Atwater entró apresuradamente en la casa del rancho con el rostro pálido por la ansiedad, y Rafe salió al vestíbulo para encontrarse con él. Su propio rostro estaba tenso y se había arremangado las mangas de la camisa.
– No puedo encontrarlo en ninguna parte -gruñó Atwater-. ¿De qué sirve un doctor si nunca está cerca cuando se le necesita? Probablemente estará en algún sitio abrazado a una maldita botella.
La suposición del antiguo marshal seguramente era cierta. Los ciudadanos de Phoenix, cuya población se había disparado desde que se construyó la primera casa un año antes, estaban llegando rápidamente a la misma conclusión y acudiendo cada vez más a Annie con sus problemas médicos. Aunque eso no ayudaba mucho a la joven que, en ese momento, también necesitaba un médico.
– Sigue buscándolo -le pidió Rafe. No sabía qué más podía hacer. Incluso un médico borracho sería mejor que ninguno.
– Rafe -lo llamó Annie desde el interior del dormitorio-. ¿Noah? Entrad, por favor.
Atwater parecía incómodo al entrar en la habitación donde una mujer estaba de parto. Rafe, de inmediato, se acercó a la cama en la que yacía Annie y le cogió la mano. ¿Cómo podía parecer tan tranquila cuando él estaba verdaderamente aterrorizado?
Ella le sonrió y se acomodó mejor sobre el colchón.
– Olvídate del doctor -le dijo a Atwater-. Busca a la señora Wickenburg. Ha tenido a cinco niños sin ayuda de nadie y es una mujer que sabe qué hay que hacer en estos casos. Y si no lo supiera, yo le daría instrucciones. -Sonriendo, Annie miró a Rafe y le aseguró-: Todo irá bien.
Atwater salió de la habitación a toda prisa. De pronto, empezó otra contracción en la parte baja del vientre de Annie y ella hizo que Rafe colocara las manos sobre su tenso abdomen para que pudiera sentir la fuerza con la que su hijo intentaba nacer. Rafe se puso totalmente blanco, pero cuando la contracción desapareció, Annie volvió a recostarse con una sonrisa.
– ¿No es maravilloso? -susurró.
– ¡Diablos, no! ¡No es maravilloso! -gritó furioso con el rostro descompuesto-. ¡Te duele!
– Pero nuestro bebé llegará pronto. Yo he traído niños al mundo, aunque, desde luego, nunca lo había experimentado desde esta perspectiva. Es muy interesante; estoy aprendiendo mucho.
Rafe estaba cada vez más nervioso.
– Annie, maldita sea, esto no es una clase en la facultad de medicina.
– Lo sé, cariño. -La joven le acarició la mano-. Siento que estés tan preocupado, pero, de verdad, todo va muy bien.
Annie estaba sorprendida de lo alterado que estaba Rafe, aunque debería haber previsto que se pondría así. Ninguna mujer embarazada de la historia había estado más mimada que ella durante su largo viaje a través del país hasta Phoenix, una nueva ciudad con actitudes nuevas. Y no sólo había recibido atenciones por parte de Rafe sino también de Atwater, que había renunciado a su trabajo como marshal y que, animado por Rafe, se había unido a ellos como socio en el rancho que ahora poseían en Salt River Valley y que estaba creciendo desmesuradamente.
Rafe no había querido que empezara a ejercer la medicina hasta que no hubiera nacido el bebé y el tiempo pasaba muy lentamente para Annie sin nada que la ocupara excepto la creciente madurez de su cuerpo. Hasta el momento, sólo habían acudido a ella mujeres con problemas médicos personales o que también estaban embarazadas y, a veces, llevaban a sus hijos. La mayoría de la gente todavía acudía al doctor Hodges, que sentía una desafortunada inclinación por la bebida. Pero varias mujeres le habían asegurado que, cuando naciera su bebé y fuera capaz de dedicarse a su trabajo a tiempo completo, intentarían que toda su familia fuera tratada por ella.
Estaba contenta de que fuera invierno, porque así no tendría que pasar por un parto en medio de un intenso calor. Durante el verano, habían tenido que dormir fuera, en la galería, aunque su rancho de adobe había sido construido al estilo español, con arcos y amplios espacios abiertos, y techos altos para paliar el calor. Annie adoraba su nuevo hogar. Todo parecía perfecto en su nueva vida. Sobre todo, Rafe. Todavía era increíblemente testarudo y autocrático, el hombre delgado y peligroso con ojos claros y cristalinos que hacía estremecerse a la mayoría de las personas con una sola mirada. Sin embargo, ella conocía la pasión y sensualidad que había en él, y no tenía ninguna duda de la fuerza de su amor. Había habido días durante el otoño en los que se la había llevado hasta un lugar donde pudieran tenderse sin que nadie los viera, con sólo el gran cielo azul sobre sus cabezas y la cálida tierra bajo ellos, y habían hecho el amor desnudos sobre una manta extendida en el suelo. Su embarazo había hecho que su piel fuera extremadamente sensible y él se había deleitado con su acrecentada sensualidad. Al principio, a Annie le había dado vergüenza mostrar su cuerpo cuando su vientre empezó a aumentar, pero a Rafe le había encantado sentir los movimientos de su hijo en su interior.
Las contracciones habían empezado durante la noche, punzadas muy suaves que la habían mantenido despierta y que progresaban despacio. Annie había esperado eso, ya que era su primer hijo. A mediodía, las contracciones se hicieron más fuertes y le había dicho a Rafe que pensaba que el bebé nacería ese mismo día. Para su sorpresa, él se dejó llevar inmediatamente por el pánico, al igual que Atwater, que se había apresurado a ir a buscar al doctor Hodges.
– Ni siquiera he roto aguas todavía -había comentado-. Tenemos mucho tiempo.
La expresión de Rafe era adusta.
– ¿Quieres decir que esto va a durar mucho más?
Annie se mordió el labio, sabiendo que a él le parecería imperdonable que sonriera.
– Espero que no mucho más, aunque seguramente anochecerá antes de que haya nacido.
No es que estuviera ansiosa por vivir las próximas horas, pero estaba impaciente por que todo acabara y anhelaba sostener a su bebé en sus brazos. Sentía un vínculo afectivo indescriptible con la pequeña criatura que había estado creciendo en su interior, el hijo de Rafe.
La siguiente contracción fue más fuerte y llegó antes de lo que ella había esperado. Respiró profundamente hasta que acabó, satisfecha de que las cosas avanzaran. Parte de ella era todavía médico y le parecía interesante académicamente. Sin embargo, sospechaba que antes de que todo acabara, se olvidaría por completo de lo interesante que era y simplemente sería otra mujer absorta en la lucha de dar a luz.
Pasaron otras dos horas antes de que Atwater regresara con la señora Wickenburg, una mujer robusta con un rostro agradable. Durante esas dos horas, el parto de Annie se había vuelto rápidamente más duro y Rafe no se había movido de su lado.
Siguiendo las instrucciones de Annie, sumergieron las tijeras que se usarían para cortar el cordón en agua hirviendo. La señora Wickenburg estaba serena y trabajaba con eficacia. Con extremo cuidado, Rafe levantó a Annie entre sus brazos para que la mujer colocara gruesas toallas bajo ella.
– Creo que es hora de que salgas, cariño. -Annie logró dirigirle a Rafe una débil sonrisa-. No durará mucho más tiempo.
Él sacudió la cabeza.
– Estaba allí cuando el bebé se creó -respondió-. Y estaré aquí cuando nazca. No dejaré que hagas esto sola.
– Entonces, no se desmaye ni se ponga en medio -le advirtió la señora Wickenburg con serenidad.
No lo hizo. Cuando las contracciones se hicieron más seguidas, Annie se aferró a sus manos de tal manera que, al día siguiente, las tenía magulladas e hinchadas. Rafe apretaba los dientes cada vez que ella gemía en voz alta, y sostuvo sus hombros cuando el gran dolor final la atenazó con fuerza hasta que un diminuto bebé lleno de sangre se deslizó fuera de su cuerpo sobre las manos de la señora Wickenburg.
– Dios mío, ha sido un parto muy bueno -exclamó la buena mujer-. Es una niña preciosa. ¡Miren, qué pequeñita! Mi último hijo era dos veces más grande que ella.
Annie se relajó, tragando aire en grandes bocanadas. Su hija ya estaba llorando con pequeños gemidos similares a un maullido. Rafe parecía aturdido mientras miraba al bebé. Todavía sostenía a Annie y de repente sus manos se tensaron sobre sus hombros al tiempo que apoyaba la cabeza sobre la de ella.
– Dios -susurró con voz entrecortada.
La señora Wickenburg ató el cordón y lo cortó. Luego limpió rápidamente al bebé y se lo dio a Rafe para que lo sostuviera mientras ella se encargaba de Annie, que estaba expulsando la placenta.
Rafe, fascinado, no podía apartar los ojos de su hija. Sus dos manos eran más grandes que ella. Se retorcía y estiraba las piernas y los brazos erráticamente. Ya no lloraba, pero él estaba cautivado con las expresiones que sobrevolaban el diminuto rostro cuando la niña fruncía el ceño, arrugaba la boca y bostezaba.
– Es increíble -murmuró. Era la hija de Annie. Sintió como si le hubieran golpeado con un puño en el pecho, una sensación muy similar a la que sentía a veces cuando miraba a su esposa.
– Déjame verla -musitó Annie.
Rafe la colocó en sus brazos con exquisito cuidado y Annie, absorta, examinó el pequeño rostro, quedándose encantada con la aterciopelada curva de la mejilla y la perfecta boquita. El bebé volvió a bostezar y por un momento sus vagos y desenfocados ojos se abrieron. La joven se quedó sin aliento al ver los claros ojos azul grisáceo.
– ¡Va a tener tus ojos, Rafe! Mira, ya tienen un tono gris.
Para él, el bebé se parecía a Annie, con las mismas facciones delicadamente formadas ya perceptibles. Aunque era cierto que tenía el pelo negro; su diminuta cabeza estaba cubierta por él. Su tono de pelo y piel, y las facciones de Annie. Una fusión de ambos, creada en un momento de un éxtasis tan intenso que había cambiado algo en su interior para siempre.
– Dele de mamar -sugirió la señora Wickenburg-. Eso le ayudará a producir leche.
Annie se rió. Se había quedado tan embelesada contemplando a su hija que había olvidado hacer lo que siempre sugería a sus pacientes que hicieran. Sintiendo una repentina timidez, se abrió el camisón dejando a la vista uno de sus hinchados senos, y la señora Wickenburg se alejó discretamente. Rafe extendió el brazo y sostuvo el cálido y sedoso montículo elevándolo, mientras Annie acomodaba al bebé en su brazo. Luego guió la pequeña boquita hacia el inflamado pezón y frotó con él sus labios. La joven se sobresaltó cuando el bebé se aferró instintivamente a ella y empezó a chupar. Unas cálidas punzadas invadieron su pecho.
Rafe se rió al escuchar los ruidos que hacía al succionar. Sus claros ojos brillaban.
– Cena rápido -le aconsejó a su hija-. Tienes un tío que está haciendo un surco en el suelo mientras espera para conocerte. O quizá sea como un abuelo para ti. Tendremos que decidirlo más tarde.
Diez minutos después, Rafe llevó al bebé envuelto en mantas a conocer a Atwater, que no dejaba de dar vueltas impaciente con el sombrero convertido en una masa informe entre sus manos.
– Es una niña -anunció Rafe-. Las dos se encuentran bien.
– Una niña. -Atwater miró el diminuto y somnoliento rostro del bebé, y tragó saliva-. Vaya, demonios. Una niña. -Volvió a tragar saliva-. Maldita sea, Rafe, ¿cómo diablos vamos a mantener alejados a todos esos buitres que la rondarán cuando sea una jovencita? Tendré que pensar en algo.
Rafe sonrió mientras obligaba a Atwater a abrir los brazos para colocar al bebé sobre ellos. El antiguo marshal se dejó llevar por el pánico y todo su cuerpo se tensó.
– No hagas eso -gritó-. ¿Y si se me cae?
– Te acostumbrarás -afirmó Rafe, inflexible-. Has sostenido a cachorros antes, ¿no? Ella no es mucho más grande.
Atwater le frunció el ceño.
– Tampoco es que la esté sosteniendo por el pescuezo. -Atrajo al bebé hacia su cuerpo, abrazándolo-. Qué vergüenza, tu propia hija y quieres que la trate como a un cachorro.
La sonrisa de Rafe se amplió y Atwater bajó la mirada hacia el bebé que dormía con satisfacción en sus brazos. Después de un momento, sonrió y la meció levemente.
– Supongo que es instintivo, ¿no crees? ¿Cómo se llama?
La mente de Rafe se quedó en blanco. Annie y él habían hablado sobre ello, escogiendo nombres para niño y niña, pero, en ese momento, no podía recordar ninguno de ellos.
– Todavía no le hemos puesto nombre.
– Bueno, pues decidíos pronto. Tengo que saber cómo voy a llamar a este precioso bebé. Y la próxima vez que penséis en tener un niño, decídmelo con tiempo suficiente para que yo pueda estar en cualquier otro sitio. Esto es demasiado duro para mí. Te juro que pensé que mi viejo corazón iba a pararse.
Rafe volvió a tomar a su hija entre sus brazos para regresar con Annie. Ya se sentía inquieto por estar alejado de ella.
– Los abuelos tienen que estar cerca -le advirtió a Atwater-. No irás a ninguna parte.
El antiguo marshal se quedó mirando boquiabierto la espalda de Rafe mientras éste se alejaba. ¡Abuelo! ¿Abuelo? Bueno, eso sonaba bastante bien. Ya tenía más de cincuenta años, después de todo, aunque se enorgullecía de parecer más joven de lo que realmente era. Nunca había tenido una familia antes, excepto a Maggie, y no había tenido a nadie desde que ella murió. Era condenadamente aterrador, pero quizá se quedara por allí, para evitar que McCay se metiera en problemas. Eso de ser abuelo sonaba como un trabajo a jornada completa.
Rafe entró en su dormitorio y se encontró a Annie durmiendo plácidamente. La señora Wickenburg le sonrió y se llevó un dedo a los labios.
– Déjela descansar -susurró-. Ha trabajado duro y se lo merece.
Con otra sonrisa, la mujer salió de la habitación.
Rafe se sentó en la silla que había junto a la cama, sosteniendo a la niña entre sus brazos. Se resistía a soltarla. También estaba dormida, como si nacer hubiera sido tan agotador para ella como lo había sido para su madre. Él también se sentía bastante cansado, pero no le apetecía dormir. Su mirada se paseó del rostro de Annie al de su hija, y su corazón se llenó de tanto amor que empujó sus costillas y casi lo dejó sin respiración.
Nueve meses antes, él había sujetado a un bebé indio y había ayudado a Annie a salvarle la vida. Ahora, él sostenía a otro bebé, uno al que Annie y él también le habían dado la vida, pero esa vez la vida provenía de sus propios cuerpos. Desde el primer instante en que vio a Annie, ella había dado un vuelco a su vida, le había ofrecido algo por lo que vivir, y aunque los años venideros no le dieran nada más, él estaría satisfecho porque con eso tenía suficiente.