Capítulo 18

– Vamos a casarnos -afirmó Rafe con gravedad.

Annie cerró los ojos para ocultar su mirada. Estaban en una habitación de hotel de El Paso. La puerta estaba abierta y la joven era muy consciente de que Atwater estaba fuera y de que no quitaba la vista de encima. Habían viajado sin pausa durante seis semanas y el marshal sólo había desatado a Rafe esa mañana, advirtiéndole de que dispararía primero y preguntaría después, en el caso de que hiciera algún movimiento brusco. Annie había dudado de que fueran a entrar en alguna ciudad, pero necesitaban provisiones urgentemente y Atwater no había estado dispuesto a dejarlos solos en las afueras. De alguna forma, Rafe lo había convencido de que se registraran en un hotel para que Annie pudiera disfrutar de una buena noche de descanso. Y la joven sabía muy bien el motivo de su preocupación.

– Porque estoy embarazada -dijo Annie con voz grave. Había estado segura de ello durante casi un mes, desde que no tuvo su menstruación, aunque lo había sospechado desde el mismo día en que Rafe le había hecho el amor en el campamento apache. Evidentemente, él también lo había sospechado, porque esos agudos ojos habían notado hasta el más mínimo síntoma.

Annie ni siquiera sabía cómo debía sentirse. Se suponía que tendría que estar aliviada por el hecho de que Rafe deseara casarse y darle así un apellido al bebé, pero ahora tenía que preguntarse, con cinismo, si habría deseado casarse con ella en caso de que no hubiera estado embarazada. Probablemente era una acritud un tanto absurda por su parte, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban, sin embargo, le hubiera gustado que él lo hubiera deseado sólo por ella.

Rafe vio el dolor en sus ojos y el instinto le dictó las palabras que Annie necesitaba oír. Le había prestado tanta atención en busca de signos, o de la ausencia de ellos, que le indicaran si estaba embarazada, que se había convertido en un hábito para él estudiarla buscando los más pequeños matices de expresión. La abrazó con fuerza e hizo que apoyara la cabeza contra su hombro para acunarla con ternura, ignorando a Atwater, que los observaba desde fuera.

– Nos vamos a casar ahora porque estás embarazada -le explicó-. Si no lo estuvieras, me habría gustado esperar hasta que todo este lío se hubiera aclarado para que pudiéramos tener una boda por la iglesia como manda la tradición… con Atwater llevándote hasta el altar.

Annie sonrió ante ese último comentario. Sus palabras le ayudaron a sentirse un poco mejor, aunque no pudo evitar pensar que el tema del matrimonio no había surgido con anterioridad. Sin embargo, con sus brazos rodeándola, todo lo que pudo hacer fue cerrar los ojos y relajarse. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde la última vez que la había abrazado. Durante todas aquellas semanas de viaje, se habían visto coaccionados por la presencia de Atwater y las manos atadas de Rafe, aunque, con el tiempo, el marshal había empezado a atárselas delante y no a la espalda. Las últimas dos semanas, Annie había sentido una inmensa fatiga que iba en aumento, uno de los primeros síntomas del embarazo, y había ansiado su apoyo. Le había costado un terrible esfuerzo permanecer sobre la silla durante todo el día.

En cambio, ahora, por fin podría dormir en una cama de verdad y disfrutar de un baño caliente en una verdadera bañera. Aquellos lujos eran casi abrumadores. Era cierto que se sentía un poco extraña al tener cuatro paredes a su alrededor y un techo sobre su cabeza, pero ése era un precio soportable por la cama y el baño.

Cuando Rafe sintió que se relajaba y que dejaba caer su peso sobre él, deslizó el brazo por debajo de sus rodillas y la levantó.

– ¿Por qué no duermes un poco? -le sugirió en voz baja al ver que cerraba los ojos-. Atwater y yo tenemos algo que hacer.

– Quiero bañarme -murmuró ella.

– Después. Primero duerme un poco. -La dejó sobre la cama y Annie emitió un sonido de placer al sentir el colchón bajo ella. Rafe se inclinó y la besó en la frente. La joven respondió con una pequeña sonrisa que fue desapareciendo al tiempo que se dejaba llevar por el sueño.


Rafe salió de la habitación y cerró la puerta tras él, lamentando que no fueran a darle un mejor uso al colchón después de todas aquellas frustrantes semanas de viaje. Sólo esperaba que aquello cambiara pronto.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Atwater mirándolo con el ceño fruncido.

– Sólo un poco cansada. Podrías habernos dado un minuto de intimidad -le reprochó Rafe, fulminando al agente de la ley con la mirada.

– Me pagan para que haga justicia -adujo Atwater con tono de protesta-. No me pagan para que confíe en la gente. -Dirigió una mirada a la puerta cerrada y sus siguientes palabras reflejaron preocupación-. Necesita descansar, pobrecilla. Sabía que estábamos llevando un ritmo demasiado fuerte para ella, pero era necesario que saliéramos lo más rápidamente posible de territorio apache.

– Acompáñame -le interrumpió Rafe-. Tengo algo que hacer.

– ¿Algo? ¿Qué? Estamos aquí para conseguir provisiones, no para recorrer la ciudad. Y puedes apostar que si vas a alguna parte, yo estaré justo detrás de ti.

– Tengo que encontrar a un sacerdote. Queremos casarnos aprovechando que estamos aquí.

Atwater se rascó la barbilla con el ceño fruncido.

– No te lo aconsejo, hijo. Tendrías que usar tu verdadero nombre y no es que sea precisamente desconocido.

– Lo sé. Tendré que asumir el riesgo.

– ¿Por alguna razón en particular?

– A partir de aquí, hay muchas posibilidades de que me reconozcan, quizá incluso de que me maten. No quiero morir sin haberla hecho antes mi esposa.

– El hecho de casarse sólo hará que aumenten esas posibilidades -señaló el marshal-. Será mejor que te lo pienses bien.

– Está embarazada.

Atwater le dirigió una de aquellas miradas peculiares suyas durante unos pocos segundos y luego le indicó que se dirigiera hacia las escaleras.

– Entonces, supongo que tendréis que casaros -concluyó, bajando al vestíbulo junto a Rafe.

Tuvieron suerte con el sacerdote que encontraron, un novato recién llegado de Rhode Island que ignoraba por completo la mala reputación del hombre al que tenía que casar y que aceptó celebrar la ceremonia de matrimonio esa misma tarde a las seis. Una vez resuelto ese problema, Rafe insistió en ir a una tienda de ropa, con la esperanza de encontrar algo adecuado para que Annie pudiera ponérselo para la boda. Había unos cuantos vestidos entre los que elegir, y el único que parecía lo bastante pequeño para adaptarse a la estrecha silueta de Annie era más práctico que elegante, pero Rafe lo compró igualmente. Estaba limpio y era de un bonito color azul.

Después se dirigieron de vuelta al hotel, con Atwater caminando detrás de Rafe para poder tenerlo vigilado en todo momento. El carácter desconfiado del marshal estaba empezando a molestar a Rafe, aunque era consciente de que tendría que soportarlo hasta que llegaran a Nueva Orleáns. De hecho, era un precio bastante bajo a cambio de su libertad.

El Paso era una ciudad sucia y bulliciosa, y sus calles estaban llenas de una mezcla de gente de ambos lados de la frontera. Rafe mantuvo su sombrero lo bastante bajo como para ocultar sus ojos, con la esperanza de que nadie se fijara en su rostro. No vio a nadie conocido, aunque siempre existía la posibilidad de que lo reconociera alguien a quien él no hubiera visto nunca.

Tuvieron que pasar por un callejón, y Rafe prácticamente lo había dejado ya atrás cuando oyó el ruido de un movimiento repentino que hizo que se girara instintivamente. El cañón de un revólver sobresalía de uno de los muros y apuntaba directamente a Atwater. Rafe vio a cámara lenta cómo el marshal trataba de coger su revólver. Su carácter desconfiado había hecho que malgastara una preciosa fracción de segundo al mirar primero a Rafe en vez de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, y aquello probablemente le costaría la vida.

Si mataban a Atwater, Rafe no tendría ninguna posibilidad de que lo exoneraran de los cargos que pesaban sobre él antes de que le metieran una bala en la espalda, así que, sin pensárselo dos veces, se abalanzó sobre el representante de la ley al tiempo que el sonido de un disparo estallaba cerca de su cabeza. Oyó el gruñido de dolor del marshal antes de que ambos chocaran con fuerza contra el suelo y rodaran por la polvorienta calle. Luego escuchó a hombres gritando, el gemido de una mujer, y fue consciente de que la gente se dispersaba. De pronto, captó un rostro entre las sombras del callejón y un segundo después tenía el revólver de Atwater en la mano y estaba disparando. Su tiro fue letal y el hombre del callejón se desplomó de espaldas.

De inmediato, Rafe se quitó de encima al marshal y se incorporó, levantando el percutor de nuevo mientras buscaba entre la multitud que empezaba a aglomerarse cualquier posible amenaza, Lanzó una mirada de soslayo a Atwater y vio que se llevaba la mano a la cabeza para taponar una herida.

– ¿Estás bien? -preguntó Rafe.

– Sí -respondió el representante de la ley malhumorado-. Tan bien como puede estar un hombre que se deja sorprender como un estúpido novato. Me merezco lo que me ha pasado.

El marshal se quitó el pañuelo que llevaba alrededor del cuello y presionó con él la herida para que dejara de sangrar.

– Puedes estar seguro de ello -asintió Rafe. No lo compadeció en absoluto. Si Atwater hubiera prestado atención, eso no hubiera sucedido. Sin perder tiempo, se levantó y extendió la mano al marshal para ayudarle a ponerse en pie. Luego, se abrió paso entre el gentío que se aglomeraba alrededor del bastardo que les había tendido la trampa y se arrodilló junto a él. Al ver la sangre que salía de su boca, supo que la bala le había destrozado los pulmones. No duraría más de un minuto o dos.

– ¿Alguien sabe quién es? -preguntó.

– En realidad, no -respondió alguien-. Puede que tuviera amigos en la ciudad o que estuviera sólo de paso. Por aquí pasan muchos forasteros.

El moribundo miraba fijamente a Rafe y sus labios se movieron.

– ¿Qué dice? -inquirió Atwater de mal talante, dejándose caer sobre una rodilla al otro lado del hombre-. ¿Qué tenía contra mí? No lo había visto nunca.

Pero el hombre ni siquiera miró al marshal. Sus labios volvieron a moverse, y aunque no surgió ningún sonido, Rafe pudo ver que su boca formaba la palabra «McCay». Entonces, empezó a toser y su garganta emitió un sonido gutural. Sus piernas se movieron espasmódicamente y murió sin más.

Rafe tensó la mandíbula, se puso en pie y agarró a Atwater por el brazo para levantarlo.

– Vámonos. -Prácticamente arrastró al marshal fuera del callejón, inclinándose sólo un segundo para coger del suelo el paquete que contenía el vestido de Annie.

– Suéltame el brazo -protestó Atwater con irritación-. Maldición, me estás haciendo daño. Y soy un hombre herido, no es necesario que nos apresuremos de este modo. ¿A qué viene tanta prisa?

– No creo que estuviera solo. -La voz de Rafe sonó lejana y sus claros ojos brillaban como el hielo mientras examinaba cada rostro, cada sombra que encontraba en su camino.

– Entonces, yo me encargaré. No me volverán a coger por sorpresa. -Atwater frunció el ceño-. Tienes mi revólver, maldita sea.

Sin mediar palabra, Rafe volvió a meterlo en la pistolera del marshal.

– ¿Por qué no lo has usado para escapar? -le preguntó el representante de la ley frunciendo el ceño.

– No quiero escapar. Quiero llegar a Nueva Orleáns y conseguir esos documentos. Eres la única oportunidad que tengo de conseguir que mi nombre quede limpio.

Atwater arrugó aún más el ceño. Bien, él había sabido todo el tiempo que, en algún momento, tendría que confiar en McCay. Durante todo aquel infernal viaje, había tenido sospechas de que saldría huyendo a la primera oportunidad y que tendría que volver a perseguirlo. Pero ahora, McCay no sólo le había salvado la vida, sino que no había escapado cuando había tenido la oportunidad perfecta. La única razón de que hiciera eso era que estuviera diciéndole la verdad. Lo que había sido una posibilidad, algo que tenía que comprobarse, se convirtió para Atwater en ese instante en un hecho definitivo. McCay no estaba mintiendo. Le habían tendido una trampa para que cargara con un asesinato, y había sido perseguido injustamente como un animal salvaje por esos documentos.

– Supongo que podría empezar a confiar en ti -masculló Atwater, decidido a equilibrar de nuevo la balanza de la justicia.

– Supongo -asintió Rafe.

Llegaron al hotel y subieron las escaleras hasta su habitación, pasando sin hacer ruido por delante de la de Annie para no despertarla. Atwater llenó un cuenco de agua, humedeció un pañuelo y empezó a lavar con cuidado la herida de su cabeza.

– Maldita sea. Es como si alguien golpease mi cerebro con un martillo -se lamentó. Un minuto después añadió-: Ese tipo iba a por ti. Te conocía. Pero entonces, ¿por qué me disparó a mí?

– Quería quitarte de en medio para poder quedarse con la recompensa. No eres precisamente un desconocido por aquí.

Atwater resopló.

– Me alegro de que no dijera tu nombre en voz alta. -Se miró al espejo-. Creo que ya no sangro. Aunque la cabeza todavía me retumba.

– Iré a por Annie -dijo Rafe.

– No es necesario, a no ser que pueda hacer algo con este dolor de cabeza.

– Puede -afirmó dirigiéndole una mirada enigmática.

Fue hasta la salida y se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– También bajaré a recepción para pedirles que suban agua para poder bañarnos. No voy a casarme cubierto de polvo y oliendo como un caballo. ¿Quieres seguirme hasta abajo para asegurarte de que no escapo?

Atwater suspiró y movió la mano en un gesto de despedida.

– Supongo que no será necesario -respondió.

Sus miradas se encontraron y ambos hombres se comprendieron sin necesidad de palabras.

Rafe bajó a arreglar lo de los baños y luego volvió arriba. Annie todavía dormía cuando Rafe entró en la habitación, y se quedó de pie junto a la cama mirándola un momento. Dios. Su bebé estaba creciendo en el interior de ese delgado cuerpo, minando ya sus fuerzas. Si pudiera, la llevaría entre almohadones durante los siguientes ocho meses, o los siete meses y medio próximos, en realidad, porque habían pasado seis semanas desde aquel día en el campamento apache. Seis semanas desde que le había hecho el amor.

Pensó en los cambios que se producirían en el cuerpo de la joven en los futuros meses, y le angustió la idea de que quizá no estuviera allí para verlos. Su vientre se hincharía y sus pechos aumentarían de tamaño. Al pensar en esa imagen, su grueso miembro se alzó palpitante y Rafe no pudo por menos que sonreír. Se esperaba que los hombres decentes dejaran tranquilas a sus esposas durante el embarazo, así que Rafe supuso que eso era la confirmación de que no era un hombre decente.

Consciente de que la bañera y el agua llegarían enseguida y de que ella tendría que atender al marshal antes, la zarandeó suavemente para despertarla. Annie murmuró algo y le apartó la mano.

– Despierta, cariño. Atwater ha tenido un pequeño accidente y te necesita.

Sus somnolientos ojos se abrieron de golpe y se levantó con dificultad de la cama. Rafe la sujetó al ver que se tambaleaba y casi se vio abrumado por el placer de volver a abrazarla.

– Tranquila -susurró-. No es nada grave, sólo un rasguño en la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -Annie se apartó el pelo de la cara e hizo ademán de coger su bolsa. Pero Rafe se le adelantó y la cogió él mismo.

– Le alcanzó una bala perdida. Nada serio. -No había necesidad de preocuparla.

Se dirigieron a la habitación contigua y Annie obligó al marshal a sentarse para poder examinar con cuidado la herida. Como Rafe le había dicho, no era grave.

– Lamento haberla molestado, señora -se disculpó Atwater-. Es sólo un dolor de cabera. Creo que un trago de whisky habría sido lo mismo.

– No, no lo habría sido -le interrumpió Rafe-. Annie, pon tus manos sobre su cabeza.

La joven lo miró un poco angustiada porque se sentía incómoda e insegura con respecto a lo que él le había dicho sobre su don. Aun así, siguió sus instrucciones y colocó suavemente las manos sobre la cabeza de Atwater.

Rafe observó el rostro del marshal. Al principio, pareció simplemente desconcertado, luego interesado y, finalmente, una expresión de casi extasiado alivio dominó sus rasgos.

– Bueno, confieso que… -suspiró-…no sé lo que ha hecho, pero desde luego ha acabado con el dolor de cabeza.

Annie levantó las manos y se las frotó con aire ausente. Así que era verdad. Realmente tenía un inexplicable poder para curar.

Rafe le rodeó la cintura con el brazo.

– La boda es esta tarde a las seis -anunció-. Te he comprado un vestido nuevo para la ceremonia y he pedido que suban agua caliente y una bañera.

Su táctica de distracción funcionó; y los labios de Annie dibujaron una sonrisa de placer.

– ¿Un baño? ¿Un baño de verdad?

– Sí, un baño de verdad en una bañera de verdad.

Rafe se agachó para coger sus alforjas y el vestido de Annie, y Atwater no pronunció ninguna protesta ante sus evidentes intenciones. En lugar de eso, el marshal casi les sonrió a modo de despedida mientras se tocaba distraídamente la herida de la cabeza.

Annie miró las alforjas cuando Rafe las dejó caer sobre el suelo de su propia habitación. Tampoco ella había pasado por alto lo que implicaba su acción,

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Cuando Atwater recibió el disparo, no intenté escapar y decidió que podría confiar en mí -le explicó.

– ¿No te atará más?

La expresión del rostro femenino le indicó a Rafe cuánto le dolía a Annie verlo atado.

– No. -Alargó la mano para acariciarle el pelo justo cuando sonaron los esperados golpes en la puerta.

Rafe abrió y dejó entrar a dos muchachos que cargaban una pesada bañera. Los seguían otros dos sirvientes con dos cubos de agua cada uno, que vaciaron en la bañera. Salieron y volvieron unos pocos minutos más tarde con cuatro cubos más, esta vez de agua muy caliente, que también vaciaron en la tina.

– Serán cincuenta centavos, señor -dijo el más mayor.

Rafe le pagó y Annie se llevó los dedos a los botones de su blusa en cuanto la puerta se cerró. Él la observó con avidez; su hambrienta mirada se deslizó por las pálidas curvas de sus pechos y sus muslos, el suave montículo de vello…

Sin perder un segundo, Annie se metió en el agua con un voluptuoso suspiro. Cerró los ojos y apoyó la espalda en el borde de la bañera. Ni siquiera había pensado en coger el jabón, así que Rafe lo sacó de sus alforjas y lo tiró al agua provocando un pequeño ruido.

– Es maravilloso -susurró Annie abriendo los ojos y dedicándole una sonrisa-. Mucho mejor que los arroyos fríos.

Rafe tenía muy buenos recuerdos de un par de esos fríos arroyos. Sintiendo que se estaba excitando por momentos, empezó a quitarse la ropa con rapidez pensando en los maravillosos recuerdos que también podría tener de esa bañera.

Annie miró la cama cuando él se metió en el agua junto a ella.

– Llegaremos a la cama esta noche -le prometió Rafe.


Noah Atwater, marshal de los Estados Unidos, muy limpio y con su pelo perfectamente peinado, avanzó rígido por el pasillo junto a Annie hasta dejarla bajo la protección y el cuidado de su futuro esposo. La joven estaba un poco desconcertada. Rafe había mencionado el matrimonio una vez, ella se había acostado para dormir un poco y se había despertado con la noticia de que la boda se celebraría sólo un par de horas más tarde. Llevaba un sencillo vestido azul que parecía hecho especialmente para ella. Bajo la tela, su cuerpo todavía vibraba tras haber hecho el amor. Seis semanas de abstinencia lo habían dejado… hambriento.

No dejó de mirar de soslayo a Rafe durante la breve ceremonia y decidió que su corta barba negra le quedaba bien. Deseó que su padre hubiera estado vivo para acompañarla ese día tan especial, que el hombre al que amaba no tuviera un cargo por asesinato sobre su cabeza y que un ejército de asesinos no lo estuviera buscando, pero, aun así, era feliz. Recordó el terror que sintió cuando Rafe la secuestró en Silver Mesa, y se maravilló de cuánto había cambiado su vida en el poco tiempo que había pasado desde entonces.

La ceremonia acabó y el pastor y su esposa les sonrieron. Atwater se enjugó los ojos a escondidas y Rafe levantó el rostro de Annie para darle un cálido y firme beso. Por un momento, la joven se quedó paralizada. ¡Ahora era una mujer casada! Qué sorprendentemente sencillo había sido todo.


Cuando llegaron a Austin dos semanas después, se registraron en otro hotel con nombres falsos. Rafe dejó a Annie acostada en la cama y salió de inmediato a buscar a Atwater. En las dos semanas siguientes a la boda, las fuerzas de la joven se habían mermado rápidamente debido a las náuseas matinales. El problema era que no se limitaban sólo a las mañanas y, a consecuencia de ello, apenas conseguía digerir algo de comida. De hecho, ni siquiera el polvo de jengibre molido que tomaba conseguía asentar su estómago.

– Tendremos que continuar el viaje en tren -le dijo a Atwater-. Annie no puede seguir a caballo.

– Lo sé. A mí también me ha estado preocupando mucho. Ella es médica, ¿qué dice?

– Asegura que jamás volverá a dar una palmadita a una mujer embarazada y a decirle que los vómitos sólo son una parte más del proceso de tener un bebé. -Annie había decidido tomárselo con sentido del humor. En cambio, Rafe apenas podía dormir al ver que cada día estaba más delgada.

Atwater se rascó la cabeza.

– Podrías dejarla aquí y continuar nosotros solos hasta Nueva Orleáns.

– No -se opuso Rafe en un tono que no admitía réplicas-. Si alguien descubre que me he casado e investiga, ella correrá tanto peligro como yo. Más incluso, porque no sabe cómo protegerse a sí misma.

Atwater bajó la mirada y observó el revólver enfundado en la pistolera que Rafe llevaba a la cadera. Se lo había devuelto después de la boda, ya que dos hombres armados eran mejor que uno. Si alguien podía proteger a Annie, era ese hombre.

– De acuerdo -asintió-. Continuaremos en tren.


Quizá había sido el esfuerzo físico de cabalgar lo que había hecho que Annie se encontrara tan mal, porque empezó a sentirse mejor al día siguiente, a pesar del balanceo del tren. La joven protestó por el cambio de planes, consciente de que Rafe había decidido continuar en tren por ella, pero como siempre, él se había mostrado tan inamovible como una pared de granito. Annie todavía sonreía al recordar lo que le dijo Atwater cuando se había visto obligado a comprar polvos de tocador: «Algo condenadamente humillante para un hombre. Y disculpe mi lenguaje, señora». Rafe los usó para aclarar su barba y sus sienes, consiguiendo un elegante tono gris que le dotaba de un aire de distinción. A Annie le agradó el resultado y pensó que ése sería el aspecto que tendría con veinte años más.

Nunca había estado en Nueva Orleáns, pero estaba demasiado tensa para apreciar los encantos de la cada vez más poblada ciudad. Se registraron en otro hotel y decidieron que irían al banco en busca de los documentos al día siguiente. Incluso el viaje en tren había resultado agotador, así que cenaron en el comedor del hotel y después se retiraron a sus habitaciones.

– ¿Te acompañará Atwater mañana? -le preguntó Annie una vez estuvieron en la cama. Llevaba todo el día preocupada por eso.

– No, iré solo.

– Tendrás cuidado, ¿verdad?

Rafe le cogió la mano y se la besó.

– Soy el hombre más cauteloso que has conocido nunca.

– Quizá deberíamos aclararte todo el pelo mañana.

– Si quieres… -Estaba dispuesto a cubrir todo su cuerpo de polvo si eso aliviaba algo la angustia de la joven. Volvió a besar las puntas de sus dedos y disfrutó del cálido cosquilleo que tan sólo él podía sentir. Nadie más podía experimentar lo mismo cuando Annie los tocaba, así que había llegado a la conclusión que se debía a la respuesta de ella hacia él.

– Me alegra que nos hayamos casado.

– ¿De veras? Me da la impresión de que últimamente sólo soy una molestia para ti.

– Eres mi esposa y estás embarazada. No eres ninguna molestia.

– Me da un poco de miedo pensar en el bebé -le confesó-. Muchas cosas dependen de lo que ocurra en los próximos días. ¿Y si te pasa algo? ¿Y si los documentos han desaparecido?

– Estaré bien. No me han capturado en cuatro años y no lo harán ahora. Y si los documentos no están… pensaremos en otro plan de acción. Claro que… Atwater podría mostrarse reacio al chantaje.

– Yo no -afirmó Annie imprimiendo una gran determinación en su voz.


Rafe dejó la pistolera en el hotel, aunque llevaba el revólver de reserva sujeto al cinturón en su espalda. Atwater había aparecido con un sombrero y un abrigo de corte más propio del Este para que se los pusiera, y Annie se encargó de empolvar su pelo y su barba. Una vez decidió que iba lo más disfrazado posible que podría permitirse, Rafe recorrió las siete manzanas que le separaban del banco donde había dejado los documentos. No era probable que alguien se fijara en él, pero aun así, observó con atención todos los rostros con los que se cruzó. Nadie parecía mostrar ningún interés en ese hombre alto de cabello gris que se movía con la agilidad propia de una pantera.

Contaba con encontrar los documentos donde los había dejado. Si Vanderbilt hubiera sospechado algo, habría enviado a todo un ejército para registrar la ciudad, incluyendo las cajas fuertes de los bancos, que no estaban garantizadas contra las grandes influencias. Rafe estaba seguro de que si hubieran encontrado los documentos, la persecución a la que había sido sometido no habría sido tan intensa. Después de todo, sin los documentos para respaldarlo, no tenía pruebas de nada, y ¿quién creería su palabra? Vanderbilt, desde luego, no parecía preocuparse por que Davis confesara. La palabra del antiguo presidente de la Confederación no tendría ningún peso fuera del Sur, donde podría provocar un linchamiento. No, Vanderbilt no tenía que preocuparse por nada con respecto a Davis.

La forma más fácil de llevar a cabo todo aquello sería entregar los documentos a Vanderbilt a cambio de que se retiraran los cargos por asesinato. Pero a Rafe no le gustaba esa idea. No quería que Vanderbilt saliera indemne. Quería que ese bastardo pagara por lo que había hecho, al igual que Jefferson Davis. Lo único que le inquietaba sobre el hecho de asegurarse de que el antiguo presidente sufriera por su traición era que, en todo el Sur, cientos de miles de personas habían sobrevivido porque, a pesar de la derrota, habían mantenido su orgullo intacto. Conocía a sus compatriotas sureños y sabía que las noticias sobre la traición de Davis harían añicos ese fiero orgullo que había hecho que se mantuvieran en pie. No sufriría sólo Davis, sino todos y cada uno de los hombres que hubieran luchado en la guerra, y todas y cada una de las familias que hubieran perdido a un ser querido. Las gentes del Norte tendrían su venganza, porque Vanderbilt sería juzgado por traición y probablemente fuera condenado a muerte, pero a los sureños no les quedaría nada.

Cuando llegó al banco, sacó la llave de la caja fuerte y le dio varias vueltas en la mano. Había llevado consigo esa llave durante cuatro años dentro de su bota y esperaba no tener que volver a verla nunca más.

No tuvo ningún problema en recuperar los documentos, ya que tenía la llave, y el nombre que dio coincidía con el que constaba en los registros del banco. Sin desenvolver el paquete, se lo metió bajo el abrigo y regresó al hotel.

Llamó a la puerta de Atwater y ambos se dirigieron a la habitación contigua, donde Annie los esperaba ansiosa. La joven estaba de pie al lado de la cama, sin ningún rastro de color en el rostro. Al ver a su esposo sano y salvo, se relajó visiblemente y se lanzó a sus brazos.

– ¿Algún problema? -le preguntó Atwater a Rafe.

– Ninguno. -Sacó el paquete de debajo de su abrigo y se lo dio al marshal.

Atwater se sentó en la cama y lo desenvolvió con cuidado. El fajo de hojas tenía varios centímetros de grosor, y le costó un tiempo revisarlas. Rafe esperó en silencio, limitándose a abrazar a Annie. Frunciendo el ceño, el marshal dejó a un lado la mayoría de los documentos y volvió a examinar unas cuantas hojas de nuevo. Cuando acabó, miró a Rafe y soltó un largo silbido.

– Hijo, no sé por qué la recompensa por tu cabeza no es diez veces mayor. Debes de ser el hombre más buscado en la faz de la Tierra. Puedes hundir un imperio con esto.

Rafe lo miró con expresión cínica.

– Si la recompensa hubiera sido mucho mayor, podría haber despertado sospechas. Alguien podría haber hecho preguntas, las mismas que te hiciste tú sobre si Tench era realmente tan importante.

– Y la respuesta hubiera sido que sólo era un agradable joven del sur. Bueno, desde luego, a mí sí que me despertó la curiosidad. -Atwater volvió a mirar los documentos-. Ese malnacido traicionó a su país y provocó que miles de personas de ambos lados murieran. La horca sería algo demasiado bueno para él.

Por una vez, no pidió disculpas a Annie por su lenguaje.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -inquirió la joven.

Atwater se rascó la cabeza.

– No lo sé. Yo soy representante de la ley, no un político, y tengo la impresión de que, por desgracia, necesitaremos a uno de esos bastardos para manejar esto. Perdón por el lenguaje, señora. No conozco a nadie que tenga suficiente poder para acabar con tanta corrupción. Por lo que sabemos, algunos de esos hijos de perra de Washington… Lo siento, señora… se han estado beneficiando del dinero de Vanderbilt. Si estos documentos salen a la luz antes de que exoneren a Rafe, Vanderbilt nunca usará su influencia para hacer que retiren los cargos. Probablemente disfrutará viendo cómo te cuelgan junto a él. Tenemos que conseguir que se retiren los cargos primero.

– ¿Acaso la existencia de estos documentos no prueba la inocencia de Rafe? -preguntó Annie desesperadamente-. Tú nos has creído; ¿por qué no un jurado?

– Yo no estaría tan seguro. Por lo que he oído, el caso contra Rafe está bastante claro. Lo vieron abandonando la habitación de Tilghman y luego encontraron muerto a ese pobre muchacho. Algunos podrían creer que Rafe lo mató para poder tener acceso al dinero y a los documentos, quizá incluso para intentar chantajear a Vanderbilt. Un abogado inteligente puede darle la vuelta a las cosas de forma que un hombre ni siquiera se conozca a sí mismo.

Annie no había pensado en eso. Permitir que Rafe fuera a juicio era un riesgo que no podían correr.

Atwater seguía reflexionando en voz alta.

– No conozco a ningún político -repitió-. Ni nunca he querido hacerlo.

Nerviosa, Annie cogió algunos de los documentos y empezó a leerlos, consciente de que tenía en sus manos algo que podría cambiar la historia del país. Los leyó por encima y se hizo una idea del hombre que había escrito aquello. Jefferson Davis había sido descrito en los periódicos del Norte como una persona despreciable. Sin embargo, la trayectoria de su vida era intachable. Se había graduado en West Point y era yerno de Zachary Taylor. Había sido senador de los Estados Unidos y secretario de guerra bajo el mandato del presidente Pierce. Incluso se había llegado a decir de él que era el hombre más inteligente e íntegro de la época, a pesar de que aquellos documentos demostraran lo contrario.

– ¿Dónde está Davis ahora? -dijo Annie de pronto, sin saber muy bien por qué había surgido esa pregunta en su mente.

Rafe no supo qué responder. Lo último que había oído acerca de él era que había salido de prisión y que se había ido a Europa.

Atwater se mordió los labios.

– Déjame pensar. Me parece que oí decir que se había establecido en Memphis, con una compañía de seguros o algo así.

– Tú conoces a Davis -dijo Annie volviendo a mirar a Rafe-. Él es un político.

– Del bando perdedor -puntualizó irónicamente.

– Antes de la guerra fue senador y formó parte del gabinete ministerial. Conoce a gente importante.

– ¿Y por qué debería ayudarme? En todo caso, me entregaría para que esos documentos se mantuvieran en secreto.

– No, no lo haría si tuviera algo de integridad -señaló Annie con cuidado.

Rafe se enfureció.

– ¿Me estás pidiendo que confíe en la integridad del hombre que vendió a su país, que es responsable de que miles de personas murieran innecesariamente, incluyendo a mi padre y a mi hermano?

– No fue así exactamente -alegó Annie-. Él no traicionó al Sur. Lo que hizo fue aceptar dinero para seguir luchando con el fin de que la Confederación pudiera continuar existiendo.

– ¡Y si vuelves a leer esos documentos descubrirás, por su puño y letra, que sabía que era un esfuerzo inútil!

– Pero él estaba moralmente obligado a intentarlo de todos modos. Ése era su trabajo hasta que el gobierno confederado se disolvió a sí mismo y los estados volvieron a adherirse a la Unión.

– ¿Estás defendiéndolo? -preguntó Rafe con una voz peligrosamente suave.

– No. Sólo digo que es nuestra única oportunidad, el único político que conoces que tiene un interés personal por estos papeles.

– Ella tiene razón -intervino Atwater-. Podríamos coger un barco de vapor para llegar hasta Memphis a través del río. Nunca he subido a un barco de vapor. He oído decir que es un agradable medio de transporte.

Rafe se acercó a la ventana y se quedó mirando las bulliciosas calles de Nueva Orleáns. En cuatro años, no había sido capaz de superar su rabia hacia el presidente Davis ni la sensación de haber sido traicionado por él. Quizá eso había afectado a sus pensamientos, o tal vez no. Acudir a aquel hombre era una opción que nunca se había planteado. Sin embargo, la idea de Annie era viable y Atwater la apoyaba. El marshal era un astuto bastardo, pero el argumento que tenía más peso era el de Annie.

Ella era su esposa y llevaba en su seno a su hijo. Sólo eso ya la hacía especial. Nunca había conocido a nadie como Annie. Jamás había visto un ápice de maldad en ella; ni siquiera cuando le habría parecido razonable encontrarlo. Había visto cosas desagradables en su vida y en su profesión, pero eso no había afectado en absoluto la pureza de su alma. Quizá ella veía las cosas con más claridad de lo que las veía él en ese momento.

Porque confiaba en ella, porque la amaba, Rafe suspiró y se dio la vuelta dando la espalda a la ventana.

– Iremos a Memphis -anunció.

– Tendremos que proceder con cuidado -dijo Atwater-. No hay ninguna prueba de que Davis esté con Vanderbilt en esto, pero tampoco querrá que estos papeles se hagan públicos.

Rafe suspiró obligándose a recordar que Davis, excepto en ese caso, siempre había sido un hombre recto y justo. Y en vista de la forma en que había sido tratado después de la guerra, no podía simpatizar mucho con el Norte. De todos modos, eso daba igual.

– No tenemos otra elección. Tenemos que confiar en él.

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