– ¿Por qué no te cambiaste de nombre y desapareciste? -le preguntó de pronto Annie a Rafe. Había pasado una semana aproximadamente desde que habían dejado la cabaña, o al menos eso creía ella, aunque lo cierto es que no estaba segura. Allí fuera, rodeados tan sólo por la majestuosidad de la naturaleza en estado puro, había perdido la noción del tiempo.
– Lo hice varias veces -contestó él-. Incluso me dejé barba.
– Entonces, ¿cómo pudo reconocerte alguien?
Rafe se encogió de hombros.
– Luché con Mosby. Se tomaron muchas fotos de las compañías de rangers, así que cualquiera con dinero podría haber conseguido algunas de ellas para descubrir qué aspecto tengo. En algunas llevo barba, porque no siempre convenía afeitarse. Sea cual sea la razón, parece ser que soy muy fácilmente reconocible.
Sus ojos, pensó Annie. Nadie que hubiera visto alguna vez esos grises y fríos ojos podría olvidarlos nunca.
Rafe había cazado un pequeño ciervo y habían pasado dos días acampados en el mismo lugar mientras él ahumaba la tierna carne. Annie agradeció el respiro. Aunque sabía que Rafe había marcado el ritmo más lento que se atrevió a llevar, para ella los primeros días habían sido una tortura. El dolor en sus músculos había ido cediendo a medida que se iba acostumbrando a las largas horas sobre la silla, pero pasar dos días enteros sin tener que subirse siquiera a un caballo había sido un verdadero lujo.
Habían acampado bajo un saliente rocoso de unos tres metros de profundidad, y lo bastante alto en la entrada para que él pudiera permanecer de pie. A medida que avanzaban más hacia el sur, más escasa se volvía la vegetación. Pero todavía se encontraban con algunos árboles que les ofrecían refugio y con hierba para los caballos. Un amasijo de rocas en la boca del saliente evitaba que su fuego fuera visible y había un pequeño arroyo cerca.
Tendida en brazos del hombre que amaba con algo similar a un techo sobre sus cabezas, Annie se sentía casi tan segura como se había sentido en la cabaña. Rafe se había mostrado considerado con ella durante el tiempo que había estado tan dolorida por las largas horas de viaje, abrazándola durante la noche sin siquiera mencionar la posibilidad de hacer el amor. Pero durante los dos días que habían permanecido acampados, parecía estar recuperando el tiempo de abstinencia.
Mientras preparaba la cena sobre el pequeño fuego, Annie observó cómo Rafe curaba la piel del ciervo. Su oscuro pelo le había crecido tanto que se rizaba sobre el cuello de su camisa y estaba tan bronceado por el sol que Annie pensaba que podría pasar por uno de los apaches sobre los que le había estado hablando. El amor que sentía por él se hacía cada día más poderoso, desplazando todo lo demás hasta que le resultó difícil recordar cómo había sido su vida en Silver Mesa.
Los vínculos de la carne fortalecían sus sentimientos hacia Rafe. Annie había sabido desde el principio que si le permitía hacerle el amor, se adueñaría de una parte de ella que nunca sería capaz de reclamar. Pero ni siquiera el instinto la había preparado para la fuerza de aquellos lazos. Y quizá las horas que había pasado haciéndole el amor hubieran dado ya sus frutos.
Annie se quedó mirando el fuego pensativa. Como no sabía exactamente en qué día del mes estaban, no podía estar segura de si su menstruación debería haber empezado, aunque, probablemente, estaría cerca. Habían pasado tal vez tres semanas desde que Rafe se la había llevado de Silver Mesa, y su último periodo había acabado unos pocos días antes. Sus ciclos eran bastante regulares, pero no tanto como para que pudiera saber el día exacto en que debía empezar.
No estaba segura de cómo se sentiría si realmente estuviera embarazada. ¿Era posible estar aterrorizada y feliz al mismo tiempo? La idea de tener un bebé la hacía marearse de alegría. Sin embargo, era consciente de que una mujer embarazada retrasaría a Rafe. Él tendría que dejarla en algún lugar cuando ya fuera incapaz de viajar, y Annie no podía soportar pensar en esa posibilidad.
Ella había acabado con una vida. Sería una irónica forma de imponer justicia por parte del destino, si el hecho de llevar dentro de sí misma otra vida conllevara la pérdida del hombre al que amaba. En su cabeza resonaban sermones de su niñez, espantosas amenazas de castigos divinos y de la justicia del destino.
Rafe levantó la vista de la piel en la que estaba trabajando y vio que los oscuros ojos de Annie estaban llenos de pesar mientras miraban fijamente al fuego. Él había esperado que pudiera superar la conmoción de la muerte de Trahern, sin embargo, no lo había hecho, no por completo. Durante la mayor parte del tiempo, cuando estaba ocupada, podía apartarlo de su mente, pero cuando todo quedaba tranquilo, Rafe podía ver cómo crecía la tristeza en sus ojos.
Después de la primera vez, durante la guerra, él siempre había sido capaz de aceptar las muertes que había causado. Se trataba de su vida o la de ellos, y así era como seguía viéndolo. Él era un guerrero; Annie, no. La ternura de sus emociones, aquella profunda compasión que formaba parte de su personalidad, lo atraía irremisiblemente hacia ella. Con desconcertada incredulidad, recordó que cuando la vio en su consulta por primera vez, había pensado que estaba delgada, que parecía cansada y que no era demasiado atractiva. No sabía cómo había podido estar tan ciego, porque cuando la miraba ahora, veía una belleza que lo dejaba sin respiración. Ella era todo suavidad y calidez, y poseía una increíble bondad que lo envolvía con el más tierno de los lazos. Era inteligente, íntegra y tan bella, que le provocaba una erección con solo mirarla. Quitarle la ropa era como desenvolver un tesoro que hubiera estado oculto bajo un oscuro disfraz.
Annie nunca sería capaz de desechar calmadamente la pérdida de una vida humana. Y él nunca sería capaz de verla sufrir sin sentir la necesidad de consolarla. El problema era que no sabía cómo hacerlo.
– Me salvaste la vida -afirmó Rafe de pronto rompiendo el silencio.
Annie levantó la vista un poco sorprendida, y él se dio cuenta de que no se lo había dicho hasta ese momento.
– De hecho, me has salvado dos veces -continuó-. Una con tus cuidados médicos y luego, de Trahern. Ni siquiera iba a intentar llevarme vivo ante las autoridades.
Rafe empezó a trabajar de nuevo en la piel del ciervo.
– Una vez, Trahern persiguió a un chico de diecisiete años por quien se ofrecía una buena recompensa, vivo o muerto. El muchacho había matado al hijo de un hombre rico en San Francisco. Cuando Trahern lo atrapó, el chico se arrodilló en el suelo rogándole que no lo matara. No paraba de llorar y le juró que no intentaría escapar, que iría con él ante las autoridades sin oponer resistencia. Supongo que habría oído hablar de la reputación del hombre que le había dado caza. Sin embargo, sus súplicas no le sirvieron de nada y Trahern le metió un disparo entre ceja y ceja.
Annie sabía que Rafe intentaba decirle que Trahern no era una gran pérdida para la raza humana. Pero también captó algo más, algo que la profunda preocupación que había sentido le había impedido notar antes.
– No lamento haber matado a Trahern -afirmó tajante, haciendo que la mirara-. Lamento que fuera necesario matar a alguien. Pero incluso si se hubiera tratado de ese marshal, de Atwater, habría hecho lo mismo.
Te escogí a ti, añadió en silencio.
Después de un momento, Rafe asintió brevemente y volvió su atención a la piel.
Annie se concentró entonces en remover la cena. La historia de Rafe le había ayudado a disipar su melancolía, aunque sabía que una parte de ella ya nunca sería la misma. No podría.
La noche cayó sobre ellos en una explosión de color. El cielo por encima de sus cabezas cambió del rosa al dorado, y del rojo al púrpura, en cuestión de minutos, y se fue apagando poco a poco dejando sólo silencio tras él, como si el mundo se hubiera quedado sin habla ante semejante espectáculo. Tan sólo quedaba un tenue rastro de luz en el cielo cuando él la condujo hasta las mantas.
– ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Venimos en son de paz y les agradeceríamos mucho una taza de café. Se nos acabó hace un par de días. ¿Podemos acercarnos?
Annie y Rafe acababan de desayunar y, antes de que se apagara el eco de la última palabra, él ya estaba de pie con el rifle en la mano haciendo señas a la joven para que se quedara donde estaba. La voz provenía de un grupo de pinos a más de cien metros de distancia; lo bastante lejos como para que los caballos, que pastaban a la izquierda, en un lugar que no era visible desde los árboles, no les hubieran avisado de que alguien se acercaba. Rafe pudo ver a través de las sombras bajo los pinos que se trataba de dos hombres a caballo. Frunciendo el ceño, miró hacia el fuego. Sólo una fina nube de humo flotaba hacia arriba, lo que significaba que tenían muy buen ojo o que habían estado buscando alguna señal deliberadamente. Rafe sospechaba que se trataba de la segunda opción.
– A nosotros tampoco nos queda café -gritó en respuesta. Si no se recibía una invitación a acercarse a un campamento, cualquiera que no tuviera un motivo oculto continuaría su camino.
– Nos gustaría compartir nuestra comida con ustedes, si van escasos de provisiones -contestaron también a gritos-. Nos vendría bien algo de compañía.
Rafe miró hacia los caballos, pero descartó la idea de salir huyendo. Su situación era bastante buena; tenían comida y agua, y estaban protegidos por tres flancos. Además, el paisaje, aunque montañoso, estaba demasiado despejado, sin un espeso bosque que les permitiera escabullirse.
– Será mejor que continúen su viaje -dijo Rafe, sabiendo que no lo harían.
– Esa no es una actitud muy amistosa, señor.
Rafe no volvió a responder. Supondría una distracción y quería centrar toda su atención en los dos hombres. Se habían separado para evitar ofrecerle un único blanco, así que, definitivamente, no tenían en mente hacerles una amable visita.
El primer disparo hizo saltar chispas a medio metro por encima de su cabeza y Rafe escuchó a Annie dar un grito ahogado a su espalda.
– Son cazarrecompensas -afirmó.
– ¿Cuántos? -preguntó la joven.
Rafe no la miró, pero notó serenidad en su voz.
– Dos. -Si hubiera habido un tercero acercándose, los caballos lo habrían oído-. Todo irá bien. Tú no te levantes.
Rafe no devolvió los disparos. No era partidario de malgastar munición, y no tenía un blanco claro de ninguno de los dos.
Annie retrocedió hasta el rincón más profundo del saliente. Su corazón latía con fuerza haciéndole sentir náuseas, pero se obligó a sí misma a sentarse sin hacer ruido. La mejor forma de ayudar a Rafe era no estorbándole. Por primera vez, lamentó su poca habilidad con las armas de fuego. Al parecer, en el Oeste, ir desarmado era algo suicida.
De pronto, un disparo rebotó en las rocas que protegían la boca del saliente. Rafe ni siquiera se inmutó. Estaba bien protegido y lo sabía. Se limitaría a esperar. La mayoría de hombres se impacientarían o se confiarían, y más tarde o más temprano, se pondrían a tiro, así que Rafe se acomodó con mortífera paciencia.
Los minutos pasaron con lentitud. Ocasionalmente, uno de los hombres disparaba como si no estuvieran seguros de la posición de Rafe e intentaran hacerle salir. Por desgracia para ellos, él había aprendido hacía mucho tiempo la diferencia entre actuar o simplemente reaccionar. Sólo dispararía cuando creyera que tenía un blanco claro.
Pasó más de media hora antes de que el hombre de la izquierda cambiara de posición. Quizá sólo estaba poniéndose cómodo, pero, durante un par de segundos, toda la parte superior de su cuerpo quedó a la vista. Sabiendo que debía aprovechar la oportunidad, Rafe apretó suavemente el gatillo y el hombre cayó derribado.
Rafe ya se estaba moviendo antes de que el sonido del disparo se hubiera extinguido, deslizándose más allá de las rocas y del saliente y ordenando a Annie en voz baja que no se moviera. El otro cazarrecompensas podría esperar a que saliera para quedarse él con los diez mil dólares, pero también era posible que dejara allí el cuerpo de su compañero y decidiera ir en busca de refuerzos. La mente de Rafe permanecía fría y clara, consciente de que no podía permitir que el segundo hombre escapara.
El hecho de que hubiera demasiada distancia, sin ningún lugar donde ponerse a cubierto entre él y el cazarrecompensas, hacía imposible que Rafe pudiera alcanzar los árboles, al igual que había imposibilitado que ellos llegaran hasta el saliente. Habían sido unos estúpidos al escoger el lugar desde donde atacar. Una decisión más inteligente habría sido seguir tras sus presas hasta que el paisaje les hubiera permitido acercarse más, o adelantarles sin ser vistos y haberles preparado una emboscada. Bueno, ahora uno de ellos era un estúpido muerto y el otro lo sería pronto.
El cazarrecompensas empezó a disparar ciegamente desde los árboles, como resultado de un inútil ataque de ira que sólo conseguía malgastar munición. Rafe volvió la vista hacia el saliente. Lo único que podía poner a Annie en peligro era una bala que saliera rebotada, pero la forma en que se había acurrucado en aquel rincón del saliente hacía que fuera casi imposible que eso sucediera. Rafe le había ordenado que se quedara allí quieta, y sabía que lo haría, no obstante, era consciente de que sería muy angustioso para ella permanecer allí sentada sin poder ver o saber qué estaba pasando.
Con cuidado, Rafe se movió dando un rodeo para obtener un mejor ángulo de visión, ya que le era imposible acercarse más. Todavía había dos caballos entre los árboles, lo que le indicaba que el segundo hombre no había huido.
Entonces, percibió un pequeño movimiento y vio algo azul, probablemente una manga. Rafe se concentró en ese punto, permitiendo que su mirada se desenfocara de forma que pudiera captar hasta el más mínimo detalle. Sí, allí estaba, moviéndose inquieto tras aquel árbol. Aun así, seguía sin tener un blanco claro de él.
El sol de la mañana empezaba a calentar rápido y caía inclemente sobre su cabeza descubierta. Por un momento deseó haber cogido el sombrero, aunque, probablemente, era mejor así, pues habría hecho que su silueta fuera más grande.
Rafe descubrió una roca partida con un pequeño enebro creciendo entre los dos pedazos y se acomodó tras ella apoyando el rife en la grieta. Fijó la vista en el árbol donde el segundo hombre intentaba decidir qué hacer y deseó que no tardara mucho.
El cazarrecompensas disparó unos cuantos tiros más en un esfuerzo vano por provocar una respuesta. Rafe ni siquiera movió un músculo. Si sólo le rozaba el brazo con una bala y era capaz de alejarse a caballo, un ejército entero de cazarrecompensas se reuniría en la zona, y Annie y él tendrían un grave problema.
De pronto, el hombre pareció perder la paciencia y empezó a retroceder lentamente hacia los caballos.
– Venga, hijo de perra -murmuró Rafe, siguiendo sus movimientos con el cañón del rifle-. Ponte a tiro sólo durante dos segundos. Dos segundos, eso es todo lo que necesito.
En realidad, necesitó menos. El cazarrecompensas avanzó hacia los caballos manteniendo cuidadosamente los árboles entre él y el saliente, ignorando que su oponente ya no estaba allí. No era un blanco limpio, Rafe sólo podía ver su hombro y parte del pecho, pero era más que suficiente. Apretó el gatillo sin titubear, y la bala alcanzó al cazarrecompensas haciéndole caer.
Al instante, surgieron gritos de dolor de la pequeña arboleda, prueba de que el tiro no había sido mortal.
– ¡Annie! -bramó Rafe.
– Estoy aquí.
Rafe percibió el miedo en su voz.
– No pasa nada. He acabado con los dos. No te muevas, volveré en unos minutos.
Tras decir aquello, empezó a avanzar hacia los árboles, sin dar por sentado que el hombre al que había herido no pudiera disparar. Muchos hombres habían perdido la vida por acercarse descuidadamente a un hombre «muerto» o a uno tan malherido que, en teoría, fuera incapaz de disparar. Incluso hombres que estaban exhalando literalmente su último aliento eran capaces de disparar.
Rafe pudo escuchar más claramente los jadeos del herido cuando se deslizó entre los árboles. El hombre estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol y su rifle estaba en el suelo a unos centímetros de distancia. Manteniendo su atención y el cañón de su arma fijos en el cazarrecompensas, Rafe alejó el rifle de una patada y luego le despojó de su revólver.
– Deberíais haber continuado vuestro viaje -dijo sin alterarse.
El cazarrecompensas clavó en él una mirada llena de odio y dolor.
– Bastardo… Has matado a Orvel.
– Tú y tu compañero disparasteis primero. Yo sólo me he defendido. -Rafe le dio la vuelta a Orvel con la punta de su bota, comprobó que le había dado en el corazón y recogió sus armas.
– No pretendíamos haceros daño, sólo pensábamos pasar un rato con vosotros. Aquí, en medio de la nada, acabas sintiéndote solo.
– Sí. Estabais tan deseosos de compañía que perdisteis la cabeza y empezasteis a disparar. -Rafe no creyó ni por un momento en las palabras del cazarrecompensas. Los ojos de aquel hombre mostraban una furia incontenible. Estaba sucio y sin afeitar, y apestaba.
– Eso es. Sólo queríamos algo de compañía.
– ¿Cómo supisteis que estábamos aquí? -Cuanto más pensaba en ello, menos probable le parecía que hubieran visto algo de humo. Ni tampoco creía que hubieran encontrado su rastro. Por un lado, ya llevaban acampados en el saliente desde hacía dos días, y además, esos dos estúpidos no parecían lo bastante inteligentes como para seguir un rastro tan difícil de encontrar como el que él había dejado.
– Sólo pasábamos por aquí y vimos vuestro humo.
– ¿Por qué no seguisteis adelante cuando tuvisteis la oportunidad? -Rafe lo miraba sin mostrar ningún signo de piedad, preguntándose qué iba a hacer con él. La sangre se estaba extendiendo rápidamente por el pecho del cazarrecompensas, pero Rafe no creía que fuera una herida mortal. Por el aspecto que tenía, la bala tan sólo le había destrozado la clavícula.
– No tenías por qué pedirnos que continuáramos nuestro camino, en lugar de dejar que nos acercáramos. Orvel dijo que querías quedarte con la mujer para ti solo… -El hombre se calló, preguntándose si no habría dicho ya demasiado.
Rafe entrecerró los ojos con fría ira. No, no habían visto ningún humo. Habían visto a Annie cuando había ido a por agua. Esos dos cerdos no habían tenido en mente ninguna recompensa, sino la violación.
Ahora se encontraba con un dilema entre manos. Lo más inteligente sería meterle una bala en la cabeza a aquel bastardo y librar así al mundo de su apestosa presencia. Por otro lado, si lo mataba en esas condiciones, cometería un asesinato a sangre fría, y Rafe no estaba dispuesto a caer tan bajo.
– Te diré qué voy a hacer -le dijo, dirigiéndose hacia los caballos y cogiendo las riendas-. Voy a darte algo de tiempo para que pienses en lo que has hecho. Mucho tiempo.
– ¿Vas a robar esos caballos?
– No. Voy a soltarlos.
A pesar del dolor que sentía, la sucia mandíbula del hombre se abrió.
– ¡No puedes hacer eso!
– Por supuesto que puedo hacerlo.
– ¿Cómo se supone que voy a llegar hasta un médico sin un caballo? Me has destrozado el hombro.
– No me importa si consigues llegar hasta un médico o no. Si hubiera tenido un mejor blanco, no tendrías que preocuparte por tu hombro.
– Maldito seas, no puedes dejarme así.
Rafe fijó sus grises y fríos ojos en aquel malnacido por un momento, antes de empezar a alejarse en silencio con los caballos.
– ¡Eh, espera! -gritó el cazarrecompensas desesperado-. Sé quién eres. Maldita sea. Hemos estado tan cerca de ti y ni siquiera lo sabíamos… ¡Diez mil dólares!
– Nunca serán tuyos.
El hombre le sonrió.
Bailaré y beberé a la salud de quien se los gane, bastardo.
Rafe se encogió de hombros y pasó con los caballos por delante de él, que se esforzaba por ponerse de rodillas. Desprovisto de caballos y armas, le sería casi imposible llegar a la ciudad. Incluso si lo lograba, le costaría días, quizá semanas. Para entonces, Rafe se imaginó que él y Annie ya estarían lejos. No le gustaba la posibilidad de que alguien supiera que ahora viajaba con una mujer, pero era un riesgo que tenía que correr. Al menos, el cazarrecompensas no había visto a Annie lo bastante bien como para poder dar una descripción de ella.
Fue el repentino movimiento, el leve ruido al buscar algo a tientas lo que lo alertó. Con rapidez, Rafe soltó las riendas y giró sobre ni mismo, dejándose caer sobre una rodilla al tiempo que cogía su revólver y disparaba. El cazarrecompensas debía de haber llevado un revólver de reserva sujeto al cinturón, en la espalda. El disparo que consiguió realizar fue demasiado alto y le pasó por encima, justo donde Rafe había estado un segundo antes, haciéndole un simple rasguño en el hombro. El disparo de Rafe, sin embargo, acertó de pleno.
El cazarrecompensas volvió a desplomarse contra el árbol, con la boca y los ojos abiertos en una expresión de estúpido asombro. Pasados apenas unos segundos, sus ojos se apagaron y cayó de lado, hundiendo el rostro en el suelo.
Rafe se puso en pie y tranquilizó a los asustados caballos. Luego, se quedó mirando al hombre muerto, sintiéndose de repente muy cansado. Maldita sea, ¿es que no iba a acabar nunca?
Las armas del segundo cazarrecompensas estaban sucias y en mal estado, así que las desechó, quedándose únicamente con la munición. Registró las alforjas en busca de provisiones y encontró café. Bastardos mentirosos. Desensilló los caballos y les dio una palmada en la grupa, haciendo que salieran corriendo. No estaban en muy buenas condiciones, pero no les iría peor en libertad de lo que les había ido en manos de aquellos malnacidos. Después, cogió las provisiones que consideró convenientes y regresó al saliente.
Annie seguía sentada en el rincón, abrazándose las rodillas. Su rostro estaba pálido y tenso, y ni siquiera se movió cuando Rafe entró en la minúscula cueva formada por el saliente y dejó caer la bolsa de provisiones.
Se apresuró a agacharse frente a ella y le cogió las manos, examinándola con atención para asegurarse de que ningún trozo de roca que hubiera salido volando la hubiera golpeado.
– ¿Estás bien? -le preguntó preocupado.
Annie tragó saliva.
– Sí, pero tú no.
Rafe se quedó mirándola.
– ¿Por qué?
– Tu hombro.
Sus palabras hicieron que Rafe fuera consciente de pronto del escozor en su hombro izquierdo, aunque apenas lo miró.
– No es nada, sólo un rasguño.
– Estás sangrando.
– No mucho.
Moviéndose despacio, con rigidez, Annie fue en busca de su maletín.
– Quítate la camisa.
Rafe siguió sus instrucciones, aunque la herida, en realidad, sólo era una quemadura y apenas sangraba. Observó a Annie con atención. No había preguntado por los dos cazarrecompensas.
– A uno de ellos lo maté de un único disparo -comentó-. El otro sólo estaba herido. Pero sacó un segundo revólver de su cinturón cuando yo estaba alejándome con los caballos y también tuve que matarlo.
Annie se arrodilló en el suelo y lavó cuidadosamente el arañazo con solución de hamamelis, haciendo que Rafe diera un respingo a causa del escozor. A la joven le temblaban las manos, pero respiró profundamente y se obligó a sí misma a calmarse.
– Tenía tanto miedo de que te hubieran herido -dijo al fin.
– Estoy bien.
– Siempre existe la posibilidad de que no lo estés. -En un pequeño y alejado rincón de su mente, Annie se preguntó por qué un hombre que no había movido ni un músculo cuando le había tratado heridas mucho peores que aquella quemadura, ponía esa cara por un pequeño escozor. Con cuidado, aplicó un poco de salvia de olmo resbaladizo sobre la rozadura y la vendó. Como él ya había dicho, no era nada grave.
Rafe decidió no contarle a Annie que, aunque aquellos bastardos eran cazarrecompensas, no habían tenido en mente el dinero. En lugar de eso, esperó a que acabara de curarle y entonces hizo que se levantara para estrecharla con fuerza contra sí, besándola con pasión y dejando que su cálida energía se filtrara hasta sus huesos para ahuyentar el frío de la muerte.
– Es hora de marcharse -anunció finalmente.
– Sí, lo sé. -Annie suspiró. Había disfrutado del descanso, pero él ya había dispuesto que se marcharan aquel día, antes de que se presentaran los dos cazarrecompensas. La joven sólo deseaba que hubieran podido alejarse sin ver a nadie.
¿Cómo podía Rafe haber mantenido la cordura durante esos cuatro años, siendo acosado continuamente como un animal salvaje y sin poder confiar en nadie? Se veía obligado a estar continuamente en alerta.
– Soy una carga para ti, ¿verdad? -preguntó Annie, manteniendo el rostro hundido contra su pecho para no tener que ver la verdad en sus ojos-. Podrías avanzar más rápido sin mí y seré un problema cada vez que alguien te busque.
– Sí, podría viajar más rápido -respondió él con sinceridad, acariciándole el pelo-. Por otro lado, nadie está buscando a un hombre y a una mujer que viajan juntos, así que eso compensa. Pero tú no eres una carga, cariño, y prefiero tenerte cerca para poder velar por ti. No podría vivir si no supiera qué estás haciendo y si estás bien.
Annie alzó la cabeza y esbozó una sonrisa forzada.
– ¿Estás intentando engatusarme con tu encanto sureño?
– No lo sé, ¿tú crees?
– Sí, lo creo.
– Entonces, seguramente tendrás razón. ¿Crees que soy encantador?
– Tienes tus momentos -reconoció-. Aunque no se dan con mucha frecuencia.
Rafe apoyó la frente contra la suya y se rió entre dientes. Annie, sorprendida, se dio cuenta de que era la primera vez que lo había oído reírse, aunque sólo hubiera sido una pequeña risa ahogada. Dios sabía que no había habido muchas cosas en su vida por las que pudiera reír.
Rafe la soltó después de un momento, con la mente puesta en recoger las cosas y salir de allí a toda prisa.
– Vamos a acortar camino por el Este -anunció-. Directos hacia el territorio apache. Quizá eso haga que cualquiera que encuentre nuestro rastro se lo piense dos veces antes de seguirnos.