Capítulo 19

No fue difícil localizar la casa de Davis en Memphis, ya que el antiguo presidente de la Confederación era un personaje famoso. Era cierto que trabajaba con una compañía de seguros; un trabajo que le proporcionaron sus partidarios para que el orgulloso militar no tuviera que verse obligado a aceptar caridad, pero que representaba una humillación para alguien que, durante cuatro años, había dirigido una nación.

Rafe y Annie permanecieron recluidos en otra habitación de hotel más mientras Atwater contactaba con Davis en su lugar de trabajo, después de haber llegado a la conclusión de que era la opción más sencilla. Rafe se alegró de tener a su mujer para él solo durante un tiempo, ya que, a pesar de haber tenido su propio camarote en el barco de vapor, el marshal siempre había permanecido cerca. Deseaba hacerle el amor a Annie a plena luz del día para poder ver con claridad los sutiles cambios producidos por el embarazo. Aunque su vientre todavía seguía plano, estaba tenso y sus pechos más pesados, con los pezones más oscuros. Se quedó extasiado, y por un momento olvidó a Atwater y a Davis, se olvidó de todo excepto de la magia que sólo ellos dos compartían.

Cuando el marshal regresó, venía de mal humor.

– No ha querido hablar conmigo -les explicó-. Ni siquiera le he podido decir directamente lo que teníamos, porque había algunos tipos en la oficina que podrían haberlo oído. Pero Davis me ha asegurado que estaba intentando recuperarse de la guerra, no revivirla, y que pensaba que no ganaríamos nada discutiéndola de nuevo. Ésas son sus palabras, no las mías. Yo no hablo así.

– Tendremos que hacerle cambiar de opinión -repuso Rafe. Sus ojos indicaban que no le importaban en absoluto los sentimientos de Davis.

Atwater suspiró.

– La verdad es que está bastante envejecido. No tiene muy buen aspecto.

– Yo tampoco lo tendré colgado de una soga. -Al sentir que Annie se estremecía, Rafe lamentó haber dicho aquellas palabras y le acarició la rodilla a modo de disculpa.

– Volveré mañana -decidió el marshal-. Quizá consiga hablar con él cuando esa pandilla de chupatintas no revolotee a su alrededor.


Al día siguiente, Atwater se llevó una nota consigo en la que se informaba a Davis que la gente que deseaba verle tenía algunos de sus viejos papeles, papeles que se habían perdido durante su huida hacia Texas, justo antes de ser capturado.

Davis leyó la nota y su inteligente mirada se perdió en el vacío mientras retrocedía en el tiempo hasta aquellos frenéticos días, seis años atrás. Pasados unos segundos, dobló cuidadosamente la nota y se la devolvió a Atwater.

– Le ruego que informe a esas personas que estaré encantado de reunirme con ellas en mi casa esta noche para cenar. Usted también está incluido en la invitación, caballero. Les espero a las ocho.

Atwater asintió, satisfecho.

– Allí estaremos -le aseguró.


Annie estaba tan nerviosa que apenas podía abrocharse el vestido azul que había llevado para su boda, y Rafe le apartó las manos para acabar de hacerlo él mismo.

– El vestido empieza a quedarme ceñido -comentó Annie, pasando una mano por su cintura y su pecho. En un mes, sería incapaz de ponérselo.

– Entonces, te compraré algunos vestidos nuevos -le contestó Rafe, inclinándose para besarle el cuello-. O puedes limitarte a ponerte mis camisas. Eso me gustaría.

Llena de angustia, Annie lo estrechó con fuerza contra sí, como si pudiera mantenerlo a salvo en el refugio de sus brazos.

– ¿Por qué no hemos tenido ningún problema? -reflexionó en voz alta-. Eso me preocupa.

– Quizá nadie esperaba que viniéramos al Este… y recuerda que viajamos a través de territorio apache. Eso sin contar con que buscan a un hombre solo, no a dos hombres y una mujer.

– Atwater ha sido una bendición.

– Sí -asintió Rafe-. Aunque no pensé eso cuando estaba sentado en el suelo con las manos atadas a la espalda y ese revólver apuntando a mi estómago.

Rafe la soltó y retrocedió. A pesar de su evidente tensión, no se sentía nervioso por el inminente encuentro. Y tampoco estaba impaciente por ver a Davis. Era un encuentro al que podría renunciar con gusto el resto de su vida.

La casa de Davis era modesta, como lo eran sus ingresos. No obstante, todavía estaba muy bien considerado entre las personas influyentes la ciudad, y la modesta casa recibía un constante flujo de visitantes. Sin embargo, ese día, su única compañía era un marshal de los Estados Unidos, un hombre alto y una mujer más bien menuda.

Davis examinó con atención el rostro de Rafe antes de que Atwater tuviera la oportunidad de presentárselo, y luego le extendió la mano.

– ¿Cómo está, capitán McCay? Han pasado unos cuantos años desde la última vez que le vi… Creo que fue a principios del 65.

Su extraordinaria memoria no sorprendió en absoluto a Rafe, que se obligó a sí mismo a estrechar la mano del antiguo presidente.

– Estoy bien, señor. -Le presentó a Annie y ella también le dio la mano.

La joven sostuvo la delicada y firme mano del ex presidente un poco más de lo necesario y los perspicaces ojos de Davis parecieron pensativos mientras observaba sus manos unidas.

Rafe bajó los párpados al sentir un ridículo ataque de celos. ¿Acaso Annie le había transmitido un mensaje con su tacto? La expresión de Davis se había suavizado visiblemente.

– El señor Atwater no me dio sus nombres cuando solicitó esta reunión. Por favor, tomen asiento. ¿Les apetece beber algo antes de cenar?

– No, gracias -respondió Rafe-. Atwater no le dijo quién era yo para evitar que alguien pudiera oír mi nombre. Me buscan por asesinato.

Annie observó la ascética cara del antiguo presidente mientras Rafe le relataba lo que había sucedido en esos últimos cuatro años. Tenía una frente alta y amplia, y su rostro reflejaba nobleza y una gran inteligencia. Había sido calificado como un traidor a la patria por los periódicos norteños y ella suponía que tenía que considerarlo como tal, pero también podía ver por qué había sido elegido para dirigir el gobierno de la Confederación. Parecía sufrir alguna enfermedad, sin duda a causa de los dos años de cárcel, y una profunda tristeza asolaba sus ojos.

Cuando Rafe acabó de hablar, Davis extendió su delgada mano para que le entregara los documentos. Los hojeó en silencio durante varios minutos y luego cerró los ojos y se recostó en su silla. Parecía increíblemente cansado.

– Pensaba que los habíamos destruido -comentó después de un momento-. Si hubiera sido así, el señor Tilghman todavía estaría vivo, y su propia vida no hubiera quedado arruinada.

– Si se hicieran públicos, la vida de Vanderbilt tampoco sería muy cómoda.

– No, me imagino que no.

– Vanderbilt fue un estúpido -continuó Rafe-. Debió prever que estos documentos podrían usarse contra él para conseguir dinero.

– Yo no habría hecho eso -protestó Davis-. Sin embargo, deben usarse para conseguir que se haga justicia con usted.

– ¿Por qué lo hizo? -le preguntó Rafe de pronto, sin poder evitar que la amargura se reflejara en su voz-. ¿Por qué aceptó el dinero sabiendo que era inútil? ¿Por qué prolongar la guerra?

– Me preguntaba si había leído mis notas personales. -Davis suspiró-. Mi trabajo era mantener a la Confederación con vida. En esas notas describí cuáles eran mis miedos más profundos, no obstante, siempre existía la posibilidad de que el Norte se cansara de la guerra y propusiera ponerle fin. Mientras la Confederación existiera, yo estaba a su servicio. No fue una decisión complicada, aunque me arrepiento profundamente de haberla tomado. Si nuestra visión de futuro fuera tan clara como la que tenemos del pasado, piense en cuántas tragedias podrían haberse evitado. Por desgracia, mirar al pasado es algo inútil y sólo sirve para lamentarse.

– Mi padre y mi hermano murieron durante el último año de la guerra -bramó Rafe.

– Entiendo. -Los ojos de Davis se oscurecieron por el dolor-. Entonces tiene razones para odiarme. Lo lamento, caballero, y le presento mis más sinceras condolencias, aunque estoy seguro de que no las desea. Si pudiera compensarle de alguna forma, lo haría.

– Podría ayudarnos a pensar en algo para conseguir que esos cargos por asesinato se retiren -intervino Atwater-. Sólo con revelar que Vanderbilt fue un traidor, no lo lograremos.

– No, desde luego que no -asintió Davis-. Déjenme pensar en ello.


– Deben volver a Nueva York -les sugirió al día siguiente-. Allí tendrán que contactar con un banquero, el señor J. P. Morgan. Le he escrito una carta -dijo entregándosela a Rafe-. Lleven los documentos que incriminan a Vanderbilt a la reunión. En cuanto a mis notas personales… me gustaría quedármelas, si no les importa.

– ¿Qué le dice en la carta? -preguntó Rafe sin rodeos.

– El señor Vanderbilt tiene mucho dinero, capitán McCay, y la única forma de combatirlo es con más dinero. El señor Morgan tiene más que suficiente. Es un hombre de negocios extremadamente astuto que posee una rigurosa moral. Está creando un imperio financiero que puede, a mi juicio, contener la influencia del señor Vanderbilt. Le he explicado resumidamente la situación al señor Morgan solicitándole su ayuda, y tengo razones para creer que nos la ofrecerá.


Annie suspiró cuando Rafe le dijo que tendrían que ir a Nueva York.

– ¿Crees que el bebé nacerá en un tren en medio de algún lugar? -preguntó ella juguetonamente-. ¿O quizá en un barco de vapor?

Rafe la besó y acarició su vientre. Hasta el momento, no había sido muy buen esposo, arrastrándola por todo el país cuando ella más necesitaba paz y tranquilidad.

– Te quiero -le dijo.

Annie se echó atrás para mirarlo y sus oscuros ojos se agrandaron a causa de la sorpresa. Su corazón empezó a latir con fuerza y tuvo que apoyar la mano contra el pecho.

– ¿Qué? -susurró.

Rafe se aclaró la garganta. No había planeado decir lo que había dicho y las palabras habían salido sin previo aviso. No se había dado cuenta de lo inseguro y vulnerable que esa breve frase le haría sentirse. Ella se había casado con él, pero lo cierto es que no había tenido muchas opciones, ya que estaba embarazada.

– Te quiero -repitió conteniendo la respiración.

Annie estaba pálida, aunque su rostro se había iluminado con una sonrisa.

– No… no lo sabía -musitó abalanzándose a sus brazos y aferrándose a él como si nunca fuera a soltarlo.

La opresión que Rafe sentía se suavizó y pudo respirar de nuevo. La llevó en brazos hasta la cama, la depositó sobre ella y se tumbó a su lado.

– Tú también puedes decir esas palabras, ¿sabes? -la provocó-. Nunca lo has hecho.

La sonrisa de Annie se volvió aún más radiante.

– Te quiero.

No hubo declaraciones extravagantes ni grandes análisis, sólo aquellas sencillas palabras. Sin embargo, fueron más que suficientes para los dos. Permanecieron abrazados durante largo tiempo, absorbiendo la cercanía del otro. Rafe sonrió al tiempo que apoyaba la barbilla en su cabeza. Aquella primera noche, cuando la había obligado a tumbarse sobre la manta para compartir el calor de su cuerpo y la había deseado a pesar de estar malherido, debería haber intuido que la amaría más que a su propia vida. Debería haber sabido que ella acabaría significándolo todo para él.


Una semana más tarde, los tres estaban sentados en el despacho lujosamente decorado de J. P. Morgan en la ciudad de Nueva York, el lugar donde todo había empezado para Rafe, cuatro años antes. Morgan daba golpecitos con la mano sobre la carta de Jefferson Davis, pensando cómo la curiosidad podía impulsar a los hombres a hacer cosas poco corrientes. Había estado claro para Morgan desde el principio que esa gente deseaba pedirle un favor y él normalmente se negaba a ver a personas así, pero su secretario le había dicho que tenían una carta de Jefferson Davis, el antiguo presidente de la Confederación, y la curiosidad le había impulsado a conceder la entrevista. ¿Por qué le escribiría el señor Davis? Nunca se había encontrado con ese hombre, y siempre había desaprobado la política sureña. Aunque, por otro lado, la reputación de Davis era interesante y J. P. Morgan era un hombre que sostenía que la integridad era la más importante de las virtudes.

El banquero escuchó a Atwater resumir brevemente la razón de su presencia allí, y sólo entonces abrió la carta de Jefferson Davis. Tenía treinta y cuatro años, la edad de Rafe, pero ya había establecido las bases para un imperio financiero que estaba totalmente decidido a controlar. Su fuerza se veía reflejada en sus ojos. Era hijo de un banquero y comprendía a la perfección las sutilezas del negocio. Incluso su silueta, que ya daba señales de una próspera corpulencia, le daba el aspecto de un banquero.

– Esto es increíble -afirmó finalmente, dejando a un lado la carta y cogiendo los documentos para estudiarlos. Miraba a Rafe con la clase de respeto cauteloso que uno tiene por un animal peligroso-. Ha conseguido eludir lo que podría equipararse a un ejército durante cuatro años. Es usted un hombre formidable, señor McCay.

– Todos sabemos cuál es el terreno en el que mejor nos movemos. En su caso, señor Morgan, creo que son las salas de juntas.

– El señor Davis piensa que es justo ahí donde se puede controlar mejor al señor Vanderbilt. Y creo que tiene razón. El dinero es lo único que el señor Vanderbilt comprende, lo único que respeta. Será un honor para mí ayudarle, señor McCay. Lo que esto demuestra es… nauseabundo. Confío en que podrá eludir a sus perseguidores unos pocos días más.


A J. P Morgan le costó ocho días arreglar el tipo de apoyo que necesitaba, consciente de que el secreto para ganar batallas era no luchar hasta que no se dispusiera de las armas necesarias para vencer. El banquero contaba con esas armas cuando concertó una cita para encontrarse con Vanderbilt, y ya estaba pensando en otra batalla que tenía en mente, una que duraría años y que le hubiera sido imposible ganar sin esos documentos.

Annie estaba casi enferma por la tensión, consciente de que todo dependía de esa reunión. La siguiente media hora decidiría si ella y Rafe podrían disfrutar de una vida normal o si se verían obligados a seguir huyendo para siempre. Él hubiera preferido que ella se quedara en el hotel, pero Annie se jugaba demasiado para ser capaz de hacerlo y, al final, Rafe cedió, quizá dándose cuenta de que la angustia de la espera sería peor para ella que saber qué estaba sucediendo.

Sin querer dejar nada al azar, Rafe se guardó el revólver en la espalda y, de camino al despacho del comodoro Vanderbilt, escudriñó las caras de los empleados que poblaban las salas.

– ¿Has visto a ese tal Winslow? -siseó el marshal, que también había estado atento.

Rafe hizo un gesto negativo con la cabeza. El despacho de Vanderbilt estaba lujosamente amueblado, con un estilo mucho más ostentoso que el de Morgan. La oficina del banquero transmitía prosperidad y confianza mientras que la de Cornelius Vanderbilt pretendía exhibir su riqueza. Había una alfombra de seda en el suelo y una araña de cristal colgando del techo; el tapizado de las sillas se había confeccionado con la más excelente piel y las paredes eran de la más suntuosa caoba. Annie casi había esperado encontrarse con un ser diabólico que lanzara miradas lascivas y crueles desde su gran sillón tras el enorme escritorio, pero, en lugar de eso, se encontró con un anciano de pelo blanco que parecía debilitado por la edad. Sólo sus ojos insinuaban todavía la crueldad que había utilizado como un látigo para erigir su imperio.

Vanderbilt pareció sorprendido por las cuatro personas que habían entrado en su despacho, ya que esperaba encontrarse sólo con Morgan, un banquero con el suficiente poder como para dignarse a recibirlo. Sin embargo, ejerció de buen anfitrión antes de que la conversación pasara a temas de negocios. De hecho, siempre se trataba de negocios, ¿por qué otra razón habría solicitado un banquero una cita con él? Para Vanderbilt era un orgullo que Morgan hubiera ido a verle, en lugar de esperar que él visitara sus oficinas. Eso revelaba exactamente quién tenía más poder. El comodoro sacó su reloj y lo miró, indicándoles que su tiempo era valioso.

Morgan captó el gesto.

– No le quitaremos mucho tiempo. Le presento a Noah Atwater, marshal de los Estados Unidos, y al señor Rafferty McCay y a su esposa.

– ¿Un marshal? -Vanderbilt examinó el poco atractivo rostro de Atwater y lo desechó considerando que no tenía mayor importancia-. Sí, sí, continúe -añadió impacientemente.

Los cuatro habían estado observándolo con atención, y Annie se quedó perpleja ante su absoluta falta de respuesta al oír el nombre de Rafe. Alguien que había gastado una considerable fortuna intentando encontrar a un hombre para matarlo, debería recordar el nombre de su presa.

Sin mediar palabra, Morgan dejó los documentos sobre el escritorio de Vanderbilt. No eran los originales, sino fieles copias. Lo que importaba era que el comodoro supiera que tenían esa información.

Vanderbilt cogió la primera hoja con un gesto ligeramente aburrido. Le costó sólo unos pocos segundos darse cuenta de qué estaba leyendo y luego paseó su mirada de Morgan a Atwater.

– Comprendo. -Se incorporó sentándose muy erguido-. ¿Cuánto quieren?

– Esto no es un chantaje -aclaró Morgan-. Al menos, no se trata de dinero. ¿Estoy en lo correcto cuando asumo que no ha reconocido el nombre del señor McCay?

– Por supuesto que no -le espetó Vanderbilt-. ¿Por qué debería haberlo hecho?

– Porque usted ha estado intentando que lo mataran durante cuatro años.

– Nunca he oído hablar de él. ¿Por qué debería importarme su muerte? Y, ¿qué tiene que ver eso con estos papeles?

Morgan estudió al anciano por un momento. Vanderbilt ni siquiera había hecho un mínimo esfuerzo por negar el contenido de los documentos.

– Es usted un traidor -afirmó en voz baja-. Esta información podría llevarle frente a un pelotón de fusilamiento.

– Soy un hombre de negocios que se limita a obtener beneficios. Esto… -señaló los papeles-…es una suma insignificante comparada con los beneficios que generó. El Norte no corría ningún riesgo de perder la guerra, señor Morgan.

El razonamiento de Vanderbilt tensó a Rafe, que deseaba con todas sus fuerzas aplastar su puño contra la cara de aquel hombre.

De una forma muy concisa, Morgan le relató los acontecimientos que se habían producido cuatro años antes, y los ojos de Vanderbilt se movieron nerviosos de Rafe a Atwater. Annie se dio cuenta de que esperaba que lo arrestaran.

Cuando Morgan hubo terminado, Vanderbilt respondió con impaciencia:

– No sé de qué me está hablando. Yo no tengo nada que ver con todo eso.

– ¿No sabía que los documentos se habían guardado, y que el joven Tilghman sabía dónde estaban?

Vanderbilt lo fulminó con la mirada.

– Winslow me informó de ello, sí. Le ordené que se ocupara de ello y di por sentado que lo había hecho, ya que nunca volví a oír nada al respecto.

– Winslow -repitió Morgan-. Se refiere a Parker Winslow, supongo.

– Sí. Es mi asistente.

– Nos gustaría hablar con él.

Vanderbilt llamó a un timbre y, al instante, su secretario abrió la puerta.

– Vaya a buscar a Winslow -bramó el comodoro, haciendo que el hombre se retirara a toda prisa.

La puerta volvió a abrirse unos cinco minutos más tarde. Todos habían permanecido en un denso silencio, a la espera de la nueva llegada. Rafe, deliberadamente, no se dio la vuelta cuando oyó pasos acercándose. Se imaginó a Winslow con el mismo aspecto que había tenido cuatro años antes: delgado, impecablemente vestido, con su pelo rubio volviéndose gris. El perfecto hombre de negocios. ¿Quién habría pensado alguna vez que Parker Winslow podría ser un asesino?

– ¿Me ha llamado, señor?

– Sí. ¿Conoce a alguno de estos caballeros, Winslow?

Rafe levantó la mirada justo cuando la aburrida mirada de Parker Winslow llegó a él.

– McCay -exclamó con una mezcla de asombro y temor.

– Usted mató a Tench Tilghman, ¿no es cierto? -le preguntó Atwater suavemente, inclinándose hacia delante al tiempo que se despertaban todos sus instintos de cazador-. Lo hizo para que no pudiera desenterrar nunca esos documentos. Y también intentó asesinar a McCay. Pero cuando eso falló, hizo que pareciera que él había matado a Tench. Habría sido un plan perfecto si no fuera porque McCay escapó. Como los hombres a los que contrató no pudieron atraparlo, puso un precio a su cabeza, y fue subiéndolo hasta que todos los cazarrecompensas del país fueron tras él.

– Winslow, es usted un maldito idiota -rugió Vanderbilt.

Parker Winslow paseó su mirada por la estancia con ojos desorbitados antes de volver a fijarla en su jefe.

– Usted me dijo que me encargara de ello.

– Quería que consiguiera esos documentos, estúpido hijo de perra, ¡no que cometiera un asesinato!

Rafe sonreía cuando se levantó de la silla. No era una sonrisa agradable. El comodoro se encogió al verla y a J. P. Morgan le sorprendió. Parker Winslow estaba verdaderamente aterrorizado, y Atwater se recostó en su silla, limitándose a observar.

Al principio, Winslow intentó esquivar los duros puñetazos y luego intentó defenderse sin éxito. Nada pudo hacer ante la terrible fuerza de su oponente. Calmada, deliberadamente, Rafe le rompió la nariz y los dientes, le hinchó los ojos y empezó a quebrarle las costillas. Cada golpe era tan preciso como el escalpelo de un cirujano. El sonido de las costillas partiéndose fue perfectamente audible para todos los presentes en la estancia. El secretario había abierto la puerta al escuchar el primer sonido de un cuerpo golpeando el suelo, pero la cerró a toda prisa obedeciendo la orden que bramó Vanderbilt.

Rafe sólo se detuvo cuando Winslow perdió la consciencia. Al instante, Annie se levantó, y Rafe se volvió hacia ella con la salvaje agilidad de un depredador.

– No -dijo tajante-. No vas a ayudarle.

– Por supuesto que no -asintió Annie, cogiendo los puños de su marido y sosteniéndolos entre sus manos. Se los llevó a los labios y besó los magullados nudillos. Había descubierto que había límites para su juramento como médico. Puede que no hubiera sido muy civilizado por su parte, pero había disfrutado de cada golpe que su esposo le había dado a Winslow. Rafe se estremeció con su contacto y sus ojos se oscurecieron.

Winslow empezó a gemir, pero tras dirigirle una mirada horrorizada, ni siquiera Morgan le prestó atención.

– Supongo que esto no resuelve la cuestión -comentó Vanderbilt-. Les repito mi primera pregunta: ¿cuánto?

Las demandas de J. P. Morgan fueron breves. Si Rafferty McCay era perseguido de nuevo, los documentos de la Confederación saldrían a la luz y el comodoro sería acusado de alta traición. La cooperación de los bancos en cualquier futura empresa de Vanderbilt dependería de que se limpiara el nombre de McCay de todos los cargos. El hecho de que el comodoro hubiera tenido conocimiento o no de las acciones de Winslow era irrelevante; era el dinero de Vanderbilt lo que había estado detrás de todo, y sus propias acciones deshonrosas lo que lo habían provocado. A cambio, los documentos permanecerían ocultos en un lugar desconocido para Vanderbilt. Cualquier acción tomada contra cualquiera de los presentes tendría como resultado su inmediata revelación.

Vanderbilt permaneció con los párpados caídos ocultando sus ojos mientras escuchaba las demandas y condiciones. Estaba atrapado y lo sabía.

– De acuerdo -accedió con brusquedad-. Los cargos se retirarán en un plazo de veinticuatro horas.

– También está el problema de informar a los hombres que han estado persiguiendo al señor McCay.

– Se les informará.

– Lo hará usted, personalmente.

Vanderbilt vaciló un momento antes de asentir.

– ¿Algo más?

Morgan consideró la pregunta.

– Sí, hay algo más. Creo que sería razonable que se indemnizara al señor McCay. Cien mil dólares, de hecho, parecen muy razonables.

– ¡Cien mil dólares! -Vanderbilt fulminó con la mirada al joven banquero.

– No es nada en comparación con un pelotón de fusilamiento.

A sus espaldas, Atwater se rió. El sonido se oyó claramente en medio del silencio que reinaba en la sala.

Vanderbilt maldijo con una impotente ira.

– Está bien -asintió finalmente.


– No se sentía en absoluto arrepentido ni avergonzado por haber traicionado a su país -comentó Annie. No podía comprender a alguien así-. Lo único que le importaba era ganar dinero.

– Es su dios -respondió Rafe. Todavía se sentía aturdido. No había pasado ni siquiera un día, pero J. P. Morgan había llamado al hotel hacía menos de una hora para informarles de que Vanderbilt había cumplido con su promesa y de que los cargos contra él se habían retirado. El banquero les sugirió que se quedaran en Nueva York una temporada para dar tiempo a que la noticia se extendiera. También les había dicho que se habían depositado cien mil dólares a nombre de Rafe en su propio banco, por supuesto.

– ¿Te importa que no vayan a llevarlo ante la justicia? -le preguntó Annie en voz baja.

– Diablos, sí, me importa -gruñó, sentándose junto a ella en la cama donde estaba descansando-. No sólo me gustaría que lo fusilaran por prolongar la guerra, sino que desearía ser yo quien apretara el gatillo.

– No estoy convencida de que no supiera lo que Winslow había hecho.

– Es posible que sacrificara a Winslow sin siquiera parpadear, pero, por otro lado, Winslow no empezó a gritar que Vanderbilt había estado detrás de todo, así que es posible que realmente no lo supiera. Aunque en realidad no importa. Él fue el origen de todo.

– Nunca nadie sabrá lo que hizo, y continuará haciéndose más y más rico. Me enfurece tanto pensar que no va a pagar por lo que te hizo…

Rafe acarició su vientre con extrema suavidad.

– Nunca te habría conocido si no hubiera sido por la traición de Vanderbilt. Quizá el destino se encarga de equilibrar las cosas.

Miles de hombres murieron a causa de la codicia de uno solo. Pero si las cosas hubieran sido diferentes, él no tendría a Annie. Tal vez todo fuera fruto del azar o tal vez no. En cualquier caso, lo importante era vivir el presente, en lugar de perder más tiempo con lamentos y amargura. Tenía a Annie y pronto sería padre, un hecho que empezaba a dominar sus pensamientos. Gracias a Atwater, Jefferson Davis, J. P. Morgan, y principalmente a Annie, no sólo era un hombre libre, sino que también estaba en muy buena situación financiera y podría cuidar de su familia de la forma que él deseaba.

– ¿Qué le ocurrirá a Parker Winslow? -inquirió ella.

– No lo sé -mintió Rafe.

Atwater había dejado el hotel sin decir a dónde se dirigía. A veces, la justicia funcionaba mejor en la oscuridad.


Atwater se deslizó en la residencia de Winslow con el sigilo de un hombre que tenía mucha práctica en no llamar la atención. Podía distinguir el suntuoso mobiliario mientras atravesaba estancia tras estancia. Aquel maldito canalla había estado viviendo muy bien mientras Rafe McCay se había visto obligado a vivir como un animal.

El marshal no podía recordar la última vez que había tenido un amigo. No desde que su dulce Maggie había muerto. Había llevado una vida solitaria, defendiendo la ley y el orden y llevando a cabo su propia búsqueda de la justicia. Pero, maldita sea, Rafe y Annie se habían convertido en sus amigos. Habían pasado largas horas hablando a la luz de hogueras, cubriéndose las espaldas, haciendo planes y preocupándose juntos. Cosas así solían unir a la gente. Como amigo y como representante de la ley, y según su propio código personal, necesitaba que se hiciera justicia.

Encontró el dormitorio de Winslow y entró tan silenciosamente como una sombra. Lo que se disponía a hacer era duro y vaciló por un momento al mirar al hombre que dormía en la cama. Winslow no estaba casado, así que no había ninguna dama a la que pudiera aterrorizar, y el marshal se alegró. Pensó en despertar a Winslow, pero desechó la idea. La justicia no exigía que el hombre supiera que iba a morir, sólo que se llevara a cabo el castigo. Con fría calma, Noah Atwater sacó su revólver y equilibró la balanza de la justicia.

Estaba fuera de la casa antes de que los sirvientes que dormían en el ático pudieran levantarse y vestirse, sin saber qué era lo que habían oído. El rostro de Atwater permanecía curiosamente inexpresivo mientras caminaba por las oscuras calles en medio de la noche, concentrado en sus pensamientos. La ejecución de Winslow tan sólo había sido un acto de justicia, aunque quizá su motivación tuviera sus raíces en el deseo de vengar a Rafe y a Annie. Puede que ya fuera hora de que devolviera su placa, porque cuando otras cosas empezaban a importar, entonces ya no podía considerarse a sí mismo un verdadero servidor de la ley. Además, después de lo que le había pasado a Rafe, y viendo cómo el dinero y el poder habían manipulado con tanto éxito el sistema para arruinar la vida de un hombre inocente convirtiéndolo en un fugitivo, Atwater ya no podía creer en la ley de la forma en que solía hacerlo, sin embargo, seguiría siendo siempre un servidor de la justicia en su corazón.

Estaba satisfecho. La balanza se había equilibrado.

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