Capítulo 3

Rafe se despertó de forma brusca, aunque sólo lo delató su pulso acelerado, ya que sus músculos ni siquiera se movieron. No solía dormir de forma tan profunda, sobre todo en aquellas circunstancias. En silencio, empezó a maldecirse a sí mismo mientras tomaba conciencia de todo lo que había a su alrededor. Los pájaros piaban tranquilamente y podía escuchar a los caballos comiendo en algún pasto que habrían encontrado. Al parecer, todo estaba bien a pesar de su falta de vigilancia.

La doctora todavía seguía tendida contra su costado derecho con la cabeza apoyada sobre su hombro y el rostro pegado a su camisa. Al mirar hacia abajo, pudo ver que su largo cabello rubio se había liberado de las horquillas y caía en un suave desorden. La falda estaba enredada alrededor de las piernas de ambos, y podía sentir la tentadora suavidad de sus senos, su cadera y sus muslos. Despacio, respiró hondo intentando no despertarla. Uno de sus delicados brazos reposaba sobre su pecho, pero igualmente podría haber estado sobre su entrepierna, ya que el cálido peso de su mano hacía que su erección matinal creciera como si así fuera. El placer que le daba se extendió por todo su cuerpo como exquisita miel. Aún estando ella dormida, podía sentir la extraña y agradable energía que desprendían sus manos al tocarlo, consiguiendo tensar sus pezones.

La tentación de quedarse tendido y de disfrutar de su contacto, o incluso de moverle la mano hacia su grueso miembro para poder sentir allí esa cálida energía, casi le venció. Pero eso no sería justo para ella y, además, necesitaban encontrar la cabaña del trampero para poder descansar. Rafe cerró la mano alrededor de la de ella y la llevó hasta sus labios, luego, volvió a dejarla con delicadeza sobre su pecho y la zarandeó para despertarla.

Los ojos marrones de la joven se abrieron perezosamente y, un segundo después, sus pestañas volvieron a descender. Ojos marrones como los de una gacela, pensó Rafe al verlos por primera vez a la luz del día.

– Despierta, doctora -la instó volviendo a zarandearla con suavidad. No podemos quedarnos aquí.

Aquella vez, sus ojos se abrieron de par en par y Annie se incorporó precipitadamente entre la maraña de abrigos y mantas, mirando asustada a su alrededor. Rafe percibió en su mirada el momento exacto en que recordó lo que había pasado la noche anterior; vio el miedo y la desesperación cuando se dio cuenta de que no había sido un sueño, antes de que recuperara el control sobre sí misma y se enfrentara a él.

– Tienes que llevarme de vuelta.

– Todavía no. Quizá lo haga dentro de unos pocos días. -Rafe se puso en pie con cierta dificultad, a pesar de que el sueño había reparado en parte sus fuerzas. Aun así, cuando se movió, su cuerpo le recordó que necesitaba mucho más que unas cuantas horas de descanso-. Hay una cabaña cerca de aquí. Ayer no pude encontrarla en medio de la oscuridad, pero nos quedaremos allí hasta que mis heridas estén curadas.

Annie alzó la mirada hacia él con los ojos muy abiertos a causa del miedo. Todavía había sombras violeta bajo ellos, oscureciendo la traslúcida piel y haciéndola parecer frágil. Rafe deseaba tomarla entre sus brazos y tranquilizarla, sin embargo, en lugar de eso, dijo:

Enrolla las mantas.

Annie se movió para obedecerle e hizo un gesto de dolor al sentir la protesta de sus entumecidos músculos. No estaba acostumbrada a cabalgar durante tantas horas sin descanso, sobre todo, viéndose forzada a usar sus piernas para mantenerse sobre el caballo. Sus muslos temblaron por el esfuerzo cuando se puso en cuclillas para enrollar las mantas.

Rafe se había alejado unos pocos metros, los suficientes para quedar oculto por la roca, pero desde allí aún podía verla. Annie escuchó de pronto el sonido de un líquido salpicando, como si fuera agua que fluyera y levantó la mirada intrigada justo antes de darse cuenta de lo que él estaba haciendo. La fría e inclemente mirada de Rafe se encontró con la suya, y Annie bajó la cabeza al tiempo que un violento rubor ardía en sus mejillas. Sus conocimientos médicos le indicaron que, al menos, la fiebre no había dañado los riñones de su captor.

Segundos después, Rafe volvió junto a ella.

– Ahora puedes ir tú. Pero no intentes desaparecer de mi vista. Quiero ver tu cabeza en todo momento. -Para asegurarse de que la joven no intentara escapar, desenfundó su pistola.

A Annie le horrorizó la idea de que aquel hombre esperara que hiciera una cosa así con él escuchando y empezó a rechazar la oferta; sin embargo, su vejiga insistió en que no podría esperar por más tiempo. El rostro le hervía cuando rodeó con cuidado la roca que les había cobijado durante la noche, poniendo especial atención en dónde ponía los pies.

– No te alejes más.

La joven luchó contra los impedimentos que le presentaban sus ropas, mientras intentaba desatar las cintas de sus pololos bajo su falda y su enagua sin revelar nada de su cuerpo ni de su ropa interior, consciente de que él la estaba observando. ¿De qué otra forma podría saber si ella permanecía a la vista o no? Ojalá llevara unos pololos abiertos por el centro, pero la verdad era que sólo se los ponía en raras ocasiones, porque nunca sabía cuándo tendría que montar a caballo y no deseaba acabar con la parte interior de sus muslos en carne viva a causa de las rozaduras.

Al cabo de unos momentos, consiguió dominar su ropa y colocarla de forma que pudo aliviarse. Intentó hacerlo lo más silenciosamente posible, aunque, al final, se vio forzada a aceptar las imposiciones de la naturaleza humana. De todas formas, ¿qué importancia tenía aquello cuando existían tantas probabilidades de que aquel hombre la matara como de que no lo hiciera? La lógica la inducía a pensar que él no llegaría a tal extremo a no ser que hubiera alguna razón por la cual no deseara ser visto, lo que significaría que era un fugitivo. En ese caso, tendría que estar loco para llevarla de vuelta a Silver Mesa tal y como le había prometido.

Para salvarse a sí misma, debería permitir que el estado de su captor empeorara, o quizá incluso usar sus conocimientos médicos para acelerar el proceso.

De pronto, se sobrecogió ante la atrocidad de sus propios pensamientos. Había sido educada desde niña para salvar vidas, no para acabar con ellas, y, aun así, estaba planeando matar a aquel hombre.

– ¿Durante cuánto tiempo vas a permanecer ahí en cuclillas con la falda levantada?

Annie se incorporó tan precipitadamente, que se tambaleó a causa de que los pololos se quedaron enrollados alrededor de sus rodillas y de sus agarrotados músculos. La dura intromisión de la voz masculina la había devuelto a la realidad, arrancándola de sus oscuros pensamientos. Su rostro estaba lívido cuando se giró y lo miró encima de la roca.

Los párpados semicerrados de Rafe ocultaron la expresión de sus fríos ojos mientras estudiaba a la joven, preguntándose qué habría pasado por la mente de Annie para que le hubiera robado cualquier rastro de color en el rostro y para que sus ojos hubieran adquirido aquella expresión tan inquietante. Demonios, era doctora. No debería sentirse tan horrorizada o avergonzada por algo que todo el mundo hacía. Rafe recordó un tiempo en el que nunca se habría comportado así con una mujer, pero los últimos diez años lo habían cambiado por completo, haciendo desvanecerse al hombre que una vez había sido, de modo que los recuerdos habían quedado muy lejos; eran un mero eco y ni siquiera podía lamentar el cambio. Él era quien era, nada más.

Tras quedarse un momento paralizada, la joven se inclinó para ajustar su ropa interior y, cuando se incorporó, Rafe pudo ver que su rostro todavía reflejaba aquella extraña mirada de desolación. Entonces, volvió a rodear la roca acercándose a él y Rafe le tendió la mano enguantada con la palma hacia arriba.

Por un momento, Annie miró sin reconocer los pequeños objetos que le mostraba. Luego, sus propias manos volaron hasta su pecho y lo encontraron completamente suelto, cayendo sobre sus hombros y por su espalda.

Rafe debía de haber encontrado las horquillas esparcidas por el suelo.

Annie se recogió el pelo apresuradamente en un descuidado moño y fue cogiendo una a una las horquillas de la fuerte mano masculina para controlar sus indomables mechones.

Rafe permaneció en silencio, observando cómo los finos dedos cogían cada horquilla de su enguantada mano con la delicadeza propia de un pequeño pájaro que seleccionara semillas. Sus movimientos eran tan esencialmente femeninos que la deseó desde lo más profundo de su ser. Hacía demasiado tiempo que no había estado con una mujer, que no había podido disfrutar de su suave carne y el de su dulce perfume, que no se había deleitado con la gracilidad de los exquisitos movimientos que todas hacían, incluso las rameras más ordinarias. Una mujer nunca debería permitir a un hombre mirarla mientras se aseaba, pensó con repentina violencia, a no ser que estuviera dispuesta a recibirlo en su cuerpo y permitirle que saciara el apetito sexual que habría despertado al dejar que la observara llevando a cabo sus rituales privados.

Entonces, el deseo pareció desaparecer dejando tras de sí un terrible cansancio que le llegaba hasta los huesos.

– Nos vamos -dijo de pronto. Si se quedaba allí de pie por más tiempo, no dispondría de la energía necesaria para encontrar la vieja cabaña.

– ¿No podemos comer algo antes? -A pesar del gran esfuerzo que hizo por ocultarlo, la joven no pudo evitar que se filtrara un leve matiz de desesperación en su voz. Se sentía débil por el hambre y sabía que él debía de estar mucho peor, aunque su rostro, duro y sin rastro de emoción, no se lo confirmara.

– Lo haremos cuando lleguemos a la cabaña. No tardaremos mucho.

Le costó una hora encontrarla y a Annie le costó un poco más darse cuenta de que habían llegado, ya que la pequeña y humilde construcción estaba tan cubierta de maleza que apenas podía reconocerse como algo hecho por el hombre. Podía haber llorado ante tal decepción, pues había esperado una choza, o incluso una tosca casucha, ¡pero no eso! Por lo que podía ver a través de los arbustos y de las enredaderas que casi la cubrían por completo, la «cabaña» no era más que algunas rocas rudimentariamente apiladas y unos pocos troncos medio podridos.

– Desmonta.

Annie le lanzó una furiosa mirada, cansada de aquellas lacónicas órdenes. Estaba hambrienta y asustada, y le dolían todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Sin embargo, le obedeció e incluso empezó a acercarse para ayudarlo cuando vio que desmontaba con dificultad, aunque, finalmente, se limitó a seguir sus movimientos con la mirada al tiempo que cerraba las manos formando puños.

– Hay un cobertizo para los caballos.

Al oír aquello, Annie miró a su alrededor incrédula. No veía nada que se pareciera en lo más mínimo a un cobertizo.

– Allí -le indicó él leyendo acertadamente la expresión de su cara.

Rafe guió a su caballo hacia la izquierda y Annie lo siguió sujetando las riendas de su propia montura. Él tenía razón. Había un cobertizo a pocos metros, construido aprovechando los árboles y la inclinación de la tierra, en el que cabían dos animales a pesar de que el espacio era muy limitado. Ambos extremos del cobertizo estaban abiertos, aunque el más alejado estaba parcialmente bloqueado por un rudimentario abrevadero y más arbustos. Rafe descolgó un cubo de madera que colgaba de una rama rota, lo examinó y, por un momento, se reflejó en su demacrado rostro una expresión de satisfacción.

– Hay un arroyo que pasa justo por el otro lado de la cabaña – le indicó a la joven-. Desensilla los caballos y luego coge el cubo y ve a por agua para los animales.

Annie se quedó mirándolo con cara de incredulidad. Se sentía débil a causa del hambre y tan cansada que apenas podía andar.

– Pero, ¿y nosotros?

– Primero hay que encargarse de los caballos. Nuestras vidas dependen de ellos. -Su voz era implacable-. Lo haría yo mismo, pero aparte de permanecer de pie aquí, lo único que soy capaz de hacer ahora es dispararte si intentas huir.

Sin pronunciar una palabra más, Annie se puso manos a la obra a pesar de que sus músculos temblaban por el esfuerzo. Descargó su maletín y el saco que contenía la comida, las dos sillas de montar y las alforjas de él, y lo dejó todo en el suelo. Después, cogió el cubo y Rafe le indicó el camino hacia un arroyo que tan sólo estaba a unos veinte metros de la cabaña, pero que discurría alejándose en diagonal en lugar de fluir paralelamente a la maltrecha construcción. Sólo tenía unos treinta centímetros de profundidad, que se convertían en menos en algunos lugares y en más en otros.

Rafe la siguió hasta el arroyo y de vuelta al cobertizo, en silencio y con un paso no muy firme. Annie hizo dos viajes más al arroyo con él siguiendo cada uno de sus pasos, hasta que Rafe decidió que el abrevadero estaba bastante lleno.

– Hay una bolsa con grano en mi alforja izquierda -dijo él observando cómo los caballos bebían ávidamente-. Dale dos puñados a cada uno. Tendremos que reducirles la ración durante un tiempo.

Una vez cumplida esa tarea, Rafe le ordenó que metiera las pertenencias de ambos en la cabaña. La tosca puerta estaba formada por unos cuantos troncos sujetos con una mezcla de cáñamos y enredaderas, y sus dos goznes eran de piel. Annie la abrió con cuidado y tuvo que reprimir un grito de consternación. No parecía que hubiera ninguna ventana, pero la luz que entraba a través de la puerta abierta revelaba un interior cubierto de telarañas y de suciedad, y habitado por una gran variedad de insectos y pequeños animales.

– No pienso entrar ahí -exclamó horrorizada al tiempo que se giraba para enfrentarse a él-. Hay ratas, arañas y seguramente también serpientes.

Sólo por un instante, una expresión divertida sobrevoló los labios de Rafe logrando suavizar sus duros rasgos.

– Si hay ratas, puedes apostar lo que quieras a que no hay serpientes. Las serpientes se comen a las ratas.

– Este lugar está cubierto de mugre.

– Hay una chimenea -repuso él con voz llena de cansancio-. Y cuatro paredes para protegernos del frío. Si no te gusta el aspecto que tiene, entonces límpialo.

Annie empezó a decirle que podía limpiarlo él mismo, pero una simple mirada al pálido y demacrado rostro de Rafe bastó para que las palabras se detuvieran en sus labios. La culpabilidad le remordió la conciencia. ¿Cómo había podido siquiera permitirse a sí misma pensar en dejarlo morir? Era médico, y aunque era probable que la matara cuando ya no le fuera de ninguna utilidad, ella se esforzaría al máximo por curarlo. Consternada por aquellos pensamientos que la habían invadido horas antes y que suponían una traición tanto a su padre y a sí misma como a su vida entera, se juró que no lo dejaría morir.

Al examinar con más detenimiento la pequeña y mugrienta cabaña, se dio cuenta de que la magnitud de la tarea a la que se enfrentaba era tan enorme que dejó caer la cabeza totalmente desesperanzada. Intentando armarse de valor, respiró hondo e irguió los hombros. Iría poco a poco. Recogió un resistente palo del suelo y avanzó con cautela hacia el interior de la pequeña construcción. El palo le sirvió para abrirse paso entre las telarañas y para apartar de un golpe las ratoneras que iba descubriendo. Una ardilla huyó correteando y una familia de ratones salió disparada hacia todas las direcciones.

Decidida, Annie los busco con su palo. Después, metió la gruesa rama por la chimenea para sacar los viejos nidos de pájaros y asustar a algunos nuevos ocupantes que estaban fuera de su alcance. Si había otros nidos más arriba, el fuego en la chimenea alentaría a sus habitantes a evacuar la zona rápidamente.

Cuando sus ojos se ajustaron a la tenue luz, descubrió que la cabaña tenía una ventana en cada lado y que estaban cubiertas por toscas tablas que podían empujarse hacia arriba y sujetarse con un palo. Annie las abrió, dejando entrar una gran cantidad de luz que pareció alegrar la estancia, aunque, ahora que lo podía ver mejor, el interior de la cabaña se veía aún más sucio.

No había muebles, a excepción de una tosca mesa con dos patas rotas que se apoyaba en un rincón. Lo mejor que podía decirse de aquel lugar, aparte de que tenía una chimenea y cuatro paredes, como Rafe ya había señalado, era que el suelo era de madera y que, a pesar de que había rendijas entre las tablas, al menos no dormirían directamente en el suelo.

Sabiendo que era la forma más rápida de conseguir un mínimo de habitabilidad, Annie cargó cubos de agua desde el arroyo y limpió el interior de la cabaña con abundante agua, ya que contaba con que el líquido se escurriría a través de las rendijas. Mientras se secaba el suelo, apiló leña y astillas junto al hogar. Durante todo el proceso, Rafe no la perdió de vista ni un minuto, aunque la joven estaba asombrada de que todavía pudiera seguir en pie. Cada vez que lo miraba le parecía que estaba aún más pálido.

Finalmente, la cabaña estuvo lo bastante limpia como para que no le horrorizara la idea de dormir en ella, y parecía que había logrado derrotar a los otros ocupantes. Aprovechando que todavía tenía fuerzas, Annie arrastró las sillas de montar y las provisiones hasta el interior, e hizo un viaje más al arroyo para llenar el cubo y la cantimplora.

Sólo entonces le indicó a Rafe con una mano que entrara. Le temblaban todos los músculos del cuerpo y le flaqueaban las rodillas, pero, al menos, ahora podía sentarse. Se dejó caer sobre el suelo que acababa de limpiar, dobló las rodillas y apoyó la cabeza sobre ellas.

El ruido de las botas de Rafe al arrastrarse sobre la madera le hizo levantar la cabeza de mala gana. Lo vio allí de pie, con los ojos entrecerrados por la fiebre y su enorme cuerpo balanceándose levemente. Conmovida, Annie se forzó a sí misma a arrastrarse hasta las sillas y a coger una de las mantas. La dobló por la mitad y la extendió sobre el suelo.

– Ven -dijo ella con la voz ronca por la fatiga-. Túmbate.

Más que tumbarse, Rafe se derrumbó. Annie lo sujetó para evitar que cayera y su peso casi la derribó.

– Lo siento -gruñó él en un jadeo, casi sin fuerzas para poder moverse.

Annie tocó su rostro y su garganta, y descubrió que le había subido la fiebre, si es que eso era posible. Preocupada, empezó a desabrocharle el cinturón que sujetaba su pistolera, pero sus fuertes dedos se cerraron sobre los de ella sujetándolos con tanta fuerza que le hacía daño, y continuó así durante un minuto antes de pronunciar palabra.

– Yo lo haré.

Al igual que el día anterior, Rafe dejó la pistolera cerca de su cabeza. Annie observó la enorme arma y se estremeció ante su aspecto frío y mortífero.

– Ni se te ocurra pensar en intentar cogerla -le advirtió él en voz baja.

La joven alzó rápidamente la mirada para encontrarse con la suya. Febril o no, aquel hombre todavía estaba en plena posesión de sus facultades. Sería más fácil para ella huir si la fiebre lo hacía delirar, pero se había jurado a sí misma que lo ayudaría y eso significaba que no podía abandonarlo aunque cayera inconsciente. Hasta que se recuperara, estaba obligada a quedarse allí.

– No pensaba en eso -respondió. Pero él permaneció con la mirada atenta y Annie supo que no le había creído. Sin embargo, no estaba dispuesta a discutir con aquel hombre sobre su honradez; no cuando se sentía débil, hambrienta y tan cansada que sólo tenía fuerzas para sentarse con la espalda erguida. Y todavía tenía que ocuparse de él antes de empezar a pensar en sí misma.

– Voy a quitarte la camisa y las botas para que puedas estar más cómodo-anunció en tono decidido mientras se movía para cumplir la tarea.

De nuevo, apareció su mano para detenerla.

– No -se opuso y, por primera vez, Annie percibió una nota de inquietud en su voz-. Hace demasiado frío para quitarme la camisa.

Era evidente que la tarea de limpiar la cabaña la había hecho entrar en calor, y hacía mucho tiempo que se había quitado el abrigo. Pero independientemente de que ella estuviera acalorada, lo cierto era que el sol había hecho subir varios grados la temperatura y que el aire era agradable. Aun así, Annie podía sentir cómo Rafe temblaba bajo sus dedos.

– No hace frío. Es que tienes fiebre.

– ¿No tienes nada en ese maletín tuyo que haga bajar la fiebre?

– Prepararé un té a base de cortezas de sauce una vez haya examinado tus heridas. Eso hará que te sientas mejor.

Rafe sacudió la cabeza nervioso.

– Prepáralo ahora. Tengo tanto frío que siento como si se me hubieran congelado los huesos.

Annie suspiró, ya que no estaba acostumbrada a que sus pacientes decidieran cómo debía llevarse a cabo su tratamiento; pero el orden en el que hiciera las cosas no cambiaría nada y, de ese modo, también podría hacerse una taza de café. Así que lo tapó con otra manta, se dirigió a la chimenea, y apiló astillas y ramitas de pino bajo algunos gruesos trozos de madera.

– No hagas un fuego muy grande -murmuró él-. Produciría demasiado humo. Tengo algunas cerillas en mi alforja, en el lado derecho, envueltas en lona.

La joven encontró las cerillas y encendió una frotándola contra la piedra de la chimenea, al tiempo que volvía la cabeza para apartarse del acre olor del fósforo. La ramitas de pino se prendieron en tan sólo unos segundos. Annie se inclinó y sopló suavemente las llamas hasta que se sintió satisfecha al ver que empezaban a extenderse con fuerza. Después, volvió a sentarse y abrió su gran bolsa. Parecía una maleta de vendedor ambulante en vez de un maletín de médico, pero a ella le gustaba llevar consigo una buena provisión de hierbas y ungüentos siempre que trataba a un paciente, ya que no podía depender de encontrar lo que necesitara en el bosque. Sin perder tiempo, sacó la corteza de sauce, que había envuelto cuidadosamente en una bolsa de malla, y el pequeño cazo que usaba para hacer el té.

El desconocido permaneció tumbado bajo la manta, observando con ojos entrecerrados cómo ella vertía una pequeña cantidad de agua de la cantimplora en el pequeño cazo, y luego lo colocaba sobre el fuego para que hirviera. Mientras el agua se calentaba, cogió una gasa, puso un poco de corteza de sauce en ella, añadió una pizca de tomillo y de canela, y ató los cuatro extremos de la gasa para formar una bolsita porosa que sumergió en el agua. Finalmente, para endulzar el té, Annie abrió un tarro y añadió un poco de miel.

– ¿Qué le has puesto? -preguntó Rafe.

– Corteza de sauce, canela, miel y tomillo.

– Cualquier cosa que me des, tendrás que probarla tú primero.

Aquella ofensa hizo que la espalda de la joven se tensara, sil embargo, no discutió con Rafe. El té de corteza de sauce no le haría ningún daño, y si ese hombre pensaba que era capaz de envenenarlo, no había nada que pudiera hacer para convencerlo de lo contrario. Además, su conciencia todavía la seguía mortificando por los horribles pensamientos que había tenido esa mañana, y quizá él se había dado cuenta de ello.

– Si has añadido algo de láudano, tú también te dormirás -le advirtió Rafe.

¡Al menos, sólo la estaba acusando de pensar en drogarlo, no de intentar matarlo! Furiosa, Annie sacó una pequeña botella marrón de su bolsa y la levantó para mostrársela.

– El láudano está aquí. Y te informo de que la botella está casi llena, por si quieres ir comprobándolo de vez en cuando. Aunque quizá te sientas mejor si la guardas tú.

Le ofreció el pequeño recipiente y él miró a la joven en silencio, taladrándola con sus fríos ojos como si pudieran leer su mente. Y tal vez así fuera.

Rafe se debatía entre creerla o no. Deseaba hacerlo, sobre todo, cuando miraba aquellos suaves ojos marrones, sin embargo, se había mantenido con vida esos últimos cuatro años gracias a que no había confiado en nadie. Sin pronunciar palabra, alargó el brazo y cogió la botella marrón, dejándola en el suelo junto a su pistolera.

Ella se dio la vuelta sin hacer ningún comentario, pero Rafe supo que la había herido.

Con el ceño fruncido, Annie sacó las provisiones y las colocó en el suelo para poder hacerse una idea de lo que disponían. Estaba tan hambrienta que las náuseas amenazaban con provocarle arcadas y se preguntó si sería capaz de comer algo.

Llenó de agua la cafetera que Rafe llevaba en las alforjas y añadió los posos del café, haciéndolo más fuerte de lo normal porque pensó que probablemente lo necesitaría. Luego volvió a girarse hacia las provisiones. Las manos le temblaban mientras intentaba decidir qué preparar. Había patatas, beicon, judías, cebollas, un pequeño saco de harina, sal, melocotones en conserva y pan, además de arroz, queso y azúcar que había cogido de su casa. Le quedaba poca comida y había planeado llenar su despensa, pero la llegada del bebé de Eda le había impedido hacerlo.

Decidiendo que estaba demasiado hambrienta para preparar nada, preparó un trozo de pan y queso, los troceó y se lo ofreció a su paciente.

Rafe sacudió la cabeza.

– No tengo hambre.

– Come -insistió ella, poniendo el pan y el queso en su mano-. Necesitas recuperar fuerzas. Intenta comer uno o dos bocados, y no sigas si sientes náuseas.

El pan y el queso no eran lo mejor para un hombre enfermo, pero era comida y no necesitaba de ninguna preparación. Más tarde haría algo de sopa, cuando hubiera descansado y tuviera más fuerzas. Dejó la cantimplora junto a la mano de su paciente para que pudiera beber si lo deseaba y se apresuró a comer su exigua ración con una ferocidad apenas reprimida.

Rafe sólo se comió un trozo de queso, pero se terminó todo el pan y casi se vació la cantimplora. Para cuando acabaron, el té de corteza de sauce ya hervía y Annie usó un trapo para sacarlo del fuego y dejarlo a un lado para que se enfriara.

– ¿Por qué no me diste nada para la fiebre anoche? -le preguntó él de repente. Sus ojos y su voz volvían a reflejar la dureza a la que la tenía acostumbrada.

– La fiebre no es necesariamente algo malo -le explicó Annie-. En realidad ayuda al cuerpo a combatir la infección, al igual que cuando se cauteriza una herida. Sólo es peligrosa si dura mucho tiempo o si es demasiado alta, porque debilita excesivamente el cuerpo.

Rafe todavía temblaba, a pesar del calor que desprendía la chimenea y de que estaba tapado con la manta. Empujada por un impulso que no llegó a entender, Annie alargó la mano y le acarició el oscuro pelo apartándolo de la frente. Aunque era el hombre más duro y peligroso que había conocido, necesitaba los cuidados que ella podía ofrecerle.

– ¿Cómo te llamas? -Ya se lo había preguntado antes y él no había respondido, pero con lo aislados que se encontraban ahora, estaba segura de que no tendría ninguna razón para no decírselo. Annie casi sonrió al pensar en la incongruencia que suponía no saber su nombre, a pesar de haber dormido entre sus brazos.

Rafe pensó en darle un nombre ficticio, pero decidió que no era necesario ya que usaría otro diferente una vez la hubiera llevado de vuelta a Silver Mesa.

– McCay. Rafferty McCay. ¿Y tú, doctora?

– Annis -respondió, dirigiéndole una suave y débil sonrisa-. Aunque siempre me han llamado Annie.

– A mí todos me llaman Rafe -gruñó-. Me pregunto por qué la gente no les pone directamente a sus hijos el nombre que luego usarán.

La sonrisa de Annie se amplió y él, muy a su pesar, observó fascinado el movimiento de sus labios. Todavía continuaba con la mano sobre su pelo y sus dedos peinaban con delicadeza los indomables mechones. Rafe casi suspiró en voz alta por el placer que le producía ese cálido contacto, haciéndole sentir aquel hormigueo ya familiar. Además, notó cómo su dolor de cabeza disminuía con cada caricia.

Ella se alejó de pronto y Rafe tuvo que reprimir el impulso de cogerla y sujetar sus manos contra su pecho. Seguramente, si lo hacía, Annie pensaría que había perdido la cabeza. Pero lo cierto era que se sentía mejor cuando le tocaba y sólo Dios sabía cuánto necesitaba recuperar sus fuerzas.

La joven vertió el té de corteza de sauce en una abollada taza de hojalata y lo probó obedientemente para que él pudiera ver que no pretendía envenenarlo. Rafe se incorporó con dificultad apoyándose sobre el codo, cogió la taza y se bebió el té en cuatro grandes sorbos, estremeciéndose sólo un poco a causa de su amargo sabor.

– No está tan malo como algunas medicinas que he probado -comentó recostándose con un gemido ahogado.

– La miel y la canela hacen que sepa mejor. Ahora descansa y deja que el té haga efecto mientras preparo una sopa. Durante un tiempo, te será más fácil digerir sólo líquidos.

Annie se sentía mejor ahora que había comido algo, aunque el cansancio ralentizaba sus movimientos. El trabajo duro había desentumecido sus músculos, al menos por el momento. En silencio, se sentó en el suelo junto a Rafe y peló unas cuantas patatas. Las cortó en trozos finos e hizo lo mismo con una cebolla pequeña. Como no tenían un cazo grande, Annie las puso en la sartén de Rafe. Le añadió agua, sal y un poco de harina, y pronto la fragante mezcla empezó a hervir. El fuego se había reducido lo suficiente para que no hubiera peligro de que la sopa se quemara, así que, después de añadir un poco más de agua, volvió a centrar su atención en su paciente.

– ¿Te sientes un poco mejor? -preguntó apoyando el dorso de la mano sobre el rostro masculino.

– Un poco. -El profundo dolor en sus muslos había disminuido, al igual que el dolor de cabeza. Se sentía cansado y sin fuerzas, y un poco somnoliento, pero no tenía tanto frío y estaba mejor-. Ten siempre un cazo de ese brebaje preparado.

– Funciona mejor recién hecho -le explicó con una sonrisa mientras apartaba la manta que le cubría-. Ahora vamos a ponerte cómodo y a ver cómo está tu costado.

Quizá, después de todo, ella había puesto algo en aquel té, porque se quedó allí tumbado e inmóvil, y dejó que le quitara la camisa, las botas e incluso los pantalones. Sólo le dejó puestos los calcetines y sus largos calzones de franela, que eran tan suaves que no ayudaban mucho a ocultar el bulto que sobresalía en su entrepierna. Siguiendo las instrucciones de la joven, Rafe se colocó sobre su costado derecho y ella le bajó un poco los calzones para poder maniobrar en la herida.

Rafe siseó entre dientes cuando sintió que su grueso miembro se agitaba. Maldita sea, ésa era la razón por la que las mujeres no debían ser médicos. ¿Cómo se suponía que un hombre tenía que evitar excitarse con las manos de una mujer tocándole por todas partes? Rafe estudió el rostro de Annie, pero ella parecía totalmente ajena a su erección. Aun así, alargó el brazo y estiró la manta hasta sus caderas para ocultar su involuntaria respuesta.

Absorta en su trabajo, la joven cortó con unas tijeras el apretado vendaje que sujetaba el emplasto contra las heridas de Rafe. Con cuidado, apartó las gasas y emitió un gemido de satisfacción al ver que el color rojo oscuro alrededor de las heridas se había aclarado.

Dejó a un lado las gasas manchadas de amarillo y marrón, y se inclinó para examinar más de cerca la carne desgarrada. Había un apagado destello metálico cerca de la superficie de la herida frontal, y Annie dejó escapar otro suspiro de satisfacción cuando cogió sus pinzas. Con extrema delicadeza, atrapó la esquirla de metal y la extrajo.

– Otro trozo de plomo -dijo en voz baja-. Tienes suerte de no haber muerto ya debido a la septicemia.

– Eso ya lo habías dicho.

– Y hablaba en serio también entonces. -Annie continuó con su examen, pero no encontró ningún otro fragmento de bala. Las heridas parecían limpias. Para asegurarse, la joven volvió a lavarlas con ácido carbólico. Luego, le puso dos puntos de sutura en cada herida para cerrar la mayor parte de los desgarros, dejándolas prácticamente abiertas para permitir que drenaran. Rafe apenas se estremeció cuando la aguja penetró en la suave carne de su costado, a pesar de la fina capa de sudor que cubrió su cuerpo. Annie sonrió, consciente de que aquel sudor indicaba que la fiebre cedía al igual que la intensidad del dolor.

Humedeció algunas hojas de llantén, las colocó sobre su costado y las cubrió con vendajes. Rafe soltó un grave murmullo de alivio cuando empezó a sentir el efecto de la magia de las curativas y relajantes hojas.

– Qué sensación tan agradable.

– Lo sé. -Annie lo tapó con la manta hasta los hombros-. Ahora, todo lo que tienes que hacer es quedarte tumbado, descansar y dejar que tu cuerpo sane. Duerme si quieres; no me iré a ninguna parte.

– No puedo permitirme correr ese riesgo -respondió ásperamente.

Annie soltó una risita carente de humor.

– Te despertarías si intento quitarte la manta y yo me moriría de frío por la noche sin ella. Ni siquiera sé dónde estoy. Créeme, no me iré de aquí sin ti.

– Entonces, digamos que te ayudaré a no caer en la tentación.

Rafe no podía permitirse confiar en ella o bajar la guardia ni siquiera un minuto. Le había dicho que no sabía dónde estaba, pero, ¿cómo podía estar seguro de que le estaba diciendo la verdad?

– Haz lo que quieras. – Annie comprobó cómo iba la sopa y añadió más agua antes de acomodarse sobre el suelo. No tenía ni idea de qué bota era. Seguramente, pasaba de mediodía, pues le había costado mucho tiempo limpiar la cabaña. Se quedó mirando fijamente más allá de la puerta abierta, y al observar las largas sombras proyectadas por los árboles, se percató de que era mucho más tarde de lo que pensaba.

– ¿No tengo que volver a dar de comer a los caballos? -Si esperaba que ella lo hiciera, tendría que ser pronto, porque una vez oscureciera, no se aventuraría más allá de aquella puerta.

– Sí. -Su voz sonaba cansada-. Dales un poco más de grano.

Haciendo un gran esfuerzo, Rafe se incorporó, alargó el brazo hasta su pistola y la sacó de su funda. Envuelto en la manta, se puso en pie con dificultad.

Annie se sorprendió por la oleada de ira que la sacudió. No era sólo por el hecho de que se negara a confiar en ella, ya que no podía culparlo por ello, sino porque no se permitía a sí mismo descansar. Debía quedarse tumbado y dormir, en lugar de seguirla fuera adonde fuera.

– No te molestes en recorrer todo el camino hasta el cobertizo -le espetó la joven con brusquedad-. Bastará con que te quedes fuera, junto a la puerta, desde donde puedas dispararme a la espalda si intento escapar.

Por primera vez, un destello de furia brilló en los inquietantes ojos masculinos. Su frialdad era lo que más había asustado a Annie hasta entonces, pero ahora, viendo lo que había provocado, se arrepintió de haber permitido que aquella extraña ira que la inundaba hubiera aflorado. Los ojos de Rafe adquirieron tal gelidez que la joven sintió cómo el frío atravesaba toda la cabaña. Y, sin embargo, él no perdió el control.

– También puedo disparar a cualquier cosa que haya ahí fuera -dijo cortante al tiempo que levantaba el percutor y le indicaba que saliera delante de él.

Annie no había pensado en ello antes. Aquel hombre la había secuestrado, pero también suponía su salvación porque sabía cómo vivir en esas montañas. La joven era muy consciente de que habría muerto de frío la primera noche sin él y también de que era su única esperanza de regresar a Silver Mesa. Por otra parte, no había considerado la posibilidad de que el simple hecho de atravesar la puerta de la cabaña ya supusiera un peligro. Annie esperaba que hiciera demasiado frío para que las serpientes y los osos hubieran vuelto a la actividad, aunque no estaba segura de que fuera así. No era algo de lo que se hubiera preocupado en Filadelfia. Ni siquiera habría sabido que los osos hibernaban si un minero no lo hubiera mencionado en el incoherente monólogo que había expuesto para apartar su mente del hueso roto que Annie había estado colocando en su sitio.

Sin pronunciar palabra, la joven caminó apresuradamente hacia el cobertizo y se ocupó de alimentar a los caballos. Después de resoplar, los animales empezaron a mascar el grano que les dio. Annie llevó dos cubos de agua más del arroyo y los vació en el abrevadero, colocó las mantas de las sillas sobre los lomos de las dos monturas para ayudarles a mantener el calor durante la noche y, tras darles unas palmaditas en el hocico, volvió a la cabaña avanzando con dificultad debido al cansancio. Rafe todavía seguía en el umbral donde había permanecido mientras ella se encargaba de las tareas y, cuando la vio acercarse, se apartó a un lado para que pudiera entrar.

– Cierra la puerta y tapa las ventanas -le ordenó en voz baja-. En cuanto el sol se ponga, empezará a hacer frío.

Annie siguió sus instrucciones, aunque eso los dejó encerrados en una cueva de oscuridad mitigada sólo por las pequeñas llamas de la chimenea. A la joven le hubiera gustado disponer de una barra resistente para colocarla atravesada en la puerta, pero no halló nada parecido, a pesar de que podían verse soportes de madera que indicaban que, en algún momento, había habido una. Al ver que Rafe se estaba recostando de nuevo sobre la manta, Annie se acercó a la chimenea y removió la sopa. Las patatas se habían cocido hasta convertirse en un puré un poco espeso, y solucionó el problema añadiendo más agua. Satisfecha, llenó la taza de Rafe y se la acercó.

Él se la tomó con una total ausencia de entusiasmo que le indicaba que todavía no tenía apetito, pero, aun así, cuando acabó, le dijo:

– Estaba buena.

Annie se comió su parte directamente de la sartén, sonriendo por dentro al pensar en lo impresionadas que estarían sus antiguas amistades de Filadelfia al ver sus modales en aquel instante. Pero sólo había una taza, un plato de hojalata, una sartén y una cuchara, así que se imaginó que ella y su captor tendrían que compartirlo todo en los próximos días.

Finalmente, limpió la sartén, la taza y la cuchara, y le preparó otro té de corteza de sauce que probó ella primero sin hacer ningún comentario.

Ambos tuvieron que hacer un viaje al exterior antes de prepararse para la noche y la experiencia fue tan humillante para Annie como lo había sido la primera vez.

Su cara todavía presentaba signos de azoro cuando regresaron a la cabaña, pero todo rastro de color desapareció cuando él la apuntó con la pistola y le dio una nueva orden con aquella voz inexpresiva y serena.

– Quítate la ropa.

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