– No hay nada que puedas hacer -afirmó Rafe, tajante-. Es sarampión. Ocurre lo mismo que con la viruela: o morirán o sobrevivirán.
– Puedo darles algo que les alivie un poco y que les baje la fiebre.
Llevaban discutiendo diez minutos. Annie todavía sostenía al bebé que le había sonreído mostrándole dos diminutos dientes y, en ese momento, chupaba ruidosamente un puño regordete.
– ¿Qué harás cuando algunos de los guerreros se recuperen y decidan matarme y convertirte en esclava? Eso si el chamán no decide que eres una amenaza y que debes morir también.
– Rafe, lo siento, sé que crees que es un error, pero me siento tan obligada a quedarme como me sentía obligada a venir. Por favor, compréndelo. A la mayoría de ellos ya les han salido las manchas, así que será sólo cuestión de unos pocos días antes de que empiecen a mejorar. Sólo unos pocos días.
Rafe se preguntó cuándo había empezado a convertirse su cerebro en papilla en todo lo referente a ella.
– Sabes que puedo obligarte a salir de aquí.
– Sí, lo sé -admitió Annie. Rafe era lo bastante fuerte como para obligarla a hacer lo que deseara. La joven podía incluso comprender su posición, y el hecho de ser consciente de la validez de sus argumentos le hacía apreciar doblemente el autocontrol que estaba mostrando, sobre todo, por lo implacable que siempre se mostraba.
– Es peligroso para nosotros quedarnos tanto tiempo en un mismo lugar.
– Sí, pero, por otro lado, un campamento apache probablemente sea el lugar más seguro para nosotros. ¿Cuántos cazarrecompensas nos buscarán aquí?
Ninguno, tuvo que admitir Rafe.
– Está bien. -Una vez más, se sorprendió a sí mismo cediendo de nuevo-. ¿Cuatro días serán suficientes?
Annie reflexionó un instante.
– Deberían serlo.
– Tanto si lo son como si no, cuatro días es el plazo máximo. Cuando unos cuantos de ellos empiecen a ser capaces de moverse, nos marchamos.
– De acuerdo. -La joven era consciente de que el simple hecho de que ella trabajara para ayudar a los apaches no significaba que ellos apreciaran sus esfuerzos.
El campamento indio estaba formado por sesenta y ocho personas. Annie nunca había tenido tantos pacientes al mismo tiempo y casi no sabía por dónde empezar. Lo primero que hizo fue ir de tienda en tienda comprobando el estado de cada uno. Algunos parecían tener síntomas leves; otros, graves. La anciana que, aparentemente, había intentado hacerse cargo de toda la tribu, reunió el coraje suficiente como para abalanzarse gritando sobre Annie cuando se arrodilló junto a los enfermos en la tienda donde ella se había escondido. Rafe sujetó rápidamente a la anciana por los brazos y la obligó a sentarse.
– Basta -le ordenó con dureza, esperando que su tono de voz la mantuviera quieta aunque no entendiera lo que decía. A Rafe le hubiera gustado conocer algunas palabras de la lengua apache, pero no era así, y no era probable que alguien allí hablara algo de inglés. La anciana, atemorizada, volvió a encogerse en su rincón y se contentó con fulminar con la mirada a los intrusos.
Annie no guardaba muchas esperanzas de que los enfermos con las manchas negras pudieran salvarse, aunque había visto casos en los que lograban recuperarse.
El mayor peligro para todos ellos era la fiebre, que si subía demasiado podía provocar convulsiones. La joven había comprobado que, a menudo, los cerebros de la gente que sobrevivía a una fiebre tan alta quedaban afectados. También cabía la posibilidad de que derivara en una neumonía y otras complicaciones. Si se paraba a pensarlo, el sentido común la obligaría a admitir que era inútil esperar mucho. En lugar de eso, Annie no se permitió a sí misma ni un minuto de descanso. Incluso si salvaba sólo a una persona, sería un triunfo y una especie de compensación por lo de Trahern.
La joven esperaba que sus provisiones de corteza de sauce fueran suficientes. Cogió agua y la puso a hervir, pensando durante todo el tiempo en su plan de acción. Haría el té no muy cargado; eso les bajaría la liebre aunque no acabaría con ella, y de ese modo, las provisiones durarían más. Estaba segura de que los apaches conocían las plantas locales que podían usarse para combatir la fiebre, pero la barrera del idioma le impedía preguntárselo.
Mientras el té se estaba haciendo, inició una nueva ronda por las tiendas. Esa vez quería descubrir cualquier hierba que los indios usaran normalmente. Quizá algunas de ellas le fueran útiles. Rafe la seguía en todo momento, tan alerta como un lobo.
El bebé volvía a dar alaridos y Annie pensó que probablemente tuviera hambre. Se dirigió a la tienda donde estaba gritando y lo cogió. Aparentemente, estaba más asustado que hambriento, porque se acurrucó de nuevo con satisfacción en sus brazos. Annie no podía soportar escucharlo llorar de esa manera, así que se llevó al bebé con ella, pensando que no lo expondría a la enfermedad más de lo que ya lo había estado.
Encontró algunos manojos de plantas secas, sin embargo, no conocía la mayor parte de ellas. Ojalá hubiera pasado más tiempo en esa zona. De esa forma, podría haber estudiado las propiedades curativas de las plantas locales. Aun así, las cogió; quizá la anciana pudiera indicarle cómo se usaban algunas.
Los dos niños habían salido de su tienda para observarlos con ojos asustados y muy abiertos.
Uno de ellos llevaba un arco que era tan largo como él, aunque no hizo ningún esfuerzo por usarlo. Annie les sonrió cuando pasó por delante de ellos en un intento de tranquilizarlos, y los niños bajaron la mirada.
– Deja que yo sostenga al bebé -murmuró Rafe cuando vio que Annie intentaba sujetarlo con una mano y añadir miel y canela al té de corteza de sauce con la que le quedaba libre. La joven lo miró sorprendida. De alguna forma, la idea de un bebé siendo acunado por esos fuertes brazos parecía incongruente; no obstante, le entregó con gusto el pesado bulto.
El bebé empezó a llorar de nuevo y Rafe lo estrechó contra su pecho, acunando la cabecita llena de pelusa en su mano para intentar calmarlo.
– Espero que no esté enfermando -comentó Annie dirigiéndole una mirada preocupada-. El sarampión es muy grave en los bebés. Ojalá sólo sea hambre.
Lo más probable era que llorara porque Annie no lo tenía en brazos, pensó Rafe. Sin duda también estaba hambriento, pero el contacto de la joven lo había calmado a pesar de ello. Rafe metió el dedo en el tarro de miel y lo deslizó en su boquita. El bebé berreó con el dedo en la boca durante un momento, luego percibió el dulce sabor y se aferró al dedo chupándolo desesperadamente. Rafe hizo un gesto de dolor cuando dos pequeños dientes se hundieron en su carne.
– ¡Eh! ¡Maldita sea, pequeño caníbal, suéltalo!
Cuando se acabó la miel, el bebé empezó a llorar de nuevo. Rafe hizo ademán de meter el dedo en la miel otra vez, pero se contuvo ante un gesto de Annie.
– Hay que tener cuidado con la miel y los bebés. A veces no les sienta nada bien. Quizá su madre todavía le da de mamar; ¿por qué no vas a comprobarlo? Si no es así, en una de mis alforjas hay una tortita que sobró del desayuno. Mójala en agua y dásela en trocitos pequeños. Y, por favor, comprueba también que no necesite que lo cambien.
Annie desapareció tras un revuelo de faldas y Rafe bajó la mirada alarmado hacia el pequeño carnívoro que tenía en los brazos. ¿Cómo había acabado en esa situación? ¿Cómo se suponía que tenía que averiguar si la madre todavía daba de mamar al bebé? La mujer estaba casi inconsciente y, de todas formas, él no hablaba la lengua apache. ¿Y qué había querido decir Annie con que comprobara si había que cambiarlo? ¿Y qué pasaría si había que hacerlo? Él no tenía ni idea de qué tendría que hacer entonces.
Darle de comer, sin embargo, le pareció una buena idea. Eso podría hacerlo, pensó rebuscando en las alforjas hasta que encontró la tortita. El pequeño estaba dando alaridos otra vez y pataleaba indignado. Rafe había pensado que a todos los bebés apaches los mantenían sujetos en una especie de mochila, pero quizá sólo lo hacían cuando las madres tenían que llevarlos con ellas.
Mojó la tortita en agua, la desmenuzó en trozos diminutos y fue metiéndoselos al bebé en la boca, procurando evitar aquellos dos dientecitos. Aparentemente el bebé ya había aprendido cómo se comía, porque parecía que sabía qué debía hacer, y volvió a reinar un bendito silencio.
Rafe también mantenía su atención en Annie, que iba de tienda en tienda con el cazo de té de corteza de sauce, y observó que los dos niños lo miraban como si tuviera dos cabezas. Probablemente, los guerreros apaches no se ocupaban de los bebés, y Rafe podía entender por qué. La verdad es que el bebé estaba realmente mojado, así que, suspirando con resignación, empezó a desvestirlo. Después de todo, no sabía si se trataba de un niño o de una niña y quizá ya era hora de averiguarlo.
Era una niña. Y para su alivio, sólo estaba mojada. El bebé pareció disfrutar de la fresca libertad al quedarse desnudo en su regazo, y empezó a dar patadas enérgicamente al tiempo que emitía ruiditos. Rafe sonrió cuando lo miró y la redonda carita le devolvió la sonrisa. Estaba muy graciosa con aquel pelo de punta sobre su cabeza romo si fuera un cepillo. Su oscura piel era tan suave como la aeda y sus negros ojos rasgados se entrecerraban cada vez que sonreía, algo que hacía cada vez que él la miraba.
Rafe la acomodó sobre su brazo y se dirigió a la tienda donde Annie la había encontrado. Allí debería haber algunas telas limpias con las que envolverla. Cuando entró, la joven madre intentó girarse sobre el costado para poder levantarse. Sus ojos, brillantes por la fiebre, estaban clavados con desesperación en el bebé. Rafe se agachó junto a la mujer y la hizo recostarse con delicadeza.
– No pasa nada -dijo con voz calmada, esperando que su tono de voz la tranquilizara aunque no pudiera entender lo que decía. Rafe le dio unas palmaditas en el hombro y luego le puso la mano en la frente comprobando que su piel estaba ardiendo-. Cuidaremos de tu bebé. ¿Ves? Está bien. Acabo de darle de comer.
La mujer no pareció reconfortada, pero estaba demasiado enferma para resistirse. Cerró los ojos y pareció sumergirse en un sopor febril. Junto a ella, yacía un guerrero inmóvil que respiraba con dificultad. Su cara redonda y su pelo tieso eran exactamente iguales que los de la niña.
Rafe encontró la rústica mochila y los trapos que necesitaba para cambiar al bebé. No quería envolverlo por completo de forma que no pudiera moverse, así que improvisó una envoltura que le llegara hasta la cadera. Estaba acabando de sujetarla cuando Annie entró en la tienda con el cazo de té de corteza de sauce.
– Es una niña -anunció Rafe-. No sé si la madre sigue dándole el pecho o no. Se ha comido la tortita como si ya lo hubiera hecho antes.
Annie no pudo evitar sonreír al ver al bebé regordete y moreno descansando tan calmadamente sobre el musculoso brazo de Rafe. Siempre le habían gustado los bebés. De hecho, ayudar a una mujer a dar a luz siempre había sido la parte favorita de su trabajo. Cuando antes había cogido al bebé indio, se había sentido… completa, de alguna forma. Quizá era porque había estado pensando en tener un hijo de Rafe, y por primera vez, se había imaginado a sí misma como madre.
Con cuidado, Annie abrió la parte delantera del vestido de la mujer. Rafe les dio la espalda, meciendo y hablando al bebé al mismo tiempo. Los pechos de la madre no estaban hinchados por la leche, así que Annie supo que, por alguna razón, ya habían destetado a la niña. Era poco corriente que un bebé tan pequeño no mamara ya, aunque, a veces, la madre no llegaba a tener leche nunca, o sucedía algo que le impedía darle de mamar. Annie incluso había visto unos cuantos casos en los que los propios niños rechazaban el pecho cuando les empezaban a salir los dientes.
– Ya puedes darte la vuelta -le indicó a Rafe después de cubrir a la mujer-. El bebé ya no mama. Tendremos que darle de comer nosotros.
Annie levantó la cabeza a la madre y fue dándole el té a cucharadas con extrema paciencia, animándola a que tragara. Le resultó más difícil con el guerrero, porque no pudo despertarlo. Al mirarlo, a Annie se le hizo un nudo en el estómago; no creía que fuera a sobrevivir. Aun así, no se rindió. Empezó a hablarle y a acariciarle la garganta, haciendo que fuera tragando el té poco a poco. Su cuerpo se sacudió a causa de la tos, mostrando otro síntoma de la enfermedad. Preocupada, la joven colocó la mano sobre su pecho y sintió la congestión en sus pulmones.
Rafe la observó con ojos inquisitivos. Ella curaba heridas con su simple contacto, calmaba a bebés y caballos, y lo volvía loco cuando hacían el amor, pero ¿su don especial podría hacer algo contra una enfermedad? Rafe se dio cuenta de que no había reflexionado antes sobre ello, y en ese momento no sabía qué pensar. Algunos de los indios se recuperarían del sarampión y otros no. Y nunca sabrían cuántos de los supervivientes habrían muerto sin Annie. Y, ¿sería a causa de sus hierbas o su tacto? A no ser, por supuesto, que todos sobrevivieran. La idea hizo que el corazón le diera un vuelco y se esforzó por que el pánico no se reflejara en sus ojos. Dios, si ella podía hacer una cosa así, ¿cómo podría justificar el hecho de quedársela sólo para él? Algo tan especial no podía ocultarse. Sería un crimen hacerlo.
De pronto, su boca se curvó en una mueca irónica. Él era la persona perfecta para preocuparse sobre qué sería un crimen y qué no.
Ya satisfecha y sin hambre, la niña empezó a bostezar. Rafe la colocó sobre una manta e hizo lo que pudo para ayudar a Annie.
Había dos mujeres y un hombre, aparte de la anciana, que todavía podían mantenerse en pie, sin embargo, tenían fiebre y estaban alarmados por la intrusión de hombres blancos en su campamento. El guerrero había intentado coger sus armas, pero se había calmado cuando Annie le habló con suavidad e intentó demostrarle que estaban intentando ayudarles. La joven le mencionó a Rafe lo que lo que ocurrido mientras trabajaba y él, enfurecido consigo mismo por haber sido tan descuidado, le hizo jurar que, a partir de ese momento, no se movería de su lado. Si el guerrero apache hubiera estado un poco menos enfermo, podría haberla matado.
La anciana volvió a salir de su escondite y vio cómo Rafe incorporaba a un enorme guerrero para que Annie pudiera hacerle beber el té. El enfermo intentó resistirse y Rafe lo sujetó sin esfuerzo. Entonces, la anciana le dijo algunas palabras al guerrero y éste se relajó y se bebió el té.
Las arrugas plagaban el rostro de la anciana, al igual que los arroyos surcaban la tierra, y estaba delgada y encorvada. Estudió a aquellos dos blancos que eran los enemigos de su pueblo, observando detenidamente al guerrero que llevaba sus armas como si formaran parte de él. Hasta el gran Cochise reconocía que no todos los hombres blancos eran enemigos. Al menos, esos dos parecían querer ayudar… Bueno, la mujer quería ayudar, y el guerrero blanco con los fieros ojos claros le dejaba hacer lo que deseaba. La anciana había visto aquello con anterioridad en su larga vida; incluso el guerrero más fuerte y valeroso se volvía extrañamente indefenso cerca de una mujer segura.
La mujer era interesante. Tenía un extraño pelo claro, pero sus ojos eran oscuros como los de su gente y parecía que sabía curar. El chamán de su tribu había sido uno de los primeros en sucumbir a la enfermedad y todo el mundo se había quedado horrorizado. Quizá la mujer blanca supiera cómo acabar con esa enfermedad del hombre blanco, así que decidió acercarse a ellos.
– Jacali -dijo señalándose a sí misma y haciéndole señas a Annie para que le diera el cazo de té.
La joven imaginó que les estaba diciendo su nombre y le dio el cazo que sostenía. La anciana lo olisqueó, lo probó y se lo devolvió pronunciando algunas palabras al tiempo que asentía. Mediante señas, les hizo comprender que les ayudaría a cuidar de su gente.
Annie se tocó a sí misma y luego a Rafe, repitiendo sus nombres. La anciana repitió cada nombre a su vez, pronunciando las sílabas de una forma brusca y marcada. Annie asintió sonriendo y dieron las presentaciones por concluidas.
La joven se alegró de contar con un par de manos más. De toda la tribu, esa anciana y los dos niños eran los únicos que no mostraban ningún síntoma del sarampión. Una vez acabaron de repartir el té, se puso a hacer un caldo muy suave con las reservas de cecina seca de los apaches. Hubiera sido de gran ayuda disponer de una cazuela grande, pero si había alguna en el campamento, ella no la había visto. Rafe encendió varios fuegos y Annie le encargó la tarea a la anciana, mostrándole lo suave que deseaba que fuera el caldo. Jacali hizo señales de que la comprendía.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó Rafe.
Annie se frotó la frente con cansancio.
– Necesito preparar un jarabe de marrubio que les alivie la tos y que disminuya la congestión en sus pulmones. Creo que varios ya tienen neumonía. Es necesario lavarlos con agua fría para que les baje la fiebre.
Rafe la atrajo hacia él y la abrazó durante un largo minuto, deseando poder hacer que descansara, sin embargo, sabía que ambos estarían mucho más cansados antes de que lo peor hubiera pasado.
– Yo los lavaré mientras tú preparas el medicamento -susurró besándola en el pelo.
La tarea a la que se enfrentaban era monumental. Según sus cálculos, había casi setenta indios, de los cuales, sólo tres estaban sanos, cuatro si contaban al bebé con el pelo de punta. Había ancianos, gente joven y de mediana edad, y los más fuertes estaban tan enfermos como los más débiles. Rafe se encargó de mitigar la fiebre de los guerreros con agua fría, dejándolos en paños menores. Sabiendo que sus nociones y normas de pudor eran prácticamente iguales a las del hombre blanco, procuró no descubrir a las mujeres más de lo necesario, limitándose a levantar sus vestidos para poder refrescar sus piernas y brazos.
Los niños resultaron ser los más fáciles de manejar, pero también eran los que estaban más asustados. Algunos de ellos lloraban cuando los tocaba. Los trató con delicadeza mientras les quitaba la ropa y sostuvo en su regazo a un aterrado niño de unos cuatro años mientras refrescaba sus robustas piernecitas y bracitos. El pequeño no podía dejar de llorar a causa de la enfermedad. Rafe lo acunó hablándole con suavidad, hasta que se sumergió en un inquieto sueño. Luego sacó de allí el cuerpo de la madre, que había muerto en el breve tiempo que Annie había tardado en administrar el té a todos. Jacali, la anciana, rompió a llorar gritando al ver el pesado bulto que Rafe cargaba envuelto en mantas, y los dos niños corrieron a esconderse.
Fue el dolor en los ojos de Annie lo que lo sacudió más duramente.
Rafe conocía algunas de las costumbres apaches en referencia a la muerte y no sabía cómo iban a arreglárselas. Los apaches nunca vivirían en una tienda donde alguien hubiera muerto, pero él no podía sacar a los enfermos o estar trasladándolos continuamente de una tienda a otra cada vez que alguien muriera. Tampoco conocía sus costumbres funerarias. Finalmente, decidió dejar que Jacali se encargara de eso, pues ella haría todo lo que pudiera para seguir sus costumbres.
Mitigar la fiebre con agua fría era una tarea interminable. Si alguien se dejaba llevar por el sueño, Rafe no lo molestaba, pero a los que estaban inquietos o tenían tanta fiebre que permanecían inconscientes, había que refrescarlos continuamente. Los tres que habían estado intentando ayudar a Jacali fueron útiles al principio; sin embargo, al llegar la noche, estaban tan enfermos como los demás.
Annie iba de un paciente a otro, administrando el jarabe para la tos a aquellos cuyos pulmones sonaban congestionados. A los que tenían los pulmones sanos, les daba una mezcla de hisopo y miel.
Siguieron así toda la noche. La joven no se atrevía a dormir porque tenía miedo de que alguien sufriera convulsiones a causa de la fiebre. Puso a hervir más té de corteza de sauce y se pasó horas haciendo tragar a unos pacientes inquietos, violentos e inconscientes. Algunos de los niños más pequeños lloraron durante la mayor parte de la noche, y su sufrimiento le partía el corazón. A aquellos a los que les escocían las manchas, los bañaron con vinagre de sidra de manzana. El bebé lloraba con fuerza cada vez que tenía hambre o necesitaba que lo cambiaran, o estaba asustado por la ausencia de su madre. La joven mujer intentó varias veces responder a los llantos de su hija, pero estaba demasiado débil para hacerlo. Cuando amaneció, ya habían muerto cinco personas más. Annie, obstinadamente, hizo una ronda con más té. Tenía los ojos rodeados por dos círculos negros fruto de la fatiga. Al entrar a una tienda, se encontró con un guerrero intentando girar sobre su costado y alargando la mano hacia la mujer que yacía junto a él. Con el corazón en un puño, Annie se acercó apresuradamente a la mujer y descubrió que sólo estaba dormida. Como esa mujer era uno de los casos cuyos pulmones habían estado congestionados, Annie casi se sintió aliviada y le dedicó al guerrero una resplandeciente sonrisa. Los oscuros y enigmáticos ojos rasgados del apache la estudiaron y luego se dejó caer de nuevo sobre la espalda con un gruñido.
Annie le deslizó un brazo por debajo de los hombros y lo ayudó a incorporarse para que pudiera beberse el té, cosa que hizo sin protestar. Cuando la joven hizo que se recostase, parecía un poco aturdido, pero murmuró algunas palabras en su idioma. Annie le puso su fría mano sobre la frente y le indicó que debería dormir. EJ apache, todavía desconcertado, le obedeció.
La joven dio un traspié al salir de la tienda y Rafe apareció de inmediato a su lado, rodeándole la cintura con su fuerte brazo.
– Ya es suficiente -afirmó-. Tienes que dormir algo.
La condujo hasta las mantas que había extendido a la sombra de un árbol y la joven se tumbó agradecida. Debería haber discutido con él, pensó cansadamente, pero había notado que Rafe no cedería esa vez. Ya estaba dormida cuando su cabeza tocó la manta.
Los dos niños se acercaron a verla con curiosidad y Rafe se llevó un dedo a los labios indicándoles que no hicieran ruido. Unos solemnes ojos negros se quedaron mirándolo en silencio.
Él también estaba cansado, pero ya descansaría más tarde, cuando Annie se despertara. Deseaba tenerla en sus brazos mientras ella dormía, sentir la calidez de su cuerpo menudo y absorber algo de su magia. Le bastó, sin embargo, con vigilarla mientras dormía.
Al tercer día, Annie no sabía cómo seguir enfrentándose a la magnitud de la tragedia. Había dormido a ratos, al igual que Rafe. Un total de diecisiete personas habían muerto desde que ellos habían llegado al campamento, y ocho de ellos eran niños. La pérdida de los niños era lo que más le dolía.
Siempre que podía, Annie se sentaba y cogía en brazos al bebé que irradiaba salud como un oasis en medio de un desierto. La niña balbuceaba y chillaba y movía sus manitas regordetas, sonriendo indiscriminadamente a quienquiera que la sostuviera en brazos. El peso de ese pequeño e inquieto cuerpo en sus brazos era infinitamente tranquilizador.
La madre del bebé parecía estar recuperándose, al igual que su padre. La mujer había sonreído lánguidamente al escuchar los imperiosos gritos de su hija. El guerrero de rostro redondeado todavía dormía mucho, pero parecía que la fiebre le había bajado y que tenía los pulmones despejados.
Entonces, en cuestión de unas horas, uno de los niños que habían parecido tan sanos empezó a tener mucha fiebre y convulsiones. A pesar del té de corteza de sauce que Annie le suministró, murió esa misma noche sin que ni siquiera le hubieran salido las manchas. Sólo los círculos en sus encías indicaban que la misma enfermedad que diezmaba a su pueblo había consumido su pequeño cuerpo.
– No he podido hacer nada -sollozó Annie en los brazos de Rafe-. Lo he intentado, pero, a veces, da igual. No importa lo que haga, ellos mueren.
– Tranquila, cariño -murmuró él-. Has hecho más de lo que cualquiera hubiera podido hacer.
– Pero no fue suficiente para él. ¡No tenía más de siete años!
– Algunos más pequeños que él ya han muerto. No tienen ninguna resistencia a la enfermedad, ya lo sabes. Sabías desde el principio que muchos de ellos morirían.
– Pensé que podría ayudar -insistió Annie. Su voz sonaba débil y desolada.
Rafe le levantó la mano y se la besó.
– Y lo has hecho. Cada vez que los tocas, lo haces.
A Annie todavía le parecía que no había hecho suficiente. Sus reservas de corteza de sauce se habían agotado y habría dado cualquier cosa por tener más, o por disponer de espirea, que era incluso mejor para bajar la fiebre, sin embargo, ninguna de esas plantas crecían en el sudoeste. Jacali le había mostrado algunas cortezas y le había indicado que venían de un árbol que según Rafe era un álamo temblón. Al parecer, las mujeres de la tribu las habían cogido durante un viaje al norte y sólo había una pequeña cantidad. Annie las hirvió como lo había hecho con la corteza de sauce, y el té resultante había ayudado a mitigar la fiebre aunque no parecía ser tan efectivo, o quizá simplemente lo estaba haciendo demasiado suave. Annie estaba demasiado cansada para determinar cuál era el problema.
Jacali iba de un lado a otro con las interminables tazas de caldo de cecina, haciéndolo pasar por gargantas doloridas. El niño cuyo amigo había muerto se convirtió en la sombra de Rafe y a menudo miraba detenidamente a Annie desde detrás de la protección de sus largas y musculosas piernas.
El cuarto día, cuando algunos de los guerreros empezaron a mostrar claras señales de recuperación y comenzaron a mirarla con ojos indescifrables, Annie pensó que Rafe la montaría sobre un caballo y se la llevaría de allí.
En lugar de eso, ese mismo día, ya tarde, se acercó a ella con el bebé en brazos. No dejaba de llorar, agitaba sus diminutos brazos y piernas, y su oscura piel parecía arder a causa de la fiebre. Unas manchas negras habían empezado a aparecer en su vientre.