Capítulo 4

Annie se quedó mirándolo incrédula, con los ojos abiertos de par en par. Un sordo zumbido llenó sus oídos y, por un momento, se preguntó si se desmayaría, pero esa posibilidad de evasión le fue denegada. El cañón de la pistola parecía enorme y Rafe apuntaba sin vacilar en su dirección, con los ojos fríos como el hielo.

– No. -Annie susurró la palabra, porque su garganta estaba tan agarrotada que apenas podía hablar. Se le pasaron por la mente varios pensamientos confusos y fragmentados. Él no podía estar pensando… No, estaba segura de que no estaba en condiciones de… Y no le dispararía, la necesitaba para cuidarlo.

– No lo hagas más difícil de lo que debe de ser para ti -le aconsejó-. No quiero hacerte daño, así que quítatela y túmbate.

La joven apretó las manos formando puños.

– ¡No! -repitió ferozmente-. No permitiré que me hagas eso.

Rafe observó su rostro lívido y su cuerpo tenso, preparado como si estuviera dispuesta a huir en medio de la noche, y una expresión divertida arqueó sus labios.

– Pequeña, debes de pensar que estoy mucho más fuerte de lo que me siento -se burló arrastrando las palabras-. Es totalmente imposible que yo pueda hacerte lo que estás pensando.

Annie no se relajó.

– Entonces, ¿por qué quieres que me quite la ropa?

– Porque no seré capaz de permanecer despierto durante mucho más tiempo, y no quiero que te escabullas mientras duermo. No creo que puedas marcharte sin tu ropa.

– No voy a intentar huir -le aseguró desesperadamente.

– Sería peligroso para ti intentar marcharte sola -continuó-. Así que me aseguraré de que no caigas en la tentación.

Annie ni siquiera era capaz de imaginarse quitándose la ropa delante de él; su mente se horrorizó ante tal idea.

– ¿No puedes atarme? Tienes una cuerda.

Él suspiró.

– Es evidente que no sabes lo condenadamente incómodo que es estar atado. No podrás descansar si lo hago.

– No me importa. Prefiero…

– Annie, quítate la ropa. Ahora. -Su voz reflejaba una clara advertencia.

La joven empezó a temblar, pero sacudió la cabeza obstinadamente.

– No.

– La única alternativa que tengo es dispararte y no quiero hacerlo.

No me matarás -afirmó ella, intentando sonar más segura de lo que se sentía-. Al menos, no todavía. Aún me necesitas.

– Yo no he hablado en ningún momento de matarte. Tengo muy buena puntería y puedo meterte una bala en cualquier lugar que elija. ¿Dónde la prefieres, en la pierna o en el hombro?

Él no lo haría. Annie se dijo a sí misma que no lo haría, que la necesitaba en plenas facultades para poder cuidarlo, pero no había ni una sola sombra de duda en el rostro masculino, y su mano permanecía firme como una roca sujetando el arma.

Reticente, Annie le dio la espalda y empezó a desabrocharse la blusa con dedos temblorosos. La luz del fuego brilló sobre sus hombros suaves como la seda cuando se la quitó y la dejó caer al suelo. Mmantenía la cabeza inclinada hacia delante, revelando el delicado surco de su nuca. Rafe sintió el repentino impulso de acercar sus labios a ella, de envolverla con sus brazos y estrecharla contra él. Había tenido que empujarla hasta el límite de su resistencia durante todo el día, igual que había hecho la noche anterior, a pesar de que podía ver cómo se hundían sus ojos a causa de la fatiga. Aun así, ella se las había arreglado, encontrando, de alguna forma, la suficiente fuerza en su esbelto cuerpo para hacer las cosas que le había exigido. Había luchado contra su miedo natural hacia él y se había esforzado al máximo para curarlo, y, sin embargo, ahora se lo pagaba humillándola y aterrorizándola. Pero no se atrevía a bajar la guardia. Tenía que asegurarse de que no intentara huir, por el bien de ella y por el suyo propio.

Annie se quitó los botines. Luego, todavía dándole la espalda, levantó la parte delantera de su falda y buscó a tientas las cintas que sujetaban la enagua alrededor de su cintura. La prenda cayó a sus pies en un pequeño montón blanco y la joven dio un paso hacia delante liberándose de ella.

Ni siquiera aquella tenue luz podía disimular su temblor.

– Continúa -le dijo Rafe suavemente. Lamentaba que estuviera tan asustada, pero se mentiría a sí mismo si intentaba negar que no estaba interesado en ver caer también su falda. Dios, estaba más que interesado. Ya estaba excitado y su firme erección presionaba contra la fina capa de tela de sus calzones. Sólo la manta que lo envolvía evitaba que ella descubriera el estado en el que se encontraba, si, por casualidad, se le ocurría darse la vuelta. Rafe se preguntó hasta qué punto tenía que estar enfermo para que su miembro captara el mensaje de que no estaba en condiciones de hacer nada; desde luego, más enfermo de lo que estaba ahora, seguro, y eso que no podía sentirse peor.

Despacio, Annie desabotonó su falda y la prenda cayó al suelo.

Aún llevaba las medias, unos pololos hasta las rodillas y una camisola, pero ya podía intuirse la forma de su cuerpo. Rafe respiró profundamente al sentir una repentina opresión en el pecho y que su erección empezaba a latir con fiereza. Más que delgada, era delicada, con huesos finos y una dulce curva en sus caderas que lo hacía sudar.

La joven se quedó allí inmóvil, como si fuera incapaz de continuar. Él podría permitirle que se detuviera ahí, ya que no tendría oportunidad de escapar sólo con las medias y la ropa interior.

– Las medias.

Ella se inclinó y desató las ligas. Luego, se quitó las blancas medias de algodón y encogió los desnudos dedos de los pies al sentir el frío suelo de tablas.

– Ahora los pololos. -Rafe se percató del deje ronco de su propia voz y se preguntó si ella también lo había notado. Maldita, sea, no tenía por qué ir tan lejos, pero era como si no pudiera detenerse. Deseaba verla, sentirla desnuda en sus brazos a pesar de que no estuviera en condiciones de hacer nada. Se preguntó si ese extraño y cálido cosquilleo que percibía cuando lo tocaba se limitaba a sus manos o si lo sentiría por todas partes si se tumbaba sobre ella. ¿Sería más intenso si se adentraba en su interior? La idea de sentir esa sensación única mientras la poseía casi le hizo gemir en voz alta.

El cuerpo de Annie temblaba como una hoja. La camisola le llegaba hasta medio muslo, pero aun así, la joven se sintió totalmente desprotegida y vulnerable cuando se quitó los pololos. La ráfaga de aire frío que azotó sus desnudas nalgas la sobresaltó y, aunque sabía que su camisola las tapaba, no pudo evitar el impulso de estirar el brazo hacia atrás para comprobarlo. La única prenda que aún llevaba puesta era demasiado fina para que se sintiera tranquila.

Rafe deseaba que se quitara la camisola. Dios, ansiaba verla desnuda. La esbelta línea de sus piernas casi lo volvía loco y anhelaba ver la hendidura de sus nalgas, la dulce plenitud de sus pechos, los pliegues de su feminidad. Deseaba curarse para poder hundirse en ella, pasar horas entre sus piernas y sentir cómo Annie cedía desde lo más profundo de su ser, estremeciéndose alrededor de su miembro. Deseaba hacerle el amor de todas las formas que había probado hasta ahora e intentar todo aquello de lo que había oído hablar. Deseaba saborearla, volverla loca con su boca, sus dedos y su cuerpo. Estaba temblando de deseo.

Y ella estaba temblando de miedo.

No podía obligarla a quitarse la camisola. No podía aterrorizarla más de lo que ya lo había hecho. Rafe tiró de la manta que lo envolvía y la colocó sobre sus hombros, rodeándola con ella. Annie se aferró a la manta con lastimosa desesperación, mientras mantenía la cabeza inclinada hacia delante para que no le pudiera ver la cara, Con delicadeza, él le pasó los dedos delicadamente por el pelo quitándole todas las horquillas y soltando la fina y suave melena que cayó hacia delante, ocultando aún más su rostro. Por pura obstinación, Rafe le apartó el pelo hacia los hombros e hizo que cayera sobre su espalda como una cascada.

Con un gesto de dolor por el tirón que sintió en el costado, Rafe se agachó y añadió más leña al fuego. Luego, recogió las prendas que le había hecho quitarse a excepción de la enagua y las colocó debajo de la manta sobre la que había estado tumbado, haciendo que su improvisado lecho fuera más mullido y asegurándose bien de que Annie no pudiera llegar hasta ellas sin despertarlo. También guardó allí su propia ropa, por si acaso. Después, enrolló la enagua a modo de almohada y la colocó en un extremo de la manta.

– Túmbate -le dijo con suavidad.

En medio de un avergonzado mutismo, ella se movió obediente con la intención de tenderse envuelta en la manta. Pero Rafe la cogió y tiró de ella hasta que sus laxos dedos la soltaron. Annie se quedó paralizada, consciente de que tendrían que compartir la manta, tal y como lo habían hecho la noche anterior. Sintiéndose dolorosamente desprotegida, se dejó caer sobre sus rodillas y sujetó la camisola contra su cuerpo mientras se tumbaba de espaldas a él en el improvisado camastro.

Rafe se acostó junto a Annie apoyándose sobre su costado derecho. Extendió la manta sobre ellos y luego colocó el brazo izquierdo sobre su cintura, haciendo que ella se sintiera atrapada. Annie podía incluso notar cómo el vello de su pecho desnudo rozaba sus omoplatos. Entonces, la acercó más a su cuerpo acunando su trasero en sus caderas y envolviendo sus muslos con los suyos. Annie empezó a respirar entrecortadamente. Podía sentir su… su miembro cubierto sólo por la fina franela de los calzones, haciendo presión contra su trasero. Su camisola parecía no existir, a juzgar por la escasa protección que le ofrecía. ¿Acaso se le había subido, dejándola totalmente al descubierto? La joven casi gritó, pero no se atrevió a bajar el brazo para comprobarlo.

– Shhh -murmuró él contra su pelo-. No debes temer nada. Duérmete.

– ¿Cómo… cómo? -tartamudeó.

– Cierra los ojos y relájate. Has trabajado muy duro y necesitas dormir.

Incluso cerrar los ojos le resultaba imposible. Era demasiado consciente de la semidesnudez de Rafe y de la suya propia. Siempre había dormido envuelta en amplísimos camisones, sintiendo los reconfortantes y protectores pliegues alrededor de sus piernas.

– La pistola está en mi mano derecha -le advirtió Rafe en voz baja, todavía tan cerca de ella que le rozaba el pelo con los labios- No intentes cogerla o podría matarte antes de estar lo bastante despierto como para saber quién eres. Y el rifle no está cargado; saqué los cartuchos mientras tú te ocupabas de los caballos.

No era cierto. Él nunca se quedaba desarmado deliberadamente, pero ella no podía saber eso. De pronto, se sintió inundado por una oleada de compasión. Annie no sabía prácticamente nada sobre cómo sobrevivir fuera de una ciudad, o incluso en una de ellas.

Cuando inspeccionó su casa, no vio ningún arma, a no ser que considerara sus bisturís como tales. Silver Mesa era una ciudad en expansión, llena de hombres toscos, ansiosos por conseguir dinero, que bebían whisky hasta caer inconscientes, y, sin embargo, ella no disponía ni siquiera del medio más básico de protección. Resultaba increíble que no la hubieran atacado y violado durante su primera semana en la ciudad.

Le parecía tan dulce y suave en sus brazos… Casi sin ser consciente de ello, la acercó aún más a su cuerpo y metió sus pies, protegidos con los calcetines, bajo los suyos, desnudos y mucho más pequeños, para compartir su calor con ella. Sentía cómo se esforzaba por mantenerse inmóvil, probablemente para evitar excitarlo incluso más de lo que ya estaba. Dado que había estudiado medicina, Rafe se imaginó con ironía que Annie sabría perfectamente qué era aquello que notaba pegado a su trasero. Pero no pudo acabar con los pequeños temblores que la sacudían, y que no eran debido al frío. Seguía aterrorizada y Rafe no sabía qué hacer para calmarla.

No se sentía capaz de mantenerse despierto por mucho más tiempo y deseaba tranquilizarla antes de dejarse llevar por el sueño. Ella también tenía que estar cansada, así que si conseguía que dejara de pensar en la situación en que se encontraban, su cuerpo tomaría el control y se quedaría dormida.

– ¿De dónde eres? -murmuró, manteniendo su voz baja y calmada. Prácticamente todo el mundo en el Oeste era de otro sitio.

Otro escalofrío la recorrió, pero aun así, respondió a su pregunta.

– De Filadelfia.

– Nunca he estado en Filadelfia. En Nueva York y en Boston, sí, pero nunca en Filadelfia. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Llevo… llevo ocho meses en Silver Mesa.

– Y antes, ¿dónde estuviste?

En Denver, Pasé un año en Denver.

– ¿Por qué diablos dejaste Denver para trasladarte a Silver Mesa? Al menos, Denver es una ciudad de verdad.

– Denver no necesitaba más médicos -respondió ella-. Silver Mesa, sí.

A Annie no le apetecía entrar en detalles. La actitud de la gente le había hecho daño, hiriéndola más profundamente de lo que ella había creído posible.

Bien. Su voz sonaba ahora más calmada. Rafe reprimió un bostezo. Con delicadeza, le apartó el pelo de la oreja y se acurrucó más cerca de ella, antes de recolocar la manta sobre su frágil hombro.

– Además, nadie sabe lo que durará Silver Mesa -continuó la joven, dejando que su voz se convirtiera en un susurro-. Las ciudades que crecen tan rápido desaparecen con la misma velocidad que se forman. Cuando la plata se acabe, los mineros levantarán el campamento y se marcharán, y lo mismo harán todos los demás.

La idea de tener que empezar desde cero de nuevo le resultaba deprimente, a pesar de que su existencia en Silver Mesa carecía de cualquier tipo de lujo o comodidad. Al menos, allí hacía lo que deseaba hacer más que cualquier otra cosa, que era ejercer la medicina, aunque a veces se sintiera tan frustrada que le entraran ganas de gritar. Sabía tantas cosas… Podría hacer tantas cosas si la gente acudiera a ella a tiempo… Con frecuencia, decidían no hacerlo porque era una mujer y acababan muriendo por su testarudez.

Pero ya se enfrentaría más adelante a la cuestión de qué hacer con su futuro cuando se acabara la plata en Silver Mesa, si es que eso llegaba a ocurrir. Ni siquiera estaba segura de si volvería a la ciudad de nuevo, y debería preocuparse por ello en lugar de divagar. Sin embargo, le resultaba muy difícil pensar con coherencia. Por primera vez durante ese largo día podía permitir que su cansado cuerpo descansara, aunque sabía que no debía hacerlo. Un pequeño escalofrío de alarma la recorrió, pero desapareció al instante y Annie no se movió. Sabía que debía abrir los ojos. ¿Cuándo se habían cerrado? No tenía nada de frío, al contrario, y sentía sus extremidades pesadas y laxas. Parecía como si estuviera en el interior de una inexpugnable fortaleza, rodeada, como estaba, por el calor que Rafe desprendía. Una fortaleza formada por la manta y sus brazos, sus piernas y todo su cuerpo. Apenas podía moverse, aunque, de todos modos, tampoco disponía de la energía para hacerlo. Durante un breve momento de lucidez fue consciente de que iba a dormirse y, de inmediato, se hundió en profundo sueño.

Rafe percibió cómo el cuerpo de la joven se relajaba y se sintió totalmente satisfecho. Estaba tan cansada que se había quedado dormida en cuanto consiguió hacerle olvidar las circunstancias en las que se hallaba. Ahora Annie podría disfrutar del descanso que tanto necesitaba. Él también lo necesitaba aunque, contra toda lógica, deseaba permanecer despierto el máximo tiempo posible рara poder disfrutar de tenerla entre sus brazos. El cuerpo de una mujer constituía un milagro de la naturaleza; era lo más cerca que podía estar un hombre del paraíso en la tierra y hacía demasiado tiempo que no podía darse el lujo de abrazar a una mujer acurrucada contra cuerpo sin sentir frío, estando cómodo y relativamente seguro. Rafe colocó la mano sobre su vientre y se dejó llevar por el sueño con una extraña sensación de satisfacción.


Cuando la joven se despertó a la mañana siguiente, Rafe ya se había levantado. De hecho, fue el ruido que hizo al reavivar el fuego lo que la sobresaltó. Annie se puso en pie presa del pánico, pero, enseguida, cogió la manta para cubrirse precipitadamente y, cuando él se volvió estudiándola con sus enigmáticos ojos, ella se tensó sin saber por qué.

– Puedes vestirte -le dijo Rafe finalmente-. Yo también lo haré. Hoy intentaré ayudarte con las tareas.

Annie se quedó quieta durante un instante, sin embargo, su instinto como médico era demasiado fuerte. Con cuidado, sujetando la manta con una mano, extendió la otra para posarla sobre su mejilla sin afeitar, frunciendo ligeramente el ceño mientras examinaba su estado. Le pareció que todavía estaba demasiado caliente. Preocupada, hizo que levantara el brazo y apoyó los dedos sobre su gruesa muñeca para sentir su pulso, que estaba un poco acelerado y débil.

– No, hoy no -señaló-. Necesitas, como mínimo, un día más de descanso y medicación antes de intentar hacer siquiera tareas sencillas.

– Quedarme tumbado sin hacer nada sólo me debilitará aún más.

El tono desdeñoso de la voz masculina la enfureció.

– Si no vas a seguir mis indicaciones, ¿para qué me has traído hasta aquí? -Se irguió y le lanzó una severa mirada-. Yo soy la doctora, no tú. Vístete si quieres, eso no te hará ningún daño…

– Tengo que encontrar algún lugar donde puedan pastar los caballos -la interrumpió-. Y es necesario que ponga trampas, a no ser que desees vivir a base de patatas y judías.

– Podemos arreglárnoslas con la comida que tenemos durante un tiempo -insistió la joven tercamente.

– Quizá nosotros, sí; pero los caballos, no. -Mientras hablaba, Rafe se agachó despacio y cogió sus ropas de debajo de la manta sobre la que habían dormido. Con el mismo cuidado, se puso los pantalones y se los subió.

Annie se mordió el labio, llegando a la conclusión de que tendría que vestirse delante de él, del mismo modo que se había desvestido la noche anterior. Cogió su falda con rapidez, y después del forcejear sin éxito con la manta, la dejó caer y tiró de la prenda para ponérsela tal y como él había hecho con sus pantalones. Se sintió mejor una vez tuvo las piernas cubiertas, no obstante, el aire frío que recorría sus brazos y hombros era un duro recordatorio de que todavía se encontraba lejos de estar decentemente vestida. Por pudor, se puso la blusa y se la abrochó antes de coger la enagua y los pololos. A pesar de que su ropa estaba sucia y arrugada, Annie se sintió increíblemente aliviada al ponérsela.

Rafe se abrochó la camisa, pero no intentó ponerse las botas solo. En lugar de eso, se dirigió hacia la puerta y la abrió, dejando entrar la luz del brillante sol de aquella gélida mañana. Annie parpadeó ante la repentina claridad y giró la cabeza hasta que sus ojos se acostumbraron a ella. El aire frío entró con fuerza en la pequeña cabaña y la hizo estremecerse.

– Se supone que estamos en primavera -protestó en tono lastimero.

– Seguramente nevará un par de veces más antes de que el tiempo preste algo de atención al calendario -adujo él mirando al cielo a través de los árboles. Estaba totalmente despejado, lo que indicaba que no era probable que fuera a hacer calor. La temperatura era soportable durante el día, pero las noches eran muy frías. Mientras Rafe le daba la espalda, Annie aprovechó para ponerse la ropa interior y la enagua, y después se sentó para subirse las medias. Cuando él se dio la vuelta, la encontró con las faldas alzadas hasta las rodillas y no pudo evitar que su mirada se demorara en las curvas de sus pantorrillas y en sus estilizados tobillos.

Annie arrugó la nariz al ponerse aquellas prendas que ya había llevado dos días seguidos. Tanto ella como su ropa necesitaban un buen lavado, al igual que Rafe, sin embargo, el simple hecho de plantearse cómo tendrían que hacerlo la echaba atrás. Podría calentar agua para que ambos pudieran asearse, pero no era capaz de imaginarse a ambos sentados allí desnudos y envueltos sólo con una manta mientras su ropa se secaba. Aun así, tenía que pensar en algo, ya que su padre siempre había sostenido que la limpieza era tan importante para la supervivencia de un paciente como la destreza o los conocimientos que su doctor mostrara. De hecho, la gente parecía recuperarse mejor cuando se encontraba en un entorno limpio.

– Ojalá hubieras pensado en traer la lámpara -comentó Annie encogiéndose y abrazándose a sí misma-. Así podríamos ver algo aquí dentro sin tener que abrir la puerta y congelarnos.

– Guardo algunas velas en mis alforjas, pero será mejor que las reservemos en caso de que el tiempo empeore tanto que ni siquiera podamos abrir la puerta.

La joven se acercó aún más al fuego y se frotó las manos con energía para calentárselas. Luego se peinó con los dedos y se sujetó el pelo con las horquillas. Cuando puso el café en el fuego y empezó a preparar su exiguo desayuno, Rafe volvió a entrar en la cabaña y se sentó sobre la manta.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella mirándolo a los ojos.

– No mucha.

– Sabrás que estás mejor una vez que recuperes el apetito.

Rafe observó cómo Annie ponía el beicon en la sartén y preparaba la masa para hacer tortitas. Tenía una forma enérgica y rápida de hacer las cosas que le gustaba. No malgastaba tiempo ni energía, pero conservaba su elegancia natural. La estudió con detenimiento y se percató de que se había vuelto a recoger el cabello. Le habría gustado que se lo dejara suelto, pero el pelo largo era un peligro cuando se trabajaba sobre el fuego. Al menos, podía disfrutar pensando en que haría que se lo soltara cuando se preparasen para dormir, y en que volvería a sentirlo deslizarse entre sus dedos. Quizá esa noche no estuviera tan asustada, aunque lo cierto era que no podía culparla por ello. Maldita sea, una mujer tendría que ser estúpida para no sentir, como mínimo, un poco de miedo en esas circunstancias.

– Tenemos que lavar nuestra ropa -anunció decidida sin mirarle a la cara, mientras daba la vuelta hábilmente a las tortitas-. Y los dos necesitamos un baño. No sé cómo vamos a arreglárnoslas pero hay que hacerlo. Me niego a estar sucia.

Rafe pensaba que no olía tan mal. De hecho, en muchas ocasiones, había olido mucho peor que ahora, aunque, al parecer, las mujeres tenían otro nivel de exigencia para ese tipo de cosas.

– Yo estoy bien -le respondió-. Tengo pantalones y camisas limpias en mis alforjas. Debería haber pensado en decirte que cogieras algo más de ropa, pero tenía otras cosas en la cabeza.

Como intentar mantenerse consciente, escapar de Trahern y seguir con vida, o sentir aquel fuego que desprendían las manos de la joven y que lo había sobresaltado y excitado al mismo tiempo.

– Puedes ponerte una de mis camisas. Mis pantalones, en cambio… no creo que te queden bien.

– Gracias -murmuró Annie. El rubor invadió su rostro mientras se inclinaba sobre el fuego.

¡Pantalones! Si se los pusiera, sus piernas se perfilarían de una forma indecente. Al pensar en ello, Annie se quedó paralizada de pronto al darse cuenta de que él ya había visto mucho más que el contorno de sus piernas. Y estaría encantada de ponerse sus pantalones si, gracias a ello, podía lavar su propia ropa. Era sorprendente cómo cambiaban las prioridades cuando tenía que escoger entre sus necesidades más básicas y los convencionalismos.

Rafe comió lo bastante como para que Annie se sintiera satisfecha, teniendo en cuenta que no había esperado que comiera nada en absoluto. Una vez que terminaron de desayunar, la joven preparó más té de corteza de sauce y Rafe se lo bebió sin vacilar. Luego se tumbó y permitió que ella le examinara las heridas. Habían mejorado mucho desde el día anterior, y así se lo comunicó mientras ponía en remojo más hojas de llantén para cambiarle el vendaje.

– Así que voy a vivir -comentó él.

– Bueno, al menos, no morirás por estas heridas. Te sentirás mucho mejor mañana. Quiero que comas todo lo que puedas hoy, pero ve con cuidado y para si sientes náuseas.

– Sí, señora. -Podría haber suspirado de felicidad al sentir el contacto de sus manos mientras lo vendaba.

Una vez que acabó de curarlo, Rafe terminó de vestirse aunque los puntos en su costado le tiraban cuando se puso las botas. Annie lavó todo lo que había usado para preparar el desayuno y, al darse la vuelta, observó que él estaba en el umbral con el abrigo puesto y armado con su revólver y el rifle.

– Coge tu abrigo -le ordenó-. Tenemos que dar de comer a los caballos.

A Annie no le gustaba la idea de que Rafe fuese hasta el cobertizo, pero se abstuvo de empezar una discusión inútil. Estaba decidido a no perderla de vista, y a no ser que perdiera el conocimiento, no había nada que ella pudiera hacer. Cogió su abrigo sin pronunciar palabra y salió de la cabaña con él pisándole los talones.

Los caballos estaban inquietos después de haber permanecido encerrados en un espacio tan reducido, y uno de ellos empujó a Rafe cuando los guió fuera del cobertizo. Al ver la palidez del rostro masculino, Annie se apresuró a cogerle las riendas de las manos.

– Yo los llevaré -se ofreció-. Tú preocúpate sólo de andar y mantenerte en pie. O mejor aún, ¿por qué no vamos cabalgando?

Rafe negó con la cabeza.

– No iremos muy lejos. -La verdad era que, aunque podría hacerlo si fuera necesario, prefería no tener que montar tan pronto.

Encontraron un buen sitio para que los caballos pastaran a menos de un kilómetro de distancia. El pequeño y soleado prado estaba protegido del frío viento por la ladera de una montaña que se erigía al norte, y los animales inclinaron sus cabezas sobre la hierba con avidez mientras Rafe y Annie se sentaban y dejaban que el sol los calentara. No pasó mucho tiempo antes de que ambos se quitaran el abrigo, y de que el rostro de Rafe recuperara algo de color.

No hablaron mucho. La joven apoyó la cabeza sobre sus rodillas y cerró los ojos, adormecida por el delicioso calor y los sonidos que hacían los caballos. Era una mañana tan tranquila y serena que podría haberse quedado dormida sin ningún problema. No se oían más ruidos que aquellos propios de la naturaleza: el susurro del viento en lo alto de los árboles… el piar de los pájaros… los caballos pastando sin prisas… Silver Mesa nunca estaba tan silenciosa. Siempre parecía haber alguien en la calle y daba la impresión de que los salones no cerraran nunca. Annie, acostumbrada a los ruidos de la ciudad, sintió que la paz de aquel lugar la inundaba.

Rafe cambió de posición de pronto y, la joven, al darse cuenta de que lo había hecho ya varias veces, abrió los ojos.

– ¿Estás incómodo?

– Un poco.

– Entonces túmbate. En realidad, es lo único que deberías estar haciendo.

– Estoy bien.

De nuevo, Annie se abstuvo de discutir inútilmente. En lugar de eso, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo vas a permitirles pastar? Todavía tengo mucho que hacer.

Rafe estudió la posición del sol y luego miró hacia los caballos. El de Annie había dejado de pastar y estaba descansando plácidamente con la cabeza alzada y las orejas levantadas, atento al sonido de sus voces. El suyo continuaba comiendo con desgana, como si ya hubiera satisfecho su apetito. A Rafe le hubiera gustado poder dejar a los caballos allí, al aire libre, pero no podía arriesgarse a verse sorprendido con los animales tan lejos de la cabaña. Quizá al día siguiente se sintiera con fuerzas suficientes para improvisar un rudimentario corral que les permitiera moverse un poco en lugar de permanecer encerrados en aquel minúsculo cobertizo. Tan sólo necesitaría algunos arbustos y algo de cuerda.

– Podríamos volver ya -contestó finalmente, a pesar de que le hubiera gustado quedarse sentado bajo el sol. Andar le recordaba lo débil que estaba.

En silencio, Annie se acercó a los caballos y los guió de vuelta a la cabaña. Después de llevarlos hasta el arroyo y de permitirles beber a su antojo, los animales se dejaron llevar dócilmente hasta el cobertizo.


Los problemas logísticos que suponía lavarse casi hicieron que Annie se rindiera. No disponía de ningún cuenco o jarra; sólo tenía el cubo que usaba para recoger el agua, y hacía demasiado frío para bañarse en el arroyo, así que se conformó con fregar la cafetera y la olla con la que cocinaba, y con poner agua a calentar en ambos recipientes. Cuando hirvió, la añadió al agua fría que había recogido con el cubo.

– Tú primero -le ofreció Annie-. Estaré fuera, junto a la puerta…

– No -la interrumpió, entrecerrando sus claros ojos-. Te quedarás aquí dentro, donde pueda verte. Si no quieres mirar, siéntate dándome la espalda.

Su inflexibilidad la consternó, pero ya había aprendido que no podría hacerle cambiar de opinión y ni siquiera lo intentó. Sin mediar palabra, Annie se sentó dándole la espalda y apoyó la cabeza sobre sus rodillas dobladas, tal y como había hecho en el prado. Lo oyó desvestirse y escuchó el ruido del agua mientras se lavaba. Unos minutos más tarde, oyó los característicos sonidos que indicaban que se estaba vistiendo de nuevo.

– Llevo puestos los pantalones -dijo Rafe finalmente-. Ya puedes darte la vuelta.

La joven se puso en pie y se giró para mirarlo. Todavía no se había puesto una camisa, aunque había una limpia sobre la manta. Annie intentó que sus ojos no se demoraran en el amplio pecho masculino. Había visto a muchos hombres desnudos de cintura para arriba sin experimentar ninguna emoción que no fuera simple curiosidad; entonces, ¿por qué los latidos de su corazón reaccionaban tan violentamente ante la semidesnudez de Rafe? Su duro y musculoso torso estaba cubierto por vello oscuro y lo había sentido sólido como una roca cuando él la abrazó estrechamente contra sí durante la noche, pero seguía siendo sólo el pecho de un hombre. Sin embargo…

– Sujeta el espejo para que pueda afeitarme -le ordenó.

Su potente voz la sacó de ensimismamiento, y sólo entonces se dio cuenta de que Rafe había sacado una navaja y un pequeño espejo.

La joven se acercó y sostuvo el espejo mientras observaba cómo él se enjabonaba la cara para luego eliminar con cuidado la barba que cubría su rostro. Annie no pudo evitar mirarlo con absoluta fascinación. Su barba negra tenía, como mínimo, una semana cuando ella lo había visto por primera vez, así que estaba ansiosa por verlo recién afeitado. Rafe hizo algunas interesantes muecas con la cara que Annie recordaba haber visto hacer también a su padre, y una suave sonrisa rozó sus labios. Se sentía extrañamente reconfortada al descubrir aquellas pequeñas similitudes entre su amado padre y ese peligroso extraño que la tenía a su merced.

Cuando Rafe acabó, sus facciones, ya a plena vista, dejaron a Annie sin aliento, y tuvo que darse la vuelta con rapidez para ocultar su expresión. Contrariamente a lo que esperaba, la barba, en realidad, había suavizado los rasgos de su rostro. Recién afeitado, parecía incluso más fiero, con sus claros y fríos ojos brillando como el hielo bajo el perfecto arco que trazaban sus negras cejas. Tenía una nariz recta y aguileña, y su boca dibujaba una dura línea delimitada a cada lado por un fino surco. Su mandíbula parecía de granito y su pronunciado mentón, marcado con una leve hendidura que la barba había ocultado hasta entonces, dejaba patente su voluntad de hierro. Era un rostro que no reflejaba ni un ápice de piedad y que revelaba la distante expresión de un hombre que había visto y causado tanta muerte que ya no le afectaba en lo más mínimo. Durante el breve instante en que lo había mirado antes de girarse, Annie había percibido amargura en la línea que dibujaba su boca; una amargura tan intensa que le había dolido verla, y tan arraigada, que seguramente nunca podría borrarse de su rostro. ¿Qué le había ocurrido a aquel hombre para que tuviera aquel aspecto?, como si no creyera en nada ni confiara en nadie, como si nada tuviera valor para él, excepto, quizás, su propia vida, aunque eso era algo de lo que tampoco podía estar segura.

No obstante, seguía siendo sólo un hombre, por muy peligroso que fuera. Además, estaba cansado y enfermo, y a pesar de que la había raptado, no sólo no le había hecho ningún daño, sino que había velado por su comodidad y su seguridad lo mejor que había podido. Annie no olvidaba que a él le convenía mantenerla a salvo, o que cualquier percance que pudiera sufrir sería única y exclusivamente por su culpa, pero, al mismo tiempo, no había sido tan cruel ni brutal como ella había temido, o como muchos hombres habrían sido en su situación. Había dicho y hecho cosas que la habían aterrorizado, aunque nunca por mera crueldad. Resultaba extrañamente tranquilizador saber que siempre había un motivo para sus acciones. La joven empezaba a sentir que podía confiar en su palabra, que una vez se hubiera recuperado, la llevaría de vuelta a Silver Mesa, sana y salva. Por otra parte, si intentaba escapar de él, estaba igualmente segura de que la detendría como le fuera posible, sin descartar la opción de abatirla a tiros.

– Muy bien, ahora te toca a ti.

Annie se dio la vuelta de nuevo y descubrió que estaba totalmente vestido, incluyendo el cinturón que sujetaba su revólver. Sus ropas sucias estaban amontonadas en una pila sobre el suelo y había sacado una segunda camisa limpia de las alforjas para que la usara ella.

Annie se quedó mirando la camisa, absorta en un dilema.

– ¿Qué hago primero, asearme o lavar la ropa?

– Lavar la ropa -contestó Rafe-. De esa forma, tendrá más tiempo para secarse.

¿Y qué me pongo mientras la lavo? -le preguntó secamente-. Si me pongo ahora tu camisa, se mojará.

Rafe se encogió de hombros.

– Lo que hagas depende de lo importante que sea para ti disponer de ropa limpia.

Annie comprendió lo que quería decir y cogió de un manotazo la ropa sucia y la pastilla de jabón sin pronunciar una sola palabra más. No estaba de muy buen humor cuando se dirigió al arroyo y se arrodilló en la orilla. Rafe la siguió y se acomodó a unos cuatro metros con el rifle sobre el regazo. La joven se puso a trabajar con adusta determinación, ya que el agua estaba helada y las manos se le entumecieron tras sólo unos pocos minutos.

Annie ya había escurrido la camisa, la había colgado sobre un arbusto para que se secara y estaba frotando los pantalones cuando se decidió a hablar.

– Hace demasiado frío para que haya serpientes. Y tampoco creo que haya osos. ¿De qué me estás protegiendo entonces? ¿De los lobos? ¿De los pumas?

– Yo he visto osos en esta época del año -le respondió él-. En cuanto a los lobos, uno sano no se molestaría en ir a por ti, pero uno herido sí lo haría, y lo mismo ocurre con los pumas. Aunque correrías más peligro si un hombre que vagara por aquí se topara contigo.

Annie se inclinó y sumergió los pantalones en el arroyo, observando cómo la espuma formaba una pálida nube sobre el agua.

– No entiendo a los hombres -afirmó-. No entiendo por qué hay tantos que son tan insensibles y crueles, cómo pueden abusar de una mujer, de un niño o de un animal sin pensárselo dos veces, y, sin embargo, se vuelven completamente locos si alguien los acusa de hacer trampas en las cartas. Eso no es una cuestión de honor, eso es… no sé lo que es. Estupidez, diría yo.

Él no contestó y se limitó a escrutar los alrededores con un inquietante brillo en la mirada. Annie intentaba escurrir el agua de la pesada prenda, pero sus manos estaban frías y torpes. Al ver sus dificultades, Rafe se puso de pie, le cogió los pantalones y los escurrió sin esfuerzo con sus fuertes manos. Después los sacudió y los extendió sobre un arbusto para luego volver a sentarse en el mismo lugar que había ocupado antes.

En silencio, Annie mojó la ropa interior de él y empezó a enjabonarla.

– Algunas personas son malas por naturaleza -señaló Rafe de pronto-. Ya sean hombres o mujeres. Nacieron así, y así morirán. Otros van transformándose poco a poco sin saber cómo. Y a veces, algunos se ven forzados a tomar ese camino sin pretenderlo.

La joven mantenía la cabeza inclinada, con la atención centrada en la tarea que estaba realizando.

– ¿Y tú en qué grupo te incluirías?

Rafe reflexionó durante un momento y finalmente dijo:

– No creo que eso importe mucho.

Desde luego, a él le daba igual. Era cierto que se había visto empujado a ser lo que era, pero la forma en que había ocurrido ya no tenía ninguna importancia. Había perdido a su familia y también todo en lo que había creído y por lo que había luchado. Había sido testigo de cómo la causa por la que arriesgó su vida se volvía amarga y quedaba reducida a cenizas. Y lo único que había sacado de todo aquello era ser perseguido por todo el país. Las razones que lo habían empujado a aquella vida se habían difuminado y ya sólo importaba la realidad. Y la realidad era que tenía que viajar constantemente de un lado a otro, mirando siempre por encima de su hombro. No confiaba en nadie y estaba dispuesto a matar a cualquiera que fuera tras él. Más allá de eso, no había nada.

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