Capítulo 2

En cuanto Annie las rozó, las heridas de McCay empezaron a sangrar lentamente.

¿Cuándo ocurrió? -inquirió mientras intentaba tocarle con la mayor delicadeza posible.

– Hace diez días.

– Eso es mucho tiempo para que unas heridas permanezcan abiertas.

Rafe no había podido descansar lo suficiente como para permitir que su carne empezara a cicatrizar, no con Trahern siguiéndole la pista obstinadamente. Y como consecuencia, las heridas se habían abierto cada vez que había montado sobre su caballo. No obstante, sentía una amarga satisfacción al saber que el cazador de recompensas tampoco había podido darle a su pierna el descanso que necesitaba.

El whisky estaba haciendo que su cabeza le diera vueltas y se vio obligado a cerrar los ojos para evitar el mareo. De pronto se descubrió a sí mismo concentrándose incluso aún más en el tacto de las manos de aquella mujer. La doctora Parker. La doctora A. T Parker, según indicaba el cartel rudimentariamente grabado que había en la parte delantera de aquella humilde casa. Nunca antes había oído hablar de una mujer que ejerciera la medicina.

Su primera impresión había sido que su delgadez y aquella mirada cansada tan característica de las mujeres del Oeste, le restaban atractivo. Sin embargo, cuando se había acercado a él, había descubierto la suavidad de sus ojos marrones y el dulce desorden de su pelo rubio, recogido hacia atrás en un descuidado moño, con finos rizos sueltos rodeando su rostro. Entonces, le había tocado y había sentido la ardiente magia de sus manos. ¡Esas manos que le hacían sentirse relajado y tenso al mismo tiempo!

Maldita sea, estaba borracho; ésa era la única explicación.

– Primero aplicaré compresas de agua caliente con sal -le explicó ella con voz serena-. Tiene que estar casi hirviendo, así que no será muy agradable.

Rafe no abrió los ojos.

– Hágalo.

Calculó que Trahern, como mínimo, estaba a un día de distancia, pero cada minuto que pasaba tumbado allí era un minuto que ganaba el cazarrecompensas.

Annie abrió la lata de sal marina, echó un puñado en una de las ollas y usó un par de fórceps para sumergir un paño en el agua hirviendo. Lo mantuvo goteando sobre la olla durante un minuto, comprobó la temperatura con la suave piel de su antebrazo, y luego colocó el humeante paño contra la herida de la espalda.

Rafe se puso rígido y dejó escapar el aire entre sus dientes apretados, pero no emitió ni siquiera un quejido. Annie se descubrió a sí misma dándole unas compasivas palmaditas en el hombro con su mano izquierda mientras mantenía el paño caliente contra su cuerpo con la ayuda del fórceps que sostenía en la derecha.

Cuando el paño se enfrió, volvió a meterlo en el agua hirviendo.

– Iré alternando las heridas -comentó-. La sal ayuda a detener la infección.

– Acabemos con esto lo antes posible -gruñó Rafe-. Hágalo a la vez en ambos lados.

Annie se mordió el labio, pensando que él tenía razón, que eso sería lo mejor. Incluso tan enfermo como estaba, aquel hombre tenía una sorprendente tolerancia al dolor. Cogió otro paño y otro par de fórceps, y aplicó las compresas de agua caliente con sal durante la siguiente media hora, hasta que la piel alrededor de las heridas se volvió de un color rojo oscuro y los irregulares bordes de las heridas adquirieron un tono blancuzco. Durante todo el proceso, el desconocido permaneció totalmente inmóvil con los ojos cerrados.

Una vez que consideró que la sal había hecho su función, la joven cogió un par de tijeras quirúrgicas, tensó la piel, y recortó con rapidez la carne blanca. Sin perder tiempo, presionó los bordes de las heridas para que se terminaran de limpiar, y consiguió extraer pus, sangre coagulada y unos cuantos trozos diminutos de tela junto con una fina esquirla de plomo de la bala. Annie no dejó de hablar en voz baja durante todo el proceso, explicando a su paciente lo que estaba haciendo aunque no estuviera segura de que permaneciera consciente.

Después lavó las heridas con una tintura de caléndula para detener la hemorragia y les aplicó aceite de tomillo fresco con la intención de evitar posteriores infecciones.

– Mañana empezaré a usar vendajes de llantén -dijo la joven una vez finalizó su tarea-. Esta noche sólo le pondré emplastos de álsine en dos heridas para que su cuerpo expulse cualquier resto de su camisa que yo no haya visto.

– Mañana ya no estaré aquí -respondió Rafe, haciendo que la joven diera un respingo. Eran las primeras palabras que pronunciaba que había empezado la cura. Annie había tenido la esperanza que se hubiera desmayado, y casi estaba segura de que así había sido. ¿Cómo podía haber soportado aquel dolor sin emitir ningún sonido ni haberse movido en absoluto?

– No puede marcharse -adujo ella con suavidad-. Creo que no es consciente de lo grave que es su estado. Morirá si esas heridas continúan infectadas.

– He llegado hasta aquí por mi propio pie, señora; así que no debo de estar tan enfermo.

Annie apretó la mandíbula.

– Sí, llegó hasta aquí y probablemente también podrá marcharse aunque esté tan enfermo que muchos hombres en su estado estarían en cama. Pero le aseguro que en veinticuatro horas ni siquiera será capaz de arrastrarse, y que, en una semana, seguramente estará muerto. Por otro lado, si me da tres días, conseguiré curar sus heridas.

Los fríos ojos masculinos se abrieron para estudiar la seria expresión de los oscuros ojos de la joven, mientras sentía que el dolor sordo de la liebre recorría todo su cuerpo. Demonios, probablemente ella tenía razón. Aunque fuera una mujer, parecía ser una doctora condenadamente buena. Pero Trahern todavía iba tras sus pasos y no estaba en condiciones de enfrentarse a un cazarrecompensas.

Quizá su perseguidor estuviera tan enfermo como él, sin embargo, cabía la posibilidad de que no fuera así, y Rafe no se arriesgaría a comprobarlo a no ser que no tuviera más remedio.

Necesitaba esos pocos días de descanso y de cuidados que la doctora le ofrecía, aunque era consciente de que no podía permitirse ese lujo. No allí. Si pudiera esconderse en las montañas…

– Haga esos emplastos de los que me ha hablado -le ordenó.

La grave y áspera voz masculina hizo que Annie se estremeciera y que obedeciera sin pronunciar palabra. Arrancó álsine fresca de las macetas de hierbas que cuidaba con tanto esmero y machacó las hojas antes de aplicarlas sobre las heridas. Luego, colocó gasas húmedas sobre las hojas y vendó las heridas con la ayuda de Rafe, que se había sentado sobre la mesa en la última parte del proceso.

Cuando la joven terminó, él cogió su camisa y volvió a ponérsela por la cabeza.

– No se vaya -le pidió la joven con voz llena de preocupación mientras le agarraba del brazo-. No sé por qué cree que debe hacerlo, pero es muy peligroso para usted.

Ignorando la delicada mano femenina, Rafe se quitó la toalla empapada en sangre con la que ella había evitado que se mancharan sus pantalones y bajó de la mesa de reconocimiento. Annie dejó caer la mano a su costado, sintiéndose furiosa e impotente. ¿Cómo podía aquel hombre arriesgar su vida de esa forma después de todo lo que ella había hecho para ayudarle? Y, ¿para qué había acudido entonces en busca de su ayuda, si no tenía intención de seguir sus consejos?

Rafe se metió la camisa por dentro de los pantalones y se los abotonó con calma. Luego, con movimientos igualmente pausados, se abrochó la hebilla del cinturón, colocó el revólver en su funda y volvió a atar la correa de la pistolera alrededor de su musculoso muslo.

Cuando vio que se ponía el abrigo, Annie empezó a hablar precipitadamente.

– Si le doy algunas hojas de llantén, ¿intentará, al menos, mantenerlas sobre las heridas? El vendaje tiene que permanecer fresco…

– Coja lo que necesite -le respondió.

Annie parpadeó confundida.

– ¿Qué?

– Póngase su abrigo. Se viene conmigo.

– No puedo hacer eso. Tengo pacientes que atender y…

Rafe sacó el revólver y le apuntó con él. Annie se calló, demasiado asombrada para continuar y, en medio del silencio, pudo oír claramente el chasquido del percutor al ser levantado.

– He dicho que se ponga el abrigo y que coja lo que necesite -repitió él en un tono que no admitía réplicas.

Sus claros y fríos ojos permanecían indescifrables y el pesado revólver su mano no tembló en ningún momento. Sin dar crédito a lo que sucedía, Annie se puso el abrigo, reunió algo de comida, y metió sus instrumentos médicos y varias hierbas en su maletín de piel negra, bajo aquella mirada glacial que observaba cada uno de sus movimientos.

– Con eso, bastará. -Rafe le arrebató la bolsa de comida y le hizo una señal con la cabeza-. Salga por la parte de atrás y lleve la lámpara consigo.

Annie se dio cuenta de que él debía de haber inspeccionado su casa mientras la esperaba y se sintió inundada por una oleada de furia. Sólo disponía del pequeño cuarto en la parte trasera para sí misma y le molestó sobremanera aquella intrusión en su intimidad. Sin embargo, con el cañón del revólver pegado en el centro de su espalda, parecía ridículo ofenderse; así que salió por la puerta de atrás con él pegado a sus talones.

– Ensille su caballo.

– Todavía no le he dado de comer -replicó Annie. Sabía que era una protesta estúpida, pero, de alguna manera, no le parecía justo esperar que su caballo cargara con ella sin haberlo alimentado antes.

– No quiero tener que repetir mis órdenes continuamente -le advirtió Rafe. Su voz se había convertido en un susurro, haciendo que las palabras sonaran aún más amenazantes.

En silencio, Annie colgó la lámpara en un gancho. Un gran caballo castaño, ya ensillado, esperaba pacientemente junto a su montura.

– No pierda el tiempo.

Una vez que la joven ensilló a su caballo con sus habituales movimientos enérgicos y eficientes, Rafe señaló hacia su espalda.

– Quédese ahí, donde pueda verla bien.

Annie se mordió los labios al tiempo que se movía para obedecerle. Había pensado en esconderse tras su caballo y escabullirse mientras él montaba sobre el suyo, pero aquel desconocido ya había previsto esa posibilidad, y al hacer que se colocara en aquel lugar donde podía verla en todo momento, la había desprovisto de la protección que le ofrecía el animal.

Con los ojos y el revólver fijos en ella, Rafe guió a su montura fuera del corral, se subió a la silla y guardó la bolsa de comida en la alforja. Si Annie no lo hubiera estado observando tan detenidamente, no se habría percatado de los pequeños problemas que tenía cuando el dolor dificultaba sus movimientos.

– Ahora suba a su caballo y no cometa ninguna estupidez. Haga lo que le digo y no le pasará nada.

Annie miró a su alrededor, incapaz de hacerse a la idea de que aquel desconocido pudiera secuestrarla sin más. Había sido un día muy normal hasta el momento en que la había apuntado con su revólver. Si se iba con él, ¿volvería a verla alguien con vida? Incluso si conseguía escapar, tenía serias dudas sobre su propia capacidad de sobrevivir sola en plena naturaleza, ya que había visto demasiado como para tener la ingenua confianza de que volver a Silver Mesa no sería más que un sencillo paseo a caballo. La vida en cualquier lugar lejos de la dudosa protección de una ciudad era terrible.

– Suba al maldito caballo. -El duro y violento tono con que pronunció aquellas palabras dejó patente que a Rafe se le estaba acabando la paciencia; así que Annie saltó sobre la silla a pesar de las dificultades que le presentaba su falda, consciente de que sería inútil protestar o pedirle que le permitiera ponerse una ropa más cómoda.

Siempre había apreciado la ubicación de su casa en los límites de la ciudad, un lugar cómodo, aunque íntimo y aislado de los alborotos de los mineros borrachos que disfrutaban de todo lo que los salones y los prostíbulos les ofrecían hasta bien pasadas las primeras horas de la mañana. Ahora, sin embargo, habría dado cualquier cosa por que, al menos, apareciera un minero borracho, ya que, desde allí, por mucho que gritara, seguramente nadie la escucharía.

– Apague la lámpara -le ordenó.

Annie se inclinó sobre la silla para hacerlo. La repentina ausencia de luz la asustó aun más, a pesar de que ya empezaba a asomar una fina veta de plata perteneciente a la luna nueva.

Rafe soltó sus propias riendas y extendió hacia ella una mano enfundada en un guante, la que no sostenía el revólver. El enorme caballo no se movió; una reacción fruto de un buen entrenamiento y del control de las poderosas piernas que permanecían pegadas a sus costados.

– Deme sus riendas.

De nuevo, ella no tuvo más opción que obedecerle. Le tendió las riendas por encima de la cabeza de su montura para engancharlas alrededor del pomo de la silla, de forma que el caballo de Annie no tuviera otra alternativa que seguirle.

– Ni se le ocurra pensar en saltar del caballo -le advirtió-. No llegaría muy lejos, y eso me enfurecería mucho. -Su grave y amenazante voz, hizo que un escalofrío recorriera la espalda femenina-. Estoy seguro de que no quiere que eso pase.

Rafe hizo avanzar a los caballos a un lento trote hasta que estuvieron lejos de Silver Mesa y luego inició un ligero galope. Annie rodeó con ambas manos el pomo de su silla y se agarró fuerte. En unos minutos, estaba deseando haber pensado en coger sus guantes. El aire frío de la noche le penetraba hasta los huesos y ya le dolían el rostro y las manos.

En cuanto sus ojos se adaptaron a la oscuridad y pudo ver con bastante claridad, se dio cuenta de que cabalgaban hacia el oeste y de que se dirigían a las montañas. Allí arriba aún haría más frío, pues había visto los altos picos coronados de nieve incluso en pleno mes de julio.

– ¿Adónde vamos? -preguntó, esforzándose por mantener la voz serena.

– Arriba – respondió él.

– ¿Por qué? ¿Y por qué me obligas a ir contigo?

– Fuiste tú quien dijo que necesitaba un médico -contestó con desgana-. Y tú eres médico. Ahora cállate.

Ella guardó silencio, pero tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no perder los nervios. Aunque nunca se había considerado una cobarde, aquella situación le parecía más que justificada para permitirse perder el control. En Filadelfia, la gente que necesitaba un médico no secuestraba a uno.

No era la situación lo que la asustaba, sino su captor. Desde el momento en que esos fríos ojos se habían encontrado con los suyos, había sido muy consciente de que aquel hombre era extremadamente peligroso. Sentía que podía atacar y matar con rapidez e indiferencia. Annie había dedicado su vida a cuidar a los demás, a preservar la vida, y su captor era la antítesis directa de los principios que ella lanío valoraba. No obstante, le habían temblado las manos cuando lo tocó, no sólo a causa del miedo, sino también porque la intensa masculinidad que irradiaba la hacía sentirse débil. Recordar lo que sintió al curar sus heridas la avergonzaba. Como médico, debería haberse mantenido distante.

Una hora después, sus pies empezaron a entumecerse y parecía que sus dedos fueran a romperse si los intentaba doblar. Le dolían las piernas y la espalda, y había empezado a temblar sin cesar. Miró fijamente la oscura silueta del hombre que cabalgaba justo delante de ella y se preguntó cómo podía mantenerse sobre la silla. Teniendo en cuenta la sangre que había perdido, la fiebre y la infección, debería de haber estado en cama desde hacía bastante tiempo. Aquella increíble fortaleza la amedrentaba, pues sabía que tendría que enfrentarse a ella para poder escapar.

Él le había dicho que no le pasaría nada, pero, ¿cómo podía creerle? Estaba totalmente a su merced, y hasta el momento no le había dado ninguna razón para creer que tuviera ni un ápice de compasión. Podía violarla, matarla, hacer lo que quisiera con ella y probablemente nadie encontraría nunca su cadáver. Cada paso que daban los caballos hacía que se adentrara aún más en el peligro y disminuían las posibilidades de que pudiera volver a Silver Mesa, aunque consiguiera huir.

– Por… por favor, ¿podemos parar para pasar la noche y encender un fuego? -La joven se sorprendió a sí misma al oír su propia voz. Las palabras habían surgido de sus labios sin que ella se diera apenas cuenta.

– No -contestó él de forma rotunda e implacable.

– Te lo ruego. -Al percatarse de que estaba suplicando, sintió que un profundo temor se instalaba en su vientre-. Tengo mucho frío.

Rafe volvió la cabeza y la miró. Annie no pudo distinguir los rasgos de su rostro bajo el ala del sombrero, pero sí el débil destello de sus ojos.

– Todavía no podemos parar.

– Entonces, ¿cuándo?

– Cuando yo lo diga.

Pero no lo dijo, no durante aquellas horas interminablemente largas y cada vez más frías. El aliento de los caballos se elevaba hacia el cielo formando nubes de vapor. El ritmo se volvió irremisiblemente más lento a medida que el camino se hacía más abrupto y Rafe se vio obligado a desenganchar varias veces las riendas del caballo de la joven para sostenerlas en la mano, haciendo avanzar al animal pegado a él en fila india. Annie intentó calcular el tiempo que llevaba sobre la silla, pero descubrió que el frío y el dolor distorsionaban cualquier percepción del mismo. Cada vez que alzaba la vista hacia la luna, descubría que apenas se había movido desde la última vez que la había mirado.

Sus pies estaban tan fríos que cualquier movimiento de sus dedos se convertía en una tortura. Sus piernas se estremecían continuamente, ya que la prudencia la obligaba a sujetarse con ellas con fuerza a los flancos del caballo para mantenerse sobre la silla. El frío hacía que pareciera que su garganta y sus pulmones estuvieran en carne viva, y cada bocanada de aire que tomaba era como fuego para los delicados tejidos. Levantó el cuello de su abrigo e intentó bajar la cabeza para protegerse con él y que el aire que respirara fuera más cálido, pero la prenda no dejaba de abrirse y no se atrevía a soltar el pomo de la silla para mantenerla cerrada.

En medio de una silenciosa desesperación, clavó su mirada en la amplia espalda que había frente a ella. Si él podía seguir, enfermo y herido como estaba, entonces, ella también podía hacerlo. Sin embargo, aquella repentina obstinación pronto fue vencida por el dolor que invadía todas sus articulaciones. Maldito fuera, ¿por qué no quería рarar?


Rafe se había abstraído ignorando las molestias físicas y centrando toda su atención en poner distancia entre él y Trahern. Sin duda, el cazarrecompensas seguiría su rastro hasta Silver Mesa, debido a que el clavo torcido en la herradura de la pata delantera derecha de su caballo dejaba marcas inconfundibles sobre la tierra, Por eso, lo primero que había hecho en Silver Mesa fue localizar al herrero y hacer que volvieran a herrar al animal. No le importaba que Trahern lo descubriera, ya que le sería imposible distinguir las huellas de su montura entre los millares que había alrededor de la herrería; eso dando por sentado que quedara algún rastro de su caballo cuando Trahern llegara a Silver Mesa, algo bastante improbable. Rafe también contaba con la ventaja de que seguir la pista de alguien a través de una ciudad tan concurrida resultaba casi imposible, dado que las huellas quedaban constantemente cubiertas por otras nuevas.

Primero, Trahern cabalgaría trazando un amplio círculo alrededor de la ciudad en busca de aquellas evidentes huellas con el clavo torcido. Cuando no las encontrara, entraría en Silver Mesa y empezaría a hacer preguntas, pero se toparía con un callejón sin salida en la herrería. Rafe había salido directamente de la ciudad después de haber herrado a su caballo, recorriendo el mismo camino que había seguido al entrar. Luego había atado al animal y había vuelto a la ciudad a pie, procurando no atraer la atención hacia él. Durante la guerra, había aprendido que la forma más fácil de ocultarse era mezclarse con la multitud. En una ciudad en expansión como Silver Mesa, nadie prestaba atención a un forastero más, sobre todo a uno que no miraba a los ojos y que no hablaba con nadie. En un principio, había tenido la intención de conseguir vendas y ácido carbólico como desinfectante, y el hecho de que quisiera hacerlo de una forma tan anónima se debía a que no deseaba que Trahern descubriera lo mal que estaba. Un enemigo podía coger cualquier mínima información y usarla a su favor. Pero la prudencia le había hecho inspeccionar toda la ciudad en busca de algún camino alternativo de escape por si se hacía necesario usarlo, y, entonces, había descubierto el cartel rudimentariamente grabado en el que ponía Dr. A. T. Parker.

Había estado vigilando durante un tiempo, considerando el peligro. El doctor no parecía estar en la consulta; unas cuantas personas habían llamado a la puerta y luego se habían alejado al ver que nadie respondía a su llamada.

Había empezado a temblar mientras vigilaba desde su escondrijo, y aquella nueva prueba de que la fiebre le estaba subiendo le había hecho decidirse, así que volvió a por su montura y la dejó junto al que debía ser el caballo del doctor. La presencia del animal le indicó que el médico no estaba muy lejos. La consulta se hallaba a más de noventa metros de la construcción más cercana y un grupo de árboles ocultaba el cobertizo donde descansaba el caballo, por lo que le pareció seguro esperar allí. Según lo que había visto, la costumbre de las gentes del lugar era llamar a la puerta en lugar de limitarse a entrar, cosa que le pareció extraña, pero que se adecuaba a la perfección a sus propósitos. Cuando entró en la consulta, descubrió que el médico vivía en la estancia que daba a la parte trasera, lo que justificaba la extraña formalidad de llamar a la puerta. Quizá el médico tuviera costumbres peculiares, aunque eso era lo que menos le importaba a Rafe.

Tanto la pequeña y ordenada consulta, como la estancia trasera, habían reforzado su impresión de que se trataba de una persona extremadamente limpia y ordenada. No había objetos personales esparcidos, a excepción de un funcional cepillo y algunos libros; la estrecha cama estaba hecha de forma pulcra, y el único plato y el único vaso estaban lavados y secos. No había examinado las ropas del armario; de haberlo hecho, habría descubierto que se trataba de una mujer o, al menos, que una mujer vivía en aquella estancia trasera, quizá para encargarse de satisfacer las necesidades del doctor.

En todas las repisas de las ventanas, había pequeñas macetas metódicamente alineadas con una gran variedad de plantas creciendo en ellas. El aire olía a limpio y a especias. En una de las paredes se erguía un mueble de boticario lleno de hierbas secas o en polvo, y había bolsas de malla llenas con otras plantas colgadas en el rincón más oscuro y fresco. Cada bolsa y cada cajón estaban claramente etiquetados con letras de imprenta.

Durante todo el tiempo que duró la inspección, se había sentido marcado en mayor o menor medida hasta que al final se vio forzado a sentarse. Pensó en coger lo que necesitaba de los suministros del médico y marcharse sin que nadie lo supiera, pero se sintió tan condenadamente bien al poder descansar que no dejó de repetirse a sí mismo que sólo se quedaría allí sentado unos pocos minutos más.

Esa inusual lasitud, más que otra cosa, fue lo que finalmente le había convencido de que debía quedarse y ver al doctor.

Cada vez que había oído pasos en el porche, se había levantado y se había dirigido hacia el rincón. Pero cuando la llamada no obtenía respuesta, los posibles pacientes se alejaban. La última vez, sin embargo, la puerta se abrió y una delgada mujer de aspecto cansado había entrado cargando un enorme maletín negro.

Ahora esa mujer cabalgaba tras él sujetándose a la silla con fuerza, con el rostro lívido y consumido por el frío. Sabía que debía de estar asustada, pero también era consciente de que no existía ninguna posibilidad de convencerla de que no pretendía hacerle daño alguno, así que ni siquiera lo intentó. En unos pocos días, quizá una semana, cuando se hubiera recuperado de sus heridas, la llevaría de vuelta a Silver Mesa. Trahern ya se habría ido al haber perdido su rastro sin posibilidad alguna de recuperarlo de nuevo hasta que tuviera noticias de dónde se encontraba, y, desde luego, estaba decidido a asegurarse de que eso no sucediera en mucho tiempo. Volvería a cambiarse de nombre, o quizá consiguiera otro caballo, aunque no le gustaba nada la idea de tener que deshacerse del que montaba.

No creía que obligar a la mujer a seguirlo conllevara ningún riesgo. Al ver que el caballo no estaba, las gentes del lugar pensarían que se había ido a ocuparse de algún paciente. Puede que se sintieran intrigados cuando no apareciera después de uno o dos días, pero no había nada en su casa que diera motivo de alarma, ni ningún signo de lucha o violencia. Como se había llevado consigo su gran maletín negro, deducirían que estaba tratando a algún paciente que viviera lejos.

Mientras tanto, él podría descansar unos cuantos días. La fiebre hacía que su cuerpo ardiera por todas partes y sentía que su dolorido costado estaba empezando a entumecerse. La doctora tenía razón sobre su estado; sólo su fuerte determinación lo había mantenido en marcha y hacía que continuara ahora.

Había una vieja cabaña de tramperos en algún lugar de la cima de la montaña; la había encontrado unos años atrás, incluso antes de que Silver Mesa existiera. Era condenadamente difícil llegar hasta ella, y Rafe sólo esperaba poder recordar su ubicación con la suficiente precisión como para poder localizarla. El tipo que la construyó había excavado parcialmente en la pendiente y había enterrado la parte trasera de la cabaña allí. Además, el follaje era tan frondoso a su alrededor que era necesario apartarlo para entrar en ella.

La cabaña estaba abandonada cuando él la descubrió, por lo que no esperaba encontrarla en buen estado, pero les serviría de refugio contra las inclemencias del tiempo. Contaba con una chimenea y los árboles que crecían sobre ella dispersarían el humo de forma que cualquier fuego que encendieran no podría ser visto.

Le dolía la cabeza y parecía como si alguien le estuviera machacando los huesos de los muslos con un mazo, un signo seguro de que la fiebre le estaba subiendo. Tenía que encontrar pronto esa cabaña o se derrumbaría. La posición de la luna le indicó que debían ser cerca de la una de la madrugada. Llevaban cabalgando unas siete horas, lo cual, según sus cálculos, los ubicaba cerca de su objetivo. Obligándose a sí mismo a concentrarse, miró a su alrededor, pero era extremadamente difícil distinguir algún punto de referencia en la oscuridad. Recordaba un enorme pino abatido por un rayo, aunque probablemente ya se habría podrido y no quedaría nada de él.

Media hora más tarde, comprendió que no iba a encontrar la cabaña, al menos no en la oscuridad y en las condiciones a las que se enfrentaba. Los caballos estaban agotados y la doctora parecía que fuera a caerse de la silla de un momento a otro. A regañadientes, pero consciente de que era necesario, buscó a su alrededor algún lugar que ofreciera cierta protección. Escogió una estrecha y pequeña hondonada flanqueada por dos enormes rocas e hizo detenerse a su montura.

Annie entuba tan aturdida que, por un momento, no se dio cuenta de que habían parado. Cuando, finalmente, comprendió a qué se debía la ausencia de movimiento, alzó la cabeza y vio que Rafe ya había desmontado y que estaba de pie junto a ella.

– Baja.

Annie lo intentó, pero sus piernas estaban tan agarrotadas que no le obedecían, así que se limitó a soltarse y se dejó caer del caballo emitiendo un pequeño grito de desesperación. Aterrizó en el frío y duro suelo con un golpe que sacudió todos los huesos de su cuerpo y que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas de dolor. La joven las contuvo, aunque no pudo reprimir un grave gemido cuando se obligó a sí misma a sentarse.

Rafe cogió las riendas de los caballos y se alejó sin pronunciar palabra. Al ver que la ignoraba, Annie no supo si debía sentirse agradecida o indignada por ello. Aunque lo cierto era que estaba extenuada y demasiado helada como para poder sentir algo, ni siquiera gratitud por haber parado.

Se quedó allí sentada, incapaz de levantarse o siquiera de proponérselo. Podía oír a aquel extraño murmurando a los caballos por encima del susurro de las hojas de los árboles en medio del frío viento. Luego escuchó cómo se acercaba por su espalda e, incluso a pesar de su lamentable estado físico, pudo percibir que los pasos eran irregulares.

– No puedo ayudarte -le dijo él con voz grave y dura-. Si no puedes levantarte, tendrás que arrastrarte hasta las rocas. Lo máximo que puedo hacer es mantenernos protegidos del viento y tapados con unas mantas.

– ¿Nada de fuego? -Annie contuvo la respiración al sentir que la decepción se convertía en una punzada de dolor. Durante aquellas largas y miserables horas que había pasado sobre el caballo, había anhelado el calor y la luz del fuego. Y ahora él se lo estaba negando.

– No. Vamos, doctora, mueve tu trasero hasta las rocas.

La joven logró hacer lo que le decía, aunque no resultó elegante ni femenina. Se arrastró unos cuantos metros, luego se puso de rodillas y finalmente consiguió ponerse en pie. Después de dar unos cuantos pasos vacilantes, sus piernas la obedecieron y tuvo que apretar los dientes al sentir cuánto le dolían los pies, pero, aun así, consiguió llegar a las rocas. El desconocido caminó con cuidado junto a ella y la precisión con que lo hacía le indicó a la joven que la fuerza de su captor estaba casi agotada. Al menos, él tampoco había salido indemne de aquella dura prueba.

– Aquí estaremos bien. Ahora amontona una buena pila de esa pinaza.

Annie se tambaleó mientras lo miraba fijamente sin conseguir distinguir nada más que una gran forma oscura que permanecía junto a ella. No obstante, volvió a dejarse caer sobre sus rodillas e hizo torpemente lo que le ordenó. Por suerte, sus dedos congelados permanecían insensibles a los arañazos y pinchazos que Annie sabía que se estaba haciendo.

– Así está bien -le indicó Rafe dejando caer un suave bulto junto a ella-. Ahora extiende esta manta sobre la pinaza.

Annie volvió a obedecer sin hacer ningún comentario.

– Quítate el abrigo y acuéstate.

La mera idea de quitarse la gruesa prenda y exponerse a un frío aún mayor casi le hizo rebelarse, sin embargo, en el último momento, el sentido común le recordó que él debía de tener la intención de usar sus abrigos como mantas. Sin dejar de temblar convulsivamente, se quitó la gruesa prenda y se tumbó en silencio.

El desconocido también se despojó de su abrigo y se tendió junto a la joven, colocándose de forma que Annie quedó junto a su costado derecho. Sus largas piernas rozaron las suyas y ella empezó a separarse con rapidez, pero Rafe la detuvo aferrando su brazo con una fuerza que le hizo preguntarse si realmente estaba tan agotado como le había parecido.

– Acércate más. Tendremos que compartir nuestro calor y las mantas.

No era más que la pura verdad. Annie se acercó lentamente a él hasta que pudo sentir el calor del cuerpo masculino incluso a través de la fría ropa, y se acurrucó contra su costado.

Moviéndose con un cuidado que evidenciaba el dolor que sentía, Rafe extendió la otra mitad de la manta sobre la que estaban tendidos por encima de ellos. Luego, desdobló una segunda manta sobre la primera y cubrió los pies de ambos con su abrigo y sus torsos con el de Annie. Finalmente, volvió a recostarse, deslizó su brazo derecho por debajo de la cabeza de la joven y ella pudo sentir cómo un escalofrío sacudía el cuerpo del desconocido recorriéndolo de pies a cabeza.

El fuego de la fiebre de Rafe traspasaba las capas de ropa y cuando Annie se acercó aún más, se preguntó si lograría superar la noche, tumbado sobre el gélido suelo como estaba. Era cierto que la pinaza y la manta los protegían en cierta medida del frío, pero, en su debilitado estado, él podría morir de todos modos. Preocupada, la joven llevó la mano hasta su amplio pecho y luego la deslizó hacia arriba, buscando su cuello. Encontró el pulso y se sintió un tanto aliviada por la fuerza de los latidos que notó bajo sus fríos dedos, aunque eran demasiado rápidos.

– No voy a morir en tus brazos, doctora. -Había un ligero pero inconfundible tono divertido en la voz de Rafe, bajo todo el cansancio que también reflejaba.

Annie deseó responderle, sin embargo, hacerlo requería un esfuerzo demasiado grande para ella. Apenas podía mantener los párpados abiertos y sentía un doloroso hormigueo en sus pies. Con fiebre o sin ella, el calor del cuerpo de aquel desconocido era su salvación, v su mente estaba demasiado cansada para protestar por aquella solución tan inapropiada para dormir. Todo lo que pudo hacer fue deslizar la mano hacia abajo hasta colocarla sobre el corazón de su captor; luego, ya más tranquila por los regulares latidos, sintió cómo la inconsciencia la inundaba como una negra oleada que arrastraba todo consigo.

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