cuanto acabó de lavar los platos, cogió una manta y se envolvió en ella entre los dos hombres. La dura expresión del rostro de Rafe le indicaba que no le gustaba nada la nueva disposición para pasar la noche, pero Annie no podía dormir con él estando Atwater tan cerca. La joven contuvo la respiración, esperando que Rafe se lo exigiera. En lugar de eso, escogió acostarse a un metro de distancia de ella y Annie soltó un pequeño suspiro de alivio al comprobar que él estaría tan cerca.
El silencio los envolvió y Rafe se tumbó sobre el costado mirando hacia ella, con las manos atadas a la espalda.
– ¿Podrás dormir? -le preguntó Annie preocupada, con voz somnolienta.
Estoy tan cansado que podría dormirme de pie -afirmó.
La joven no estaba segura de si podía creerle, pero estaba demasiado cansada para asegurarse de ello. Deseó poder estar más cerca de él. Se sentía perdida sin esos fuertes brazos envolviéndola mientras dormía; aunque le ayudaba saber que, al menos, estaba lo bastante cerca para poder tocarlo con sólo alargar la mano.
Se quedó dormida enseguida. En cambio, Rafe permaneció despierto un rato, intentando ignorar el dolor en sus brazos y hombros. Se preguntó si Annie estaría embarazada. Él estaba seguro de ello, aunque tendría que esperar impacientemente a que la naturaleza lo confirmara. La convicción de que ella llevaba en su seno a su bebé sólo intensificaba sus instintos más posesivos y protectores. Si se salía con la suya, la joven nunca volvería a dormir a más de un brazo de distancia de él. Cuidar de Annie era el trabajo más importante que había tenido en su vida.
El hecho de volver por fin a Nueva Orleáns le resultaba difícil de asimilar. Había pasado tantos años huyendo, consumido por el resentimiento y por la sensación de haber sido traicionado, que aquel repentino cambio le desorientaba. No obstante, las cuerdas que se le clavaban en las muñecas y la incómoda tensión de sus hombros le recordaban que Atwater todavía lo consideraba un fugitivo. El marshal era un hombre extraño, difícil de comprender. Tenía reputación de ser un tipo duro, dispuesto a atrapar a su presa tanto viva como muerta, pero había escuchado la explicación de Annie y había decidido comprobar si aquella historia era cierta. Por primera vez, después de todos esos años huyendo, Rafe tenía esperanzas de verse libre de sus perseguidores. Cuando Atwater viera los documentos incriminatorios en Nueva Orleáns, sabría que Rafe estaba diciendo la verdad, y probablemente podría hacer algo para que se retiraran los cargos por asesinato por medio de sus contactos federales.
El destino le había jugado una mala pasada hacía cuatro años, y el delgado y cascarrabias marshal con un párpado medio caído parecía la respuesta a sus plegarias.
Atwater permanecía despierto, observando las estrellas y pensando. ¿En qué demonios se había metido, aceptando llevar a McCay a Nueva Orleáns para comprobar aquella inverosímil historia? Se trataba de un peligroso fugitivo, no de un granjero cualquiera. Su sentido práctico le decía que tendría que desatar a ese tipo en algún momento y si McCay decidía escapar, a Atwater no le cabía ninguna duda de que encontraría la forma de hacerlo. Maldita sea, ¿por qué no se limitaba a llevarlo al pueblo más cercano y lo encerraba allí? Podría arreglárselas para llevar a McCay a unos cien kilómetros de distancia más o menos, pero, diablos, Nueva Orleáns estaba a unos mil seiscientos. Definitivamente, ésa no había sido una de sus mejores ideas.
No obstante, se había comprometido y sabía que no cambiaría de opinión a pesar de ser consciente de que él solo no podría evitar que McCay se escapara en algún momento de ese largo viaje. Después de todo, McCay contaba con la doctora para ayudarlo, y la única forma que Atwater tenía para impedirlo era atándola a ella también, lo que le daría más problemas de los que podría manejar. Por otro lado, ella no era una criminal, aunque hubiera estado cabalgando con McCay, así que no sería justo tratarla como tal.
¿Por qué no aceptar simplemente que en algún momento tendría que confiar en McCay y desatarlo? No podría atravesar una ciudad con un hombre atado. La gente se daría cuenta y Atwater no quería llamar la atención. Bien, ya pensaría en ello. En ese momento, no se sentía lo bastante seguro como para soltar a McCay.
Aquella no era la forma en que debería pensar un representante de la ley, pero Atwater había aprendido hacía ya mucho tiempo que la ley y la justicia no siempre eran lo mismo. Recordaba perfectamente el caso de una mujer que había muerto atropellada unos cuantos años atrás a manos de unos vaqueros borrachos que habían decidido divertirse recorriendo a toda velocidad una calle de El Paso con un carro de carga. La ley decidió que fue un accidente y dejó que los vaqueros se marcharan, lo que provocó que el desconsolado marido matara a varios de los vaqueros con su rifle. El hombre, obviamente, se había vuelto loco de pena y no había sabido lo que hacía. Sin embargo, Atwater consideró que eso era justicia.
Su propia esposa había muerto en el 49 al verse en medio de un tiroteo entre dos mineros borrachos en California. En ese caso, la justicia y la ley fueron de la mano, y él pudo ver a ambos colgados de una soga. Eso no le había devuelto a Maggie, pero el hecho de saber que se había hecho justicia había evitado que él mismo se volviera loco de pena. Según la forma de pensar de Atwater, todo tenía que equilibrarse. En eso se basaba la justicia. Creía firmemente que su trabajo como representante de la ley consistía en mantener la balanza equilibrada. A veces, no era fácil, mientras que en otras, era condenadamente complicado, como ahora.
Ojalá no se hubiera dado cuenta de que McCay miraba a Annie de la misma forma que él había mirado a su dulce Maggie.