La tierra se abría ante ellos en forma de enormes extensiones de llanuras, interrumpidas por abruptas e infranqueables montañas. Varios tipos de cactus empezaron a aparecer entre la hierba cada vez más fina, y la enorme bóveda de cielo sobre sus cabezas era tan increíblemente azul que a veces Annie se sentía perdida en ella, reducida a una insignificancia absoluta. No le importaba. De alguna forma, era incluso reconfortante.
Había pasado toda su vida en ciudades y pueblos, rodeada de gente. Incluso Silver Mesa, rudimentaria como era, rebosaba humanidad. Hasta que Rafe se la llevó a las montañas, nunca había conocido la verdadera soledad, sin embargo, una parte de ella, algún lejano instinto primitivo, parecía reconocerla y acogerla como a una vieja amiga. Las miles de normas que la habían rodeado desde niña, y que siempre había cumplido sin cuestionarlas, no tenían lugar allí. Nadie la consideraría una maleducada si no hablaba de cosas insustanciales para llenar el vacío, ni cuestionaría su moralidad si decidía no llevar enagua. De hecho, era probable que Rafe le diera su imperturbable aprobación masculina si dejaba de usar aquella prenda. Annie comenzó a asimilar lentamente la libertad que eso suponía y empezó a absorberla a través de los poros de su piel. Se sentía tan libre de restricciones como un bebé.
El tercer día después de que hubieran dejado su campamento en el saliente, trajo con él pruebas de que no estaba embarazada. Annie había pensado que se sentiría aliviada y se vio sorprendida por una fugaz sensación de pesar. Al parecer, el deseo de concebir un hijo era otro instinto primitivo que surgía independientemente de las circunstancias y la lógica.
Toda su vida había cambiado en unas pocas semanas y, a pesar de los peligros que conllevaba su huida, se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Si no hubiera sido por la amenaza que pesaba sobre Rafe, se contentaría con una vida así, solos ellos dos, bajo un cielo tan impresionante que le ayudaba a comprender por qué la gente sencilla había rezado al Sol considerándolo un dios, por qué siempre se creía que el paraíso estaba en algún lugar de esa gran bóveda azul.
Todavía sentía un persistente dolor por haberse visto forzada a matar, pero la historia de Rafe sobre el tipo de hombre que Trahern había sido la había ayudado a asimilar lo ocurrido. Ahora podía apartarlo de su mente y centrarse en lo que la rodeaba, como habían hecho los guerreros a lo largo de los tiempos. No podía verse a sí misma como una guerrera, sin embargo, la situación en la que se hallaban inmersos se podía considerar una batalla, y por eso hacía como ellos habían hecho: seguir adelante, mental y emocionalmente.
– Me gusta esto -le dijo a Rafe una tarde cuando la luz púrpura del crepúsculo empezaba a descender por las laderas de las montañas. Por el momento, todavía estaban envueltos en la dorada luz del sol, pero las crecientes sombras les indicaban que la noche llegaría pronto.
Rafe sonrió ligeramente mientras la estudiaba. Ya no parecía preocuparse mucho por las horquillas; su largo pelo rubio estaba recogido en una sencilla y no muy apretada trenza que colgaba por su espalda, y el sol de primavera había aclarado los mechones que enmarcaban su rostro de forma que parecían un halo. Tenía dificultades para hacer que se pusiera el sombrero; lo llevaba a mediodía, pero por la mañana y por la tarde, tan sólo se lo ponía cuando él la miraba, por lo que su aterciopelada piel había adquirido un tono levemente más bronceado. En cuanto a las enaguas, parecían ser parte del pasado; Annie había optado por ir más fresca y tener más libertad de movimiento. Llevaba las largas mangas de su blusa dobladas, excepto cuando él le hacía bajárselas para protegerse del sol, y ya nunca se abrochaba los dos últimos botones del cuello.
A pesar de todo, aún conservaba esa femenina y exquisita tendencia por la limpieza que la hacía ir siempre arreglada y pulcra. Estaba infinitamente más relajada, e incluso parecía feliz. Rafe estaba sorprendido por su actitud, ya que pensaba que la pérdida de su consulta médica le afectaría mas. Pero se temía que la fascinación por la aventura pronto se desvanecería, y entonces sería cuando echaría de menos la carrera por la que había luchado durante toda su vida.
– ¿Qué es lo que más te gusta? -le preguntó perezosamente.
– La libertad -contestó Annie con una sonrisa.
– Somos fugitivos. Estamos huyendo. ¿Te parece que eso es ser libre?
– Todo esto me inspira libertad. -La joven señaló con la mano la inmensidad del paisaje que los rodeaba-. Es más poderoso que la vida y no existen reglas. Podemos hacer lo que nos plazca.
– Siempre hay reglas. Sólo que son unas reglas diferentes. En Filadelfia, no podrías salir sin tu enagua; aquí, no puedes salir sin tus armas.
– En Filadelfia, tendría que bañarme tras una puerta cerrada. -Annie señaló hacia el lugar donde el pequeño arroyo junto al que habían acampado se ensanchaba formando una balsa lo bastante grande como para poder bañarse en ella-. Aquí, no hay puertas que cerrar.
La expresión en los claros ojos masculinos cambió al oír que mencionaba el baño. Los últimos días, desde que su menstruación había empezado, habían sido cada vez más frustrantes. Si Annie se quitaba toda la ropa hasta quedarse desnuda, como él suponía que pretendía hacer, se vería forzado a golpearse la cabeza contra una roca en algún lugar para intentar controlar su necesidad de poseerla. Un hombre que viaja constantemente se acostumbra a pasar largos periodos de tiempo sin una mujer, pero, si se tenía una, no era nada fácil volver a acostumbrarse de nuevo a la abstinencia. El tirano que llevaba en sus pantalones se había habituado a estar dentro de Annie y últimamente había estado amargándole.
La joven le sonrió lenta y dulcemente.
– ¿Por qué no te das un baño conmigo? -No era una pregunta. Annie empezó a desabrocharse la blusa mientras se dirigía a la curva que describía el arroyo, donde se volvía más profundo y ancho.
Rafe se puso en pie de inmediato, con el corazón latiéndole con fuerza.
– ¿Ya estás bien? -inquirió con voz ronca-. Porque si te quitas la ropa delante de mí, acabarás conmigo dentro de ti, cariño, estés bien o no.
Annie sonrió por encima del hombro. Sus oscuros ojos parecían suaves y somnolientos y su aspecto seductor le golpeó en las entrañas. Dios, ¿cómo había aprendido una mujer que había sido tan inocente tan poco tiempo antes a hacer una cosa así?
– Estoy bien -le aseguró ella.
La respuesta, por supuesto, le hizo estar condenadamente seguro de que había perdido esa inocencia. Le había hecho el amor en tantas ocasiones y de tantas formas diferentes durante las últimas semanas que a veces se sentía embriagado por el sexo. Las mujeres eran seductoras por naturaleza, incluso cuando no sabían qué estaban haciendo. El simple hecho de ser mujeres las hacía seductoras, un imán de la naturaleza que atraía a los hombres como la miel a las moscas.
Sin embargo, ni siquiera su creciente deseo por ella podía hacerle olvidar la necesidad de ser cauteloso. Rafe apagó el fuego para que no pudiera ser visto entre las crecientes sombras, a pesar de que no había percibido ninguna señal que indicara que los seguían, y se llevó tanto el rifle como el revólver hasta el arroyo, donde los dejó muy a mano.
Rafe no apartó los ojos de Annie cuando empezó a desvestirse. Ella se había quitado la blusa y se había detenido para soltarse el pelo, deshaciendo la trenza. Sus brazos estirados hacia atrás alzaban y mostraban sus pechos, apenas cubiertos por la fina camisola. Sus pezones, ya erectos, sobresalían a través de la tela. Al ser consciente de ello, Rafe se sintió mareado por la marea de fuego que atravesó su cuerpo.
Se obligó a sí mismo a apartar la mirada y respiró profundamente para relajarse. Echó un lento y cuidadoso vistazo alrededor para asegurarse de que no les amenazaba ningún peligro, y retomó la tarea de desvestirse justo en el momento en que Annie se adentraba desnuda en la balsa llevando consigo su ropa. Su redondo trasero hizo que volviera a invadirle una sensación de mareo.
El agua de la pequeña balsa cubría hasta las rodillas en su punto más profundo, y estaba helada después del calor primaveral del sol. Annie reprimió un grito y buscó con el pie una zona llana donde poder sentarse. Entonces, contuvo el aliento y se hundió. Le fue bien haber respirado profundamente, porque la fría temperatura del agua le impidió tomar aire por unos instantes.
Fría o no, Annie no podía desaprovechar la oportunidad de bañarse y lavar su ropa. Con determinación, mojó la pastilla de jabón que llevaba en la mano y empezó a hacer la colada.
Sonriendo, levantó la vista cuando Rafe, que no pareció notar la temperatura del agua, se adentró en la balsa. La miraba de forma intensa y estaba totalmente excitado. Annie volvió a quedarse sin respiración al ser consciente del poder de su musculoso cuerpo y empezó a tener dudas sobre si debía acabar con la ropa primero.
– Trae tu ropa -le pidió-. Hay que lavarla.
– Luego -contestó Rafe con voz ronca.
– La ropa primero.
– ¿Por qué? -Se sentó en el agua y alargó los brazos para cogerla. Entonces, de repente, pareció notar la frialdad del agua y sus ojos se abrieron aún más al tiempo que gritaba-: Maldita sea.
Annie intentó controlar sus temblores frotando con más fuerza.
– Para empezar, porque probablemente necesitaremos todo ese tiempo para acostumbrarnos a la temperatura del agua. Y, por otra parte, si no lavo la ropa primero, no lo haré. ¿Sinceramente esperas que tenga la energía suficiente como para hacerlo después?
– No creo que pueda llegar a acostumbrarme tanto a un agua tan fría -murmuró él-. Diablos, al menos haremos la colada.
Annie ocultó una sonrisa cuando lo vio levantarse para ir a por su ropa y volver arrastrándola por el agua. Él también estaba temblando y fruncía el ceño cuando cogió el jabón y empezó a frotar sus prendas.
Después de unos pocos minutos, sin embargo, el agua no parecía tan fría, y la calidez de la puesta de sol sobre sus hombros desnudos era un contraste exquisito. Cuando Annie acabó de enjuagar toda su ropa, la escurrió y la colgó sobre un arbusto que crecía en la orilla del arroyo. Rafe hizo lo mismo y el arbusto quedó casi aplastado por el peso de las mojadas prendas.
La joven empezó a enjabonarse y la fricción de sus manos sobre su piel aumentó la calidez que sentía. No se sorprendió cuando las manos de Rafe se unieron a las suyas, o cuando se dirigieron a los lugares que prefirió lavar. Annie se giró en sus brazos y la boca de Rafe descendió con fuerza sobre la suya. Su sabor familiar fue como el paraíso. Las restricciones de los últimos días también habían resultado frustrantes para ella. Sin más preliminares, el la sentó a horcajadas sobre sus muslos y sobre su palpitante erección.
Sólo habían pasado unos pocos días desde que la tomó por última vez, pero Annie volvió a sorprenderse por la casi insoportable sensación de plenitud. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Ni siquiera era capaz de moverse. Cuando se hundió en ella, el grueso miembro de Rafe estiró sus delicados tejidos hasta el límite y ella pensó que le dolería. Pero sus fuertes manos estaban en su trasero, meciéndola, y no hubo dolor, sólo la abrumadora sensación de que la penetraba y la llenaba. Finalmente, Annie se desplomó exhausta contra él, hundiendo el rostro en la cálida piel de su garganta.
– Creía que el agua estaba demasiado fría -logró susurrar.
Su respuesta sonó profunda y ronca.
– ¿Qué agua?
Después, Annie caminó con piernas temblorosas hacia el campamento, temblando de nuevo cuando el aire fresco envolvió su piel mojada. Si se le hubiera ocurrido llevar una manta hasta el arroyo, no habría tenido que hacer el breve trayecto desnuda. Con rapidez, se secó y se puso apresuradamente ropa limpia.
Ya era tarde cuando Rafe insistió en que levantaran el campamento, una vez que terminaron de cenar, pero Annie no sugirió quedarse donde estaban. Rafe le había enseñado el valor que tenía ser siempre precavido. Sin protestar, empezó a recoger la ropa mojada y el resto de sus cosas al tiempo que él volvía a ensillar los caballos. El crepúsculo se desvaneció sumiéndolos en una completa oscuridad mientras Rafe la conducía a un lugar seguro para pasar la noche.
Antes de tumbarse en el improvisado camastro, Annie metió las manos por debajo de su falda, se desató los pololos y se despojó con delicadeza de ellos. Rafe se reunió con ella bajo las mantas y le demostró dos veces durante la noche lo que apreciaba esa comodidad.
Rafe había esperado que, al ser sólo dos, pudieran atravesar el territorio apache sin ser vistos ni ver a nadie. Habría sido mucho más difícil para un grupo más grande viajar sin ser detectados, aunque sí que era factible para una o dos personas. Requería cautela, pero Rafe era un hombre extremadamente cauteloso.
Los apaches eran nómadas que se dirigían hacia donde las provisiones de comida los guiaran. Las tribus nunca eran grandes y rara vez superaban los doscientos miembros, ya que tal cantidad habría hecho imposible poder moverse con rapidez. Aun así, eran peligrosos para los blancos. Cochise, jefe de los Chiricahua, había estado luchando por sus tierras contra el hombre blanco desde que Rafe tenía memoria. Antes que Cochise, había sido Mangas Coloradas, su suegro. Por su parte, Gerónimo lideraba su propia tribu. Cualquiera que fuera mínimamente inteligente dejaría de seguirlos para evitar a los apaches.
Rafe había adoptado la costumbre de adelantarse para comprobar las fuentes de agua antes de permitir a Annie acercarse. Las tribus nómadas de los apaches también necesitaban agua, así que el lugar más lógico para que instalaran sus campamentos provisionales era cerca de un arroyo. Un día después, se alegró de su cautela cuando, tendido bocabajo en la ladera de una colina, sacó la cabeza por encima de una roca lo suficiente para ver un campamento apache. Por un momento, el terror lo dejó paralizado, pues era casi imposible que un hombre se acercara tanto y pudiera alejarse de nuevo sin ser visto. Los perros ladrarían, los caballos se asustarían, y los guerreros, siempre alerta, lo verían. Empezó a maldecir en silencio mientras volvía a ocultarse detrás de la roca.
Sin embargo, no hubo gritos de alarma y se obligó a sí mismo a quedarse completamente inmóvil hasta que los temblores de las piernas desaparecieron. Si lograba llegar hasta Annie, la cogería y cabalgaría en dirección opuesta tan rápido como les fuera posible hacerlo a los caballos. Si lograba llegar hasta Annie… Dios, ¿qué le pasaría a ella si lo capturaban? Estaba sola, bien oculta y protegida por el momento, pero no sería capaz de encontrar el camino de vuelta a la civilización.
Era un campamento muy pequeño. Rafe intentó recordar cuántas tiendas había visto, pero el pánico había borrado todo excepto la impresión general. Y ahora que lo pensaba, no había visto mucha gente por allí; ¿significaba eso que los guerreros estaban cazando o quizá llevando a cabo un ataque? Yendo incluso con más cuidado esa vez, Rafe volvió a echar otro vistazo. Contó diecinueve tiendas, una tribu pequeña, incluso si contaba cinco personas por cada tienda. Apenas había actividad, algo poco habitual, porque las mujeres siempre tenían trabajo que hacer aunque los guerreros no estuvieran. Debería haber niños jugando, pero solo vio a dos pequeños, y no parecía que hicieran nada aparte de estar sentados en silencio. Tras el campamento, en una curva del río donde la hierba crecía con mejor sabor, estaban los caballos de la tribu. Rafe calculó el número de animales y unió las cejas frunciendo el ceño. A no ser que esa tribu fuera inusualmente rica en caballos, los guerreros estaban en el campamento. Nada parecía tener sentido.
Una mujer mayor, encorvada y con el pelo gris, cojeó hasta una tienda llevando un cuenco de madera. Entonces Rafe descubrió un punto negro en la tierra donde una tienda había sido quemada. Había habido una muerte en el campamento. Luego vio otro punto negro. Y otro.
Probablemente habría más, lo que significaba que una enfermedad estaba asolando a aquel grupo de apaches.
Rafe sintió un frío nudo en la boca del estómago mientras pensaba en las posibles enfermedades. La viruela fue la primera que le vino a la cabeza, pues había diezmado a todas las tribus indias a las que había alcanzado. La peste, el cólera… podía tratarse de cualquier cosa.
Bajó la pendiente arrastrándose y se dirigió con cuidado al lugar donde había dejado a su caballo. Él y Annie tendrían que rodear el campamento.
La joven le esperaba exactamente donde él la había dejado, protegida del sol por rocas y árboles. Estaba medio dormitando en el calor de mediodía, abanicándose lánguidamente con su sombrero, pero se incorporó en cuanto le vio acercarse.
– Hay una tribu de apaches a unos ocho kilómetros al este. Nos dirigiremos hacia el sur durante unos quince o veinte kilómetros y luego iremos hacia el este.
– Apaches. -Las mejillas de Annie palidecieron un poco. Como cualquiera en el Oeste, había oído historias sobre cómo los apaches torturaban a sus cautivos.
– No te preocupes -le dijo, queriendo tranquilizarla-. He visto su campamento. Creo que la mayoría están enfermos. Sólo había un par de niños y una mujer mayor moviéndose por allí, y había varias tiendas quemadas. Eso es lo que los apaches hacen cuando ha habido una muerte; el resto de la familia abandona la tienda y la queman.
– ¿Están enfermos? -Annie sintió cómo su rostro palidecía aún más al notar que una horrible determinación crecía en su interior como un abismo a sus pies. Había estudiado medicina. El juramento que había hecho no distinguía entre pieles blancas, negras, amarillas o rojas. Su deber era ayudar a los enfermos y heridos siempre que le fuera posible, pero nunca había imaginado que ese deber la llevaría hasta un campamento apache sabiendo que quizá nunca lo abandonaría.
– Ni se te ocurra. Olvídalo -le ordenó Rafe bruscamente al leer sus pensamientos-. No irás allí. De todas formas, no hay nada que puedas hacer. La enfermedad acaba con los indios con la misma facilidad que un cuchillo se hunde en la mantequilla. Y no sabes de qué se trata. ¿Qué pasaría si fuera cólera, o peste?
– ¿Y si no lo fuera?
– Entonces, lo más probable es que sea viruela.
Annie le dirigió una sombría sonrisa.
– Soy la hija de un médico, ¿recuerdas? Estoy vacunada contra la viruela. Mi padre era un firme creyente de los métodos del doctor Jenner.
Rafe no sabía si debía confiar en las teorías sobre la vacunación del doctor Jenner, sobre todo, cuando la vida de Annie estaba en juego.
– No vamos a ir allí, Annie.
– Nosotros, no. No veo la necesidad de que tú te expongas a la enfermedad que sea.
– No -insistió él con firmeza-. Es demasiado peligroso.
– ¿Crees que no he hecho esto antes?
– No con los apaches.
– Es cierto, pero están enfermos. Tú mismo lo has dicho. Y hay niños en ese campamento, niños que podrían morir si no hago lo que esté en mi mano para ayudarles.
– Si es la peste o el cólera, no hay nada que puedas hacer.
– Pero podría no serlo. Y soy una persona muy sana; nunca enfermo. Ni siquiera he tenido un resfriado desde… ¿Ves? Ni siquiera recuerdo la última vez.
– No estoy hablando de un resfriado, maldita sea. -Rafe la cogió por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos-. Esto es serio. No permitiré que arriesgues tu vida.
Sus ojos se habían vuelto tan fríos que Annie casi se estremeció, sin embargo, no podía echarse atrás.
– Tengo que hacerlo -le explicó con voz suave-. No puedo elegir a aquellos que voy a ayudar; eso sería una burla a mi formación, a mi juramento. O soy médica o… no soy nada.
Su negativa a aceptar su decisión era tan violenta que Rafe tuvo que apretar los puños para evitar zarandearla. Por nada del mundo le permitiría entrar en ese campamento, aunque tuviera que atarla al caballo y no soltarla hasta que llegaran a Juárez.
– Tengo que ir -repitió Annie. Sus oscuros ojos parecían casi negros y lo arrastraban hasta las profundidades de su alma.
Rafe no supo cómo pasó. Aun sabiendo que era estúpido, aun sabiendo que no debería permitirle que se acercara a menos de un kilómetro de ese campamento, acabó cediendo.
– Entonces, iremos los dos.
Annie le acarició la cara.
– No es necesario.
– Yo decidiré qué es necesario. Si tú entras en el campamento, yo entraré a tu lado. La única forma de mantenerme alejado de él es que tú también te mantengas alejada.
– Pero, ¿qué ocurrirá si es la viruela?
– La pasé cuando tenía cinco años; fue un caso leve y no me dejó cicatrices. Yo estoy mucho más seguro de lo que tú lo estas con tus inyecciones.
Saber que él había pasado la viruela sería un consuelo si insistía en entrar al campamento con ella como Annie sabía que haría.
– Puedes esperar fuera mientras yo entro y averiguo de qué enfermedad se trata.
Rafe sacudió la cabeza.
– No entrarás sola.
Se quedaron mirándose fijamente el uno al otro, igual de decididos. Sólo porque él había cedido en la primera cuestión, Annie aceptó ceder en la segunda.
Cuando entraron en el campamento de los apaches, los perros acudieron ladrando con furia, y los dos niños parecieron aterrados y corrieron. La anciana que Rafe había visto antes salió de una tienda y al reparar en ellos, también corrió tan rápido como pudo.
Nadie más salió de tas tiendas.
La joven estaba aterrorizada por lo que pudieran encontrar. Visiones de cuerpos hinchados tendidos entre vómitos negros flotaban en su cabeza; Annie sabía que, a veces, no era bueno saber porque su imaginación podía evocar todos los espantosos síntomas.
La primera tienda que encontraron en su camino era tan buen lugar para empezar como cualquier otro. Detuvieron sus caballos y Annie desmontó con la intención de abrir el trozo de piel que cubría la entrada, pero Rafe alargó el brazo y la detuvo sujetándola con firmeza. La puso detrás de él, apartó la piel y miró hacia el interior. Dos personas cubiertas de manchas yacían sobre las mantas.
– Parece la viruela -le informó con gravedad. Si era así, estaban malgastando su tiempo y Annie su energía. A diferencia del hombre blanco, que había desarrollado cierta resistencia a la enfermedad después de miles de años de exposición a ella, los indios no tenían ninguna defensa.
Annie pasó por debajo de su brazo y entró en la tienda antes de que Rafe pudiera detenerla. Se arrodilló junto a una de las figuras inmóviles, una mujer, y con cuidado, examinó las manchas que cubrían su piel.
– No es viruela -afirmó con aire ausente. La viruela tenía un olor especial que allí no se percibía.
– Entonces, ¿qué es?
Las manchas sobre la piel de la mujer se habían vuelto negras, indicando que había hemorragia interna. Annie colocó la mano sobre la frente de la enferma y sintió la fiebre. Unos ojos negros se abrieron lentamente y la miraron, pero estaban apagados y asombrados.
– Sarampión negro -dijo-. Tienen sarampión negro.
No era tan mortal como la viruela, pero era bastante grave, y si se complicaba podía causar decenas de muertes.
¿Has pasado el sarampión también? -preguntó Annie girándose hacia Rafe.
– Sí. ¿Y tú?
– Sí, estaré bien. -La joven salió de la tienda y empezó a recorrerlas todas, asomándose al interior de cada una de ellas. Había dos, tres, cuatro personas dentro de cada una, sufriendo diferentes estadios de la enfermedad. La anciana que habían visto antes se encogía de miedo en una. Unos pocos cuidaban de los enfermos con una desesperanza que les impedía mostrar alarma ante la repentina aparición de dos de los diablos blancos, o quizá aquellos que todavía se tenían en pie estaban en las primeras fases de la enfermedad y también se encontraban mal. Los dos niños que habían visto al llegar parecían estar bien, y había otros dos pequeños de unos dos años como mucho y un bebé que tampoco mostraban las reveladoras manchas. El bebé estaba llorando, algo inusual en un campamento apache. Annie entró en la tienda de la que procedía el llanto y cogió al bebé que, inmediatamente, dejó de llorar y se la quedó mirando con ojos inocentes y solemnes. La madre del bebé estaba tan debilitada por la fiebre que apenas podía levantar los párpados.
– Necesitaré mi maletín -dijo Annie con tono de eficiencia. Su mente ya estaba centrada en la monumental tarea que tenía por delante mientras mecía al bebé en sus brazos.