Cuando Annie despertó a la mañana siguiente y vio que Rafe no estaba junto a ella, se sintió invadida por el pánico al pensar que podía haberla abandonado allí, en la montaña. Tenía las manos desatadas y eso la asustó aún más, porque ¿qué razón tendría para liberarla a no ser que hubiera planeado marcharse? Todavía medio dormida, y con el pelo cayéndole sobre los ojos, se puso de pie luchando por mantener el equilibrio y abrió la puerta precipitadamente, para luego salir corriendo al exterior. El aire frío se deslizaba entre sus piernas desnudas y se magulló los pies con las piedras y ramitas que cubrían el suelo.
– ¡Rafe!
Él salió de inmediato del cobertizo con el cubo de agua en una mano y el revólver en la otra.
– ¿Qué ocurre? -preguntó con dureza mientras sus pálidos ojos la recorrían de arriba abajo.
Annie detuvo su precipitada carrera, consciente de pronto de su semidesnudez y de lo frío que estaba el suelo bajo sus pies descalzos.
– Pensaba que te habías ido -respondió con voz forzada.
La mirada de Rafe se volvió glacial y su duro rostro permaneció inexpresivo.
– Vuelve adentro -le ordenó finalmente.
Annie sabía que debía hacer lo que le decía, pero la inquietud la hizo vacilar.
– ¿Cómo te encuentras? No deberías estar cargando agua todavía.
– He dicho que vuelvas adentro. -Su voz sonaba totalmente calmada, pero su tono hizo que sonara como un latigazo. Annie se dio la vuelta y regresó con cuidado a la cabaña, haciendo gestos de dolor al sentir cómo el áspero suelo hería las tiernas plantas de sus pies.
Una vez dentro de la cabaña, abrió una de las ventanas para tener algo de luz y examinó su ropa. Estaba rígida y arrugada, pero seca y, lo mejor de todo, limpia. Se vistió apresuradamente, temblando de frío. La temperatura parecía más baja que la de la mañana anterior, aunque quizá esa impresión se debiera a que había salido al exterior con sólo una camisa cubriendo su cuerpo y a que Rafe no había reavivado el fuego antes de salir.
Tras peinarse con ayuda de los dedos y recogerse el pelo, aña dió leña al fuego y empezó a preparar el desayuno sin apenas reparar en lo que estaba haciendo. Su mente estaba centrada en Rafe, aunque sus pensamientos inconexos iban de un tema a otro. Tenía mucho mejor aspecto esa mañana. La fiebre no apagaba sus ojos y ya no parecía demacrado. Seguramente sería demasiado pronto para que estuviera haciendo cualquier trabajo físico, pero, ¿cómo se suponía que tenía que impedírselo? Sólo esperaba que no se le abrieran los puntos del costado.
Intranquila, se preguntó también cómo era posible que hubiera conseguido salir de la cabaña sin despertarla. Desde luego, le había costado mucho dormirse y estaba muy cansada, pero normalmente tenía el sueño ligero. Además, él también había estado despierto durante mucho tiempo. No se había movido inquieto ni había dado vueltas, sin embargo, Annie había sido muy consciente de la tensión de sus brazos y de su cuerpo mientras la abrazaba. Sólo habría hecho falta una única palabra o un gesto por su parte para que él la hubiera hecho suya.
Annie se había sentido tentada varias veces de abandonar toda prudencia y decir aquella palabra, y ahora se sentía avergonzada al reconocer ante sí misma lo cerca que había estado de ofrecer su virginidad a un forajido. Ni siquiera podía consolarse a sí misma pensando que había resistido la tentación gracias a sus altos principios morales o para preservar su reputación y su dignidad; era sólo la pura cobardía lo que había impedido que se entregara a él. Había sentido miedo. En parte había sido un simple miedo a lo desconocido, aunque también había sentido temor a que él pudiera hacerle daño, tanto emocional como físicamente. Annie había tratado a mujeres a las que hombres muy poco cuidadosos y demasiado bruscos habían hecho daño, y sabía que, de todos modos, la primera vez era dolorosa para cualquier mujer. Aun así, sentía tanto deseo por él que habría cedido si sólo se hubiera tratado de eso, pues deseaba saber cómo sería entregarse a un hombre, acunar su duro peso, acoger su cuerpo en el suyo.
Pero su temor más profundo era ser demasiado vulnerable, que, al tomar su cuerpo, Rafe abriera una brecha en el muro que protegía su corazón. Y a pesar de todos los consejos que se daba a sí misma y de su sentido común, temía que él acabara importándole demasiado, y que le infligiera una herida que no cicatrizaría tan fácilmente como las de la carne. No podía permitirse sentir algo por él. Era un fugitivo, un asesino. Incluso en ese momento, no le cabía la menor duda de que, si intentaba escapar, él le dispararía. No obstante, aunque pudiera parecer extraño, también sabía que cumpliría su palabra y que, en unos pocos días, si no intentaba huir, la llevaría de vuelta a la ciudad sana y salva.
Annie siempre se había considerado a sí misma una persona moralmente recta, capaz de diferenciar el bien del mal y de elegir el camino correcto. Para ella, la moralidad no tenía nada que ver con la razón y sí mucho con la compasión. Pero, ¿qué decía de ella el hecho de que pudiera ver claramente la violencia que había en Rafe McCay y aun así, se sintiera fuertemente atraída por él desde el principio? Era muy consciente de que era frío y despiadado, y tan peligroso como un puma al acecho. Sin embargo, sus besos la hacían estremecerse y desear más. Una vocecita en su interior le susurraba que podría entregarse a él y luego regresar a Silver Mesa sin que nadie lo supiera, y le aterrorizaba pensar que podría caer en la tentación.
A pesar de que escuchó el ruido de la puerta al abrirse, Annie mantuvo los ojos y la atención centrados en lo que estaba cocinando. Pero cuando Rafe dejó el cubo junto a la chimenea, le fue imposible no comprobar si estaba lleno de agua. Por propia experiencia, sabía lo pesado que era aquel cubo y no pudo evitar sentirse preocupada. Reticente, volvió a preguntarle:
– ¿Cómo te sientes?
– Hambriento. -Rafe cerró la puerta y se dejó caer sobre la manta-. Casi recuperado, como tú dijiste.
Annie le dirigió una mirada fugaz. Su tono era sereno y no había ningún rastro de su anterior brusquedad, pero sabía que su voz sólo revelaría lo que él deseara.
– Yo no dije que estañas casi recuperado. Dije que te sentirías mejor.
– Y así es. Me he ocupado de los caballos y no me siento tan débil como ayer, aunque lo cierto es que me escuecen los puntos.
Eso significaba que las heridas estaban cicatrizando. Annie no había esperado que se recuperara tan pronto. Era evidente que Rafe tenía la capacidad de sanar con mucha rapidez, al igual que contaba con una resistencia inhumana que había quedado demostrada en su infernal viaje hasta la cabaña.
– Entonces, casi estás recuperado. -La joven lo miró con ojos tristes y un poco suplicantes-. ¿Me llevarás de vuelta a Silver Mesa hoy?
– No.
Aquella única palabra sonó implacable y Annie dejó caer ligeramente los hombros. Lo más razonable hubiera sido alejarse de la peligrosa tentación que suponía estar en su compañía, sin embargo, no intentó discutir con Rafe, pues seguramente tenía sus propias razones para hacer lo que hacía y ella todavía no era capaz de hacerle cambiar de opinión. La llevaría de vuelta a Silver Mesa cuando él lo decidiera, y no antes.
Rafe la observó con los ojos entrecerrados mientras Annie servía una taza de café y se la ofrecía. Bebió el fuerte brebaje, disfrutando al sentir cómo lo calentaba por dentro aumentando el calor que ya sentía con sólo mirarla. Parecía estar incómoda en su compañía esa mañana; más incluso que cuando se había mostrado aterrorizada pensando que la iba a matar. Ahora era sexualmente consciente de él, y se mostraba tan asustadiza como una joven yegua arrinconada por un semental por primera vez. Podía percibir con claridad cómo la tensión crecía entre ellos cada vez más.
Esa mañana, Annie llevaba puesta su propia ropa y se había abrochado hasta el último botón, ocultándose tras una barricada de tela y confiando ingenuamente en que aquello lo mantendría a raya. Rafe sonrió mientras se llevaba la taza a los labios. Las mujeres nunca parecían darse cuenta de la fuerza de la fascinación que atraía a los hombres hacia ellas, el desgarrador y profundo deseo que los llevaba a penetrarlas, el hechizo que ejercían sobre ellos con sus curvas y su suave piel, la imperiosa necesidad de poseerlas para llegar a lo más cerca del paraíso que un hombre podía alcanzar en la Tierra. Y tampoco parecían percatarse de la fuerza de sus propios deseos y de lo que anhelaban sus cuerpos. Estaba convencido de que Annie no era consciente de ello, o no encontraría tanto alivio en la inútil barrera de la ropa. ¿Acaso creía que si él no podía ver ni un milímetro de su piel, no la desearía?
El sentido común de Rafe había quedado anulado por un deseo físico tan demoledor que se había convertido en un tormento. Tenía que ser suya. Llevarla de regreso a Silver Mesa sin haberse saciado antes de ella era algo que ya ni siquiera podía plantearse. Apenas era capaz de reprimir el impulso de alargar el brazo y agarrarla en ese mismo instante. Su vida había estado llena de muerte y amargura durante tanto tiempo que la dulce calidez de Annie resultaba tan irresistible para él como lo sería el agua para un hombre sediento en medio del desierto.
Sólo la idea de que dispondría de mucho tiempo para seducirla y de que había trabajo que debía hacerse ese día le impedía tirarla sobre las mantas. El tiempo se había vuelto mucho más frío, y unas nubes grises y bajas que prometían nieve habían envuelto las montañas. Estaba seguro de que le daría tiempo de llevarla de vuelta a Silver Mesa antes de que empezara a nevar si en realidad deseara hacerlo. Pero no era así. Las nevadas eran frecuentes en aquellas altitudes y las primeras tormentas de la primavera solían ser muy intensas, por lo que podrían quedar confinados en la cabaña durante días, incluso, quizá, un par de semanas. Annie no sería capaz de resistirse a él, o a su propio cuerpo, durante tanto tiempo.
Pero ese día, Rafe tendría que conseguir una buena cantidad de leña y colocar algunas trampas para conseguir comida. No quería verse obligado a utilizar el rifle, ya que los disparos podrían llamar la atención y lo último que deseaba era que alguien sospechara que estaban allí. También era necesario que hiciera algo con los caballos. No podían permanecer encerrados en aquel minúsculo cobertizo, sin espacio para moverse, durante días y días. Los ataría fuera y los dejaría pastar en el pequeño prado mientras él trabajaba en el cobertizo. No le gustaba dejar a los caballos tan lejos, por si tenían que salir huyendo a toda prisa, pero los animales necesitaban pastar y sólo disponía de ese día, y quizá de parte del siguiente, para prepararse. Rafe decidió que no compartiría con Annie sus sospechas de que iba a nevar, porque seguramente, la idea de verse atrapada por la nieve allí con él la aterraría.
Estaba hambriento y apenas podía esperar a que terminara de hacerse el beicon y las tortitas. Annie volvió a llenar la taza y Rafe la dejó en medio de los dos para poder compartirla. Ninguno dijo una sola palabra durante su sencilla comida. Rafe comió con un apetito voraz, saboreando cada bocado de la dulce miel y de las tortitas calientes.
Cuando acabaron de desayunar, él se quitó la camisa para que la joven pudiera examinar las heridas y aprovechar la oportunidad para rascarse alrededor de los puntos, pero Annie le apartó la mano de un manotazo.
– Deja de hacer eso. Harás que los puntos se irriten.
– Me parece justo, porque ellos me están irritando mucho a mí.
– Te estás curando más rápido gracias a ellos, así que no te quejes.
Las heridas se habían cerrado y estaban cicatrizando bien. Annie sospechaba que podría quitarle los puntos en uno o dos días, en lugar de tener que esperar más de una semana, como solía ser necesario.
Aplicó sidra alrededor de los puntos para disminuir el picor, colocó una gruesa gasa sobre las heridas, y luego la sujetó con unas vendas.
Rafe permanecía de pie con los brazos levantados, y frunció el ceño mientras miraba su costado.
– ¿Por qué has hecho el vendaje tan grueso hoy?
– Para proteger las heridas. -Ató bien las vendas y Rafe bajó los brazos.
– ¿De qué?
– Sobre todo de ti -contestó Annie mientras guardaba el instrumental dentro de su maletín.
Soltando un gruñido a modo de respuesta, Rafe volvió a ponerse la camisa pasándosela por la cabeza y se la metió por dentro de los pantalones. Después cogió el abrigo y sacó una pequeña hacha de su alforja.
Annie se quedó mirando la afilada hoja.
– No hace falta que cortes leña; todavía se puede recoger mucha del suelo.
– No es para cortar leña. Voy a hacer más grande el cobertizo. -Se colocó la funda del rifle sobre el hombro y deslizó el arma en ella de forma que quedó colgando a su espalda-. Ponte el abrigo. Hoy hace más frío y lo necesitarás.
Annie obedeció en silencio. Las cosas iban mejor si se limitaba a hacer lo que le decía, aunque no viera ninguna necesidad en trabajar tanto en el cobertizo cuando sólo se quedarían allí uno o dos días más. Annie intentaba convencerse a sí misma de que Rafe la llevaría pronto a Silver Mesa, en vista de que se estaba recuperando a tanta velocidad. Sólo unos pocos días más y la tentación desaparecería. Estaría de vuelta en casa, sana y salva, y podría olvidarse de todo aquello. Estaba segura de que podría mantenerse firme durante ese tiempo. Después de todo, se dijo Annie recordando la magnífica obra «La Odisea» de Homero, Penélope había protegido su castidad ante sus insistentes pretendientes durante veinte años, esperando a que Ulises regresara.
Guiaron a los inquietos caballos hasta el pequeño prado y Rafe les ató las patas traseras a ambos, para que pudieran pastar libremente. Los dejaron allí y, en el camino de vuelta a la cabaña, ambos recogieron leña y la apilaron junto a la puerta.
Después, Annie le ayudó a hacer algunas sencillas trampas, poniendo gran interés en el proceso. Sólo con cordel y unas ramitas flexibles que cortaba con el hacha, Rafe hizo trampas de varias clases y le permitió que pusiera la última siguiendo sus instrucciones. Annie tenía manos diestras, pero descubrió que al probar nuevas habilidades resultaban un poco torpes. Rafe se mostró paciente con ella, aunque insistió en que volviera a montar la trampa hasta que estuvo satisfecho con el resultado. Cuando acabó, a la joven le resplandecían las mejillas tanto por el logro como por el frío.
Cuando regresaban a la cabaña, Annie observó cómo las largas y fuertes piernas de Rafe no tenían ninguna dificultad en subir por las abruptas pendientes y pensó que empezaba a parecerle normal caminar penosamente tras él con nada más a su alrededor que las vastas montañas y el silencio. Estaban tan aislados que podrían ser perfectamente las dos únicas personas en la Tierra, un hombre y su mujer. Sintió un nudo en el estómago al reflexionar sobre ello y rechazó la idea al instante, porque si alguna vez se permitía pensar que era su mujer, estaría perdida. Él lo notaría, de la misma forma que parecía saberlo todo, y se giraría para mirarla con sus fieros y claros ojos. Podría ver la rendición escrita en su rostro y quizá la tomara allí mismo, sobre el frío suelo del bosque.
Para evitar cualquier tipo de tentación, se obligó a pensar en los diversos crímenes que podría haber cometido y sintió una pequeña punzada de desesperación al darse cuenta de que no le inquietaba pensar en él como un criminal; era duro y frío , implacable, y aunque la había tratado mejor de lo que había esperado y temido, no era capaz de engañarse a sí misma sobre su naturaleza. Incluso en ese momento, Rafe se mantenía tan alerta como un animal salvaje, girando constantemente la cabeza mientras examinaba todo lo que le rodeaba y buscaba el origen de cada pequeño ruido.
– ¿Qué hiciste? -inquirió Annie, incapaz de contenerse por más tiempo, a pesar de ser consciente de que saberlo sería una preocupación permanente para ella.
– ¿Cuándo? -murmuró él, al tiempo que se detenía para estudiar a un pájaro que había levantado el vuelo. Después de un momento, se relajó y empezó a avanzar de nuevo.
– ¿Por qué te buscan?
Rafe la miró por encima del hombro con un brillo peligroso en los ojos,
– ¿Qué importa eso?
– ¿Robaste a alguien? -insistió Annie.
– Robaría si tuviera que hacerlo, pero no me buscan por eso.
Su tono era firme aunque despreocupado. Annie se estremeció y extendió el brazo para cogerle la mano.
– Entonces, ¿por qué?
Rafe se detuvo y la miró. Una sonrisa sin rastro de humor arqueó sus labios.
– Por asesinato.
A la joven se le secó la garganta y dejó caer la mano. Bueno, ella lo había sabido desde el principio, había reconocido su capacidad para la violencia, pero escucharle admitirlo de una forma tan despreocupada hizo que casi se le parara el corazón.
– ¿Eres culpable? -se obligó a preguntarle después de tragar saliva.
Rafe pareció sorprendido por la pregunta y levantó las cejas brevemente.
– No del que se me acusa. -No, él no había matado al pobre Tench, pero había matado a muchos de los que habían ido tras él, así que pensó que a esas alturas ya no importaba.
El significado de sus palabras no pasó desapercibido. Annie le rodeó y empezó a caminar por delante de él, y Rafe se acomodó a su paso caminando tras ella.
La joven avanzaba casi a ciegas. Ella era médico, no juez. No tenía que preguntar todos los detalles cuando alguien estaba enfermo o herido, ni tenía que sopesar su valor como ser humano antes de ofrecerle los beneficios de su formación y de sus conocimientos. Simplemente tenía que curar, y hacerlo lo mejor que pudiera. Pero ésa era la primera vez que tenía que enfrentarse al hecho de que había salvado la vida de alguien que reconocía ser un asesino, y su corazón estaba sobrecogido por la angustia. ¿Cuántas personas más morirían a causa de que él hubiera sobrevivido? Quizá Rafe podría haberse recuperado sin su ayuda, aunque eso ya nunca lo sabría. Y aun así… aun así, si lo hubiera sabido aquella primera noche, ¿se habría negado a curarlo? Sinceramente, no. Su juramento como médico la obligaba a hacer lo que pudiera para curar a la gente, fueran cuales fueran las circunstancias.
Pero, incluso sin el juramento, Annie no habría sido capaz de dejarlo morir. No después de haberlo tocado, de haberse estremecido por su magnetismo animal, de haber sentido cómo su grave y áspera voz la atrapaba en un sensual hechizo. ¿Por qué intentar engañarse a sí misma? Aunque se había sentido realmente aterrada las dos primeras noches, el hecho de permanecer tumbada junto a él había hecho que todo su cuerpo ardiera con un placer instintivo.
Eso le recordó que, cuando llegara la noche, volvería a dormir entre sus brazos.
Annie se estremeció y se envolvió aún más en su abrigo. Tal vez fuera bueno para ella que supiera la verdad sobre Rafe. Eso le daría fuerzas para resistirse a él.
Pero aun así, al pensar en la noche que le esperaba y sentir que sus pechos empezaban a dolerle por el deseo y que el calor invadía sus entrañas, Annie se avergonzó de sí misma.
El duro trabajo que tuvieron que hacer para agrandar el cobertizo fue todo un alivio, ya que, de ese modo, la joven pudo concentrarse en las sencillas tareas físicas. Rafe echó abajo la maltrecha construcción y colocó a un lado la madera lijada y rudimentariamente acabada, para volverla a usar más tarde. Luego empezó a talar árboles jóvenes y a apilarlos. Reforzó con ellos la estructura original del cobertizo y les hizo una muesca para que pudieran encajar los unos con los otros. Siguiendo sus instrucciones, Annie reunió barro para aplicarlo entre los troncos y sellar las toscas paredes, evitando así que el viento se colara entre las rendijas. Lo hizo con tal cuidado que Rafe tuvo que ocultar una sonrisa; ensuciarse las manos era algo inevitable, pero la joven puso especial atención en que sus ropas limpias no sufrieran.
Rafe duplicó el tamaño del cobertizo original. Arrastró el abrevadero hasta el centro para que los dos caballos pudieran acceder a él y usó un par de troncos para dividir el espacio en dos partes iguales. Annie observó que, de vez en cuando, después de hacer grandes esfuerzos, Rafe se detenía y se frotaba el costado, aunque no parecía estar sintiendo un dolor agudo.
Cuando empezaron, Annie había supuesto que la tarea les llevaría todo el día y parte del siguiente, pero cuatro horas después, Rafe estaba usando la madera original para construir una puerta y el marco de ésta. Luego, Annie, con su ayuda, rellenó las rendijas con barro. Una vez que terminaron, la joven dio unos pasos hacia atrás para ver el resultado final. El nuevo cobertizo era tosco y rudimentario, pero serviría. Sólo esperaba que los caballos valoraran su nuevo refugio.
Después de que ambos se lavaran las manos en el helado arroyo, Annie comprobó la posición del sol.
– Tengo que poner al fuego las judías y el arroz -le dijo a Rafe-. Anoche, las judías no estaban bastante hechas.
Él estaba sudando a pesar del frío y Annie imaginó que le iría bien un descanso. Tenía que estar sintiendo los efectos de tanto duro trabajo físico después de haber estado tan enfermo.
Cuando entraron en la caballa, Rafe se dejó caer sobre las mantas con un suspiro. Sin embargo, unos minutos después, ya estaba frunciendo el ceño mientras metía un encallecido dedo entre las amplias grietas del suelo.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Annie al levantar la mirada de la comida y ver la expresión de su rostro.
– Se puede sentir cómo se filtra el frío a través de estas grietas.
La joven se inclinó y acercó la mano al suelo. No cabía duda, podía percibirse claramente una corriente de aire frío.
– No importa. Nos las hemos arreglado bien hasta ahora y no puedes instalar otro suelo.
– El problema es que han bajado las temperaturas, y creo que la situación empeorará. No podremos mantenernos lo bastante calientes para dormir.
Sin más, Rafe se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
¿Adónde vas? -inquirió la joven mirándolo sorprendida.
– A cortar algunos troncos.
Debió de haberse alejado tan sólo unos tres metros cuando Annie escuchó el sonido de la madera al ser cortada. Al poco tiempo, volvió con cuatro troncos, dos de casi dos metros de largo y otros dos más pequeños. Construyó un armazón rectangular con ellos y ató los extremos. Luego, trajo grandes brazadas de pinaza y la extendió en el interior del rectángulo para crear una suave y gruesa barrera entre ellos y el suelo. Después, extendió una de las mantas sobre la estructura y se tumbó sobre aquella rudimentaria cama para comprobar si era cómoda.
– Mejor que el suelo -decidió.
Annie se preguntó qué más tendría previsto hacer aquel día. Lo descubrió a los pocos minutos, cuando Rafe insistió en recoger más leña.
– ¿Por qué tenemos que hacerlo ahora? -protestó la joven.
– Ya te lo he dicho, están bajando las temperaturas. Necesitaremos tener leña de sobra.
– Podríamos traerla a medida que la vayamos necesitando.
– ¿Por qué hacer viajes en medio del frío cuando podríamos tener la madera a nuestro alcance? -replicó él.
Annie estaba cansada y empezaba a sentirse irritable.
– No estaremos aquí el tiempo suficiente para usar toda la que ya tenemos.
– He estado en las montañas antes y sé de lo que estoy hablando. Haz lo que te digo.
Reticente, Annie siguió sus instrucciones. Había trabajado más duro durante los últimos tres días que en toda su vida, así que no le habría importado descansar un poco. Incluso antes de encontrarse con Rafe, ya estaba agotada tras haber traído al mundo al bebé de Eda. Además, no había dormido bien la noche anterior, y todo por culpa de él. Annie tenía buen carácter y rara vez se enfurecía, pero la fatiga empezaba a mermar su buen humor habitual.
Una vez que recogieron la suficiente leña para que Rafe se sintiera satisfecho, tampoco le permitió descansar, ya que tuvieron que ir hasta el pequeño prado para recoger a los caballos. Cuando llegaron y Annie vio que los animales habían desaparecido, sintió que el corazón le daba un vuelco.
– ¡Se han ido!
– No estarán muy lejos. Por eso les sujeté las patas.
Les costó unos diez minutos localizarlos. Los caballos habían olido el agua y habían bajado hasta un arroyo, que, probablemente, era el mismo que el que pasaba tan cerca de la cabaña. A los animales no les quedaba ni rastro del nerviosismo que habían mostrado por la mañana gracias al día que habían pasado pastando tranquilamente, y no opusieron ninguna resistencia cuando les instaron a regresar al cobertizo. Annie se hizo cargo de su montura y, en silencio, guiaron a los animales de vuelta.
Pero ni siquiera entonces Rafe le permitió descansar. Insistió en comprobar todas las trampas antes de que anocheciera y la hizo caminar con él. Aquel hombre desafiaba todos los conocimientos de Annie sobre la fuerza y la resistencia humana. Debería haber estado agotado a mediodía, sin embargo, había trabajado durante todo un día de una forma que habría dejado exhausto a un hombre sano.
Las trampas estaban vacías, pero Rafe no pareció sorprendido ni decepcionado. Ya se estaba poniendo el sol cuando regresaron a la cabaña, y la tenue luz, combinada con el cansancio de Annie, hizo que se tropezara con una raíz que sobresalía. Aunque recuperó el equilibrio enseguida y no corría peligro de caerse, Rafe alargó la mano y la cogió por el antebrazo con una fuerza que la asustó hasta el punto de hacerla gritar.
– ¿Estás bien? -Rafe la tomó del otro brazo y la sujetó frente a él.
Annie respiró hondo para tranquilizarse.
– Sí, estoy bien. Es sólo que me has asustado al cogerme del brazo.
– Lo hice para evitar que te cayeras. Si te rompes un tobillo, descubrirás muy pronto que no soy tan buen doctor como tú.
– Estoy bien -le repitió ella-. Sólo un poco cansada.
Rafe no la soltó y mantuvo la mano sobre su brazo durante el resto del camino, haciendo caso omiso del muro de indiferencia que ella seguía intentando levantar. Annie no quería que la tocara, ya que podía sentir el calor que emanaba de aquella fuerte y poderosa mano; un calor demasiado penetrante que debilitaba su racional determinación de mantener las distancias entre ellos.
Rafe cerró la puerta de la cabaña para pasar la noche y Annie empezó a preparar la cena. Era un alivio poder sentarse finalmente, aunque fuera sobre un áspero suelo de madera con el aire frío filtrándose a través de sus grietas. Puso a freír beicon y lo desmenuzó con las judías y el arroz para darles sabor, antes de añadir un poco de cebolla. El tentador aroma de la comida llenó la pequeña estancia y Rafe se sentó impaciente con un ávido brillo en los ojos mientras ella le daba un plato lleno. Annie estaba tan cansada que no comió mucho, aunque no importó, porque Rafe se acabó hasta el último bocado.
Todavía había una cosa que Annie quería hacer antes de dejarse caer agotada. Después de limpiar los platos, cogió la segunda manta y miró alrededor, intentando decidir cuál sería la mejor forma de hacerlo.
– ¿Qué haces?
– Intento averiguar cómo puedo colgar esta manta.
– ¿Por qué?
– Porque quiero lavarme.
– Entonces, hazlo.
– No puedo delante de ti.
Rafe le dirigió una dura mirada antes de coger la manta. Era lo bastante alto para llegar a las vigas del techo y consiguió pasar sin dificultad dos esquinas de la gruesa prenda por encima de las toscas maderas, colgándola a modo de cortina en un pequeño rincón de la estancia. Annie se llevó el cubo de agua con ella detrás de la manta y se quitó la blusa. Tras un momento de vacilación, deslizó los tirantes de su camisola por sus brazos y la dejó caer hasta su cintura. Con cuidado, se lavó lo mejor que pudo, siempre sin perder de vista la cortina improvisada. Pero Rafe no hizo nada para interrumpir su intimidad. Cuando volvió a estar vestida, salió de detrás de la manta dándole las gracias en voz baja.
Rafe le cogió el cubo de la mano.
– Seguramente querrás volver a meterte detrás de esa manta. Estoy cubierto de sudor y no me vendría mal lavarme un poco.
Al escuchar aquello, la joven se deslizó detrás de la improvisada cortina apresuradamente. A Rafe le brillaban los ojos cuando se quitó la camisa. El hecho de que hubiera trabajado duro no era la única razón por la que deseaba lavarse. Si hubiera estado solo, le habría dado igual, pero se acostarían pronto, y una mujer tan exigente con su aseo personal como Annie seguramente preferiría a un hombre que no apestara a sudor. Rafe tiró a un lado su camisa sucia y, sin pensárselo dos veces, se desnudó por completo. Gracias a Annie, tenía ropas limpias para ponerse. Se agachó junto al cubo y se lavó. Después, desechando la camisa, se puso calcetines, юра interior y pantalones limpios.
Cuando acabó, extendió el brazo hacia arriba y descolgó la manta. Bajo la tenue luz del fuego, Annie parpadeó ante él como un búho adormilado. Rafe la examinó con detenimiento y se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse de pie. Había estado haciendo planes de seducción, pero, en todos ellos, había contado con que ella estaría despierta y le invadió la frustración al ser consciente de que tendría que esperar.
Aun así, siguiendo sus instintos más arraigados, Annie hizo un esfuerzo y comprobó lo ajustado que estaba el vendaje alrededor de la cintura de Rafe.
– ¿Te ha molestado mucho hoy?
– Me ha dolido un poco. Eso que me pusiste ha hecho desaparecer prácticamente el picor.
– Era sidra de manzana -le dijo tratando de contener un bostezo.
Rafe pareció vacilar antes de empezar a soltar las horquillas de su pelo.
– Te estás quedando dormida de pie, pequeña. Vamos a quitarte la ropa para que puedas dormir un poco.
Annie estaba tan cansada que se quedó allí de pie, tan dócil como un corderito, hasta que empezó a desabrocharle la blusa. Entonces, abrió los ojos de par en par al darse cuenta de lo que Rafe estaba haciendo y se echó hacia atrás al tiempo que se llevaba rápidamente las manos a los bordes de la blusa para cerrarla.
– Quítate la ropa -le ordenó él en un tono que no admitía réplica-. Puedes dejarte la camisola.
– Por favor – -suplicó ella desesperada, a pesar de saber que cualquier protesta sería inútil.
– No. Vamos, hazlo ya. Cuanto antes te desvistas, antes podrás acostarte y descansar.
A Annie le resultó incluso más difícil renunciar a la protección de su ropa de lo que lo había sido la primera vez, porque ahora era consciente de lo verdaderamente vulnerable que era. Su mente podría resistirse a él; sería difícil, pero podría hacerlo. Sin embargo, ¿cómo se resistiría a las exigencias de su propio cuerpo? Pensó en negarse, aunque enseguida descartó la idea porque él era mucho más fuerte que ella y la lucha sólo tendría como resultado que le desgarrara la ropa. También pensó en pedirle que le diera su palabra de que no la tocaría, aunque sabía que eso también sería un esfuerzo inútil. Se limitaría a mirarla con aquella implacable mirada y se negaría a hacerlo.
Rafe dio un paso en su dirección y la joven le dio la espalda rápidamente.
– Yo lo haré -gritó Annie al sentir que le ponía las manos sobre los hombros.
– Entonces, hazlo de una vez.
Ella inclinó la cabeza y le obedeció. Rafe permaneció de pie justo detrás de ella y cogió cada prenda de ropa de sus temblorosas manos, a excepción de los botines y las medias. Annie pensó que estallaría en llamas al tener el fuego de la chimenea frente a ella y el calor del cuerpo masculino detrás. Se quedó dándole la espalda, con la mirada perdida en el fuego, mientras él colocaba sus ropas bajo la manta. Luego Rafe le cogió la mano y la guió con delicadeza hasta la cama que había hecho para ellos.