9

Al final del primer día de trabajo, Ashling estaba al borde del colapso. Afortunadamente no tenía que coger un autobús ni un Dart, y se fue directamente a casa caminando. Tenía suerte: al menos ella tenía una casa a la que ir, mientras que Lisa todavía tenía que buscarse una.

Ashling entró, agradecida, en su piso, se quitó los zapatos y fue a ver si había algún mensaje en el contestador.

La lucecita roja parpadeaba con insolencia, y Ashling, feliz, apretó el play. Estaba ansiosa de compañía y contacto, para que la ayudaran a digerir aquella extraña y desafiante jornada. Pero se llevó una decepción. No era más que un extraño mensaje de un tal Cormac que decía que el viernes por la mañana le entregaría una tonelada de abono. Se habían equivocado de número.

Se tumbó en el sofá como si este fuera una plancha de surf, cogió el teléfono y llamó a Clodagh. Pero solo había dicho hola cuando Clodagh inició una de sus clásicas peroratas. Por lo visto estaba teniendo un mal día.

Clodagh elevó la voz para hacerse oír sobre una algarabía de gritos infantiles:

– Craig tiene dolor de barriga y solo ha desayunado media tostada con mantequilla de cacahuete. A mediodía no quería comer nada, y se me ocurrió darle una galleta de chocolate, aunque se pone hiperactivo en cuanto prueba el azúcar; al final le di unas natillas porque pensé que sería mejor que el chocolate…

– Ajá -asintió Ashling, comprensiva, aunque los gritos le impedían oír lo que Clodagh le estaba diciendo.

– … y se las ha comido, así que le he ofrecido otras, pero apenas las ha probado, y aunque no tiene fiebre, está más pálido que… ¡Cállate! ¡Déjame hablar un momento por teléfono, por favor! ¡Mierda! ¡Ya no puedo más!

Pero las súplicas de Clodagh no fueron escuchadas, y los gritos no hicieron más que intensificarse.

– ¿Es ese Craig? -preguntó Ashling. Debía de dolerle mucho la barriga. Gritaba como si lo estuvieran destripando.

– No, es Molly.

– Y a ella ¿qué le pasa?

Ashling alcanzó a descifrar algunas palabras entre los berridos de Molly. Por lo visto mami era muy mala. De hecho era, al parecer, espantosa. Y Molly no quería a mamá. Con un grito especialmente histérico Molly comunicó a Ashling que odiaba a mami.

– Le estoy lavando la manta -se defendió Clodagh-. Está en la lavadora.

– Dios mío, ahora lo entiendo.

Molly se ponía furiosa cada vez que la separaban de su manta. En realidad era un paño de cocina, antes de que Molly, a base de chuparlo, lo hubiera convertido en un trapo informe y apestoso.

– Estaba guarrísima -explicó Clodagh, desesperada. Se apartó un momento del auricular y suplicó-. Molly, estaba muy sucia. ¡Puaj, asco, caca! -Ashling escuchó con paciencia mientras Clodagh seguía haciendo ruidos para describir el lamentable estado de la manta-. Es un riesgo para la salud. Si no la laváramos te pondrías enferma.

Los gritos volvieron a subir de tono, y Clodagh volvió a ponerse al teléfono.

– Esa bruja de la guardería me dijo que no admitiría a Molly a menos que laváramos la manta regularmente. ¿Qué querías que hiciera? Bueno, no creo que sea apendicitis…

Ashling tardó un momento en darse cuenta de que su amiga volvía a referirse a Craig.

– … porque no ha vomitado, y en la enciclopedia médica familiar dice que ese es un síntoma inconfundible. Pero nunca se sabe, ¿no crees?

– Supongo -repuso Ashling, insegura.

– Sarampión, varicela, meningitis, polio, e-coli -recitó Clodagh con abatimiento-. Espera un momento, Molly quiere sentarse en mis rodillas. Podrás sentarte en las rodillas de mami si me prometes que te estarás callada. ¿Vas a estar callada? ¿Lo prometes?

Pero Molly no prometía nada, y una serie de golpes y desplazamientos indicaron que de todos modos le habían permitido subirse a las rodillas de Clodagh. Afortunadamente, sus chillidos se redujeron a unos ostentosos sollozos y resuellos.

– Y por si fuera poco, el capullo de Dylan me llama y me dice que no solo va a llegar tarde esta noche, otra vez, sino que la semana que viene tiene que ir a otro congreso no sé dónde y volverá a pasar la noche fuera.

– Capullo Dylan -canturreó Molly con una dicción perfecta-. Capullo Dylan, capullo Dylan.

– ¡Y el viernes que viene tiene no sé qué cena en Belfast!

Volvieron a oírse gritos en el fondo. Gritos masculinos. ¿Sería el capullo de Dylan, que había llegado antes de lo previsto a casa y se había ofendido al oír a su esposa y a su hija insultándolo?, se preguntó Ashling irónicamente. No, por el tono quejumbroso de los gritos, y sus referencias a un dolor de barriga, tenía que ser Craig.

– Iré a verte el viernes por la noche -se ofreció Ashling.

– Genial, te lo… ¡Deja eso! ¡Haz el favor de dejarlo inmediatamente! Ashling, tengo que colgar -dijo Clodagh, y se cortó la comunicación.

Así era como solían acabar las conversaciones telefónicas con Clodagh. Ashling, deprimida, se quedó sentada mirando el teléfono. Necesitaba hablar con alguien. Por suerte Ted llegaría en cualquier momento; era tan puntual que a veces Ashling ponía su reloj en hora al oírlo llegar. Eran las seis y cincuenta y tres.

Pero a las siete y diez, cuando ya se había comido media bolsa de patatas fritas Kettle y al ver que Ted no llegaba, Ashling empezó a preocuparse. Confiaba en que no hubiera tenido un accidente. Era un terror con la bicicleta, y nunca llevaba casco. A las siete y media lo llamó por teléfono y comprobó, extrañada, que Ted estaba en casa.

– ¿Por qué no has venido a verme?

– ¿Quieres que baje?

– Pues… no sé, supongo que sí. Hoy ha sido mi primer día de trabajo.

– Mierda, se me había olvidado. Bajo enseguida.

Unos segundos más tarde apareció Ted. Estaba diferente: no se podía cuantificar, pero tampoco podía negarse. Ashling no lo había visto desde el sábado por la noche, lo cual ya era bastante extraño; pero estaba demasiado nerviosa con el nuevo empleo, y hasta ahora no se había dado cuenta. Ted parecía menos delicado, era como si de la noche a la mañana se hubiera vuelto más robusto. Solía invadir el espacio vital de los demás como una fuerza imparable, pero ahora su porte tenía un garbo nuevo, como si caminara más derecho.

– Felicidades por tu éxito del sábado -dijo Ashling.

– Creo que tengo novia -admitió con una tímida sonrisa de oreja a oreja-. O más de una. -Al ver la cara de perplejidad de Ashling, explicó-: Ayer pasé el día con Emma, pero mañana por la noche he quedado con Kelly.

Entonces llegó Joy.

– El que espera desespera -dijo-. El Hombre Tejón no me va a llamar nunca si me quedo esperando junto al teléfono, así que… Veamos: Bill Gates, Rupert Murdoch o Donald Trump. Me ha parecido oportuno elegir a tres grandes de la industria en honor a tu nuevo empleo.

– Me lo pones fácil -Ashling no podía creer que la dejaran escapar con un castigo tan leve-. Donald Trump, por supuesto.

– ¿En serio? Joy parecía contrariada-. Pero si se seca el pelo con secador de mano y cepillo. Yo no podría respetar a un hombre que le dedica más tiempo a su pelo que yo. Bueno, hay gustos para todo.

Metió la mano en su bolso y sacó una botella de Asti Spumante.

– Es para ti. Felicidades por el nuevo empleo.

– ¡Asti Spumante! -exclamó Ashling-. Muchas gracias, Joy.

Joy se dirigió a Ashling abriendo mucho los ojos, esperando oír buenas noticias:

– ¿Y bien? ¿Cómo ha sido tu primer día como subdirectora de una revista elegante?

– Tengo una mesa para mí sola, un Mac…

– ¿Y el jefe? ¿Qué tal está? -preguntó Joy.

Ashling intentó formular lo que pensaba. Estaba fascinada por el atractivo de Lisa y por lo bien que vestía, y sentía curiosidad acerca de la infelicidad que desprendía. La había reconocido de inmediato: era aquella mujer del supermercado que llevaba siete cosas de cada, y eso también le interesaba. Pero había sido un error seguirla hasta el lavabo. Ashling solo pretendía echarle una mano, pero lo único que había conseguido era parecer prepotente e insensible.

– Es muy guapa -dijo, porque no quería explicar lo que había pasado-. Delgada, inteligente… Y viste muy bien.

Ted, que estrenaba papel de donjuán, se puso en guardia, animado; pero Joy dijo con desdén:

– No me refiero a tu jefa. Me refiero a aquel guaperas al que su novia le mordió el dedo.

Ashling no se sintió mejor pensando en Jack Devine. Acababa de estrenar su empleo y ninguno de sus superiores parecía valorarla demasiado.

– ¿Cómo sabes que es un guaperas? -preguntó.

– Tiene toda la pinta. A los feos no les muerden los dedos. -Es verdad -terció Ted-. A mí no me ha pasado nunca. Ya, pero eso podría cambiar, pensó Ashling.

– ¿Cómo es? -insistió Joy, curiosa.

– Pues es… muy serio -se limitó a contestar Ashling. Pero luego se dio el gusto de admitir-: Creo que no le caigo bien. -Después de decirlo se sintió al mismo tiempo mejor y peor.

– ¿Por qué? -preguntó Joy.

– Sí, ¿por qué? -preguntó también Ted. ¿Cómo podía no caerle bien Ashling a alguien?

– Me parece que es porque aquel día le ofrecí la tirita.

– ¿Qué tiene eso de malo? Tú solo pretendías ayudar.

– No debí hacerlo -reconoció Ashling-. ¿Comemos algo?

Llamaron a un tailandés y, como solía pasar, encargaron demasiada comida. Comieron hasta hartarse, pero seguía quedando un montón de comida.

– Siempre nos pasa lo mismo -comentó Ashling, arrepentida-. Bueno, ¿en qué nevera vamos a dejar esta vez las sobras durante dos días antes de tirarlas a la basura?

Joy y Ted se encogieron de hombros, se miraron y miraron a Ashling.

– En la tuya, por ejemplo.

– Estoy preocupada -anunció entonces Joy-. Mi galleta de la suerte dice que voy a llevarme una desilusión. Leamos nuestros horóscopos.

Luego sacaron el I-Ching y estuvieron un rato tirando los palillos, hasta que obtuvieron la solución que buscaban. Después intentaron ponerse de acuerdo para mirar algún programa de televisión, pero no lo consiguieron, y Joy se asomó a la ventana y miró hacia el Snow, el club que había al otro lado de la calle. Las prostitutas de la puerta les dejaban entrar gratis porque eran del barrio.

– ¿A alguien le apetece ir a bailar al Snow? -sugirió adoptando un tono indiferente. Demasiado indiferente.

– ¡No! -gritó Ashling, categórica a causa del miedo-. Mañana por la mañana tengo que estar en forma para ir a trabajar.

– Yo también trabajo -dijo Joy-. Soy la procesadora de solicitudes de pólizas de seguros más rápida del Oeste. Venga, solo una copa.

– Tú no tienes ni idea de lo que quiere decir tomarse solo una copa. Hasta me sorprende que lo digas. Cada vez que salgo contigo para tomarme «solo una copa» acabo a las cinco de la mañana con una cogorza descomunal, bailando canciones de Abba y viendo salir el sol en un apartamento que no conozco con un grupo de hombres desconocidos a los que no quiero volver a ver jamás.

– Hasta ahora nunca te habías quejado.

– Lo siento, Joy. Debe de ser que estoy un poco nerviosa por el trabajo.

– Yo voy contigo -se ofreció Ted-. Si no te da miedo que ahuyente a tus pretendientes.

– ¿Tú? -dijo Joy con desdén-. No lo creo, Ted.


Eran más de las nueve cuando Dylan llegó a casa. Clodagh había conseguido acostar a Molly y a Craig, lo cual era casi un milagro.

– Hola -dijo Dylan, cansado, balanceando su maletín contra la pared en el recibidor y aflojándose la corbata.

Clodagh no dijo nada cuando los cierres del maletín volvieron a arañar la pintura, y se preparó para recibir el beso de su marido. Habría preferido que Dylan no se molestara en besarla. En realidad aquel beso no significaba nada; solo era una costumbre molesta.

Clodagh abrió la boca dispuesta a explicarle a él el mal día que había tenido, pero Dylan se le adelantó:

– ¡Dios mío, menudo día! ¿Dónde están los niños?

– En la cama.

– ¿Los dos?

– Sí.

– ¿Llamamos al Vaticano para informar del milagro? Voy a verlos y bajo enseguida.

Cuando regresó se había quitado el traje y se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta.

– ¿Alguna noticia? -preguntó Clodagh, ansiosa de información y emociones del mundo exterior.

– No. ¿Hay algo para cenar?

Ah, sí. La cena.

– Pues mira, entre el dolor de barriga de Craig y las rabietas de Molly… -Abrió la nevera en busca de inspiración, pero no sirvió de nada-. ¿Te apetece una tostada con espaguetis?

– Una tostada con espaguetis. Menos mal que no me casé contigo por tus habilidades culinarias. -Le lanzó una sonrisa, y a Clodagh le pareció detectar en ella cierta tensión.

– Sí, menos mal -concedió mientras sacaba una lata del armario.

No habría sabido decir si Dylan estaba enfadado o no. Siempre estaba risueño, aunque estuviera furioso. Y a ella no le importaba, porque así la vida era más fácil.

– ¿Qué tal en el trabajo? -insistió-. ¿Cómo es que has salido tan tarde?

Dylan suspiró y dijo:

– ¿Te acuerdas de aquel gran contrato con los americanos? ¿Ese que no hay manera de cerrar?

– Sí -mintió ella mientras metía el pan en la tostadora.

– No sé dónde me quedé la última vez que te hablé de ese tema. ¿Se habían decidido ya?

– Creo que estaban a punto de decidirse -se aventuró Clodagh.

– Bueno, pues tras deliberar eternamente, al final lo reducen a tres paquetes. Luego dicen que quieren probarlos. Lo cual, como sabes, supone una gran pérdida de tiempo, así que les ofrezco los informes de las pruebas. Primero dicen que sí, que ya les sirven. Luego cambian de opinión y envían a dos técnicos de su oficina de Ohio para hacer las pruebas…

Clodagh removió los espaguetis en la sartén y se desconectó de la conversación. Estaba decepcionada. Aquello era mortalmente aburrido.

Dylan se sentó a la mesa y siguió explicándoselo todo:

– Esta tarde me llaman y me dicen que le han comprado un paquete a Digiware, y que los nuestros ni siquiera van a probarlos.

Entonces fue cuando Clodagh volvió a conectarse:

– ¡Estupendo! ¡Ni siquiera van a probarlos!

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